Empaladísimo

Entré a mi casa con la furia de un viento huracanado que arrasa con cuanta sociedad se le interpone. Tenía la pija dura como un ataúd, y caliente como un tizón encendido. Había viajado todo el recorrido en micro de pie, pegado a una colegiala cuyo perfume resplandecía, cuyo pelo lacio brillaba por entre las palabras que cruzaba con otra chica sentada a su lado. La otra tenía su mochila, y la propia. Eso ayudó para que varias veces mi bulto se apoye involuntariamente en su cola perfecta. La pollerita escocesa se le mecía cada vez que el tipo frenaba con brusquedad, y mis ojos escudriñaban el suelo para ver si me topaba con algo más que la tersura de sus piernas firmes, casi sin un vello. De tanto impactar mi pubis contra sus globos divinos, supongo que la chica se percató, y se alejó un poco de mi contacto persuasivo.
Pero eso no había sido todo. Un amigo en la oficina me contó que su hija Paola ya no es virgen, apenas con 15 años. Su madre la encontró de casualidad en el patio de su casa, sentada a upa de un pibe más grande que ella, que le enterraba la pija en la concha. Según él, su hija no hizo el menor esfuerzo por ocultarlo, ni por detener el ritmo de la garchada que le ofrecía al fulano. Yo conocía a Paola desde pequeña, y no podía otra cosa que imaginarla con sus radiantes pechos bamboleándose por el traqueteo de la cabalgada que convinieron los mocosos.
Más tarde, Natalia, una de mis secretarias, irrumpió en mi oficina llorando. Se escandalizó porque se le había volcado café en la elegante blusa de trabajo. La chica estaba a prueba, y sus 23 años le jugaban falsos temores que todavía no era capaz de acallar. Le pedí serenidad. Le aclaré que no puede ponerse a llorar por eso, y le indiqué que Marcela, la mujer encargada de la limpieza podría buscar en los armarios alguna blusa provisoria para ella. Entonces, le pedí que se siente mientras yo me comunicaba por un interno con Marcela. En el transcurso, la vi quitarse la blusa, y el contorno de sus tetas juveniles estirándole el delicado corpiño de encajes que traía me dejó sin habla.
¿Usted es casado señor?!, susurró ni bien corté el llamado. Le dije que eso no era de su interés, y le recordé que espere a Marcela, sin hablarme. Ni siquiera sé por qué la traté así. Estaba nervioso, con el pito hinchado, los huevos listos para declararle la guerra a esos pezones frescos. Sin embargo, no me atreví a nada con esa chica. Ni se me ocurrió proponerle una mamadita, a cambio de su puesto.
Mi situación no podía estar peor. Con 30 años, soltero, sin la posibilidad de fabricarme un tiempo para aunque sea pagarle a una puta, y padeciendo una crisis nacional sin precedentes. Así entré a casa. Con la imagen creada de la hija de mi amigo siendo ensartada por un cualquiera, con el tacto de la cola de la colegiala en el colectivo, y con el pensamiento colmado de las tetas de Natalia. Mi hermana había salido a almorzar con su novio, y por suerte mi madre estaba de compras. Tenía que darme un baño. Lo necesitaba. ¡De paso, te hacés una flor de paja, comés algo y después al laburo de nuevo!, me premiaba mientras me quitaba el traje y la corbata. Subí las escaleras, terminé de desvestirme en mi cuarto y puse a cargar mi celular. Pero cuando abrí la puerta del baño, apenas con un bóxer blanco presionándome la pija erecta, me encontré con Julia, la nueva empleada que contrató mi madre. La pendeja estaba fregando el piso, con la cola ofreciéndose a mis ojos y a mis manos, bien paradita y con la calza que se le deslizaba levemente hasta la mitad de sus redondeces. Gracias a eso pude ver que tenía una bombacha blanca, algo transpirada y no muy elástica.
¿Uuuy, señor, perdón… No sabía que venía tan temprano! ¿Se va a bañar?!, me dijo poniendo carita de perro mojado, pero admirando el paquete que transportaba mi bóxer.
¡Mirá nena, yo que vos, si querés mejorar un poquito tu suerte, me quedaría calladita!, le decía mientras cerraba la puerta del baño con el pasador. Le saqué el trapo de piso de la mano, le di un chirlo en el culo antes de que al fin se pusiera de pie, y le sonreí, para que no empiece a gritar socorro, ni auxilio.
¡Señor, pero… Qué le… Oiga! ¡Yo ya termino, y me voy!, se esforzó por explicarme. Pero a esa altura yo la había colocado de espaldas, con sus manos apoyadas en el lavatorio.
