Mariel y yo somos vecinas y amigas desde el
jardincito, y ambas corrimos con la misma suerte. Nuestras familias son
religiosas al máximo, y gracias a esto, también tomamos juntas la comunión en
la iglesia del centro de nuestro pueblo.
Hoy tengo 17 años, y sigo de novia con el
mismo pibe, desde mis 12. Por él y sus principios morales, todavía conservo mi
virginidad intacta. Pero una guarrita apetecible como yo, no podía seguir
dándose ese lujo. Además, nunca estuve enamorada de él, por más que me
esforzara por demostrárselo. Todo era una apariencia que día a día me pesaba
como kilos de desesperanzas. ¡Y encima él no quería tener relaciones sexuales
hasta el matrimonio! ¡Y yo tenía un hambre de pija que me hacía fantasear con
todo lo que tuviera a la mano! Pero no quería lastimarlo, exponerlo, dañarlo
con mis deseos lujuriosos, ni sentirme culpable de su sufrimiento. Además, para
todos el Gabi era un dulce, híper bueno, re sano, con buenos valores, y todo lo
que cualquier chica sueña tener a su lado. Pero, no pasábamos más de
calentarnos con besos, manoseos y apoyadas frenéticas cuando nos encontrábamos
solos. Yo estaba desesperada por algo más. Creo que solo dos veces pude tocarle
el pito sobre el pantalón, porque él me pegaba en la mano cuando lo hacía. ¡Aunque,
bien que se le paraba al guachito!
La vez que le mostré las tetas, por poco me
trató como a una puta. Y encima se me ocurrió decirle que soy su puta, y que
necesitaba que me lo haga sentir. Ese día nos peleamos mal, y por supuesto me
dejó más calentita que antes. Para colmo, por esos días empecé a notar que el
curita nuevo en la misa me re miraba. Siempre iba con jeans ajustados y remeras
escotadas, y creo que como soy morena, flaquita, con cara de nena y pelo
cortito, tengo bastantes ojos sobre mí. Además hago gimnasia deportiva desde
chiquita, y eso hizo que mi cuerpo se desarrolle con los honores femeninos más
especiales. Una cola firme, unas tetitas bien paradas y unas lindas piernas,
aparte de mi sonrisa sugerente.
Envidiaba a Mariel que, siendo un año menor
que yo, se atrevía a todo. Ya no era virgen, y siempre me incitaba a pecar.
Quería que yo conozca lo que era chupar una pija, que gima como loca cuando me
chuparan las tetas, y que sienta cómo se derramaba todo el semen adentro mío
después de una cogida feroz. Para ella, si Gabi no me quería coger, yo tenía
que buscarlo en otro lado. ¡Encima, la guacha se animaba a ir a la misa con el
jean roto en la cola!
¡Una de esas veces la pendeja no tenía ropa interior!
Se notaba que ella tenía sexo cuando se le antojaba, y que no le hacía falta un
novio formal. Es voluptuosa, petisa, pícara, tiene un pelo negro precioso, unos
ojos color café que matan y una falsa inocencia que inquieta. Creo que a los
hombres los derrite cuando les sostiene la mirada durante el tiempo que ella
desee.
Todos los sábados a las 5 de la tarde íbamos a
catequesis, donde una monja nos instruía valores, responsabilidades con Dios y
para el prójimo. Pero como a veces la señorita se retrasaba, Mariel aprovechaba
a ponerme al tanto de sus últimas aventuras. Una de esas tardes, la monjita nos
encontró abrazadas, sentadas en la misma silla, y a ella sobre mi falda,
mientras me contaba al oído que, esa mañana se tragó toda la lechita de un pibe
que suele repartir jugos y aguas gasificadas por el barrio. ¡Casi nos expulsa
la pobre!
