Las lengüitas de mis perros

Mi nombre es Malena, tengo 14 años, soy de aries, y todavía no tengo novio. Repetí dos veces séptimo grado, por lo que aún sigo en el primario. Según mi psicóloga, todo se desmoronó en mis estructuras la noche en que vi a mis padres teniendo relaciones sexuales. Fue sin querer, cuando bajé a la cocina para buscar algo de comer. Era una madrugada calurosa, con bastante viento meciendo a las ventanas abiertas. Supongo que por esos ruidos no se avivaron de mi presencia. Yo tenía 12 años, y en ese verano se me había hecho costumbre ver pelis hasta casi el amanecer. Aparte me encantaba dormirme bajo el canto de los pajaritos en los árboles. Al otro día mi madre renegaba para levantarme, y yo no lo hacía hasta pasada las dos de la tarde. Pero esa madrugada no pude despegarme de lo que veía.
Mi madre estaba en cuatro patas arriba del sillón, y mi padre la zamarreaba, le manoseaba las tetas, jadeaba diciendo cosas que no recuerdo, y le pedía a mi madre que le toque y apriete el pene. Lo tenía duro y parado. Mi mami también suspiraba fuerte, le pedía pija, que le pegue en la cola, y se dejaba tironear el pelo. Yo seguía inmóvil, pegada a la heladera, en calzones y ojotas, viendo cómo de a poco mi padre le separaba las nalgas a mi madre, y cómo le pasaba una y otra vez la punta del pene por el ano. Mi madre no le hablaba de amor, ni parecía querer sacárselo de encima.
Entonces, de repente mi padre le gritó: ¡Ahora te voy a romper el orto putita! ¡Y te lo voy a dejar bien abierto, como te gusta!
Mi madre arqueó un poco el cuerpo. Mi padre la empujó contra el respaldo del sillón, y le metió todo ese pedazo de carne en el culo a mi madre. Los dos estaban desnudos, transpirados, moviéndose al compás de mis pensamientos confusos, gritándose cosas que no me entraban en la cabeza.
¿Te duele puta? ¡Gritá zorra, que te encanta la pija en la cola!, repetía mi padre eufórico, como si quisiera enterrarse adentro del culo de mi madre.
¡Así hijo de puta, rompeme bien el culo, garchame fuerte, asíiii, quiero que me duela el orto! ¡Siempre quiero tu pija adentro de mi cola!, le respondía mi madre acumulando nubes de saliva y vapor en su boca. Estuvieron meciéndose con fuerza un largo rato, mientras yo también me agitaba en silencio, me ponía nerviosa y apretaba los labios para no gritar. Todo hasta que mi madre dio un alarido feroz, a la vez que mi viejo empezaba a gruñir en su oído: ¡Tomáaaá, toda la leche en el culo te voy a largar, así putitaaa, bien abierta vas a ir a trabajar mañana zorrita, te rompo el culooo, tomáaaá!
No pude ver más porque, lentamente mi padre se separaba del cuerpo agotado de mi madre, y yo corría el riesgo de ser descubierta. Por lo tanto, como ellos estaban en el living, me dieron tiempo de subir las escaleras sin hacerme notar. Menos mal que estaba descalza.
Ya no tenía hambre. Solo curiosidad por saber a qué jugaban mis papis. No era tan tarada. Imaginaba que debía ser algo relacionado al sexo. Pero con 12 años, no tenía demasiada información. Entonces, me metí en la cama con la notebook y empecé a investigar en internet. Antes de eso me sentí rara, pues, al juntar las piernas descubrí que tenía la bombacha mojada. No recordaba haberme hecho pis, ni tener ganas siquiera. Aunque sí tuve una sensación extraña mientras veía a mis viejos, y recordé unas cosquillitas en la panza que me llegaron hasta la vagina.
Ahí, esa misma noche creo que me toqué la chuchi por primera vez. No sabía lo que estaba haciendo, pero sí recuerdo que fue luego de dar con las respuestas que necesitaba. Supe que lo que practicaban mis padres era sexo anal, y vi un par de videos. Algunos me causaron mucha impresión. Vi a chicas lamiendo pijas. A otras recibiendo latigazos, desnudas y con cosas colgando de los pezones. A otras sacándose bolitas de adentro de la cola, y hasta videos de mujeres dejándose lamer la vagina por un perro. Eso me regaló una electricidad inexplicable. Me di cuenta que me frotaba las piernas una contra otra para que esas cosquillitas que me consumían cesaran un poco, o se intensifiquen. Me gustaba sentir la vagina cada vez más mojada. Me froté la almohada contra ella, mientras otros videos desfilaban por la pantalla, porque se redireccionaban como si me leyeran los sentimientos. Una chica se metía dos pitos en la boca, y otro le penetraba la cola con una fuerza que la hacía lagrimear, y seguro que lastimarse las rodillas por su posición de cuatro patas sobre la arena. Después dos mujeres se chupaban las tetas en una cama redonda. Luego una mujer policía arrestaba a una colegiala y le subía la faldita para, sin ningún reparo empezar a azotarle el culo. Al rato le metía un pene de juguete en la conchita en lo que parecía una oficina, y le mordía las tetas por encima del corpiño.
Tenía todas las ganas del mundo de correr al dormitorio de mis viejos para espiarlos. No sabía qué me pasaba. Pero no podía parar de tocarme la concha, mientras mis ojos se llenaban de videos chanchos. Esa noche creo que me quedé dormida porque a la compu se le terminó la batería, y el cargador estaba en la cocina. Eran más de las 8 de la mañana, y teníamos que ir a pasar el día a lo de mi abuela. Por eso a mi madre se le hizo difícil despertarme a eso de las 11.
