Estrenadita


Me lo merecía a gritos. Yo y mis probablemente últimos años de salud sexual. Tenía que sacarle el envoltorio a ese bomboncito para enseñarle a convertirse en una devota del placer. Siempre me pareció que esa mocosa no tenía ni un pelo de tonta. Pero que por el contrario, era tan virgen como mis ganas de poseerla.
Mi nombre es José, tengo 59 años, soy carpintero y tengo fama de viejo verde, cosa de la que no me avergüenzo. Soy habitué del bar de Luis y Cristina, un matrimonio vecino del barrio, junto con otros 5 o 6 borrachos como yo. Ese es nuestro refugio. Ahí vemos los partidos que nos interesan, jugamos a las cartas, intentamos arreglar el mundo, despellejamos a nuestras mujeres, y comemos con todo gusto. Las minutas y sándwich que prepara Cristina son incomparables. La cerveza siempre está a punto. Se puede fumar y putear. Nunca hubo un problema. A no ser cuando caía el negro Barrientos, que nos ponía locos con su bandera peronista. Además, ninguno quería perturbar a la criatura que algunas veces oficiaba de camarera. Amelia es una pendeja preciosa de 15 años, que cuando no tiene deberes para el colegio colabora con sus padres. Ella fue la que buchoneó a Luis cuando el pelado Ortiz le preguntó si eran ciertas nuestras sospechas. Todos creíamos que Luis rebajaba el vino en caja que vertía en botellas de tres cuarto con agua, para hacer una diferencia económica mayor. Ella no se puso nerviosa al confiarnos que teníamos razón. Aunque, sus mejillas se sonrosaron levemente. Creo que por eso el pelado y Barrientos no vinieron más al bar. Pero nosotros, y en particular Aníbal y yo, no perdíamos oportunidad de tomarnos un vermú, ya entrada la noche, para babearnos con esa nenita yendo y viniendo entre las mesitas apiñadas.
El bar era pequeño. Apenas cabían unas seis mesas para cuatro personas. Algunas veces empleaban a un pibe para que reparta pedidos en moto. Amelia nos motivaba demasiado. ¡Y eso que solo la veíamos, o le escuchábamos la vocecita cuando nos traía lo que le solicitáramos! Creo que tanto yo como mi viejo amigo Aníbal nos moríamos de ganas por saber a qué olía su verdadero perfume. Es que por la humareda de los puchos, la fritura de la cocina y el desodorante ambiental que echaban en el baño, se hacía difícil dar con él. Aníbal le tenía el mismo hambre que yo, aunque lo disimulara mejor. A mí no me importaba quedar como un baboso ante sus ojos, siempre que sus padres no se percataran. Cada vez que la veía le sacaba la lengua, moviéndola entre mis labios, le tiraba besos, le decía cosas entre dientes que ella no oía, le silbaba, y me manoteaba el pito sobre mi pantalón de laburo, tan avejentado como mis ganas de buscar una mujer para una relación seria.
Últimamente no había mucho laburo en la carpintería. Por lo tanto, desde las 5 de la tarde, y hasta las 11 o 12 de la noche, me la pasaba en el bar. No se me ocurría nada para poner a esa zorrita al corriente de todo el conocimiento sexual que pudiese otorgarle. No, hasta que la vi con la mirada en celo, tratando de descubrir si el pibito que atiende el teléfono en la remisería de al lado le daba bola. Aníbal me había advertido que la pendeja está caliente con el guacho hace por lo menos dos meses, y que hasta se rateó de la escuela para visitarlo. Aníbal es el dueño de tal remisería, y empleó a ese pibe porque es menor de edad, para no asumir riesgos de blanquear a un adulto. Entonces, eso me dio la idea. Un buen chantaje no podía fallar. Lo pensé unos días, y cada minuto mi cerebro rejuvenecía más.
