La cachorrita (Segunda parte)

Después que mi hermano me desvirgó, hubo algunos días en los que nos costó mucho hablarnos, o mirarnos a la cara. Supongo que él se sentía responsable. Tal vez el abuelo lo retó por eso, si es que Ariel se lo confió. A lo mejor, yo ya no le gustaba como antes. ¡Esa idea me desmoronaba por dentro!
Lo raro es que la abuela había dejado de inspeccionarme. Parecía no importarle que no usara las bombachas de goma, o que me hiciera pis en la cama. Ariel no durmió conmigo esa semana, porque el abuelo decidió que pase unos días en lo de sus primos. Encima, mis celos irracionales me conducían a mariconear cada vez que estaba sola. Lo extrañaba tanto que, no controlaba mis ganas de llorar. Una de esas tardes, el abuelo me encontró sentada en el tronco de un árbol, bajo un atardecer impiadoso, cerquita de los bebederos de los caballos.
¿Qué le pasa hijita? ¡Venga con el tata!, me dijo acariciándome el pelo. Lo tenía sucio, al igual que mi ropa. Apenas tenía un vestido y una bombacha. Andaba descalza, tenía calor, y todas las inquietudes de mis 13 años en la garganta.
¿Qué le anda pasando a mi cachorrita? ¿Es por, por lo de los papis? ¡Ya van a salir! ¡No te angusties!, me dijo luego, posando una de sus arrugadas manos en una de mis tetas, cuando al fin me enderecé para mirarlo a los ojos.
¿Ari, cuándo vuelve abu?, le pregunté apesadumbrada.
¡Aaaah, es eso… extrañás a tu hermanito! ¡Bueno, vos estate tranquila, que en estos días vuelve! ¡Yo también necesito que me ayude con algunas cosas! ¡Y, no te aflijas, que vos sos su cachorra!, me dijo antes de darme un beso paternal en la frente.
¿Qué es eso de, que, yo soy su cachorra?, le pregunté. Nunca me había animado a preguntarle nada a mi abuelo.
¡mirá hijita, ustedes, bueno… vos sos una hembrita, una nena… y él es un machito, o sea, un nene! ¡Los dos se quieren como hermanos, pero también sienten otras cosas… porque… en realidad, somos animalitos! ¿Es cierto que te hiciste pis en la cama cachorrita?!, me cambió el tema, justo cuando yo pensaba en formularle otra pregunta.
¡Sí abu, pero, bueno, es que, Ari no está, y por ahí, no sé, tuve miedo!, apresuré a decir, otra vez con algunas lagrimitas pugnando por caerse. El abuelo lo notó enseguida.
¡Bueno bueno, no me llore Luciana! ¡Y, decime una cosa! ¿Te da miedo que Ariel le mire el culo o las tetas a otra hembrita? ¿Digo, a otra nena?!, decía mientras me ayudaba a ponerme de pie, tendiéndome una mano. Pensé que me llevaría para adentro de la casa, donde tal vez me regañaría la abuela por haberme meado. Pero ni bien me puse de pie, el abuelo dirigió su mirada hacia el galpón donde suele desayunar todas las mañanas, en ocasiones con mi hermano.
¡sí, puede ser! ¡Lo que sé, es, que, es que lo extraño!, dije, otra vez al borde de las lágrimas.
¡Bueno cachorrita, vení conmigo! ¡A lo mejor el abuelo te puede ayudar a que te rías un poquito!, me dijo, mientras caminábamos al galpón, que tenía la puerta abierta, y un farol encendido. Una vez que entramos, el se cebó un mate medio lavado, cerró la puerta y me indicó un sillón de mimbre bastante desvencijado para que me siente.
¡Tome hija! ¡Acá tiene un chocolatín!, me dijo, estirándome una mano para que lo escoja. Estaba por sacarle el envoltorio, una vez que le agradecí, cuando él se levantó y me dijo al oído: ¿Qué es lo que más te gusta que te haga el Arielito nena?
¡Que me toque, que, no sé, todo!, le dije, sin saber hasta dónde llegar con todo lo que hicimos. No tenía en claro de cuánto estaba al tanto.
¡Deme el chocolate, que yo se lo pelo!, me ordenó. Ni bien se lo di, él me olió el pelo, me hizo un masaje en un hombro con una mano, y con la otra abría el chocolate. De repente, yo estaba sentada sobre sus piernas, en otro sillón de mimbre. El abuelo me daba pedacitos de chocolate en la boca, y me pedía que le limpie los dedos.
¡Hágalo bien mocosita, o le voy a tener que decir a la abuela que la castigue, por meona!, me dijo de pronto, cuando una de sus manos me hacía cosquillitas en los pies sucios.
¿Hace cuánto que no se lava las patas hijita?!, me dijo luego de introducirme el último trozo de chocolate, sin interrumpir sus cosquillitas, a pesar que yo me ahogaba entre la risa y la saliva que se me acumulaba en la boca.
¡No sé, hace dos días que ando descalza!, le dije, sin tener muchas precisiones.
¡No tiene que descuidarse tanto cachorrita! ¿Y hace cuánto no se lava la cola, y la cotorra?!, me intimó gravemente, ahora como esperando una respuesta.
¡No me acuerdo!, le dije sin ocultar mis nervios.
¿La bombacha que tiene puesta, es con la que se meó en la cama?!, preguntó.
¡No tata, me puse otra!, le respondí. Entonces, el abuelo sonrió por primera vez desde que entramos en el galpón, y me explicó: ¡Venga, acomódese sobre mi pierna, como si fuera un caballito! ¿Entiende? ¡Así, póngase así, que el abuelo le va a curar las ganitas de andar mariconeando como una malcriada!
Enseguida mis piernas le abrazaban una de las suyas. Estaba frente a él, con sus manos tamborileando cada vez más fuerte sobre mi cola, con el vestido tirante, y la vagina bien pegada a su pierna, la que él comenzó a mover. Daba brinquitos, saltitos cada vez más rapiditos, y la movía hacia los costados. De repente, ese entrechoque empezó a regalarme unos escalofríos alucinantes. El dedo de mi abuelo se deslizó a lo largo de mi culo por encima del vestido, y una de sus manos me dio flor de nalgada, mientras me preguntaba: ¿Le gusta lo que le hace el tata? ¿Siente cosquillas? ¿Quiere más hijita?
Yo solo podía responderle: ¡Síii abuu, sí, síii, síi, me gusta ese caballito!
Me escuchaba como una tonta. Pero me sentía cada vez más mojada. Además, el abuelo había comenzado a sobarme las tetas, a pellizcármelas y a frotarme los pezones. A él también se lo sentía agitado. Pero no tanto como yo.
Entonces, en lo mejor de mi cosquilleo vaginal, justo cuando el, además de saltar conmigo encaramada en su pierna me clavaba un dedo exactamente en el agujerito del culo, se detiene sin más, y me baja de su cuerpo.
¡Vamos cachorra, arréglese el vestido, y sáquese la bombachita!, me pidió. Ahora que podía verlo a la cara, tenía los ojos brillosos, anhelantes y rejuvenecidos.
¿Cómo?, le pregunté. Realmente creí que no le había entendido bien.
¡Que se arregle el vestido, y se saque la bombachita!, repitió. En ese momento vi que se acomodaba un paquete tremendo que le oprimía sus vaqueros. Debía ser muy grande el pito del abuelo si se siente alzado, pensaba mientras me sentaba en el sillón.
¡No, en el sillón no! ¡Siéntese en la mesa! ¡Se saca la bombacha. Y la deja ahí nomás!, me ordenó. Era claro que el abuelo no quería perderse detalles de cómo yo me la quitaba. Posiblemente buscaba mirarme la concha. Entonces, una vez que mi bombacha reposaba sobre la mesa, descubrí que estaba tan mojada como cuando hacíamos chanchadas con Ariel. El abuelo la recogió, la palpó y se la llevó a la nariz. Después se acercó a mí, atrapó mis dos piecitos en sus manos, olió mis piernas, y encendió una luz eléctrica, puesto que el farol empezaba a consumir todo el combustible. Entonces, de repente apoyó mis pies sobre su bulto, y los fregó contra él, hacia un lado y al otro, y de arriba hacia abajo. Los ojos parecían que se le iban a quedar en blanco, sin anuncio previo. Yo podía notar la dureza de su pene en las plantas de mis pies, y eso me hacía tener ganas de conocérselo. Su nariz se ensanchaba para olerme toda, y su voz, solo fue clara cuando precipitó un tímido : ¡Abra más las piernas negrita sucia!