Otra de las veces, Mariel consiguió dejarla
muda cuando le preguntó si alguna vez no se tentó con probar el semen de alguno
de los hombres de Dios. ¡Y casi la mata de un infarto cuando le dijo, luego de
anteponer una disculpa, y de hacerse la cruz en la frente:
¡Es que, no sé lo que me pasa señorita! ¡Pero,
últimamente, no puedo dejar de desear un pito en mi boca todo el tiempo, y que
me largue toda la lechita en la garganta, o en los pechos!
Apenas la monja se repuso del impacto, le dio
la penitencia que se merecía, aunque prometió no contarle nada a sus padres si
ella asumía que sus pensamientos lujuriosos debían desaparecer para siempre.
Ese día, a eso de las 8 nos fuimos de la
capilla a nuestras casas. Ella parecía feliz, a pesar de saber que la monjita
la tendría en la mira. ¡No sé cómo fue que pasó, pero no pude detenerlo! Apenas
terminamos de cruzar la avenida poblada de autos, Mariel se me puso adelante
interrumpiendo mis pasos. Me abrazó pegando su cuerpo fuertemente al mío y me
comió la boca.
Quise pedirle que pare, pero su lengua me
endulzaba hasta el aliento, y su vocecita me enternecía goteando en mi oído:
¡Dejate llevar Ferchu, que estás re rica mami!
¡Sentí mi lengua, que seguro te empezaste a mojar! ¡Siempre quise besarte así
amiguita! ¡Cada vez que pienso que ese novio que tenés no te coge, me re
caliento nena!
Le di una cachetada inútil, sin fuerzas ni
verdaderas ganas de serenarla. Tenía razón. Sentía que la bombacha se me
empapaba, y que no podía despegar mis labios de los suyos. Me encantaba que me
los muerda y los recorra con su lengua pequeña, pero gigante para mi nula
experiencia.
Como pude forcejeé para separarme de ella,
pensando más en la gente que pudiera vernos. No le hablé durante el camino,
hasta llegar a la puerta de su casa. Le dije que mañana sin falta teníamos que
ir a confesarnos por lo que hicimos. Ella se me rió en la cara, y me dijo que
me pasaba a buscar a las 10 para ir a la misa, y antes que mis pies comiencen a
correr hacia mi casa la escuché decirme: ¡Ojo esta noche con tus manitos! ¡Y
cambiate la bombachita nena, porque Dios se va a enojar si la tenés mojada!
Entonces, ni bien mis padres me recibieron
para cenar en familia, corrí al baño a lavarme la cara. Me sentía observada,
sucia, impura y promiscua. Pero también luchaba con los escalofríos y
cosquillitas que me inundaban desde la vagina hasta la punta de la lengua.
Tenía el sabor de mi amiga en los labios, las sensaciones de sus besos en la
sangre, y el recuerdo de su voz cerquita mío balbuceando: ¡Tocame nena, dale,
tocame la cola, las tetas, lo que quieras, si sé que te gusto!
Por suerte comimos rápido, y yo les prometí
lavar los platos con tal de que mis padres y mis hermanitos se vayan a dormir
cuanto antes. Necesitaba masturbarme, y en mi pieza no podía, ya que la
compartía con mi hermanita Mariana. Así que, ni bien terminé de lavar, secar y
ordenar, me senté en el sillón, dispuesta a simular que vería una peli
cualquiera en la tele.
En cuanto el silencio de la casa era un
torbellino de aire fresco en mi rostro, no lo medité. Solo dejé que mis manos
temblorosas se acunen bajo la tela húmeda de mi bombacha rosa para entrar en
contacto con el calor de mi vulva repleta de vellos enrulados, virgen, pegajosa
de una babita caliente, y al fin darme los masajitos y frotadas que tanto me
hacían feliz. Casi siempre hacerlo era un parto, porque tenía que esperar a que
mi hermana se duerma. Pero aquel día no era posible esperar más. Lo que Mariel
me dejó era demasiado legado para mis hormonas disparatadas. El clítoris me
dolía de tanto latir, agrandarse y endurecerse. Le subí el volumen a la tele
para ocultar mis primeros gemidos de placer, desde que mis dedos empezaron a
entrar y salir del océano de mis flujos. Me encantaba tenerlos adentro de mi
vagina, pero no me animaba a probarlos como una amiga de Mariel me sugirió una
vuelta, en una charla de chicas. Cuando empecé a darme por vencida, a aceptar
que mi orgasmo me movilizaría tarde o temprano, y que luego de eso todo
recobraría la calma, me froté el clítoris con furia, disfrutando del escapismo
de mis tetas.
