Ese viernes me quedé dormido. El despertador
sonó, pero la fiaca, el frío en la ventana o mi sueño desarreglado por el
llanto de mi bebé casi toda la noche hicieron que mi mano lo apague para
entonces apolillar un ratito más. Además, tenía que saber controlar los nervios
de mi mujer que hacía dos semanas que había dado a luz a nuestro primer hijo.
Tenía que ir al barrio de la Chacarita a pintar un techo, y ya estaba llegando
tarde. Nunca me gustó ser impuntual. Encima el tráfico estaba tan denso como la
llovizna que entristecía la ciudad.
A eso de las 11 arribé a la casa de la señora
Graciela, quien tal vez, afortunadamente, para los acontecimientos que narraré no
estaba. Recuerdo que cuando me contactó dijo que me abriría alguna de sus
hijas.
Toqué varias veces el timbre y nada. Hasta que
justo cuando me prendía un pucho para amenizar la espera, me abre una morochita
con los ojos pegados, despeinada y con un conjunto pijama de short y remerita.
Fue amable. Me guió a la cocina donde estaba
la porción de techo donde tenía que trabajar y puso agua para unos mates tras preguntarme
si la acompañaba con algunos. En una ligera charla que tuvimos supe que se llamaba Sofía, que iba a segundo
año del secundario, pero que era pésima en el cole. Al
punto tal que había repetido. También me contó que jugaba al fútbol y que era
muy amiguera.
Cuando la vi mejor me enterneció con sus
pantuflas de osito. pero también me llevó a una calentura inexplicable cuando
se tumbó en un sillón con las piernas abiertas. Aun así, jamás le di espacio a
tales pensamientos impuros. Era tetona, de sonrisa fácil y bastante inquieta. De
igual modo, todo lo que pudiera pensar o sentir debía quedar solo en la
fantasía. En estos tiempos hay que respetar el laburo y no jugarse la vida por
meterse en líos de pollera, decía mi viejo, con toda la sensatas. Pero aquella
vez tuvo que ser la excepción.
Cuando la nena tuvo el mate listo se tomó el
primero. Limpió un poco la mesa y me dio uno. Yo ya estaba subido en una silla
para rasquetear la pintura vieja. ¡Ni siquiera llegué a fijarme si las lijas que
traía estaban en buen estado! Se lo devolví el mate y se tomó otro ella. Me
trajo otro con un bizcocho, y luego otro un poco dulce para mi gusto. Entonces,
así fueron pasando los mates, uno tras otro.
De repente me detuve a mirarla mientras tomaba
uno, haciendo todo el ruido que podía, sin que ella lo note. ¡Cuando paraba de
sorber, la guacha le pasaba la lengua a la bombilla como lamiendo un chupetín!
Se reía, y después me cebaba uno como si nada. Pero tras el octavo o noveno se
me re apoyó en el bulto.
Naturalmente pensé que había sido sin querer.
En el próximo me tocó el paquete sin vergüenza, y yo seguía incrédulo. Ya en el
siguiente apoyó su cara en mi entrepierna donde la erección de mi pene era
inocultable. No había forma humana de abstraerse con tales estímulos, y no
podía explicárselo a ella. Cuando le regresé el mate lo dejó sobre la mesa, y
sin apartar una de sus manos de mi pierna, me dijo resuelta: ¡Dale, tocame las
tetas!, levantándose la remerita.
Su voz, lejos de sonar como la de una nena, se
tradujo en un sonido cargado de deseo, como el de cualquier animal preparándose
para aparearse. Sin embargo, confuso, derrotado y en aprietos por la carne y lo
impensado lo hice, y ella se atrevió a bajarme el cierre del short. Fue todo a
tal velocidad que, no me hubiera perdonado retroceder.
