La tenía servidita en bandeja. Estaba
llorando, sentada en el banco de la plaza del pueblo. La vi de casualidad,
mientras caminaba en busca de mi auto, porque escuché sus sollozos y algunas
tosecitas angustiosas. Recién salía de la clínica, de la que retiré unos
estudios cardiológicos de mi madre. El sol ya no daba ese calorcito abrazador,
ni alumbraba con mucha voluntad, cada vez más oculto por las nubes de la tarde
otoñal.
Pensé en preguntarle si necesitaba ayuda, o si
le pasaba algo. En lugar de eso preferí recoger su bufanda azul, la que
descansaba en el suelo para dársela. Seguro que ni se dio cuenta que se le
cayó, pensé.
¡Tomá nena, esto debe ser tuyo! ¿Te puedo
ayudar en algo?!, le dije discreta. Ella levantó la mirada, se sonó los mocos
con un pañuelito descartable, recibió la bufanda de mis manos y murmuró: ¡No,
está bien, gracias!
Por sus expresiones y su carita, no tenía más
de 20 años. Parecía nerviosa. Pero la tristeza que la invadía se le
transformaba en un eco sonoro que me desconsolaba. Sin embargo insistí.
¡Mirá, ya sé que no me conocés! ¡Pero, por ahí
te puedo dar una mano! ¿Qué te pasa?!, le dije sentándome a su lado, sin
acercarme demasiado. Aunque me dieron unas incomprensibles ganas de abrazarla.
Nunca me conmuevo fácilmente, y me cuesta horrores tener consideraciones con
alguien que sufre. No soy buena dando consejos, ni conteniendo a mis amigas.
¡Todavía tiene su perfume!, dijo con un hilo
de voz, hipando apenas, oliendo la bufanda.
¡Yo sabía que me iba a dejar! ¡Su madre nunca
me quiso! ¡Aparte es un, un mentiroso! ¡Una amiga me contó que lo vio chuponeándose
con otra pibita! ¡Yo no le creí, y al final era cierto! ¡Y yo, siempre fui, me
comporté como una tarada! ¡A él le di mi virginidad, y me pagó con pura
mierda!, agregó antes de romper en llanto otra vez. Deduje que la bufanda era
del chico que acababa de destrozarle el corazón, y que posiblemente haya sido
su primer amor. Por eso no la atormenté con más preguntas. Solo le tomé las
manos entre las mías, me pegué un poco más a su cuerpo, le quité la bufanda
para arrojarla al suelo y le hablé con la dulzura más honesta que encontré.
¡Mirá corazón, no tenés que ponerte así! ¡Sos
chiquita, hermosa, y estás a tiempo de conocer a los chicos que quieras! ¡Si él
no te respetó, no vale la pena ni una de tus lágrimas! ¡No todo es tan
dramático ni definitivo en el amor!, le decía, mientras su perfume comenzaba a
confundirme. Era bonita la pendeja, y me estaba dando cuenta de ese magnífico
detalle. Sus tetas eran pequeñas, pero gracias a lo ajustado de su remerita
roja se convertían en dos perversas razones como para pecar. Tenía la mirada
triste, pero unos ojos celestes, los que intentaron sonreír en el transcurso de
mis palabras. Su boquita me invitaba a saborear esos labios gruesos, apenas
pintados de rojo y húmedos por lo agonizante de su decepción. Tenía un pantalón
cortito, y eso me obligó a fijarme en sus piernas divinas, depiladas, con
evidente trabajo de gimnasio. Tal vez hacía deportes.
No sabía ni su nombre. Solo puedo decir que,
de repente, su cuerpito estaba casi acurrucado entre mis brazos, que sus
manitos frías y temblorosas se calentaban entre mis piernas, y que las mías le
acariciaban el pelo y las mejillas. En un momento le acerqué los labios a la
cara, y me movilizó el cálido amargor de su pena cuando alguna de sus
lagrimitas me los mojó. Las saboreé, y un tornado de mariposas juveniles me
invadió desde el abdomen a la nuca. Entretanto, mis palabras seguían buscando
serenarle tanto dolor injusto.
