Día de suerte


Para alguien acostumbrado al agobio de un hogar, a las deudas, al rechazo de una esposa repleta de reproches y cuestionamientos, y para colmo de males la falta de trabajo, no está nada mal tirarse una cañita al aire si el destino se lo ofrece. ¡Y, si son dos las hembras que te muestran las mieles de lo prohibido, mejor todavía!
En el barrio todos me conocen como Cacho, un tipo futbolero, buen asador, fanático de la timba, y un árbitro bastante imparcial para los picaditos que a veces arman los vecinos en la canchita del barrio. Tengo 43 años, tres hijos, un perro, y una colección de discos de vinilo de todos los cantores de tango y sus orquestas. Mi mujer me sugirió venderlos por mercado libre, la misma tarde en la que me echaron de la fábrica, hace ya tres meses. No podía darle ese gusto. Principalmente porque no pasábamos necesidades, gracias a que yo siempre ahorré. Por eso pudimos seguir tirando un tiempo, hasta que yo consiguiera un laburito. Casualmente, no pasó mucho tiempo hasta que mi mejor amigo Atilio me ofreció manejar uno de sus autos para la agencia de taxis que tiene su hermano en el centro de la ciudad. Me explicó que la diferencia sustancial la haría los fines de semana, por la zona de los boliches. Pero que si laburaba bien durante el día podía alzarme con 600 pesitos diarios. Mi esposa Marta, una mujer posesiva, desalineada, celosa al pedo, y experta en romperme los huevos por todo no estaba de acuerdo con que trabaje los fines de semana.
¡Vos lo que querés, es babosearte con las pendejas de la noche! ¡Con esas putarracas mostrando el orto, y en pedo, si es que no salen falopeadas! ¿Eso te gusta no? ¡Sos un asqueroso!, me dijo en la mesa cuando yo le planteaba mi decisión de aceptar el empleo. Ni le importó que estuviesen los chicos cenando. No podía entender cómo carajo llevaba las cosas para ese lado, sabiendo que si yo no trabajaba todo se iba a la mierda.
Esa vez yo tampoco tuve cuidados, y le largué: ¿Y a quién querés que mire? ¡Si vos usás los mismos calzones desde hace cinco años! ¡No me vengas con boludeces, que hace rato que no me entregás nada Marta, porque todo lo demás está primero a tener sexo con tu marido!
Desde entonces, y supongo que agravado por el hecho que nuestros hijos presenciaron tales miserias conyugales, no me habla ni para pasarme un mate. Lo cierto es que Atilio tenía razón, y de algún modo Marta también. Las pibas que salían del boliche estaban una más perra que la otra. Las guachitas, las veteranas, las que iban con su grupo de amigas, las tumberitas, las ricachonas, las que iban de levante y las que no. todas salían excitadas, a los gritos, aturdidas, mareadas, dispuestas a todo, con los ojitos llenos de calentura, transpiradas y disfónicas. La mayoría con varios tragos encima. Algunas vomitaban y se lamentaban por la vergüenza. Otras se querían agarrar a las piñas con otras. La más lujuriosa arrinconaba al pibe que consiguió para chapárselo a la vista de todos, y no faltaba la que salía toda meada. Por eso no me fue difícil cumplir mi fantasía más antigua. Cuando se la conté a Atilio, me recomendó visitar a un psicólogo, a pesar de suscribir al pie de mi anomalía, si se quiere. Lo cierto es que soñaba con manosear a una pibita en el asiento de atrás de mi auto, por encima y por adentro de la ropa. Pero, para evitarme problemas con la ley, la chica en cuestión debía estar drogada, o inconsciente.
lo extraordinario es que, una noche, la segunda que deambulé por el sector boliches y pubs, a eso de las 6 de la mañana se me presentó una oportunidad, y no la solté. Una gordita entró llorando al coche, y tras darme la dirección de su casa se acomodó a lo largo del asiento trasero como para dormirse. Mal no le vendría, ya que la distancia era bastante. Además hipaba demasiado, eructaba, se quejaba del dolor de cabeza y sollozaba.