¡Qué hacés pendeja!, le largué sin convicción,
intentando sonar férreo, enojado o incómodo. Al mismo tiempo mi mano se
enamoraba de la piel desnuda de sus tetas perfectas, como dos pomelitos
rosados. La pendeja ni se molestó en responderme. Fregó su cara en la tela
estirada de mi bóxer, y sacó sin ningún impedimento mi pija gorda de allí para
tocarla, olerla y darle tres lametazos que me dieron ganas de embarazarla hasta
por el orto. Pero debía guardar mesura. No era cosa de perder los estribos,
arrastrado por impulsos adolescentes.
Cuando su lengua tocó el hueco de mi glande me
estremecí de tal forma que casi me caigo de la silla; por lo que permanecí
parado en el suelo, dispuesto a gozar de la boquita de esa nena atrevida. Ya no
había marcha atrás. Se la metió en la boca y gemía rapidito. Lamía suave y se
ahogaba bastante con su propia saliva. En un momento sublime, justo cuando
sentía que la leche me quemaba los testículos con sus revolucionarias ganas de
fluir en su garganta, se detuvo para decirme con la boca chorreando baba: ¿Querés
mirarme la bombacha?, y siguió chupándome la pija después de llevar su short
hasta sus rodillas, como si no hubiese dicho nada.
Ahora el calor de sus labios era más
peligroso, repleto de vanidades y huracanes. Su perfume corporal emergía de los
poros de su piel, y seguramente el candor de sus aromas íntimos se elevaba por
el aire, para convidarme de su esencia. Me insistió para que vuelva a subirme a
la silla, y le obedecí como un perrito faldero cualquiera. Ahí se tomó unos
minutos para lamerme las bolas. Me besuqueó las piernas mientras meneaba mi
pene, refrescándomelas con los hilitos de su saliva. No demoró en pasárselo por
las tetas que me quedaban a la altura justa, ni en apretarlo un buen rato entre
ellas. Recién entonces, cuando se sintió moralmente más vulgar, regresó a mamármelo
como toda una experta, aunque sin espacio suficiente en su boca para la
longitud de mi carne, con mucha saliva saliéndose de sus mejillas, y usando
excesivamente sus dientes por momentos. Después de todo, no podía ser tan
exigente con una pendeja. No sabía de su prontuario sexual. Pero era obvio que
no era la primera pija que se llevaba a la boca. En todo caso, esto era
muchísimo más que lo que mi esposa podía ofrecerme últimamente.
Yo hacía equilibrio con mis ojos en su culote
rosa, con su colita como dos pompones al aire y en el hueco de sus piernas,
donde pude descubrir una conchita pelada y con algunos brillitos, acaso por
algo de flujo resultado de su calentura primitiva.
Me salía de la vaina por olerla. No voy a
negarlo. Pero de repente, como precediendo a lo impensado, se oyeron unas
llaves girar en la cerradura de la puerta de entrada. Quise zafarme del
contacto de su boquita, y le pedí que me suelte.
¡No escuchás la puerta nena?, le dije a media
voz, sabiendo que no era lo que deseaba decir. Pero ella no soltaba mi pija. Seguía
infalible, produciendo saliva, oliendo, apretando con sus deditos delgados,
succionando, y de vez en cuando acariciándose las tetas con el grosor de mi
glande. Por mucho que intentara apartármela, en cuanto lo lograba por unos
segundos, o le intentaba quitar su diversión la turrita me la mordía. Era peor
la enfermedad que el remedio. Y yo, no entendía si estaba enfermo, o si tan
solo iba y venía del limbo a la realidad.
Entonces, apenas retumbó en la casa, como un
trueno imponente: ¡Sofía, ¿qué hacés con ese tipo putita?!, sentí que se me
venía un bobazo. Al mismo tiempo, aunque preso del aturdimiento, veía
enrojecerse el rostro de una chica alta, morocha de rulos, con un jean
ajustado, camisa y pañuelo en el cuello. Seguro unos años mayor que Sofía. De
nuevo todo se precipitó, mientras mi estado de shock perdía valentía y color. Le
dio una cachetada a la nena, acomodándole un poco la ropa, y la acompañó a su
cuarto entre empujones, jalones de pelo y frases como: ¡Sos muy chiquita para
putonear así pendeja! ¡Sos una trola, y te juro que, de esto, mami se va a
enterar, te guste o no!
