Hasta comerle el corazón

La tenía servidita en bandeja. Estaba llorando, sentada en el banco de la plaza del pueblo. La vi de casualidad, mientras caminaba en busca de mi auto, porque escuché sus sollozos y algunas tosecitas angustiosas. Recién salía de la clínica, de la que retiré unos estudios cardiológicos de mi madre. El sol ya no daba ese calorcito abrazador, ni alumbraba con mucha voluntad, cada vez más oculto por las nubes de la tarde otoñal.
Pensé en preguntarle si necesitaba ayuda, o si le pasaba algo. En lugar de eso preferí recoger su bufanda azul, la que descansaba en el suelo para dársela. Seguro que ni se dio cuenta que se le cayó, pensé.
¡Tomá nena, esto debe ser tuyo! ¿Te puedo ayudar en algo?!, le dije discreta. Ella levantó la mirada, se sonó los mocos con un pañuelito descartable, recibió la bufanda de mis manos y murmuró: ¡No, está bien, gracias!
Por sus expresiones y su carita, no tenía más de 20 años. Parecía nerviosa. Pero la tristeza que la invadía se le transformaba en un eco sonoro que me desconsolaba. Sin embargo insistí.
¡Mirá, ya sé que no me conocés! ¡Pero, por ahí te puedo dar una mano! ¿Qué te pasa?!, le dije sentándome a su lado, sin acercarme demasiado. Aunque me dieron unas incomprensibles ganas de abrazarla. Nunca me conmuevo fácilmente, y me cuesta horrores tener consideraciones con alguien que sufre. No soy buena dando consejos, ni conteniendo a mis amigas.
¡Todavía tiene su perfume!, dijo con un hilo de voz, hipando apenas, oliendo la bufanda.
¡Yo sabía que me iba a dejar! ¡Su madre nunca me quiso! ¡Aparte es un, un mentiroso! ¡Una amiga me contó que lo vio chuponeándose con otra pibita! ¡Yo no le creí, y al final era cierto! ¡Y yo, siempre fui, me comporté como una tarada! ¡A él le di mi virginidad, y me pagó con pura mierda!, agregó antes de romper en llanto otra vez. Deduje que la bufanda era del chico que acababa de destrozarle el corazón, y que posiblemente haya sido su primer amor. Por eso no la atormenté con más preguntas. Solo le tomé las manos entre las mías, me pegué un poco más a su cuerpo, le quité la bufanda para arrojarla al suelo y le hablé con la dulzura más honesta que encontré.
¡Mirá corazón, no tenés que ponerte así! ¡Sos chiquita, hermosa, y estás a tiempo de conocer a los chicos que quieras! ¡Si él no te respetó, no vale la pena ni una de tus lágrimas! ¡No todo es tan dramático ni definitivo en el amor!, le decía, mientras su perfume comenzaba a confundirme. Era bonita la pendeja, y me estaba dando cuenta de ese magnífico detalle. Sus tetas eran pequeñas, pero gracias a lo ajustado de su remerita roja se convertían en dos perversas razones como para pecar. Tenía la mirada triste, pero unos ojos celestes, los que intentaron sonreír en el transcurso de mis palabras. Su boquita me invitaba a saborear esos labios gruesos, apenas pintados de rojo y húmedos por lo agonizante de su decepción. Tenía un pantalón cortito, y eso me obligó a fijarme en sus piernas divinas, depiladas, con evidente trabajo de gimnasio. Tal vez hacía deportes.
No sabía ni su nombre. Solo puedo decir que, de repente, su cuerpito estaba casi acurrucado entre mis brazos, que sus manitos frías y temblorosas se calentaban entre mis piernas, y que las mías le acariciaban el pelo y las mejillas. En un momento le acerqué los labios a la cara, y me movilizó el cálido amargor de su pena cuando alguna de sus lagrimitas me los mojó. Las saboreé, y un tornado de mariposas juveniles me invadió desde el abdomen a la nuca. Entretanto, mis palabras seguían buscando serenarle tanto dolor injusto.