De pronto, sotó mis pies, gimoteó algo que no entendí, apagó la luz y entró al baño que tenía a la derecha de la mesa destartalada sobre la que yo permanecía sentada. No tardó en regresar conmigo. No quise preguntarle nada, pero intuía de qué podían tratarse los gruñidos feroces que le escuchaba mientras estaba en el baño. Lo sabía porque Ariel ya se masturbaba, medio a escondidas, pero yo lo había descubierto. ¡El abuelo se estaba masturbando, gracias a mi olor, las frotadas de mis pies en su pene, y tal vez, rememorando el contacto de mi boca lavándole los dedos!
¡Vamos cachorra, que ya debe estar la comida! ¡Vio que la vieja después se enoja!, me dijo con una sonrisa radiante en los labios.
¡La bombacha se queda acá! ¡Y, hoy va a dormir con los pies sucios, en la cama meada! ¡Eso, a cambio de que la abuela no la castigue!, me decía segundos antes de abandonar el galpón.
Al rato cenábamos con la abuela, y ya no había decencias, ni cuidados, ni secretos.
¡Vieja, la Luciana hoy duerme en la cama meada, y sin castigos! ¡Hoy se portó bien! ¡Además, anda extrañando al hermanito, pobrecita!, dijo el abuelo cuando los tres mordisqueábamos unos huesos de estofado.
¡Bueno viejo, entonces, por hoy zafa la sucia! ¿Así que la nena quiere el pitito de su hermano?!, me dijo la abuela retorciéndome la oreja, ya que la tenía sentada al lado.
¡Viejaaa, dejala tranquila che!, me defendió el abuelo.
¡Bueno che, ta’ bien! ¡Pero esta noche me contás en qué se portó bien!, le reclamó la abuela, fulminándolo con la mirada.
A la mañana siguiente la voz áspera de la abuela y sus arruinados dedos me sacudían el brazo, rezongándome con malicia: ¡Vamos dormilona, arriba! ¡Ponete esta bombachita de goma, y el vestidito! ¡Vino tu tío Carlos, con tu primo!
Bostecé, me froté los ojos, y me animé a preguntar: ¡Abu, ¿Y, no me podré bañar?!
¡Nada de eso! ¡No hay agua caliente! ¡El tata se olvidó de prender la caldera! ¡Así que, vestite, y a desayunar a la cocina!, me dijo la abuela, antes de dar un portazo temible. Demás está decir cuál era mi aspecto, al frente de mi tío, y mi primo Javier. Tenía el pelo hecho una enredadera, los pies sucios, más olor a pis que un baño de estación de trenes, y una bombacha de goma que se veía perfectamente gracias al vestido cortito que la abuela quiso que me ponga. Según ella, era el único que conservaba limpio. Era uno azul que no me llegaba a las rodillas. El abuelo me miraba todo el tiempo, y al parecer le hacía gestos a Javier, que en ese momento tendría unos 17 años. Yo veía que le guiñaba un ojo, y que el tío se fijaba en mis tetas.
¡Hijita, después que termine de ayudarle a la abuela con lo que le pida, mándese pal galponcito! ¡Tengo otro chocolatín pa’ usted!, me dijo el abuelo mientras se levantaba. El tío lo imitó, y ambos salieron del comedor. Javier y la abuela hablaron de un programa de televisión que yo no conocía, tomaron unos mates, y luego ella le convidó un traguito de aguardiente.
¡Eso, para que se haga hombre! ¡No puede ser que solo se chupe con cerveza! ¡Eso es para los maricones!, le dijo la abuela, una vez que Javier se hubo terminado el trago.
¡Vamos cachorra, levante las tazas, llévelas a la pileta, y póngase a lavar!, me ordenó la abuela en cuanto vio mi taza vacía. Entonces me levanté, y al escoger la taza de mi primo y pasar por su lado, éste me levantó un poquito el vestido y me amasó las nalgas, ante las narices de la abuela, que ni se inmutó. Tuve un escalofrío de inmediato. Sus manos eran más grandes.
¿Por qué le pone estas bombachas abuela?!, le preguntó Javier, mientras ella encendía la radio.
¡Aaaah, porque, a veces se mea en la cama! ¡Aparte, vio que ella duerme con el Arielito! ¡Por las dudas, para que hagan lo que quieran, pero con cuidadito!, le explicó la vieja frunciendo los labios, sin mirarlo siquiera.
¡Y usted, se ve que se deja manosear la colita por cualquiera!, me dijo de repente, pero entonces dedicándome una mirada asesina.
¡No abuela, fui yo! ¡No la rete! ¡Igual, ya me voy con el tata!, dijo Javier, levantándose de prisa, nervioso, o tal vez mareado por la bebida. Enseguida enfiló para el patio, y yo me puse a lavar las tazas. Después pelé unas zanahorias, barrí el piso de la cocina y afilé unos cuchillos. Hasta que la abuela me dijo: ¡Bueno, Basta Luchi! ¡Por hoy ya hiciste bastante! ¡Llevale el diario al tata, que seguro te espera en el galpón!
Caminé hasta allí, pero en el camino me encontré con el tío y el tata curando a uno de los caballos. El pobre tenía una pata quebrada, y se les estaba haciendo difícil curarlo. Le mostré el diario al tata, le expliqué que la abuela se lo enviaba, y él me indicó con un gesto de la mano que lo espere en el galpón. Entonces, fui hasta allí. Me senté en uno de los sillones, dejé el diario en la mesa y esperé. tenía unas punzadas en la vagina que no me dejaban pensar. Empecé a sobármela, a cerrar y abrir las piernas para que la bombachita me frote los labios, a darme golpecitos con los dedos, y a fantasear con que mi abuelo me encuentre en esa situación, a solas y calentita. Pero, entonces, de debajo de la mesa, en la que todavía permanecía mi bombacha, surgió mi primo Javier.
¡Arrodillate ahí, vamos!, me ordenó, señalándome el sillón en el que estaba sentada. No me dio tiempo a decirle hola siquiera. Con la otra mano se bajaba el pantalón.
¡Dale tarada, y te doy un chocolate! ¡Hacé lo que te digo, y subite el vestidito!, me dijo enseguida, al notar que su presencia me petrificó, mientras estiraba un brazo para cerrar la puerta. Entonces, lo hice, en el exacto momento en que le veía la pija parada. Javier tenía el pubis repleto de pelos negros, los huevos más grandes que Ariel, y el pito curvado levemente hacia la derecha. Su glande era más grueso, y para colmo tenía un lindo culo. Nunca le había mirado el culo a un hombre, pero el de mi primito me llamó la atención. Ni bien estuve arriba del sillón, Javier me tironeó el pelo para que baje la cabeza, y no tuvo que repetírmelo.
¡Dale, pasame la lengüita nena!
Yo abrí la boca, y le di un besito. Él se estremeció, pero no estaba conforme.
¡Así no pendeja! ¡Chupala, abrí la boquita y lameme la pija! ¿No te enseñó cómo se hace mi primito?!, me dijo. Entonces, cuando mi olfato se impregnó del sudor de su intimidad, empecé a succionarle el costadito del glande, a bajar suavemente con mis dientitos por su tronco, a ensalivarle los huevos y la pija, y a pasarle la lengua por toda la cabecita, mientras le bajaba la pielcita con una de mis manos. Ahí el primo gemía, se ladeaba, me cacheteaba las mejillas con las manos y la pija cuando me la sacaba de la boca, y me pellizcaba las tetas por encima del vestido.
¿A tu hermano le gusta que andes con olor a pis, como las nenas pobres? ¡Asíiii guachaaa, abrí la bocaaaa!, llegó a gritar Javier, sin poder controlarse, mientras un montón de sacudidas lo impulsaron a largar un chorro de semen inesperado para mí. Un poco me cayó en el vestido. Otro, no me quedó otra que tragarlo, porque era eso o ahogarme para impedirlo. Y otro tanto me salpicó desde el pelo hasta el cuello. Ni siquiera pude darme cuenta de lo rápido que había sido todo. Cuando quise acordar, Javier se subía el pantalón, y el abuelo nos miraba con cara de pocos amigos, muy sentado en el otro sillón.