Se oyó un portazo, y en medio de esa calma
aparente intenté masturbarme para acabar con el dolor de mis huevos. Tenía la
baba de esa nena en la pija todavía hinchada, y todo lo que anhelaba era salir
corriendo y que se maten entre ellas. Pero en el medio de la locura caí en la
cuenta que esas chicas eran hermanas. ¡Eso impulsó a mi verga a un nuevo
renacer de sus músculos, todavía enloquecido por los soniditos de Sofía al
tragar, escupir y volver a succionar!
Pero apenas la chica alta sale de la
habitación, me interroga mientras arroja con violencia su camisa al piso. Ya se
la había quitado al mismo tiempo que rezongaba a su hermana.
¿Le pareció bien lo que hizo? ¡Usted es un
hombre y mi hermana una niña, por si no se dio cuenta! ¡Así que, si no quiere
problemas con la justicia, me va a tener que contar cómo fue y cómo se la chupó
esa pendeja!, dijo paseando su lengua por sus labios, mostrando una falsa
preocupación. Me desorientó porque la niña en cuestión no se había resistido.
Por el contrario, ella fue la que encendió los candiles de la lujuria, y sin
anunciar inocencias o ingenuidades. Y más cuando la observé mejor. Ahora traía
una musculosita sin corpiño, y no le quitaba la mirada a mi pija dura, que se
enaltecía más y más al fotografiarle las tetas y el papo en ese jean híper
apretado.
De repente se me acercó y dijo en mi oído,
tras lamerme la oreja como una brisa insolente: ¿Querés que te la chupe yo
rico? ¡Mi hermanita ni se sabe lavar los calzones! ¡No creo que te lo haga mejor
que yo!, y se dedicó a pajearme la verga con ambas manos, a darle unos golpecitos
con su lengua y contra su cara. Se soltó el pelo, me subió y bajó la pielcita
del cuero para enamorarse del color de mi glande, y en cuanto lo ubicó en el
rincón que se genera entre sus tetas y la musculosa, comenzó a moverse con
sensualidad, como si allí tuviese una concha, sin dejar de replicar: ¡Dame
lechita papi… ensuciame toda… dale, que esta putita te va a dejar loquito, por
comenenas!!
Claramente eso fue lo que pasó. Le germiné con
mi semen su futuro manantial materno mientras ella me separaba las nalgas con
sus manos, sin privarse algún que otro arañazo, y se frotaba más y más contra
mi pito. Se sacó la remera empapada, y entonces se dio a la tarea de mamármela
con un estilo único, con las rodillas contra el suelo. Me encantaba que cada
vez que me la succionaba dijera como un cantito de sirenas en celo: ¡Haaam, qué
rica pija!, que me ensalive el cuero y me la chupe haciendo una canastita con
sus manos para mis huevos, que huela mi pija y que la lama despacito luego de
escupirla con furia. Por momentos rozaba mi ano con un dedo, y eso me consumía
tanto como cuando hurgaba en mi ombligo con su lengua.
Finalmente replicó: ¿Querés verme entangadita
papi?, y se sacó los zapatos de taco, el jean, cerró la cortina de la ventana y
bailó para mí con una música imaginaria, luciendo una tanguita roja que le
partía el orto y combinaba a la perfección con los poquitos vellos de su
conchita, los que relucían visiblemente húmedos.
¡Bajate de ahí, y sacamelá!, me ordenó; y en
cuanto salté de la silla ella misma se la sacó. Era claro que le gustaba
dominar la situación, y que jamás tuvo la intención de darle aquel triunfo a
mis manos. Me empujó sin demasiado esfuerzo para sentarme en un puf rasguñado
por alguno de sus gatos, y se me sentó encima diciendo: ¡Ahora quiero toda tu
pija adentro! ¡Como si te cogieses a mi hermanita! ¿Te gustan las chiquititas
cerdo? ¿Te gustaría que la Sofi te haga pis en la verga? ¡En toda esta verga
dura y grandota que tenés? ¡Y después se la meta toda en la boca?
