Me rompieron toda!


Mi nombre es Carola, tengo 29 años, y me llevó todo este tiempo asimilar que una mujer no debe limitarse a las estupideces morales, estructuras sociales o a los tumultuosos bagajes cargados de hipocresía que durante siglos aturdieron a las hembras. Todas somos hembras que deseamos las mismas cosas. Somos putas por naturaleza, y necesitamos serlo. Los machos nos abren, nos perforan, nos penetran, nos poseen con sus ancestrales formas violentas de seducción, y eso nos enciende. Claro que lo esperamos, que deseamos que sus pijas nos colmen completas con sus arremetidas, sus olores y sustancias tan primitivas como los deseos que nos llevan a aparearnos como animales. Porque eso somos. Animales sexuales, calientes, con sangre que emana de nuestros corazones ávidos de tacto, de lenguas escurridizas, de olfatos irascibles, de materia desnuda al servicio de nuestras calenturas más recónditas. Lo comprendí después de lo que viví hace una semana, cuando me llamaron para una entrevista de trabajo. Necesitaban emplear a una mujer mayor de 25 como personal de limpieza en una casona antigua, la que en breve sería habitada por sus verdaderos dueños. Había estado mucho tiempo en alquiler, y muchas familias pasaron por allí.
El tema es que, era en un barrio medio peligroso, plagado de calles solitarias, con poca luz durante la noche, y muchas obras en construcción abandonadas. Salvo una, en la que se veía venir un terrible complejo de viviendas.
¡No podía ponerme en exquisita! Buscaba trabajo de lo que sea, porque con lo que ganaba mi marido en la verdulería no nos alcanzaba. Vivíamos menos que con lo justo, y nuestros 2 hijos tenían que pasar algunas necesidades. Pero era consciente de mis 95 kilos, y que eso me jugaba en contra para elegir lo que quisiera.
Parte de mis complejos sexuales, de no pedir lo que deseaba en el fondo de mi ser, de no animarme a sentirme sexy, de no liberarme con el sexo oral, o de no prender la luz ni por error en el momento de mis relaciones sexuales con mi marido, se debía a ese inconveniente. Por eso, hoy me declaro una mujer renovada, sucia, degenerada y bien hembra, como siempre mi cuerpo y alma me lo reclamaron.
Cuando me llamaron para la entrevista me armé de energía positiva, y resolví todo para ir al día siguiente por la mañana. Mi marido se puso contento cuando se lo comenté, y creo que, entusiasmado por la noticia, me arrinconó en la cocina y me echó un polvito rápido, cortito y al pie, porque ya estaban por llegar los chicos de la canchita.
Yo siempre me dejaba. En general cogíamos cuando él quería, cuando no estaba cansado, o si su San Lorenzo de Almagro querido ganaba algún clásico importante. Prefería ser sumisa, presa de sus decisiones, complaciente y servicial con él.
Había noches que de la nada me pedía que le chupe la pija, y el guacho ni me tocaba siquiera. Todo consistía en que yo me arrodille en cualquier sitio de la casa, le baje el pantalón y me ponga a mamarlo, hasta que su leche inundara mi garganta por completo.
¡dale hija de puta, quiero escucharte hacer gárgaras con mi leche zorra, comete la pija de tu macho!, me decía regularmente mientras me sostenía la cabeza para deshacerse de sus hormonas en mi boca, o entretanto me veía con la cara chorreada de semen y saliva. ¡Pero él no me iba a chupar la concha ni a palos!
En la mañana me levanté, desayuné un par de mates con pan casero tostado, me arreglé más o menos, me perfumé y salí con la ilusión expectante. Me enteré que había paro de colectivos en el kiosko cuando me compré unos caramelos. Por lo que tuve que caminar más de 50 cuadras para internarme en aquel barrio sombrío, que de día no parecía tal cosa.
