Habíamos llegado de la fiesta de graduación de
mi hijo Fabio, que ya era el médico de la familia con esperanzadores 25 años, y
como no vive conmigo desde que eligió alquilar un chalet con su novia en la
costa, mi sobrina ocupa su lugar en la casa, prácticamente todos los fines de
semana. La fiesta fue emotiva, sobria y llena de detalles de buen gusto, con
música encantadora, un menú vasado en comidas exóticas y muy saludables, vestuarios
armoniosos y muchas distinciones universitarias. Pero esa noche las dos bebimos
tanto vino y licores que, en el taxi rumbo a casa una erótica sensación nos
invadió por completo. Creo que desde que hablamos del bulto del doctorcito que
la sacó a bailar durante el postre, a pesar de su poca voluntad.
El taxista mironeaba cómo yo le acariciaba los
muslos por entre su pollerita de jean, y me iluminaba aún con su sonrisa
prendida de mi escote, pues, siempre juró que admira mis tetas, mientras
reíamos de cualquier bobada. Casi me muero cuando me relató: ¡no sabés tía, el
pibe no sólo tenía la pija durísima, también tenía el slip mojado, porque le
metí la manito; estaba muy calentito ese bombonazo!
Ciertamente no sé cómo fue que, acto seguido
nos besamos. Ni siquiera si ella se percató de aquello. Aunque duró segundos,
yo sentí su lengua, su aliento juvenil, sus labios como verano radiante en la
playa y sus ganas de coger junto a las mías, mientras mi entrepierna cosechaba
ensueños, ratones y cada vez más jugos por esa mocosita.
Pensé que al entrar al dormitorio, medio
bamboleando, como si hubiese un viento feroz, nos saludaríamos y ella iría al
antiguo cuarto de mi hijo a descansar. Sin embargo optó por dormir conmigo,
aprovechando lo amplío y confortable de mi somier. Creí que se apiadaba de mi
estado cuando me quitó las sandalias, la musculosa gris y el pantalón negro
para recostarme con ternura. Me tapó apenas con la sábana hasta las rodillas
por el calor implacable, me desató el pelo y me besó en la frente diciendo que
volvía pronto, que solo iba al baño.
Cuando regresó me desvelé, ya que en su afán por
no generar ruidos hizo caer unas monedas y un pequeño florero de la cómoda. No
sé qué buscaba pero no era importante. Entonces la vi descalza, con los pechos
desnudos, pues, durante la fiesta se le había volcado vino en el strapless, y
sin su pollerita atrevida. Por lo que mis ansias me hacían deseo lo poco de lucidez
que había en mi cabeza.
Ni bien se acostó a mi izquierda sin taparse
susurró: ¡estás muy borracha tía, pero no te preocupes, que acá estoy para
cuidarte y hacerte mimitos! ¡Pedime lo que necesites!
Paula ahora jadeaba suavemente bordeando mi
cintura solo con las yemas de sus dedos y canturreaba como una avecita de
concierto. Yo temblaba, soñaba y me dejaba poseer.
Después agregó: ¿te acordás cuando decías que
yo era tu nena de chocolate, o tu chiquita revoltosa? ¡me calentaba mucho
cuando lo hacías, tanto como tus lolas preciosas!
Me quitó el corpiño y me abrazó posando sus
labios carnosos en los míos, y enloquecida por el roce de sus pezoncitos, el
olor a enjuague de su cabello rubio y su piel de amapolas, las volteretas de
sus manos en mi espalda y su voz diciendo: ¡hace cuánto que no te besan así, ni
el tío supo cómo hacerte gozar!
Era verdad. Para ese entonces yo tenía 40 y
hacía 6 años que ni pensaba en sexo, salvo alguna esporádica noche con mi
consolador. Mi marido me lo obsequió días antes de irse con la loquita de mi
hermana, la mamá de Paula. Mi sobrina jamás estuvo de acuerdo con ese circo.
Acaso por eso tal vez, aquella relación madre e hija cada día estaba peor.
Apenas uno de sus pezones tocó mi mejilla me
lo metí en la boca y me dediqué a saborearlo como al otro, junto a los
gemiditos que le ocasionaban mis chirlitos en su cola envuelta en una delicada
bombachita roja con volados, la que levemente se le mojaba. Pronto ella
endulzaba mis pezones con su saliva a chupones impacientes, inducida por el
deshoje de mi pulgar a su conchita sensiblemente depilada. Hasta que se me
reveló en cuatro patas sobre el cuerpo para frotarnos las tetas, y su florcita
en mi pierna derecha, sin dejar de lamernos las orejas, los ojos, la nariz y el
cuello. Todo entre besos profundos, mordidas en los hombros y palabritas
sucias.
Pero cuando entrecorrió mi tanga blanca para
olerme risueña, abrir mis piernas, luego besarlas y hundir su lengua como una
serpentina en mi concha buscando calmar mi necesidad de mujer olvidada, no
logró más que llevarme a la locura entre acabadas como terremotos en mis
entrañas y el apretuje de mis manos a su cabeza para oír mejor el chapoteo de
mi sabia en su boca, que me estremecía cuando encerraba mi vulva con su lengua
en el medio como una cucharita, o me la escupía para después morderla, ¡y ni
hablar cuando me lamió y succionó el culo pajeándome con el mismo mini
consolador, que gracias a su talento era enorme! Ella lo encontró solita debajo
de la mesita de luz.
Enseguida, impulsada por una fuerza interior
que no reconocía, la tiré cara al cielo y la besé entera, le saqué la bombacha
y la senté sobre mis tetas donde la masturbé brevemente con dos dedos y, hasta
le introduje por un instante mi pezón izquierdo en esa celdita que me
extasiaba. Luego la senté sobre mi cara para comerle ese culito sabroso a
lametones, entretanto le fregaba enceguecida su calzón en la almeja. Hasta que
un torrente de agua agridulce la hizo gritar y caer rendida sobre mí. Esa había
sido mi primer aventura con una chica, y no era menos interesante debutar con
mi Paulita.
Poco me importó que se hubiera hecho unas
gotitas de pis por su desenfreno. Le abrí las piernas apenas su cabeza tocó el
piso, yo sentada en el colchón, y me hice un festín con su vagina endiablada,
la que según ella estrenó solo dos veces el año anterior. Hoy tiene 18.
Después de hacerla
acabar unas cuantas veces, yo a la cabecera y ella a los pies del colchón,
entrelazamos las piernas para unir nuestros sexos, y mientras nos quemaba el
aire de tanta fricción, nos lamíamos los pies, nos sacudíamos azotándonos el
culo, ella colaba dedos en mi ano y sudábamos como lobas.
Cuando al fin el frenesí nos venció con
orgasmos fatales, los que nunca tuve ni con el mejor cogedor de mis años
jóvenes, dejamos que el sueño se adueñe de nuestros cuerpos como hojas cansadas
por el otoño más cruel.
Al mediodía cuando desperté, sólo me aromaba
su bombacha y las gotitas de pis de Paula, más nuestra lluvia de jugos
secándose en las sábanas, además de mi inocultable mareo. Pero al ver a mi nena
preparando el desayuno en corpiño, le descubrí las mismas ojeras, iguales rasguños
en sus nalgas, lápiz labial en su piel y el mismo gozo en su mirada que había
en mi interior. Su olor, sus palabras casi derrumbándose de emoción y una
cierta tranquilidad en sus movimientos me hicieron saber que ella tampoco había
tenido un sexo tan audaz y fascinante como conmigo. Aunque de todos modos,
juramos jamás volver a cogernos borrachas otra vez. Fin
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