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¡Dale gordi,
despertate amor! ¡Te quedaste dormido, mi cosita!, me decía mi esposa con sus
labios rodando por mi cuello. Sus besos siempre son el mejor cable a tierra que
la vida me regala todos los días.
Eran las 12 de la
noche, y se ve que el cansancio se convirtió en mi enemigo. Me había dormido
encima del teclado de la compu, terminando un informe para la empresa en la que
trabajo como gestor y abogado. Eso de cuidar los intereses de los accionistas,
velar para que el dólar no se dispare al carajo, discutir con los empleados,
revisar estatutos y lidiar con los jefes coreanos dueños de la firma, me estaba
llevando a un nivel de stress insospechado.
¡Andá y lavate un
poco la cara gordi, que yo caliento algo, así comemos! ¡No sé vos, pero yo me
muero de hambre!, agregó después de comerme la boca, quedarse apenas con un
topcito negro y un culote blanco.
¡Cheee, no sabés!
¡El profe nuevo nos sacó la mierda en el gimnasio! ¡Te juro que me duele todo!
¡Respiro y me duele!, decía mientras ponía algo en el horno eléctrico, sin
olvidarse de sonreír. Enseguida me di cuenta que sin querer borré una de las
conclusiones que redacté para entregar en la oficina. Al menos no lo guardé
correctamente. Pero preferí no ponerme de malhumor. En definitiva, Gisela no
era responsable de mi descuido.
¡Y sí amor, es
lógico! ¡Hace más de un mes que no vas al gym! ¡Pero ya vas a recuperar el
ritmo! ¡Bueno, me doy una duchita y voy a comer!, articulé masticando bronca. Y
de repente, recordé que era viernes, y que hasta el lunes no tenía que pensar
en la empresa.
¡Aaaah, gordi,
porfi, fijate si Mily duerme! ¡Creo que hay que cambiarle el pañal! ¿Te
animás?!, me dijo Gisela con todo el amor del mundo. Ya no me podía hacer el
choto. Me tuvo demasiada paciencia. Nuestra hija ya tenía 10 meses, y yo seguía
demostrándole que no era capaz de cambiarle el pañal. Era cierto que le oculté
mis verdaderos temores, y eso tenía que ver con mi infancia. Pero según mi
psicólogo, al que abandoné por falta de tiempo, uno mismo debe resolver con
ayuda terapéutica cada pequeño trauma que el pasado nos infiere, como si fuesen
tatuajes invisibles.
¡Ya está Lu, creo
que es hora que asumas tu rol de padre! ¡Aparte, es divertido! ¡Está en la
cuna! ¡Cuando la pasé a buscar por lo de tu mamá, la cambié! ¡Pero, creo que se
hizo pis en el camino!, decía Gisela, mientras yo subía las escaleras rumbo al
baño. Casi sin saber si fue mi boca la que respondió, o los fantasmas de un yo
que no le coincidía a mi aspecto, le dije: ¡Síii, yo la cambio!
Gisela pareció
alegrarse en la cocina, aunque no pude entender lo que dijo. Mis pasos,
rutilantes y rebeldes me guiaron directamente a nuestro cuarto. Mily estaba
casi dormida, con el chupete en la mano y un osito entre las piernitas. Claro
que yo no tenía problemas para tener a mi hija en brazos, ni en cantarle cancioncitas
para hacerla dormir, en darle la mamadera, jugar con ella, enseñarle palabras o
compartir películas infantiles. Todo el tiempo que no me insume el laburo se lo
dedico a ella, y a Gisela. Pero, con el tema de los pañales, todo se me
dificultaba bastante.
¡Gordi, si
necesitás ayuda, llamame!, gritó mi esposa, justo cuando yo retiraba el osito
del cuerpo de Mily. Para colmo, eso la hizo despertarse, pues, el peluche era
de esos que si le apretás la pancita se pone a cantar. Mi nena abrió los ojos
como dos faroles celestes, me lo pidió, y casi sin darse cuenta empezó a
quedarse dormida otra vez, entre balbuceos al muñeco, y un cansancio repentino.