Un jueves al fin, aprovechando que Luis se la pasa todo el día comprando mercadería, como todos los jueves, comencé a persuadirla. Esa vez Amelia tenía un guardapolvo blanco y un jean gastado porque volvía del colegio, y su madre no daba a bastos. Así que no le quedó otra alternativa que ayudarle. Entonces le pedí una pizza, una cerveza y unas papas. Ni bien se acercó a mi mesa le largué: ¡Che, ¿No sos muy gurisa para andar echándole el ojo al pendejo de al lado? ¡Ni te sabés lavar el culo vos, me imagino!
Amelia se puso colorada, y corrió a la cocina, luego de decirme que se cambiaba rápido y me traía el pedido.
¡Me cambio, y enseguida le traigo lo que pidió don José!, me dijo anudando los dedos de sus manos.
¡No tardes, guachita preciosa!, le dije, sintiendo la presión de mi poronga en el calzoncillo. Al rato apareció como suele estar vestida para atender. Traía una calza que se le perdía en ese culo gordito, y una remera de algodón escotada de Lady Gaga. Yo no tengo ni puta idea de quién es esa mujer. Pero al parecer es una cantante de moda, porque mi nieta también la escucha y la sigue. Tenía las tetas chiquitas. Pero eso seguro era porque nadie le pegó una buena ordeñada. Tenía el pelo castaño teñido de rubio, mojado y ligeramente peinado cuando me trajo la birra.
¡Gracias bebé!, le dije agravando la voz, y le saqué la lengua mientras ella abría la botella.
¿Y qué pasó con el pibito nena? ¿Te diste algunos chupones con él, aunque sea  a escondidas?!, le pregunté. Pero ella se fue como una flecha para acudir al grito de su madre. La guacha tiene un cuerpo de nena insultante para el trasero que la escolta. Su cintura aún no se desarrolló del todo, y su voz es tan aflautada que cualquiera se la imaginaría jugando con un bebote.
Cuando me trajo las papas y la pizza, le murmuré: ¿Tu mami sabe que andás alzada con el Gabi? ¡Creo que a ella no le cae muy bien ese bandido! ¡Yo que vos, tendría cuidado!
Ella me clavó sus ojos marrones con intensidad, y susurró algo que no entendí.
¿Qué dijiste ricurita? ¡Espero que no me hayas puteado por descubrir tu secreto! ¡Aaah, y aparte de las pinturitas, a partir de hoy llevá forritos en la cartera! ¡Y lavate bien la cola si querés andar noviando!, le dije poniéndola tan incómoda que, estoy seguro que le reprimió un puñetazo a mi cara.
A la noche, cuando Aníbal y yo volvimos al bar, la nena nos trajo un vino y una picada.
¿Cómo anda la reina de la casa? ¡Tené ojo con el Gabi Ame! ¡Mirá que si el Luicho se entera te caga a cintazos!, le dijo Aníbal, al tanto de mi plan para poseerla tarde o temprano. Sabíamos que la borrega no le contaría nada a sus padres, porque, de alguna manera su familia se sustenta gracias a los clientes que yo le aporto al bar. Nosotros debíamos amedrentarla, ponerla en ridículo, humillarla, llevarla al límite de su paciencia. Así fuimos despojándola de sus rubores para que acepte que Aníbal y yo la veíamos con otros ojos.
Hasta que un jueves renovado de ilusiones no lo soportamos más. Cristina tuvo que salir de urgencia al hospital porque su padre se había descompensado. Seguro que a causa del calor agobiante. Como era jueves, Luis se ocupaba de las compras, totalmente lejos de los problemas de su mujer. Además yo sabía de sus propios labios que aprovechaba a darse una vueltita por los puteros con su amigo, quien casualmente es el padrino de Amelia. Por lo tanto, solo la nena estaba para atender a los pocos que éramos en el bar.
Entonces, supe que Luis hospedaba a don Tito en el bar, uno de los choferes de la remisera. El hombre es correntino, y no le daba para pagar una pensión. Aníbal me lo contó después de cortarle por quinta vez el teléfono a la bruja de su mujer. Por suerte el negocio cuenta con un pequeño cuartucho, el  que a veces solía usar Luis o Cristina para echarse una siestita reparadora, cuando no anda ni el loro. El cuarto divide la cocina y la barra de la pequeña sala, donde se apiñan las sillas y mesas. Tiene una camita de una plaza, un televisor chiquito con un reproductor de DVD, una mesa de luz repleta de películas pornos, y una lámpara a querocén.
