La tarde no podía
ser más normal, cotidiana y aburrida. Tenía que entregar unas impresiones a una
familia. Se trataba de unas invitaciones para un cumpleaños de 15. Si hubiese
sido por la señora que me encargó el trabajo, ella en persona pasaba por mi
casa a buscarlas. Pero como necesitaba la plata con cierta urgencia, decidí
pasar y dejárselas, antes de ir a la casa de una amiga.
Eran las tres de
la tarde. No estaba interesada en demorarme mucho tiempo. Pero me puse a mirar
unos zapatos en la vidriera de una galería, después unos celulares, y al final
unos perfumes. Tenía que regalarle algo a mi madre, ya que se avecinaba su
cumpleaños.
Cuando finalmente
caigo en la cuenta que estaba demorándome demasiado, abandono la galería y sigo
caminando, pensando en lo que prepararía para la cena, y en un montón de temas
por resolver en casa. Apuro el paso. Me inquieta el silencio, apenas roto por
alguna moto, el motor de un auto, o alguna hoja seca que pisara al pasar. El
calor me nublaba un poco la vista, y tenía sed. El sol me quemaba los hombros
al descubierto, y las cuadras empezaban a parecerme interminables. Recuerdo que
tropecé con una rama gruesa, y que no me caí de casualidad. Pero tuve que
agacharme a recoger el paquete con las impresiones, que resbaló de mis manos. Cruzo
una calle, luego otra, y entonces, me detengo en una esquina. Un pibe me
pregunta la hora desde la otra vereda, y en el momento que miro la pantalla de
mi celular, tres cuerpos surgen de la nada ante mí. Todo fue tan rápido, que
apenas puedo recordarlo todo. Los tres estaban encapuchados. El pibe que me
había preguntado desapareció de la faz de la tierra. Aunque de todos modos, en
ese momento no pensé en él.
Me encerraron en
una especie de ronda. Sentí manos en mis piernas, y otra mano con olor a
cigarrillo cerrarse contra mi boca y nariz.
¡Quietita flaca,
y no grites!, dijo una voz grave.
¡Dale Tato, vamos
al auto, y que no se te escape!, agregó otra voz, está más aguda, aunque tan
parca y siniestra como la anterior.
¡Más te vale que
te portes bien pendeja de mierda!, se precipitó la última de las voces, cuando
entre los tres tironeaban de mi cuerpo vencido por el terror. No podía
ofrecerles mucha resistencia. Me ganaban en número, en esfuerzos y lucidez. El
cerebro se me paralizó, al punto que no pude gritar, aún cuando el que me
tapaba la boca me dio una tregua.
Alguien me puso
una venda en los ojos. Ignoro si fue el mismo que me pellizcó la cola y me
manoseó las tetas. De repente, entre dos me alzaron para meterme adentro de un
auto, sin ninguna delicadeza. Me golpearon la cabeza contra el techo, me
pegaron una cachetada cuando les dije que eran unos negros de mierda, y uno de
ellos casi me hace vomitar al meterme sus dedos en la boca, como si quisiera
llegar hasta mi garganta. Entonces, el tercer individuo entró al auto y
arrancó. No tenía idea del camino que había tomado. Para mí dio muchas vueltas.
Tal vez, ni siquiera estábamos tan lejos del centro de la ciudad, y de la
esquina en la que me interceptaron. Pero el auto se sacudía, recobraba
velocidad, doblaba y volvía a doblar como enloquecido, y mis dos acompañantes
me presionaban las muñecas para que no grite. Sentí algo frío contra el cuello.
Supuse que era un cuchillo, o algo afilado cuando uno de ellos me dijo:
¡Calladita, o te desfiguro la carita guacha!
Temblaba con el
corazón golpeando en mis sienes. Se me llenaba la boca de saliva, y por
momentos se me secaba. Sabía que uno de ellos revisaba mi bolsito, y que el
otro tenía mi billetera. No tenía dinero, y no estaba segura que eso pudiera
salvarme. Mi padre siempre decía que había que llevar algunas chirolas para
darle a los chorros, y ahora le daba la razón.