Enseguida mi pija se instaló a morir en esa
concha lubricada, con fiebre y con bastante recorrido al parecer. Ella tomó las
riendas cabalgándome feroz, lamiendo mis tetillas y fregando sus pezones en mi
piel, apretando mi cuello y cubriendo mi boca con su mano cuando me hacía
gritar al tironearme de la barba como si fuese de cotillón, o me mordía algún
dedo cuando yo buscaba apaciguar sus grititos histéricos. El ritmo era tan
intenso que en varias ocasiones casi nos caíamos del puf de tanta matraca.
Después se separó de mí, y se le antojó que le
diera unos chirlos fuertes en la cola mientras me hacía oler su tanga. Pero en
breve fuimos a la cocina donde la arrinconé en el espacio que quedaba entre la
heladera y un mueble, con tanta facilidad que, su cuerpo parecía de papel. Ahí mismo,
de parados, se la calcé en la conchita. Solo que ahora ella me daba la espalda
y yo me sostenía de sus tetas. Gemía bajito diciendo: ¡Dale papi, dame leche,
cogeme toda, cogeme, cogeme así, dame verga, bien cogida dejame perro! Además,
me pedía que le meta un dedo en el culo y que le presione el cuello.
Pero justo cuando mi semen comenzaba a nadar
en su útero, mal mismo tiempo que me decía que daría cualquier cosa por verme
haciéndole la colita a su hermana, una señora de unos 45 años entró como un
huracán endiablado. Nos cortó el mambo, hablando de denunciarme, dejarme en la
calle, sin familia y de desterrarme del país si fuera posible, entre puteadas,
gritos y golpes de las carpetas que traía en las manos contra la mesa. No podía
ser otra mujer que la madre de las chicas, la señora Graciela.
Para colmo de males, no tardó en encontrar
escondida detrás de una cortina a Sofía, en bombacha y con las manos en la
vagina. La guacha había visto casi todo lo que hicimos. Entonces, un sinfín de
palabras se amontonaban en el aire, mientras Sofía sollozaba, y yo rezaba para
mis adentros. Viki le explicó sin ninguna paciencia a su madre que ya es grande
para decidir con quién coger, y que de última lo tomara como un trabajo
personal, como que ella me contrató para coger. Mi cabeza estaba al borde de
estallar en la miseria más terrible, y mi imaginación ya empezaba a encontrarse
entre los fríos barrotes de una cárcel mugrienta y alejada de la provincia,
mientras me enteraba que Viki hacía un año que no garchaba con su novio. La
mujer buscaba callar sus palabras revoleándole lo primero que se le venía a la
mano a Viki, y Sofía profundizaba su llanterío. Hasta que Graciela se armó de
valor o de calma. Le subió la bombacha a Sofía y la mandó a su cuarto otra vez.
Luego se encerró en otra habitación con Viki tras advertirme que ni se me
ocurra moverme. Me dijo que tenían que hablar urgente, y a solas. No sabía qué
hacer, hasta que al fin Graciela salió en tetas y solo con esa calza apretada
que le marcaba muy bien el culo. Detrás de ella también Viki en bombacha. Ella
se sentó en el puf, y la señora se hincó junto a mis piernas para mamarme la
pija mientras decía: ¡Más vale que te calles la boca y tengas lechita para mí! ¿Sabés?
¡Porque a mí nena bien que le diste perro!
Mi pija había perdido grosor, pero apenas su
lengua me la llenó de cosquillas, y encima con la otra pendeja en frente
masturbándose, se me paró como cuando sentí por primera vez las mieles de la
boquita de Sofía. ¡Esa mujer sí que sabía lamerme los huevos!