Ese día Aníbal y yo empezamos a divagar con la nena metida en ese cuartito, mientras la llamábamos para pedirle una cerveza bien fría. Aníbal, en cuanto la tuvo en frente le dijo: ¿A ver nena? ¡Date una vueltita, como si fueses una modelito! ¡De esas de la tele!
Amelia le puso cara de culo. Pero a mí no me iba a desobedecer. Ni siquiera sabía por qué estaba tan seguro de eso.
¡Dale preciosa, y te damos 20 pesos para vos!, le dije con la pija ardiendo por sentir el calor de su boquita. Ame giró sobre sus pies, y ni bien su culito apuntó a mi amigo como un reflector insondable, éste le acarició las nalgas. Ella dio un saltito para servir los vasos, y salió corriendo una vez que terminó de verter la cerveza lo más rápido que pudo.
¡La tiene bien durita, chiquita, pero firme! ¡Hay que culearla negro!, exclamó mi amigo luego de beberse el vaso de cerveza, humedeciéndose los bigotes. Cada vez había menos gente en el bar, y saber que Amelia se paseaba juntando botellas y vasos vacíos nos conmocionaba.
Hasta que le grité: ¡Ame, ¡Tenés un cenicero?
La nena lo trajo, y Aníbal la empujó sobre mis piernas. Como yo estaba separado de la mesa, la creatura cayó prácticamente sentada sobre mi erección.
¡Uuupa bebée! ¡Te caíste!, le dije frotándole los muslos. Aníbal me guiñó un ojo, y le clavó los ojos en las tetas.
¡Las tiene chiquitas, pero hermosas! ¿Sabés lo que daría por tocar unas tetas suaves como las tuyas bebota?, se despachó mi amigo, bajo mi cortina de chistidos para que se calme.
¡Tranquilo negro, que la vamos a asustar!, le dije, mientras Amelia se levantaba, subiéndose la calza, y volvía a la cocina para continuar atendiendo.
De repente, luego de verla barrer el piso, yo arreglé todo con Aníbal. Él se iría a fumar un pucho mientras hablaba con su jermu, y yo con rumbo al baño. No dejé pasar por alto echarle una buena queja a la pendeja por servirnos la cerveza no del todo fría. Por supuesto que no era cierto. Pero la carita de perrito mojado que me puso cuando le dije: ¿Fijate bien para la próxima nenita, porque la birra se sirve bien fría! ¡Y sin tanta espuma! ¿Sabés cosita linda?, me enterneció al punto de hacerme doler la pija como nunca. Se me había parado de una forma irreconocible. En ese momento el único tipo que tomaba un vino le pagaba a la nena, juntaba sus cosas y se marchaba del bar.
Ni bien entré al baño, se me dio por llamar a la pendeja.
¡Ameliaaa, por favor, traé jabón, que se ve que se les acabó!, le grité. Ni siquiera me había lavado las manos porque no había hecho nada. Por eso, apenas la nena entró al diminuto baño con un jabón y una toalla floreada, yo cerré la puerta. Le quité las cosas para tirarlas al piso, y le puse su manito temblorosa arriba de mi verga encarpadísima.
¡Mirá cómo me ponés nenita! ¡Así los tenés a todos, con esa colita! ¡No seas boba nena! ¡No pierdas el tiempo con ese gil del Gabi! ¡Mirá lo que tiene José para vos! ¡Dale, apretámela un poquito, y te doy más platita! ¿Querés?, le largué, manipulando esa manito sudada, logrando que al fin sus dedos cedan y me envuelvan sin su voluntad todo lo ancho de mi tronco.
¿Querés verla en vivo? ¿Toda al aire para vos?, le dije, cuando veía que algunas lagrimitas le asomaban por la ventana de sus ojos marrones. Pero la nena, lejos de espantarse, me apretaba la verga, buscaba la puntita para masajearla y me hacía jadear cuando respiraba. El solo oírla respirar me ponía de los pocos pelos que me quedaban.