Apenas le pregunté si estaba bien, medio que la escuché roncar. Manejé unos kilómetros, sin perderme detalles de esa chica no mayor de 20 años, desparramada, con una teta afuera del corpiño, los ojos extraviados de sueño y la boca abierta, como para recibir un buen chorro de leche calentita.
La pija se me había parado desde que la oí decir: ¡Quiero que me cojas toda en tu camita nene, así que fijate si mañana podés, y dejá de hacerte el lindo, que ya sé que me querés culear!, y acto seguido sonó el pip de su whatsapp. Eso lo hizo antes de quedarse dormidita. Acaso aquel fue el último esfuerzo de su voz.
Durante el trayecto mi mente cavilaba sobre lo delicioso que tenía que ser el olor de su piel, la textura de esas gomas carnosas, el calor de esa lengüita borracha. Hasta que divisé un descampado, cerca de la zona industrial, y ni lo pensé. Me estacioné cerca de un alambrado, cerca de unos árboles. Me bajé para abrir la puerta trasera, y le pregunté si se sentía bien. Como no me contestó, le separé un poquito las piernas. Seguía como anestesiada. Al tener una pollerita, mi alma se escapó de mi cuerpo para contemplar que una minúscula tanguita se le metía entre los labios de la concha, una conchita con vellos, gordita y con luz propia, la que me desafiaba a violentarla sin reservas. Le besé las manos, que las tenía juntitas sobre la panza, después las piernas levantándole la pollera, me animé a tocarle la teta desnuda y al fin liberarle la otra. Se ve que el corpiño que traía no se las mantenía bien, o estaba medio estirado, porque se me hizo sencillo tener ante mis ojos esos dos monumentos maternales, de los que emergían dos pezones cada vez más erectos y oscuros. ¡Y juro que no era por el fresco de la mañana!
De repente empezó a gemir bajito y discontinuo cuando mi boca le lamía esos pezones, mi mano derecha le sobaba las piernas y con la otra le rozaba los labios, los que ahora permanecían cerrados.
¡Tranqui bebé, que no te voy a hacer nada! ¿Así que querés culear atorranta?!, le dije suelto de vergüenzas y pudores, mientras le abría los labios. Casi me muero de la emoción cuando empezó a succionarme el dedo. Entonces, acerqué mi rostro a su par de tetas y me dediqué a chupárselas muuuy suavecito, apenas apretándole los pezones con los dientes. Eran deliciosos, turgentes, delicados y cada vez más duros. Además, sumergido en el éxtasis que me producía su boquita lamiéndome el dedo, se los sorbía con mayor intensidad, al punto que ella comenzó a desvariar un poco.
¡Qué rica pija guacho… chupame las gomas… asíii pajerito, haceme tu puta!, dijo en cuanto mi dedo salió expulsado de su boca.
¿Así que querés verga pendejita? ¡Ahora vas a ver!, le dije mientras me bajaba la bragueta. En el momento en que mi pija le rozó la carita pareció conectarse con la realidad. Empezó a insultarme, a gritar, pedir auxilio, a zapatear con cierta incomodidad y a rasguñarme los brazos con los que intentaba calmarla. Le di una cachetada. Después le tironeé el pelo y le escupí las tetas gritándole: ¡Quedate quietita putona de mierda, si no querés que te viole acá nomás, y te deje tirada, en bolas y preñada!