La noche siguiente volví a internarme en la compu, y me deleité con más videos. Otra vez las cosquillas, esos calores insoportables, las manoseadas que no podía evitarle a mi vagina, los latidos de mi corazón hasta en mi cuello, las frotadas y las sacudidas de mi cuerpo, además de mojarme. vi a una chica tocándose la concha, luego a otra rodeada de pijas dispuestas a entrar y salir de su boca, y a una señora con un negro que no le escatimaba potencia al meterle y sacarle el pito de la cola. Pero entonces, otro video de una mujer con un perrito entre sus piernas. Sus ojos parecían intermitentes cuando esa lengua le lamía hasta el culo, y una de sus manos le tocaba el pitito al perro que jadeaba con más intensidad. Ahí sí que pensé que me había meado en la cama. Para colmo, vi que una chica se ponía más loquita cuando un tipo le chupaba los dedos, y entonces me llevé los dedos a la boca. Esa sensación, sumada a la que me proporcionaba mi bombacha mojada y mi dedo rozando el orificio de mi vagina, me hizo largar un buen chorro de flujos que me paralizó de momento. Me encantaba verle los ojitos al perro, y la cara de placer de esa mujer. Por lo tanto, busqué más videos así.
Encontré a una mujer siendo dominada por un perro gigante con cara de malo. Tenía varios rasguños en las tetas y los hombros, pero gritaba con la pija del animal envistiéndole el culo. Ese me dio un poco de miedo, porque el perro ladraba y mostraba los dientes.
Vi otro más en el que una chica se frotaba un pedazo de carne en la vagina y las piernas, luego se sentaba en el piso y llamaba a su pequeño caniche con chasquidos, como para que nadie la descubra. Al parecer estaba en su habitación. De repente el perro surgió de la nada, y mientras ella le hablaba como una nenita se palmeaba las piernas, sacaba la lengua y guardaba el trocito de carne en un tupper. No le entendía nada porque hablaba en inglés. El perrito se le abalanzó histérico y desenfundó su lengua para comenzar a lamerla. Ella todo el tiempo lo guiaba a su sexo, y el perro le obedecía. La chica pronto se retorcía, gemía, le pedía más, se babeaba y se abría todo lo que sus músculos derrotados le permitían. El perro la olía y le dejaba unas líneas de baba por las piernas, la panza y la vulva. La tenía peludita, y eso me hizo desear con todas mis fuerzas tener vello, y unas tetas grandes como las de ella, las que se amasaba con la mano libre.
Después, vi a otra chica que pajeaba a un perro atado en un jardín. Éste perro era enorme, de orejas largas y puntiagudas, con ojos mansos y un pelo abundantemente negro. Al cabo de un rato de manosearle el pito, el perro se sentó, y la chica se bajó el pantalón, exhibiendo ante él un culo precioso bajo una bombachita blanca. Le acercó el culo a la cara con las piernas abiertas, y el perro comenzó a hociquearla entera. Parecía que buscaba enterrarle la lengua en el culo, o arrancarle el calzón con los dientes. En ese momento, muerta de un escalofrío fatal me saqué la bombacha. La olí, y me gustó mi olor. Pensé en si pudiera gustarle a los perros mi aroma, y me estremecí. Seguía viendo cómo la mujer se abría los labios vaginales y le instruía al perro escabullir su lengua por sus rincones. Todavía me chupaba el dedo, y olía mi bombacha cuando reparé que varios hilos de baba rodeaban mis pómulos. Intuitivamente, empecé a pegarme rapidito con la palma abierta de mi mano en la concha, separando las piernas, como lo hacía la chica del film, y parecía que algo se quebraba adentro mío. Me pegaba con cada vez mayor frenesí, y me brotaba más flujo, al tiempo que mi respiración me asfixiaba. Después, ya sin mirar la pantalla, mientras me pegaba en la conchita, usaba mi bombacha como si fuese un cinto contra mi cara, comportándome como una cieguita. No quería abrir los ojos. Se me escapaban algunos suspiros, por lo que agradecí haber cerrado la puerta, y estar lejos del cuarto de mis padres. No pude terminar de ver el video. Sé que un remolino me arrastraba, obligaba a mi mano a frotarme la vagina con fuerza, me mareaba y ensordecía, me hacía temblar y jadear sin proponérmelo. Luego, una calma perturbadora me envolvió. Seguía tiritando, sudando y con los ojos apretados. Pero un inmenso alivio se apoderaba de mí, y el sueño no tardó en posarse en mi figura desnuda bajo la sábana.
No sé si fue esa, o la noche siguiente la que me hice pis en la cama, y eso me valió una reprimenda de mi madre. Le dije que había tenido una pesadilla horrible, y que no me animé a ir sola al baño. Su carácter se ablandó bastante tras mi falsa confesión. Pero, desde aquellas noches, todas fueron iguales. Al menos hasta que terminó el verano.
Ya en abril, otra vez volví a encontrarme con mis padres teniendo sexo en el living. Esa vez bajé a buscar el cargador de la compu, porque había decidido mirar algún videíto. Hacía más de un mes que no andaba buscando cosas chanchas porque había empezado el colegio. Mi madre estaba en cuatro patas, otra vez con mi viejo al acecho de su cola bien firme para sus 40 años. Mi viejo la penetraba suavecito, y mi vieja le mordía los dedos de la mano, le pedía que le pellizque las tetas y le arranque el pelo. Esa vez me saqué la bombacha por abajo del vestidito de gasa que traía, me acaricié la vagina y seguí observando cómo mi padre arremetía contra ese culo y transpiraba jadeando. Casi no se hablaban. Solo mi madre decía cosas como: ¡Dame más, asíii, dame pija, quiero pija, pellizcame las tetas, clavala toda!
De repente sentí que no podía continuar allí. Mis propios jadeos me delatarían. Entonces corrí a mi pieza, busqué un video en el que un perro se montaba a una morena con rastas, y empecé a sobarme la conchita. Pensaba en lo hermoso que debería sentirse la lengua de un perro lamiéndome la vagina, en que mi vieja se deja coger como una perra en cuatro patas, en que si yo pudiera me lamería a mí misma, en que tendría que probar hacerle oler mi conchita aunque sea a un perro callejero. De repente, otra vez un alivio sofocante llegó después de otro subidón que me empapó las manos de flujo, y me acosté a dormir. Creo que no me di cuenta que me faltaba la bombacha hasta las 7 de la mañana, cuando mi madre subió a despertarme.
¡Male, qué hacía tu bombacha en la cocina?!, me cuestionó apenas me senté a desayunar.
¡No sé ma, se debe haber caído cuando entré la ropa limpia!, se me ocurrió defenderme.
¡Mmm, digamos que no estaba limpita! ¡Tenía sus aromas! ¡Igual ya la puse a lavar!, me dijo mientras untaba manteca en una tostada. Me sentí expuesta. ¿Se habría dado cuenta que la espié por la noche?