¡Y ojo con decirle a la mami de esto! ¡Porque, tu papi puede terminar mal. O tu mamá, violada en un callejón por uno de mis amigotes!, la amenacé, mientras me bajaba el cierre del vaquero, y al fin liberaba mi pija gorda ante sus expresiones de asquito.
¡Vení, poné la carita contra mi verga, y sacá la lengüita bebota! ¡Me parece que este amigo quiere que le des unos besitos!, le dije, agarrándola de los pelos, para darle al menos tres chotazos en la cara. A pesar que no le vi la lengua, sentí el calor de sus lágrimas, y de la saliva que evidentemente se le acumulaba en la boca de las ganas de mamarla. Pero, de repente me empujó al borde de hacerme caer sobre el inodoro, y salió corriendo, lloriqueando y envuelta en un calor que le ardía en las mejillas.
Enseguida volví a sentarme en la mesa con mi viejo amigo. Le conté todo, con lujo de detalles. Él me dijo que la vio llorando, y que temía que le hubiese hecho algo grave. Pero desde entonces, los dos nos estuvimos ratoneando al pedirle distintas cosas, ofreciéndole plata, y prometiéndole que jamás le diríamos a su madre lo de sus rateadas de la escuela, de sus encuentros con el guacho, y de alguna que otra mala nota.
¡Vení Ame, que se me cayeron las colillas del cigarro al piso! ¡Tenés que barrerlo, para dejar todo en condiciones, o tus viejos te van a retar!, le dijo Aníbal, que ya había arrojado el contenido del cenicero al suelo. Entonces, la nena apareció con la escoba, y durante unos segundos barrió sin prestarnos atención.
¡Ponete el palo de la escoba entre las piernitas bebé!, le dio Aníbal, y Amelia, sabiendo cuál era su situación, lo hizo.
¡Chupate los deditos mi amor, y tocate la carita con ellos!, le solicité, sintiendo que las hormonas me devolvían la virilidad que había olvidado. Amelia solo lo hizo una vez. Pero cuando Aníbal le pidió que lama la punta del palo de la escoba, se dedicó un ratito a pasarle la lengua, como si fuese un chupetín.
¡Aaaay, mirala vos a la cochina! ¿Vos ya te llevaste algún pitulín a esa boquita. Asquerosa? ¿Se la chupaste al Gabi?, le preguntó Aníbal, al borde de un ataque de nervios. De hecho llegó a pellizcarle la cola.
¡Yo mejor me voy!, alcanzó a musitar la pibita, quejándose por el pellizco y manoteando el palo de la escoba.
¡Vos no te vas a ningún lado bebecita, hasta que no contestes lo que te preguntaron! ¿Chupaste pijas o no?, le retruqué, esperando una respuesta sincera. Por su cara, era evidente que no, y en eso no coincidimos con Aníbal.
Entonces, le pido otra cerveza, y apenas la trae, Aníbal le hace una especie de zancadilla para hacerla caer sobre sus piernas.
¡ooooy bebé, se ve que estás cansadita, porque te caés de la nada!, le dijo para llevarla a un estado de permanente exposición.
¡Yo no me caí, fue usted, que, me hizo…, comenzó a intervenir. Pero el loco le metió los dedos en la boca, después de mojarlos con cerveza, y Amelia pareció consolarse, porque se quedó quietita, lamiéndole uno a uno sus rechonchos y arrugados dedos.
¿Sentís cómo se me para el pito contra tu culo pendeja? ¿Te gusta chuparme los dedos? ¡Al parecer sos una buena peterita!, le dijo Aníbal, en el exacto momento que la puerta rechinó, y entraron dos tipos con aspecto de camioneros. Los dos pensamos lo mismo. Si esos tipos sospechaban algo de nosotros, podríamos tener problemas, y ninguno de los dos sabíamos pelearnos con esos dos mastodontes. Así que, Aníbal dejó que Amelia atienda a los señores, y decidió ir al baño. Aquello me desconcertó, ya que había ido 5 minutos atrás.