Ella no abandonó su estado de alerta máxima, pero se dignó a chuparme la pija, así como estaba, despatarrada en el asiento, mientras yo le retorcía los pezones. Tenía la cabeza un poco afuera del asiento, y como le quedaba medio colgando, yo aprovechaba a meterle y sacarle la pija de la boca como si fuese una concha. Se la cogía con furia, escuchando el sonido de su cuello, sintiendo cómo sus lagrimitas me mojaban los huevos, y se la dejaba unos segundos clavadita en la garganta, hasta que le ofrecía una tregua para que se oxigene. La pollerita la tenía casi toda enrollada en la cintura, por lo que me animé a hundirle un par de dedos en la vagina, entre los costados de su tanguita. Ni sé si le rocé el clítoris. Sólo sé que se la revolvía con brutalidad, y peor cuando estuve al borde de colapsarle las papilas gustativas con mi semen. Fue de pronto, como si se tratara de una descarga de vida o muerte. La guacha se ahogó, tosió y estornudó al mismo tiempo, escupió y tragó un poco, siguió insultándome, y me pidió que la deje marcharse por sus propios medios. Le dije que si no me dejaba llevarla a su casa, me tenía que regalar su bombachita. Entonces, conmocionada por lo que acababa de sucederle, se acomodó como un perrito mojado en el auto, lloriqueó otro rato y, yo me subí para cumplir con mi parte. La adrenalina había desaparecido. Me sentía un hijo de puta, un criminal, una mierda. No sabía cómo y por qué llegué a cometer tamaña atrocidad con esa chica. No encontraba la forma de disculparme con ella, aunque una parte de mí no deseaba hacerlo.
Viajamos en silencio, bajo una neblina perversa, una sensación horrible y un sabor a culpa insoportable. La dejé en la puerta de su casa, aunque no estaba del todo seguro de que fuera suya, y no le cobré un centavo. Ni me saludó cuando bajó, y cerró la puerta con todo el aborrecimiento que su estado de ebriedad le permitió. Esa mañana no pude continuar haciendo viajes, porque la guacha se había meado encima, posiblemente por el susto y el pedo que traía. Tuve que llevar el auto a la agencia para que le laven el tapizado y las alfombras. Ese día me sentí raro, pero totalmente capacitado para esperar el batacazo y atacar a cualquier pibita desprotegida, borracha y sin el control de su propio cuerpo. Me había empezado a fijar como nunca en los culitos de las guachas del barrio, en las tetas de Marianela, la hija de Atilio, en las piernas de mis sobrinas, y hasta en el desarrollo a pasos agigantados de mi hija Leticia, que en ese tiempo tenía 14 años. Pero algo más allá de mis bajos instintos me sostenía con los pies en la tierra, y mis colmillos se tranquilizaban.
La semana siguiente llevé a no menos de 25 pendejas entre jueves y sábado, casi todas en sus cabales, si se quiere. Pero el sábado de la siguiente semana, me topé con dos chicas preciosas, borrachas hasta el apellido y divertidas.
¡Hooliiiis! ¡Yo soy Betiana, y mi amiga se llama Celeste! ¿Vos nos llevás a la casa de ella? ¡Está re fisura la muy tarada!, dijo una de ellas, presentándose, apenas abrí la puerta trasera para que entren. Hacía un frío tremendo. Pero para esas chicas eso no representaba un problema.
Eran dos bombonas alucinantes. Betiana era alta, de pelo ondulado teñido de colorado, no mayor de 17 años al igual que su amiga, dueña de una sonrisa un tanto exagerada, con un arito en la lengua, los dedos llenos de anillos y poco maquillaje. Tenía tetas pequeñas, pero caderas prominentes, y una cola normal, aunque bastante inquieta. Estuvo largo rato meneándola para un par de pibes que le festejaban las piruetas antes de subirse al auto. Tenía una pollera tipo minifalda negra, un straples negro con un corazón rojo al centro, digamos que en el medio de sus pechos, y unas botas cortitas con taco.
¡No me diga que mi amiguita no es una diosa! ¡Celeste dice que usted sabe dónde vive! ¿Nos llevás? ¡Daaaaleee, porfiii, que nosotras somos buenas! ¿O no mi amor?!, dijo Betiana destilando alcohol, alegría y ganas de ser agradable, encajándole un chupón en la boca a la otra, que se la sacó de encima como a una mosca. Las dos hablaban fuerte, y no se terminaban de acomodar en el auto. Quedé perplejo por unos segundos. ¿Cómo podía saber yo dónde vivía esa mocosa? ¡Para colmo no podía sacarme de la cabeza el tremendo chupón que se dieron!