¡Tranqui nena, que todo tiene solución! ¡A lo
mejor, las cosas tenían que darse así! ¡No te culpes, ni creas que fuiste una
tarada por dar lo mejor de vos! ¡Ese chico no sabe lo que se pierde! ¡Y, lo de
tu virginidad, es muy valioso de tu parte, entregarte al chico que amás! ¡Pero
el sexo no es todo! ¡Ya lo vas a entender cuando, bueno, cuando crezcas! ¿Cuántos
años tenés?!, averigüé, en medio de tanto consuelo. Ella se aflojaba cada vez
más, oxigenaba sus pulmones y recobraba algo de color en el rostro.
¡Tengo 17 señorita, y creo que tiene razón! ¡Gracias
por todo lo que me dijo! ¡Y, a pesar de que no sé quién es usted, bueno, nadie
me habló nunca así!, dijo intentando salir del confort de mis brazos.
¡Bueno, no hay nada que agradecer! ¡Sos muy
linda para sufrir así! ¡Te propongo algo! ¿Querés que tomemos un café? ¡Yo te invito!,
me salió decirle, intuyendo tal vez que estaba a punto de marcharse.
¡Además, se está poniendo fresco, y por lo que
veo, saliste media desabrigada! ¡Yo vivo cerquita de acá, y tengo auto!,
proseguí con mayor seguridad, mientras la nena pisoteaba la bufanda. Saber que
tenía 17 me había puesto las hormonas a mil. No quería dejarla escapar! Pero no
debía forzarla a nada. Estaba débil, propensa a todo, con las defensas por el
piso y el corazón roto. Sin embargo, eso era lo que más me excitaba de la
situación. Por lo tanto, no me sorprendió que le dijera que sí a mi propuesta.
¡No estaría mal! ¡Y sí, me olvidé de la
campera! ¡Todo por ese idiota!, decía sonriendo, pateando la bufanda y algunas
piedritas, calzándose una mochila, ahora de pie. Allí pude observar que tenía
un culito precioso, armonizando a la perfección con sus caderas y piernas.
Parecía que se le iba a reventar el pantaloncito!
¡Guaaau nena! ¡Claro! ¿Cómo no te iba a querer
ese chico! ¡Mirá la cola que tenés che!, se me escapó, a la misma vez que mi
mano derecha no contuvo el impulso de masajearle una nalga. Ese contacto
prematuro, precipitado y alevoso me encendió todos los músculos del cuerpo.
Ella me miró amenazante, pero enseguida sonrió.
¡Según mis compañeras, mi cola es la mejor del
secundario!, dijo con ternura, tragándose los últimos hipos de su llanto,
cuando ya caminábamos con rumbo a mi auto.
¿Querés que vayamos a un café, o a mi casa? ¿A
mí me da lo mismo!, le ofrecí, una vez que nos subimos al auto. Ella todavía
temblaba. Se frotaba una pierna contra la otra por el frío, suspiraban
vestigios de angustia, se quejaba por lo pálida que se veía en el espejo y se
soltaba el pelo, mientras yo manejaba. Pero de repente dijo: ¡No, mejor, dejame
acá, y me voy a mi casa!
Tuve miedo. Pensé que supo detectar el candor
de mis latidos, el éxtasis de mis hormonas revolucionadas, y que se vio apabulladla
por mi condición de lesbiana. Para colmo, hacía 2 años que no tenía relaciones
con una chica, y eso a los 34 se vuelve insoportable. No quería perder los
estribos. Por eso la convencí nuevamente.
¡Es un café nada más! ¡Tomamos uno, y te llevo
a tu casa, o a donde me digas! ¡No tengo drama! ¡Aparte, quiero borrarte esa
tristeza de la carita! ¡Vos podrías ser mi hija, y me pone mal que estés
vulnerable!, le dije, y ella sonreía como un atardecer plagado de jazmines y
magnolias.
En menos de lo que mis ansias pudieron
asimilar, estábamos en el living de mi casa. Había un desorden magnánimo.
¡Perdoná el desastre! ¡Pasa que vivo sola, y
bueno, como trabajo, no tengo tiempo de acomodar!, me excusé mientras ella
elegía una silla para sentarse. Con tanta mala leche que, encontró una bombacha
mía en el asiento.
¡Uuuy, disculpá! ¡Igual, no está sucia!, le
decía llevándomela avergonzada, y ambas nos reímos con naturalidad.