En ese momento pensé en Mariel, en nuestro
besuqueo, en lo hermoso de sus pechos, en las travesuras que me confiaba, y en
si se le había mojado tanto la bombacha como a mí, y en lo lindo que debe ser
su boquita con un pito a punto de darle su merecido, y en su culo precioso. Ahí
fue cuando sentí que por poco me hacía pis de lo incesante que fue el derrame
de mis jugos, mientras me acababa como una tonta. Ya no sentía enojo por
Mariel, ni estaba segura de quitarle mis palabras.
Como pude me levanté, me lavé las manos en la
bacha de la cocina, me saqué todo menos la bombacha, me puse un camisón
ordinario para dormir, y me metí en la cama. Me sentía más sucia que antes,
cansada, abatida y desmoralizada. Por suerte mi hermana dormía como un
angelito.
Al otro día Mariel me pasó a buscar con la
puntualidad que la caracteriza. Me costó despertarme. No le quedó otra que
esperar a que me tome un té para despabilarme. En el camino no pude con mi
genio, y se lo conté todo:
¡Maru, boluda, ayer, bueno… creo que por lo
que hicimos, no sé, pero tuve que masturbarme en el sillón! ¡No daba para
hacerlo en mi pieza porque, viste que la enana no se duerme rápido! ¡Ahora, con
más razón me tengo que confesar!
Ella me miró extrañada, aunque sin abandonar
su seguridad sexual, y me dijo: ¡Fer, no seas tarada! ¡Dejate de hinchar las
pelotas! ¡No es ningún pecado pajearse! ¡Lo loco es que, parece que te gustó
cómo te besé tontita!
No le dije nada, por más que un sudor repleto
de vergüenzas me invadió al instante. Entonces, ella luego agregó: ¡Además, yo
también me tengo que confesar, y no solo por los chupones de ayer!
Intenté hacerla callar con un chistido, porque
íbamos por la calle, y cualquiera podía escucharnos. Pero ella me interrumpe
con su discurso:
¿Vos te acordás del rumor de que, el padre Néstor
se garchaba a una mina que ayudaba a limpiar la capilla? ¡Bueno, digamos que, a
pesar que nunca se comprobó, yo te puedo decir que… bueno… heeeemmm… no sé cómo
te va a caer esto! ¡Pero esta boquita le chupó la pija al padre Néstor! ¡lo
bueno es que ya se retira el vieji! ¡Y por suerte para mí!
Ella se reía desfachatada y triunfante,
mientras yo ordenaba en mi cabeza semejante bagaje de información. Yo conocía
demasiado a Mariel. Jamás me había mentido, y creo que eso era lo peor. Todo
tenía que ser cierto. Ella se había acostado con un par de novios de algunas
amigas, con 4 o 5 primos, con el hijo del verdulero, y con el mejor amigo de su
hermano. Y yo conocía con lujo de detalles cada una de sus aventuras.
Recordaba aquellos rumores, y gracias a ello,
todo se distorsionaba en mis sentidos. Quise preguntarle más. Quería saber cómo fue, o por qué llegó a eso. Solo me dijo
que tuviera paciencia, que ya me lo contaría todo, y que en ese momento no
podía postergar más su fantasía de comerle la chota a un cura. La imaginación
me cegaba por completo. Pensé en el padre Néstor comiéndole las gomas a la
señora de la limpieza, y luego en Mariel arrodillada, con la boca llena de su
pija erecta y gordota, mientras la señora la nalgueaba. A pesar que mis
fantasías eran otras, estaba tan excitada que no podía siquiera seguir
caminando por el roce de mi bombacha mojada.