¡Vaya con su padre usted! ¡Me parece que tengo que hablar con mi nieta!, le dijo a mi primo, que ni se molestó en decirle cómo habían sido las cosas. En ese momento odié a Javier con todas mis fuerzas. No quería ligarme un reto del abuelo, ni un castigo de la abuela. Aunque, todavía podía disfrutar del sabor de su semen, y las cosquillas de mi vagina se habían intensificado.
¿Tantas ganas de tomar la mamadera tiene cachorrita? ¿Qué le pasa? ¡No puede hacerse la loquita con su primo! ¿O, usted quiere que todos en el pueblo sepan que, acá, en la estancia Ordoñez,  hay una chica que les chupa la pija a los varones, por nada? ¡Haga el favor de bajarse de ahí, y sáquese el vestido!, me gritó el abuelo, luego de un largo minuto de silencio. Ya había cerrado la puerta con pasador, y eso me hacía temer lo peor. No sabía cómo era el abuelo cuando se enojaba. Por lo que, preferí hacerle caso. Ni bien me quedé en bombacha de goma ante sus ojos, el tata se levantó del sillón y me abrazó contra su pecho. Enseguida noté sobre mi cintura que la erección de su pija le abultaba el pantalón. Pero fue aún más excitante lo que me dijo cuando me habló al oído.
¿Qué le pasa hijita? ¿Siente la cotorra calentita? ¿Le gusta su primo? ¿Tiene ganas que vuelva su hermano, y volver a las revolcadas con él?
Me dio un chirlo que me hizo saltar un par de lágrimas. Después me olió la boca y me apretó la nariz durante un rato, diciéndome: ¡No tiene que andar con olor a pito de su primo en la boca!, y luego, sin ponerse colorado me alzó en sus brazos para que me siente sobre sus piernas, en aquel sillón destrozado. Ahí me metió mano por todos lados. Me manoseó las tetas, me masajeó la vagina por encima de la bombacha y se atrevió a hundir algunos dedos en mis dos agujeritos, sin sacarme la maldita bombacha. Casi no me hablaba. Apenas jadeaba con los labios cerrados, y lograba que mis movimientos sean lo más preciso posible, para que mi cola se frote contra su bulto. Hasta que al fin me ordenó: ¡Vamos, arrodíllese entre las piernas del abuelo! ¡Ahora se va a tomar una rica mamadera!
Entonces, ni bien mis rodillas tocaron el suelo, el abuelo me agarró las manos para atármelas de las muñecas con un cordón de zapatillas, inmediatamente, después se desabotonó su pantalón, y ante mis ojos expectantes apareció una pija gorda, con venas hinchadas que le rodeaban el tronco, un glande casi afuera del prepucio y varias gotas de líquidos pre seminales humedeciéndole hasta el calzoncillo. Ni bien lo sacudió a pocos palmos de mi boca, me agarró del pelo y pegó toda mi cara a su pija, solo para frotarla contra su virilidad. Su olor no era agradable. Pero apenas me pidió que le toque el pito con la lengua, y que le dé un besito a sus huevos, algo en mi interior se desató, como para impulsarme a cometer cualquier locura.
¡Así nenita, dele un besito al pito del tata, así cachorra, tómese la mamadera, como las terneritas!, me dijo cuando ya mis labios hacían una especie de anillo sobre su glande, para subir y bajar, y para rodeárselo con mi lengua y saliva. Tenía los huevos transpirados, casi sin vellos, con un fuerte hedor a ropa sucia, y totalmente calientes. Su pija aumentaba su grosor, y a mi boca se le dificultaba metérselo todo. Pero el abuelo se ponía más violento cada vez-
¡Dele chirusita, más rápido, chupe, asíii, como a su hermanito, chúpeme bien la verga pendeja asquerosa, vamos, que el tata le va a llenar la boquita de leche caliente, porque usted es una putona!, me gritaba, a la vez que me arrancaba el pelo sin reparar en mis súplicas atragantadas por sus ensartes a mi boca, me daba cachetazos y me apretaba los pezones. Yo, a esa altura, me habría dejado coger por esa pija, si él así lo hubiese dispuesto. Pero él seguía disfrutando de mi lengua, de mis besitos hasta con mocos, y de mis arcadas, eructos y toses involuntarias. Hasta que al fin, después que le besuqueé las bolas con mi mano apretándole la base de ese tronco fornido y babeado, el tata me obligó a meterme todo lo que más pudiera de su masculinidad en la boca. Empezó a reclinarse hacia atrás, como si estuviese descompuesto. Pero en lugar de sufrir y pedir por  un médico, empezó a eyacular un terrible aluvión de semen pegajoso en mi boca y garganta. Era más espeso que el de Ariel, más abundante que el de mi primo, y hasta ese momento, el más delicioso que probé. Hasta me gustó que se me salieran gotitas de semen por la nariz. El abuelo gimoteaba cosas como: ¡Aaaay, qué cachorrita más puuutaaa, qué rico que mama la verga mi nietita suciaaa, putita como tus primas sos!, mientras su pija se vaciaba en mi boca, se deshinchaba poco a poco, aunque no perdía vigorosidad. Me había salpicado leche por toda la cara, y hasta en el pelo. Pero a mí no me importaba. El abuelo se quedó unos minutos así, contemplándome con la cara sucia, mientras se acariciaba la verga antes de esconderla otra vez bajo su pantalón. Incluso, él me había pedido que me siente en el suelo, le abra y cierre la boca, que le saque la lengua y le abra las piernas. Cuando se levantó, ya vestido, me manoteó de un brazo, me puso el vestido de mala gana y me dijo: ¡Hágame el favor, vaya con su abuela y dígale que en un ratito vamos a comer! ¡Pero, antes de irse, quiero que se haga pis encima!
¿Cómo tata?, le pregunté, sin entender del todo sus palabras.
¡Hágase pichí encima, vamos! ¡Y después con la abuela!, me repitió. Realmente, me hice pis tomada de la mano del tata, ya que no me dejó salir hasta que no le hubiera hecho caso. Él veía cómo la bombacha de goma se me rebalsaba, cómo se me mojaban las piernas, y los ojos se le abuenaban como nunca.
¡Así me gusta hijita! ¡Ahora, se lava las manos y la cara, ayuda a la abuela con la mesa, y a comer! ¡Nosotros ya vamos, en cuanto terminemos con el caballo!, me dijo antes de desaparecer, dejándome la puerta abierta y todo el sabor de su semen en los labios.
El almuerzo fue normal, dentro de todo. El tata y el tío ponían al corriente a la abuela respecto de las salud del caballo. Mi primo le dedicaba miradas lascivas a mis tetas, y yo solo comía mi porción de pastel de papas, sin hablar, procurando ser lo más invisible que pudiera. Aunque estaba segura que no lo conseguía por el olor a pichí que me gobernaba. El abuelo dijo, en un momento, mientras el tío y Javier jugaban al truco conmigo y la abuela: ¡Che, vieja, me parece que a la cachorra la malcriamos mucho! ¡Creo que ya no puede vivir sin tomar la mamadera!
La abuela se rió más para sí que para el resto, le guiñó un ojo al tata, y se levantó a servir café, como si aquel comentario no hubiese existido.
Durante la siesta me acosté bajo el parral sobre unos cueros de vaca, donde solíamos dormir la siesta con Ariel cuando éramos chiquitos. Ahí siempre fue fresquito, aún en los veranos más impiadosos. Me la pasé escupiendo semillitas de mandarinas hasta que al fin, en algún momento me quedé planchada. La abuela me había dado dos como postre, y me rezongó ante los oídos atentos de todos: ¡Y nada de sacarse la bombachita, pendejita chancha!
No estaba segura de la hora cuando me desperté. Pero la alegría no me cabía en el pecho. Es que, encima de mi cuerpo, como una bestia salvaje, recién salida de un desierto terrible, estaba mi hermano Ariel, besándome en la boca, manoseándome las gomas, abriéndome las piernas con las suyas y friccionando con vehemencia su bulto contra mi pubis.
¡Despertate putita! ¡Arriba guacha! ¡Vamos, nenita lame pitos! ¡mirame pendejita hermosa!, me decía al oído, lamiéndome la oreja como un perro callejero.