¡Heeey, no pasa nada! ¡Es tu casa! ¡Mi pieza
también es un caos! ¡Y las bombachas que te podés encontrar, mejor ni te digo!,
dijo ella cuando yo ponía la pava eléctrica. Sentí un escalofrío en la vagina,
una puntada en el clítoris y, algo parecido a una descarga entre la tela de mi
tanga y mi vulva. Tiritaba como una estúpida. No encontraba el azúcar. No
encontraba las palabras para hablarle, y temía volver a ser la niña tartamuda
que fui cuando una tía me asustó con un fantasma, en plena oscuridad. No sabía
cómo mirarla a los ojos cuando por fin le acerque el café a la mesa. Me
imaginaba su pieza repleta de sus bombachas con su aroma de mujercita caliente,
quizás algunas con los flujos de sus pajas, sus gotitas de pis, a lo mejor con
restos de semen de su noviecito, y me comía la cabeza. Pero debía disimularlo
todo!
No llegué a llevarle el café. Antes de eso
armé un platito con galletitas, dos alfajorcitos de miel, dos magdalenas y dos
porciones de tarta de frutilla. Apenas lo coloqué frente a ella sobre la mesa
me senté a su lado y le dije: ¡Comé lo que quieras! ¡Ya te traigo el café! ¿Estás
mejor?!
Ella dudó un instante. Ese segundo me condujo
a la locura. Otra vez la abracé, pero ahora mis brazos le rodeaban los hombros,
mi pecho presionaba su espalda y mi olfato de felina cazadora se nutría de la
esencia de su cuello perfumado. No le dije nada. Solo le respiraba cerquita del
oído, percibía sus temblores incómodos y le acariciaba los labios con los
dedos.
¡Heeey, qué hacés loca?!, se le escapó cuando
quise introducirle un dedo entre los labios, los que hasta entonces mantenía
pegados.
¡Tranquila chiquita, que te va a gustar!, le
dije sin guiones, ni premeditaciones ni escapismos. Le acaricié toda la cara
sintiendo cómo su cuerpo comenzaba a querer levantarse de la silla, le rocé el
cuello con las yemas de mis dedos experimentados, le olí el pelo y se lo
revolví con la otra mano para que la estela de su perfume me invada sin ataduras,
le apoyé las gomas en la espalda y, en el exacto momento en el que le decía: ¡Vos
no te levantás de ahí nena!, le desprendía el corpiño, que se abrochaba desde
atrás. Yo me quité la camperita de hilo, la remera y el corpiño con la rapidez
que tanto me caracteriza, le mostré las tetas y le dije: ¿Te gustan? ¿No son
hermosas? ¡Obvio que las tuyas deben ser más lindas! ¿Tu novio te las chupaba?
¿Alguna vez te largó la lechita en las tetas bebé?
La escuché suspirar en tono de súplica. Su
cuerpo la alarmaba de algo que desconocía. No me contestó. Por eso, decidí
apoyarle mis tetas desnudas en la espalda para frotárselas, acariciarla con mis
pezones durísimos y para darle algún que otro beso húmedo, los que pronto
comenzaron a rodar por sus hombros, brazos y manos.
¡Dejame ir loca de mierda, o llamo a la
policía!, dijo en un intento por zafarse de la situación. Yo le mordí una mano
y le lamí los dedos, mientras le decía: ¡Mirá nena, seguro que tu novio ahora
debe estar cogiéndose a otra pibita! Aasí que, te calmás, y gozá chiquita! ¡Confiá
en mí, que te va a gustar! ¡Además, seguro que el tarado te dejó con ganas! ¿O
me equivoco?
No dijo nada. se puso a llorar mientras yo le
mordía la espalda para que levante los brazos, y de esa forma pueda quitarle la
remera. No me lo hacía fácil, y eso me calentaba. Cuando al fin tenía todo su
torso desnudo para mí, agarré una magdalena y se la metí de prepo en la boca.
¡Comé pendeja, que cuando estás triste tenés
que comer para recuperar energías! ¡Y dejá de llorar nena!, le decía, sabiendo
que se atragantaba, y que por el contrario, iba a llorar más, porque entretanto
yo le manoseaba las tetas. Qué hermosas tetitas tenía! Olían a pura inocencia,
a duraznos en primavera, y eran tan suaves como sus gemiditos! Me las pasé por
la cara, se las olí, rocé sus pezoncitos con la punta de mi lengua, las juntaba
entre mis manos para meter mi nariz en el medio, y casi al final se las chupé.
Ahí sí que comenzó a frotar la cola en la silla. Seguía aterrada, comiendo lo
que yo le encajaba en la boca, reticente a demostrar excitación y forcejeando
por momentos. Pero ahora su piel se acaloraba, y las piernitas se le abrían
solas.