Gisela la había
acostado con una remerita, y tan solo con un pañal, siendo consciente’ del
calor que hacía. Me senté al lado de la nena. La contemplé. Sentí cómo mis
manos tiritaban, cómo la lengua se me endurecía y que el corazón galopaba
ansioso en mi pecho. Un pavor inconmensurable me invadió, y mi mente habría
preferido saltar al vacío antes que mis manos aflojen al fin la cinta de ese
pañal. Tenía la esperanza de que Gisela se hubiese equivocado, y que realmente
Mily no se había hecho pis. Pero solo me bastó palpar la sábana, justo al lado
de su piernita para comprobar que tenía el pañal desbordado. Entonces, todos
los imperios que construí alrededor de mi vida casi perfecta, y por encima de
mis verdades más vergonzosas, amenazaron con desmoronarse sobre mi cuerpo
inmóvil. Como si un giratiempos reposara en mi mano, volví a sentirme poderoso.
Era inocente, curioso y casi imperceptible. A los 13 años de mi niñez, no había
tanta información disponible, al alcance de cualquiera. Pero yo tengo una hermana,
que en ese entonces tenía 9 meses, un padre y un padrastro que se disputaban
las mejores excusas para no darme bola, y una madre siempre ocupada. Así que,
la siesta en que ella me dijo al llegar del súper mercado: ¡Luciano, llevá a tu
hermana a la pieza, sacale el pantalón y el pañal, que ya voy para allá!, ese
fue el día en que mis travesuras se presentaron en mis testículos como indicios
involuntarios. Alcé a Dana en mis brazos, le hice cosquillas como siempre y la
llevé a mi pieza. Ese mismo día un remolino de sensaciones raras me invadían
los huevos, y el pito se me paraba a cada rato. Quería tocármelo sin parar. Yo
ya me había acabado un par de veces, pero todavía no estaba al tanto de cómo
funcionaba el tema, ni si era peligroso, o lo que sea. Pero me encantaba
tocarme el pito. Para colmo, de repente, tener a mi hermana a upa me
representaba algo placentero, y más si andaba en pañales, como sucedió durante
todo el verano.
Mi madre me había
enseñado a cambiar pañales, por si alguna vez tenía que hacerlo. Lo practicamos
con un muñeco, porque para ese entonces Dana no había nacido. Nunca se había
presentado el momento, hasta aquel día del súper. Cuando Dana y yo estábamos en
mi pieza, la recosté en la cama, le saqué las zapatillas, las medias, el
pantalón, y apenas la vi con el pañal repleto de elefantitos, mi pene recobró
aquella dureza de un ratito anterior. No tenía olor a caca, y eso me
tranquilizó en parte. Pero, apenas despegué la cinta y se lo abrí un poquito,
una de mis manos incurrió directamente en mi entrepierna para sacudirme el pito.
Acerqué mi nariz, y me excitó su olor a pichí. No entendía qué me pasaba.
Intentaba que Dana no me juzgara, o no entendiera, sin razonar que sus pocos
meses no podían hacerlo. Llevé su pañal hasta sus piernas, y le vi la vagina.
No la toqué. Solo la olía de cerca, y admiraba su círculo diminuto. Pensaba que
por ese agujerito las chicas tienen relaciones, que hacen pichí, que dan a luz
a sus futuros bebés, y toda esa información no era fácil de procesar. Al mismo
tiempo me tocaba el pito, temblando y transpirando como un boludo. Pero tenía
que sacarle el pañal, y entonces lo hice, con más temor que al principio. Ella
solo se reía, mencionaba palabras indescifrables, se babeaba y llamaba a mi
madre, como si bromeara. Ahora tenía todo el panorama de su vagina, y el de su
cola cuando se dio vuelta. En ese momento, justo cuando ya había sacado mi pene
afuera de mi pantalón, mi madre entra con un nuevo pañal, unas toallitas
húmedas y un chocolate.
¿Luciano, ¿Qué
carajo hacés con el pito afuera?!, me dijo, sin exasperarse, como si aquello
fuera normal. Ni sé qué le dije. Pero, algo así como que me picaba.
¡Bueno bueno,
andá a rascarte el pito a tu pieza, que yo cambio a tu hermana y preparo la
merienda!, sentenció, antes de dedicarle un montón de monerías a Dana mientras
la higienizaba. Esa vez corrí a mi pieza, y no paré de sobarme la pija hasta
largar toda mi leche en mi calzoncillo.