En eso llegamos agitadas a la capilla. El
padre Julián nos esperaba. Las piernas me temblaban, la voz se me deshilachaba
entre toses nerviosas y emociones confusas, cuando al fin entramos en la
capilla. El padre Julián era un hombre de unos 28 años, gordito, serio, de
mirada tierna y muy sereno con las palabras. Pero ese día parecía disgustado.
No le hacía mucha gracia escuchar las confesiones de niñas tontas, o de mujeres
infieles, o de hombres arrepentidos.
En cuanto las dos estuvimos frente a él,
rezamos juntos y nos pidió que digamos lo que nos afligía. No tuvimos ni un
problema en confesarnos juntas. Yo reuní mucho valor para contarle que Mariel y
yo nos besamos, y que encima me toqué esa misma noche pensando en ella. No
recuerdo siquiera cómo lo dije. Pero no me voy a olvidar la carita de pícaro
del cura, ni cómo empecé a mojarme la bombacha mientras se lo contaba.
Mariel le confesó que le había robado dinero a
sus padres, que se copió en un examen de literatura, que se masturbó con una
compañera del colegio, y, entonces lo hizo. ¡Le confió que le mamó la pija al
padre Néstor! ¡Jamás creí que reuniría el valor suficiente para decírselo! En
ese momento sentí una punzada tan fuerte en el clítoris que, a continuación se
me aflojaron las piernas, y un chorro espeso pareció deslizarse por la costura
de mi bombacha.
Julián se había desencajado por completo. Le
preguntó si era verdad lo que decía, y como Mariel sostenía su discurso, el
hombre quiso saber más.
¡Solo le hice sexo oral, porque él, ni me tocó
ni nada! ¡Le juro que siempre tuve esa fantasía padre! ¡Por eso lo hice! ¡Sé
que me equivoqué! ¡Pero, bueno, creo que, podría volver a equivocarme! ¡Es que,
usted también me re calienta!
Pero el señor la interrumpió, alzando una biblia
y un crucifijo en su mano.
¡Basta hija… no sigas! ¡Es muy, es… es absurdo
todo esto… y Dios te puede castigar! ¡No puede ser verdad lo que estás
diciendo!
Entonces, como si ya no pudiera controlar el
vértigo de mis palabras, agregué con 2 dedos en mis labios: ¡Dele padre, no sea
malo! ¡A mí también me encantaría sacarle toda la lechita! ¡Además, seguro que
usted también necesita sexo!
Ni siquiera podía entender si mi cerebro me
dictó esas palabras, o si fui impulsada por el calor de mi conchita. Para
colmo, ni bien terminé de hablar, Mariel me lamió una mano y me la besó. El
padre dio por finalizado el secreto de confesión con los ojos inyectados en
sangre, y seguro con la pija re parada bajo la sotana. Parecía enfermo,
conmocionado, o reflexionar algún castigo peor para nosotras. Pero solo nos dio
la penitencia de los rezos, nos hizo leer los pasajes de la biblia en la misa,
y nos ordenó ir a la iglesia al día siguiente para limpiar el campanario. Además,
nos mojó la frente con agua bendita. No podíamos negarnos, dado que nuestras
familias nos castigaría peor si el padre llegaba a delatarnos.
En fin. El lunes llegó tan fatídico como
altanero. Ahora yo debía ir a buscar a Mariel por su casa para cumplir con el
padre. Pero no pudo acompañarme. Su abuela me dijo que le dolía mucho la panza,
que tenía fiebre y bastante tarea incompleta del colegio. Le creí. Me dio
bronca, porque no quería ir sola a limpiar. Después de todo, la más atrevida
había sido ella con sus confesiones. ¡No era justo que yo tenga que pagar
solita nuestras desubicaciones! Pero mi moral religiosa no me permitía
desobedecer, ni faltar.
