El volcán de mi Oriana


Oriana y yo somos amigas desde el jardincito. Al principio me caía un poco pesada porque, siempre sentí que como es hija única, me refregaba sus últimas muñecas, sus vestiditos más lindos, o las mejores golosinas. A veces me presumía entradas para el circo, para algún parque de diversiones o los tickets para ir a ver pelis al cine. Eso fue hasta que cumplimos los 9 años. Yo era feliz yendo a la plaza con mis padres y mis tres hermanos varones. Me gustaba chorrearme con heladitos de agua, comer las ensaladas de fruta que preparaba mi abuela Amalia, hacer tortitas de barro, jugar a la pelota con los chicos del barrio, o andar en bici. Por eso jamás me afectó que Oriana sea un poco superficial. Además, no se comportaba así solo conmigo.
Pero, de repente su familia cayó en desgracia. El padre de Oriana atropelló a una mujer con su auto de alta gama, y a pesar que no pudo determinarse si fue por el impacto del choque que la señora perdió a su bebé, o si fue una causa inventada por su abogado influyente, o si fue porque la familia de Oriana tenía una empresa importante, el juicio los desbastó en absoluto. La prensa en un pueblo local te destroza. Están al acecho como buitres oliendo sangre, y al hombre, que no se dio a la fuga, colaboró con la mujer para que la asistan de inmediato y todo, lo descuartizaron. Al punto que muchas veces Oriana me habló de irse de la provincia con sus padres. Pero eso no sucedió, para alivio de nuestra amistad.
Nuestros 9 años los festejamos juntas. Fue en casa. Ellos no tenían plata para nada. Mis padres le insistieron a los de Ori para que ella tenga su fiestita conmigo, y no les quedó otra que aceptar. ¡Estuvo bueníiisimo! Esa vez empezamos a joder a un chico que nos gustaba a las dos por igual, o tal vez un poco más a mí. Apostamos entre nosotras que la primera que se anime a darle un beso era la que le propondría ser su novia. Durante mucho tiempo jodíamos con que Ramiro era nuestro príncipe. Pero ninguna se animó a besarlo. Recién cuando yo cumplí 11 me lo chapé en el patio de la escuela, con toda la inexperiencia del mundo. ¿Seguro que le mordí los labios muy fuerte, y que a él le dolió tanto como a mí cuando nos entrechocamos los dientes! ¿Además, me dio mucho asquito sentir su saliva en mi lengua! Cuando se lo conté a Oriana se enojó conmigo. Pero al otro día se le pasó.
Supongo que fue por ese mismo tiempo que algunas cosas del comportamiento de Ori me llamaban la atención. Eso, gracias a que yo me quedaba muchas noches a dormir en su casa. Marcela, su mamá, a menudo la retaba por meterse la mano adentro del pantalón. Nunca me animé a preguntarle por qué lo hacía. Pero, a veces, percibía en sus ojos algo placentero cuando se tocaba. Eso lo hacía en cualquier momento. Aveces mientras veíamos tele, cuando desayunábamos o hacíamos los deberes. Pero cada vez se hizo más frecuente.
¿Ori… mi amor… vení un poquito a la cocina conmigo… que… necesito pedirte algo!, le dijo una tarde su mami cuando yo le corregía unos problemas de matemática. Nunca le hablaba con malos modos. Más bien era dulce con ella. Y a mí me trataba como a una hija más.
¿Basta Oriana! ¿Es la cuarta vez que te veo con la mano ahí abajo! ¡Te parece bonito que Rocío te vea? ¿Además, no seas asquerosa nena, que después andás con olor a pichí en la mano! ¿La próxima te reto delante de ella, y te hago pasar vergüenza!, le dijo ya en la cocina, con un tono preocupado pero veraz. Me la imaginé acorralada entre los brazos de su madre, y tal vez con el cuero cabelludo dolorido por algún tirón de pelo con el que la mujer la había reprendido. Pero cuando volvió a mi lado, le vi las orejas coloradas. Señal de que se las había tironeado. Marcela no volvió con nosotras hasta un rato más tarde. Pero esa noche, cuando Oriana y yo nos fuimos a la cama le pregunté por qué se tocaba. Ella no quiso responderme. Las dos dormíamos en la misma cama. Tenía un colchón mullido con unas sábanas de seda hermosas. Era muy excitante sentir la piel desnuda en esa suavidad perfumada, ya que ambas dormíamos en bombacha. Sin embargo, en la mitad de la noche, mientras hablábamos de cualquier pavada me asaltó: ¿Che Ro, ¡Vos te chuponeaste con el Rami?
Me reí por la pregunta, pero le dije que sí.
¡Y te gustó? ¿Digo, no sé, como te besó! ¡Sentiste cosquillitas en la panza? ¿No estoy celosa boluda! ¿Es solo, solo curiosidad!, se atajó antes de saber mi parecer. Mi risa se convirtió en una carcajada.
¿No nena, no me gustó ni ahí! ¿Es re baboso ese pibe! ¿Hasta casi me rompe un diente de lo bruto que es!, le confesé. En ese momento noté que se movía en la cama, y que me pegaba con una de sus piernas en la mía. No le pregunté nada. Directamente la destapé, y la vi. Tenía una mano adentro de la bombacha, y parecía que se rascaba la vagina.
¡Qué te pasa Ori? ¿Te pica? ¿Estás bien?!, llegué a decirle. Pero ella se tapó rapidísimo. Se puso colorada al toque, y se quedó quietita con las dos manos arriba de su pancita.
¿Nada Ro, nada, solo, no sé bien, pero todo bien!, tartamudeó, y después no quiso seguir hablando.
A los días Marcela volvió a retarla. Esta vez estaba sentada sobre el sillón, pero daba saltitos con una mano adentro de su shortcito. Como yo veía la peli con ella, no le presté atención.
¡Orianaa, las manitos nena, y quedate quieta!, le dijo desde el ventanal que da al patio. Esa vez no lo resistí. Le pedí que me alcance unas galletitas del recipiente que había en la mesita ratona, y cuando lo hizo me las ingenié para olerle la mano. Era verdad lo que decía Marcela. En ocasiones yo creí haberlo notado. Tenía olor a pis en los dedos. Pero lejos de desagradarme, algo extraño me recorrió todo el cuerpo. A pesar de ser una nena, algo parecía enlazarme a ella con mayores fuerzas que la amistad que nos profesábamos.
A los 12 tuvimos una pijamada en casa. Vinieron casi todas las chicas. La verdad, la juntada fue un bodrio porque todas estaban con sus celulares. Así que, después de los panchos que nos hizo mi madre, y mientras todas se intercambiaban videos, fotitos de chicos, y qué sé yo qué más, Oriana y yo decidimos ver una peli. Ninguna de las otras se sumó. Por lo que nosotras fuimos a mi pieza. En realidad, yo quería ver el momento en que Ori decidía meterse la mano en la entrepierna para tocarse. Yo sabía que tal vez lo que hacía era masturbarse. Pero era muy peque. De hecho, yo no me animaba a hacerlo. Al fin, a los treinta y pico de minutos de una peli infantil, veo que Oriana abre las piernas, se soba la vagina sobre el pantalón, las cierra, vuelve a abrirlas, se frota más fuerte y desliza su cola suavemente en el colchón de mi cama. Yo me hacía la distraída. Luego abre con cuidado el elástico de su jogging, escabulle su mano derecha y aprieta las piernas. La veo de soslayo cómo cierra los ojos, sin darle bola a la peli. Todo su cuerpo parece encogerse, y su brazo intenta no delatar el jugueteo que tal vez sus deditos le declaraban a su sexo.
