De chiquito con mi abuela

Siempre me dio cierta pena que mi abuela perdiera a su marido a los 39 años. La imaginaba sola en su casa, desprotegida, vulnerable. Por eso, yo no tenía problemas en quedarme algunos fines de semana. Además, yo era su nieto preferido. Bueno, en realidad, no sé si eso se lo decía a todos.
Más o menos desde que cumplí los 10, la abuela me empezó a invitar para que duerma la siesta con ella. Todavía me acuerdo del canto de las chicharras, el silbato del heladero en la calle, las moscas molestas, el olor de los jazmines que se colaban por la ventana, y los chocolatines que me daba antes de acostarnos. En esos tiempos, se podía siestear con la ventana abierta y un ventilador. Hoy, sin aire acondicionado parece imposible sobrevivir al verano. Además, nosotros vivíamos en un pueblo, donde todavía el ruido no lo empañaba todo con su imponencia.
Para mí estaba genial dormir en su cama. No era cierto que la abuela roncaba como me decía mi tía. Me encantaba que me saque el pantalón y se fije si tenía el calzoncillito transpirado antes de que me acueste. Si lo tenía sudado, ella misma me lo cambiaba. Yo no me avergonzaba de que me mire el pito. Era mi abuela, la madre de mi mamá. Además, amaba que me haga cosquillas en los pies mientras me ponía un calzoncillo limpio, que me besuquee la panza y me acomode el pilín. Creo que en ese tiempo ya se me empezaba a erectar con más frecuencia. Yo era bastante pelotudo, y no me animaba a preguntarle esas cosas ni a los libros.
Mi abuela tenía 52, pero no estaba nada mal ante los ojos de cualquier candidato serio. A ella le gustaba que yo le dijera que merecía tener a un buen hombre al lado, pero que por sobre todas las cosas tenga plata para comprarme helados. En ocasiones hasta se sonrojaba. Era morocha, con una altura promedio, de descendencia italiana notoria, con rasgos mediterráneos en la piel, tetona y muy culona, con unos ojos profundamente celestiales, y una ternura más dulce que las golosinas. Yo me sentía bien a su lado, y en invierno, saber que su calor me quitaría el frío bajo sus sábanas, después de algún cuento fantástico que solía improvisar, me llenaba de emoción.
Recuerdo que, a veces me besaba en la boca después de acostarnos, para desearme unos venturosos sueños. Me agradaban, y lejos de rechazarla, a veces le abría la boca esperanzado. En uno de esos besos, ella introdujo su lengua en mi boca, y me regaló una revolución de fantasías que no podía interpretar, pero que me animaron a decirle que la amaba. Encima, ella me tocó el pito sobre el calzoncillo, y se echó a reír al notarlo parado, mientras decía: ¿Qué hermoso mi Martincito! ¡Tenés el pilín cada vez más paradito! ¡Eso significa que te estás convirtiendo en un varón, y ya te van a empezar a gustar las chicas!
Mi abuela no tenía prejuicios. Generalmente dormía en corpiño y bombacha, sin pensar en excitarme tal vez. Ella fue la primera mujer que mis ojos reconocieron como punto de partida para muchas cosas, pero yo aún no podía comprenderlo. Me gustaba tocarle las tetas mientras me besaba en la boca, porque ella me apretaba el pito, me compartía algún caramelo de menta con sus labios, o me contaba algún cuento. Ahora en sus historias había chicos de la escuela que se enamoraban, se besaban, pensaban en casarse y hacían el amor. Yo no sabía bien de qué se trataba aquello. Pero ya a los 12 años la abuela me explicó que eso es lo que hacen los adultos entre sí por amor y placer. Me contó de la unión de los espermatozoides y los óvulos, de cómo entra el pene en la vagina y cómo hay que proseguir para copular, que hay otras formas de sexo, y un sinfín de cosas que no tenía la capacidad de procesar en su magnitud. Como resultado de esa información, mis sueños sexuales y las fantasías que navegaban por mi mente eran demasiado intensas. Al punto que no podía evitar con el calzoncillo pegoteado de semen, y con el pito duro como un ladrillo. Más o menos como a esa edad, una vez la abu se atrevió a despojarme de mi calzoncillo, y yo tenía el pito re parado.