¡Cuchame negro, mandame un mensaje cuando estos se las tomen! ¡Yo la quiero en el baño a esta guacha! ¡No sabés cómo me la puso!, me dijo a un volumen acorde, bajo el ruido de una selección de cumbia villera que me ponía la paciencia en jaque. Los tipos pidieron una porción de papas para llevar, dos vinos y una cerveza. Amelia los despachó, y enseguida le envié el mensaje a mi amigo. Aníbal no se anduvo con rodeos.
¡Ameliaaaa, ¿Qué pasa en este baño que no anda la cadena? ¿Podés venir, por favor?, se oyó la voz de Aníbal gritando en el sórdido eco del baño del bar. Amelia dio un par de vueltas por la cocina, haciéndose la sorda.
¡Che nena, te llama mi amigo!, le dije, como para confirmar que había recibido el mensaje. La vi salir de la cocina a regañadientes, y entonces, después de unos diez minutos, más o menos, veo que Amelia sale del baño con la cara sucia. Tras ella, Aníbal, caminando con cierto vaivén, medio pálido pero feliz. Ni bien se sentó a mi lado me lo contó todo.
¿Vos te creés que soy boludo? ¿Que no sé que tu viejo nos rebaja el vino, o nos vende comida recalentada? ¡Ahora me las voy a cobrar con vos ricurita! ¡Tenés una boca preciosa para tomarte toda la mamadera!, ¡Le dije ni bien entró al baño! ¡No sabés negro, cómo empezó a temblar, pobrecita! ¡Pero yo la arrodillé de prepo, le agarré la cabeza de los pelos y la obligué a frotar toda esa carita en mi bulto! ¡Después, saqué la verga y se la encajé en la boca! ¡Tuve que cachetearla porque la zorrita me la mordía! ¡Además, no me la quería mamar! ¡Aprendé putita de mierda, si querés ponerte de novio con el boludito de al lado, le dije! ¡Y la guachita empezó a darme unos besitos, a lamer y chupar! ¡Hasta los moquitos se le caían a la pobre! ¡Pero le largué toda la guasca en la carita! ¡Creo que algo se tragó!, me contó Aníbal, sin interrupciones ni arrepentimientos. Yo tenía la verga que parecía que me iba a explotar. Por un momento temí que se me haya subido la presión arterial a las nubes.
¡Dejá de llorar bebita, que a todas las nenas como vos les encanta tomarse la lechita! ¡Además, vos te estás desarrollando! ¡Así que tenés que tomar leche mi amor!, le dijo Aníbal cuando la nena nos servía otra cerveza. Su aspecto era tremendo. Mi amigo le había pedido que no se limpie la cara, ni se cambie la remerita, donde se advertían dos lamparones de semen a la altura de sus tetas, y uno más pequeño en su abdomen. Yo me tocaba la verga como un condenado. Incluso ante los ojos de Amelia, que seguía lloriqueando, hipando y poniendo cara de víctima
¡Dale nena, no seas así, que te gustó! ¿No tenés ganas de echarte un rico polvo? ¿No te lo pide la conchita?, le dije, un poco más esperanzado. Pero entonces, tuvo que atender a una mujer que venía en busca de una pizza y dos cervezas. Lo peor de todo es que su acompañante era un niño de no más de 6 años. eso nos dio un manto de realidad tan necesario como conveniente a esas alturas.
Pero apenas la mujer se fue, y un tipo terminó de comerse las dos empanadas que pidió, los dos nos levantamos con la idea fija de ir a la cocina.
¡Vamos Ame, que los dos te vamos a sacar esa tristeza!, le dijo Aníbal acariciándole la cola.
¡Soltame viejo degenerado!, le contestó ella, clavándole un codazo en las costillas.
¡Eeepa eeepaaa, me parece que la nena no entiende! ¡No seas así de mala, que nosotros queremos enseñarte!, le dije, poniéndole una mano en la boca, y transgrediendo sus labios fuertemente apretados con un dedo, al que no le escatimó una mordida. Aníbal le dio un cachetazo, y enseguida, se puso a lamerle las lágrimas que le resbalaban por la cara. Yo, entretanto, le apoyaba la pija parada en la cola, oliéndole el cuellito, y desprendiéndole el corpiño por adentro de la remera, sin demasiado éxito.
