Las dos a la final


¡Escuchame pendeja! ¡Está todo bien con la emoción del partido y todo eso! ¡Pero, acordate de no cambiarte los calzones en cualquier lado, y olvidártelos sucios donde se te antoja! ¡Te lo dije mil veces! ¡Soy tu mamá, y no tu empleada!, le grité a mi hija, unos minutos antes de que al fin apareciera por el living. Eran las 9 de la noche, y sabía que vendría a mirar el súper clásico conmigo. Yo había llegado a las 8 del trabajo, y estaba muerta de cansancio. Ni se inmutó cuando le mostré las 3 bombachas que recogí de distintos lugares de la casa. Una estaba en el baño. La otra debajo de uno de los sillones, y la otra hecha un bollo arriba de una silla.
¡Te estoy hablando Camila!, me apresuré mostrándome implacable.
¡Basta ma, no me hinches las pelotas, que ya empieza el partido! ¡Además, ¿Vos, qué hacés que no te ponés la camiseta de esos muertos? ¿Compraste cerveza?, me decía mientras agarraba el control remoto de la tele para encenderla. La previa estaba en marcha, y yo todavía terminando de ordenar todo lo que Camila dejaba por cualquier sitio. Desde cosméticos hasta platos y vasos sucios, los que seguro usó con alguna de sus amigas en el almuerzo, y no fue capaz de dejarlos en la bacha.
¡Sí, compré cerveza, y ya preparé la picadita! ¡No tenían aceitunas! ¡Pero traje queso, jamón, papitas, mortadela y unas frutillas para preparar con crema! ¡Y estos muertos, como nos decís, les vamos a volver a ganar! ¡Ya vas a ver!, le dije, como para desdramatizar la cosa. Pero entonces la vi. Estaba solo con la camiseta de Boca que le llega hasta el inicio del pubis, porque la guacha engordó un poquito gracias a que no hace ni un deporte, y se la pasa lastrando todo el día. Se le veía con toda claridad una bombacha violeta, y nada más que eso. Estaba en patas y toda despeinada. Pero, el tema es que, mientras el relator gangoso de la trasmi decía la formación de Boca, ella se frotaba la vagina, sin ningún reparo.
¡Camila, por favor, dejá de hacer eso!, le dije mientras acomodaba todo lo que había cortado en la mesita ratona.
¡Vos no entendés nada ma! ¡Me re excita escuchar el nombre de nuestros jugadores! ¡Y hoy les vamos a romper el orto! ¡Y ponete el trapo ese si te la bancás!, dijo, enderezándose un poco en el sillón para manotear un palillo con queso y salame. Ni bien se lo metió a la boca, se encajó unas papas y un pedacito de jamón.
¡Despacio nena! ¡Nadie te corre!, le dije.
¡Ufa maaaa, estás re hincha huevos!, me contestó, y luego prolongó un eructo, antes de tomar un trago de cerveza y entonces volver a eructar.
¡Yo no sé en qué me equivoqué con vos hija! ¡Tenés 16 años, y no aprendiste modales, ni a ubicarte, ni nada! ¡Ni siquiera te da vergüenza dejar tus calzones por ahí! ¡Ya te dije que tengas cuidado, porque puede venir la abuela, o la tía Inés en cualquier momento!, intenté introducirla a un diálogo que buscaba algo de solidaridad de su parte. Pero ella comenzaba a extasiarse con el relator, el comentarista, las imágenes de los tipos haciendo los pre competitivos en la cancha, y con los cánticos de la hinchada. Gritaba, cantaba alguna que otra canción obscena sin medir el volumen de sus cuerdas vocales, y comía cada vez más apurada. Se ahogó un par de veces, y eructaba con cada vez mayores duraciones y arrogancias.
¡Otra vez con lo de las bombachas! ¡Ya fue ma! ¡Pasa que, a veces me baño, y me la saco, y ya! ¡otras veces me vengo meando del colegio, y entonces, como siempre se me escapa un poco, me la saco y después me olvido dónde la dejo!, se explicó desganada, entre cánticos en contra de River, y algún que otro suspiro por Andrada, , o por Almendra, uno de los juveniles de Boca.
¡Pero nunca vas a pedir disculpas! ¿No? ¿A vos te parece bien que yo tenga que encontrar bombachas tuyas por todos lados? ¡El otro día junté 9 bombachas, y todas sucias!, le dije, luego de tomar un vaso de agua tónica.