¡Nene!, me dijo, ¡Tenés el pito más grande, y ese calzoncillo ya te queda chico!
No sé por qué. Quizás me la imaginé cambiándome los pañales cuando niño. Pero esa vez se me ocurrió decirle: ¡Abu, por más que crezca, me vas a seguir cambiando así? ¡Mirá que ya no soy más un bebé!
Eso hizo que la abuela se quede en bombacha y corpiño más rápido de lo que habitualmente lo hacía, se recueste a mi lado sin ponerme calzoncillo y me murmure bajito: ¡Vos siempre vas a ser mi bebé Martuchi! ¡Tomá, acá tenés la teta de la abuela! ¡Chupala como si fuese tu mamita, y vos mi nene!
Hoy que los años pasaron, y uno adquiere experiencias, puedo determinar que sus corpiños, probablemente eran confeccionados por  ella misma. Tenían un botón muy práctico que desabrochaba la copa y liberaba el pecho, como si tuviese que amamantarme. Casi todos los que usaban eran de ese estilo. Sus tetas, eran dos trozos de paraíso imposibles de ignorar. Absolutamente blancas, bien redondas, con pezones marrones y una aureola apenas más grandes que ellos cuando se le hinchaban. Por eso me enamoré del sabor de su piel, del olor de sus tetas, del tacto de sus pezones y hasta de mi propia saliva navegando en esas redondeces infinitas. Ella me presionaba la cabeza para que le succione los pezones y cada rincón de sus pechos, ya que primero le chupé una, y luego, cuando ella lo determinó, fui por la otra teta, imponentes y sabrosas por igual. La abuela me apretujaba el pito y me abría las piernas para darle calor a mis bolitas con su mano, y eso me hacía morderle las tetas con serenidad. Ella suspiraba, decía palabras imprecisas, frotaba sus piernas entre sí, y me regalaba algunos besos en el cuello. Para mí era la gloria. Yo, por mi parte, sentía que algo comenzaba a subir por mi pija, que se me calentaba hasta el agujero del culo, y que solo deseaba que la abuela me siga manoseando con sus tetas en mi boca. Pero, de repente, ella decidía que ya era suficiente, y mientras se daba vuelta hacia la ventana decía: ¡Bueno nene, ahora a descansar! Y la siesta se transformaba en silencio.
Se me hacía cada vez más difícil dormir a su lado. El pito me quedaba latiendo y no se me bajaba, me dolían un poco los huevos, y no podía evitar mirarle la cola a mi abuela, generalmente envuelta en una bombacha blanca. En esos días comencé a eliminar mis primeras lechitas en el baño. Recuerdo que la primera fue en la ducha, mientras me enjabonaba el pito. De pronto sentía que me lo tenía que tocar, como me lo hacía la abuela, y sin que yo lo pudiese advertir, una sustancia se mezcló con el vapor y el jabón, mientras mi cerebro parecía perder el equilibrio. Me sentí mareado, y con un pequeño dolor en el glande apenas quise terminar de lavarme, como sensible al tacto. El resto de mis acabaditas fueron en mi cama, y en mi casa. Nunca me hubiese animado a pajearme en la cama sin preguntárselo a mi abuela.
Hubo otras siestas en las que la abuela oficiaba de mi madre y me amamantaba con sus porciones de inmensidad. En una de ellas, a pesar de que hacía frío me dijo: ¡Martín, sacate el calzoncillo, que total no viene nadie!
Apenas lo hice, me lo quitó y se acostó casi encima de mí para darme sus tetas. Me acarició el pito y, mientras empezaba a rodearlo con su mano me decía: ¡A ver cómo toma la teta el bebé de la abuela? ¡Ya sé que dentro de poquito se las vas a querer chupar a otras chicas! ¡Pero por ahora sos mío, y de nadie más!