Hubo miles de
tardes en que la pija se me paraba debajo de la cola de mi hermana, cuando la
tenía a upa mirando dibujitos, o cuando le daba la mamadera. Me excitaba
demasiado cada vez que andaba con olor a pis, y en ocasiones me lo tocaba
cuando mami no me veía. De lo contrario, me iba al baño y liquidaba aquellas
tensiones con una rica paja. Pero cuando Dana cumplió el año y medio, y gracias
a que mi padre se quedó sin laburo, mami debió apurar el trámite para que Dana
deje los pañales descartables cuanto antes. Eran carísimos para la época. Por
eso, por las noches, algunas veces le ponía pañales de tela con bombachitas de
goma. Eso sí que alteró mi estado sexual por completo. No lo asimilaba del
todo. Pero ver a Dana usando esas bombachitas por la casa me ponía la verga al
palo.
¡Luciano,
despertá a tu hermana, fijate si se meó en la cama, y cambiale la bombacha de
goma por favor, que yo no llego! ¡no le pongas pañales de tela porque no los
lavé! ¡si se meó, llevala al baño y lavala! ¡Si no, solo sacale la bombachita y
ponele una limpia! ¿Estamos?!, me dijo mi madre al teléfono a eso de las 11 del
mediodía, un viernes caluroso y pesado. Yo me levanté de la cama, fui a la
pieza de mi madre, busqué en el cajón designado para las cosas de Dana y saqué
una bombachita de goma. La desenvolví, y antes de despertarla ya tenía el pito
re duro. Me la pasé por la cara, mientras caminaba lentamente hacia la cama
donde Dana dormía, me bajé el pantalón y me toqué el pito encima del
calzoncillo.
¡Daniii, arriba
nenaaa! ¿Te hiciste pis? ¡Mami me dijo que, te cambie! ¡Daleee, y te traigo la
leche!, le dije zamarreándole un brazo. La destapé, y enseguida un vaho de
olorcito a pipí emergió del fondo de las sábanas. Esa vez no pude hacer otra
cosa que tocarme el pito, con mi nariz pegada a su vientre, mis labios a su
bombacha mojada y, con una de mis manos haciéndole cosquillas en los pies. Me
acabé enseguida, justo cuando casi le había sacado entera la bombachita de
goma. No tuve éxito para llevarla al baño y lavarla. Se negó rotundamente. Y en
el fondo, yo no sabía lidiar con una pendejita malcriada. De modo que, le puse
la bombacha limpia, y después ella se puso un pantalón cortito. Mi madre había
guardado una chocolatada para ella en su mamadera preferida, y yo debía
dársela. Obviamente, fue sobre mis piernas, frente a la tele. Ese día, sin
comprender el por qué, mecía a Dana de un costado al otro, y de atrás hacia
adelante para que esa goma elástica se frote contra mi pija de nene. Apenas me
había bajado el pantalón, y no podía dejar de olerla. Tenía ganas de tocarle la
vagina, pero me abstuve con todas mis fuerzas. Para colmo, mi madre llegó
silenciosa como siempre, y me descubrió.
¡Hijo, qué te
pasa? ¿Otra vez te pica el pitulín?!, me decía mientras me quitaba a Dana de
los brazos. Pero, no había enojos ni reproches en su voz. Más bien parecía
comprenderme.
¡Dale Luciano,
guardá eso, y andá a tu pieza! ¡Esas cosas se hacen solito! ¡Eso sí! ¡Tratá de
no ensuciar tanto las sábanas!, me dijo luego, después de retarme por no haber
lavado a mi hermana.
Un par de veces
visité a Dana mientras dormía, y me toqué el pito, solo oliéndola. Mi madre había
tomado por costumbre ponerle esas bombachitas de goma por las noches, y por el
día, dejarla desnuda, al resguardo de algún vestidito. Cada vez que se hacía
pichí jugando, o cuando yo la perseguía para asustarla con ese único fin, o
simplemente porque se le antojaba, yo le andaba detrás como un perro alzado. No
lo razonaba. Sencillamente lo hacía. Algunas veces le metí su manito adentro de
mi calzoncillo. Solo una vez coloqué mi pito entre su bombachita de goma y su
cola, y tuve que sacarlo rapidísimo porque, casi le largo toda la lechita allí.