Llegué a la capilla unos minutos más tarde, y
el padre Julián me reprendió por eso.
¿Llegás tarde hija! ¡Eso es una falta grave si
pensás en redimirte ante Dios!, me dijo mirándome fijamente. Su cara era
inmutable.
Me llevó a la iglesia vacía sin articular
palabras. Yo tampoco sabía qué decirle. Cerró la pesada puerta con cerrojo, me
quitó la carterita y me exigió que me arrodille en el primero de los bancos
para que comience a rezar. Yo estaba dispuesta a todo, con tal de conseguir el
perdón del padre.
¡Quiero escucharte rezar hija! ¡Pedir perdón
por las ofensas a Dios… por tu lujuria irreflexiva… por el fuego de tu sexualidad…
por tus pensamientos impuros… y por elegir muy mal tus amistades! ¡no te
detengas, que enseguida vuelvo!, dijo el cura con severidad, acariciándome el
pelo.
Pronto lo vi desaparecer tras una puertita.
Pero a lo lejos lo oí gritarme: ¡Seguí rezando hija! ¡Fuerte y claro por favor, que no te oooigoooo! ¡Seguí
nenaaa! ¡Quiero escucharte arrepentida, verdaderamente arrepentida!
En unos minutos estuvo nuevamente frente a mí.
Solo que ya sin su vestimenta habitual. Tenía una musculosa roja con dibujos y
letras extrañas, un short de una tela liviana y unas ojotas. ¡Nunca me lo había
imaginado vestido así!
Cuando su voz al fin rompió el hielo, solo
sentí que debía hacerle caso en todo.
¿Qué pasó con Mariel? ¿Es consciente tu amiga
que faltó a la palabra de Dios?, dijo, más para sí mismo que preguntándome
realmente. Aún así yo le respondí.
¡Le dolía la panza, y tenía tarea para la
escuela! ¡Yo fui a buscarla, pero su abuela me dijo eso!, intenté explicarle.
¡Calladita Fernanda, que ahora esa chiquita no
importa! ¡Ya Dios se ocupará de su comportamiento lascivo! ¡Ahora, vos, subite
la remera preciosa, y ni se te ocurra despegar las rodillas del banco! ¡Y no
quiero ver ni una lagrimita!
Lo hice, muy de a poco, muerta de pudores, él
me observaba parado frente a mí, con expresión incierta.
¡Vamos, un poquito más arriba… y subite las
tetas con las manitos! ¡Dale hijita, que a Dios le gustan los pechitos nobles,
frescos y turgentes!
Lo hice embelesada, sabiendo que mis lágrimas
eran de pura felicidad, deseo y una emoción que no tenía lugar en mi memoria.
Era como si llorase incontrolablemente, pero sin sollozos ni quejidos.
¡Quiero verte esos pechitos desnudos… ahora
mismo! ¡Sacate todo, hasta el corpiño!, me ordenó luego, tanteándose el
paquete. No se lo quería mirar para no incomodarlo. No era mi intención ponerlo
más nervioso de lo que se mostraba. Ahora su voz comenzaba a sonar distinta que
cuando me sermoneaba.