¿Viste qué malo es ese tipo Ori? ¡no se le puede hacer eso a una princesa!, le dije como para sacarla de su letargo.
¡Síii, es un guacho!, dijo medio por compromiso.
¡Ori, ¿Querés ir a hacer pis?!, le dije unos minutos después, viendo cómo las mejillas se le enrojecían, y apretaba las piernitas, hamacándose de atrás hacia adelante, sin dejar de frotar la cola en la cama.
¡Síi boluda, ya vengo, me re meo!, dijo levantándose de golpe, tirando al piso una bandeja de papas fritas que había en una silla que usábamos como mesita. No le creí un carajo. Pero seguí haciéndome la tonta.
El sábado siguiente tuve algunas respuestas. Fue en casa. Yo estaba sentada frente a la compu revisando el facebook, cuando ella entra a mi pieza envuelta en un toallón rosado. Se había dado un baño ligero porque unas horas atrás nos divertimos jugando a la mancha con mis primos. No le di bola cuando entró. Pero de inmediato, cuando la vi secándose la espalda, paradita al lado de mi cama, primero descubrí que los pechos le habían crecido. Y además, la pesqué tocándose la vagina con una mano. Parecía que se la frotaba, o se la acariciaba con muchas ansias. Cerré el face, tiré un vaso de gaseosa sin querer al levantarme súbitamente y la empujé en la cama. Ni siquiera sé cómo llegué a tener la valentía de hacerlo.
¿Qué onda amiga? ¡Dale, contame… por qué, o sea, ¿Qué pasa que te tocás tanto ahí?!, le decía mientras intentaba abrirle las piernas, ya encima de ella. No podía contestarme porque yo le hacía cosquillas. Por lo que pronto todo el cuarto quedó desordenado al revolcarnos por toda la cama y el piso. No podíamos parar de hacernos cosquillas, arrancarnos el pelo y reirnos como un par de nenas bobas. Hasta que al fin lo logré. Una de mis manos dio con su sexo expuesto, ya que aún permanecía desnuda. A nosotras no nos daba pudor porque éramos nenas, y mujeres. Ella se estremeció, y como poseída por un acto reflejo de sus actitudes, me agarró de la muñeca para que le frote la mano en la vagina con fuerza. No duró más de un minuto que se consumió entre algunos suspiritos que se le escapaban, algo parecido a una impaciencia por sentir algo que yo no comprendía, y algunos rasguños que me gané sin querer cuando la frotaba más lento. Ella parecía desesperarse por que lo haga más a prisa en esos instantes. Luego, me empujó de la cama y caí al piso como un muñeco de trapo. Fue todo muy intenso y rápido. Apenas me incorporé, Oriana se había puesto la bombacha, y luchaba para ponerse una media. No sabía cómo preguntarle qué. Pero en el fondo, tenía un montón de sensaciones raras. Sentía hormiguitas en la boca, unos tiritones en el cuerpo que me daban ganas de volver a tocarla, un sube y bajas en el estómago, y una felicidad desconocida abrazándome toda. No hubo tiempo de nada más, porque mi madre nos golpeó la puerta para enterarnos que la comida ya estaba lista, luego de retarnos por el escándalo que hicimos en mi pieza.
Antes de comer, cuando entré al baño para lavarme las manos y hacer pis, noté lo que más había llamado mi atención. No estaba segura de nada. Pero mientras jugábamos con Ori, sentía una leve y cálida humedad en la entrepierna. Entonces, palpé y miré mi bombacha, sentada en el inodoro. La tenía empapada de flujos. Sabía que no me había meado. Conocía esa sensación, porque, cuando veía a un chico que me gustaba, solía encontrarme con tales consecuencias. Pero esta vez era mayor, más abundante. Como si todas esas cosquillas hubiesen sido directamente en mi vagina. No lo comprendí del todo, y preferí dejarlo así nomás.
A la noche, ni bien Ori se durmió a mi lado, me levanté a cambiarme la bombacha. Me sentía extraña, y no quería que ella me descubra por nada del mundo, si es que se diera la posibilidad. Me puse una amarilla y me acosté. Esa noche tuve sueños con ella. Todo el tiempo nos besábamos, haciéndonos cosquillas, y mi mano le rozaba la conchita. Solo que, en el sueño las dos éramos más osadas. Ella me pegaba en la cola, y yo le daba piquitos a sus pezones. La imagen de sus tetas desnudas, el contacto de mis dedos con su chochita, sus jadeos, la expresión de alegría que se le dibujaba en la carita cuando yo la frotaba, y hasta el empujón que me gané por ser buena con ella, todo eso flotaba en mi cerebro, y me perturbó no solo aquellos sueños. De hecho, a la mañana siguiente amanecí con la bombacha mojada una vez más. ¡Pero, ahora ni siquiera la había tocado!
Ya a los 13 años, Marcela la retaba mucho más a menudo que antes, y en ocasiones sin importarle la presencia de sus familiares, o la mía.
¿Basta Oriana, por favor! ¿Sacate la mano de ahí pendeja! ¿Cuándo te vas a dar cuenta que sos una chancha?!, le dijo tras aplicarle un cachetazo que la hizo estallar en lágrimas. Era la quinta vez que se lo advertía, y esa tarde estaba su primo Luciano y yo. Los dos nos miramos, un poco horrorizados, y apenas Marcela continuó con sus quehaceres, la abrazamos para consolarla.
¡La tía tiene razón Ori! ¡Eso, las chicas, no lo hacen! ¡Encima te queda olor en la mano cochina!, le dijo Luciano, palmeándole la espalda. Yo solo le acariciaba el pelo y le secaba el llanto con un pañuelito descartable.
¡Bueno Lu, pero, por ahí, a lo mejor le pasa algo! ¡No llores hermosa, que yo estoy acá, con vos!, le dije tiernamente. Entonces, ella pareció contracturarse un poco. Pensamos que nos iba a insultar o algo por el estilo. Pero se subió la pollera, se sacó una bombachita roja, la hizo un bollito y la escondió entre su espalda y la remerita verde que traía, como si fuera lo más natural del mundo. Luciano abrió los ojos, y la cara del primo más bueno del mundo se transfiguró en la de un baboso de mirada lasciva. Mis ojos, en cambio, se entristecían al verla llorar.
¡Es cierto! ¡No sé qué onda chiquis! ¡No me banco que, bue, qué sé yo, por ahí me van a tildar de loca! ¡Pero no soporto el roce de la bombacha contra la concha! ¡Me da cosquillas, y tengo que tocarme! ¡Y, una vez que me toco, no puedo parar de hacerlo! ¡No soy ninguna trola nene!, se explicó, fulminando con sus ojos verdes a Luciano, que ponía cara rara al oír sus palabras.
¡No sé, por ahí tengo algo en la concha! ¡Pero no puedo decirle a mi vieja! ¡Me va a mandar a cagar, y listo! ¡Para ella, solo soy una cochina, una chancha!, dijo luego, tapándose la cara con las manos.
¡Hey, Ori, no tengas vergüenza! ¿Seguro no es nada grave!, le dije acariciándole la mejilla para que ni se le ocurra ponerse a llorar otra vez. Entonces nos pusimos a especular con que tal vez, las telas de ciertas bombachas, alguna ropa que le apriete demasiado, o que no se limpia bien cuando hace pis, o que a lo mejor el clima le puede afectar. Al rato nos reíamos de todas las pavadas que se nos ocurrían, y ella pareció aliviar sus preocupaciones. Por suerte Luciano nos juró que no le diría nada a la tía. Él siempre fue re copado con nosotras. Tenía en ese tiempo 16 años, pero todavía no había estado con una chica. Nosotras éramos sus consejeras, las que lo alentábamos a encarar a algunas chicas, o descartar a otras. En realidad nos re divertíamos con él. Sin embargo, teniendo en cuenta que era un pibe re lindo, a mí nunca me pasó nada con él.