Me detuve a mirarla. Era más bajita que su amiga, tenía los labios pintados de rojo, el pelo negro con unas mechitas de colores, y estaba re perfumada. Tenía una pollera negra con un tul que le sobresalía por abajo, una remera tipo corsé, un corpiño rojo, botas bucaneras y medias negras de lycra. Había aprendido a ser detallista con tantas bellezas dando vuelta por las calles, y bajo el manto de la noche.
De repente la cabeza me hizo un clic, y dije: ¿Vos sos la Cele? ¿La hija de Carlitos, no?!
Ella balbuceó que sí como arrepentida. Carlitos era el kiosquero de mi barrio. El hombre luchaba para dejar la bebida, y por lo que se rumoreaba tenía hijos extra matrimoniales. Celeste atendía el kiosko seguido. Varias veces le compré cigarrillos y aspirinas para Marta. Pero siempre la había visto re crota, desarreglada y con cara de pocas pulgas. Ahora brillaba con todo el glamour de una come hombres, y yo no podía dejar de desnudarla con la mirada. Además, nunca me había fijado en las tetas de Celeste, que eran impresionantes, como dos pomelitos rozagantes de primavera.
Las dos entraron con un vaso de vidrio en la mano cada una. No las hubiese dejado subir si no se tratase de terribles primores. Eran tragos distintos. Las levanté a una cuadra de un boliche, después de ficharlas medias desorientadas.
¿Querés un poquito? ¡Por suerte el boludo del patovica nos dejó sacar los vasos, a cambio de un piquito! ¡Las dos nos lo chapamos!, me informó Betiana, una vez que al fin pudo cerrar la puerta. No se lo acepté, y les pedí que tengan cuidado con volcar algo en el asiento.
¡Igual, estoy segura que no somos las primeras borrachas que llevás! ¡Seguro alguna te vomitó el auto, o se meó encima, o te volcó algo!, continuó Betiana eructo de por medio, mientras la otra intentaba serenarla. En ese segundo de vergüenza Beti se ponía mal, me pedía disculpas y le pintaba el bajón.
¡Disculpanos che! ¡Estamos re tocaditas, porque tomamos una bocha de speed con vodka, y de una jarra loca que nos convidaron unos alzados! ¡Todos le querían tocar las tetas a la Cele, y mirarle la bombacha!, prosiguió la chica, riéndose y tratando de tocarle las gomas a la amiga, por más que ésta le cruzara los brazos por encima.
¡Dejá de hablar vos tarada, que hace un rato vomitaste una bicicleta que estaba en el puesto de revistas, y te tragaste un par de pijas en el baño del boliche!, se defendió la que hasta aquí se mostraba recatada, calladita y un poco más lúcida. Pero al rato se abrazaban, se gritaban que eran re putitas, se pegaban y sacudían, mientras yo procuraba no chocar. Las miraba por el espejo, y cuando creían que no las observaba me hacían gestos obscenos. En especial Betiana, que se chupaba los dedos como si estuviese peteando, les daba un beso y sacaba la lengua entre ellos.
En un momento la escuché decir: ¡Cómo debe tener la pija el vieji, pobrecito!, y ambas se rieron con cierta irritabilidad.
Por suerte, desde el centro hasta el barrio que compartíamos con Celeste había 30 kilómetros, y recién atravesábamos un cuarto del camino. Deduje que Betiana se quedaría a dormir en su casa, y la pija me dio un estironcito al imaginármelas abrazaditas en una cama simple.
¡Vos sos más puta que yo Cele, porque le usás los perfumes caros de trola que se compra tu hermana!, le dijo Betiana continuando esa especie de guerrita infantil que habían desatado.