¿Viste lo duro que tengo el pito Luciana? ¡Te extrañé pendeja puta!, agregó luego, mientras me zamarreaba, me chupaba los dedos, me mordía las tetas por encima del vestido y me apretujaba contra su pecho desnudo. Por alguna razón no me parecía tan tierno como antes. Tenía la sensación que había vuelto cambiado. Sus besos eran más aguerridos, sus dedos me palpaban como si quisieran encarnarse en mi piel, y su pene parecía crecer cada vez con mayores determinaciones. Tenía más fuerza. Era como si un fuego irracional lo desbordara. De repente se bajó la bermuda de tela liviana que traía, (una de las que solía usar para meterse al agua), se hincó sobre mi rostro despabilado aunque mirando hacia mis pies, y sin bajarse el calzoncillo fregó todo su culo contra mi nariz y boca.
¡Mordeme el culo pendeja, y tocame el pito!, llegó a implorarme. Mis dientes enseguida empezaron a traspasarle la ropa interior para dejarle algunas cicatrices a sus nalgas, mientras mis dos manos le apretujaban esa pija erecta, pegoteada y caliente, totalmente afuera del calzoncillo. Por lo visto, el guacho se había acabado encima un par de veces. No se lo pregunté, pero ya conocía a qué olían sus calzones con semen, y no solo porque en ocasiones me tocaba lavárselos. Pero de repente, Ariel se dio la vuelta y me encajó sin previo aviso su pija en la boca.
¡Dale, mamala putita, como se la mamaste al tata! ¿Te creés que no lo sé? ¡Estás muy alzada nena!, me decía al tiempo que presionaba su glande hinchado contra mis labios entumecidos y apretados. Cuando al fin se los abrí, su sabor me embriagó tanto que, no paré de chupársela, succionarla y darle besitos a sus huevos transpirados, hasta que él empezara a suplicarme: ¡ pendeja, pará un poquito, que te la quiero largar en la concha!
Me detuve en seco. Nada ansiaba más que sentir su leche nadando en mi vulva hambrienta. Lo extrañaba demasiado. Necesitaba su olor y sus chupones por todo mi cuerpo. Aunque este Ariel no parecía ser el mismo. Para colmo, no entendía cómo había sido, pero el tata le contó que yo le chupé la pija. ¡Eso me avergonzaba! Pero no tuve tiempo para arrepentirme. De pronto, mi bombacha de goma voló por el aire. Tuve la sensación que había quedado colgada en un árbol, o en la enramada del parral que nos cobijaba. Escuché voces, y que alguien chistaba, como silenciando al que se atrevió a elevar la voz. Los pájaros apuraban sus trinos porque el sol comenzaba a despedirse del día. Entretanto, Ariel me abría las piernas para lamerme la vagina con unos lengüetazos que le desconocía. Me separaba los labios para enterrar su lengua y algún dedito. Me los mordisqueaba y sorbía, volviéndome loca de placer. También me separaba las nalgas, y un par de veces su lengua rozó mi ano. Eso me obligó a gemir sin ninguna esperanza de volver a llegar a ese agudo nunca más. Y entonces, luego de un último roce de sus dedos a mi clítoris, mi hermano se subió a mi cuerpo, me mordió el mentón, me olió la boca y me ensartó la pija en un solo movimiento en la concha. Fue perfecto, preciso y punzante. Enseguida mi espalda y mis nalgas se friccionaban sobre los cueros en los que descansaba, porque me bombeaba con todo.
¡Estás re meada pendeja… tenés toda la conchita mojada putita… asíii, me gusta cogerte toda… sé que me extrañaste guacha! ¡Ahí te va la lechitaaaa!, empezó a decirme sin control, abrumado y arrastrándome cada vez más al penetrarme. Sentí uno de sus dedos intentando hundirse en mi culo, y supongo que eso me hizo gritarle como una cualquiera: ¡Acabame adentro perrooo!
Ariel, sin proponérselo, excitado y con su verga cada vez más ancha adentro de mi conchita, comenzó a llenarme con su leche, mientras nos besábamos en la boca con tanta saliva que nos asfixiábamos. Sus últimas tres envestidas me hicieron acabar como todavía no lo había logrado, y todo en mi interior parecía comprenderlo todo de golpe. Ya no era una niña, aunque mis abuelos se esforzaran por mantenerme como tal. Justo cuando pensaba en eso, me daba cuenta que mi bombacha de goma estaba en las manos de mi primo Javier, que mi tío hablaba con él con un pucho en los labios, y que ambos me miraban asombrados, tirada sobre los cueros, con el vestido por la cintura, con la leche de mi hermano burbujeando en mi vagina, y tan incapaz de moverme como la expresión de los nubarrones en el cielo. Ariel, ni bien acabó adentro mío se levantó porque el abuelo lo había llamado. Yo permanecí con los ojos cerrados, sin saber que Javier y mi tío lo habían visto todo.
Mi hermano había vuelto a casa, y eso debía importarme más que nada en el mundo. Sin embargo, entre que él estaba raro conmigo, y que la sola presencia de mi primo Javier me inhibía, nada estaba claro dentro de mí. Al rato yo tomaba mates con la abuela, y más tarde cenábamos. Todos, menos el abuelo que se sentía fatigado. Al parecer el caballo mejoraría lentamente. El tío fumaba sus cigarros armados, y Ariel hablaba con Javier de los culos de unas pibas que yo no conocía. Una era Juanita, la hija de la verdulera del pueblo. Sentía celos. Pero con el olor a pis que tenía y el pelo descuidado, no estaba en condiciones de competir con ninguna guacha. Justamente, esa palabra fue la que me sacó de mis pensamientos. Fue de repente. La abuela ya no estaba, y el farol a gas que compró el abuelo apenas alumbraba la cocina. Ariel no estaba, y el tío se había quedado dormido en la mecedora del abuelo.
¡Guacha! ¡Vení, así te doy el postrecito!, me dijo en voz baja mi primo, sentado en el umbral de la puerta que daba al cuarto que compartía con Ariel. Cuando lo miré mejor, descubrí que tenía su pija re parada entre sus dedos.
¡Dale prima, subite el vestidito, que Ariel duerme, y no te dio la mema!, me dijo ni bien estuve de pie a su lado. Lo hice, y él se apresuró a manosearme el culo por encima de la bombacha de goma. La recuperé esa misma tarde, cuando el tío le pidió de malos modos que me la devuelva. Sin embargo, Javier frotó toda su cara contra mi cola. Presionó varias veces uno de sus dedos entre mis nalgas, y hasta dio con mi agujerito, mientras decía: ¡Hay que abrirte esta cola nenita! ¡Me encantaría verte haciendo caca putita!, y se reía, me nalgueaba y respiraba cada vez más acelerado, sin dejar de tocarse el pito.
¡Dale primita, bajate la bombacha y haceme un pete! ¡Quiero mirarte la concha pendeja!, me pidió luego del último azote que le regaló a mi culo. No tuve que hacerlo porque él me la bajó, después de olerme profundamente. Entonces me arrodillé. Pero él me instruyó: ¡No No bebé! ¡Así no! ¡Quedate paradita, y agachá la cabeza! ¡Comeme la verga pero paradita! ¡Doblá la cintura, así te puedo nalguear esa colita!
Así que, soportando el equilibrio de mis pies, empecé a meterme esa pija en la boca, a expulsarla, volver a chuparla y succionar esa cabecita jugosa como una viciosa cualquiera. Hacía demasiado ruido al escupírsela. Pero más cuando el guacho me la dejaba un buen rato en la garganta. Tenía cosquillas en todo el cuerpo, y mi boca no paraba de saborear sus líquidos un poco ácido por las cervezas que se había tomado con los adultos.
¡Chupá putita!, me repetía todo el tiempo, cuando mi saliva le chorreaba por los huevos. Ya no era una nena, y eso me asustaba de algún modo. Me imaginaba jugando a las muñecas y con el pito de Ariel en la boca delante de mis padres. Tenía vivo el recuerdo del aroma de la verga del abuelo, y me emocionaba al borde de las lágrimas. Pensaba en los azotes que me ligué de la abuela, en la primera vez que Ari y yo nos besamos, y en la primera bombachita de goma que me aprisionó la vagina, volviéndome más puta. Mientras tanto, el tronco de la pija de Javier se hacía más ancho en mi boca. Hasta que siento otras manos moldeando mis nalgas, y una voz que me conmocionó el corazón cuando la oí susurrarme: ¿Qué hace la chanchona de mi hermanita? ¿Me estás engañando, putita?
Era Ariel el que no tardó en restregar su pija dura contra mi cola, al tiempo que Javi le decía: ¡Che, la chupa re bien la guacha! ¡Te digo que, si no acabé, es porque te estaba esperando! ¡Así que metele guacho!
