Era viernes, hacía un calor de perros, y cerca
del mediodía recibí un mail de la universidad en el que me notificaban que no
se dictaban clases por el fallecimiento de un rector. Cosa que me venía bárbaro
porque, tenía un parcial y no había estudiado lo suficiente.
Me hice una ensalada de palta, tomate y
zanahoria, me exprimí tres naranjas, y puse música para cargarme un poco las
pilas.
Recién cuando escuché el motor de una máquina
mezcladora en el patio, recordé que había unos albañiles en casa, a los que mi
madre les encomendó reparar el lavadero, tapiar la parte trasera del patio por
donde era muy fácil treparse y entrar a la casa, y hacer unos veredines para
que pudiéramos caminar por el jardín cuando llovía mucho, y en ocasiones se nos
inundaba.
La cosa es que yo iba de un lado para otro en
bombacha, descalza, con los ventanales abiertos, y con una sensación de bien
estar superior a cualquier pensamiento pecaminoso. Sabía que tres hombres
estaban trabajando bajo el sol, hablando de fútbol y de la tele, bebiendo agua
de una manguera, y haciendo todo el ruido necesario en estos casos. Mi madre se
había ido de vacaciones con una amiga el día anterior, y le dejó la copia de
las llaves de la puerta del fondo a don Enrique, ya que era de absoluta
confianza en la familia. Enrique decidía quienes lo acompañaban, depende la
labor que se le asignara.
Ese día estaba él y dos tipos más. Uno era
moreno, no mayor de 40 años, con acento paraguayo, pelo corto y espaldón,
afeitado, gordito y bastante risueño.
El otro era un tipo alto con cara de guacho,
lleno de rulos, poco hablador, medio terco a la hora de cumplir órdenes y
demasiado delgado para mi gusto. Supuse que tendría 21 como yo, y eso me dio
vueltas un par de segundos en la cabeza.
En un momento les hablé desde la cocina, donde
ninguno podía verme, para decirles que si necesitaban algo, solo me golpearan
las palmas en la ventana y yo con gusto los atendería.
Enrique contestó por ellos: ¡No se preocupe
niña, yo le aviso!
Apenas terminé de comer me senté en el sillón
que da a la ventana más amplia, puse una peli con la que me aburrí a los 5
minutos, y en medio del zapping di con una porno en pleno desarrollo. Le bajé
el volumen lo más rápido que pude, y me re embobé mirando cómo una japonesa le
comía la pija a un fenómeno de la naturaleza. No podía tener tamaño pedazo
entre las piernas ese tipo!
Cuando vino la propaganda aproveché a cerrar
la cortina de la ventana, y al regresar a mi asiento comenzaba otra peli. Nunca
había visto porno, ni me había sentido tan caliente con lo que veía. Tenía la
sensación de que necesitaba urgente meterme los dedos en la vagina, como jamás
me había pasado! Ahora dos chicas de escuela privada se besaban en una plaza,
hasta que un oficial las interrumpe, y acto seguido las dos se la maman en lo
que parecía un baño público, en tetas y re desesperadas.
Yo no quise ser menos. Por lo que dejé que mi
mano actúe por inercia. Cuando dos de mis dedos presionaban mi clítoris, tuve
la inmensa fantasía de entrar en el televisor y cogerme a ese policía pijudo con
todo el celo de mi conchita híper jugosa a esa altura.
En eso oigo que don Enrique golpea las palmas,
y como no le respondí, golpeó el marco de la ventana con una pequeña cuchara.
¡Qué necesita don Enrique?!, le dije molesta
por haberme sacado de mi trance femenino.
¡Disculpe señorita, pero es posible que
cortemos la luz en unos diez minutitos… es un rato nada más… es para poner un
enchufe en el jardín!, me explicó, sin saber que mis ojos estaban fijos en la
pantalla, o al menos eso suponía.
¡No se preocupe, que ya la dejamos seguir
viendo esas cositas!, agregó alejándose de la ventana, y enseguida oí las risas
de los otros dos.