¡Pero a vos te conocen por entregar el culo, y por petera, y a mí no guacha culeada!, le rezongó Celeste. De esa forma iba midiendo el grado de alcoholismo de las chicas. Dos por tres metía algún bocado para comprobar si mantenían la lucidez. De momento Celeste se dormía. Pero la otra palmó después de prometerle algo indescifrable a su amiga, de una última carcajada y de quitarse el straple. Ahí me explotó el bóxer gracias a lo que mis ojos le describieron a mi pija empalada. Solo un corpiño negro de encajes separaba al celo de sus pezones de la atmósfera del auto. Betiana se le caía encima a Celeste, y se babeaba sobre sus piernas, y murmuraba cosas sin sentido. Aunque también vi que Celeste le manoseó las gomas, cuando la otra yacía inerte en su falda. Hasta que no lo soportó más, y me pidió viajar en el asiento del acompañante. Le concedí ese deseo apenas me detuve en un kiosko a comprar un paquete de puchos. Cuando regresé, ella se acomodaba a mi lado, habiendo recostado cuidadosamente a Betiana en el asiento trasero. Emprendimos la marcha, ella con atisbos de sueño y yo con las garras más que afiladas.
¡Así que tu amiga entrega la cola y la boquita?!, le dije para comenzar una charla caliente, sin preparar ningún terreno.
¡Sí, esta es flor de turrita! ¡Cuando se toma unos tragos, o se manda algún churro, es re fácil llevarla a donde el otro quiera!, decía Celeste con los ojos pesados, la respiración discontinua y bostezando a cada rato.
¡Y, vos la viste en acción? ¡Digo, como son amigas, por ahí, qué sé yo!, dije sin demasiado convencimiento.
¡Sí, obvio, la vi peteando, y haciéndole la turca a un flaco que se tranzó en el boliche hace meses! ¡Parece que es buena la loquita!, dijo, casi dejándose vencer por el cansancio.
¿Y vos? ¡Seguro que hacés de las tuyas no?!, me animé a curiosear.
¡Y, si salgo al boliche no va a ser para tomar una chocolatada! ¿No? ¡Igual, no te voy a contar nada! ¡Por ahí le vas con el chisme a mi vieja!, dijo sonriendo, aunque con cara de pocos amigos.
¡Pero, imagino que la cola no se la das a cualquiera!, profundicé en mis averiguaciones.
¡Ni en pedo! ¡Yo entrego la concha si ando muy caliente! ¡Pero eso de petear ni loca! ¡Y menos por la cola! ¡Eso es para las putas!, concluyó sin coordinación ni frescura.
En eso descubro que la pollera se le había subido bastante. A lo mejor cuando se sentó ni se percató de ese detalle. Por lo tanto, pude verle la bombacha negra con una inscripción de swet baby adelante, la que le hacía más interesante el contorno de su vulva gordita en apariencia. Cuando quise acordar, su respiración la hamacaba en un sueño cada vez más sereno y lánguido. Por eso aproveché a tocarle la pierna en un semáforo, a mojársela con un poquito de saliva, y a sobarle otro tanto la pancita. Como no se resistía ni se despertaba, le agarré una mano y la posé directamente sobre mi pene como de ladrillo para acariciármelo con sus fríos dedos. ¡Y eso que aún lo hacía encima de mi pantalón!
Yo me agitaba como al borde de un ataque de nervios, me sudaban las manos, y tenía una imperiosa necesidad de fumar. Su olor me invadía los pulmones, y la exposición de su pierna junto al dibujo de esa delicia en la bombacha visiblemente húmeda me conducían al infierno, en un viaje de ida. De repente el corazón se me acelera el doble, cuando diviso a unos metros el descampado amigo en el que me apropié de la gordita semanas atrás. No tenía tiempo de especular. Estacioné bajo la misma arboleda, me bajé a fumar un cigarro, y luego de unos segundos de contemplar a Betiana durmiendo casi en tetas, no hubo más remedio. Abrí la puerta del acompañante y me le tiré encima a una inocente Celeste para comerle el cuello, mordisquearle las orejas, meterle mano a sus tetas y a su sexo por adentro de la bombacha, hundirle un dedo en su vagina depilada y resbaladiza, y para hacerle lamer un dedo de mi otra mano, una vez que se despertó aterrorizada.