¿Vos te llamás
Florencia?!, me gritó al oído el que tenía a mi derecha, mientras me daba
vuelta la cara sujetándome del pelo.
¡Síii, síii!
¡Pero no me hagas nada… Por favor!, llegué a balbucear.
¡Mirá vos! ¡La
pendeja tenía lengua! ¿Y a dónde ibas?!, me preguntó la voz de la conductora.
Deduje que era una mujer por su voz, y porque además en un momento se puso
perfume. Escuché un aerosol, y luego una fragancia dulcísima me quemó la nariz
al respirar.
¡A lo de una
amiga!, dije con frialdad. El de mi izquierda escupió por la ventana, y volvió
a subir el vidrio. El auto seguía a la carrera de vaya a saber qué, mientras el
estómago se me contraía del pánico. Hasta que de repente, una frenada brusca y
temeraria me anunció, antes que la voz de la mujer, que habíamos llegado. No
tenía noción de la hora, y sabía que no se me permitiría preguntarles.
¡Bajala vos Paco!
¡Pero vos no te despegues de la piba!, dijo la mujer, luego de descender del
auto y dar un portazo. El tal Paco me tironeó de los brazos. Me bajó como si
fuese una bolsa de papas. Ni siquiera me dejó ponerme en pie. Mis rodillas
golpearon el suelo ni bien caí del auto, y luego su amigo me levantó de los
pies. Por lo tanto, enseguida entramos a un lugar con un eco insoportable. Los
dos me llevaban en forma horizontal, como si estuviese acostada en el aire,
boca arriba. Uno de los pies, y el otro de los brazos. Mi cabeza se suspendía
en el encierro de aquel ambiente desconocido para mis ojos. Hasta que de
pronto, sin previo aviso, me dejaron caer al suelo.
¡Levantate
pendeja!, dijo la voz femenina. Mis manos tocaron la superficie, y entonces
descubrí que el piso era de tierra. Había olor a encierro, a humedad, a
cigarrillo y a pólvora. Necesitaba alertar a mis sentidos de cualquier cosa que
pudiera encontrar. No sabía cómo iba a librarme de estos hijos de puta, ni si
al fin lo lograría.
¿Por qué a mí?
¿Qué les hice yo a ustedes? ¡Quiero que me dejen salir!, les supliqué
sollozando, intentando ponerme de pie.
¡Dale boludita,
parate!, tronó de nuevo la voz de la mujer, mientras tal vez ella, o alguno de
los otros, me daba una patada en la pierna derecha. Primero me senté, y en
cuanto apoyé las manos abiertas en el suelo tomé impulso para mantenerme en
pie.
¡Muuuy bieeeen
chiquitaaa! ¡Estás aprendiendo a portarte bien!, dijo el de la voz grave. De
repente alguien acercó una silla, y la mujer me pidió de malos modos que me
siente. Lo hice, aunque instintivamente mis manos armaban dos puños llenos de
furia, dispuestos a combatir. Pero el de la voz grave me acarició las piernas,
me quitó los zapatos y los revoleó bastante lejos de donde estábamos. Eso me
hizo pensar que el lugar debía ser amplio, además de alto y descuidado.
Sentí las manos
de ese hombre acariciarme los pies, abrirme los dedos y expresar cosas que no
entendía. Entretanto Paco ataba mis muñecas al respaldo oxidado de la silla que
me refugiaba. Lo supe porque mi tacto se lo informó a mi instinto de
supervivencia.
¡Dejá de llorar
maricona! ¡No te vamos a violar, siempre y cuando hagas lo que te decimos!,
decía Paco, mientras amarraba los nudos de unos cordones a mis muñecas, y me
secaba las lágrimas que transgredían la venda que conservaba en los ojos con su
propia mano.
¡Levantá los pies
pendeja!, me gritó la voz femenina, que se nos había alejado un poco. Como no
le hice caso, Paco me apretó la nariz diciéndome: ¿No escuchás boludita? ¡Hacele
caso a la Yani!