Pero los días pasaban, y nunca volvió a tocar ese tema. Mientras tanto, mis sueños se llenaban de perros que me olían, lamían, chupaban y mordían lo que se les apetecía. Seguía tocándome la concha, aunque ya sin los videos. Tenía que hacer buena letra durante la semana. Solo los sábados podía disfrutar de mi intimidad, porque mi padre me devolvía la notebook. No podía contarle a mis amigas de esas páginas, ni de las cosas que hacía. Valeria y Martina, mis dos mejores amigas ya se masturbaban. Pero yo nunca tuve el valor para decirles que también lo hacía. Cada vez que veía un perro, mis ojos iban directamente a su pito. En ocasiones hasta me pareció que se me mojó la bombacha de tanto mirarle el pito al perro del vecino. Era un perro normal, de ninguna raza en particular. A mí me re quería porque siempre lo llevaba a su casa las veces que se escapaba. Por eso tenía la chance de mirarle el pito con todo el disimulo. En ocasiones, lo dejé que olisquee mi cola y mi concha por sobre la ropa. Los topetazos de su cabeza para intentar apropiarse de mi aroma, que por alguna razón le llamaba la atención, me ponía de los pelos. De hecho, por más que estuviese en la calle, le abría más las piernas, y ni se me pasaba por la cabeza retarlo. No me importaba si algún vecino me veía. En esos momentos pensaba por qué nosotros no teníamos un perro. La razón era que mi madre no quería lidiar con animales. Siempre se quejó del escaso tiempo que le quedaba para descansar. Mi padre tampoco estaba dispuesto a hacerse cargo de una mascota, y en mí no confiaban para esas tareas.
Con el tiempo mis sueños eran cada vez más reales. Mi madre se alarmó cuando repetí séptimo por primera vez, porque a ese desafortunado suceso le coincidían las veces que mojaba la cama.
¡No me digas que hay que comprarte pañales Malena! ¡Por favor hija! ¿Tanto te cuesta ir al baño de noche? ¡Ya es como la décima vez que te meás en la cama! ¡La verdad, me preocupa tu comportamiento!, me dijo exasperada, pálida y con un nudo de angustia en la garganta mientras juntaba mis sábanas sucias. No recuerdo qué le respondí. Solo sé que me eché a llorar irremediablemente, sentada en el suelo como una niñita.
¡Bueno Male, quedate tranquila! ¡Ya le vamos a encontrar la solución! ¡No creo que te sientas cómoda haciéndote pis en la cama!, me dijo acariciándome el pelo, invitándome a levantarme del piso. En cuanto lo hice me abrazó, y me prometió ponerle fin a mi problema. Yo me calmé, y en menos de lo que supuse ya estaba con la compu en mi cama, durante la siesta.
Ahora veía más videos, pero intentaba no frotarme la vagina. Me quemaba la piel y el deseo de al menos chuparme un dedo. Pero sabía que si me excitaba, no controlaba mi desenlace, y tal vez me meaba de nuevo. Además, ya tenía demasiado con haber repetido el año escolar. Mis padres no dejaban pasar oportunidad para recordármelo. Por lo tanto, no tenía derecho a muchas cosas. Por ejemplo, solo podía usar la compu los sábados en la noche.
Ya habiendo cumplido los 13, mis amigas y padrinos me molestaban con eso de tener algún noviecito. Nunca me atrajo ningún chico del colegio, aunque me moría por mirarles el pito. Tal vez porque tenía muchos complejos con mis tetas. Todas ya portaban unas gomas terribles. Mi mamá se empeñaba en rellenar mis corpiños porque mis dotes naturales no lo hacían. Además, tenía los pezones grandes y se me traslucían cuando se me erectaban por el frío, o por las cosquillitas que me gobernaban. No me sentía atraída, ni linda, ni graciosa. Los chicos ni me miraban, en parte porque yo tampoco les prestaba atención. Aún así, mis tías y abuela siempre se preocupan en resaltar mi belleza. Soy petisa, con ojos grandes y negros, me tiño el pelo de colorado y generalmente me hago rodetes. Tengo las cejas bien anchas y dos lunares en el mentón. Soy rellenita, tengo los labios carnosos y unos lindos dientes para sonreír. Tengo una cola gordita pero normal, y ahora una buena porción de vello púbico cubriendo mi vagina, aunque a veces me lo razuro con una maquinita de afeitar, a escondidas de mi madre. Valeria me insistía para que me chape a los chicos que ella iba descartando. Pero cierta tarde le dejé en claro que no me gustaba que me presione, y que yo solita me ocuparía de elegir a los pibes con los que besuquearme.
En el verano había decidido pasar las vacaciones en la casa de mis abuelos. Mis padres viajaban a Brasil, porque, necesitaban una segunda luna de miel. Por conversaciones que escuché entre mi tía y mi madre, no estaban pasando por un buen momento de pareja, a pesar de que sexualmente mi padre era un toro salvaje. Esas fueron las palabras de mi madre para definirlo. En mi mente reaparecían con claridad sus siluetas meciéndose, la pija de mi padre encastrada en la cola de mi mami, sus gritos, sus respiraciones arremolinadas, y entonces debí esforzarme por no ponerme nerviosa. Mi padre me dijo que yo no viajaría con ellos por mi comportamiento, por haber repetido séptimo grado, y porque necesitaba incorporar mejor los contenidos escolares para no reincidir en mi equivocación. Ni me puse a llorar, ni protesté, ni lamenté no acompañarlos. Algo me decía que en lo de mis abuelos iba a estar bien.
La primer semana transcurrió sin novedades. Por las mañanas ayudaba a los abuelos, luego almorzábamos, más tarde ellos se regalaban una siesta mientras yo estudiaba en mi piecita provisoria, hasta que la abuela me llamaba a merendar. La piecita era un cuartucho lleno de cachivaches, cajas, bolsas con juguetes y ropas en desuso, una heladera vieja, una tele, y una pequeña ventana con el vidrio encintado. La abuela tendió un colchón para que yo duerma bajo las caricias de un ventilador ruidoso. Hacía mucho calor allí, y no había internet. Yo tenía la notebook para estudiar, y solo 4 videos que había logrado descargarme. Luego de la tercer noche, aquellos videos me resultaban aburridos, y, si bien me estimulaban para tocarme, necesitaba ver algo nuevo. ¡Me desesperaba la idea de no tener internet! Solo me animaba con el video de una chica lamiendo el pito de un perro pequeñito mientras se metía un consolador en la vulva y gemía sin exagerar.