¡Ma, dejate de romper las bolas, que ya empieza el partido! ¡Qué culeados esos muertos! ¡Mirá cómo llenan la cancha de papelitos! ¡Vamooo loooocooo, que quiero hacerles el culito a estas gallinitas del orto!, dijo, cuando la tele mostraba los esfuerzos de jugadores, árbitros y allegados por dejar la cancha lo más limpia posible para que se pueda jugar el partido.
¡Ahí los tenés a los bosteritos! ¡Son unos mugrientos!, le decía mientras me ponía la camiseta del millo, antes de por fin tomar la decisión de sentarme al lado de Camila.
¡Cerrá el orto maaa, que ustedes estuvieron en la B, y nadie se olvida de eso! ¡Callate y mirá, que en un ratito esa cagada que te pusiste no te va a servir ni para limpiar la caca del perro!, dijo con la boca llena, pero con las palabras bastante legibles. Algo adentro mío pugnaba por escaparse. Estaba harta de los tratos de Camila, pero también me había acostumbrado. La justificaba siempre, tal vez por sentirme culpable de la separación de mi marido, cuando ella tenía 8 años. Pero mi psicóloga me recalcó varias veces que debía ponerle límites si yo lo creía necesario. Sin embargo, una y otra vez flaqueaba ante sus groserías.
¡No hables así Camila, por favor! ¡No sos una barra brava, ni estás en la cancha!, le dije, luego de escucharla eructar otra vez. Ya se había bajado una cerveza ella solita.
¡Mirá ma, el partido ya va a empezar! ¡Si no tenés pañuelos, podés usar ese trapo que te pusiste para limpiarte los mocos! ¡Hoy van a perder, por cagones!, dijo, y entonces, Mariano anunció el comienzo del partido.
Yo no existía para Camila, pero ella quería que como hincha de River que soy, vea el partido con ella. la verdad, fue un bodrio, hasta que el árbitro anuló un gol supuestamente lícito para ellos. Ahí Camila estalló de bronca. Al punto que revoleó el control remoto al suelo. Saltaron las pilas al carajo. La reté por eso. Pero ella ni me escuchaba.
¡Andá a la concha de tu madreee, árbitro botóoon… seguro te pusieron plata hijo de puta! ¡Era gol! ¡Callate comentarista pelotudo, no sabés un carajo! ¡Aaaaay, mirá la cara del muñecoooo! ¡Estás re cagado nene!, dijo, entre otras cosas imposibles de recordar y reproducir. Yo me reí con indiferencia, y ella me sacó la lengua.
¡Tranquila Cami, que ya viene un golcito del millonario, y entonces, podés subir a tu pieza para ponerte a estudiar química! ¿Mañana es el examen?, le dije, sabiendo que esas intervenciones la sacan de quicio. Ella me hizo cuernitos, eructó hacia mi lado, y no conforme con eso recreó el sonido de un pedo con la boca, salpicándome la cara de saliva. Además, su aliento a cerveza lo había invadido todo.
¡Callate la boca, que si hoy ganamos, mañana que vayan a rendir las conchudas de River!, me dijo, y volvió a clavar los ojos en la tele. Entonces volví a notar que tenía una de sus manos totalmente adentro de la bombacha.
¡Camila, la manito por favor! ¡Imagino que esa bombacha está limpia por lo menos!, le dije, cuando faltaba poco para que termine el primer tiempo. Su cara mostraba cada vez más insatisfacción, porque Boca jugaba un poco mejor que nosotros, pero no convertía, y los minutos no se detenían.
¡La bombacha sí, pero mi concha no! ¡Hoy no me bañé cuando vine del colegio!, dijo riéndose sin gracia, y puteó a Bufarini por tirar mal un centro.
¡Bueno, entonces, sacate la mano de ahí, chancha! ¡Y comé, que si no ganan y no comés, después te sentís peor!, apunté, mientras le abría una nueva botella de cerveza fría. Todavía seguía aferrada a ese calor interno que cruzaba los recovecos de mi cuerpo. Varias veces tuve ganas de darle un cachetazo, o de arrancarle el pelo para que me respete un poco. Pero no podía proceder.
Había concluido el primer tiempo. Entonces, en la repetición del gol que no fue, la vi con su mano masajeándose la vulva, apretando los labios, puteando y abriendo las piernas. Observé mejor, y descubrí que tenía los pezones hinchados bajo su camiseta seneise, puesto que no traía corpiño.
¡Camila, ¿Debajo de eso no tenés nada?, le pregunté, ahora de pie, poniendo unas salchichas en un platito, y mostaza en un cuenco.