Esa vez la abuela me dejó chuparle las tetas durante un rato largo, y mi pija se ponía cada vez más impaciente en el ardor de la palma de su mano. Ella también se movía. Su otra mano era invisible para mis ojos, pero evidentemente no para su vulva. La abuela ya se animaba a masturbarse, medio con carpa mientras mi boca le devoraba las tetas y su mano se llenaba de mi presemen. Además, esa siesta no pude contenerme, y en cuanto la escuché balbucear: ¡Qué rico que me chupás las tetas mocosito!, sentí que un estrépito de felicidades se me agolpaba en el pecho, que mi verga perdía la calma entre sus dedos, y que un chorro de semen se me volvía indomable al fugarse a pesar de mis intentos por retenerlo, manchando las sábanas y la mano de mi abuela. De inmediato ella retiró su pecho de mi boca, su mano de mi intimidad y sus ojos de la oscuridad a la que los sometió para lamerse los dedos mojados con mi esencia. En ese momento la vi abierta de piernas, y con la otra mano debajo de su bombacha. Veía que se la movía y frotaba cada vez más rápido, urgente y agitada, mientras mordía un pedazo de la almohada y se tocaba las tetas con la mano babeada, donde yo había vertido mi semen. No me dejaba tocarla ni acercarme. Yo permanecí aquellos segundos al borde de caerme de la cama, con la panza pegoteada de semen, y el pito estremecido. Hasta que al fin, luego de un suspiro largo y más delicado que los que emergían de su garganta, me trajo hacia ella y me dijo: ¡Martincho, de esto nada a nadie! ¿Entendiste? ¡Ni siquiera a tu mamá! ¡No te van a dejar venir más, y yo tampoco te voy a poder ir a visitar!
Me invadió un terror inexpresivo. Esas palabras sonaron a un pacto imposible de alterar o destruir. Yo no quería dejar de verla. Por lo tanto, estaba dispuesto a lo que sea. Le prometí mi silencio, y ella pareció recobrar una paz que necesitaba. Entonces, vi que tenía la bombacha empapada, en el momento en que se levantó para ir al baño. Al rato volvió, y nos dormimos como si nada hubiese pasado, aunque yo seguía desnudo.
Ocurrió que, en una de esas siestas, la abuela se levantó mientras yo dormía. Había sonado la campana que tenía en lugar de timbre, y al parecer esperaba visitas. Yo no quería levantarme, y podría asegurar que ella tampoco. Pero aún así la vi vestirse. Esa vez me quedé maravillado al ver cómo se cambiaba la bombacha blanca por una roja de encajes muy bonita. Después se calzó un vestido suelto y salió a recibir al invitado. Pronto solo se oía el silencio de la habitación, por lo que yo no tuve inconvenientes para dormirme otra vez. Por ahí escuchaba risas, pero no les prestaba interés.
Hasta que, en un sublime reflejo de mis sueños, ese páramo inconcluso en el que se chocan la realidad y la fantasía, me pareció escuchar a mi abuela hablando con alguien adentro del cuarto, muy cerquita mío. Entonces abrí los ojos, y descubrí a su hermana Amelia sentada en la cama, quitándose una camperita y desprendiéndose los botones de una blusa muy coqueta. Mi tía abuela, con quien yo no tenía mucha relación, tenía las tetas más grandes que las de mi abuela. Recién ahí reparé en ese detalle, y en que era algunos años menor. Desde luego, ahí sí que activé mis sentidos para escuchar sus confesiones.
¡Te lo juro Amelia! ¡El nene me acabó en la mano mientras me chupaba las tetas! ¡No sabés lo puta que me pone su lengüita!, dijo la abuela.
¡Uuuuy, eso hay que verlo! ¡Yo, el otro día le di mis tetas a mi yerno! ¡Es un pendejón de 20 años, y al parecer mi hija no lo atiende bien!, le confió su hermana.
¿A tu yerno? ¡Vos sos una descarada nena! ¿Y solo te comió las tetas?!, preguntó mi abuela, en medio de unas risas inevitables.
¡Obvio que no mamita! ¡Me lo re cogí a ese muñequito! ¡Tiene una pija hermosa, y ahora estoy como loca porque me haga la cola! ¡Y, perdoname, pero la descarada sos vos, que te dejás comer las tetas por un nene!, le soltó Amelia, levantándose de la cama. En eso la abuela me destapó y le habló en voz baja a su hermana. Yo debía procurar hacerme el dormido.