Después de la merienda, el abuelo me llevaba a pasear por el pueblo en su auto del siglo pasado. Algunas veces la abuela se sumaba. Tomábamos un helado, caminábamos por la plaza, veíamos alguna vidriera, le dábamos de comer a unas palomas, y volvíamos a la casa. La cena siempre era alguna cosita liviana. Lo mejor, era que por la noche yo podía dormir en bombacha, o desnuda, y tocarme a mis anchas. Me chupaba los dedos, me apretaba las tetas, me frotaba toda en el colchón, me escupía las manos para acariciarme el cuerpo, y olía mi bombacha. No sé cómo descubrí que pegarme en la cola me excitaba de una forma que, mi vagina soltaba gotitas de flujo como avecitas en la sábana rotosa que la abuela tanto se esmeró en remendar. Lo bueno es que el ventilador ocultaba mis chirlos. La quinta noche tuve que correr al baño, desnuda como estaba y todo, tras advertir que si me seguía manoseando me haría pichí en el colchón. ¿Cómo podría explicarles a mis abuelo aquello? Aún así algunas gotitas cayeron en la sábana. Cuando volví las lamí, y regresé a darme placer, hasta que un sacudón me dejó mareada, vencida y extenuada. La abuela no se sorprendió al verme en bolas por la mañana cuando fue a despertarme para decirme que el desayuno me esperaba.
La sexta, séptima y octava noche fueron iguales. Con la salvedad que, en esta última me había hecho pis en el colchón. Cuando se lo dije a la abuela, ella pareció adoptar un tono apacible, sereno y despreocupado.
¡Tranquila Malena! ¡Seguro te hiciste pis porque extrañás a tus papis! ¡Es normal!, me decía estrellándome un ruidoso beso en la mejilla, antes de sentarse a la mesa a desayunar.
¡Mirá Elena! ¡Yo propongo que, como la nena se portó bien, y se la pasó estudiando para el cole, podríamos, comprarle algo que ella quiera! ¡No sé… viste que por ahí… acá se aburre! ¡No somos más que un par de viejos! ¿Qué te parece? ¿A vos, qué te gustaría tener Male?!, dijo mi abuelo luego de cerrar el periódico y disponerse a tomar un café. Mi abuela dijo que estaba de acuerdo, siempre que yo no les pida una locura.
¡Acordate que somos jubilados nena!, dijo la abu con una sonrisa amplia, poniéndose los anteojos. Mis sensaciones parecieron revolotearme al oído lo que quería más en el mundo. No sabía si reuniría el valor suficiente, o si ellos me complacerían, o si se opondrían, dado que mis padres nunca me habían dejado tener aquello.
¡Un perrito me encantaría!, dije con el corazón palpitante. Los dos se sorprendieron.
¿Un perrito? ¿No querés, una tele en tu pieza? ¿Un celular, bueno, no muy caro? ¿Salir con alguna de tus amiguitas? ¿Comprarte ropita nueva? ¡Bueno, aunque de todas formas, un par de bombachas te vamos a comprar, porque las que tenés ya no dan más mi cielo!, se agolpaban las voces de mis abuelos incrédulos.
¡No no, solo, me gustaría, tener un perrito! ¡Pero, bueno, si no se puede… no sé…, intenté manipularlos con mi mejor cara de pena.
¡No se diga más! ¡Si la nena quiere un perrito, le vamos a traer un perrito!, dijo mi abuelo, y siguió hojeando el periódico, mientras mis ilusiones comenzaban a prender antorchas de calentura en mi interior. La abuela sonrió con conformidad, y en breve levantó la mesa.
¡Bueno nena, ahora, a darse un bañito, que tenés olor a pis, y a estudiar! ¿Estamos?!, dijo la abuela.
¡Nosotros salimos! ¡Vamos a hacer unos mandaditos!, agregó el abuelo poniéndose una gorra para el sol. No tardaron en salir de la cocina y meterse en el auto.
No supe si darme una ducha primero, o atender a los latidos de mi vagina bajo mi shortcito. Como no tenía bombacha, todo me rozaba con facilidad, y me atontaba. No paraba de jadear, imaginando cómo sería el perrito que me traerían los abuelos. Tampoco sabía cuándo ocurriría aquello. Entonces, cuando llevé mi taza para lavarla, descubrí un cuenco con tres salchichas tibias. Al abuelo le gusta de vez en cuando comerse algunas a media mañana. No lo pensé. Ni sé cómo derrapé en tamaña locura. Solo tomé una del cuenco, me bajé el short, lamí la punta de la salchicha, me di unos golpecitos con ella en las tetas tras subirme la remera, y luego en la vagina. Eso me bastó para introducirla, deslizarla despacito y de pronto más fuerte, moverla y gemir como una tonta. Estaba parada con el culo apoyado en la mesada, metiendo y sacando una salchicha de mi concha, imaginándome que era el pito de un perro que me mostraba los dientes, y entonces corrí al baño. Sabía que después de acabarme, tal vez me meaba, y no quería dejar mis marcas en la cocina. Así que me saqué el short, entré en la ducha y seguí masturbándome con urgencia, hasta que me tambaleé en el resbaloso y mojado suelo cuando un aluvión me recorrió entera, puesto que ya había abierto el agua. Ni siquiera me detuve al sentir el impacto frío del agua en los hombros!
Una vez limpita, me interné en mi cuarto para estudiar. Luego, almorzamos como si nada, y en cuanto terminó el noticiero en la tele, el abuelo se levantó y se dirigió al patio. Abrió la puerta y, mis ojos se llenaron de lágrimas, agradecimientos y promesas de que sería la nena más buena del mundo. Dos perritos juguetones y saltarines movían sus colas, yendo y viniendo de un lado al otro, hasta echarse en mis pies. Se mordisqueaban, lloriqueaban alegres y volvían a correr por la cocina.