Busqué la numeración de la casona y llamé. El timbre no funcionaba, o al menos desde afuera no se oía. Golpeé la puerta, las manos y la ventana. No salió nadie. No se escuchaba gente adentro tampoco. No quería decepcionarme, pero el cielo plomizo amenazaba con entristecerme un poco.
No le di bola y opté por buscar a alguien que pudiera decirme algo de la familia Rodríguez. Me dirigí al complejo de viviendas que marchaba entre máquinas, hombres trepados a los andamios y bolsas de arena. Ahí le pregunté a uno de los albañiles si sabía algo de la gente de la casona, o al menos si habían terminado con la mudanza.
Ismael, como me confirmó que se llamaba, sin disimular sus miradas lascivas a mis gomas me pidió que lo espere unos minutos, que iría a preguntarle a su patrón.
Había perdido la noción de la hora. Ya era el mediodía, cuando los demás trabajadores se hacían un flor de asado con cumbia de fondo. Yo esperé sentada en unos ladrillos apilados. Me dolían los pies. Transpiraba demasiado la frente y la espalda. Pensaba en si mi marido les había dado plata para la merienda a los chicos, ya que esa mañana le tocó llevarlos al colegio. Pensaba en que a mi regreso tenía que lavar ropa, limpiar el patio y cambiarles las sábanas a mis niños, cuando Ismael me trae a la realidad con su voz amable y gastada.
¡señora, los Rodríguez vuelven por la tarde recién! ¡pero dice el patrón que, si gusta se quede a comer una carnecita con nosotros, mientras los espera!, me largó cuando yo me ponía de pie.
Lo pensé, y no sé por qué le dije que sí. No era una mala oferta. Pero yo no conocía a nadie, ni ellos tampoco a mí. Además, una mujer rodeada de tantos hombres, sonaba raro. Por más que, en un momento me pareció que los labios de la concha se me separaban solos, y que un calor presuroso me mojaba la bombacha.
¿y si alguno de ellos conocía a mi esposo?
La cosa es que desde entonces no pude decidir por mí misma. Ismael me pidió que lo acompañe a recorrer la obra para hacer tiempo a que el asado estuviera listo. Me convidó un vaso de vino, al que le siguieron 2 más, y unos choricitos con pan y chimichurri. No tenía hambre, pero sí mucha sed y calor. No me pareció mala idea acompañarlo luego. Además el complejo estaba quedando precioso.
Yo lo seguía impresionada, hasta que entramos en el cuarto de una de las viviendas, en el que había varias mantas y colchones en el suelo, muy poca luz y bastante eco. Encima había 2 hombres más adentro.
Uno era Mario, que cerró la única ventana que refrescaba el ambiente. Ese fue el que pronunció por lo bajo:
¡señorita, recuéstese un ratito que se la ve pálida!
Me pareció sensato por lo molesto de un mareo que me perturbaba. Pero no quería hacerlo. Había otro hombre más. A ese le decían Coco.
Alguno de ellos me empujó para hacerme caer a uno de los colchones, aunque no fuese necesario. No veía muy bien, por lo que no sé quién me quitó el buzo de hilo y los zapatos de taco. Necesitaba revelarme, mostrarles que no era una regalada, una putita cualquiera, y prohibirles que me quiten una prenda más. Pero no tenía fuerzas ni para coordinar mis movimientos.
Cuando advierto que mis gomas redondas asoman con toda claridad desde la transparencia de mi remera, en especial en la zona de los hombros me impaciento más, y trato de cubrirlas con mis manos. Siento que mi abdomen es una comparsa bajo mi jean ajustado. Tal vez por la calidad de ese vino barato que bebí, y decido desprenderme un botón. Pensé que no me habían visto hacerlo. Pero entonces, creo que el Coco se abalanza sobre mí, me soba las piernas y me desprende los últimos 2 botones del jean sin darme tiempo a nada.