Apenas los
levanté, el hombre de la voz grave se puso a oler mis pies. Sostuvo un momento
mis tobillos en sus manos, mientras que con sus dientes me arrancaba las medias
finas color piel que llevaba. Entonces, luego sentí un millón de escalofríos
atravesarme hasta las entrañas. Una lengua caliente empezaba a lamer mis dedos,
mis talones y plantas. Una barba tupida me hacía cosquillas, y pronto la
humedad de su saliva me inundaba los pies. Me los chupaba y mordía. Escabullía
su lengua entre mis dedos y les hablaba, siempre de formas que yo no
comprendía, como si estuviese rezando en una lengua diferente, pero sugerente.
¿Querés agua
pendeja?!, me dijo la Yani, que se había acercado lentamente a nosotros. Paco
ya no me tocaba, pero no se nos apartaba ni por un segundo. Escuchaba su
respiración, y tal vez algo más. No sé si yo me lo imaginaba. Pero, al menos,
el ruido que hacía se asemejaba al de un hombre haciéndose una paja lenta,
prodigiosa y sin privaciones.
¡Te pregunté si
querés agua, pendeja culo sucio!, volvió a insistir Yanina, al mismo tiempo que
me pegaba en la cara con un trapo mojado que olía a querosén.
¡Síii, si
quiero!, le dije, y mi voz se oyó como la de una nena asustada. Ella me
enderezó la cabeza y me hizo beber agua helada de un recipiente, que parecía
ser una botella cortada. Después de eso, y mientras el barbudo seguía
lamiéndome los pies, Paco eligió mi mano derecha para desatarla del respaldo de
la silla, y Yanina me pidió que se la extienda. Ella me la apretó con sus dedos
curtidos, y luego me la besó. No conforme con eso, se puso a lamer uno a uno
mis dedos.
¡Dale Tato!
¿Hasta cuándo le vas a chupar las patas? ¡Que te la toque, vamos!, dijo Yanina,
aún con algunos de mis dedos en su boca.
¿Tenés novio
Flopy? ¿Te coge bien? ¿Te gusta coger pendeja? ¡Dame la otra mano!, me ordenó.
No tenía el valor de responderle nada, y eso tampoco era una buena decisión.
Pero Paco aflojó mi otra mano de los cordones.
¡Contestale a la
chica guacha!, dijo Tato, luego de morderme uno de los dedos del pie. Me dolió,
pero reprimí cualquier grito. Yanina tuvo que agarrarme la otra mano, ya que no
colaboré con su pedido. Me la besó, lamió y llenó de su saliva, como había
hecho con la otra, y entonces, en cuanto mi cabeza comenzaba a volar confundida
por el placer que Tato le ofrendaba a mis pies, sentí un fuerte ardor en una de
mis mejillas. Paco me había acercado un cigarrillo encendido, y según Yanina,
que se reía cínicamente, fue un accidente.
¿Alguna vez le
hiciste la paja a un macho pendeja? ¡Dale, ahí la tenés! ¡Pajeala bien a esa
pija!, me dijo, luego de apretar una de mis manos al tronco erecto de Paco. Mi
otra mano volvió a estar atada al respaldo de la silla. Al mismo tiempo, mis
pies ahora se fregaban contra algo caliente, cilíndrico y carnoso. Y de repente
lo entendí todo.
¡Dale nena,
pajeale la verga al Tato con esos pies! ¡Tocale los huevos, patealo si querés!
¡Y hacele la pajita a Paco! ¿Te gusta cómo se le pone dura la pija? ¡Ustedes
son todas iguales! ¡Se hacen las santitas, y después les re cabe que se las
garchen los negros de la villa!, decía Yanina, peligrosamente lejos de mí. Por
alguna razón le temía menos cuando la tenía cerca. La pija de Paco se ponía
cada vez más dura, y mis dedos empezaban a disfrutar de su textura. No lo
deseaba. Pero, para colmo, las plantas de mis pies abrigaban otro pedazo de
verga, gracias a la habilidad de Tato que me los había babeado. Y entonces,
Yanina caminó lentamente hacia mí. Cortó un par de llamados que alguien le hizo
al celu, haciendo que se esfume mi esperanza de salvarme.