Más o menos al mes de aquel día, Ori volvió a quedarse a dormir en casa. Esa noche hacía un frío terrible. Sin embargo ella prefirió acostarse en bombacha y remera. Hablábamos de pibes, de la escuela, del guiso que preparó mi viejo, de unas pelis y del perrito que Luciano se había encontrado abandonado en la calle. De pronto, su voz puso todo patas para arriba cuando murmuró: ¡Ro, ¡No te molesta, si me, si me saco la bombacha?
¡No nena! ¿Te pasa, lo mismo, que, el otro día?!, le dije con torpeza, sin saber cómo reponerme. Ella se la sacó sin hablar, y se acomodó boca arriba como estaba para seguir charlando conmigo. Me pareció que la había guardado bajo su almohada.
¡Espero que los padres de Luciano no le hagan bardo por entrar al perrito a la casa! ¡Aparte, es un animalito indefenso, y hace mucho frío para que ande solito en la calle! ¡No sé, a mi me da pena, pobrecito!, le dije, mientras notaba que algo sucedía entre las sábanas. Entonces, no lo resistí, y me la jugué.
¡Ori, ¡Querés que te frote como el otro día?!, se me escapó, con una desvergüenza que me desconocí. Ella no me respondió, pero tomó mi mano y la llevó al centro de sus piernas. Esta vez tenía la conchita mojada. Entonces mi brazo se convirtió en un objeto que puse a su disposición.
¡Dale, frotame más nena!, dijo de pronto, cuando mis dedos reconocían su orificio, su humedad y suavidad como en una caricia. Entonces se la sobé y froté como me lo pidió. Desde ese momento, ella se deslizaba en la cama lentamente, pero abría más las piernas, se agitaba y gemía con dulzura. Su conchita era más gordita que la mía. Me parecía más sedosa, tierna, frágil. Lo claro es que, ni bien se la toqué, no quería separarme de ella.
¿Pegame, así, como chirlitos!, me exigió luego, manipulando mi muñeca para usar mi mano como un látigo. Para eso levantó sábana y acolchado en una suerte de carpita para generar espacio. Eso la hizo gemir aún más agudito.
¡Ori, ¿Y no te duele que te pegue?!, le largué con toda la ingenuidad. Ella me respondió presionando mi brazo para que le pegue un poquito más. De repente noto que la sábana se sostiene en sus rodillas flexionadas, que las plantas de sus pies se aferran al colchón, y que su otra mano se encuentra con la mía. Ella se introducía dedos en la conchita, los movía rapidito, y los sacaba para volver a meterlos. Ahí descubrí el sonidito de sus jugos acumulados allí adentro, y empecé a temblar sin reservas. Pero no pude prestarle atención a mis sentidos, porque una vez más Oriana me asaltó con sus inquietudes.
¡Mirá Ro, apretame ahí, un poquito más acáaaá, asíiii, frotame toda ahí!, me dijo, conduciendo uno de mis dedos al inicio de su vagina, donde sobresalía un bultito extraño, como si fuese un carocito, o una almendra. Lo tenía afiebrado, y latía como si el corazón se le hubiese mudado a la vagina. Me desconcerté completamente, pero le obedecí. Ahí sí que Ori gimió fuerte. De hecho tuve que taparle la boca. No me importó que me mordiera, cuando mi pulgar y algún otro dedo le frotaban ese puntito caliente, y sus otros dedos seguían saliendo y entrando de su vagina, cada vez más pegoteados. Además, me ligué un par de codazos y tres rodillazos, gracias a lo intenso de sus movimientos.
¡Daleee Rooo, apretame máaas, asíiii!, me decía luego, mientras me masacraba la mano al atenazarla con sus piernas, cuando aún mis dedos seguían frotándole ese botoncito delicado, cada vez más duro y gordo. De repente pareció detener su respiración para entonces exhalar una profunda rendición a mis manualidades. Todo en su entrepierna se tiñó de un líquido viscoso, más caliente que el sudor de mi frente, y abundante. La vi mordiéndose los labios, apretando los ojos, desconcertada y palideciendo ni bien encendí el velador.
¡Me parece que te hiciste pis Ori!, le dije como para hacerla reír. La noté distinta, y más cuando se quitó la remera hecha un caldo de sudores. Tenía las tetas hermosas, brillantes, y con los pezones más grandes que la última vez que la vi desnuda.
¡No me hice pis tarada! ¡Eso, bueno… mirá… el otro día mi vieja me llevó al ginecólogo! ¡Bah, fue una doctora! ¡Ella me explicó lo que tengo! ¡Me dijo que no es muy normal, pero que, puede pasarle a algunas chicas!, empezó a confiarme mientras se metía en la cama.
¡Qué bueno que no es algo malo! ¿Creo, que no es malo, ¡No?!, dije como una estúpida, arrepintiéndome por interrumpirla. Recién ahí noté que mis labios vaginales tenían más intriga que mi cerebro. Si hubiese estado sola, tal vez hubiese probado con masturbarme. Todavía no lo había hecho. Pero preferí seguir haciéndome la tonta delante de Oriana.
¡No, no es malo! ¡Tengo el clítoris más grande que la mayoría de las chicas! ¡Por eso, me pasa, que si me rozo aunque sea con la bombacha, me excito! ¡Recién tuve un orgasmo! ¡Todavía no sé mucho de eso, ni cómo es! ¡La doctora dice que soy muy chica para entenderlo todo tan rápido! ¡Pero, que, con eso de tocarme la concha, dice que si siento que lo tengo que hacer, que lo haga! ¡Pero, obvio, no delante de la gente!, continuó, otra vez con sus manos adentro de la sábana.
¡O sea, que, lo que te toqué es, eso es el clítoris?!, le pregunté. Ella me explicó, a su manera lo que le dijo la doctora respecto del clítoris, el orgasmo, y de los flujos que se liberan cuando se alcanza semejante gloria de la vida. En mi cabeza todo era confusión. El pecho me golpeaba sin darle crédito a mis oídos, a sus palabras, y a lo que le había hecho. ¡Oriana me hizo masturbarla, y yo le concedí ese deseo, y encima la ayudé a tener un orgasmo!
Esa noche no fue fácil dormir para ninguna de las dos. Ella parecía feliz, y yo incómoda. Tal vez las sensaciones eran exactamente al reverso. Ninguna logró romper el hielo, por lo menos hasta unos largos minutos después, y fue ella la que otra vez movilizó mi dulce pedacito de cielo ardiendo en las yemas de mis dedos.
¡Ro, ¿Vos te, te tocás? ¿No querés, que yo, que yo te toque?!, dijo moviéndose en la cama, como si estuviese plagada de migas de pan.
¡No Ori, yo, creo que, bueno, no me toco! ¿Yo también tengo clítoris?!, le pregunté, haciéndole creer mi papel de boluda total.
¡Obvio nena! ¡Todas las chicas tenemos! ¡Es la parte de la vagina que nos da placer! ¡Eso dice la doctora! ¡Dale, dejame que te muestre dónde está!, dijo de golpe, tirándose encima de mí, como librando una batalla divertida. Yo no la dejaba meter sus manos adentro de mi camisón, y ella forcejeaba conmigo. En el medio nos hacíamos cosquillas, nos arrancábamos el pelo para amedrentarnos, ella me pellizcaba, y yo le pateaba las piernas para que me deje en paz. Era un juego peligroso, el que yo no sabía jugar, a pesar de mis conocimientos.