Ariel ni lo dudó. Tomó mis manos para posarlas en los hombros de Javier, me empujó la cabeza para que no deje de mamarle la pija al sádico de mi primo, y se acomodó tras de mí para abrirme las piernas, subirme aún más el vestido y revolverme la concha con dos dedos. Al mismo tiempo se pajeaba el pito bien pegadito a mi sexo. Hasta que no lo resistió más. Apenas terminé de decirle: ¡La quiero adentro, toda adentro como a la tarde!, sentí un arrebato de locura convertido en una verga perforando mi integridad como tanto me gustaba sentirlo. Se movía presuroso, aferrándose a mis cuerpo, mientras Javier me hacía lamerle las bolas y pajearle la verga.
¿Te gusta sucia? ¡Avrite toda guacha, y sacale la lechita al primito nena! ¡Me encanta lo caliente que tenés la concha pendeja!, me decía Ariel con lo que le quedaba de restos vocales, deshaciéndose en esfuerzos por mantenerse en pie. Y, de pronto, dos copiosos estallidos me hicieron vibrar de felicidad. Uno me inundó la boca de una leche tibia, suculenta y deliciosa, la que hasta se me escapaba por la nariz de tantos intentos por recibirla toda en mi garganta. La otra explosión me incendió la vagina en un par de envestidas ágiles, percucivas y justicieras. Sentía que mi hermano liberaba tanto semen adentro mío que, por un momento pensé que, tal vez ahora sus eyaculaciones eran más generosas que antes. No sé si habrá sido la respuesta a mis preguntas. Pero no me gustó escuchar a mi primo decirle: ¡Bien pendejo… se ve que la Roxana te enseñó a coger bien!
Los dos se reían envueltos en complicidad, mientras todavía mi boca seguía limpiando todo el semen de la pija de Javier, y mi vagina sentía cómo el pene de mi hermano volvía a su forma original. Quise preguntarle a Ariel cuando estuvimos solos, qué había pasado con Roxana, que es una prima con bastante fama de putona en el pueblo. Además me dobla en edad, y es dueña de las mejores tetas que vi alguna vez. Pero no me animé. Estaba demasiado confundida para tomar esa iniciativa. Además, saboreaba a oscuras el semen de mi primo, mientras me palpitaban los bombazos de mi hermano en la vulva, y me urgían unas tremendas ganas de masturbarme, o de más pija. No sabía qué me pasaba, pero quería estar rodeada de pijas para elegir la que quisiera, llevármela a la boca, metérmela en la concha, o poder ofrecérsela a mi culo, por más que eso estuviese muy lejos de mis posibilidades.
Al otro día, el primo Javier y el tío partieron antes del mediodía. El abuelo estaba fastidioso porque el caballo no se curaba, y la abuela había recibido una carta que la mantuvo contenta casi todo el día. Creo que ni el tata supo quién le había escrito. Pero al parecer no era importante. Ariel y yo almorzamos en silencio, porque los abuelos parecían no tener ganas de hablar. Hasta que el abuelo se levantó de la silla, liquidó de un trago lo que le quedaba de vino en el vaso y le dijo a mi hermano: ¡Oiga, usted tiene que ir a buscarme un taladro, una bolsa de tornillos y una manguera a lo de don Juárez! ¡Voy a necesitar todo eso para tarde! ¡No se olvide!
Mi hermano asintió con la cabeza, se limpió las manos, se levantó se puso una gorra para el sol y salió del comedor. Yo terminaba mi plato de arroz con albóndigas mientras la abuela escuchaba el noticiero. Había pasado un buen rato cuando el tata gritó desde su cuarto: ¡Viejaaa, decile a la cachorra que me traiga el diario!
¡Ya escuchó a su abuelo! ¡Vaya a llevarle el diario, que cuando vuelva, me va ayudar a lavar los platos!, me dijo la abuela poniendo sobre la mesa un diario gordo, lleno de letras que ni me interesaban en esos tiempos. No necesité golpear la puerta de la pieza para anunciarme porque esta estaba entreabierta.
¡Pase hijita, y cierre por favor!, me dijo con amabilidad. Luego de obedecerle, caminé con timidez hacia su cama, y justo cuando estaba por darle el diario, él me detuvo: ¡Déjelo en el piso! ¡Ahora no importa eso! ¡Súbase a la cama, acá, cerquita de mi pecho, y arrodíllese en el colchón!
El tata golpeaba el amplio espacio que había a su izquierda para invitarme como si yo fuese una perrita. Nunca había entrado al cuarto de los abuelos. Salvo cuando era muy chiquita. El olor a madera lustrada del piso, los cuadros rústicos que adornaban las paredes, los muebles antiguos relucientes y el enorme espejo que formaba el ventanal que daba al patio me parecían magníficos, como si estuviese en un palacio real. Pero lo que más me maravillaba era el cuerpo de mi abuelo, apenas con un short y una remera de San Lorenzo de Almagro (Su equipo de fútbol preferido). Podía ver claramente que su pene se movía con sutileza, aumentando de tamaño bajo su ropa, y eso me hacía arder de deseo. Me subí a la cama luego de quitarme las ojotas, y me arrodillé con torpeza, aunque lejos de donde el abuelo me había indicado.
¡Más acá nena! ¿Qué le pasa? ¿Me tiene miedo? ¡Yo no soy tan malo como la abuela! ¡Eeeeso, ahora me gusta más! ¡Súbase el vestido un poquito!, me decía, al tiempo que mis rodillas daban pequeños pasos hacia su costado. Apenas apoyé una de mis manos en su pecho, mientras con la otra me subía el vestido, una de sus manos me dio un chirlo en la cola. Me tambaleé levemente. Pero no tuve tiempo de caerme, porque enseguida el tata me besó la mano. Eso me derritió de ternura. Sin embargo, me puso como loca cuando empezó a succionar cada uno de mis dedos.
¿Le gusta putona del abuelo? ¿Su hermanito le hace esto?!, me preguntó, sin esperar una respuesta. Yo gemía apretando los labios, ya que la tele no se oía en el comedor. El abuelo me había babeado toda la mano, y no solo lamiéndome los dedos. También me la escupía con violencia.
¡Quiero que se saque la bombacha y me ponga la vagina en la boca! ¡Y sin chistar!, me dijo de repente. No sé cómo lo hice tan rápido. Pero en menos de lo que pensé mi bombacha había caído al suelo, y la nariz del abuelo husmeaba en mi vulva con una impaciencia que no podía controlar. Sus bigotes me hacían cosquillas, y gracias a eso me reía como una tonta. Aquello al abuelo le encantaba. Cuando sentí su lengua por primera vez deslizarse entre mis labios vaginales, gemí sin limitarme. El abuelo me nalgueó, mientras me decía: ¡Me encanta el olor de las guachitas alzadas como vos, que no dan más de las ganas de coger! ¡Abra más las piernas cachorrita, y péguese más a mi boca!
Entonces, mi lengua se desató en lametones impúdicos, perversos y tan ágiles en mi vagina que, todo mi cuerpo parecía afiebrarse de golpe. Fregaba desde su nariz a su mentón por toda la extensión de mi conchita, me olía, se babeaba, murmuraba cosas que no entendía, a excepción de ¿Qué rica nena, ese olorcito a hembrita, conchita de pendeja sucia!, de vez en cuando tosía, y me pellizcaba la cola. En un momento enterró uno de sus dedos entre mis nalgas, y presionó el agujero de mi culo. Supongo que ese fue el momento en que una oleada de flujos le endulzó los labios.
¡Vamos nena, apretale el pito al abuelo, con la manito babeada!, me ordenó, luego de liberar su pija con una velocidad asombrosa. Me esforcé por llegar hasta él, ya que mi vagina seguía pegada a su boca, y empecé a subirle y bajarle la pielcita. Tenía la cabecita más hinchada y venosa que la tarde en que se la conocí por primera vez. Fueron 5 o 6 apretones, estiraditas y sacudidas a su pija, y unos últimos chupones de sus labios a mi concha. Mi pobre abuelo no lo toleró más. De pronto me zamarreó, me dio una cachetada mientras me decía: ¿Es una nena muy puta mi nietita!, y poco a poco, fue conduciendo mi cuerpo al centro del suyo. De pronto mi cola se entrechocaba con su pija erecta porque él me lo había ordenado ni bien me senté sobre ella.