¡Huuuuuy, dos perritos! ¿Por qué dos abu? ¡Graaaaciaaaas! ¡Los quiero muchoooo!, les decía mientras les daba un beso a cada uno y los abrazaba.
¡Usted se lo merece m’hija! ¡Y, son dos porque, uno es regalo de la abuela, y el otro mío! ¡Eso sí! ¡Hablé con tu padre! ¡Los perritos sequedan acá! ¡Son tuyos, pero acá! ¡No quieren saber nada con que te los lleves a tu casa! ¡Así que, bueno, ahora, a pensarles un nombre!, decían mientras los dos cachorritos ahora reposaban arriba de mi falda. Eran pequeños, orejudos, uno blanquito y el otro negrito con algunas manchitas, y muuuuy juguetones. Las primeras cosquillitas no tardaron en hacerse presente, cuando ambas preciosuras me lamían los dedos y marcaban sus diminutos dientes afilados en ellos.
¡Bueno, no son de ninguna raza, pero son re cariñosos!, dijo el abuelo con ternura.
¡Eso sí Male! ¡Tenés que enseñarles a hacer sus necesidades en el patio, encargarte de darles agua y comida, y bueno, de jugar con ellos! ¡No podés abandonarlos!, observó la abuela con razón. Yo estuve de acuerdo con todo, y le juré que sería una buena madre para ellos.
¡Bueno, ahora, nosotros a dormir! ¡Y vos Male, a conocer a tus amigos! ¡Llevalos a la pieza por hoy si querés, pero desde esta noche, duermen afuera!, dijo el abuelo, como una sentencia. Al rato los abuelos dormían, y yo estaba híper nerviosa en la piecita con mis perritos. Al blanquito le puse Niño, y al negrito Trompo, ya que era por lejos el más inquieto de los dos. No me acosté en el colchón. No quería someterlos a mis chanchadas tan rápido. Además, no sabía cómo hacerlo. El corazón me imploraba contra los tímpanos, pero mi inexperiencia me anulaba. Me conformé con sentir sus lengüitas en mis dedos, sus dientes, con escuchar sus primeros ladriditos, y con tocarles los pitos. Niño siempre lo tenía mojado. Se ve que por la adrenalina se le escapaban gotas de pis. No me animé siquiera a dormir en bombacha ante ellos, cuando al fin repuse que tendría que dormir un poco, pues, no había estudiado mucho en la mañana. Niño y Trompo durmieron a mis pies. Ahí tuve otras cosquillas que me alentaron a jugar con ellos, y fue cuando alguno de los dos empezó a lamer mis pies descalzos. Yo estaba dormida, y nunca había tenido un mejor despertar. Pero de nuevo me nublé, y cuando quise acordar estaba merendando con la abuela.
Pasaron 4 días en los que renegué con los cachorros, porque hacían pis y caca por donde querían, le mordían los tobillos a la abuela que andaba de un lado al otro con las actividades de la casa, se subían a los sillones, rompían algún que otro cable con sus dientitos, y corrían el riesgo de ser pisados por el abuelo que ya no veía muy bien. Por suerte los abuelos no se ponían de malhumor. Además, yo respondía por mis hijitos, y a ellos, eso les enternecía. Pero entonces, una siesta especialmente calurosa, yo me había echado en el colchón pensando en descansar. Había estudiado mucho, y colaboré con el abuelo para cortar juntos el pasto del jardín. De repente Trompito se me subió encima y su lengua comenzó a lamer mi cara, nariz, boca y ojos. Me levanté de un salto, cerré la puerta de la piecita, me quedé en bombacha y llamé a Trompito para jugar con él. Deseaba sentir su lengua otra vez, y su alientito de cachorrito bebé. Lo aprisioné contra mi pecho, sintiendo como sus patitas me rasguñaban las tetas, le saqué la lengua para rozarle el hocico, y él solito sacó la suya. Apenas ambas lenguas se tocaron, le abrí la boca y comencé a besarlo, gimiendo como enamorada, entrechocando mis dientes con los suyos, y sin importarme que su baba me mojase la cara.
¡Así mi bebéeeé, sos hermosooo, besame asíiií chiquititoooo!, le decía como una tonta, abriendo y cerrando las piernas con violencia, soportando sus gruñidos y palpitando al mismo ritmo que su corazoncito. Parecía querer zafarse, pero no dejaba de lamer mi cara. No sé en qué momento había comenzado a penetrarme la vulva con los dedos, pero sí sabía que la tenía re mojada. Intenté hacer que Trompi me lamiera las tetas, y aunque solo logré que me muerda un pezón, eso bastó para sacudirme, gemir, apretarlo contra mi pecho, y para no evitar un chorro de pis, luego de retirar mis dedos pegoteados del interior de mi vagina. Recuerdo que se los hice oler a Trompito, y él no mostró ni el mínimo interés. Ahora debía enfrentar un nuevo bochorno, en cuanto la abuela Elena me venga a despertar para la merienda. Pero no podía pensar en eso. Había tenido un orgasmo tremendo!
Entonces, mientras yo tomaba unos mates con el abuelo, jugando como una nena normal con Niño, mi abuela surgió de la puerta de mi cuarto. Al parecer no se dio cuenta de mi accidente. Pero sí en la siguiente mañana. Es decir que por la noche dormí con la sábana meada, aunque en ausencia de mis perritos, porque el abu los había dejado en el patio. Sin embargo, volví a tocarme, oliendo mis inscripciones, frotándome como bien sabía que me enloquecía y rozándome el agujerito de la cola con un dedo. Quería sentir las lenguas de mis perros recorriéndome toda! Obviamente, otro chorro de pis me tomó por sorpresa mientras acababa, o tal vez unos segundos después. Por lo tanto, apenas la abu me despertó para desayunar, de inmediato me pidió que me vaya a bañar. Lo hice sin chistar, y ni bien terminé de vestirme preparé las cosas para el mate. Esa mañana íbamos a matear en el patio. Justamente allí, una vez que el abuelo y yo nos reíamos de unos chistes malísimos en el diario, los que él leía entusiasmado, la abuela irrumpió diciendo: ¿Y ahora? ¿Quién se hizo pichí en la cama Malena? ¿Niño? ¿trompito? ¿O la nena?!