¡Basta Ori! ¡Mejor, yo te toco a vos, hasta que me mees la mano otra vez, chancha! ¿Querés?!, le dije, cuando por accidente una de sus tetas se estrelló en mi cara, y mi boca se abrió para darle un mordisco. No pude evitarlo. Ese acto me valió una cachetada de sus manos sudadas que me regalaron otro pico eléctrico en las entrañas.
¡Bueno, pero después vos me dejás tocarte, y te digo dónde tenés el clítoris!, me dijo, entregándose por completo a mis artilugios. Solo que esta vez, mis dos manos navegaban en su entrepierna. No sé cómo todo se dio tan rápido. Se la froté con las palmas, luego le di unos golpecitos como me lo pidió insistente, me animé a meterle un dedito en la vagina, y enseguida me dispuse a friccionarle ese bultito erecto. Ella, sacó una de mis manos de su intimidad y me la besó. Además de eso, me hizo tocarle una teta. Supongo que actuaba con toda la naturalidad que la distinguía del resto. Pero, algo me hacía dudar de su papel de santita. En cuestión de segundos, mis dedos jugaban con sus pezones cada vez más tiesos, y mi otra mano se colmaba de sus jugos al fregarle una y otra vez la chuchi, el clítoris y aquel orificio precioso, el que por ahora solo podía reconocer con el tacto.
¡Che Ro, y, ¡No te da cosita tocarme? ¡Digo, a vos te gustan los chicos, y, me imagino que te gustaría tocar más un pito que una concha! ¡Asíii, frotame un poquito más Rooo!, dijo de repente, con una sonrisa que me irritaba. Yo, que seguía esclava a darle placer con mis dedos, sentí la necesidad de callarla. Y, como no se me ocurría qué hacer, le di un beso en la boca. Ella se estremeció y su cuerpo pareció retorcerse. Pero enseguida se detuvo, paralizada y con los ojos tan abiertos como cuando algo le sorprendía demasiado.
¡Ro… me… me besaste nena!, dijo separando un poco las piernas, cuando mi mano apenas le acariciaba la rajita.
¡Pero, ¡Te gustó? ¡Perdón Ori… te juro que… si no… que no lo hago más!, le dije, aunque ella no me dejaba retirar mi mano de su entrepierna al presionar sus muslos.
¿A vos, te gustó?!, me dijo sacándome la lengua, a solo un centímetro de mi nariz.
¡Heeey! ¡No vale che! ¡Yo te lo pregunté primero!, le sinceré, olvidando el momento de tensión que comenzaba a congelarme la sangre por haberla besado sin su consentimiento.
¡Pero vos me besaste! ¡Así que, la que tenía ganas de un beso, eras vos nena!, me retrucó, queriendo ganarme una vez más. No le respondí porque, de repente ella apoyó sus labios en los míos, mientras mis dedos volvían a penetrarle la vagina, y mi pulgar a relegarse para cumplir con la tarea de frotarle el clítoris.
¡Dale Ro, metete la mano y tocate la concha! ¡Aaaay… asíiii, frotame máaas… meteme un deditoooo… uuuuiaaaa…. Me encantaaa… no pares porfiii!, me decía elevando con imprudencia el tono de su voz. Yo la chistaba, le tiraba el pelo y le mordía el mentón para silenciarla. Pero ella parecía no aterrizar ni por sabernos en peligro. Si mi madre nos escuchaba, lo mínimo que haría con nosotras sería bañarnos en agua bendita por degeneradas, perversas y retorcidas.
Pero de pronto el pecho de Oriana detuvo su galope furioso. Su respirar se suspendió en los peldaños de las yemas de mis dedos contra su clítoris, y sus jugos comenzaron a resbalar por las sábanas. Tenía unas lagrimitas en los ojos, las que le empañaban una sonrisa que jamás podría olvidar. Enseguida me sacó la mano de su intimidad con lentitud, y me pidió que vaya al baño para lavármela. Le dije que sí por compromiso, y en menos de lo que supuse, mi amiga dormía como si hubiese corrido una maratón. La tenía en remerita a mi lado, transpirada, con el cuerpo caliente, y todavía el sabor de sus labios se inscribía en los míos como una tentación. Su aliento, el roce de sus dientes, su saliva, nada de eso me dio asco. Por el contrario. Quería más de esa boca. Quería succionarle la lengua como me lo hizo otro tarado del colegio. Se me antojaba tocarle las tetas, mirarle la vagina, y compararla con la mía. Ahora, mientras ella dormía, sin agradecerme por hacerla acabar, yo reconocía el mar de jugos que me inundaba la bombacha, el camisón, y hasta el inicio de mi culito. Me olí la mano que aún conservaba los aromas de Oriana, y me lamí luego de morderme uno de los dedos. En ese exacto momento terminaba de dar con mi clítoris, y me lo frotaba en silencio. No era altanero, grueso y sobresaliente como el de Ori. Pero a medida que me frotaba, más y más jugos brotaban de mi interior, y los pensamientos se me arremolinaban hasta derrumbarse en las lolas de mi amiga. Más tarde receordé que, tal vez, Ori pudo haber dejado su bombacha bajo la almohada. Por lo que la busqué con todo el sijilo posible hasta encontrarla. Estaba sequita, hecha un bollito y calentita. Pero lo mejor de todo es que conservaba intacto su olor a nena, el que poco a poco se convertía en el de una mujer fatal.
La mañana siguiente fue distinta para las dos. Ella se mostraba indiferente, o al menos yo lo percibía así. Se reía de las mismas pavadas. Se mostraba torpe como siempre al untarle manteca a las tostadas. Pero cuando la miraba a los ojos, parecía como avergonzada. Para mí, la mermelada, el aire del amanecer, el olor a lluvia que entraba por la ventana, todo me sabía distinto. Cada vez que pensaba que esa noche Ori y yo nos besamos, que yo la masturbé hasta lograr que se moje inmensamente, que más tarde yo me tocaba a solas y a oscuras, oliendo su bombacha y mordiéndome las ganas de volver a comerle la boca, sentía unos temblores en las costillas que me hacían soñar despierta. No volvimos a besarnos, ni yo a tocarla, ni a dormir juntas. Aal menos hasta que transcurrió un mes. Nosotras pusimos esa distancia, sin saber por qué lo hicimos. En el colegio no nos sentábamos juntas, y no nos prestábamos los deberes si una faltaba. Pero, en realidad estaba todo más que bien. Yo ya no soñaba con Luciano, o con cualquier pendejo del barrio. Ella se me aparecía una y otra vez, con las tetas al aire, pidiéndome que le toque la vagina. Pero ignoraba si a ella le pasaba lo mismo. Sabía que podía ser totalmente posible que estuviese enamorada de Oriana, pero no lo quería aceptar. Al menos, no tenía edad para entender, como suelen decir los adultos. Me la imaginaba en su cama, desparramada bajo sus sábanas, desnuda y mojándose los dedos de placer. Pensaba que, tal vez, en el baño del colegio alguna chica podía mirarle la cola sin querer, y sentía celos. Entonces, una mañana se me ocurrió acompañarla al baño. Por suerte fue en el recreo más largo.
¡Ori, voy al baño! ¡Me acompañás?!, le dije luego de regalarle un alfajor. Ella hablaba con una chica rubia, a la que le dejó las palabras en la boca para seguirme los pasos hacia el baño. No me dijo nada. De hecho, miró para abajo cuando le señalé que ni siquiera había saludado a la rubia.