¡No ma, no tengo nada! ¡Y no me mires las tetas! ¡Si querés me saco la bombacha!, dijo con mal genio, pero disfrutando de algo que yo no asimilaba. Otra vez la ira parecía apoderarse de mis fuerzas inútiles, y por momentos necesitaba correr a mi cuarto para echarme a llorar. me replanteaba todo en esos instantes, pero luego volvía a comprenderla.
Empezó el segundo tiempo. A esa altura Camila saltaba en el sillón, y en cada jugada comprometida se paraba a insultar a los de river, o para alentar a Tebes, a Bufa, al colorado Macálister, o a Zárate cuando entró. No se olvidaba de dedicarle algunos párrafos hirientes a Wanchope. Ahí la camiseta se le subía por el vaivén de su furia, y la bombacha se le deslizaba un poco. En uno de esos momentos, mientras saltaba, la vi fregarse la vagina con mucha intensidad.
¡Dejá de tocarte ahí Camila!, le dije imperativa.
¡Ahí es la concha ma! ¡Decí las cosas como son! ¡Y mejor vos dejá de reprimirme! ¡Estoy re caliente!, dijo natural y despreocupada, antes de volver a las puteadas. Ahora escupía el piso, tomaba más birra y se besaba la camiseta a cada rato. También rezaba, aunque no lo hiciera evidente para mí. Nunca pude inculcarle el catolicismo.
¡Sí, no me cabe duda que andás caliente! ¡Camila, por favor, ya sos grande! ¡Deberías cuidar un poco más tu intimidad! ¡Sabés bien por qué te lo digo!, le expuse lo que me preocupaba realmente, escondido entre tantos desatinos.
¿Qué? ¡Ni sé de qué me hablás! ¡Miráaaa, muertoooo, para allá corré idiotaaaa!, dijo nuevamente, apretando el dedo en la pantalla, justo en la cara de Emanuel Mas. Solo me miró un segundo. Eso era todo lo que había logrado robarle de su atención. ¡A mí, que le hago el desayuno, le lavo la ropa, trabajo como una mula para que no le falte nada, le banco los vicios, le permito que sus amigas se queden hasta la hora que quieran, y hasta le doy libertad para que traiga sus noviecitos a casa! Una compañera de trabajo dijo una vez en la oficina que siempre es mejor que los chicos cojan en casa, a que anden haciéndolo en cualquier lado.
¡Sabés que no tengo problemas con que tengas novio, y todo eso! ¡Supongo que te estás cuidando! ¡digo, con las relaciones sexuales!, le dije, totalmente al pedo, porque volvía a meterse en el partido.
¡Atendeme un poquito Camila por dios! ¿Te cuidás o no? ¡Porque, el chico con el que estuviste ayer no lo hizo! ¡Tu sábana tiene aureolas de semen! ¡Yo no soy estúpida!, le dije, elevando la voz por sobre la del relator. Pero en ese exacto momento, Boca convierte un gol. Un ecuatoriano que entró de pronto. Creo que ni ella se lo esperaba. La bombonera rugía, el relator gritaba, y Camila saltaba por todo el living, agitando su camiseta ni bien se la sacó, como si fuese una bandera. Me dio un remerazo, me hizo un par de gestos obscenos con la mano, me sacó la lengua y eructó de nuevo, luego de obligarme a brindar con ella. También me encajó su camiseta en la cara para que la bese. Casi hace mierda los dos vasos de la adrenalina cuando brindamos.
¡Goooool, la concha de su madreeeee! ¡Gooool, para todos los muertos que se fueron a la B! ¡Tomá ma, para vos, por pelotuda, por hacerte de un equipo triste, pecho frío, maricón y horrible! ¡Y obvio que me cuido! ¡Pero me encanta la lechita de los de River! ¡Además, a vos qué te importa lo que hago cuando cojo ma! ¡Ahora vas a ver cómo le rompemos el culo, despacito! ¡Mirá la carita de trolo que tiene el colombiano ese! ¡No puede levantar las patas! ¡Aparte, si vos no cogés, no es mi problema!, decía exultante, envalentonada y presa de una euforia que, no lograba detener sus pies. Bebió un vaso de cerveza de golpe y me eructó en la cara. Esa vez llegué a asestarle un chirlo en el culo. Pero ella seguía rugiendo como si nada.
¿Qué me pegás boluda? ¿No ves que estoy festejando?, me dijo como al minuto del chirlo, una vez que volvió a sentarse.