¡Está desnudo!, murmuró Amelia, mientras la abuela se quitaba el vestido.
¡Sí nena! ¡Yo lo dejo que duerma así conmigo! ¡Me encanta tocarle la pija al guachito!, dijo la abuela, supongo que notando que se me paraba con solo oírlas hablar. No tenía manera de evitarlo.
¡Dale mujer! ¡Sacate el corpiño y ponele las tetas en la cara! ¡Vamos a despertarlo de una forma diferente!, le sugirió la abuela. Amelia ni se puso colorada. Pronto, tenía a centímetros de mi cara un pezón hinchado, más gordito que el de mi abuela, mientras la oía decirme: ¡Martincito, despertate mi cielo, que tenés que comerle las tetas a la tía!, al tiempo que me acariciaba las piernas. No tardé nada en abrir la boca simulando un bostezo y tragarme uno de sus pezones, en robarle un gemidito tras otro a la mujer, ni en delirar con las primeras sacudidas que la abuela le prodigaba a mi pito. Lo envolvía en sus manos, lo estiraba, lo meneaba de un lado al otro, apretaba un poco la base, acariciaba mis huevos, y entretanto, yo me hacía el sorprendido. Supongo que la abuela en un momento se babeó la mano para lubricarme la verga, ya que se deslizaba con cada vez mayores escalofríos. Yo no pude verla escupirse la mano, porque la exuberancia de las tetas de la tía Amelia me lo impedían, y además mi boca no se perdonaría por nada del mundo soltar esos pezones. Yo saboreaba uno, después el otro, trataba de no dañarla cuando la señora me pedía que se los muerda bien despacito, le manoseaba las tetas y gemía repleto de inocencias desmedidas.
¡Dale nene, comele las tetas a la tía bebé! ¡No tengas miedo chiquito, que yo le doy cariñitos a este pitito hermoso! ¿Te gustan más las tetas de la tía, o las de tu abuela bebote? ¡Y, le gustan más las mías, eso no se discute!, las escuchaba decir, mientras mi pija se convertía en un pedazo de músculo a punto de un exilio de moral impropio en un nene de mi edad. Pero así fue. En cuanto la abuela se agachó para olerme el pito, al sentir el airecito de su nariz tan próximo a mi glande, y mientras mi boca se alimentaba de las tetas de Amelia, quien se chupaba los dedos para atenuar la sinfonía de jadeos que la desbordaba, mi cuerpo se reveló en medio de una oleada de movimientos para que al fin mi semen se derrame tenaz en las manos de mi abuela. Por suerte la vieja zorra notó que mi glande latía desmesurado, que se me inflamaba el tronco y que los poros de mi piel me hacían sudar de alegría, antecediendo a los ratones que esas mujeres me regalaron.
¡Uuuuuy, neniiito, te acabaste en las manos de tu abuelita!, dijo mezclando ironía, admiración y ternura la señora, mientras me dejaba sin sus globos y se los mostraba a su hermana.
¡Síiii Amelita, vení, chupame los deditos, y probalo!, le dijo mi abuela, y la mujer se dispuso a lamerle sus dedos regordetes colmados de mi sustancia. Ella entretanto le acariciaba las tetas, y Amelia se saboreaba poniendo carita de puta.
¡Mmmm, qué ricoooo, haaaaammm, quiero máaaas!, decía Amelia, cuando mi abuela se palpaba la entrepierna con un disimulo insuficiente. Además, la vi tocarle la vulva a su hermana sobre su pantalón deportivo, y mirarla con ojos de extrañeza.
¿Te mojaste Ame? ¡No te lo puedo creer!, le dijo la abuela, mientras me tapaba con la sábana. La pija no se me bajaba del todo, y todo lo que me entraba por los ojos me hacía delirar entre alucinaciones, calenturitas juveniles y unos temblores imposibles de olvidar. En un momento me empecé a tocar la pija, y cuando la abuela lo advirtió me sacó la mano de debajo de la sábana, me la besó y lamió mis dedos. Luego dijo: ¡Basta nene, que te va a hacer mal tocarte tanto! ¡Y ya levantate que tenés que tomar la merienda!