Me daba igual si me descubrían, pero tampoco
quería que me vieran mientras me tocaba. Pero el llamado de mi sexo descuidado
fue más intenso y recurrente que todo con lo que pudiera especular. Así que
seguí introduciendo mis dedos en mi vagina, rozando mis pezones chiquitos pero
colorados de la excitación, y lamiendo mis dedos. Acariciaba mi rostro con mi
olor a concha en las manos, y gemía cada vez más descontrolada, ya sin ponerle
atención a la tele. De hecho, ni me di cuenta cuándo fue que los hombres
cortaron la luz.
Afuera el sol estaba radiante, aunque una
brisa soplaba refrescando un poco a lo que ya era la siesta. De repente, siento
unas manos en mis hombros. Enseguida giro para mirar, y casi me muero del susto
al descubrir al más pendejo de los tres, descalzo, en cuero y ahora enredando
sus dedos en mi pelo. Quise gritarle que se fuera, pero, como si se tratara de
un pacto solidario, apareció el paraguayo ante mí. Éste se bajó el pantalón y
peló una pija durísima, transpirada y con un montón de venas generando más
tensión en sus nervios. Me agarró la mano que yacía adentro de mi bombacha y me
la hizo tocar, apretar y sacudir.
¡Dale chiquita, si te vuelve loca la pija… ya
te vimos cómo te ponías mirando esas pelis cochinas, así que no te hagas la
santita y pajeame!, dijo el hombre mientras el pibe me besaba el cuello y me
amasaba las tetas.
No sé si les pedí que me suelten. Pero estoy
segura de que cuando forcejeé un poco para escaparme, el pibe casi me ahorca, y
el paraguayo me aferró las piernas con las suyas.
¡Mirá nena, no te vamos a obligar a nada, pero
si estás calentita dejate llevar!, dijo el pendejo, ahora lamiendo mis tetas y
haciendo que mi otra mano le apriete el bulto sobre su bermuda manchada con de
todo. No podía negar que mis gemiditos eran consecuencia de un goce que me
quemaba por dentro! Cuando el paraguayo me arrancó los pelos para que me
agache, supe que mi boca tomaría posesión de su pija para mamarla, saborearla y
succionarle hasta esos huevos acalorados. Me excitaba tanto oírlo jadear como
los chupones del pendejo recorriendo toda mi piel.
¡Qué rica guacha, tenés olor a limpita, a
nenita con plata, y a que usás cremitas caras, no pendeja? ¿Cuánto te salió
esta bombachita?!, me increpaba el pibe sabiendo que no podía contestarle. La
pija de su amigo extranjero me estaba volviendo loca! Mi paladar no quería
dejar de endulzarme la vida con sus juguitos, con su textura, con sus primeras
cogiditas a mi garganta y con toda mi saliva que le goteaba de los huevos.
¡Cuando venga mi mami le voy a decir que los
denuncie, por violarme en mi propia casa!, dije, sin medir el impacto de mis
palabras.
El pibe me tiró sobre el sillón, me puso la
verga en la boca mientras el paragua me pasaba la suya por las tetas, y me
dijo: ¡Mejor callate la boca nenita, que la que nos provocó todo el día fuiste
vos!
Supe que el pibe se llamaba Renzo, porque don
Enrique lo llamó desde el patio varias veces. Pero Renzo no pensaba más que en
cogerme la boquita.
¡Che pendex, y si le corremos la bombachita y
se la damos toda por la concha?!, dijo el paraguayo con una sonrisa perversa
pero mucho más compradora.
¡Dale, pero que se la saque ella… después
chupale bien esa conchita… dale nena, sacate la bombachita, y abrite bien de
piernas!, dijo Renzo mientras me dejaba en libertad, aunque ninguno se me alejó
demasiado para evitar mi posible fuga. Esperaron impacientes, hasta que me la
quité con lentitud, y el pibe quiso que la huela, que me la pase por la cara y
que le lama la partecita de adelante. Mientras tanto, el paragua juntaba su
rostro demacrado a mi sexo para olerme y lamerme la vagina. Yo gemía a duras
penas, porque Renzo volvió a apropiarse de mis labores bucales en su pija, que
no era tan rica como la del paraguayo. Les juro que me dolían los pezones de la
calentura, y que nunca había deseado tanto una pija en lo más profundo de mi
concha!