¡Vamos cachorrita, salte arriba del pito del abuelo, con esa colita preciosa!, me pidió nervioso y agitado. El sudor de su frente era tan abundante como los jugos que me rebalsaban de la vagina. Entonces, empecé a saltar. Primero suave, pero cada vez más alto, más rapidito y con mayor precisión. Me volvía loca sentir esa dureza golpeando mi culo. El tata, cuando podía me rozaba la vagina con un dedo y se lo llevaba a la boca. Hasta que, entonces me pidió que me quede quietita. Entonces, él solito me ubicó con extremo cuidado, de modo tal que su pija terminara en la puertita de mi vagina.
¿Querés pija guachita sucia? ¿Querés el pito del abuelo adentro de la concha? ¿Así se te quita lo alzadita? ¿Estás preparadita para coger pendeja?, me dijo al oído, procurando sonar discreto, aunque el morbo se le salía por los poros. Yo le decía que sí a todo. Quería gritárselo. Pero, me aterraba la idea que la abuela entre por la puerta y nos descubra. Por eso, en cuanto empezó a pasarme la lengua por los labios, presionando su glande en mi vagina, apretándome las nalgas y oliéndome el pelo como un condenado, le dije: ¿Si, porfiii, cogeme toda, que no aguanto más!
Fue un sismo inigualable el momento en que su pija transgredió mi vulva. Me dolió. y él tuvo que silenciar mi grito con sus labios. Me mordió los míos, mientras comenzaba a bombear suavecito en mi interior, teniéndome aferrada de la cola contra su pubis. Su pija no era como la de Ariel, ni la de Javier. La tenía más gruesa, aunque no tan larga. Por eso, yo sentía que me llenaba por completo, que me asfixiaba la vagina y me rozaba el clítoris como jamás lo había experimentado. No sé por qué, pero deseaba más que nunca que el tata me entierre un dedo en el orto, mientras me penetraba frotando su pubis en el mío, y me pedía que jadee cerquita de su nariz. Le excitaba mi aliento de pendejita, y me lo repetía todo el tiempo.
¿Le gusta así mocosita? ¿Le gusta sentir una pija gorda, más grande que la del alzado de su hermano? ¡A mí me gusta su olor a pichí de nenita! ¡Así que, después de comerse mi lechita por la concha, le dice a su abuela que le ponga una bombacha de goma! ¡Así hay que tratar a las putitas como usted!, comenzó a gritarme, mientras sus últimos impulsos le indicaban a su pija que comience a expulsar todo su semen adentro mío. Fue hermoso delirar con esa pija invadiendo mis paredes, cada vez más profunda y libidinosa arremetiendo en mis adentros. Nuestros jugos sonaban en el cuarto como una melodía, especialmente cuando el abuelo me separaba las nalgas y me la metía moviéndose con pequeños espasmos. Pero al fin, mientras me dejaba la cola colorada de tantos chirlos, su pene empezó a llenarme toda, a culminar con todo el deseo que nos teníamos al regalarme su semen caliente. Parecía que se estaba haciendo pis adentro mío de la cantidad de leche que emanaba.
¡Viejo! ¿Estás bien? ¿La Luciana está con vos?!, decía la abuela al otro lado de la puerta, por suerte con cerrojo. No sabía cuántas veces había golpeado, pero teniendo en cuenta el fastidio de su voz, fueron varias. Ninguno de los dos había escuchado nada antes. El abuelo le dijo: ¡Sí vieja, está conmigo! ¡No hinches las pelotas! ¡Ya te la mando pa’ que te ayude!
Enseguida oímos el traquetear de sus chancletas pesadas como el plomo, todavía pegoteados y agitados. Yo permanecía echada sobre su pecho, sintiendo cómo se le achicaba la verga, ya totalmente afuera de mi chuchita.
¡Bueno cachorra, vaya con su abuela! ¡Dígale que el tata le dio la lechita! ¡No se ponga la bombacha! ¡Que ella le ponga una de goma! ¡Sí la reta, no es mi culpa! ¿Estamos?, me dijo, quitándome de su cuerpo como si fuese una mosquita de verano. Pero no tenía más que agradecerle. De hecho, se me escapó un tímido: ¡Gracias abu, por, lo que, por lo que me hizo!
¡Vaya hijita, que si mañana se porta bien, el abuelo le da otra mamadera!, me dijo, y se dispuso a hojear el diario. Yo salí, todavía temblando de la pieza. Me dirigí a la cocina, donde la abuela preparaba café. Parecía molesta. Pero no me habló hasta que yo le pregunté si necesitaba mi ayuda para algo.
¿Vos viste la hora que es Luciana? ¡Yo ya lavé todo! ¡Es hora de tomar la leche!, empezó a reprenderme. Por alguna razón ya no le tenía miedo. Sentía cómo los chorros de semen con los que el abuelo me había regado por dentro comenzaban a escurrirse por mis piernas, hasta incluso humedecerme el vestidito, y me sentía tan puta que no podía pensar en el miedo. Por eso se lo dije, así, sin más.
¡Abu, dice el abuelo que me pongas una bombacha de goma!, comencé, sin ponerme colorada.
¡Cómo? ¿Qué le pasa a ese viejo?!, decía mientras masticaba un trozo de pan con dulce.
¡Es que, bueno, el abuelo y yo… digamos… él y yo… cogimos abu… y me acabó adentro!, le dije, buscando sus reacciones con la mirada.
¿Quéeeeeé? ¿Se volvió loco? ¡No te creo gurisa!, me dijo entonces, luego de asestarme un cachetazo mientras me subía el vestido. Se había levantado tan rápido del sillón que, la mesa tembló precipitando la caída de una taza que se hizo añicos.
¿Y la bombacha, putita?, me dijo mientras me tironeaba el pelo.
¡La tiene él abu, te juro que es verdad!, le dije, sin ocultarle mis lágrimas. La abuela se serenó de golpe, como si hubiese recordado algo.
¡Bueno chiquita! ¡Vamos a calmarnos! ¡Después hablo con el abuelo! ¡Sentate arriba de la mesa, que la abuela te pone la bombachita! ¿Sí?, dijo la abuela, ahora buscando algo en un cajón. Por un momento dudé en obedecerle. Pero me senté ni bien me gruñó: ¡Dale Luciana, sentate, acé el favor!
La abuela apagó el televisor, y se me acercó con una bombacha de goma en las manos. Me olió el vestido, me abrió las piernas y deslizó uno de sus dedos en mi muslo derecho.
¡Es cierto nomás! ¡El tata te cogió cachorra! ¿Te dolió mucho?, me dijo, mientras comenzaba a subir la bombacha por mis piernas.
¡No sé abu, pero me gustó!, pude decirle con algo de vergüenza, al tiempo que separaba mis nalgas de la mesa para facilitarle la tarea de ponerme la bombacha. La abuela balbuceó algo para sus adentros. Me sacó el vestido como con asco, y me pidió que me baje de la mesa.
¡Ahora la abu te va a dar la lechita! ¿Querés? ¡Parece que te estás portando muy bien Luciana! ¡Por lo visto, te sentís bien con los pitos de los hombres!, dijo luego, sonriendo con cierta incomodidad. Pero de pronto, apareció ante mí con una mamadera. Me sorprendí, y hasta me dio gracia. Pero acepté todo lo que se me ofreció luego. Era un regalo demasiado valioso vivir en la casa de mis abuelos, pensando en lo duro y difícil que estaba todo en la ciudad por culpa de los milicos, como para negarse a todo el cariño que podía recibir. Pensé en mis padres. ¿Qué dirían ellos si me vieran en bombacha de goma, sabiendo que mi abuelo me había penetrado en su cama? ¿Qué pensarían de las chanchadas que hacíamos con Ariel? ¿Y del pete que le hice a mi primo?
La abuela se sentó en el sillón y me llamó agitando la mamadera con una mano, y golpeándose la falda con la otra.
¡Vamos Luchi, que tenés que tomar la mamadera! ¡Y nada de reírte, que bien que te gusta andar mamando vergas por ahí!, me dijo. Yo todavía me reía de lo grotesco que parecía todo a mi alrededor. Ahora, la bruja amargada, capaz de llenarnos el culo de varillazos si nos portábamos mal, lucía como una madre santa, ofreciéndome la leche en una mamadera. No tardé en acurrucarme en sus piernas, y en comenzar a succionar de la tetina de la mamadera. Ella la tenía aferrada en su mano, y no me dejaba tenerla. Cada vez que intentaaba sacársela, ella me pegaba en la mano. A veces me limpiaba los hilitos de leche que me chorreaban por los labios, y me hacía chuparle los dedos.