¡Tranqui nena, que todo tiene solución! ¡A lo mejor, las cosas tenían que darse así! ¡No te culpes, ni creas que fuiste una tarada por dar lo mejor de vos! ¡Ese chico no sabe lo que se pierde! ¡Y, lo de tu virginidad, es muy valioso de tu parte, entregarte al chico que amás! ¡Pero el sexo no es todo! ¡Ya lo vas a entender cuando, bueno, cuando crezcas! ¿Cuántos años tenés?!, averigüé, en medio de tanto consuelo. Ella se aflojaba cada vez más, oxigenaba sus pulmones y recobraba algo de color en el rostro.
¡Tengo 17 señorita, y creo que tiene razón! ¡Gracias por todo lo que me dijo! ¡Y, a pesar de que no sé quién es usted, bueno, nadie me habló nunca así!, dijo intentando salir del confort de mis brazos.
¡Bueno, no hay nada que agradecer! ¡Sos muy linda para sufrir así! ¡Te propongo algo! ¿Querés que tomemos un café? ¡Yo te invito!, me salió decirle, intuyendo tal vez que estaba a punto de marcharse.
¡Además, se está poniendo fresco, y por lo que veo, saliste media desabrigada! ¡Yo vivo cerquita de acá, y tengo auto!, proseguí con mayor seguridad, mientras la nena pisoteaba la bufanda. Saber que tenía 17 me había puesto las hormonas a mil. No quería dejarla escapar! Pero no debía forzarla a nada. Estaba débil, propensa a todo, con las defensas por el piso y el corazón roto. Sin embargo, eso era lo que más me excitaba de la situación. Por lo tanto, no me sorprendió que le dijera que sí a mi propuesta.
¡No estaría mal! ¡Y sí, me olvidé de la campera! ¡Todo por ese idiota!, decía sonriendo, pateando la bufanda y algunas piedritas, calzándose una mochila, ahora de pie. Allí pude observar que tenía un culito precioso, armonizando a la perfección con sus caderas y piernas. Parecía que se le iba a reventar el pantaloncito!
¡Guaaau nena! ¡Claro! ¿Cómo no te iba a querer ese chico! ¡Mirá la cola que tenés che!, se me escapó, a la misma vez que mi mano derecha no contuvo el impulso de masajearle una nalga. Ese contacto prematuro, precipitado y alevoso me encendió todos los músculos del cuerpo. Ella me miró amenazante, pero enseguida sonrió.
¡Según mis compañeras, mi cola es la mejor del secundario!, dijo con ternura, tragándose los últimos hipos de su llanto, cuando ya caminábamos con rumbo a mi auto.
¿Querés que vayamos a un café, o a mi casa? ¿A mí me da lo mismo!, le ofrecí, una vez que nos subimos al auto. Ella todavía temblaba. Se frotaba una pierna contra la otra por el frío, suspiraban vestigios de angustia, se quejaba por lo pálida que se veía en el espejo y se soltaba el pelo, mientras yo manejaba. Pero de repente dijo: ¡No, mejor, dejame acá, y me voy a mi casa!
Tuve miedo. Pensé que supo detectar el candor de mis latidos, el éxtasis de mis hormonas revolucionadas, y que se vio apabulladla por mi condición de lesbiana. Para colmo, hacía 2 años que no tenía relaciones con una chica, y eso a los 34 se vuelve insoportable. No quería perder los estribos. Por eso la convencí nuevamente.
¡Es un café nada más! ¡Tomamos uno, y te llevo a tu casa, o a donde me digas! ¡No tengo drama! ¡Aparte, quiero borrarte esa tristeza de la carita! ¡Vos podrías ser mi hija, y me pone mal que estés vulnerable!, le dije, y ella sonreía como un atardecer plagado de jazmines y magnolias.
En menos de lo que mis ansias pudieron asimilar, estábamos en el living de mi casa. Había un desorden magnánimo.
¡Perdoná el desastre! ¡Pasa que vivo sola, y bueno, como trabajo, no tengo tiempo de acomodar!, me excusé mientras ella elegía una silla para sentarse. Con tanta mala leche que, encontró una bombacha mía en el asiento.
¡Uuuy, disculpá! ¡Igual, no está sucia!, le decía llevándomela avergonzada, y ambas nos reímos con naturalidad.