¡Dale nena, cortate un pedacito de fiambre para morfar, del que quieras, que nosotros te hacemos mimitos!, le dijo Aníbal, después de morderle la puntita de la nariz. Ella se quejaba, pero silenciaba a su garganta. El color de su piel no parecía demostrarnos el mínimo rechazo, por más que intentaba despegarse de nosotros que no parábamos de acorralarla. En eso Amelia se puso a cortar un pedazo de mortadela sobre una tabla, mientras Aníbal le besuqueaba el cuello, y yo me pajeaba la verga, y le acercaba esa misma mano laboriosa a la cara. Logré que me chupara los dedos, y que me los babee para seguir pajeándome. No podíamos armar tanto lío por si entraba algún cliente. Pero, lo cierto es que logré sacarle el corpiño, sin quitarle la remerita.
¡Dale nenita, Escupime los dedos, que ya sé que mi amigo te largó la leche en la carita en el baño! ¡Si lo habrás hecho en la escuela, putona! ¿Te gustó mamarle la verga?, le decía cuando se retobaba a cumplir con mis designios. En un momento, le entre corrí la calza para liberar mi pija y estacionarla un buen ratito entre ella y su cola perfecta. Empecé a moverme como si me la estuviera cogiendo, mientras ella seguía con los codos sobre la mesada, comiendo los trocitos de mortadela que había cortado. Aníbal le había prohibido usar las manos para comer. Hasta que un hombre pegó un grito.
¡Cheee, carajoooo, ¿No hay nadie en esta mierda de bar?!
¡Andá nena, mostrale las tetas a ese tipo, que sin el corpiñito se te bambolean para todos lados!, le dijo Aníbal. La vi resistirse y negarse.
¿Por qué no lo atienden ustedes? ¡No puedo ir así!, se quejó después que le puse el vino que pidió el desconocido en las manos. Entonces, Aníbal y yo vimos cómo ese tipo le sacaba radiografías a sus tetas, y nos calentamos más. Cuando volvió a la cocina con la plata, decidimos llevarla al cuartucho de la siesta.
¡Acá no tenés excusas! ¡Sacate la remerita, y escupite las tetas! ¡Quiero que me hagas una buena turca bebé!, le solicitó mi amigo. A esa altura los dos portábamos las vergas afuera del pantalón. Inclusive yo me había quedado en slip. Era impresionante ver cómo los ojos de la pendeja iban de la verga de mi amigo a la mía, aunque temblara, lloriqueara y suplicase para que no le hagamos daño. Yo no tenía pensado encerrarnos, pero Aníbal prefirió ponerle el pasador a la puerta.
¡Por las dudas negro! ¿Mirá si cae el Luis? ¡Además, acá hay muchas cosas lindas para ver!, me decía Aníbal mientras elegía una de las pelis del cajón para luego ponerla en el DVD. Amelia permanecía parada, pegada a la cama, ya sin su remerita.
¡Dale bebé, escupite bien las tetas! ¿No me entendiste?, le decía Aníbal, al tiempo que yo la subía arriba de la cama, acomodándola de modo tal que se arrodille encima de una sábana toda manchada con vaya a saber qué porquería. Como ella no lo hizo, yo mismo le escupí las gomas, después de manoseárselas. Entonces, la peli comenzó a rodar. Una morocha con dos tetas monumentales, a lo mejor operadas, se atragantaba con la verga de dos negros con una tremenda porra en el mate. Uno de ellos tenía tatuajes por todos lados.
¡Mirá guachita, cómo chupa pijas esa morocha! ¡Tiene dos en la boca! ¡Imaginate a vos, con dos pitos en la boquita! ¡Haaaam, qué rico! ¿No cierto?, le decía mi amigo, juntando su verga venosa a sus tetas ensalivadas. Tenía las bolas más peludas y canosas que las mías. Eso me hizo sentir más joven, aunque no fuera relevante para nadie más que para mi autoestima. El trozo de carne de mi amigo golpeaba las tetas de la pendeja, salpicando saliva y presemen, cuando yo me animé a meterle la pija en la boca, casi sin anunciárselo. Tuve que abrírsela con los dedos y sacudirla de las mechas para que empiece a lamerla, a pasarme la lengua por el glande y a conducirla poco a poco al tope de su garganta.