El paragua ya hundía su lengua y dos dedos en
ella, pero no era suficiente, a pesar de que sabía cómo moverlos, cómo comerse
mis flujos y cómo calentarme hasta el culo cuando dos por tres me lo rozaba.
Cuando el pibe me sacó su pene de la boca para
frotarlo en mis gomas, tuve el valor de pedir: ¡cogeme paraguayo de mierda,
rompeme la concha con esa pija, ahora!
Y el hombre no se detuvo en cuestionamientos
formales. Directamente dejó caer su cuerpo curtido sobre el mío, colocó su
glande sensitivo en el umbral de mi vagina, y después de balbucear en mi cara
jadeando: ¡Así que la nena de la abogada quiere verguita?!, me la enterró para
hacerme sentir su hambre de macho en cada penetrada que me regalaba.
El otro se pajeaba contra mi rostro y me pedía
lengüita en sus bolas.
Pero, esa postura no podía durar toda la
tarde, por lo que el pibe derramó toda su leche en mi boca apenas sus huesos y
espíritu le ordenaban arquearse de placer ante la pasión de mi lengua y mis
dientitos, repitiendo: ¡Abrí la boca nenita, tragala toda, tomá la lecheee!
El viejo se agitaba más a medida que su pija
avanzaba y profundizaba sus arremetidas. Hasta que se le ocurrió sentarse una
vez que el pibe me levantó, en el instante en que yo saboreaba su semen, y
sentarme sobre él frente a frente, para con ese panorama seguir dándome por la
concha y chuparme las tetas como un bebé salvaje. Renzo entretanto me pegaba en
el culo y se pajeaba pidiéndome que me coja a su compañero como una putita de
la calle, que gima y que le implore que deseaba su pija en el culo. No estaba
tan lejos de conocer mis ganitas. Pero por la cola solo lo había hecho dos
veces, y no creía estar preparada, aunque el pito del pibe no era de temer.
¡dame la verga en la colita guacho!, le solté
ya sin ataduras, pero con la concha cada vez más llena de la carne del
paraguayo. Renzo no tuvo compasión. Me hizo gritar en cuanto me la clavó con
rudeza. El hombre me hacía callar con sus dedos presionando mi nariz, sin
separarse de mis pezones encendidos.
Entonces, tomé consciencia de que si el
paraguayo llegaba a acabarme adentro quedaba embarazadísima, ya que yo no me
cuidaba, y no se los pedía a ellos tampoco en medio de tanta calentura. Quise
quitármelos de encima, pero ya era muy tarde. Justo cuando empezaba a morderle
la mano con la que me tapaba la boca, el paraguayo largó como si fuese un
disparo certero un torrente de semen caliente, el que sentí inundarme por
completa, descender por los labios de mi concha y gotear de tanta cantidad.
Estaba exhausto, acelerado, con palpitaciones
y más sudado que antes, cuando trabajaba al rayo del sol impiadoso. Pero Renzo
todavía conservaba su pija dura adentro de mi orto, y sus manos me estrujaban
las tetas con una brutalidad que hasta me arrancó algunas lagrimitas.
Me levantó de las piernas de aquel hombre
agotado, que de todos modos me nalgueaba con ternura, me arrodilló en la
alfombra y me entretuve unos segundos lamiendo su pija cada vez más al borde de
otro lechazo. Hasta que don Enrique irrumpió en el living con sus 50 años
todavía en buena forma, haciéndose el enojado porque sus compañeros no acudían
a sus requerimientos.
En cuanto me vio se bajó el pantalón y me
quitó al pibe de la boca para comprobar por él mismo que podía gozar con una
lengua incansable, y una profundidad resuelta a tragarse todo lo que se le
ponga adelante.
Es cierto, siempre me destaqué por chupar
pijas, y desde chiquita. Ya a los 18 mis amigas sabían que no podían dejarme a solas
con sus novios. Era más fuerte que yo. No me resistía a ninguna pija creciendo
bajo los límites de sus ropas, ávidas por conquistarme.