¡Abrí la boca
nenita, y sacá la lengua!, me dijo ni bien apoyó una de sus manos en mi
abdomen. Como no le hice caso, primero me dio una cachetada, y después me puso
algo frío en la frente.
¿Vos querés que
te tajee la cara boluda? ¿Tu mamá no te enseñó a hacer caso? ¡Abrí la trucha
pendeja!, me decía mientras procedía. En ese momento Paco volvió a juntar mis
manos al respaldo, y Tato me abría las piernas, sosteniéndome de los tobillos,
siempre a la altura de la silla. Apenas abrí la boca y saqué la lengua, Yanina
acercó su cara a mi rostro cegado. Primero recorrió la circunferencia de mis
labios con la punta de su lengua. Después me lamió la nariz, y envolvió mi
lengua entre sus labios. Tenía aliento a pucho, demasiada saliva y una leve
agitación en la forma de respirar. Toqué sus dientes, y me dio impresión. Pero
a pesar de todo, algo me había estimulado con extrañeza, porque, si bien no
quería corresponderle, mi cuerpo quería dejarse llevar.
¡Aaaaah! ¿Te
gusta pendejita? ¡Sos una trola! ¡No sabía que te pintaba la argolla!, me dijo
Yanina, luego de morderme un labio con fuerza. Me hizo doler, y a causa de eso
volví a estremecerme. Para colmo, supongo que Tato me pegaba en una pierna con
su pija dura, luego de largar mis pies al suelo de un solo arrebato.
¡Nada que ver!
¡Yo, a mí no, no sé qué carajo querés!, conseguí expresarle, inconsciente de mi
suerte, pero confundida. Yanina caminaba hacia donde su voz retumbaba con mayor
lejanía. Pero no tardó en regresar.
¡Tomá Paco!
¡Rompele la remerita! ¡Tengo ganas de mirarle las tetitas a esta cheta culo
cagado!, dijo la mujer mientras me acariciaba la cara con una mano. Entonces,
el hombre se me tiró prácticamente encima. No podía ver lo que hacía. Pero los
sonidos eran inconfundibles. Me cortó las tiritas de la musculosa que traía con
una tijera, y después cortó la parte del pecho para dejarme en corpiño.
¡Che Negra! ¿No
da para culearla un ratito? ¡Tengo la verga que se me va a explotar!, dijo
Tato, mientras el otro me palpaba las gomas con una mano y me desprendía el
corpiño con la otra. Era realmente hábil, ya que se abrochaba desde atrás, y yo
permanecía atada. De repente los tres me rodearon. Yanina les repartía
tremendos chupones en la boca o el cuello, por lo que podía deducir, mientras
los tres me toqueteaban las tetas y la panza.
Tato: ¡Terribles
gomas tenés zorrita!
Paco: ¡Cómo debe
mamar pijas esta boquita!
Yanina: ¿Se la
imaginan en cuatro patitas, reventándole el orto?
Tato: ¿Te re
tragás la lechita vos, guachita careta! ¡seguro te re cabe sacarte fotitos en
bolas, y calentar a los pendejos por whatsapp!
Paco: ¿Salís al
boliche mamita? ¡Cómo te dejaría toda preñadita, con esa carita de puta que
tenés!
Yanina: ¡Y no
saben cómo se entregaba la guacha cuando le comí la boca!
Todo eso, y un
montón de disparates más comenzaron a salir de sus bocas, mientras me abrían
las piernas, me lamían la cara, me revolvían el pelo, me olían toda y me
pellizcaban los pezones. Paco me desató las manos, y me hizo tocarle una teta a
Yanina. Entonces supe que al menos tenía el torso desnudo.
¿Te gusta la teta
de nuestra amiguita putona?!, me preguntó al oído.