¡Heeey, no pasa nada! ¡Es tu casa! ¡Mi pieza también es un caos! ¡Y las bombachas que te podés encontrar, mejor ni te digo!, dijo ella cuando yo ponía la pava eléctrica. Sentí un escalofrío en la vagina, una puntada en el clítoris y, algo parecido a una descarga entre la tela de mi tanga y mi vulva. Tiritaba como una estúpida. No encontraba el azúcar. No encontraba las palabras para hablarle, y temía volver a ser la niña tartamuda que fui cuando una tía me asustó con un fantasma, en plena oscuridad. No sabía cómo mirarla a los ojos cuando por fin le acerque el café a la mesa. Me imaginaba su pieza repleta de sus bombachas con su aroma de mujercita caliente, quizás algunas con los flujos de sus pajas, sus gotitas de pis, a lo mejor con restos de semen de su noviecito, y me comía la cabeza. Pero debía disimularlo todo!
No llegué a llevarle el café. Antes de eso armé un platito con galletitas, dos alfajorcitos de miel, dos magdalenas y dos porciones de tarta de frutilla. Apenas lo coloqué frente a ella sobre la mesa me senté a su lado y le dije: ¡Comé lo que quieras! ¡Ya te traigo el café! ¿Estás mejor?!
Ella dudó un instante. Ese segundo me condujo a la locura. Otra vez la abracé, pero ahora mis brazos le rodeaban los hombros, mi pecho presionaba su espalda y mi olfato de felina cazadora se nutría de la esencia de su cuello perfumado. No le dije nada. Solo le respiraba cerquita del oído, percibía sus temblores incómodos y le acariciaba los labios con los dedos.
¡Heeey, qué hacés loca?!, se le escapó cuando quise introducirle un dedo entre los labios, los que hasta entonces mantenía pegados.
¡Tranquila chiquita, que te va a gustar!, le dije sin guiones, ni premeditaciones ni escapismos. Le acaricié toda la cara sintiendo cómo su cuerpo comenzaba a querer levantarse de la silla, le rocé el cuello con las yemas de mis dedos experimentados, le olí el pelo y se lo revolví con la otra mano para que la estela de su perfume me invada sin ataduras, le apoyé las gomas en la espalda y, en el exacto momento en el que le decía: ¡Vos no te levantás de ahí nena!, le desprendía el corpiño, que se abrochaba desde atrás. Yo me quité la camperita de hilo, la remera y el corpiño con la rapidez que tanto me caracteriza, le mostré las tetas y le dije: ¿Te gustan? ¿No son hermosas? ¡Obvio que las tuyas deben ser más lindas! ¿Tu novio te las chupaba? ¿Alguna vez te largó la lechita en las tetas bebé?
La escuché suspirar en tono de súplica. Su cuerpo la alarmaba de algo que desconocía. No me contestó. Por eso, decidí apoyarle mis tetas desnudas en la espalda para frotárselas, acariciarla con mis pezones durísimos y para darle algún que otro beso húmedo, los que pronto comenzaron a rodar por sus hombros, brazos y manos.
¡Dejame ir loca de mierda, o llamo a la policía!, dijo en un intento por zafarse de la situación. Yo le mordí una mano y le lamí los dedos, mientras le decía: ¡Mirá nena, seguro que tu novio ahora debe estar cogiéndose a otra pibita! Aasí que, te calmás, y gozá chiquita! ¡Confiá en mí, que te va a gustar! ¡Además, seguro que el tarado te dejó con ganas! ¿O me equivoco?
No dijo nada. se puso a llorar mientras yo le mordía la espalda para que levante los brazos, y de esa forma pueda quitarle la remera. No me lo hacía fácil, y eso me calentaba. Cuando al fin tenía todo su torso desnudo para mí, agarré una magdalena y se la metí de prepo en la boca.
¡Comé pendeja, que cuando estás triste tenés que comer para recuperar energías! ¡Y dejá de llorar nena!, le decía, sabiendo que se atragantaba, y que por el contrario, iba a llorar más, porque entretanto yo le manoseaba las tetas. Qué hermosas tetitas tenía! Olían a pura inocencia, a duraznos en primavera, y eran tan suaves como sus gemiditos! Me las pasé por la cara, se las olí, rocé sus pezoncitos con la punta de mi lengua, las juntaba entre mis manos para meter mi nariz en el medio, y casi al final se las chupé. Ahí sí que comenzó a frotar la cola en la silla. Seguía aterrada, comiendo lo que yo le encajaba en la boca, reticente a demostrar excitación y forcejeando por momentos. Pero ahora su piel se acaloraba, y las piernitas se le abrían solas.