¡Yo también me hago pis! ¡Aaah, y gracias por el alfajor! ¡Todavía no me había comprado nada!, me dijo, cuando las dos entrábamos en uno de los cubículos vacíos. En otro seguro que algunas pibas estaban fumando a morir, por lo espeso del humo y el olor que nos hizo toser casi al mismo tiempo.
¡Boluda, ¿Me puedo sentar con vos? ¡Vos sos la única que me entiende! ¡Por lo de, mi problemita! ¿Te acordás?!, me dijo mientras se bajaba el pantalón ante mis ojos movilizados. Le vi la bombacha, y parecía no caberle una gotita más de flujo.
¡Sí Ori! ¡Obvio que podés! ¡Yo, bueno, pensé que, por ahí vos, no querías hablarme!, le dije reuniendo todo el valor que pude. En el fondo sentía ganas de llorar, y no comprendía las razones. La escuchaba hacer pis, y trataba de descubrir algún momento de distracción en el que encontrarme con su vagina. Pero ella no me dejaba. Daba la sensación que adivinaba minuciosamente mis intenciones.
¿Qué decís tarada? ¡Con vos está todo súper!, me dijo levantándose del inodoro, todavía con el pantalón en las rodillas.
¿Te querés sentar conmigo, porque, te pica la conchita? ¡El otro día, en Geografía vi que te frotabas en la silla!, le dije, un poco más animada.
¡Síii Ro, ni hablar! ¡Por eso, si me siento con vos, puedo, bueno, teniendo cuidado, me puedo tocar!, dijo, cuando una de mis manos le acariciaba la pancita.
¡Qué viva que sos nena! ¡Pero, mirá que si te ven, yo no te cubro!, le dije, nerviosa pero feliz de volver a hablarnos.
¡No, vos sos la que me vas a tocar! ¿Querés?!, me desafió, con inocencia o cinismo, pero segura de que no le daría un no por respuesta. Para tranquilizarla, de repente la arrinconé contra la pared y le di un beso. Desde ese día, casi todas las mañanas nos besábamos en el baño del colegio. Pero esa mañana ninguna de las dos se atrevió a perderle el hilo a la clase de geografía. En parte, porque se aproximaba un examen, y nadie deseaba ser acreedor de un aplazo. Sin embargo, en la clase de inglés, Ori me abría las piernas por abajo del banco cada vez que yo le lamía una mano, mientras escribía lo que dictaba la profe. Entonces, yo aprovechaba a rozarle la vagina con una lapicera, con la uña larga de mi índice, o con una regla. Ella frotaba la cola en la silla, movía su cabellera lacia para regalarme su perfume, y me pedía en voz muy baja que se la apriete o se la masajee. Cuando lo hice, se le escapó un gemidito. Supongo que Aldana la escuchó, pero se hizo la boluda. Lo cierto es que sus labios vaginales no evitaban que sus jugos le mojen el pantalón, y el celo de sus hormonas no claudicaron cuando le dije que no a su pedido de meterle mi mano por adentro. Ella lamió la hoja en la que yo escribía, me pellizcó una pierna y me dijo bajito, en medio de la mala pronunciación de la profe: ¡Dale ro, tocame, que te extrañé mucho!
Apenas mi mano naufragó en la oscuridad de su jogging, reconocí la humedad de su bombacha, y traté de hacer a un lado la tela para inmiscuir uno de mis dedos, y al fin penetrarla. Me moría de ganas de hacerlo. Entonces, la profesora mencionó mi nombre para que le corrija a Matías, uno de mis compañeros. El pibe leía cada vez peor, y la profe siempre confiaba en mis correcciones a los de mi curso, cosa que lograba que algunos me odien.
Como tuve que sacar la mano de su entrepierna lo más de prisa que pude, ni me percaté en que tenía los dedos húmedos. Yo seguí escribiendo como si nada. Hasta que Ori me susurró: ¡Dame ese dedito, que te lo limpio! ¿Sos re cochina Ro!
No me dio tiempo a nada. Ella solita me quitó la lapicera, y se llevó mi índice y mayor a la boca para lamerlos sensual. Me subió flor de calor por todo el cuerpo, pues, si alguien nos miraba, no tardaría en correrse el rumor por todo el colegio de que Oriana y yo éramos lesbianas. No sabía si a ella le importaría, pero a mí me daba igual, a pesar de los adultos.
Más adelante, cuando la primavera nos florecía las ganas de besar a los chicos, de tocarlos, escribirles cositas sucias en los bancos, o de soñar con ellos entre las sábanas, y tal vez masturbarnos con lo vívido de ciertos detalles, Oriana empezó a asistir al cole con pollera. Las chicas podíamos hacerlo, sólo los martes y jueves, días en que el director no pisaba la escuela. A no ser por alguna fatalidad. Pero, a Ori, la simple brisa que se le colaba por la pollera, sumado al roce de su bombacha contra su vulva, el acoso sexual de los varones y el calor de sus propias hormonas, varias veces la conducían a tocarse involuntariamente la conchita. Aldana, Natalia y Selene le advirtieron que irían a contarle a la preceptora si no dejaba de hacerlo. Pero yo estaba siempre a su lado para cubrirla. Sentarme en clase con ella, sabiéndola con la pollera, me hacía arder cada porción de mis falanges, las que en breve, con todo el recato terminaban acariciándole la vagina por arriba de su bombacha de turno. Sentía cómo le palpitaba el clítoris, cómo se le mojaba la tela cuando mi palma sudada se la masajeaba, cómo se le aceleraba la respiración, y sus muslos me aprisionaban cada vez más la mano. Muchas veces logré que se acabe encima. A ella le costaba no gemir, aunque sea con los labios cerrados. Habitualmente me escribía en letras desordenadas, entre rayones y puntos a causa de sus sensaciones, cosas como: ¿Asíii Rooo, tocame toda la concha, meteme un dedito si podés, amasala toda, frotameeee, meteme deditos!
Otras veces se descargaba en mi oído, y su aliento me hacía desear su boquita, su lengua, y el sabor de sus pezones.
¿Fijate si tengo la bombacha mojada nena! ¡Te gusta tocarle la conchita a las nenas como yo? ¿sos una grosa con esos deditos Ro!, me decía siempre para motivarme a tocarla. Una de esas mañanas no lo soporté. Cuando fuimos juntas al baño, en un arrebato de locura, le desprendí el guardapolvo y la camisita, le corrí el corpiño como una bruta, y después de pasear mi lengua por todo el círculo de sus labios carnosos, me prendí a mamarle una teta. Ni bien su pezón entró en mi boca comenzó a erectarse, y mi mano derecha a escabullirse en su entrepierna. Ori gemía sin importarle que las otras chicas entraran o salieran del baño. Me pedía más, me revolvía el pelo, abría más sus piernas para que mi mano le frote la chucha, y hasta se atrevió a manosearme el culo.
Después que reconocimos la voz de Aldana nos serenamos un poco. De hecho, la tarada golpeó nuestra puerta para saber si estaba ocupado.
¡Che Ro, si estás ahí, Juan Cruz te está buscando! ¿Ese pibe te quiere dar boluda!, me dijo Aldana, supongo que lavándose las manos, un rato más tarde. Le contesté para no levantar sospechas, y ella se fue, preocupada porque el timbre no tardaría en sonar. Entonces, nosotras regresamos a lo nuestro. Solo que, ahora mis labios calientes se adueñaban del otro pezón de mi amiga, y mi mano le tironeaba la bombacha hacia abajo.