¡De todas formas, ya termina Cami! ¡Acordate que la semi, la vamos ganando nosotros! ¡Todavía les falta un gol, chiquita! ¡Y eso, recién para llegar a los penales!, le dije con una tranquilidad que no me creía ni yo. No era por el partido. Una absurda pero verdadera sensación me hechizaba. El olor del pelo de mi hija, los contornos de sus tetas ahora desnudas, lo erecto que tenía los pezones, lo hermoso que se le formaba el dibujo de la vagina en la bombacha, y toda la ira que le guardaban mis pasiones, esas ganas de cagarla a trompadas por todas y cada una de las contestaciones que me profería, me llevaban a un letargo confuso.
¡Callate tarada, que les vamos a hacer otro golcito! ¡Ya viene, vos solo tenés que esperar!, decía, un poco bajando la guardia. Es que, ya faltaban 4 minutos, y ahora River se animaba a contragolpear. Poco a poco la disfonía de Cami se atenuaba, y el árbitro no agregaba minutos. La impaciencia comenzaba a consumirla.
¡Igual ma, qué loco que hayas reconocido la leche en mis sábanas! ¡Hace bocha que a vos no te echan un buen polvo! ¿Ya debés ser virgen de nuevo!, dijo con una amarga sonrisa. Esa vez no toleré su comentario. Le di un cachetazo, y le arranqué una oreja. Por supuesto, para ella fue como si le hiciera cosquillas por el contexto de su situación emocional.
¡Me tenés cansada pendeja de mierda! ¡No sé por qué carajo le dije que no a tu padre cuando te quiso llevar a vivir con él!, le grité, y guardé silencio, con los brazos cruzados, como si yo hubiese sido la de la falta de respeto.
¿Y cómo te garchaba el viejo ma? ¡Seguro que re bien, porque los hinchas de Boca somos puro sexo! ¡No como estos giles!, dijo, con la cara entre las manos, para no demostrarme que le había dolido mi correctivo. No le respondí. El final del partido fue para ella ese puñal agridulce que empieza a desgarrar poco a poco la piel, hasta que las entrañas se vuelven visibles. No habló mientras los del millo festejaban en la cancha, y los jugadores de Boca saludaban a la gente con desánimo. Yo tampoco la gocé. Ardía de ganas por hacerlo. Pero me contuve.
Entonces, me levanté a recoger los platos y cuencos vacíos de la mesita ratona. También los vasos, las pilas del control, la remera de Cami, y unas ojotas que dejó debajo de la mesa. No había mucho por decir.
¡Y bueno Cami, otra vez perdieron! ¿Viste que no hay que hablar demás. Tonta?. Le decía, casi como un susurro. En el fondo no quería lastimarla. Ahí fue que escuché su primer sollozo contenido. Luego el hipido y las toses nerviosas del disimulo atragantado. Cuando le eché un vistazo, la pobre lloraba acurrucada en el sillón, sin evitar la fuga de mocos por la tristeza, tapándose la cara con las manos, con las rodillas juntas, y el leve resquicio azul de la furia de sus ojos por entre las rendijas de sus dedos. Me conmovió. Quise abrazarla y llevarla alzada a la cama, como cuando era chiquita. Allí recordé entonces que le había preparado frutillas con crema, su postre predilecto. Lo saqué de la heladera y serví unas cuantas en una compotera. Busqué una cuchara y lentamente caminé hacia ella, para sentarme a su lado.
¡Ya está Cami, no te amargues! ¡Mirá lo que tiene mami para vos!, le dije cargando una cuchara con frutillas, haciendo algo de ruido para entusiasmarla.
¡No quiero nada maaaa… dejameeee… soy una tarada… soy una perdedora del orto!, decía precipitando sus lágrimas, las que ahora le caían rebeldes por las muñecas.
¡Dale Cami… es solo un partido… es solo eso! ¡Y no sos ninguna perdedora! ¡Y dejá de hablar así! ¡Vamos, mirame, y abrí la boquita!, le decía, acariciándole la cabeza con una mano y sosteniendo la cuchara con la otra, mientras el recipiente descansaba en mi falda. Entonces, una vez que levantó la cabeza, eructó y elevó sus brazos como descomprimiendo su angustia, le acerqué la cuchara a los labios. Ella se comió una frutilla, pero la otra se cayó en el centro de sus tetas. Eso la hizo reír.