Desde entonces, y
sumado a que mi madre me pescó pajeándome arrodillado en la cama, meta olerle
la vagina a mi hermana, aunque la tuviera bajo la censura de una de sus
primeras bombachitas de tela, hicieron que todo aquello fuese prohibido para
siempre. Esa vez mi madre supo que me había propasado, y si bien no le hacía
ningún tipo de daño, o la forzara a nada, eso estaba mal, y mereció el castigo
que me propinó inmediatamente. No solo descargó unos cuantos cintazos sobre mis
nalgas mientras me arrancaba las orejas, me insultaba y maldecía. También me
prohibió salidas con amigos, me canceló cualquier dinero que pudiera darme para
ir a los jueguitos o para merendar algo rico en el cole, y me designó algunas
tareas de la casa. Por eso lavé platos, fregué pisos, planché algunas camisas y
limpié el patio por espacio de dos meses. De igual forma, no podía prohibirle a
mi olfato la fragancia del olor a pichí de Dana, ni a mi pija que se ponga
tiesa cada vez que le miraba la cola, en especial cuando se meaba y la bombacha
medio que se le caía por el peso.
Entre todo eso,
el pañal de mi hija estaba a punto de abandonar sus piernas gorditas, cuando
una punzante descarga eléctrica me rodeó el glande. Su olor a pis me confundía.
Me conducía a los mismos pasadizos secretos. Me atomizaba la razón y me
carcomía los nervios. Apenas tuve su pañal en mis manos, lo acerqué a mi nariz
y lo olí angustiado, aunque vigoroso y decidido. Lo lamí, y sentí que un chorro
de presemen humedeció mi bóxer. Me toqué la pija, los huevos y hasta las
tetillas. Tenía escalofríos no resueltos por todo el cuerpo. Desprendí los
botones de mi pantalón de vestir, el que sin condicionamientos se deslizó hasta
el suelo, me mordí los labios para no decir, y busqué con la mirada algún pañal
nuevo. Quería que esa tortura se termine cuanto antes. Pero de repente admiré
su vagina húmeda, y no pude otra cosa que acercarme, abrirle las piernas con
demasiado cuidado y acercar mi nariz a su pureza. Le di un beso en la pancita,
dejé el pañal al lado de su pierna, y casi sin atreverme a más, me metí uno de
sus piecitos en la boca, aprovechando que ella misma, probablemente inconsciente
lo movió. Quise sacar la lengua y saborearle la vagina. Pero sabía que eso era
un plan arriesgado, que no era correcto, y que me valdría unos cuantos cintazos
policiales. En todo eso pensaba mientras una de mis manos apretujaba mi pene
hinchado a instancias memorables.
¡Luchi, te, te
falta mucho?!, pronunció de golpe la voz de Gisela en la penumbra del cuarto, a
escasos pasos de mi cuerpo abatido. No pude responderle con nitidez. Me declaré
un tartamudo sin reacción. Mi esposa me descubrió con la cara a nada de la
vagina de nuestra hija, con mi pija en la mano, y con todas las culpas de lo
que nunca le dije.
¿Te gusta? ¡Digo,
el olor a pis de tu nena? ¿Es como el de tu hermanita Dana?!¡ ¡Bueno, ahora la
nena ya no se mea me imagino! ¡Pero qué lindo que debe coger, no?!, me decía
Gisela, en un plano absolutamente absurdo, con la voz tenue, los ojos
chiquitos, pero con su perfume sexual cada vez más presente.
¿Qué, qué decís?
¿De dónde… Quién te… mirá, yo solo… No sé dónde hay pañales nuevos!, dije,
subrayando que todo me daba vueltas, que nada me cerraba, y que mi secreto
parecía al fin emerger de las tumbas que el pasado debió haber destruido.
¡Tranqui amooor,
que tu mami me contó todo! ¡Siempre supe que, el olor a pichí no te da asquito!
¿Qué te excita, y que se te paraba la pija con tu hermanita cuando eras un
nene! ¡Mirá, hagamos una cosa! ¡Agarrá ese pañal sucio, sentate en la cama, y
ni se te ocurra tocarte! ¡Es bueno que descubras a tu hija!, decía Gisela
caminando por la pieza en busca del pañal, el talco y otras cosas. Le hice
caso, todavía desconectado del mundo terrenal del que tanto me enorgullecía.
¡Mirá gordi,
ahora te voy a sentar a la beba en las piernas! ¡Vos olé el pañal!, me pidió,
ahora mientras se quitaba el top para darle de mamar. Mily se despertó en
cuanto Gisela le hizo unas caricias, y entonces, poco a poco fue sentándola
sobre mis piernas. De modo que, mientras ella sentada a mi lado le daba el
pecho, yo olía el pañal, disfrutando de ciertos golpecitos que Gisela le daba a
mi pija, diciendo cosas como: ¿Te gusta pajero, te calienta el olor a pis de tu
hija, o el de otras nenas, no?! ¿Por qué nunca me pediste que te mee encima?