¡Mirá cómo se te abren las piernas guachita! ¡Te gusta! ¡Reconocelo y la vas a pasar mejor!, le dije apretándole los muslitos, apenas me tomé una licencia de sus tetas, las que también me animé a juntar con las mías para que mis pezones ardan de pasión contra los suyos. No me respondía su boca, pero sí los movimientos de su cuerpo. Por eso seguí avanzando, y le devoré la pancita con besos cargados de ruidos, baba y fuego. Ahí la escuché reírse con la dulzura de una niña con las manos pegoteadas de helado, en una hamaca y con trencitas. Su barriga era deliciosa, y su ombligo el más sexy que tuve la suerte de recorrer con mi lengua.
En eso noto que la pava ya no sonaba. El agua estaba tan caliente como el deseo de mis entrañas por poseer a esa pendeja. Por eso me separé de su cuerpo y le dije al oído: ¡Ya vengo nena, y te traigo el café!
Ella ni se movió de la silla mientras yo recogía las tazas. Mi cerebro permanecía eclipsado por su belleza natural, y en la boca me quemaba el sabor de su piel adolescente.
¡Si querés ir al baño, está pasando la cocina!, le grité, solo para escuchar su voz, entretanto revolvía el azúcar de los cafés.
¡No, gracias, está bien!, dijo con seguridad, antes que finalmente llegue a la mesa con la bandeja, sobre la que además de dos cafés, había puesto una taza vacía. No sé en qué pensaba cuando me la imaginé haciendo pis en una tacita, y la puse nomás. Ya le temía a mis acciones, pero daba igual. Esa nena no sería capaz de denunciarme.
¡Bueno bueno, llegaron los cafés! ¡Elegí la taza que quieras!, le dije sentándome a su lado. Antes de eso, le di un chupón en la teta derecha, solo para intimidarla un poco.
¡Tenías razón! ¡Me dejó con las re ganas ese estúpido! ¡Hoy, cuando nos juntamos en su casa, la idea era aprovechar a garchar, porque no había nadie! ¡Pero él quiso que se la chupe, y, apenas, bueno, cuando acabó, me dijo que lo nuestro no daba para más! ¡Y encima me había re manoseado!, se confesó cuando yo tomaba el café, y ella jugaba con la cucharita afuera de la taza.
¡Pero, a vos te gustan las chicas! ¡Por eso me ayudaste, o, te acercaste a mí? ¿Yo te parezco linda?!, se atrevió a concluir con sabio análisis. Yo me levanté de la silla, tomé su pocillo de café y se lo vertí en las tetas. Ella gimoteó por lo caliente del líquido, pero rápidamente mi lengua se encargó de suavizarlo todo en un concierto de lamidas. Le comí esos pezones, las tetas, el ombligo, el abdomen, y hasta le mordí el elástico de su pantaloncito, ya que toda ella olía y sabía a café.
¡Claro que me gustás pendeja! ¡Así que, ese guacho te dejó la boquita con olor a pito? ¿Te la tragaste toda roñosa?!, le gruñía sin detener mis besos, ahora con mis manos entre el asiento y su cola para manosearle el culo. Aproveché a juguetear un poco con mis dedos en la zanjita de ese monumento, y me puse como loca al descubrir el calor de aquellos rincones.
¡Parate nena, que tenés café seguro que hasta en la bombacha!, le dije zamarreándola. No quería hacerle daño. Pero como no puso voluntad para levantarse, la agarré un poco de los pelos y otro de un brazo para ponerla de pie. Enseguida la abracé con todo mi cuerpo y le pedí que abra la boca.
¡Ahora sacame la lengüita nena!, le ordené al borde del abismo, mientras su rostro volvía a colmarse de lágrimas. Es que, seguro le dolió el cuero cabelludo, o el filo de mis uñas en el brazo.