Mientras salía de la cama, bajo la promesa de que Amelia se taparía los ojos para no verme totalmente desnudo y pudiera vestirme tranquilo, las escuchaba hablar en voz baja.
Amelia: ¡Nena, andá al baño y cambiate esa bombacha! ¿Vos viste cómo te la mojaste?
Abuela: ¡Sí, tenés razón! ¡Pero primero andá vos, que yo voy enseguida!
Entretanto, yo ya estaba en la cocina cuando las vi entrar al baño. La abuela en bombacha, y Amelia en tetas. No sabía qué hacer. No escuché ni vi nada raro entre ellas luego. En ese momento no comprendía que dos mujeres pudieran hacerse cosas. Pero con la madurez que tengo hoy día, no puedo descartar que tuviesen sexo entre ellas. Amelia también era una mujer viuda. Solo recuerdo que tardaron mucho en salir del baño, y que yo no podía parar de sobarme el pilín.
Ese día por la noche, cuando Amelia ya se había ido, y después de haber cenado un delicioso pastel de papas, la abuela volvió a recordarme mi pacto de silencio entre nosotros, y yo a prometerle que mi palabra es de confianza. Por eso, cuando ya estábamos en su habitación, ella me sacó hasta el calzoncillo, se quedó en bombacha, me tiró en la cama de modo que los pies me colgaran y, como invadida por un ataque de celos comenzó a frotar sus tetas desnudas por todo mi cuerpo, mientras me decía: ¿Te gustan más las tetas de la abuela, no bebé? ¿Me jurás que mis tetas son las que te ponen bien dura esta pija? ¿Te salió la lechita por cómo la abuela te tocaba el pitulín, no chiquito?!
Yo le decía que sí a todo. Jadeaba como un tonto. Sentía miles de cosquillas en el cuerpo, montones de agujitas en la cabecita de la chota, un calor irresistible en los testículos, y hasta hormiguitas en el culo. Cuando me fregó sus lolas en el pito, juro que tuve ganas de agarrarle del pelo, de clavarle las uñas en la cola, de nalguearla, de que sus dientes me muerdan las piernas. Pero ella, de repente y sin anunciarse, se lo metió todito en la boca y empezó a succionar. Mi pubis empezó a chocarse más contra su cara. Su pelo envolvía mi visión, pero me llenaba la piel de escozores. Su saliva me empapaba la panza y los huevos con la misma abundancia. Sus dedos me amasaban y pellizcaban el culo, y hasta uno de ellos me rozó el agujerito. Eso casi me hace saltar de emoción. Estuve al borde de caerme varias veces de la cama, mientras ella se daba a la tarea de calentarme todo lo que fuera capaz, diciendo entre chupadas y escupiditas: ¡Acabá bebito, daleeee, toda la lechita en la boca de tu abuela, que ninguna zorra te va a tomar la lechita antes que yo! ¡Dale Martincito, ponete loquito papi, asíiii, gemí bebé, si sé que te gusta esto, porque sos un chanchito, y te encanta mamarle las tetas a tu abuela!
Fue tan rápido, turbulento, caótico y espamentoso el instante en el que empecé a obsequiarle mi leche que, todo se reducía a mis jadeos, sus gemidos y atracones, mi pija haciéndola toser por la violencia con la que descargó mi esencia, y sus dedos abriéndome bien el culo para que no me quede ni una gotita de semen en los huevos. Pero la abuela seguía acariciándome el pito con su lengua, murmurando y tocándose la vulva sobre la bombacha.
Pronto se me tiró encima para comerme la boca, todavía con restos de mi leche en su aliento, en su lengua y labios. Sus tetas se restregaban en mi pecho llenas de la saliva que les cayó durante la mamada. Sus ojos tenían algo de desconcierto entre algunas lagrimitas, y su mano, la que me sostenía de la cabeza para que no detenga mis besos, todavía andaba perdida entre sus piernas. Tenía unas ganas terribles de mirarle la concha, de romperle la bombacha con mis propias manos, y de seguir besándola. Ya tenía el pito duro otra vez, cuando se me escapó en un momento de pura necesidad corporal: ¡Abu, tengo que ir a hacer pis!