Jadeo nerviosa cuando Mario me pasa sus dedos gordos llenos de cal y de grasa del asado por la boca. Quiero gritar, pero esos dedos ingresan impertinentes entre mis labios, mientras su voz se pronuncia ante mí como una dulce petición:
¡chupame los dedos mamita, me re calientan las gorditas como vos, casadas, y flor de putitas, porque seguro tu marido no te atiende bien!
Al tiempo que sus dedos eran absorbidos por mi boca, veía cómo se le abultaba el pantalón, y ya soñaba con su pija desnuda, durísima, tal vez sudada y olorosa. Justo cuando veo que Mario se la aprieta en una tierna sobadita, siento que el Coco me quita el jean de un tirón, y que Ismael, aquel servicial hombre tiene la pija en la mano y se la pajea con todo, admirándome las tetas.
No sé en qué momento entró un tal Luis. Jamás escuché la puerta. Pero ese fue el que tironeó mi colaless blanca con bolados hacia abajo. Era el más gordo de todos, y no podía mantenerse en pie culpa de ese vino horrible.
Le grité que no, que me deje tranquila y que no se atreva a quitármela.
Sentí vergüenza cuando murmuró:
¡Callate putita! ¡qué bien que se te moja la bombachita!
Pero por otro lado lo quería todo, que me posean, que me hagan a su antojo, convertirme en la presa de esas pijas endiabladas, fuera de todo autocontrol, y que me maquillen con sus fugas seminales invencibles.
Pero en eso el Coco me levanta la remera y se tira sobre mis tetas, sorprendiéndome por completo. El corpiño que hace juego con mi bombacha, en breve se impregna de la mugre de los rollizos dedos del pelado brabucón, en cuanto me lo desprende para dedicarse a mamarme los pezones como un huerfanito hambriento. Todos lo aplaudían y arengaban para que no se detenga. Se atrevió a morderme, succionarme y escupirme las tetas, a chuparme los dedos cuando yo intentaba persuadirlo con el histerismo que suelen usar las mujeres en tales situaciones.
De repente, como una ráfaga de viento brutal, siento que las manos de Ismael me toman de los pelos y un hombro para sentarme en el colchón mugriento, y entonces, el Coco, Luis y Mario me rodean con sus vergas empalmadas, hinchadas, húmedas y a punto de convulsionar en mi cara. Sentí que el clítoris latía en mi paladar, y me olvidé de todos mis prejuicios, uno a uno. Me metí la pija de Luis en la boca, y se la llené de mordiditas, lamidas y roces contra mi campanilla. Mis manos fueron directo a manotearles las vergas a los otros 2 para masturbarlos, y no supe cómo hacer para llegar hasta la de Ismael, que se pajeaba solito contra la ventana, luego de fregarme su hombría por el pelo.
No fueron más de 5 minutos los que disfruté de convertirme en una experta chupa pijas, o al menos eso me decían sus rostros, sus labios apretados, sus gemidos y las chanchadas que prometían hacerme.
Pero en ese ratito saboreé esas pieles calientes, esos huevos cada vez más colmados de leche, esos prepucios de machos enceguecidos.
Me animé a darme unos golpecitos en la concha cuando Luis hizo sonar mi garganta al clavármela con todo. El Coco estuvo un par de veces por darme mi postrecito. ¡Se ponía loquito cuando le mordía la puntita, o si me pegaba en la boca con su glande colorado!
Mario, era el más dotado de todos, y lo sabía.
¡Qué rica peterita sos gordita sucia! ¡chupala así bebé, tragate todo! Sacanos la lechita perra, que seguro tu macho no te la pone nunca, porque sos gorda y tenés carita de puta! ¡dale guachona, abrí bien esa boquita!, me decían entrelazando algunos dedos por mi pelo, o haciéndomelos lamer junto con sus pijas.
Todo hasta que don Ricardo abre la puerta con los ojos inyectados en sangre.