¡Dale cochina, sentate bien, así no te ensuciás!, le decía, olvidándome por completo de nuestra rivalidad, sonriéndole como siempre, lo merezca o no. Pero ella seguía acongojada, triste y sin fuerzas. Volví a prepararle otra cucharada, y de nuevo se comió una frutilla. La que quedaba en la cuchara cayó inexorable sobre su pierna. ¡Y eso que no eran frutillas tan grandes!
¡Bueno Cami, vamos che, a ponerle onda! ¿Tan mal te pone ese partido? ¡Parece que volvés a ser una bebé!, le decía, advirtiendo que tenía la boca llena de crema, y ciertos hilos de saliva goteándole del mentón. Entonces, agarré la frutilla que todavía reposaba entre sus pechos y se la puse en la boca. La guacha, primero me mordió el dedo, y enseguida, como si recapacitara, me lo lamió, succionándolo con sus labios pegajosos.
¿Te gustó ma?, dijo entre dientes. No entendía qué me pasaba. No podía hablarle. Solo, volví a cargar otra cuchara con dos frutillas. Esta vez se comió las dos, pero un trozo de crema le cubrió el pezón de la teta derecha.
¡Dejá ma, yo sigo comiendo! ¡Andá a acostarte! ¡Y gracias por la picadita!, dijo, al borde de retomar la mariconeada en silencio. Me sorprendió que me diera las gracias, y que se apiade de mi cansancio. ¡Jamás lo hacía! Entonces, la vi meterse una mano entre las piernas. No sé por qué le dije lo que mi mente no construyó siquiera para analizarlo.
¿No tenés crema en la bombacha? ¡Si querés, te la podés sacar, y tirarla en el piso! ¡Total mañana mami te la lava! ¡No quiero verte así amor!
Mientras le hablaba le acariciaba la pierna donde antes había caído una frutilla. Ella se la comió de repente, antes de volver a rezongar por una jugada del partido, y por el gol que no les cobraron.
¡No ma, está limpita! ¡Aunque, bueno, vos sabés que me re calientan los futbolistas! ¡Debe estar llena de flujito!, dijo, y esa vez sí se rió sinceramente. Yo no sabía que se excitaba a ese punto. Solo sé que, algo me indujo a tomarla en mis brazos para sentarla sobre mis piernas y buscar la forma de consolarla. Le di un par de cucharadas más, y ella seguía dejando que alguna frutilla caiga sobre sus pechos.
¿Vos no comés ma?, me preguntó de repente. Entonces, yo agaché mi cabeza, y mientras le decía: ¡Yo, mejor, creo que voy a aprovechar a comer las que se te caen!, acercaba mis labios abiertos para atrapar la primera de las tres que había en sus gomas. Ella se estremeció, pero se reía con más inocencia que consciencia. Después me comí la otra, y me atreví a limpiarle la crema con la lengua del costado de la teta derecha. Descubrí que el pezón se le paraba más, y una descarga invasora punzó mis paredes vaginales. no tenía idea de cómo había llegado a tanto. Pero Camila ya no lloraba. Al fin atrapé la última frutilla, la que estaba exactamente en el medio de sus dos tetas. Tuve que tocárselas, separarlas un poco con una mano, ya que era muy chiquita. Ni bien mi lengua la levantó como una pala, Camila gimió confundida. Dijo algo imposible de procesar para mis oídos. Mi ser estaba desconectado de la realidad. Ahora, de forma irreverente, mi lengua le acariciaba los pezones, de a uno por vez, y mi mano derecha le hacía provechitos a su colita. Ella había manoteado el recipiente para servirse sola, y comía una frutilla atrás de la otra, aunque riéndose de las cosquillas que mi lengua le ofrecía a su cuerpito. Ahora su olor me extasiaba. No lo asimilaba con exactitud. Le sobaba la pancita, y su risa se tornaba más aguda y candorosa. Hasta que una frutilla se le cayó justo entre sus piernas cruzadas, bien pegadita a su vulva. Entonces no lo soporté un segundo más.
¡Vamos bebota, venga a upa de mami! ¡Mirá, ya te manchaste la bombacha con crema!, le decía al tiempo que la levantaba de los brazos, le besuqueaba una de sus mejillas bañada en lágrimas, las que poco a poco retrocedían, y le pellizcaba la cola. Tenía un culo hermoso la pendeja. Hasta que poco a poco terminó acurrucada en mis brazos, frente a mí.