Extrañamente no me sentí avergonzada, o disminuída, ni mucho menos humillada. El abuelo me miró con pena, y enseguida dijo, antes de que yo respondiera: ¿Qué pasó Male? ¿Te hiciste pis otra vez? ¡Bueno, si necesitás usar pañales, no hay problema! ¡Pero decinos, porque no tenemos tantas sábanas!
¿Qué decís viejo? ¡La Male ya es una grandulona para mearse encima! ¡Y mucho más para usar pañales!, retrucó la abuela con fastidio.
¡Bueno Elena, pero por ahí, está triste, o extraña! ¿Qué sabés? ¡No te olvides que repitió séptimo, y por ahí, eso le jode!, me defendió el abuelo, aunque yo no se lo había pedido.
¡Sí, me hice pis, pero, fue sin querer!, dije al fin, y me escuché como una nena embargada por un leve retraso mental. Pero después de eso, ninguno volvió a tocar el tema. De hecho, el abuelo siguió leyendo chistes, y la abuela se prendió, como si nada hubiese ocurrido.
A la siesta, me fui a la piecita después de lavar los platos. Me sentía rara, pues, andaba con una pollerita, remera y sin bombacha. Mi madre solo me había puesto 3 en el bolso, y todavía no se secaban gracias a la humedad reinante. Estaba segura de que el abuelo me mironeaba la cola. Pero no le daba importancia. También me pareció que me olfateó cuando le llevé el diario a la cama, antes de al fin encerrarme en mi espacio apretujado. Esa siesta, Trompito y Niño entraron porque, dejé la puerta del patio y la mía abiertas. Entonces, cuando escuché los ronquidos del abuelo me eché en el colchón, luego de cerrar la puerta, y me quité la remera para jugar con mis amores. Esa siesta me lamieron los pies, la cara y las manos. Yo les daba besos en la boca, les tocaba el pito y me palmoteaba la conchita. En cuestión de minutos tenía toda la pollera mojada de sudor, de flujos vaginales y de restos de baba de los perritos. Quise lamerle el pito a Niño, que lo tenía un poco más gordito que Trompo. Pero me asusté cuando pareció disgustarse. Recordé que a Niño le encantan las cosas dulces, y entonces advertí que tenía un poquito de flan en el cuenquito que me había llevado para terminar de comer. Ni lo pensé. Me lo derramé en las tetas y le indiqué a Niño que me las lama, poniéndolo sobre ellas. ¡Cómo podría definir todo lo que sentí en ese momento! El perrito comenzó a lamerme y a mordisquear mis pezones, los bordes de mis tetas y hasta mi barriga. Yo intensifiqué el ritmo de los dedos que me penetraban la conchita, y con la otra mano agarré a Trompito para besuquearle la boca. en ese momento me di cuenta que el chancho estaba haciendo pis al lado del colchón, en el espacio que quedaba entre una cajonera y el ventilador. Como lo manoteé de la pancita, el turrito me meó la mano, y eso me encendió aún más. le puse la mano meada en el hocico para retarlo, aunque en lugar de eso le decía: ¡Así Trompi, meate todo perrito hermoso!
Acto seguido me lamía esa mano, dedo por dedo, mientras Niño seguía comiéndose mis tetas, y Trompito ya no quería que le pase la lengua por la cara. Más bien, él prefería lengüetearme hasta los ojos. Yo me babeaba como si tuviera 5 meses, y estaba al borde de mearme otra vez. Para colmo, no había ido al baño en toda la mañana. Así que mi vejiga clamaba por liberar sus aguas menores. Pero esta vez no llegué a perjudicarme. Ni bien reconocí que un orgasmo fatal me aturdía, me hacía morder la almohada para ahogar un salvaje: ¡Asíii putitaaaaa!, y mis ojos volvían a abrirse con pesadumbre, aparté a mis hijitos y corrí al baño. De todas formas algunas gotas que no pude contener me ensuciaron la pollera.
A la hora de la merienda, el abuelo no hizo ningún esfuerzo por disimular que me olía. Mientras yo tomaba una taza de leche, él se agachaba para extraer del aire las brisas que se hacían entre mi pollera seca y olorosa y mis piernas, todavía sin bombacha. Pero no me molestaba.
Pasó una semana de juegos a escondidas con mis perritos, a solas en mi pieza, hasta la noche en que perdí la cabeza. Niño no había crecido ni un centímetro, pero Trompito sí que pegó un buen estirón. Es decir que, ahora su pito era más gordito y luminoso que antes. Una vez lo sorprendí haciendo pis en el pastito del jardín, y ni lo dudé. Puse la mano cuando sus últimas gotas perdían fuerza, y ni bien terminó, me pasé la mano por la conchita y el bóxer. Mi abuela determinó que tenía que usar bóxers femeninos, por si me hacía pis, para no pasparme. Me hacía sentir una boluda, pero usar esos bóxers me calentaba mucho más.
Esa noche, mi amor por Trompito fue cada vez más indestructible. Recordé que había visto a una mujer pasarse un trozo de carne cruda por la concha, y después llamaba a su perro para ofrecérsela. Tal vez ese era el secreto. Todas las veces que obligué a mis perritos a olerme la vagina, ninguno pareció interesarse demasiado. Aunque una vuelta Trompito me lamió la bombacha que yacía estirada entre mis piernas. Todo lo que debía hacer, era recoger un pedazo de carne de la heladera para imitar a esa mujer. Por lo tanto, esa noche me levanté con mucho cuidado, descalza y en bóxer, para abrir la heladera y agarrar un pedacito de cuadril. Entré a la pieza, y me friccioné la carne por las tetas y la concha. Después me subí el bóxer y llamé a los perros, casi en silencio, apenas chasqueando los dedos. Ellos acudieron rápido a mi llamado, y cerré la puerta en cuanto los atrapé en mi cuarto. Me tiré en el colchón, y ellos inmediatamente comenzaron a olerme. Niño metía su lengua por entre mis piernas, y Trompito lamía mis tetas. Yo ya empezaba a hervir de calentura. Me bajé el bóxer, y los dos empezaron a lamerme la vagina, mientras yo intentaba no gemir para no ahuyentarlos. Solo les decía: ¡Así chiquitos, chupen así, asíii, más, quiero máaaás, cómanse mi concha!