¡Cómo creciste pendeja! ¡Y mirate ahora! ¡Tomando mamadera! ¡Pero te gusta! ¿No cierto?, me decía luego, sin dejar de darme leche. Solo que con la otra mano me frotaba las piernas. Cuando al fin uno de sus dedos empezó a tamborilear en mi vulva sobre la bombacha, se me escapó un gemido.
¿No me digas que se te calentó la concha!, me dijo, manoseándome una teta. No le respondí. Pero ella escabulló aquel malicioso dedo adentro de mi bombacha, y comprobó que todavía tenía la vagina pegoteada del semen de mi abuelo. Lo sacó, lo llevó a mi nariz, y pronto me obligó a lamerlo.
¡Chupame el dedo roñosa, lecherita, y no pares de tomar la mema, pendeja sucia!, me decía, ahora dando saltitos con sus piernas, los que percutían directamente en mi cola. Pero de pronto, por la puerta principal aparecía Ariel. Ya no tenía la gorra de sol. Pero en su espalda una mochila pesada lo hacía sudar como si todavía la siesta nos acompañara.
¡Dejá eso en el piso vos, y ayudame!, le dijo la abuela sin mediar pensamientos ni razones. Ariel no dijo nada. Pero no evitó reírse al verme tomando leche en una mamadera.
¿Sabés por qué le doy la lechita así Ari? ¡Porque tu hermanita, parece que anduvo haciendo cositas chanchas con tu abuelo! ¡Y no precisamente con la boquita!, le explicaba la abuela, acomodándome sobre el sillón, como en cuatro paaas.
¡Bajate el pantalón nene, y dale vos la lechita ahora!, le ordenó la abuela. Ariel lo hizo, y empezó a pajearse bien cerquita de mi boca. Me la hacía desear el turro. Y encima la abuela me nalgueaba, me acariciaba y me volcaba lo que quedaba de leche en la espalda.
¡Vamos nena, abrí la boquita, y el culito también! ¡Vamos a ver si anda con olor a caquita la pendeja!, me decía la abuela bajándome la bombacha, oliéndome y pellizcándome la cola. A esa altura, mi lengua le lamía los huevos a mi hermano, y mi mano le pajeaba la pija. La tenía dura, olorosa y pegoteada. Por eso, ni bien me la metí en la boca, empecé a pedirle la lechita, totalmente empachada de saliva y cosquillitas. Es que, mientras tanto la abuela me rozaba el agujerito del orto con la mamadera, me pegaba más fuerte en la cola y me rasguñaba las piernas. Además no paraba de ridiculizarme.
¡Claro que tu abuelo te cogió toda pendeja, porque le encanta el olor a pichí de las hembritas, y lo apretadito que tenés la conchita! ¡Así que la nietita se cogió al tata! ¿Qué te parece Ariel? ¿Tenés una hermanita cada vez más loquita! ¡La vas a tener que castigar!, le decía la abuela mientras mi boca se tragaba todo lo que quería de su pito delicioso. Lo extrañaba mucho. Ahora mi hermano no parecía el nene malo de la siesta sobre los cueros. Me acariciaba el pelo y me amasaba las tetas, sin dejar de cogerme la boca, y me decía que me quería.
¡No le digas esas pavadas nene, que tu hermana o único que quiere es pija!, le dijo la abuela, mientras me olía el culo. En ese momento las cosas se alinearon para que sucedan con la misma sincronía. Mientras Ariel eyaculaba en mi cara y un poco en mi boca, la abuela me lamía el culo, rezongando por mis olores, y yo me hacía pichí arriba del sillón. La oí decirme que era una sucia de mierda, y que le encantaba mi olor a culo. Ariel casi se cae tras eliminar toda su carga sexual sobre mí. La abuela parecía transformarse cada vez más. No le gustó que me haya meado. Pero, aún así me puso la bombacha de goma nuevamente, me obligó a lamer la mamadera, y antes que me reincorpore del sillón, quiso que friegue mis tetas en el tapizado mojado.
¡Ahora andá a tu pieza, y ponete una pollerita, y alguna remerita! ¡En un rato viene tu tía Mari a comer! ¡Vos Ariel, decile al abuelo que le trajiste el mandado! ¡Ya lo vi cruzar para el galpón!, nos instruyó la abuela. Yo corrí a mi pieza para ponerme lo que se me requirió. ¡El abuelo había pasado por el comedor! ¿Me habrá visto tomando la mamadera? ¿O acaso, pasó justo cuando peteaba a mi hermano, y la abu jugaba con mi cola? En eso pensaba mientras me vestía, y me rozaba el agujerito de la cola sobre la bombacha. Sentía que lo tenía caliente, mojado y lleno de hormiguitas. ¡Para colmo, la tía Mari vendría a comer, y yo toda sucia! A la abuela le fascinaba exponerme así.
La cena consistió en un pastel de carne muy apetitoso. Todos limpiamos los platos. En especial Ariel. El guacho no dejaba de mirarme las tetas, ya que lo tenía frente a mí. El abuelo también me las miraba. La tía Mari era una mujer extremadamente limpia, ordenada y pulcra. Por eso, creo que ninguno pudo dar crédito del todo a lo que expuso mientras la abuela traía el postre.
¡Como te digo Antonio! ¡El otro día los encontré! ¡el Ricardito estaba meta y ponga con su hermana, con la Marisol! ¡Estoy segura que no es la primera vez que lo hacen! ¡Además, la nena recién tiene 12 años!, se explayó la tía. No parecía con bronca, ni exaltada, ni preocupada.
¿Y vos qué hiciste?, preguntó como al pasar el abuelo, cuando la abuela servía café en tres pocillos.
¡Los re cagué a palos! ¡Pero, no sé, por ahí debí dejarlo terminar al pobrecito!, dijo la tía con migas de budín de limón en los labios.
¡Sí Mari, dejalos! ¡Son chicos! ¡Aparte, si la nena todavía no sangra, no va a quedar preñada!, dijo la abuela, un poco más bajo que la voz del locutor de la tele, que informaba que una familia se había ganado una moto.
¡Pero no sabés! ¡Marisol anda meándose y babeándose por el hermano todo el tiempo! ¡Yo no soy tonta! ¡Che, y hablando de eso… ¿No les parece que hay olor a pis?!, analizó la ti de repente, olfateando el aire claramente hacia mi lado.
¡Sí Mari, pero no te preocupes! ¡Es Luciana! ¡A ellos les pasa algo parecido! ¡Ahora la nena debe estar calentita con el hermano, y a lo mejor, hasta se hizo pis encima! ¡Por suerte yo le pongo bombachas de goma para que el Arielito no la busque! ¡Igual, ya se cogieron! ¡Pero tratamos de evitarlo siempre que podemos! ¿Te measte Luciana?, dijo de repente la abuela, luego de explicarle todo a la tía. En ese momento, ni siquiera supe por qué lo hice, pero me atreví a hacerme pichí. Mientras lo hacía balbuceé: ¡Sí abu, me hice pichí… perdón!
¡Levantate de la mesa, y rajá para tu cuarto! ¡Y vos Ariel, acompañala! ¡aparte, ya es tarde para que estén levantados!, ordenó la abuela. Me levanté presurosa y avergonzada. Pero el abuelo, sin consultárselo a la abuela, de pronto me dijo: ¡Cachorrita, antes de irse a la cama, muéstrele a la tía lo que tiene debajo de la pollera!
Como me quedé inmovilizada por semejante pedido, Ariel lo hizo por mí, y la tía observó mi bombacha de goma caliente y gordita por el pis, y los tres se echaron a reír. Entonces los dos corrimos a la pieza. Ariel se me tiró encima luego de quitarme la bombacha, y ni bien se quedó en calzoncillos empezó a cogerme la conchita con todo. Estaba enojado conmigo. Realmente parecía dolido por haberme regalado al tata. Por eso me dejé golpear por sus manos pequeñas pero fuertes. Me arrancó el pelo, me mordió los pezones y me retorció la nariz hasta que se me cayeron varias lágrimas. Incluso me lastimó una teta. Pero no le importaba. Mientras su pija seguía creciendo adentro de mi conchita, y mi cuerpo se arrastraba por toda la cama, él me insultaba, me escupía la cara, me hacía tener arcadas cuando me metía sus dedos hasta la garganta, me impulsaba a darme una y otra vez la cabeza contra el respaldo de la cama, y me hacía oler los dedos con los que me rozaba el culo.