¡Che ma, ¿No te parece que soy media grandota para que me hagas upa?!, dijo displicente, cuando yo intentaba bajarle la bombacha. Ya no había un por qué para mis acciones.
¡Ahora vos calladita nena, y mostrale la bombacha a mamá! ¡Quiero ver cómo te calientan esos bosteritos!, le dije, sabiendo que ponía el dedo en la llaga. Pero ella forcejeaba conmigo para que no lo logre.
¡Dejame ma, no seas cargosa! ¡Aparte, no sé por qué ahora, o sea, no entiendo qué te pasa! ¡Me re rompiste las bolas con las bombachas, y ahora me la querés sacar!, decía mientras se metía una cuchara repleta de crema en la boca.
¿Viste que estoy más gordita ma?, dijo, mientras yo le acariciaba la pancita.
¡No mi amor, estás hermosa!, le dije, manoseándole las tetas con una mano, insistiendo con bajarle la bombacha con la otra, y respirando del aroma de su cuerpo enrarecido. Hasta que no lo soporté y me metí uno de sus pezones en la boca, para mamárselo como tanto me había tentado.
¡Calladita la boca bosterita, que te va a poner loca esto! ¡Además, mamá ganó!, le dije sin soltar su pezón, succionándolo y ensalivándolo con mi lengua de serpiente. Era delicioso. Ese y el otro. Porque, ni bien se lo dejé durito y erecto como yo quería, ataqué como una fiera en celo su otro pezón desolado, con algunos restos de crema de leche. Ella gemía como sin querer hacerlo, y suspiraba, sin palabras. Entonces, su cuerpo comenzó a aflojarse, y así logré bajarle la bombacha hasta las rodillas.
¿Así le chupabas las tetas a la Luciana mami?, dijo de repente, intrépida y con dulzura en la voz. ¡Me quedé helada! ¡No entendía cómo podía saber de mi relación con Luciana, la empleada que tuvimos durante 4 años! Aún así no fui capaz de darle la orden a mi lengua y labios para que detengan las succiones y chupones a sus tetas juveniles.
¿Qué decís pendeja? ¿De dónde sacaste eso?, le dije, cuando mi saliva le decoraba cada poro de su piel de durazno.
¡Dale ma, no te hagas! ¡Te vi bocha de veces, tirada en la cama, chupándole las tetas! ¡Ya sé que lo dejaste a papi por otra mujer, antes de Luciana! Siempre te calentaron las minas? ¿Quién fue la mujer que, con la que engañaste al viejo?, me decía, sin olvidarse de suspirar, temblar y tiritar gracias a mis caricias, lamidas, besitos y estiradas a sus pezones.
¡Eso, ahora no te importa, pendeja insolente! ¡No sos quién para preguntarme esas cosas! ¡Además, Luciana era una bosterita sucia como vos! ¡Por eso le chupaba las tetas!, le decía, totalmente irreconocible, mientras buscaba la manera de acomodarla de otra forma. Mi idea era que se siente en una de mis piernas. De modo que su sexo pueda impactar directamente sobre mi piel. Entonces, de a poquito logré conducirla a un estremecimiento cada vez mayor cuando empecé a elevar mi pierna hacia arriba, como dando pequeños saltitos. Tenía la vulva caliente y mojada. No se la había visto aún, pero no parecía tener vellos. Ahí fue que tomé la decisión de sacarle la bombacha por completo. Se la acerqué a la cara, le di un cachetazo, intensifiqué los brinquitos de mi pierna y le escupí una goma.
¡Ahí tenés pendeja! ¡Sos una desagradecida! ¡Pero, por suerte, les volvimos a ganar!, le decía, abriéndole las nalgas con una mano para después soltarlas y darle un chirlo. Camila no podía abstraeré del goce de su sexo. Ahora gemía un poco más agudo, se le agitaban los pulmones y cerraba los ojos.
¿Así que te gusta esto, no? ¿No era que te gustaba la lechita de los de River? ¿Te gusta que los pendejos te dejen la leche en la sábana? ¡Te encanta coquetear a tus amiguitos, paseándote sin ropa interior por la casa, con esos vestidos hechos mierda, todos chingados! ¡Yo no soy ninguna boluda nena!, le expresaba, ya sin importarme si la hería, la exponía o la ofendía. Poco a poco su cuerpo se fue deslizando hasta mi rodilla, y entonces tuve la idea de hacerla gozar un poco más.