¡Mirá cómo se te abren las piernas guachita!
¡Te gusta! ¡Reconocelo y la vas a pasar mejor!, le dije apretándole los
muslitos, apenas me tomé una licencia de sus tetas, las que también me animé a
juntar con las mías para que mis pezones ardan de pasión contra los suyos. No
me respondía su boca, pero sí los movimientos de su cuerpo. Por eso seguí
avanzando, y le devoré la pancita con besos cargados de ruidos, baba y fuego. Ahí
la escuché reírse con la dulzura de una niña con las manos pegoteadas de
helado, en una hamaca y con trencitas. Su barriga era deliciosa, y su ombligo
el más sexy que tuve la suerte de recorrer con mi lengua.
En eso noto que la pava ya no sonaba. El agua
estaba tan caliente como el deseo de mis entrañas por poseer a esa pendeja. Por
eso me separé de su cuerpo y le dije al oído: ¡Ya vengo nena, y te traigo el
café!
Ella ni se movió de la silla mientras yo
recogía las tazas. Mi cerebro permanecía eclipsado por su belleza natural, y en
la boca me quemaba el sabor de su piel adolescente.
¡Si querés ir al baño, está pasando la
cocina!, le grité, solo para escuchar su voz, entretanto revolvía el azúcar de los
cafés.
¡No, gracias, está bien!, dijo con seguridad,
antes que finalmente llegue a la mesa con la bandeja, sobre la que además de
dos cafés, había puesto una taza vacía. No sé en qué pensaba cuando me la
imaginé haciendo pis en una tacita, y la puse nomás. Ya le temía a mis
acciones, pero daba igual. Esa nena no sería capaz de denunciarme.
¡Bueno bueno, llegaron los cafés! ¡Elegí la
taza que quieras!, le dije sentándome a su lado. Antes de eso, le di un chupón
en la teta derecha, solo para intimidarla un poco.
¡Tenías razón! ¡Me dejó con las re ganas ese
estúpido! ¡Hoy, cuando nos juntamos en su casa, la idea era aprovechar a
garchar, porque no había nadie! ¡Pero él quiso que se la chupe, y, apenas,
bueno, cuando acabó, me dijo que lo nuestro no daba para más! ¡Y encima me
había re manoseado!, se confesó cuando yo tomaba el café, y ella jugaba con la
cucharita afuera de la taza.
¡Pero, a vos te gustan las chicas! ¡Por eso me
ayudaste, o, te acercaste a mí? ¿Yo te parezco linda?!, se atrevió a concluir
con sabio análisis. Yo me levanté de la silla, tomé su pocillo de café y se lo
vertí en las tetas. Ella gimoteó por lo caliente del líquido, pero rápidamente
mi lengua se encargó de suavizarlo todo en un concierto de lamidas. Le comí
esos pezones, las tetas, el ombligo, el abdomen, y hasta le mordí el elástico
de su pantaloncito, ya que toda ella olía y sabía a café.
¡Claro que me gustás pendeja! ¡Así que, ese
guacho te dejó la boquita con olor a pito? ¿Te la tragaste toda roñosa?!, le
gruñía sin detener mis besos, ahora con mis manos entre el asiento y su cola
para manosearle el culo. Aproveché a juguetear un poco con mis dedos en la
zanjita de ese monumento, y me puse como loca al descubrir el calor de aquellos
rincones.
¡Parate nena, que tenés café seguro que hasta
en la bombacha!, le dije zamarreándola. No quería hacerle daño. Pero como no
puso voluntad para levantarse, la agarré un poco de los pelos y otro de un
brazo para ponerla de pie. Enseguida la abracé con todo mi cuerpo y le pedí que
abra la boca.
¡Ahora sacame la lengüita nena!, le ordené al
borde del abismo, mientras su rostro volvía a colmarse de lágrimas. Es que,
seguro le dolió el cuero cabelludo, o el filo de mis uñas en el brazo.
¡No sos la primera nena que me como, sabés? ¡Estoy
acostumbrada a las caprichosas, desobedientes y enamoradizas como vos!, le dije
lamiéndole la cara, bebiéndome sus lágrimas y apenas tocándole la lengua con
los dedos, la que no debía guardar hasta no recibir mis órdenes. la apretaba
más a mí mientras la arrastraba poco a poco hacia una de las paredes, y cuando
llegamos le bajé el pantaloncito solo para besarle y morderle la cola. No le
bajé la bombacha, aunque me moría por enterrarle la lengua en esa conchita
angustiada y rebalsada de flujos. Le brillaba la partecita de delante de la
bombacha como nunca lo había visto antes. Era roja con puntillitas.