¡No sos la primera nena que me como, sabés? ¡Estoy acostumbrada a las caprichosas, desobedientes y enamoradizas como vos!, le dije lamiéndole la cara, bebiéndome sus lágrimas y apenas tocándole la lengua con los dedos, la que no debía guardar hasta no recibir mis órdenes. la apretaba más a mí mientras la arrastraba poco a poco hacia una de las paredes, y cuando llegamos le bajé el pantaloncito solo para besarle y morderle la cola. No le bajé la bombacha, aunque me moría por enterrarle la lengua en esa conchita angustiada y rebalsada de flujos. Le brillaba la partecita de delante de la bombacha como nunca lo había visto antes. Era roja con puntillitas.
Era mentira eso de que me comí a otras nenas. Pero tenía que darle seguridad, y creerme mi papel para convencerme de no abandonar la función. Sin embargo, de repente sonó el teléfono, y debía responder. Le pedí que se quede quieta en el lugar y corrí a atender. No podía hacerme la boluda porque mi trabajo no me lo perdonaría, ya que vendo planes de financiación para que la gente pueda obtener un 0KM, para una empresa importante. Las llaves de mi casa estaban en mi poder. Por eso sabía que la nena no iba a escaparse. Pero juro que no pude prestarle atención al cliente, ni un segundo. Lo cierto es que, cuando corté el llamado y volví al living, la pibita estaba sentada en una silla, escribiendo algún mensaje con su celular. Se lo quité, le di una cachetada por desobedecerme, le mordisqueé la nariz y el mentón, y le pedí que se pare, apoyando las manos en la mesa, y que me saque toda la colita para atrás, una vez que yo misma le quité el pantaloncito. Ella me hizo caso a regañadientes. Seguía sin articular palabras, pero su cuerpo no podía mentirme. En el fondo gozaba como una perra la nenita!
Juro que cuando olí su pantaloncito, no pude hacer otra cosa más que castigarle esa cola con unos chirlos estridentes, un poco crudos, con las palmas abiertas, y con algunos pellizquitos lacerantes. También le deslizaba las uñas donde la tela de su calzón no llegaba a taparle, y le pasaba la lengua por la espalda. Ahí sí que no pudo ocultar suspiros, gemidos, risitas nerviosas, contorciones, y hasta algunos soniditos como si se babeara. Me enternecía escucharla decir: ¡Aaay, basta señoritaaa, nooo, auchi, uuuy, me dueeleee, aaaiaaaa! No podía parar de pegarle!
¡Yo que vos me calmo un poquito, porque te estás mojando toda nena!, le dije después de morderle los dedos de una de sus manos. Ella negó rotundamente ese hecho.
¿Vos decís que no te mojás? ¡Te re mojás pendeja, y eso porque te gustan mis chirlos! ¡Vamos a hacer una cosa! ¡Ponete esto adentro de la bombacha, tomá!, le dije poniendo en su mano la tacita vacía. Ella se la colocó como si supiera cuáles eran mis intenciones, y volvió a retomar su posición anterior. Ahora mis manos regresaban a enrojecerle un poco más esas nalguitas divinas, a morderle y estirarle la bombacha con los dientes y a besuquearle las piernas. También simulaba penetrarle la cola con un dedo sobre la tela, y se lo deslizaba a lo largo de su canal para que gima como una virgen inexperta. De vez en cuando le acomodaba la tacita para que mi plan funcione sin inconvenientes. Le froté las tetas en la cola. Se las acerqué a la cara para que me las chupe, pero como no quiso hacerlo, le pedí que abra la boca, y entonces le comí hasta la lengua en un besuqueo apasionado pero deshonesto, frenético, forzándola un poco tal vez, pero decidida a comerle el corazón si hiciera falta. Al mismo tiempo le masajeaba las lolas, me apretaba contra ella y le seguía nalgueando esa cola de diosa en llamas.
¡Mmm, no tenés olor a pitito en la boca chiquita, tenés una boca deliciosa! ¡me volvés loca!, le dije, cuando su celular comenzó a vibrar. En ese momento le retiré la tacita de entre sus piernas y se la mostré.