¡Pegá la concha a mi rodilla pendeja, y chupame las tetas, ahora! ¡Vos te la buscaste guachita de mierda!, le dije luego de un cachetazo que le hizo brotar algunas lágrimas. Pero Camila no me contestó, ni me reprochó, ni se dispuso a pelearme. Simplemente lo hizo. Ni bien sentí el roce de su babosa en mi rodilla la agarré con las dos manos de la cola, con la finalidad de frotarla de arriba hacia abajo. Además, en medio de ese ejercicio le asestaba alguna nalgada, le pedía que me chupe las tetas y le arrancaba la oreja cuando dejaba de hacerlo. Sentir sus labios en mi pezón me retrotrajo a la madre que se pajeaba con todo el tabú y la censura del mundo, mientras amamantaba a mi pequeña hija en ese entonces. Pero también me llenaba de una calentura que no me dejaba pensar. Solo era capaz de entregarme al frenesí de su boca sorbiéndome los pezones, al filo de sus dientes y al calor de su saliva abundante. Entretanto, pronto su cuerpo aprendió el movimiento perfecto para estimularse como lo deseaba.
¡Así negrita sucia, frotate toda, asíii, asíiii, máaaas, dale nenaaa, dale que para andar cogiendo en tu cama no tenés problemas… frotate así guachita, como las perras alzadas, asíiiií, mami te va a sacar las ganas de contestar, de portarte como el culo, y de mostrarle el orto a todo el mundo, putita barata!, le gritaba al borde de enloquecerme, porque sus dientes me habían mordido un par de veces el pezón derecho. Al mismo tiempo le pegaba en el culo, le apretaba la nariz y la obligaba a besar mi camiseta.
¡Mirá la bombacha de la bosterita, toda empapada por esos negritos villeros!, le decía, mientras se la fregaba en la cara, antes de haberla inspeccionado yo misma con mi nariz, ante sus ojos estupefactos. Ella no puso cara de asco como las veces que me vio recoger sus calzones de cualquier lugar de la casa.
De repente, tomé una de las frutillas del cuenco, y mientras seguía subiendo y bajando con su sexo tatuado en mi rodilla, le abrí el culo y le puncé el ano con la puntita de la frutilla, mientras con la otra mano le pellizcaba un pezón.
¡Quiero que acabes guachita sucia!, le dije, y ella se estremeció en un gemido escalofriante, al tiempo que su cuerpo se tensaba para liberar un chorro de flujos que me empapó la pierna. Luego de eso sus huesos se relajaron. Al punto tal que tuve que sostenerla porque casi se cae al suelo por el mareo que el orgasmo tradujo en su mente.
Se levantó confundida, sin mirarme, calladita y con una mano en la vagina. Dio dos pasos y giró con rumbo a su habitación. Pero se quedó inmóvil, antes que yo recobrara el habla.
¿Se puede saber a dónde vas? ¿No me vas a dar las gracias pendeja, después de lo que te hice? ¡Vení acá, inmediatamente!, le dije, sin moverme del sillón. Camila entonces me miró a los ojos, y luego me miró las tetas babeadas. Le echó un vistazo a mis pierna, la que minutos antes había sido su juguete sexual, y se rió mordiéndose los labios.
¡Estuvo re rico ma, pero, creo que, me quedé caliente!, dijo, sin quitarse la mano de la vaina.
¡No me importa chiquita! ¡Ahora, te sentás entre las piernas de mami, y me besás las piernas, vamos!, le dije. Camila pareció suspenderse en un limbo invisible para mi razonamiento, paralizando cada uno de sus músculos.
¡Dale nena, que les ganamos! ¡Ahora se hace lo que mami dice! ¡Y no me hagas que te lo vuelva a repetir, o te quedás sin mensualidad!, la amenacé. Entonces, Camila se hincó en el suelo. Pero antes que al fin cumpla con mi requerimiento le pedí que se ponga en cuatro patas y que menee la cola. Lo hizo a regañadientes, pero ni se atrevió a replicar cuando le di tres chirlos. Después le solicité que se siente en mis pies y que frote sus nalgas en ellos.
¡Qué hermosa nenita obediente resultaste! ¡Parece que las derrotas te hacen más buenita! ¿Siempre te mojás la bombacha así cuando vez fútbol pendeja?, le pregunté, sin esperar respuestas. Las dos estábamos demasiado calientes como para hilar una conversación normal. Entonces, Camila se acomodó como indiecita entre mis piernas, y mis manos se adueñaron de su cabeza. Hice que por largo tiempo su carita triste, su boquita perfecta, su nariz y sus ojitos se froten contra el bulto de mi bombacha, y no le di una tregua, hasta que mi clítoris no estuviese lo suficientemente erecto como para mostrárselo.