¡Callate putita, y haceme las cosas más fáciles, que la vas a pasar bien, porque te gusta la verga como a tu amiguita!, le decía mientras la alzaba en brazos para bajarla del auto. La descalcé, le rompí las medias, le subí la pollera y le corté la bombacha con un pedazo de vidrio de uno de los vasos que estrellé contra el piso a propósito, solo para asustarla más. Le apoyé las manos en el techo del auto, le di un par de chirlos en esa cola abundante y con algo de celulitis tras subirle la pollera, me bajé los pantalones con una comparsa comprimiéndome las sienes, le froté la pija hinchada por las piernas y, en un solo golpe certero se la enterré en la concha para bombearla con furia, velocidad, precisión y cierto desprecio. Sus gritos menguaban cuando le retorcía los pezones o le arrancaba el pelo. La obligaba a meterse mis dedos en la boca, y yo se los hacía llegar hasta la garganta para producirle arcadas, siempre con mi pija ensanchándose entre las paredes de su conchita lubricada. Su cuerpo no parecía coincidir con sus pedidos de clemencia.
¡Dejame hijo de puta, no me hagas esto, que te voy a denunciar!, decía por momentos, multiplicando lágrimas y saliva. Pero de repente, la leona en celo que la habitaba me requería impiadosa: ¡Dame más pija viejo de mierda, cogeme toda perro, dale que no siento nada, quiero pijaaa, más pijaa, dame lecheee, y a la Beti también dale la lechita, que hoy se quedó con las re ganas, porque yo me cogí a su macho en el baño!
De paso sus confesiones me recargaban las energías para enzoquetarla con más pasiones, con uno de mis dedos coloreándole los pezones con su propia babita, y mi boca saboreando su nuca, su espalda y sus hombros. Dos por tres tenía que sujetarla, porque gracias al mete y saque de mi poronga en esa conchita de labios carnosos y clítoris gordito, la Cele se me tambaleaba entre mareo y terror. Cuando estaba cerca de acabar, le hice un cortesito en el cuello con el mismo trozo de vidrio, la obligué a oler su bombacha rota, y le empecé a gritar: ¡Querés la leche putita de mierda? ¿Querés irte a casita preñada del Cachito pendeja roñosa?!
Ella se estremecía, gritaba más fuerte y zapateaba en el piso, sin opciones ni libertades, pero gozando como una perra en medio de una jauría de perros alzados dispuestos a fecundarla. En un momento retiré mi ejército viril de su vagina para puertearle la cola, amenazándola con penetrarle ese cráter supuestamente virgen. Pero, en ese entonces decidí que podía humillarla un poco más.
¡Dale guacha, levantate la pollera y hacé pichí contra aquel arbolito, que no te ve nadie!, le grité una vez que me separé de su cuerpo lleno de temblores. Yo tenía la pija paradísima y pegoteada por todos los jugos de su orgasmo, porque la pendeja acabó como una campeona. Pero como Celeste no quiso hacerme caso, la subí a la fuerza al auto así como estaba, y le pedí que se vista mientras mi cabeza pensaba en otro destino para la leche que se acumulaba en mis testículos.
Celeste lloriqueaba, balbuceaba cosas inconexas, intentaba abrir la puerta del auto y me puteaba.  Pero ya no con la euforia del principio. A esa altura yo había abierto la puerta trasera del coche para llenarme las manos con las huellas de las tetas de Betiana, que gemía entre sueños y movía las manos con torpeza. Le tomé una de ellas para acariciarme la verga, y en cuanto se la acerqué a la carita, la viciosa se chupó los dedos. Creo que hasta se los olió y todo. Como estaba tan borracha, empastillada o lo que fuere, no tuve problemas en abrir la otra puerta, en separarle las piernas, sacarle su preciosa bombacha con tirita fina en la cola para que se le pierda en la piel, ni en contactarme con su sexo. ¡Esta era más atorranta que Celeste! Tenía un dije de conejita playboy en el costado de la bombacha, un tatuaje de Los Piojos en el bajo vientre, y un triángulo perfecto de vellos rubios en la concha.