¿Te gusta ser una frega pisos? ¿Lavarle las bombachas a tu patrona? ¿Tender camas, Barrer, aspirar alfombras, lustrar muebles, y limpiar inodoros?!, le decía bajito, como si le hablara a su nuca, mientras la empujaba con mi pubis contra su cola para no permitirle moverse. Ella no forcejeó, pero temblaba sollozando.
¡Dale guacha, contestame! ¿No preferís un ratito de sexo, y una buena platita?!, le dije luego, tomándola de las muñecas, un poco para tomarle el pulso. Entretanto le apoyaba la pija en el orto, y se la frotaba sin control. Mis jadeos me delataban demasiado. Seguro se había dado cuenta que estaba desesperado por un polvo. Pero, ¿Cuánta experiencia tendría Julia, con sus 19 años sin secundario? ¡Tal vez mucho más de lo que pensás! Me dijo una voz interior, al tiempo que la imaginaba revolcándose con tres vagos de la villa a la que pertenece, en una cama arruinada y sucia. Además, teniendo en cuenta lo descuidado que llevaba el pelo, su perfume barato, su ropa berreta, las ojeras que colecciona su rostro y sus zapatillas remendadas, quizás se esforzó sexualmente para tener el terrible celular que tenía.
¡Querés pija bebé? ¿Sí o no putita? ¡Contestá, la concha de tu madre!, le grité, ya sin poder controlar el talante de mis perversiones. Ella sollozó más fuerte, pero abrió la boca solo para suspirar. Al ratito apuró un tierno: ¡Pero, no me haga daño señor!
Desde luego que no buscaba lastimarla. Entonces, impulsado por la inspiración, tras unos segundos de mirarla a los ojos, unos ojos negros tan profundos como la noche, la empujé contra el inodoro. Escogí el trapo con el que fregaba el baño y se lo froté en las piernas, sobre la calza que le afirmaba cada rasgo de su figura adolescente, y le pedí que lo muerda.
¡A dónde fue mi madre bebota?, le pregunté, para asegurarme del tiempo que podía disponer para poseerla.
¡Seguro que al súper! ¡Y después, a un pago fácil!, dijo, acaso con menos temblores en la cara. Pero cuando le quise abrir las piernas con las manos, las puso tan rígidas que tuve que pellizcarle un brazo para que las abra.
¡Dale zorra, si ustedes en la villa viven abriendo las piernitas! ¿O no?, le dije, mientras ella se quejaba con un tímido: ¡Aaaiaaa, dolióoo!
Revoleé el trapo de piso, le pedí que levante los brazos para quitarle la remerita, tan rápido que no pudo reprimir admiración, y le solicité que agache la cabeza a la altura de mi pija.
¡Mordeme la chota nena!, le ordené, subiéndome el elástico del bóxer para que resplandezca la erección de mi pene ante sus ojos. La pibita obedeció. Tuve que tironearle el pelo y pedirle que lo haga más despacio, puesto que sus primeros mordiscos no tenían la sutileza que esperaba. Luego, le di unas cachetadas, le hice oler su remera y bajarme el bóxer con sus manos temblorosas. De modo que, yo le fregaba su remerita en la trompa.
¿Tiene olor a chivo esa remera, villerita? ¿Te gusta mi verga, negrita roñosa?!, le dije cuando sus dedos se enredaban a mi tronco, los huevos me palpitaban de adrenalina contenida, y sus lágrimas comenzaban a rodar por sus mejillas.
¡No llores pendeja, que te vas a llevar más platita a tu casa!, le dije entonces, cuando sus rodillas ahora se hacían más pequeña sobre la tapa del inodoro. Desde esa perspectiva, pude fregarle la verga en las tetas, por adentro y afuera de su corpiño sudado. También se la pasé por la carita, mientras le pedía que abra la boca y saque la lengua.
¡Dale reventada, abrí la boquita! ¿O preferís que te haga la colita?!, le sostuve enérgico, desprejuiciado y sin límites. Ella sacó la lengua, y en cuanto su saliva brilló en la puntita de mi glande, supe que mi leche retardaría su explosión para hacer que ese momento fuese inolvidable.
¡Escupime la pija bebé, como si te babearas con una golosina!, le dije. La zorra me ofrendó tres escupidas abundantes, y luego, sin esperar a mis órdenes, me agarró la verga con sus dos manos para apretujarla, menearla, subir y bajar el cuero, pasarle la lengua a mis bolas y para darse algunos pijazos en la lengua, la que estiraba cada vez más.