¡Dale guacha,
chupale una teta, que si te portás bien, te vuelvo a chupar las patas! ¿Te puso
loquita eso, no?!, agregó, y entonces, Yanina se derrumbó sobre mí para ponerme
sus tetas en la cara. No tuve otra opción que empezar a lamerle los pezones, a
mordérselos como me lo suplicaba y a soportar cualquier rasguño que me
propiciara si dejaba de hacerlo. Tato nos sostenía para que ninguna de las dos
se caiga de la silla. Es que, por lo que podía comprender, Paco había empezado
a darle murra a Yanina. No sé si por la concha o por el culo. Pero lo claro es
que le daba duro, mientras yo me esforzaba por chuparle las tetas. Las tenía
calientes, transpiradas, con olor a cierto descuido, y en uno de sus pezones
tenía algunos vellos. Pero por lo demás, no eran grandes como me las había
imaginado. Aunque sus pezones se erectaban cada vez más. Nunca llegué siquiera
a fantasear con una chica. Sin embargo, claramente esa situación me hacía
sentir una humillación tan peligrosa como memorable. Pero yo no debía
claudicar, aunque me costara resistirme.
¡Chupame zorra,
mamame las tetas, y te dejamos ir! ¡Cómo te gusta reventadita! ¡Y vos metela
toda, garchame más hijo de puta!, gritaba Yanina. Eso me hizo dar cuenta que la
calle estaba lejos de nosotros. No se oían autos, ni gente, ni ladridos de
perros. Para colmo, Tato me fregaba la pija contra una de mis piernas. Me había
subido la pollerita hasta un poco más arriba de las rodillas.
No sé por qué
Yanina se detuvo en seco. A Paco no le gustó ni medio. Pero ella lo carajeó, me
dio una cachetada, supongo que para seguir sembrándome temores, y me mordió las
tetas por encima del corpiño.
¿Todavía tenés
olor a pito en la zorra, pendeja?!, me dijo al oído, lamiéndome la oreja como
si fuera un perro.
¡Decime la
verdad! ¿Anoche cogiste? ¿Tenés la tanga manchada con leche? ¿Te lavaste la
concha?!, continuaba, sin privarle pellizcos a mis piernas.
¡No sé de qué me
hablás! ¡Aparte, eso no te interesa!, le dije con un cagazo insoportable, pero
con algo de valentía. Yanina se levantó diciendo: ¡Parece que te olvidás que te
tenemos guardada pendeja, y que si yo quiero, mis amigos te pegan una flor de
garchada, y terminás violada, tirada en un campito!
Eso me congeló la
sangre. No le repliqué. Solo me limité a abrir las piernas cuando ella me lo
pidió, acomodándose entre ellas, supongo que sentándose en el suelo. Cuando una de sus manos palpó mi vulva sobre
mi bombacha, tuve un espasmo que irradiaba pánico, incertidumbre, y para mi
pesar, una calentura desconocida para mis entrañas. Solo la apretó con sus
dedos, apoyó su palma y deslizó suavemente sus uñas a lo largo de mi canal.
Entonces se puso de pie.
¡A que no saben!
¡La nenita tiene la bombachita mojada! ¡Tan chetita y turra que parecía! ¡Usa
calzones con puntillitas, porque se hace la buenita con papá y mamá!, dijo
Yanina a sus amigos, y luego los tres estallaron en risas cargadas de maléficos
presagios.
¡parate guacha, y
subite la pollera con las manos!, me ordenó la mujer. No lo pensé dos veces. Ni
bien estuve de pie, sosteniéndome la pollera, todavía ciega, y sabiendo que los
tres me miraban el culo y la concha apenas protegidos por mi bombacha, los oí
caminar hacia mí.
¡Tato, agachate y
olela! ¡Pero no la toques!, le pidió Yanina, que me acariciaba los hombros. Sus
manos parecían callosas y arruinadas. Paco obedeció con una lealtad admirable.
Enseguida husmeaba entre mis piernas como un desquiciado.
¿A qué huele?!,
preguntó la mujer, que ahora me daba tiernos besos en el cuello.