¡uuuuf, cómo se la come toda la nenita! ¡No sabés lo durito que tiene los pezones viejo!, decía Aníbal, admirando el arte de mamadora de la nena, retorciéndole los pezones con un dedo y estirándoselos por momentos, aún con su pija entre sus tetas. Ella volvía a lloriquear impaciente. Pero su boca no soltaba mi verga, ni se resistía cuando Aníbal le pedía  que le pajee la suya. Mientras tanto, en la tele la morocha gritaba ensartada por el culo por uno de los tipos.
¡A ver negro, ¿Qué te parece si, los dos le metemos las pijas en la boca?! ¿Vos decís que se la banca la putona?, dijo mi amigo en una mezcla de fascinación y un agitado balbuceo. Entonces, nuestras dos pijas comenzaron a castigarle la carita, a fregarse contra sus facciones y a mojarle el pelo con sus jugos y su propia saliva, ya que la mía estaba toda babeada. Fue un concierto de puteadas del negro a la pendeja para que le apriete la pija, de chupadas de su boquita a nuestras pijas, y de unas buenas refregadas de nuestros huevos contra sus tetas hermosas. Hasta que, aturdido y mareado por tanta locura, empujé a la pibita arriba de la cama, y le saqué el pantalón a los tirones.
¡A ver, qué tiene guardadito la bebé! ¿Mirá gordo, la bombachita de nena que se pone la petera! ¡Es una bombachita de algodón, y con dibujitos, como la de las nenas! ¿Y así te querés levantar a tu novio? ¡Tenés que usar tanguitas, para que te partan la colita al medio gurisa!, le decíamos entre Aníbal y yo, una vez que la dejamos en bombacha. Ambos le dimos un par de pijazos en la pancita, y en el bollito sobre su prenda. Nos encontramos con lo que era obvio, ni bien nos acercamos un poquito más a su sexo. ¡Un montoncito de pelo rubio le sobresalía de la bombachita, y le brillaban unas líneas de flujo en las piernas! ¡Ni te cuento cuando le toqué la bombacha! ¡Parecía meada la pobre! Así que, sin otro compromiso por resolver, primero Aníbal y luego yo, nos dimos a la tarea de besuquearle las piernas y de morderle la chuchita por encima de la bombacha. Cuando lo hacía yo, él le encajaba la verga en la boca para que se la chupe. ¡Y ahí sí que se la mamaba con toda la desesperación del mundo!
¡Mirala vos a la chancha! ¡Anda con la conchita peluda!, decía Aníbal, agitando su pedazo de verga entre los labios de la guacha, al borde de largarle la leche.
¡Síiii, tiene pelitos, y un olor a chiquitita virgen, a pis, y a que quiere pija que no te puedo explicar!, le dije yo al tiempo que mis dedos atravesaban el orificio de su vagina. Le saqué la bombacha sin preguntárselo, y medio que acomodándome entre sus piernitas, acerqué mi daga seminal a su concha. Sabía que si dudaba perdía. Por lo que, en un solo empujón se la calcé de una. No entró fácil, ni en el primer empujón. Recién en el segundo sentí que algo de su cuerpo se desgarraba, y que sus jugos calientes parecían prenderme fuego la pija. Aníbal le encajó la pija casi en la garganta para ahogar su gritito horrorizado cuando mi estocada final consiguió penetrarla. Incluso, le dio un cachetazo porque la tontita se la mordió.
¡Síii, síii, síiii, así, quiero verga, más verga, cógeme viejo de mierda, asíii, cogete a esta putita suciaaaa!, dijo la nena en cuanto el negro le liberó la boca. Supongo que esas palabras tuvieron el impacto que Aníbal todavía no esperaba. Es que, apenas Amelia volvió a lamerle el glande, el gordo se vino en leche en toda su cara. Entretanto yo seguía golpeando mi pubis contra su sexo, taladrando su intimidad y mordiéndole las tetitas. La pibita no paraba de pedir verga, de rasguñarme las manos y de apretarme las piernas con las suyas cada vez que se la dejaba un ratito quietita adentro,, para que la sienta toda.