¡Meteme los deditos por adentro, y fijate si encontrás el botoncito de mami!, le dije, y ella primero me ofreció sus manos para que yo me deleite chupándole uno a uno sus dedos. Me volvía loca que tuvieran su olor a conchita en celo. Al fin, un torrente de falanges comenzaron a nadar en mis jugos, y entonces, yo misma me bajé la bombacha y se lo pedí.
¡Chupame la concha Camila, dale que mami está caliente, y quiere festejar que otra vez los eliminamos!, le dije, sin darle la opción a que se retire, ya que mis manos condujeron nuevamente su cabeza a mi sexo. No hizo falta que su lengua se funda en las mieles de mi vagina rodeada de vellos sobre sus labios, ni que sus dedos me la revuelvan mucho tiempo. Apenas comenzó a sorber mi clítoris, a darle unos golpecitos con la lengua y a gemir cosas que no entendía, le pedí que abra la boca.
¡Dale putita, trágate tooodoooo, comete la lechita de mamiiii, mal educada de mieerdaaa!, le decía mientras ella tosía, evitaba algunas arcadas, lamía, chupaba y tragaba. Todo al mismo tiempo. Para colmo, la escuchaba tocarse la concha, o palmoteársela de vez en cuando. Al fin, cuando todas mis tensiones nerviosas fluyeron adentro de la boca de mi hija, ella volvió a sorprenderme cuando se volvió palpable para mis sentidos. E repente estaba frente a mí, con su boca a centímetros de mis tetas, desnuda, todavía con una mano en la entrepierna, y con las mejillas gravemente acaloradas.
¡Tengo una idea chiquita! ¡Si te parece, te venís a dormir conmigo esta noche! ¡Sé que querés chuparme las tetas! ¡y, por lo que veo, te voy a tener que sacar la calenturita de la concha!, pensé en decirle. Pero solo la dejé que me chupe las tetas, mientras ella abría las piernas para que uno de mis dedos comience a entrar y salir de su vagina lubricada, ardiente y promiscua. La deseaba. Quería comerle esa conchita en mi cama. Necesitaba frotar mi vulva contra la de ella para sentir su calor, su clítoris latiendo contra el mío. Pero entonces, todas las estructuras que me acompañan desde siempre, los miedos de hacer las cosas mal, la culpa de generarle un trauma a mi hija, lo tremendamente riesgoso que podía resultar si Camila le contaba todo lo que hicimos a su padre, todo eso me heló la sangre. Por eso, de repente y sin más, me separé a la nena del cuerpo y le di un cachetazo en el culo.
¡Andá a dormir pendeja, que mañana te tengo que lavar las sábanas!, le dije aturdida y desolada.
¡Bueno ma. Todo bien! ¡Pero, si querés… nada… acordate que yo perdí, y… bueno, si querés, podés chuparme toda! ¡O mañana me traigo a varios chongos y me los cojo a todos juntos!, me dijo, acariciándose la almejita. La dejé ir. No tomé en cuenta su oferta. Me quedé derrumbada en el sillón, apretándome las tetas, pensando en masturbarme o en llamar a una de mis amigarches más dispuestas. Pero de pronto, cuando pensaba en irme a la cama, en clavarme una pastilla para dormir hasta olvidarme de lo retorcida que fui con mi hija, encuentro su bombachita en el apoyabrazos del sillón. No pude parar de olerla, hasta que mis pies, involuntariamente, desobedeciendo al rigor de mi moral, comenzaron a trasladarme a la pieza de Camila. Por suerte no dormía. ¡Y verla con los deditos en la vagina, babeándose y gimiendo en su camita, con una bombachita de boca, fue irresistible!    Fin

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Comentarios

  1. que bueno que esta el relato. Quiero la continuacion con la fiesta que se va a armar con los chongos que lleve la nena a la casa.

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  2. Hola Pablo! gracias por tu idea. supongo que sería interesante que tales chongos sean de River. lo tendré en cuenta!

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  3. Hace la continuación por favor!! Con los chongos y la mama

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  4. Simplemente,UNICA. Me voló la cabeza. ¡Felicidades por el graaan trabajo!

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    1. Gracias Sasha! me alegra que te guste. y no dejes de sugerirme ideas! vamos por más historias!

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  5. sería interesante. parece que se viene la continuación nomás. Gracias!

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