De repente le estaba manoteando el pito a Trompito para subirle y bajarle el cuero. Su pene engordaba lentamente, latía, y la bola que antecede a los testículos crecía con mayor urgencia. Además, esa especie de aguja parecía salirse de la funda que lo cubría. Le di unos lametones en la boca a Niño cuando éste se cansó de lamerme la vagina, y seguía delirando de los lengüetazos de Trompito, que parecía más ansioso cada vez. No sé cómo lo logré, ni si estaba consciente de algo. Creo que gemía fuerte, porque la abuela me golpeó la puerta para preguntarme si me pasaba algo. Por suerte, el escándalo del ventilador amortiguaba un poco tanto desastre. Le grité que sí, simulando hacerme la somnolienta, y la convencí para que vuelva a la cama. En eso estaba cuando, de alguna forma, boca arriba y desnuda, colocaba de a poquito el pene caliente de Trompito en la entrada de mi vagina. Solo pudo durar unos segundos. Ni siquiera me bombeó como se lo hacía aquel perro gigante a la señora del jardín que vi en un video. Pero yo me estremecí como una loca. Niño seguía lamiendo mis tetas, y eso le sumaba unas insoportables descargas a mis músculos. Sin embargo, Trompo se bajó de mi cuerpo con un ladrido que no me atemorizó, y se sentó a mi lado para chuparse el pito. Parecía que se lavaba como hacen todos los perros. Pero en realidad, tenía toda la pinta de que necesitaba deshacerse de la lechita que le agrandaban los huevitos. Por eso, yo me hinqué a su lado, poniéndome casi en cuatro patas sobre el colchón, y acerqué mi cara para verlo más de cerca. Su olor animal y el ruidito de su lengua en su pito me enloqueció. Por eso, le pasé la lengua por el pito, le escupí la cara y la pancita para que confíe en que yo solo buscaba colaborar con él, y en cuanto su boca soltó la puntita de su pito, mi boca la atrapó. Tenía un sabor extraño, no muy rico. Pero con la calentura que tenía, empecé a chupárselo todo. Trompito jadeaba cada vez más acelerado, su bola aumentaba tamaño y temperatura, su exceso de baba le goteaba y mi boca se llenaba cada vez más con su líquido preseminal.
¡Qué linda pija tiene mi Trompi! ¡Sos mi bebito meón, mi perrito divino, y con mucha lechita en esos huevitos para la Male!, le decía, justo antes de que se levantara con brusquedad. Pensé que me iba a morder o algo así. Pero solo se puso a frotar la pija en el colchón, mientras Niño mordisqueaba mi bóxer. Seguro le quedaba olor a carne. Lo cierto es que yo me pajeaba como una perrita, en cuatro patas, viendo cómo Trompito descargaba un manantial de semen en mi colchón, a donde por suerte no estaba la almohada. La abuela me mataba si algo le pasaba, ya que es un recuerdo de Bolivia muy importante. Al rato me hice pis lamiendo el enchastre que Trompito hizo en el colchón, pegándome en la cola, penetrándome la vagina, oliendo mi bóxer rasguñado, y cada tanto comiéndole la boca a Niño.
La mañana siguiente la abuela volvió a retarme, aunque esta vez con mayor seriedad.
¡Te re measte Malena! ¡Esto no puede ser! ¡Sos grande che! ¡Carajo!, me rezongaba mientras rejuntaba las sábanas para meterlas luego en el lavarropas. Esta vez mi abuelo no intercedió. Mi castigo fue que, desde entonces, Trompito y Niño solo estarían en el patio, y no podían siquiera compartir la siesta conmigo.
Solo faltaban dos días para que mis padres vuelvan de sus vacaciones y me lleven a casa, donde todo sería más aburrido. Allí no podía simular que estudiaba. Debía hacerlo de verdad. Mi madre me tomaba lección todas las noches.
El viaje de vuelta con mis viejos a casa, sin regalos importantes para mí, fue el destape de todas mis angustias. Ellos estaban felices, más tostados, cariñosos entre sí. Yo, no entendía qué me pasaba. Empecé a llorar desde que me subí al auto. Ya extrañaba a mis perritos. Quería que Niño me chupe las tetas, y que Trompito me deje pajearle ese pito hermoso. Necesitaba sus lenguas en mi vagina. Pero no podía decirles eso a mis padres cuando me cuestionaban acerca de mi comportamiento.
¡Hija, es verdad lo que dice tu abuela, que te hiciste pis al menos 7 noches?!, me pinchaba mi padre.
¿Qué pasa Malena? ¡Estás hecha una maricona! ¡No paraste de llorar desde que salimos! ¿Te measte porque, volvieron las pesadillas?!, agregó mi madre con un tono más duro y decidido.
¿O será, que nos extrañaste mi cielo?!, dijo mi padre con dulzura. Sin embargo, él fue quien me hizo estallar.
¡Baaastaaaa! ¡Los odio a los dos! ¡Síii, me hago pis encima! ¡Me encanta mearme y tocarme la concha! ¡Y todo desde que los vi cogiendo! ¡Te vi pa, cómo le metías la pija en la cola a mami! ¡Y no soy ninguna mariconaaa!, les grité, sabiendo que me ligaría un flor de sopapo. Pero este nunca llegó. Mi viejo detuvo el auto porque habíamos llegado a casa. Los dos se miraron con apremio.
¿Es verdad? ¿Es cierto que viste, digo, que nos viste… y… cuando fue?!, intentaban preguntarme desconcertados.
¡A ver, mejor bajamos, y lo charlamos adentro!, dijo mi madre con los ojos hinchados. Sin embargo, no hubo ninguna charla. Directamente se decidió que yo tenía que asistir a una psicóloga para adolescentes con problemas. Creo que recién ahí me di cuenta que me había meado en el auto, a lo mejor por la rabia, o por la calentura que sentí al confesarles eso, o por echar de menos a mis perritos.
¡Ya está decidido Malena! ¡Y lo de tus perritos, quedarán en la casa de tus abuelos! No insistas más con traerlos! ¡Además, no estás en condiciones de exigirnos nada!, tronó mi padre, cuando yo renegué por la psicóloga, y por la negativa de no poder traer a casa a mis amores.