Cuando tuve el torso desnudo, noté que los
pezones me dolían placenteramente, que necesitaba de unos dedos compasivos, o
de alguna boca para que me los succione como me lo merecía por deshonrar al
cura. Pensé en la boca de Mariel lamiéndome las tetas, y casi se me escapa un
gemido. No obstante, Julián se bajó presuroso el short y el calzoncillo, rompiendo
a mi imaginación en mil pedazos. Acercó su estaca masculina a mis pechos, y la
frotó contra ellos. El tacto de esa masa de carne caliente me encendía cada vez
más. Nunca había visto tan de cerca una verga verdaderamente dura! Me pidió que
se la envuelva con una mano, que me chupe los dedos de la otra, que le sople
suavecito el glande rebalsado de presemen, que le acaricie sus huevos pequeños
y que la huela bien de cerquita. De hecho, casi me la mete por la nariz. Estaba
agitado, con los labios torpes y los ojos fuera de todo autocontrol. Las
piernas le tiritaban, los suspiros se le inmolaban en la garganta, y parecía
querer morderse las manos para no tocarme las tetas.
Cuando me pidió que abra la boca, pensé que me
atragantaría con su pene gordito, no tan largo pero repleto de fibra, vigor y
con cada vez más juguito en la punta, pugnando por derramarse. Pero me ordenó
que saque la lengua, y solo se pajeó contra ella, segregando aún más de esa
sabia salada y líquida, todavía sin animarse a darme toda su lechita.
Entonces, me alzó en sus brazos, me abrió las
piernas y me hizo gemir al acostarme en el banco para disponerse a frotar su
cara, mentón y manos en mi entrepierna. Gemía como una loca, porque me hacía sentir
hasta la costura de mi bombacha cuando su rostro se deslizaba a un lado y al
otro de mi centro. Mi clítoris se hinchaba impune, desatado y hambriento. Mi
lengua se relamía por saborear su semen, y ya no podía con la saliva que se me
evaporaba de los labios para no gritarle que me coja de una vez.
El hombre me olía, mordía mis muslos, jadeaba
cuando su nariz se pegaba a mi calza, balbuceaba cosas indescifrables, y venía
a mi oído para susurrarme: ¡Me encanta el olor a conchita que tenés hijita! ¡Creo
que con tu aroma se le para hasta a Dios! ¡Encima, no sé si lo sabés, pero tu
calza está mojadita! ¡No quiero ni pensar en cómo tendrás la bombacha!
Un par de veces amagó con besarme en la boca.
Pero solo paseaba su lengua por mis labios cerrados, y cuando se los abría me
la introducía para pedirme que se la muerda. En uno de esos mordiscos me exigió
que le apriete fuerte la pija con una mano, la que previamente tuve que
escupirme.
Luego juntó su pene a mis senos para
friccionarlos, rozarme los pezones con la puntita, y sin privarse del morbo
oculto bajo su investidura, me hizo sacar la lengua para darme unos golpecitos
con esa carne que se había convertido en mi perdición.
Pero desde entonces, todo fue veloz. Me puso
de pie levantándome de los brazos, como si no pesara más de un kilo, me bajó la
calza y quiso que camine por toda la iglesia, con una de mis manos entre mi
bombacha y mi vagina, y con la otra dándole azotes a mi cola. Claro que los
pasos se me entorpecían, que el riesgo de caerme con la elasticidad de mi calza
en los tobillos era grande. Mientras tanto, debía rezar en voz alta, y cuando
él se lo proponía, tenía que agacharme y besar el suelo. Como no me dejaba
mirar hacia atrás, solo debía suponer que a la vez que me perseguía se
masturbaba. Yo le llevaba metros de distancia, por lo que tampoco escuchaba las
sacudidas de su pija hermosa. De repente se quitó la musculosa, me la tiró en
la cara y quiso que la extienda en el suelo, para que posteriormente me siente
sobre ella. Se me acercó sigiloso, temblando y sudando sensualidad. Meneó su
pija elegante a centímetros de mi boca, me quitó las zapatillas, las medias y
la calza, y me pidió que eleve los pies para acariciarle la verga con ellos. El
depravado servidor de Dios olía mi calza, y lamía la parte que le coincidía a
mi entrepierna con una peligrosa obsesión, tiritando por las ansias de estallar
en cualquier momento, cuando mis pies se humedecían con el calor y los jugos de
su pito cada vez más erecto. Me pedía que frote la cola en el piso y que
masajee mi sexo sobre mi culote, mientras sus palabras eran una sinfonía para
mi calentura.