Era mentira eso de que me comí a otras nenas.
Pero tenía que darle seguridad, y creerme mi papel para convencerme de no
abandonar la función. Sin embargo, de repente sonó el teléfono, y debía
responder. Le pedí que se quede quieta en el lugar y corrí a atender. No podía
hacerme la boluda porque mi trabajo no me lo perdonaría, ya que vendo planes de
financiación para que la gente pueda obtener un 0KM, para una empresa importante.
Las llaves de mi casa estaban en mi poder. Por eso sabía que la nena no iba a
escaparse. Pero juro que no pude prestarle atención al cliente, ni un segundo.
Lo cierto es que, cuando corté el llamado y volví al living, la pibita estaba
sentada en una silla, escribiendo algún mensaje con su celular. Se lo quité, le
di una cachetada por desobedecerme, le mordisqueé la nariz y el mentón, y le
pedí que se pare, apoyando las manos en la mesa, y que me saque toda la colita
para atrás, una vez que yo misma le quité el pantaloncito. Ella me hizo caso a
regañadientes. Seguía sin articular palabras, pero su cuerpo no podía mentirme.
En el fondo gozaba como una perra la nenita!
Juro que cuando olí su pantaloncito, no pude
hacer otra cosa más que castigarle esa cola con unos chirlos estridentes, un
poco crudos, con las palmas abiertas, y con algunos pellizquitos lacerantes.
También le deslizaba las uñas donde la tela de su calzón no llegaba a taparle,
y le pasaba la lengua por la espalda. Ahí sí que no pudo ocultar suspiros,
gemidos, risitas nerviosas, contorciones, y hasta algunos soniditos como si se
babeara. Me enternecía escucharla decir: ¡Aaay, basta señoritaaa, nooo, auchi,
uuuy, me dueeleee, aaaiaaaa! No podía parar de pegarle!
¡Yo que vos me calmo un poquito, porque te
estás mojando toda nena!, le dije después de morderle los dedos de una de sus
manos. Ella negó rotundamente ese hecho.
¿Vos decís que no te mojás? ¡Te re mojás
pendeja, y eso porque te gustan mis chirlos! ¡Vamos a hacer una cosa! ¡Ponete
esto adentro de la bombacha, tomá!, le dije poniendo en su mano la tacita
vacía. Ella se la colocó como si supiera cuáles eran mis intenciones, y volvió
a retomar su posición anterior. Ahora mis manos regresaban a enrojecerle un
poco más esas nalguitas divinas, a morderle y estirarle la bombacha con los
dientes y a besuquearle las piernas. También simulaba penetrarle la cola con un
dedo sobre la tela, y se lo deslizaba a lo largo de su canal para que gima como
una virgen inexperta. De vez en cuando le acomodaba la tacita para que mi plan
funcione sin inconvenientes. Le froté las tetas en la cola. Se las acerqué a la
cara para que me las chupe, pero como no quiso hacerlo, le pedí que abra la
boca, y entonces le comí hasta la lengua en un besuqueo apasionado pero deshonesto,
frenético, forzándola un poco tal vez, pero decidida a comerle el corazón si
hiciera falta. Al mismo tiempo le masajeaba las lolas, me apretaba contra ella
y le seguía nalgueando esa cola de diosa en llamas.
¡Mmm, no tenés olor a pitito en la boca chiquita,
tenés una boca deliciosa! ¡me volvés loca!, le dije, cuando su celular comenzó
a vibrar. En ese momento le retiré la tacita de entre sus piernas y se la
mostré.