La abuela se levantó de mi sudor agradecido, se sentó en la cama y me dijo: ¡Nene, por hoy, te voy a pedir que, que no vayas al baño! ¡Levantate, y hacé pichí ahí en el piso, dale, quiero verte haciendo pis! ¡Y no pienses que estoy loca!
No entendí por qué me pedía semejante disparate. Pero apenas puse los pies en el suelo frío, me alejé de la cama, me agarré la pija y empecé a regar las baldosas blancas con mi meo. Lo maravilloso es que las fricciones de la mano de mi abuela contra su vulva fueron cada vez más intensas, arrebatadas, espasmódicas y frenéticas, como si le doliera y le picara al mismo tiempo. Con una mano se frotaba el clítoris por encima de la bombacha, y con la otra hundía sus dedos en el calor volcánico de su vagina, la que no me dejaba mirar ni por accidente. Sus gemidos crecían a medida que yo me vaciaba, sus piernas se apretaban y separaban incomprensibles, y algunas gotas de saliva se le posaban en las tetas. Hasta que al fin se tumbó en la cama, serenó el brillo de sus ojos histéricos, se arregló la bombacha y me pidió que vuelva a la cama, y que antes me limpie los pies mojados con la alfombrita. Ella enseguida se levantó a trapear y secar el piso, y al rato ya estaba conmigo bajo las sábanas como si nada, con otro cuento de adolescentes entre sus labios.
Pasaron muchas siestas con mi abuela, varias noches, fines de semana, y algunos viajes que hicimos juntos. Me envicié con sus tetas y con la forma que tenía de chuparme la pija. Siempre quise hacerle pis en la boca. Pero ella no me lo solicitó, y yo era demasiado respetuoso como para pedírselo. A su hermana la vimos solo 2 veces más. Pero la abuela se ponía celosa de ella.
El tema es que, desgraciadamente ella murió cuando yo tenía 16 años. Justo cuando ya me dejaba pajearme siempre que lo deseara en su cama, mientras ella también se daba placer, y yo podía chuparle las tetas o besarla en la boca. Yo jamás tuve el honor de masturbarla. Mi sueño era perder mi virginidad entre sus brazos. Pero no fue posible, al menos en esta vida. Debuté con una prostituta olvidable, sucia y poco entusiasta a sus labores. Amelia tampoco volvió al pueblo, y yo me quedé sin tetas maduras para amamantar. Ese vacío fue la consecuencia tal vez de que mis ojos se pierdan con tanta insistencia en las mujeres tetonas, cincuentonas y con buenas curvas, como las de mi abuela. De hecho, a los 23 años tuve una amante de unos 60 años. Era una vecina del edificio que alquilaba mientras estudiaba. Me hacía recordar a mi abuela por cómo me chupaba la pija. Pero sus tetas no tenían el mismo sabor, ni había en sus manos el amor que ella me dispensaba. Por eso aquella relación no duró más de unos meses. Aunque me encantaba que me trate como a un hijo en la cama, que me hable de las pajas, que me cele de las pendejas y esas cosas. Me gustó volver a sentirme un niño otra vez en manos de esa mujer que abusaba de mí, a pesar de que mi abuela fue una sola, la inigualable, la de las tetas más lindas, y la boquita más cálida que rodeó mi pija alguna vez!     Fin

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Comentarios

  1. Vaya... es como si uno viviera el relato con esas tetas perfumadas. Que ganas de tocarla bajo la bombacha. Esa abu bien pudo atarlo y darle una lluvia dorada.

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  2. Dese luego que sí! Teinendo en centa la calentura de esa abuela, y las curiosidades de ese nene, no hubiese sido improbable que él pudo tocarla todas las veces que quiso bajo su bombacha. Jejeje! ¡Un besote!

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  3. que rica historia, una mujer con tanta experiensia seguramente al nene le ha hecho pasar hermosos momentos.

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