Su lengua era como de seda, y cada vez que mi
pija tocaba el límite de su garganta la mujer se ponía más loquita. Viki se
pajeaba gimiendo, y le faltaba el respeto a su madre diciéndole que no sabe
siquiera chupar una pija. Al punto que la cansó tanto que optó por llevarme de
la mano hasta su cuarto. Allí me empujó en la cama, me la mamó en cuatro patas
sobre el suelo, y cuando supo que más dura no me la podía poner se montó en mis
caderas para someterme a una cogida sin precedentes para mí. Se movía con la
agilidad de una bailarina de danzas árabes, y no quería que yo me mueva. Se
hamacaba para atrás y adelante, fregaba sus nalgas y concha contra mis huevos,
daba saltitos en mi glande, me estiraba las tetillas, me metía los dedos en la
boca para que se los muerda, presionaba mi nariz de vez en cuando, y por ahí
cuando la tenía toda adentro se tocaba el clítoris sin moverse. Todo sin dejar
de decirme robacunas, degenerado, hijo de puta y de jurarme que me iba a
arrepentir de haber pisado esta casa.
Viki ya estaba paradita junto a la puerta,
tocándose desnuda y sin perder registro de nada, cuando Graciela me escupía la
pija para chupeteármela un poquito y luego sentenciar: ¡Ahora esta cola te va a
dejar la pijita seca hijo de puta!, mientras se abría los cachetes y se pegaba.
Se colocó en cuatro con los pies en el suelo y
el cuerpo sobre la cama con un almohadón bajo su abdomen, para que sus
manzanitas queden a la altura de mi pubis y, podría decirse que casi sin un
esfuerzo se la clavé de una para martillar en su agujero con un salvajismo que,
ni yo mismo me conocía. Ella se pajeaba algo incómoda y me pedía más, cuando yo
sentía que la pija se me hinchaba demasiado en ese túnel perfecto, cegado por
el olor a sexo de Viki que de a poquito se nos acercaba sin renunciar a su
paja, y empalado por semejante culo siendo poseído por mi verga. Sentía los
huevos pesados y quería acabar cuanto antes.
¡Metete un dedo en el orto, y no pares de
cogerme guacho!, dijo la señora, y en cuanto le hice caso no pude más. Pero ni
bien la doña supo de mi urgencia, de un solo movimiento se salió de mi gobierno
sexual. Manoteó a Viki de un brazo y ambas se arrodillaron para comerme la pija
con lametazos y besitos tan tiernos que me hacían sentir que no podría morirme
en un mejor lugar, repleto de felicidad. Los besos y gemiditos de Viki enojaban
a su madre que le inculcaba mayor adultez y, apenas dijo: ¡Toda esa lechita va
a ser para esta zorrita otra vez! ¿No papi? ¿Te calientan las pendejitas
mironas?, casi me desvanezco mientras brotaba mi semen como una catarata en la
cara de Graciela y en la boca de Viki, que no paró de tocarse hasta entonces.
La mujer se vistió, pero no dejó de
inspeccionar que su hija me limpie toda la pija con su lengua generosa. Luego
salimos del cuarto mientras yo me arreglaba la ropa, Viki entró al baño, y la
mujer fue muy clara conmigo.
¡Mañana a las 4 de la tarde lo quiero acá! ¡Las
nenas no van a estar, pero sí algunas amigas mías, y mi sobrina que tiene 18! ¡A
lo mejor le interesa la propuesta!
Me dio 500 pesos, un vaso de agua, un
encendedor porque el mío ya no funcionaba, y me pidió un momento para terminar
de vestirse. En ese tramo descubrí a Sofía en bombacha escondidita debajo de la
mesa, y tuve una fuerte erección otra vez. Pero Viki me abrió y casi sin
saludarme me dio mi riñonera, mi celular y mi maletín de herramientas para que
me fuera lo más rápido que pudiera ordenarles a mis extremidades. Naturalmente
no volví a esa casa, y todavía no me explico cómo esa abogada no me cagó la
vida. Pero aquella experiencia es mi mejor legado, aunque el viejo desde arriba
me haya puteado un poquito. Fin
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