¡Mirá pendeja, llenaste la tacita con tus
juguitos! ¿Y vos decías que no te mojabas? ¡Ahora te los vas a tomar! ¡Vamos,
abrí la boquita!, le decía acercándole la taza. Ella se maravillaba, pero no
retrocedía. Así que, yo inicié la degustación con un sorbito, y después la besé
en la boca. Ahora no se resistió a mi beso. Luego ella solo posó sus labios en
la taza, y aunque dijo que le parecía asqueroso, dejó escapar la puntita de su
lengua para que se contacte con su sabia de hembra. Como vi que no lo bebía, en
un arrebato le volqué toda la taza en la cara, le saqué la bombacha, tiré la
bandeja al piso con brusquedad, y la acosté en la mesa, cara al cielo, con las
piernas abiertas, y le vendé los ojos con una bufanda azul. Pero aquella era
mía, mi favorita, la que me regaló mi última ex. Desde entonces, le descargué
tantos besos como lamidas, lengüetazos, caricias, hilos de saliva, mordiditas,
rasguños, gemiditos, palabritas sucias y bocanadas de aliento por todo su
cuerpito angelical. La acaricié con mis manos, con su bombacha empapada, con un
pincel que solía usar para pintar, porque me encanta hacerme la artista y soñar
con que pinto cuadros cuando estoy embolada; con su corpiño y con un pañuelo.
Le pasaba la lengua por los pezones y luego le soplaba las tetas. Le chupaba
los deditos, le recorría los labios cerrados con la lengua, le rozaba la vagina
con el pincel, le hacía oler su bombacha y la obligaba a que la bese, le daba
mordisquitos en la nariz y le ponía mis tetas en la cara. También se las
fregaba en la vulva. Cuando se la rocé con la lengua, la nena gimió como si le
arrancara un montón de signos vitales del alma, y acto seguido comenzó a
inundar el mantel con una ola de flujos con el color de la divinidad. Otra vez
decía cosas como: ¡Aaaaauuu, qué riiico, aaay, me, me gusta, es que, dioooos,
acaabooo, aaaauch!
Su celular vibraba impaciente, cuando mi boca
se abría a los últimos chorros de sus jugos, mi olfato alucinaba con los olores
de su intimidad y mis dedos le frotaban el clítoris cada vez más sensible, y
otro un poco más atrevido le rozaba el agujerito del culo. Cuando llegué a darle
una lamidita, volvió a estremecerse, y largó otra espesa nube de flujos
endiablados. De repente, parecía regresar a la realidad, porque abrió los ojos
con grandes acusaciones en las pupilas, y se puso ansiosa al oír el maldito
celular vibrando en una silla.
¡Hola ma! ¡No te preocupes que ya voy a casa!,
dijo una vez que me revoleó la bufanda en la cara.
¡Sí, fui a la escuela, obvio! ¡Estoy en la
casa de la Nati! ¡Ya voy!, explicó armándose de armonía. Pero su madre la
desenmascaró de inmediato, y la nena se convirtió en una furia.
¡Qué? ¡Bueno, es cierto, no estoy con la Nati!
¡Pero no te puedo decir a dónde estoy! ¡Después hablamos! ¡Sí?!, intentó
controlar la respuesta. Evidentemente Nati, o estaba en su casa junto a su
madre, o la señora tenía la certeza de que su hija le estaba mintiendo. No hubo
tiempo para nada. Apenas cortó la comunicación, pidió un taxi, se vistió aunque
sin ponerse la bombacha, se arregló el pelo y entró al baño, sin solicitármelo
siquiera. Yo también debía reaccionar. Si esa mujer se enteraba de lo que
hicimos con la nena, seguro tendría que dar tantas explicaciones que, era mejor
tomar la decisión correcta. Aunque no pude evitar tocarme la conchita y
frotarme el clítoris mientras la oía hacer pichí. Después se lavó la cara, salió
del baño, me agradeció por el café con cierta mueca de ironía, y tras un
estruendoso bocinazo en la calle se me colgó de los hombros para besarme en la
boca.
¡Bueno, al menos te dejo mi bombachita! ¡No sé
si alguna vez nos volvamos a encontrar! ¡Pero, gracias por todo! ¡Y espero que
yo sea la única nena que te comiste en tu casa!, decía, mientras la bocina me
desalentaba una vez más. No tuve fuerzas para decirle nada, ni para retenerla,
o para robarle el número de su celular. Esa chiquita me había dejado loquita
toda la noche, y varios días posteriores. No paraba de pensar en ella. Me
masturbé con su bombacha como un machito pajero, y no me resignaba a encajonar
sus aromas en los recuerdos.
Cuando le abrí la puerta le manoseé el culo
por última vez, y no tuve hasta hoy la inmensa fortuna de encontrármela
sentadita en la plaza. Ni a ella, ni a otra nena triste, abatida y vulnerable.
La extraño demasiado! Fin
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Cafecito nacional de Ambarzul para mis lectores nacionales 😉
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