¡A nada! ¡Bue, a
conchita!, dijo algo aturdido el hombre.
¿Cogiste ayer
bebé? ¿Anduviste saltando arriba de una pija hermosa, bien gordita y cabezona?
¿le sacaste la leche con la concha, o con la boca? ¡Contestame putita, o te
rajo el estómago de un puntazo!, me exigió Yanina, cada vez más convencida de
sus certezas. No entendía por qué me preguntaba eso, y cómo sabía que el día
anterior me había cogido a un flaco. Eso me intrigaba un poco. Pero no podía
conectar lo que me estaba pasando con ese idiota.
¡Síii, ayer me
cogí a un tipo! ¡Pero eso es asunto mío!, le dije, cuando ella me pasaba la
lengua por los labios, mientras le hablaba.
¿Sabés que sos
muy sexy cuando hablás?!, me dijo, ahora lamiéndome las tetas. En ese momento
alguno de los dos me manoseaba el culo, metiéndome dedos en la zanjita por
encima de la bombacha, y el otro fregaba su cara en mi vagina, además de
babearme las piernas al besuqueármelas. Como no reconocí su barba, supuse que
Tato era el que también aprovechó a nalguearme con fuerza.
¡Ta bien nene!
¡Hay que cagarla a palos a esta sucia!, dijo Yanina, luego del décimo azote que
ese despiadado me estrelló en el culo.
¡Basta chicos!
¿No quieren verla bailar? ¡Vamos, sacate la bombacha, puta de mierda!, gritoneó
Yanina al separarse de mí. Inmediatamente me dejaron sola.
¡Dale tarada,
sacate la bombacha, subite la pollera, y mové el culo!, reiteró, al ver que no
me movía. No sabía ni dónde estaba parada. Todavía no veía un cuerno, y la
cabeza me daba vueltas.
¡Andá y ayudala
Tato!, sugirió Paco, y enseguida mi cuerpo se apoyaba en el brazo de tato,
mientras yo me bajaba la bombacha.
¡Pero no te la
saques rápido nena! ¡Andá bajándotela despacito!, me pidió Yanina, extrañamente
ahora con la voz menos agresiva. Una vez que al fin mi bombacha tocó mis
tobillos, Tato se agachó para recogerla, y se la dio a Yanina. Lo supe porque
no tardó en exponerme.
¡Faaaa, re
mojadita la tenías nena! ¿Te calientan mis amigos? ¿Querés pija putarraca?
¿Querés petear, culear, o que te aten a la cama? ¡Dale, bailá pibita! ¡Vamos
chicos! ¡Palmas, palmas, palmas, pa que la guacha nos mueva la cotorra! ¡mueva,
mueva, mueva la burra, mueva, mueva, mueva las gomas!, decía, al tiempo que los
tres aplaudían al ritmo del cántico de Yanina.
¡Más abajo bebé!
¡Mueva el culo chiquita! ¡Dale perrita! ¡Mueva, mueva, mueva la burra!
¡Eeeesooo, mirala cómo baila, mirá cómo se agacha! ¡Sos re putona nena!, decían
un poco entre todos. Yo no era consciente de mis movimientos. Sé que me
balanceaba, arqueaba las caderas, movía la cola, me sostenía la pollera para
mostrarle vaya a saber qué, porque no tengo mucha cola, giraba la cintura y
revoleaba las mechas. Ellos parecían complacidos. Tuve la sensación de que
alguien podía sacar alguna fota, y esa idea me aterró. Pero no debía parar, si
quería volver a casa. No quería ponerme las cosas más difíciles.
De repente,
mientras seguía bailando al compás de las palmas de Yanina y Paco, siento la
tupida barba de paco junto a mi nuca, y su pija durísima contra mi cola.
¡Dale bebé,
dejame que te apoye! ¡Movete pendeja, seguí bailando!, me dijo mientras me
apretaba contra él, agarrándome de las tetas.