¿Viste que te iba a gustar la mamadera chiquita?!, la expuse mientras su boca se abría para otorgarme las primeras succiones. Mi cuerpo se tambaleaba lentamente. El oxígeno parecía no renovarse entre los vapores del baño y las partículas de cloro en el suelo todavía mojado. Su garganta resonaba en el eco húmedo que nos envolvía, y mi pija buscaba con esmero abarcarla todo lo que fuera posible. Sus dientes ya no me dolían. La saliva se le acumulaba en la boca y le chorreaba inmanejable. Gemía y se atoraba de presemen. De vez en cuando tosía cuando se tragaba algún pelo púbico, y por momentos se apretaba las tetas. Ahora la pendeja lo disfrutaba. A pesar de las lagrimitas que todavía le empañaban el rostro.
¡Basta nena! ¡Soltá eso puerca! ¡Sos una viciosa!, le decía mientras la bajaba del inodoro, le cacheteaba el culo y le pellizcaba los pezones por encima del corpiño. Le bajé la calza, le pedí que se meta toda la bombacha entre las nalgas y que se acaricie la concha. Esa tela mugrienta dejó en evidencia un montoncito de vello rizado que se juntaba entre sus labios vaginales, y eso me conmovió del todo. Por eso la aferré bien fuerte de la cintura y me la senté encima, sobre el inodoro. No fue tan difícil encastrarle la pija en la conchita. Ni le saqué la bombacha. No sabía de cuánto tiempo más dispondría. Julia gritó algo como: ¡Aaaaaay, despacioooo, que me dueleeeee!
¡Callate la boca negrita villera, si vos te la pasás cogiendo y peteando seguro!, le dije cuando ya la bombeaba en el nombre de la calentura que todo el día construyó en mis hormonas desatadas. La zamarreaba de las tetas y le pedía que me muerda los dedos. Sentía cómo crecía mi pija entre sus paredes vaginales, cómo su bombacha me rozaba la base del pubis, cómo se mojaba y sus olores se acentuaban con mayor avidez. No le escatimé varios chirlos a su culito, ni me olvidé de rozarle el agujerito para emputecerla aún más. Ella seguía gimiendo, aunque ahora me la pedía más adentro.
¡No voy a parar hasta dejarte preñadita, pendeja puta! ¿Te gusta la verga? ¿Te gustaría que mi vieja te descubra cogiendo, perra?!, le gritaba al oído mientras la sacudía del pelo para cogerla más duro, con mayores desatinos y menos complejos.
¡Síiii, vivo cogiendo patrón, en la villaaaa, todos me cogeeen, porque soy una putitaaaa!, decía mientras jadeaba, se inundaba de sudor y fluidos, y chillaba cada vez que le mordía un pezón.
Pero, entonces, mi madre comenzó a llamar a Julia con desesperación. Al parecer había llegado del súper cargada de bolsas, y en taxi.
¡Dale Juliaaaa, por favooor! ¡Dejá de hacer lo que estás haciendo, y ayudame, que no puedo con todo!, dijo la tercera vez que la llamó. Recién cuando golpeó la puerta del baño Julia le respondió: ¡Vooooy señoraaaa! ¡Perdóooon! Y yo comencé a eyacularle adentro de la vagina como un condenado, mientras le hacía lamer el dedo que le había enterrado en el culo.
¡Daleee, chupá cerda, que tiene tu olor a caca, pendeja de mierdaaaa! ¡Cogéeeeeé, daleeee! ¡Saltame arriba de la pijaaa, guachita suciaaa!, le susurraba mientras mi madre golpeaba, se quejaba y maldecía, al mismo tiempo que mi semen gobernaba al fuego de su intimidad más absoluta. Ninguno de los dos tuvo tiempo de fijarse en el otro. Yo me vestí lo más rápido que pude, y me hice el desentendido adentro de mi habitación. Solo que, mientras estábamos en el baño, y antes que Julia acuda a las órdenes de mi desesperada madre, yo le prohibí ponerse la calza sin quitarse la bombacha.
¡La vas a dejar ahí, tirada al lado del baño, negrita sucia! ¡Que mi madre crea que no la escuchaste, porque te estabas pajeando, acá, solita! ¿Me escuchaste? ¡Si no me hacés caso, bajo y le cuento a tu patrona que me provocaste! ¡No te olvides que ella sabe muy bien cuál es tu procedencia! ¡Me muero de ganas de verle la cara a mi madre cuando encuentre tu bombacha!, le dije antes de salir y dejarla sola en el baño, manoseándole las tetas, y lo más pegado a su oído que pude.
Por ahora Julia sigue al servicio de mi madre, en blanco y con todas las comodidades, derechos y garantías que la ley exige. No la he vuelto a ver desde ese día. Pero sin dudas, ya veré cómo volver a los encantos de su boquita experta, su conchita pública y sus lagrimitas de cocodrilo.     Fin

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