¿Vamos Ori, animate, sacate la bombacha! ¡O, mejor todavía, dejame que yo te la saque! ¡Así no vas a tener tantas cosquillitas!, le dije, cuando ya había logrado dejársela a la altura de las rodillas. Ella no me oponía resistencias, pero no parecía tan convencida. Sin embargo, cuando al fin su bombacha negra cayó al suelo, empecé a penetrarle la vagina con dos dedos, mientras con mi pulgar le estimulaba el clítoris como me lo pedía. Su vagina estaba apretadita, húmeda, y como si un montón de llamas la rodearan. Al mismo tiempo le succionaba las tetas, de a una por vez, hasta que me animé a meterme ambos pezoncitos en la boca. Incluso le mordí uno, y a ella pareció no significarle ningún dolor. La guacha me empapó la mano con sus jugos, ni bien un sacudón irreflexivo la hizo gritar que me amaba. Yo, fui más lúcida que ella al recoger su bombacha del suelo y guardármela en el bolsillo del jean. Me la pidió, pero no accedí a entregársela.
¿Vamos nena, que ya sonó el timbre! ¿Vamos al salón, que sin bombachita te vas a sentir mejor! ¡Además, hoy es mi cumpleaños, y todavía no me regalaste nada! ¡Así que me la llevo!, le dije, empujándola para que salgamos del cubículo, directo a lavarnos las manos y la cara.
Todo lo que me daba vueltas en la cabeza mientras la profe de lengua nos dictaba unas reglas narrativas, no me dejaba en paz. Ya teníamos 14 años. Oriana estaba a mi lado, sin bombacha, con las piernas abiertas, y en el banco de al lado, Juan Cruz y Damián podrían adivinarlo, si tan solo ella se les insinuara con sutileza. ¡Quería que los varones le miren la concha a mi amiga! De repente, un nuevo pensamiento me endulzó los sentimientos. ¿Seguíamos siendo amigas? El sabor de sus tetas me había gustado mucho. Su olor, la suavidad de su piel, el fuego de sus jugos íntimos, sus gemiditos, su rol de sumisita cuando mis dedos la penetran, la facilidad con la que me dejó quitarle la bombacha, todo eso en el fondo me confundía. ¡No lo soportaba más! ¡Necesitaba Lamerle la vagina a esa pajerita hermosa!
Durante la siesta, ni bien terminé de comer me encerré en la pieza. Aún conservaba en mi bolsillo su bombachita húmeda, usada, profanada por mí, y tal vez, perversamente olvidada por ella. Esa siesta me masturbé de verdad, como si fuera por primera vez, pero con todos esos recuerdos endureciéndome los pezones. Olía y lamía la bombacha de Ori, me la pasaba por las tetas, me rascaba la concha y mencionaba su nombre. Admiraba el desarrollo de mis pechos, y me enloquecía de placer al descubrir que podía succionarme yo misma los pezones. Ya tenía bien en claro a qué olía la vagina de Oriana, y eso fue peor para mi mar de confusiones. Para colmo, en medio de mi paja, la tarada me mandó un SMS que decía: ¡Ro, perdón… pero, mañana llevame la bombacha a la escuela! ¡Me olvidé de pedírtela!
Supongo que por la calentura del momento le escribí: ¡No te la puedo devolver nena, porque ahora me la puse, y me estoy pajeando con ella!
Lo envié sin más. Sin analizarlo, ni premeditarlo. No tenía lugar para lo terrenal en medio de tantas pasiones encendidas.
Al otro día todo estuvo como siempre. Le devolví la bombacha medio con carpa, en la clase de química, adentro de un libro.
¡Te la lavé nena, porque tenía olor a pichí!, le mentí, solo para que se ponga colorada.
¿Gracias Ro! ¡Hoy vine con jogging, pero no me puse nada!, me dijo una vez que guardó el libro en su mochila. Entonces, observé cómo sus labios vaginales se le tatuaban en el pantalón, y tuve ganas de tocarla.
¡Quiero tocarte Ori! ¡Quiero tu vagina nena!, le dije al oído, como si estuviera enamorada, embrujada o poseída por un hechizo.
¡Yo también Ro! ¡Quiero pajearte, aunque sea una vez!, me escribió en el margen de la portada de Historia. No cabía dentro de mí de tanta sorpresa.
El día siguiente fue jueves, y Ori fue al cole con una pollera tableada preciosa, y sin bombacha. En el recreo, se sentó en el banco largo del patio a mi lado, ambas decididas a comer unos alfajores. Pero ella no paraba de abrir las piernas. A veces las abría y cerraba enérgicamente, sintiendo la frescura del vientito mañanero en su punto sísmico. Juan Cruz estuvo largo rato mirándola. Yo sabía por sus gestos, por el hilo de baba que le colgaba del labio, y por sus movimientos nerviosos, que había descubierto que Ori no tenía calzones. De hecho, para aumentarle el morbo, de repente le dije: ¡Ori, levantate la pollera un poquito, y abrí las piernas, que Juan te está mirando!
Ella lo hizo, y Juan casi se cae cuando intentó dar un paso. Hasta ese momento el pibe estaba parado, apoyado en el mástil de la bandera. Se le re notaba cómo el pito se le iba parando adentro de su ropa. ¡Eso a Oriana le fascinaba! Entonces, Ori me pidió que la acompañe al baño, y otra vez nos chuponeamos, manoseamos, y yo procedí a tocarle la conchita como tanto me calentaba. Todavía yo no me sentía preparada para que ella me lo hiciera. Supongo que no le gustó que me negara por enésima vez cuando me lo propuso. Es m’as, cuando me bajé el pantalón para hacer pis, luego de dejarla un poco más calmadita, quiso tomarme por asalto. Pero se lo impedí.
Cuando las clases terminaron, los chicos dejaron de admirarle la concha a Oriana, las chicas suspendieron sus insultos por lo bajo para con ella por desubicada, cesaron mis dedos por su vagina en clases y dejamos de compartirnos chupetines delante de los varones más grandes para que se ratoneen, el verano nos distanció un poco. Pero solo fue durante las fiestas navideñas y de fin de año. El tres de enero, Oriana apareció por mi casa con un pote de helado, un bizcochuelo de limón y una gaseosa. Yo estaba tirada en mi pieza, aburrida bajo el ventilador, haciendo zapping en la tele. Eran las 5 de la tarde. Mi madre me trajo la noticia.
¿Rocío, a que no sabés quién vino a visitarte?!, me dijo, al notar que no respondí a sus llamados en mi puerta.
¡Si es el Nacho, decile que estoy descompuesta! ¡Y, si es Diego, a ese decile que me devuelva el cargador del celu, y que se vaya!, le dije, con una sensación de angustia que me deprimía. No tenía curiosidad por saber quién me buscaba.
¡Pero Ro, no es Nacho, ni Diego! ¡Es Orianita! ¡Y te trajo helado!, me dijo luego, reemplazando mi angustia por una sonrisa tan radiante que parecía que mil manos me estuviesen haciendo cosquillas en los pies. Como mi mami no podía verme, porque toda nuestra comunicación fue a puertas cerradas, le dije simplemente: ¡Decile que pase ma! ¡Pero vos no pases, que me tengo que cambiar!
Mi madre jamás irrumpiría en mi privacidad. Conocía los dramas de los adolescentes, de sus pudores, sus contradicciones y enrosques. Por eso, no me sorprendió escuchar que sus pasos se alejaban, y que pronto, la puerta se abría lentamente. Yo ni me moví de la cama. Permanecía solo con una bombacha azul, y con la frente transpirada por los treinta y pico que teníamos de calor. Oriana entró de inmediato, y cerró la puerta. Su perfume lo invadió todo.