¡Y pensar que tuve que negarme a la carne… a
estos cuerpitos puros… vírgenes… delicados… repletos de hormonas… con olor a
lujuria… a esos pechitos deliciosos… a esa verticalidad en la que yo podría
verter mi semen y dejarte embarazada! ¡Y nadie sabría nada… porque soy un
hombre de Dios… y vos una calentona… sucia… pecadora y pervertida nenita
religiosa, de la boca para afuera! ¡Sos una golfita… con ganas de hacer feliz a
todos los penes del mundo… una mundana… una cerdita… igual que la impura de tu
amiguita! ¡Daría cualquier cosa por desvirgarles el culo a las dos, mientras se
muerden los labios!
Pronto ese hombre sin tabúes, erecto y al
borde de cometer una locura volvía a perseguirme por entre los bancos de la
iglesia. Hasta que me pidió que hiciera un alto cerca del altar, y su voz se
endulzó compasiva en un susurro.
¡Bajate la bombachita… abrí las piernas y
mostrame la vagina, por favor!
Su emoción fue casi completa cuando empezó a
menearse la pija con violencia, cada vez más cerca de mí, admirando la abertura
de mis piernas, el brillo de mi sexo por los jugos que me brotaban como en una
abundante procesión, los temblores de mis tetas, y la expresión de mi rostro
contraído por el celo que me quemaba la piel.
¡Cogeme toda!, se me escapó cuando lo tuve a 2
pasos. Pero él se agachó para pegar su nariz a mi vulva, después de oler y
lamer mi bombacha con un éxtasis tan sonoro como ardiente. Sus palabras
entrecortadas derrotaban a mi pulso cardíaco, porque, al tiempo que me olía,
resistiéndose por besarme o chuparme, me decía: ¡Mmm, olor a hembra pura, a una
vulva virgen, el olor de una nena que reza, se toca, se excita, vibra, se besa
con su amiguita, y desea con fervor! ¡Olor a lujuria, a pichí, a celo original,
a mujercita inocente! ¡Esta fuente sagrada necesita urgente la bendición de un
buen chorro de esperma fértil, una penetración profunda, hasta que Dios te oiga
gritar, clamar por más, y convencerte que sos una putita!
Pero, cuando finalmente su mano lubricada por
su saliva se secó de tanto pajearse, y su olfato se embriagó quizás lo
suficiente de mi fragancia, se levantó decidido. Me agarró una mano, me la
escupió y me pidió que lo pajee rapidito, mientras su cara se frotaba en mis
tetas calientes. Aquello no duró demasiado, porque pronto me arrodilló de
prepo, me agarró de los pelos y me introdujo su pene sin ninguna sutileza en la
boca para gritarme: ¡Dale cochina, golfita sucia, pajerita tonta! ¡Abrí bien la
garganta, que mi leche te va a salvar de los pecados, chanchita inmunda! ¡Sos
una cerda, y tanto esta boquita como tu vagina te van a dar mucho placer,
porque te gusta ser muy putita, muy provocadora, como la sucia y calentona de
Mariel, con la que seguro te ratones, y darías cualquier cosa por lamerle la
vagina, morderle las tetas o… daleee, tragate mi lechee, que la virgen María
también se retuerce los pezones mirando cómo tu boquita me limpia la verga!!
El eco del inalcanzable techo de la iglesia me
devolvía su jadeo prepotente, mientras un torrente de semen comenzaba a coronar
mi fantasía más profunda, aquella que alimentó Mariel, y entonces, no necesité
esforzarme demasiado. Se la chupé un poquito, y en cuanto mis labios sedientos
recorrieron la extensión de su tronco tenso, su leche resurgió de las cenizas
de un pecado tan antiguo como necesario.