Mientras mi boca se vinculaba con la pija
olorosa y comestible del capataz, Renzo se acomodaba detrás de mí para que mi
concha le santifique el pene con mis jugos mezclados con la leche del
paraguayo. Otro más que no pensó en que podía fecundarme, y en solo cuatro
bombazos crudos, afondo y deliciosos dejó fluir su lechita incesante en mi
concha.
En ese momento Enrique entrecerraba los ojos,
se mordía los labios y me sostenía del pelo para garcharme la garganta con
desenfreno. No pude pedirle al pibe que me acabe donde quisiera, pero afuera.
Cuando vi a don Enrique oler mi bombachita con
ojos de pura perversidad, lo empujé con todas mis fuerzas contra el sillón y me
senté en sus piernas para que me la ponga de una en la argolla. Me sentía
sucia, llena de leche y sudor compartido, violada, humillada por el jefe que me
daba duro, me cacheteaba las tetas y la cara, intentaba hundirme uno o más
dedos en la cola, me decía que era una chetita calentona, una putita con guita
y ganas de fifar como todas, y me olía la boca. Pero los pedidos de mi concha
caliente por más leche y más pija no me daban licencias para detenerme.
De repente don Enrique me empujó al suelo con
violencia, tomó mi rostro en sus inmensas manos y me lo apoyó en su pubis. Los
otros ya estaban vestidos aunque con las pijas al aire para pajearse con mayor
comodidad, mientras Enrique seguía oliendo mi bombacha y mi boca se abría a su
preciosa poronga. No quería que acabe nunca! Su sabor era el más tentador de
las tres!
Pero, lo inevitable siempre sucede, y en medio
de un concierto de chupadas, gemidos y escupidas, su capullo me polinizó la
boquita con una catarata de semen ardiente, un poco ácido y espeso. Cuando mi
boca ya había aspirado hasta la última gotita, don Enrique me puso el calzón y
me recostó en el sillón. Los otros ya tenían sus penes en estado de
apareamiento nuevamente, y se los pajeaban con todo el entusiasmo. Pero don
Enrique, que ya estaba vestido y listo para continuar trabajando los privó de
mis encantos. Se los llevó medio a los empujones, diciéndoles que la niña debía
descansar.
Minutos después corrí a mi habitación a
masturbarme como una loca con toda la leche recorriendo mi interior, mientras
Enrique me gritaba que mañana volverían, porque les faltaba cemento y arena, y
que ya habían devuelto la luz.
Eran las 5 de la tarde cuando en mi cabeza la
idea de estar embarazada de esos degenerados me revolvía las tripas. Para colmo
mi madre me llamó para saber cómo iba todo con los obreros, justo cuando
pensaba en darme una ducha.
Me re excitaba que mi piel conservara el olor
de esos asquerosos, y sentir que mi bombacha estaba empapada de leche, mientras
le juraba que todo marchaba bien. Supongo que no se dio cuenta que me re
pajeaba en el momento que hablaba con ella, aunque me preguntó si me sentía
bien. Entonces, no me quedó otra que decirle que justo llamó cuando estaba muy
calentita, y que me agarró tocándome la conchita. Mi madre enmudeció de golpe,
y cuando recobró la compostura me dijo: ¡Escuchame una cosa Emilia, ojito con lo
que hacés eh!, ¡Ya sos grandecita para decirme estas cosas, no seas cochina
hija, o de última no me lo cuentes!
No sabía ni por qué se lo dije. Cuando colgó
el teléfono sentí que mis límites estaban perjudicándome, y entonces me fui a
la ducha.
Todavía no me explico cómo no me quedé
embarazadísima! Obviamente, al día siguiente no estuve en casa para esperar a
los obreros, ni ningún día hasta que mi mami volvió de sus vacaciones. Me quedé
en lo de una tía, donde todas las noches fantaseaba con ver a esos tres tipos
cogiéndome nuevamente, pero ahora junto con mi mami! Fin
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me encantooo
ResponderEliminargracias!!!
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