¿Qué hacés ahí revoleada nena? ¿Por qué no te metés a la pile? ¡Yo que vos lo re aprovecharía! ¡Mirá boluda, todo lo que te traje! ¡No sabés, tengo bocha de cosas que contarte!, me decía, acercándose a mi cama. Ni bien estuvo lo suficientemente cerca de mis redes, nos besamos. Primero con un simple beso en la mejilla. Luego, mi boca buscó la suya, y le mordí los labios, diciéndole como si fuese un gruñido, o un reproche: ¡Te extrañé pendejita pajera!
¡Yo también nena! ¡No sabés todo lo que aprendí en internet! ¡Levantate tarada, y te cuento!, me dijo, dejando la gaseosa en el suelo, el pote de helado en la mesa de luz, y descalzándose sin privaciones. Ori tenía una pollera Rosa que le llegaba a las rodillas, dos colitas en el pelo, una musculosa con brillitos, y al parecer, muchas ganas de que mis labios vuelvan a encontrarse con los suyos. Como yo ni me moví de la cama, ella solita se me tiró encima. Empezó a hacerme cosquillas, esperando que yo se las retribuyera. No podía negarme. Sus tetas le habían crecido, o al menos, al mirárselas sin corpiño, me parecían más imponentes.
¡Che Ro, tenés el cuerpo re caliente! ¡Tendríamos que estar en la pileta! ¡Hace mucho calor!, me decía la atrevida, paseando su lengua sobre mis labios cerrados. Sus piernas se frotaban con las mías. Una de sus manos secó un poco el sudor de mi frente, y la otra empezaba a sobarme una de las tetas, las que se le ofrecían desnudas.
¡Te crecieron las tetas Ro?!, me dijo apresuradamente, y yo le succioné la lengua con mis labios al fin, para sentir su aliento, su sabor y esa especie de inocencia que ya no era tal. Su piel, en cambio, estaba fresca, suave y tersa. Yo le di unas nalgadas en la cola, y ella me besó con más frenesí.
¿Pegame Ro, que ya sé que te gusto!, me dijo de repente, apretándome la teta derecha para sopesar la sorpresa de cada nalgada que le regalaba.
¿Qué dijiste? ¡Yo no soy torta nena! ¡A mí me gustan los pibes!, le dije, confundida, quizás dolida por su comentario, luego de darle dos chirlos más estruendosos que los primeros. Sin embargo, ella se reía melodiosa, como si los disfrutara.
¡Basta Ro! ¡Si yo no te gustara, jamás me hubieses tocado la concha! ¡Siempre me miraste las tetas, como yo a vos!, dijo entonces, levantándose del pegote que era mi cuerpo transpirado. Se quedó unos segundos parada al lado de mi cama, observándome. Yo también la observaba. De pronto meció su pollera, se desató el pelo y me dijo: ¡Viste? ¡Me mojo cuando me pegás! ¡Mirame la pollera tonti!
Era cierto. Tenía una aureola en la parte de delante de la pollera, a la altura de la vulva. Como no le dije nada, agarró una de mis manos y me hizo palpar la tela húmeda. Además, me forzó a que se la suba para mirarla. ¿No se había puesto bombacha!
¡Me mojo, porque, me excita que me pegues en la cola! ¡Lo averigüé en internet, y es normal, que a las chicas con el clítoris muy sensible, o prominente como el mío, les pasen estas cosas!, me instruía, mientras mis ojos se perdían en el volcán de su entrepierna. Ella se enrolló la pollera en la cintura, y se paró aún más las piernas. Su clítoris asomaba entre sus labios, grueso y erecto, rodeado de gotitas de flujo, los que también le humedecían los vellos rubios que rodeaban su orificio. ¡En el colegio todavía no tenía pelitos! Acerqué una de mis manos, y apenas le toqué la vagina, ella volvió a arrojarse sobre mí, esta vez para frotar su vulva contra una de mis piernas.
¡Subí la pierna Ro, así me froto en tu rodilla, y pegame en la colita, dale!, me dijo, invadiéndome las fosas nasales con su perfume frutal, comiéndome la boca y frotando sus pechos contra los míos. A pesar de su remerita, podía notar sus pezones duros como dos perlas. Yo no podía procesar nada. Pero, de repente, sentí una fuerte punzada en la vagina, seguro que envalentonada por los golpecitos de su pierna contra ella, nuestra frotada y su mano inquieta, la que al fin pudo arribar hasta su superficie. Ahí sus dedos me la rascaron sobre la bombacha, y entonces me la saqué de encima con una patada.
¿Qué te pasa tarada? ¿Te pensás que soy una lesbiana? ¡Vos no me gustás!, le grité. Ella, en ningún momento bajó la guardia, ni me pidió disculpas, ni detenía sus impulsos. Por toda respuesta, se quitó la musculosa, abrió el pote de helado y, luego de tomar un trozo con la mano se lo puso entre las tetas, para entonces volver a mí. Yo ahora estaba sentada en la cama. Supongo que así me sentía más segura por si tenía que actuar.
¿Querés helado Ro? ¡Dale, que me salió re caro! ¡Tomá, chupame las tetas, como en el baño del cole! ¿Te acordás?!, me dijo, apuntando sus pezones cremosos y erectos a mi cara. Yo no lo dudé. En cuanto ella se arrodilló bien pegadita a mi derecha, mi boca comenzó a lamerle y morderle esos pezones, a saborear cada centímetro de sus tetas, a devorarme el helado que le chorreaba por el calor, y a convidarle un poco a su boca. Al mismo tiempo le frotaba la concha por encima de la pollera, la que ya se impregnaba de sus olores.
¡Comeme toda nena, daaaleee, que te gustan las tetas de la ori, pendeja, y tocame máaas, meteme un deditoooo, y pegame en el culo!, me pedía, mientras se estremecía, se retorcía de placer y respiraba comprometiendo al celo de mis oídos que ya no la soportaban más. Pero todo eso fue peor desde que comencé a penetrarle la vagina sobre la pollera. Le metía el dedo con pollera y todo, le friccionaba el clítoris para que se moje más, y le pellizcaba la cola. También le rozaba el agujerito del culo. De repente, todo su cuerpo se derrumbó sobre el mío, cuando sus tetas ya no tenían más helado para mis ansias. Gimió como descompuesta, pero se reía como si nada pudiera hacerla tan feliz. Se le empapó la pollera, y me besó una vez más, mordiéndome los labios, mientras decía: ¿Y no sabés lo rico que se siente ponerse helado en la chuchi! ¡y no te asustes, que no me hice pichí! ¿Sabés?
Me quedé perpleja apenas salió disparada de la cama. Se quitó la pollera, se la puso sobre la cabeza como si fuese un fantasmita, formó una uuu amplificada en sus labios y se acurrucó entre mis piernas. Yo las abrí al contacto de sus dedos. Sentí que frotó su cabeza contra mis sexo, y eso me llenó de unas cosquillas que no podía dominar. Me reía como una estúpida, también porque la guacha me metía los dedos en el ombligo.
¡Dale nena, sacame la pollera de la cara, que me voy a asfixiar! ¡Y abrite toda, que ahora me toca a mí sacarte la bombacha!, me dijo, enredando algunos dedos en el elástico de mi bombacha. Le quité la pollera, y de inmediato una vergüenza me congeló la sangre. Traté de quitármela de encima mientras le explicaba: ¡Salí nena, que, tengo pelos, y, es un asco esto… dejame, que no me bañé!
Pero ella empujó mi pecho contra la cama, separó mis nalgas del colchón para sacarme la bombacha definitivamente, y me dio tres golpecitos en la vagina.