¡Eeeepa negroo, ya le diste la lechita a la bebé!, le dije ni bien advertí que le bañaba la carita. Entonces, como me quedé solo con el tambo cargado, preferí sentarme a la pendeja en las piernas, para que ella encastre su vagina en mi pija y me la coma con una cabalgada feroz. Aníbal me ayudó a hacerlo posible, ya que la guacha quería seguir cogiendo conmigo arriba suyo. En esa postura, podía ver cómo se le endurecían los pezones cuando saltaba sobre mi pija, cómo su concha salpicaba jugos, cómo se le llenaba la boca de saliva, y cada gesto de placer que se traslucía en sus ojos. Ya no era la camarerita tímida, de guardapolvo, o de remeritas escotadas. Ahora era una pendeja desnuda, con la conchita peluda, con algo de sangre en las piernas, con la carita embadurnada de semen, y totalmente desvirgada.
¡Así que eras virgen, guachita de mierda! ¡Dale putita, movete asíiii, chúpame los dedos, putona, y saltá más, dale, que te voy a llenar la pancita de lecheeee! ¿Querés la leche putita? ¡Pedime la leche putona, dale bomboncito, pedile la leche al abuelo!, le decía mientras le dejaba la cola colorada, sintiendo que su conchita le hacía cada vez más lugar a mi erección, por más que su estreches parecía no tener límites. Entonces, apenas la pendeja dijo: ¡Síii, dame lechita, llename la concha con tu lechita, que ya tu amigo me la dio en la carita!, mis testículos comprendieron que no había marcha atrás. Le descargué todo lo que durante meses le aguardaba a ese culito precioso. Solo que esta vez se la largué toda en la concha, sabiendo el riesgo que existía de dejarla embarazada. Pero no me importó.
¡Negro, se la dejaste adentro cabrón! ¿Mirá si queda preñada!, me dijo Aníbal, como si leyera mi pensamiento, mientras la nena recibía mi descarga, gimiendo y sacudiendo el pelo, como si el aire del cuartucho no le alcanzara para oxigenarse. Lo miré con despreocupación, y entonces, permanecí un ratito con la pendeja a upa. Era único sentir que la verga se me deshinchaba adentro de su vagina, hasta que solita salió expulsada por la cantidad de semen que le regalé, y sus propios flujos. Yo no la dejé bajarse, hasta que Aníbal no terminó de vestirse. Luego, cuando escuchamos que alguien golpeó las manos en alguna parte del bar, yo le pedí a la pibita que responda.
¡Enseguida vooooy! ¡Un momento por favooor!, dijo Amelia, mientras Aníbal le ponía la calza, prohibiéndole de todas las formas que vuelva a ponerse la bombacha. De hecho, la puso en una bolsita y se la metió en el bolcillo del vaquero. Entonces, los tres escuchamos la voz de Cristina, con la misma sensación de terror en el rostro. Aníbal salió primero, tratando de esconderse lo ,más rápido que pudiera en el baño. Yo me quedé un ratito con la nena, y mientras le abrochaba el corpiño, le palpaba las tetas por última vez y le olía el cuellito, le decía: ¡Mirá nena, si querés coger con el pibito ese, traelo acá! ¡Yo te hago la segunda! ¡Siempre y cuando, me prometas, que cuando yo quiera, me vas a chupar la pija, hasta tragarte toda mi leche! ¡Aaah, y si no lo hacés, te voy a volver a encerrar acá, y hasta que no te rompa ese culito hermoso que tenés, no te dejo salir! ¿Me escuchaste?
Ella salió de la piecita, oliendo a semen y a sudor, nerviosa y atontada, pero con un brillo especial en la mirada, que nunca se lo había visto. Al rato yo me encontré con Aníbal en la puerta del bar. Los dos quedamos de acuerdo en volver la semana siguiente para pedirle algún pete sabroso, o simplemente para molestarla, calentarla y después darle una buena cogida, quiera o no.   Fin

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