¡Mirá pendeja, llenaste la tacita con tus juguitos! ¿Y vos decías que no te mojabas? ¡Ahora te los vas a tomar! ¡Vamos, abrí la boquita!, le decía acercándole la taza. Ella se maravillaba, pero no retrocedía. Así que, yo inicié la degustación con un sorbito, y después la besé en la boca. Ahora no se resistió a mi beso. Luego ella solo posó sus labios en la taza, y aunque dijo que le parecía asqueroso, dejó escapar la puntita de su lengua para que se contacte con su sabia de hembra. Como vi que no lo bebía, en un arrebato le volqué toda la taza en la cara, le saqué la bombacha, tiré la bandeja al piso con brusquedad, y la acosté en la mesa, cara al cielo, con las piernas abiertas, y le vendé los ojos con una bufanda azul. Pero aquella era mía, mi favorita, la que me regaló mi última ex. Desde entonces, le descargué tantos besos como lamidas, lengüetazos, caricias, hilos de saliva, mordiditas, rasguños, gemiditos, palabritas sucias y bocanadas de aliento por todo su cuerpito angelical. La acaricié con mis manos, con su bombacha empapada, con un pincel que solía usar para pintar, porque me encanta hacerme la artista y soñar con que pinto cuadros cuando estoy embolada; con su corpiño y con un pañuelo. Le pasaba la lengua por los pezones y luego le soplaba las tetas. Le chupaba los deditos, le recorría los labios cerrados con la lengua, le rozaba la vagina con el pincel, le hacía oler su bombacha y la obligaba a que la bese, le daba mordisquitos en la nariz y le ponía mis tetas en la cara. También se las fregaba en la vulva. Cuando se la rocé con la lengua, la nena gimió como si le arrancara un montón de signos vitales del alma, y acto seguido comenzó a inundar el mantel con una ola de flujos con el color de la divinidad. Otra vez decía cosas como: ¡Aaaaauuu, qué riiico, aaay, me, me gusta, es que, dioooos, acaabooo, aaaauch!
Su celular vibraba impaciente, cuando mi boca se abría a los últimos chorros de sus jugos, mi olfato alucinaba con los olores de su intimidad y mis dedos le frotaban el clítoris cada vez más sensible, y otro un poco más atrevido le rozaba el agujerito del culo. Cuando llegué a darle una lamidita, volvió a estremecerse, y largó otra espesa nube de flujos endiablados. De repente, parecía regresar a la realidad, porque abrió los ojos con grandes acusaciones en las pupilas, y se puso ansiosa al oír el maldito celular vibrando en una silla.
¡Hola ma! ¡No te preocupes que ya voy a casa!, dijo una vez que me revoleó la bufanda en la cara.
¡Sí, fui a la escuela, obvio! ¡Estoy en la casa de la Nati! ¡Ya voy!, explicó armándose de armonía. Pero su madre la desenmascaró de inmediato, y la nena se convirtió en una furia.
¡Qué? ¡Bueno, es cierto, no estoy con la Nati! ¡Pero no te puedo decir a dónde estoy! ¡Después hablamos! ¡Sí?!, intentó controlar la respuesta. Evidentemente Nati, o estaba en su casa junto a su madre, o la señora tenía la certeza de que su hija le estaba mintiendo. No hubo tiempo para nada. Apenas cortó la comunicación, pidió un taxi, se vistió aunque sin ponerse la bombacha, se arregló el pelo y entró al baño, sin solicitármelo siquiera. Yo también debía reaccionar. Si esa mujer se enteraba de lo que hicimos con la nena, seguro tendría que dar tantas explicaciones que, era mejor tomar la decisión correcta. Aunque no pude evitar tocarme la conchita y frotarme el clítoris mientras la oía hacer pichí. Después se lavó la cara, salió del baño, me agradeció por el café con cierta mueca de ironía, y tras un estruendoso bocinazo en la calle se me colgó de los hombros para besarme en la boca.
¡Bueno, al menos te dejo mi bombachita! ¡No sé si alguna vez nos volvamos a encontrar! ¡Pero, gracias por todo! ¡Y espero que yo sea la única nena que te comiste en tu casa!, decía, mientras la bocina me desalentaba una vez más. No tuve fuerzas para decirle nada, ni para retenerla, o para robarle el número de su celular. Esa chiquita me había dejado loquita toda la noche, y varios días posteriores. No paraba de pensar en ella. Me masturbé con su bombacha como un machito pajero, y no me resignaba a encajonar sus aromas en los recuerdos.
Cuando le abrí la puerta le manoseé el culo por última vez, y no tuve hasta hoy la inmensa fortuna de encontrármela sentadita en la plaza. Ni a ella, ni a otra nena triste, abatida y vulnerable. La extraño demasiado!    Fin

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