¡Callate mejor taradita, que estás toda mojada, y no creo que sea pichí!, me dijo, antes de comenzar a rodar con sus besos por mi abdomen y mis muslos. Al mismo tiempo, testeaba con las yemas de sus dedos el contorno de mis labios vaginales. me olía completamente, me masajeaba la vulva, sonreía, suspiraba cuando me acariciaba el bollito de pelos que nutría mi sexo, y le pasaba la lengua a mi ombligo, haciendo voz de nenita cuando decía: ¡Qué rico ombliguito tiene mi amiga!
Pronto, sin que yo pudiera permitírselo o no, posó sus labios sobre mi vagina.
¿Qué hacés asquerosa?, se me ocurrió decirle.
¡Te doy besitos en la concha nena! ¡Te morís de ganas de que te la chupe! ¡Aparte, mirá, es re linda, está calentita, mojada y, haaaam!, dijo luego, antes de besuquearme toda la superficie de la chuchi, entre ventosas, hilos de saliva, gemiditos apretados, algunas tosesitas y un dedito que de vez en cuando me abría la vagina. Cuando al fin lo hundió, sentí que podía mearle la cara, descomponerme, saltar por la ventana, mostrarle las tetas a todos los pibes del barrio, bailar desnuda en la escuela, y morirme de ganas por saborear su concha. Todo eso en el mismo momento.
¡Basta sucia, soltame, pará pendejaaa!, le gritaba, sabiendo que deseaba todo lo contrario. Sin embargo, ella se detuvo. Pensé que había sido por mi culpa. Pero enseguida la oí decir: ¡Quédese tranquila señora, que en un rato vamos! ¡Nos estamos cambiando, así que, por las dudas, que no entre nadie, que estamos desnudas!
Evidentemente mi madre nos había golpeado la puerta para que bajemos a tomar la merienda, o a la pileta, o vaya a saber para qué.
¡Shhh, vos acostadita ahí… nada de moverte!, me dijo, segundos antes de revolcarse otra vez sobre mí. Solo que, en esta oportunidad, puso sus manos bajo mi espalda, y cruzó sus piernas en las mías. De modo que nuestras conchas se tocaban. Nos quedamos un rato quietitas, abrazadas, sintiendo el latido de nuestros sexos, los olores de nuestras pieles, y mirándonos a los ojos. Hasta que ella me dijo al oído tras lamerme el cuello: ¿Te gusto? ¿Te gustó lo que te hice? ¡A mí me gustó comerte la concha! ¡Y ahora te la voy a coger, putita, porque me gustás mucho!
Ni supe si le respondí. Sé que le pellizqué la cola, y que entonces, ella empezó a frotarse contra mí, pegando su concha cada vez más a la mía, frotándola con fuerza y sacudiéndose para impactarnos, friccionarnos las tetas y mordernos los labios. Entonces, lo sentí. Una cosa dura se chocaba con mi clítoris, y amenazaba con introducirse en mi vagina. Nos mojábamos cada vez más, no dominábamos el volumen de nuestro besuqueo, y ella todo el tiempo me decía: ¡Así puta… así cogen las nenas… así se cogen… putita… entendelo… vos sos mía… y me encanta que me toques la concha en la escuela!
Estábamos todas babeadas, pegoteadas y con el pelo enredado, con las piernas entrelazadas, destendiendo toda la cama, por momentos ella sobre mí, y a veces a la inversa. Pero siempre frotándonos las conchas. Me fascinaba que su clítoris hinchado, como si fuese un pito pequeño me diera tanto placer. Pensábamos que no podíamos terminar jamás, y en el fondo, ninguna de las dos quería que eso ocurra. Pero lo inevitable, lo impiadoso y terrible sucedió. De pronto ella marcaba sus labios con lujuria en mi cuello, y yo mis dientes peligrosamente en sus tetas. Uno de sus dedos se deslizaba en la zanja de mi culo, y sus dedos me retorcían los pezones. Nuestras vaginas parecían electrificarse, arder en el precipicio de una calentura más desaforada que el calor del maldito verano. ¡Por qué no era invierno, así podría pasármela encerrada con esa degenerada en mi pieza? En efecto, un orgasmo tremendo nos hizo caer de la cama. Ella me juró que había soñado conmigo, que me imaginaba desnuda todo el tiempo, y que, al menos desde sus 11 años, siempre se tocaba pensando en mí. Yo le confesaba mis sentimientos, al fin y al cabo, y que nada me excitaba tanto como tocarle la vagina en el colegio.
¿Ni siquiera Juan Cruz? ¿O, la pija de Leandro? ¡Ya sé que te lo cogiste!, me dijo, una vez que las dos estábamos en bombacha, abrazadas, comiéndonos la boca, todavía sentadas en mi cama. Leandro era el primo de Oriana, uno de los más grandes. Tenía 23 en ese momento. Por tanto, era obvio que Oriana sabría que antes de Navidad había perdido mi virginidad con él, en un retiro espiritual.
¡No Tarada, ni la pija de tu primo! ¡Te tengo que contar cómo fue! ¡Se la mamé toda la noche! ¡Le saqué tres lechitas, y después, bue, en realidad, él me garchó! ¡Pero no me gustó mucho!, le confié, totalmente deshinibida. ¿Había hecho el amor con Oriana! ¡No había otra cosa para mi cabeza en la que pensar! ¡Y para colmo, quería que me vuelva a chupar la concha! ¡Necesitaba sentir su botoncito erecto en mi vagina, y estremecerme de nuevo cuando sus jugos me la inunden con su acabadita! Sin embargo, tuvimos que bajar a cenar. Ni siquiera nos dimos cuenta de lo tarde que se nos hizo.
Pero ese verano no volvimos a vernos. No hasta el comienzo de clases. Sus padres viajaron con toda la familia lejos de la provincia, y nosotros vacacionamos en lo de mi abuela Elena, que vive en Alta Gracia. Sin embargo, ni bien nos reconocimos en el colegio, debimos contenernos de no comernos la boca en medio de nuestros compañeros y profesores. Claro que en el recreo, fuimos al baño para besarnos, lamernos y pajearnos apretaditas contra la pared. Esta vez, yo la pajeaba a ella, y sus dedos entraron y salieron de mi vagina.
¡Quiero hacerte el amor Ori! ¡Esta tarde, en tu casa!, le escribí en la hoja de un dibujo que no le había salido. Ella aceptó, y esa siesta lo hicimos. Desde ese día fuimos novias en secreto. A mí me calentaba qe vaya sin bombacha a la escuela, y que caliente a los pibes que quisiera. Muchas veces en ese año la tenté a que tenga relaciones con un chico, pero ella solo me mostraba su fidelidad como un racimo impoluto. En cambio, yo cogí con otros pibes, y en aquel año no se lo compartía a ella. No sé, tal vez tenía miedo de lastimarla.
Hoy crecimos. Yo estoy de novia con Ramiro hace un año, y ella tiene un bebé. No le pesa ser madre soltera. Sin embargo, somos las mejores amigas del mundo. En especial, porque cuando las dos queremos, nos juntamos a rememorar viejos tiempos, con heladitos, bizcochuelos, bombachitas de nena para ponernos en contexto, y un montón de chupetines, los que viajan de nuestras bocas a nuestras conchitas. Nos fascina llenar vasos con los jugos de las dos y beberlos, luego de lamernos los clítoris, o de tijeretearnos en la cama que comparto con mi novio. Y, a ella, le gusta que toda su familia la vea sin bombacha. Amamos ser tan perversas, juguetonas y enamoradizas de nosotras!   Fin

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Comentarios

  1. taneste relato, me gusta mucho poder dejar vlar la imaginación y sentir esas conchitas experimentando senzaciones hermosas y descubriendo a donde te pueden llevar los deseos que rodean a una calentura tan real como pasa en esta historia.

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