¿Eeeepaa! ¿Qué
pasó Paquito? ¿Te la querés culear? ¡Yo creo que todavía le duele la colita a
la nena, por lo de ayer!, dijo Yanina, sin dejar de aplaudir, al tiempo que el
otro seguía tarareando: ¡Mueva, mueva, mueva la perra, mueva la burra!
Cada vez entendía
menos. De pronto, Yanina se me acercó, me abrochó el corpiño, me devolvió los
zapatos sin las medias, los que Tato me ayudó a ponerme, y me dio un vaso de
agua.
¡Ya está bebota!
¡Ahora te vas a ir a casita! ¡Eso sí, sin la bombacha, ni las medias, ni la
remera!, me aclaró. Al parecer en ese instante nos habíamos quedado solas.
Pensé en correr y escaparme. Pero aún seguía con los ojos inútiles, y sin la
remota idea de cuál sería la salida.
Al rato ella me
tomó de la mano, me dio un beso en la mejilla donde todavía me ardía la
quemadura de cigarrillo, y me devolvió el bolsito.
¡No te robé nada!
¿Sabés? ¡Aparte, no tenés ni un mango, rata! ¡Vamos al auto chicos!, decía
Yanina mientras me llevaba caminando a su lado, de la mano, un poco a la
arrastra por culpa de mi desorientación.
De repente los
cuatro estábamos en el auto. Solo que Yanina y Paco estaban a mi lado. Yo en el
medio de la butaca trasera. Otra vez miles de vueltas, giros, frenadas,
aceleradas, subidas y bajadas al re palo. Hasta que de golpe, luego de un
último frenazo Yanina abrió la puerta.
¡Yo me bajo, y
después te bajás vos, Florcita! ¡Y, la próxima vez que te quieras coger a un
tipo, tené cuidado! ¡Yo soy Yanina Gonzales, la novia del hijo de puta que te
garchaste ayer! ¿Qué pensabas? ¿Qué no me iba a acordar de vos, y de tu fama de
petera en el colegio? ¡Dale, bajate, y pobre de vos si llegás a abrir la boca!,
sentenció mientras descendía del auto. Ahora sí el pánico me envolvía. Al punto
que mientras me bajaba empecé a llorar como una pelotuda, y a mearme encima.
Ni bien mis pies
tocaron la vereda, el auto aceleró con todo, y desapareció del radio de mis
oídos. Tardé en despegarme la cinta de la venda que tenía en los ojos. Me costó
horrores acostumbrarme a la luz. Pero estaba en la misma esquina, en la que me
habían levantado. No había nadie. Solo dos nenes pasaron en bici por la calle.
Ahora todo me
cerraba. El flaco ese, para mí había sido solo un boludo con el que pasar el
tiempo. Lo conocí porque una vez me había dejado su tarjeta en la imprenta. El
tipo es técnico en informática. El gil me juró que no tenía novia. Sin embargo,
todo tenía sentido. Por eso Yanina sabía que yo le mandaba fotos en bolas por
whatsapp, y un montón de detalles que, solo él le pudo haber confiado de mí.
También era cierto que Yanina me odiaba. No entendía que pudo haberle visto
Marcos a esa negrita. Aunque no pude verla en la actualidad, nunca fue linda de
cara, ni de nada.
En todo eso
pensaba mientras caminaba hacia lo de mi amiga, con el paquete de las
impresiones, las tetas machucadas, la pollera meada, los pies resbalando de mis
zapatos, en corpiño y tan aturdida que, no era capaz siquiera de pedir
ayuda! Fin
Recordá que este, o cualquier otro relato del blog, podés pedírmelo en audiorelato, a un costo más que interesante. Consultame precios y modalidades por mail.
Este es mi correo ambarzul28@gmail.com si quisieras sugerirme o contarme tus fantasías te leeré! gracias!
Acompañame con tu colaboración!! así podré seguir haciendo lo que más amo hacer!!
Cafecito nacional de Ambarzul para mis lectores nacionales 😉
estuvo bueno este relato, yo le hubiese puesto que los tipos y yanina la obligaban a tener sexo con ellos.
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