¡aaah, así que los vagos se divierten solitos con la putona esta? ¡¿Y así pensás trabajar para los Rodríguez mamita?!, me gritó el patrón de esos hombres, mientras uno a uno se me separaba compungidos para hacerle compañía a Ismael.
Los 4 formaban un cuadro precioso apostados contra la pared, pajeándose como adolescentes, mientras don Ricardo me ponía de pie, me arrancaba la remera y el corpiño, me toqueteaba, me nalgueaba y colocaba una de mis manos en su bulto.
¡apretame la verga nena, dale, que ahora te voy a tener que culear toda, por andar emputecida con los muchachos!, me dijo al oído, y no dudó en mamarme las tetas, en rozarme el agujero del culo sobre la bombacha, ni en agarrarme la concha como si fuese un bollo de pan.
Hasta que me hizo una zancadilla para hacerme caer nuevamente al colchón. Me sacó la colaless, me pidió que me ponga en 4, se bajó hasta el calzoncillo bien pegado a mi cara para que no deje de mirarlo, y me dio la orden que mi cerebro esperaba:
¡Dale guachona, ponémela bien durita con la boca perra!
Solo le di unas poquitas chupadas, y apenas una escupida a su pubis. Tenía la pija gruesa, cortita pero con una cabeza tan reluciente que, por fin tomó la decisión de someterme. Creo que se lo imploré entre gemidos.
Ricardo le hacía gestos de gozo a los demás, y hasta les dio el visto bueno para que me den la leche en la boca cuando lo quisieran, pero de a uno. Entretanto, el jefecito se colocaba entre mis piernas abiertas, se pajeaba contra mi vagina haciéndomela desear como a una pendeja virgen, y poco a poco empezaba a deslizarla con todo.
Nos entrechocábamos con ferocidad, me abría la concha con auténticas ganas, sus manos me sobaban los hombros o las tetas, su voz me pedía más, sus dedos me pellizcaban por cualquier lado, y su lengua recorría desde mi nuca hasta mis orejas. Lo vi oler mi bombacha, y su presemen se multiplicaba como sus ensartes más rapiditos cada vez. De hecho, por momentos estuve casi caminando con mis rodillas y manos, con su pija movediza en mi vulva, cada vez más adentro.
Hasta que Luis se me acercó como un fantasma desencajado. Me levantó la cabeza de los pelos, me dio 3 chotazos en la cara y me hizo abrir la boca, donde su leche estalló como un flechazo. Ricardo me obligó a que me la trague toda, y a que les muestre la lengua, como señal de haberla saboreado gustosa con todas mis ansias. Todo sin dejar de garcharme con rudeza. Y pronto, el Coco se nos une para acabarme en las tetas, justo cuando Ricardo me decía:
¿te la aguantás por la cola nena?!
No le contesté, porque tuve que chuparle la pija al Coco. Hasta que quiso que me incorpore un poquito para friccionarme su miembro en las gomas, y por fin pude sentir que me las empapaba de semen. Gemí con el celo en la mirada, y con la pija de Ricardo contra mi agujerito tenso, y sus dedos frotando mi clítoris.
De repente Ismael le pide mi bombacha a su patrón, y el tipo se la tira en la cara, en el exacto segundo en el que su pija transgrede mi culo, y mis primeros gritos me sumen en un fuego perverso que solo me incita a pedirle más. Lo veo a Ismael acabarse en las manos con mi bombacha fundiéndose en su nariz, y a Mario eyaculando en el suelo, mientras Ricardo no se detiene.
¡Cómo te gusta por la cola guacha! ¡Sos muy putona vos, y te morís por una buena verga en el orto! ¡¿No mamita?!, me decía el muy degenerado mientras Luis se arreglaba la ropa, y el tal Coco tomaba algunas fotos, después de meterme mi bombacha enterita en la boca para que no grite tan fuerte.