¿Te gustaba ver en pañales a Dana?
De repente, antes
de que Mily se duerma casi que con la última succión a su pezón, Gisela me
dijo: ¡Mirá lo que le hace la mami a la nena!, y le dio un beso en la boca. Eso
hizo que mi pija se estire aún más, lejos de apiadarse de mi testiculicidio.
Entonces, la recostó en la cama, y sin siquiera lavarla le puso el pañal nuevo.
La oí rezongar porque, la guacha se hizo pis otra vez apenas Gisela pegó las
cintas del pañal. Pero sin embargo, sentó a la nena sobre mis piernas, y
mientras me pedía que la sostenga fuerte, mi esposa convertida en una cruel
servidora de los fantasmas más inhumanos, se arrodilló para mordisquearme la
pija sobre el bóxer, y luego para metérsela de una en la boca.
¡Dame leche
pajerito calentón, dalee, dame la leche que la Mily te quiere mucho, porque a
su papi le gusta que su nena tenga olor a pis, no cierto mi vida? ¡Dame la
mamadera nene, como a Dana, y cambiame el pañal papiii, dale que quiero la
lechita calentitaaaa!, decía esforzándose por abarcar todo lo que pudiera de mi
dureza con su boca. Sacaba la lengua, se pegaba con mi pija en la cara, me
mordía el escroto, salivaba con ruido sobre mi pubis, y le olía el pañal a la
nena. Eructaba de vez en cuando, subía y bajaba el cuero de mi verga para
atrapar todo mi glande impuro en sus labios, y me pajeaba con toda la velocidad
que le permitía el momento. Ciertamente no pude sostener la irremediable
acabada, suculenta y colmada de terrores que le ofrendé a su boquita. Al mismo
tiempo Gisela se hacía pis encima palmoteándose la concha. No registré el
instante en que se quedó en calzones.
Todo había sido
más que suficiente. Enseguida me confió que no se había meado.
¡Acabé como una
perra gordi! ¡Y no me hice pis, sabés? ¡Pero, esta noche, te voy a mear en la
cama, para que dejes de excitarte con la nena! ¡Si querés, hasta me compro
pañales, y te beboteo toda la vida! ¡Aunque, no te voy a negar que me calentó
verte oliendo la chochita de Mily!, me decía Gisela mientras nos duchábamos
juntos. Mily al fin dormía como un angelito, luego de que su madre le cambie
otravez el pañal para que no se paspe. A nosotros nos esperaba un pollo al
horno con papas en la cocina.
La vida tenía que
seguir, y eso era de lo que debía convencerme si no quería perder la razón. Esa
noche, mientras Mily y yo hacíamos el amor, la oí darme una licencia más que
definitiva, inesperada y bastante imposible de llevar a la práctica tal vez.
¡Si querés, hablá
con Dana! ¡Confesale todo, y decile que, para cerrar algunas cosas, cosas de tu
infancia, es necesario que todo suceda, que te entregue la concha! ¡Quiero que
te la cojas, que la hagas gemir y gozar, y que la veas desnuda! ¡Pero ahora, de
grande!
Eso hizo que mi
leche explote adentro de sus entrañas como un verdadero rayo cegador. Por
supuesto, eso aún no sucede, y tal vez jamás ocurra. Pero, un nuevo incentivo
circula por mi sangre, mientras Gisela se transforma algunas noches en una
bebota tierna, meona, viciosa de la mamadera y el chupete, y cada vez más
perversita! Fin
Recordá que este, o cualquier otro relato del blog, podés pedírmelo en audiorelato, a un costo más que interesante. Consultame precios y modalidades por mail.
Este es mi correo ambarzul28@gmail.com si quisieras sugerirme o contarme tus fantasías te leeré! gracias!
Acompañame con tu colaboración!! así podré seguir haciendo lo que más amo hacer!!
Cafecito nacional de Ambarzul para mis lectores nacionales 😉
Comentarios
Mmmm que rico. Escribí como se hace una paja arriba de la nena, de su conchita... Y la mamá que esté junto y participe.
ResponderEliminardale!! lo tendré en cuenta!
EliminarCoincido con Marcos!
ResponderEliminarimagino a su esposa toda meada arriva de el y me caliento mucho mucho.
ResponderEliminaryo quiero una Gisela que se mee en la cama y que acabe como una perra como lo dijo. ¡que ricooooooo!
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