¿Por qué te cogiste al tata, puta cochina? ¿Dale perra, que te gusta tu olor a caca! ¡Chupame los dedos putita, y gritá todo lo que quieras, que nadie te va a dar bola! ¡Yo soy tu novio puta de mierda! ¡Yo solamente te quiero coger! ¡Además, si no me hacés caso, me voy a coger con la Roxana! ¡Esa no se hace pichí como vos, sucia! ¡Dale putita, abrite todaaaa, que te largo la lechitaaaa!, me gritaba, acallando mis propios lamentos. No me dolía todo lo que me hacía. Más bien me atormentaban sus palabras. Y, por otro lado estaba disfrutando de su rudeza, de ese castigo al que la abuela lo indujo. Pero su semen no tardó en germinar en lo más profundo de mi vagina. Ni bien la última gotita me inundó entera, se deshizo de mí con una patada con la que me derribó al suelo.
¡Hoy vas a dormir ahí putita!, me gritó, y acto seguido se envolvió en las sábanas. No demoró en quedarse dormido. Ni bien esto ocurrió, yo me levanté y me acosté a su lado. Sabía que después de haberse liberado sexualmente, el sueño no le permitiría volver a ignorarme. Además, ya no tenía miedo.
Mi abuelo volvió a cogerme dos veces más. Una fue en el galpón. Esa tarde él había llegado del pueblo con varios periódicos, golosinas, medicamentos para los caballos y un montón de cosas que no me importaban el tata me llamó, justamente luego de que yo escuchara a la abuela decirle: ¡Andá viejo, llamala y divertite un ratito con la guacha!, tras darle un tibio beso en la mejilla. Apenas estuve ante el abuelo, él me pidió que me saque la ropa, y que haga pichí en una pelela que habitualmente usaban para los nietos chiquitos. Cuando terminé me sentó en la mesa donde solo reposaba su matera y unas revistas, y empezó a olfatearme la concha. En cuestión de segundos, el tata me tenía a upa, clavándome su pija erecta y gruesa en la concha. Me llenó de leche en breve, con solo 4 o 5 saltitos de mi cuerpo sobre sus piernas. Pero, lo más morboso de todo fue que, antes de vestirme me pidió que meta mi bombacha y mis medias adentro de la pelela. Una vez que lo hice, solo me vestí con la bombacha empapada, la remerita y la bermuda, y salí del galpón para ayudarle a la abuela a cortar verduras.
La otra fue mientras él miraba un partido. Esa vez me llamó, ya con el pantalón por las rodillas.
¡pasame toda la carita contra el calzoncillo pendeja!, me pidió, mientras encendía un cigarrillo. Su pene se endurecía al contacto de mis franeleos. Su olor me embriagaba, y varias veces estuve por chupársela. Pero las cosas debían ser como él lo mandaba.
¡Ahora, bájeme el calzoncillo, y sacúdame el pito, vamos roñosa!, me pidió luego. Ahora yo le meneaba el pito hacia todos lados, y le apretaba apenas el tronco. Pero ya no pude oírlo más en cuanto el primer chorro de pre semen impactó en mi cara. Le lamí el glande, y entonces el tata me subió a sus piernas, prácticamente agarrándome de los pelos. Me bajó el pantalón, y sin correrme la bombacha calzó con precisión su pija en mi conchita para comenzar a penetrarme con todo. De hecho, la abuela apareció tras la ventana, y el tata le dijo con sorna: ¡Mirá vieja, cómo juega la bebota!
Pero su leche copiosa y espesa volvió a dejarme sin aliento, apenas le dije: ¡Cogeme toda abuuuu, metela toda, rompeme toda!
No había tiempo para mucho más, porque en breve llegaría Ramón, un vecino muy amigo del abuelo a cenar.
Ariel también me cogía seguido. Aunque muchas de esas veces prefería acabarme en la boca. Una vez hasta me pidió que me hiciera pichí y caca en la cama mientras yo lo peteaba. Otra vuelta, quiso que le chupe la pija en el baño. Pero poco a poco, mi vagina comenzaba a sentir, a clamar por esas pijas, a gritarme en las noches que necesitaba más y más semen. Por lo que no era raro que terminara todo como terminó.
Al tiempo empecé a tener mareos, nauseas, dolores de cabeza, ciertos sueños extraños y algunas punzadas en la panza. Claro que no le dije nada a la abuela. Hasta que, cierta tarde, yo me sentía muy mal. Había vomitado dos veces. Pero yo seguía sin decirle nada a nadie. Esa tarde la abuela mateaba con Teresa, una amiga de la infancia que trabajaba como curandera en el pueblo. Cuando de repente tuve que dejarlas para ir a vomitar, fue inevitable que no me escucharan. La abuela se alertó. Entró al baño y me preguntó si estaba bien. Yo le juré que sí. Pero al regresar al comedor con ella y su amiga, justamente Teresa dijo: ¡Negrita, a mí me parece que a esta nena hay que revisarla! ¡No tiene buen aura!
Yo me hice la desentendida. Pero Teresa insistió, luego que la abuela argumentara que yo solía llamar la atención: ¡No sé negrita… para mí hay algo raro! ¿No querés que la revise?
¿Vamos Luciana, sacate la ropa que la Tere te va a revisar! ¡Y pobre de vos si no tenés nada!, dijo arbitrariamente la abuela, sin importarle si yo quería o no. Pero, ni bien me quedé en bombacha, Teresa se me acercó. Palpó mi abdomen, se agachó un poco para olerme la vagina, hizo a un lado mi bombacha y se atrevió a recorrer el orificio de mi sexo.
¿Esta chica ya no es virgen, negrita?, dijo con los ojos abiertos como la tempestad.
¡No Tere, la verdad que no! ¡Y es bastante putona te voy a decir!, me acusó la abuela.
¡Bueno, porque, primero que nada, tiene semen en la bombacha, en las piernas y en la vulva! ¡Tiene la panza durita, con la forma palpable de un nene! ¡Estoy segura que está preñada Negrita! ¡Es más! ¡Va a ser un varoncito! ¿Tuviste sexo vos nena? ¿Sabés con quién al menos?, aseguró la mujer, tiñéndolo todo de drama. Yo no le contestaba. Sabía que los abuelos le creían más a ella que a cualquier doctor. Por lo menos conservaba la esperanza de que todo sea una fábula absurda de esa mujer. ¿Yo, embarazada?
¡A ver chirusa… hacete pis, ahí parada donde estás!, me pidió la desconocida, mientras me bajaba la bombacha. Yo lo hice, porque la abuela ya empezaba a mirarme con desdén. Enseguida la mujer puso su mano debajo de mi catarata de orina, abriéndome un poco más las piernas con cierto fastidio, y saboreó sus dedos mojados. Me pidió que me descalce, y me saque la bombacha, mientras parloteaba para sí misma. Después me palpó las gomas, me succionó los pezones con fuerza y me pidió que saque la lengua.
¡Inhalá y exhalá bebé, cerquita de mi boca, dale, y no tengas miedo!, me dijo. Mi aliento la extasiaba. De hecho, tocó mis labios con su lengua dos veces. Examinó mi bombacha, se agachó para embeberla con el pis que había en el suelo y se la llevó a la boca.
¡Síiii negrita, esta cachorra, como ustedes le dicen, está embarazada, y de cinco meses!, sentenció Teresa, mientras me daba un cachetazo en el culo.   Fin

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Comentarios

  1. Muchas gracias por la continuación del relato, me gustó mucho. Sigue escribiendo más de tus historias, porfa.

    Un saludo.

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  2. ¡uuuuuuuuuuuuuf!, hermooooooooosooooooooo. la verdad que no se puede ni describir lo bueno que este relato está, seguí escribiendo así por que es formidable.

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    1. ¡Gracias Martes! se hace un poco extenso el relato. pero es necesario detenerse en los detalles de la protagonista. y por supuesto, seguiré escribiendo. ¡Besos!

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  3. ¡Gracias Eduardo! como habras notado, la historia queda un tanto inconclusa. por lo tanto, tal vez la continúe, si eso quieren los lectores. Gracias por leer!

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