¡Culeame toda perro, haceme bien el culo, que soy una puta, ahora soy tu perra alzada! Rompeme el culo!, le decía mi disfonía atragantada, cuando el tipo seguía imperturbable, con su pija cada vez más ancha en mi culo, más punzante y preparada para ofrendarme su lechita caliente.
Pero, antes me llevó hasta donde brillaba el charquito de semen de Mario en el suelo, y no me atreví a llamar a la desobediencia. Primero el Coco me sacó la bombacha de la boca.
¡pasale la lengüita a la leche del gordo nena, dale! ¡quiero verte lamer el piso puta!, dijo Ricardo, sin retirar su pija de mi culo, aunque detuvo su ritmo para observarme escupir y lamer, fregar toda la cara y, hasta romper mi bombacha con los dientes.
Recién ahí mis piernas se vencieron, mis brazos claudicaron y mi resistencia se abrió a su explosión final. En un solo empujón, su pija resbaló en mi concha empapada, y su leche se derramó feroz, infartante, gemidora, violenta y sin ningún cuidado.
¡ojalá te quedes embarazada putita!, me gritó el muy puerco mientras acababa, jadeaba y se retorcía sobre mis huesos inservibles.
De pronto, ni el hombre servicial, ni el patrón, ni los demás invitados se oían en el cuartucho. No se escuchaban las máquinas, ni la cumbia, ni el griterío del resto de los obreros. No había sol, y una brisa intensa cruzaba de lado a lado por la ventana de ese cuarto oscuro. Solo encontré mi jean, mi corpiño todo roto y mi remerita arrugada, llena de manchas y agujeros. ¡Me dolía hasta respirar! Sentía que mi cabeza podía estallar si solo me la rozaba con las yemas de los dedos. Tenía olor a macho rudo en la piel, a semen, a sudor, a sexo bien edificado. Me brillaban los ojos, me palpitaba la concha, me cantaba el culo de felicidad, y tal vez hasta me hacía acreedora de un nuevo bebito.
Tenía que salir de allí. Debía volver a mi casa. Mi marido seguro estaría de los nervios, y los chicos alarmados. Nunca me ausentaba por tanto tiempo de mi casa. No sabía qué hora era, pero de a poco caía la tarde, y la calma brisa se convertía en un viento sonoro entre los árboles.
Me vestí como pude, y se me ocurrió ir a la casona de los Rodríguez. Mi aspecto era el de una pordiosera. Por eso tuve la idea de decirles que había sufrido un robo, que una patota me atacó y que, como no traía dinero me golpearon y humillaron.
Así lo hice. Cuando la mujer de la casona atendió mi llamado desesperado al timbre, escuchó mi mentira con fascinación y repudio, mientras me ofrecía un té de tilo. Fue muy hospitalaria conmigo. No sólo me dio el empleo. Además me prestó algo de ropa decente para poder regresar a casa, me prometió el contacto de un buen abogado por si deseaba ir a la justicia por el hecho, y me dio un teléfono para comunicarme con mi marido. A él no le conté de mi tormento ficticio. Solo bastó decirle que, hoy fue mi primer día de trabajo en la mansión, y que estaba un poco demorada por ser mis primeros contactos con la familia, la casa y las actividades.
Salí airosa de la situación, y en menos de lo que imaginé ya estaba en el colectivo rumbo a mi hogar.
Por mi cabeza y en mi cuerpo seguían danzando las mariposas del pecado, y quería sentirme sucia otra vez, ser la puta perra mamando pijas, con otra buena verga en el orto, y tal vez 2 más en mi vagina sedienta. El solo hecho de fantasearlo hizo que me moje toda una vez más. Por suerte esa noche mi esposo andaba calentito, y no me resultó muy difícil cabalgarlo como se lo merecía. Obvio, antes le di una buena chupada de pija, y la primer lechita me la tragué toda.
¡Lo increíble es que no se haya dado cuenta de nada, ya que ni me bañé para tener sexo con él!      Fin

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