Me tragué todo lo que pude, y ni bien sacó su
verga de la fiebre de mis labios me dio un tierno beso en cada teta,
alterándome aún más. Como si esto fuera poco, se le antojó limpiarse la pija en
la tela de mi bombacha.
Mi clítoris palpitaba rozagante, los pezones
todavía me dolían, y hasta un cosquilleo me bailoteaba en la cola. ¡Quería que
me la clave toda, donde quiera, como más le guste y donde sea! Pero el padre
Julián parecía convertirse poco a poco en el hombre gordito, serio, amable y
sereno de siempre, asexuado y moralista.
¡Vestite Fernanda… por favor! ¡Y, demás está
decir que, de esto nada a nadie! ¡Ni siquiera a Mariel! ¿Me comprendés? ¡Si te
portás bien, por ahí el señor nos concede otra cita!, me dijo ayudándome a
subirme la calza con lentitud, aunque procurando no tocarme ni por accidente.
¡Tomá, llevala a tu casa!, me dijo una vez que
me disponía a cruzar la puerta para volver a la calle. Tenía una biblia en su
mano derecha abierta, para que yo se la reciba.
¡Quiero que, cuando te masturbes, lo hagas
poniendo esta biblia entre tu ropa interior y tu sexo! ¡Una vez que lo hayas
hecho, al menos unas tres veces, me la traés! ¡Será nuestro secreto! ¡No
pienses que estoy loco! ¡Y ahora, andate, que tus padres deben estar
esperándote!, me dijo una vez que terminé de guardar el librito en mi cartera.
No terminé de descifrar aquel fetiche, cuando sentí un pellizco de sus dedos en
mi culo, en mi nalga izquierda, un segundo antes de poner un pie en la vereda.
¡Me fui tan caliente que, si hubiese tenido la posibilidad de cogerme a un pibe
en el medio de la calle, lo habría hecho sin importarme un carajo!
No podía siquiera coordinar mis propios pasos,
ya de vuelta a mi casa. Ahora era una verdadera putita, una sucia, pecadora,
una inmoral y deshonrosa adolescente que fantaseaba hasta con la monjita de
catequesis. Pero, a pesar de quedarme con las ganas de que ese hombre se
revuelque conmigo y me robe la virginidad, no pierdo las esperanzas de que se
nos dé tan pronto como mi sexo lo resista.
Eso sí, casi todos los días amanezco mojada, y
tengo que masturbarme por soñarlo con su pija en mi boca, o en la santidad de
mi vagina que lo seguirá esperando, fiel, virgencita y caliente. Por ahora me
conformo con los besitos, los manoseos y las apoyaditas de Mariel. Su conchita
y sus tetas son deliciosas! ¡ese cura tenía razón! Todavía no me animé a
llevarle la biblia coloreada con mis jugos vaginales. ¿Pero tarde o temprano
tendré que hacerlo, para que Dios no vuelva a enojarse conmigo otra vez! Fin
Recordá que este, o cualquier otro relato del blog, podés pedírmelo en audiorelato, a un costo más que interesante. Consultame precios y modalidades por mail.
Este es mi correo ambarzul28@gmail.com si quisieras sugerirme o contarme tus fantasías te leeré! gracias!
Acompañame con tu colaboración!! así podré seguir haciendo lo que más amo hacer!!
Cafecito nacional de Ambarzul para mis lectores nacionales 😉
Me gusto el relato, sigue así. ¡Felicidades!.
ResponderEliminarPd: ¿Hay alguna manera de poder contactarte?, ¿Se te puede hacer alguna sugerencia, como por ejemplo algún(os) tema a tratar sobre algún relato?.
hola Eduardo! gracias, como siempre por tu buena onda! bueno, te respondo ambas cosas. acabame donde quieras, ya terminó ahí nomás. y, claro que podés sugerirme lo que quieras, al mail que figura al pie de cada relato. te espero por allí! un beso!
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