¡Malena, antes de ir a tu cuarto a mariconear contestame una cosa! ¿Eras vos la que veías porquerías en la compu? ¡Decime la verdad!, me cuestionó mi padre. Yo alcancé a balbucear un tibio sí, y entonces, mi madre me prohibió la notebook. Al menos hasta mi primer consulta con la psicóloga, repuso después de escucharme subir las escaleras con toda la rabia que podía reunir.
Esa noche y varias otras me hice pis en la cama, feliz de al menos contar con mis manos para masturbarme como se me diera la gana. No me importaba ir al colegio con olor a pis, o que mi madre me reprendiera a cachetadas cuando se encontraba con mis huellas, ni que amenazara con llevarme a un especialista. Ella no podía imaginarse que, la mañana que me hizo fregar la cara por mis sábanas meadas, mi corazón palpitó como nunca, y que enseguida me encerré en el baño a masturbarme. Con la psicóloga todo estaba bien. Aunque nadie notaba que me estuviese ayudando, o que mis problemas al menos no sean tan inmorales. Me costaba concentrarme en el colegio, y por desgracia, durante casi todo ese año no fui a lo de mis abuelos. Soñaba con Niño y Trompito, y me despertaba llorando. Ese año volví a repetir séptimo, y la directora pidió una reunión con mis padres. El establecimiento no aceptaba a chicos que repitan más de una vez. De modo que hubo que buscarme un nuevo colegio. A mí la verdad, todo eso ni me afectaba.
Sin embargo, allí conocí a Soledad. En realidad, la conocí unos días antes del inicio de clases. Mis padres me habían llevado a la plaza para tomar un helado. Al fin se compadecían de mi encierro. De repente me dejaron en una hamaca para ir a comprar gaseosas, cuando un perro enorme apareció. Casi no había niños, y creo que por eso me bajé de la hamaca y le acaricié la cabeza. Era re mansito, y en sus ojos solo había bondad. Cuando me lamió la mano, sentí que la vagina comenzaba a latir bajo mi bombachita. Pero peor fue cuando el perro empezó a darme cabezazos, a hociquearme la entrepierna y el culo. Pensé que me iba a desmayar porque, durante un momento su nariz permaneció entre mis piernas. Entonces, una chica gordita, con la cara llena de helado, con granos en la frente y una cabellera larga se paró a mi lado. Al principio no habló. Solo me miraba. Supuse que era la dueña del perro. Estaba por preguntárselo, cuando ella me dijo por lo bajo: ¿Te gusta que te huela el culo? ¿Te gusta que un perro te pase la lengua por la conchita?
Me estremecí, pero no supe qué contestarle. No me sentí intimidada, ni quise pegarle, ni la miré mal. Por el contrario, algo de ella me seducía, y no lo podía asimilar. Hasta su olor a sucia me parecía atractivo. Sin embargo ella agregó: ¡No me tengas miedo! ¡A mí también me gusta! ¡Nadie me entiende, pero…,
La frase quedó inconclusa, porque mis viejos aparecieron tras de mí. Ni siquiera me percaté de que el perro había desaparecido.
¡Chau!, alcancé a decirle a esa chica. No podía ser que me haya imaginado esas palabras, ni a ese perro, ni lo que me hizo. Esa noche me toqué pensando en eso, y en la chica. Pero mi vida seguía siendo la misma monótona porquería.
A los días, cuando me senté en mi nuevo salón de clases, no tuve dudas de lo que tenía a mi derecha, aunque suponía que solo era un reflejo de mi estúpida imaginación. Entonces, antes que mis palabras armasen una oración para hablarle, la chica que había visto en la plaza me dijo bajito: ¡Hola! ¡Soy Soledad! ¿Te acordás de mí?
¡Sí, sí, claro! ¡Vos… Estabas en la plaza!, dije torpemente.
¿Cómo te llamás?!, se apresuró a cortarme.
¡Malena, y, bueno, soy nueva en esta escuela!, le informé.
¡Bueno Male, tenés olor a pichí! ¿Sabías? ¿Estuviste jugando con tu perrito a la noche? ¡Y no me mientas, conchita sucia!, me largó con la voz más empequeñecida y morbosa que alguna vez se hizo eco en mis oídos.
¡Nada que ver nena! ¡No tengo perros en mi casa! ¡En realidad tengo dos, pero viven en lo de mis abuelos! ¡Mis viejos odian las mascotas!, le dije, mientras la profe de sociales nos hacía callar para tomar asistencia. Me sentí ridícula. Pensé que nadie notaría que andaba con la bombacha mojada. Es que, antes de vestirme y desayunar para luego ir al cole, me toqué la conchita medio a las apuradas, mientras me lavaba los dientes en el baño, y cuando acabé me desligué de los cinco largos días que había pasado sin masturbarme. ¡Posta, no aguantaba más! Pero Soledad no pareció convencida con mi exposición.
¡Te juro que mataría por tener un perro en mi casa!, le escribí en una hoja, pues, la profesora amenazó con tomarnos un examen si no nos callábamos.
Ella lo leyó, y en el renglón siguiente anotó: ¿Posta? ¿Y no te da miedo que un perro te culee?
Releí varias veces esa frase, al tiempo que la vieja amargada escribía en el pizarrón una lista de países y capitales para que nosotros las asociemos. Otra vez un calor abrazador se apoderó de mi vagina. Le di un golpecito a su pierna con mi rodilla para que lea lo que le escribí.
¡No, nunca hice nada! ¡Y no me da miedo! ¡Pero, ¿Vos decís que un perro te meta su pito en la cola, o en la vagina?!
Ella lo leyó, y ante mis ojos desorbitados lamió la hoja con sensualidad. Ninguna de las dos se dirigió a la otra. Hasta que sonó el timbre que nos conduciría al recreo.
¡Mañana, si querés vení a mi casa! ¡Yo tengo un perro, y está bien amaestrado! ¡No sabés cómo me chupa la concha!, me dijo mientras guardaba su lapicera y cerraba la carpeta.
¡Acompañame al baño que me meo! ¿Vos? ¿No te meás?!, agregó, un poco tironeándome de la mano.
¡Dale, entrá conmigo Male! ¡Y pensalo! ¡Quiero que aprendas a gozar con mi perro! ¡No te lo vas a olvidar en tu vida!, me decía bajándose la bombacha, a punto de sentarse en el inodoro.  Fin

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