Le tiré la bombacha en la cara a Celeste, que quiso engañarme haciéndose la dormida, y le dije: ¡Vos quedate tranquila, que tu amiguita ahora se va a tomar la mema, después que Cachito le chupe bien la conchita!
No recuerdo si me contestó. Es que, perturbado por el aroma de esa hembra abierta como un horizonte, me tiré de cabeza para husmear, lamer, besar, succionar y penetrar esa vulva cada vez más jugosa, con mi lengua y dos dedos. Las paredes de su vagina se humedecían con urgencia, su clítoris se le endurecía, y los músculos de su sexo reaccionaban de inmediato. Incluso, de repente sentí sus manos en mi cabeza, sus dedos enredándose entre mis canas para que continúe, y su voz gimiendo bajito cosas que no podía captar. Entonces, cuando intuí que mis pulmones podían ahogarse en sus jugos salvajes, le cerré las piernas, se las acomodé adentro del auto, aseguré esa puerta y me dirigí al trote  desesperado hacia el otro lado del coche, donde su cabeza permanecía recostada. No le di tiempo a nada. Enseguida le abrí la boca con las manos, le pedí que me escupa la pija y se la encajé derechito adentro de la boca, dispuesto a cogerle la garganta.
¡Dale perrita, tragala toda, que recién se la metí en la argolla a tu amiguita, tragá nena, mirá cómo te cojo la boquita pendeja borracha, dale mamita, chupala toda!, le decía inverosímil, desencajado y tomando el control de la situación, aunque no de mi fuerza. Ella zapateaba, buscaba empujarme con sus manos, se retorcía en el asiento y ahogaba palabras que mi pija se encargaba de silenciarle.
¿Qué pasa bebé? ¿Estás nerviosa? ¿Querés vomitar? ¿Tenés ganas de hacer pis? ¿O querés que llame a tu mamita?!, le decía, sintiendo cómo la leche escalaba por mi tronco como agujas impertinentes, cómo mi cuerpo tiritaba con mayores descargas, y que mis ojos se nublaban inciertos.
En eso oigo con claridad que Celeste gime, que se mueve y suspira. Pero que ya no intenta darse a la fuga. Entonces no puedo retener lo inevitable. Un éxodo seminal estalla en la cara de Betiana, con la violencia de un tornado feroz. Le amaso las tetas con fiereza en el último arresto de mi orgasmo mientras ella lame mis huevos y me limpia la pija con su lengua entre bostezos y las toses que le generan las gotas de leche que se tragó. Ella no lloriqueó ni me hizo ninguna escena. Solo se acomodó la ropa y le pidió fuego a Celeste para fumarse un pucho. Pero Celeste no tenía fuego, ni ella cigarrillos, y yo no iba a convidarles.
Ahora yo volvía a sentirme una basura, un pervertido con derecho a la pena de muerte, un mal padre y peor esposo, un despojo de persona. Pero seguía teniendo en el auto a las dos chicas de quienes me aproveché con creces. No sabía cómo mirarlas a la cara. Betiana se quedó dormida apenas puse el auto en marcha, y Celeste, digamos que me prometió no levantar cargos contra mí, si desde ahora la llevaba gratis a donde ella quisiera. Aunque me advirtió que tenga cuidado de ahora en más. Lo curioso es que la muy perversa se había estado masturbando en el momento en que yo alimentaba a su amiguita. El viaje de regreso al barrio fue en silencio, con una aparente calma, pero bajo una espesa niebla. Cuando llegué a la casa de Celeste, tuve que despertar a las dos. Betiana parecía sonámbula. Ni se había dado cuenta que no tenía la bombacha, y que llevaba flor de maquillaje seminal en la cara. Pero el celo de los ojos de Celeste, su olor penetrante a sexo y el lenguaje de su cuerpo estaban más que al acecho de una nueva cogida. Hasta hoy no la volví a ver. Tengo mucha intriga de cómo será el momento en que el barrio, la noche o la vida nos vuelva a cruzar!     Fin

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