Mi nombre es Luciano, y no tengo muchas cosas
de las que vanagloriarme. Soy abogado, jugador compulsivo, bebedor de vinos
caros, adicto a la comida chatarra, fanático del porno argentino, hincha del
rojo de Avellaneda y socio del club, híper desordenado, difícil para
compromisos afectivos y de un carácter podrido cuando me levanto en las
mañanas. No sé qué ven las mujeres en mí que les atrae. Hay días que ni yo me
aguanto en mi propio cuerpo. Tengo 30 años, soy morocho con el pelo largo hasta
el comienzo de mi espalda, medio gordito por el sedentarismo de mi profesión,
mido 1,80, tengo los ojos verdes que siempre le gustaron a mi tía Luisa, soy
prolijo con la barba y no me perfumo demasiado. El médico me recomendó media
hora por semana en un gimnasio, además de una mejor voluntad para dejar el
cigarrillo. En esto último me cuesta hacerle caso. Pero el gimnasio me gustó, y
más que nada a mis ojos, que se enfiestaban con la cantidad de tetas y culos
que flotaban, danzaban, se contorsionaban, prometían fugarse de esos topcitos
apretados, o explotar en esas calcitas sudadas. Hace 2 años que no me permito
faltar a mi rutina de ejercicios. Hasta he cancelado turnos con clientes
importantes para asistir a mi distracción favorita.
Vivo solo en un departamento por la zona de
Belgrano en la capital, odio usar corbata, tengo auto y una empleada que al
menos 2 veces a la semana hace del caos en el que habito un hogar respetable.
Con ella también me saco las ganas de garchar cuando la calentura apremia mis
hormonas. Por supuesto que no se queja porque el poder de mi billetera la
seduce más que los conceptos feministas que le otorgó la sociedad machista en
la que vivimos. Ella pensará que lo mejor de todo es que puedo acabarle adentro,
sin la desgracia de obsequiarle un embarazo no deseado porque toma pastillas.
Pero eso, a veces me desmotivaba a instancias invaluables. Aquí entonces, mi
fetiche más preciado. El de dejar embarazadas a las mujeres con las que tengo
sexo ocasionalmente.
No sé cómo nació aquel talento en mí. Supongo
que fue a eso de los 18, durante la navidad que pasamos en lo de mis abuelos.
Ahí mi prima Renata y yo bebimos haciendo verdaderas maratones de tragos, y nos
empezamos a calentar por el simple acto de rozarnos, tocarnos y pisarnos los
pies mientras bailábamos algunos clásicos del pop de los 80. Apenas le apoyé
con insolencia mi bulto empaladísimo en el orto, en ese orto despampanante y
ratoneador al máximo, nos encerramos en la pieza de los nonos. No sé quién
arrastró a quién. Pero lo cierto es que apenas la turrita se me ofreció en
bombacha y corpiño, la tumbé boca abajo en la cama, me desnudé con la tenacidad
de un océano revuelto y me le subí encima. Ni bien mi pija se acomodó entre sus
tersas montañas de carne, mi glande resbaló por la costura de su bombacha
blanca y se aferró al calor de su conchita jugosa, afiebrada y lista para mis
envestidas. No pude detenerme, aún con sus súplicas, sus intentos por escaparse
de mis brazos, y de los rasguños que me gané en las piernas gracias a su
forcejeo. Saber que no me había puesto un forro, y confirmar de sus propios
labios que no tomaba pastillas, pareció encender todas las alarmas de mi
calentura.
¡No me acabes adentro primo, por favor, no
seas turro, que me vas a dejar embarazada mogólico! ¡Salíiii, dejame neneeee,
si querés te la chupo y me trago tu
lecheeee, pero no me la largues adentro!, decía Renata, sin tener argumentos
suficientes en el cuerpo para resistir. Estaba entregadita a mis pijazos
profundos, me paraba más la cola y abría las piernas para sentirla hasta el
tope de su canal femenino. Me consumía el placer de sentir que en breve mi
semen se derramaría inevitable en su interior, y que producto de tamaño
desenfreno, un bebito podría gestarse en su vientre. Me la imaginaba preñada,
con las tetas hinchadas de leche y repleta de antojos, mientras un remolino de
eternidades me obligaba a eyacular con violencia, al tiempo que nos comíamos la
boca como si estuviésemos enamorados. Su cara transpirada, su pelo suelto y
revolucionado, sus palpitaciones y el poco equilibrio que consiguió al
levantarse de la cama luego de que yo le dejara mi ofrenda, me motivaba tanto
que, no lograba que la pija se me vuelva un pene normal. Lo extraño es que
Renata jamás se molestó conmigo, pese a que nuestras semillitas germinaron en
su útero. La vi embarazada, y juro que la deseaba más. Me excitaba que ese bebé
fuese el resultado de nuestra calentura. Recordaba la sensación de su vagina
colmándose de mi semen, y me dolían los huevos con una brutalidad que me
dificultaba la respiración.
A sus padres les dijo que se embarazó de un ex
novio, y aunque hubo una serie de conflictos familiares, todo se transformó en
felicidad cuando nació Damián. Por suerte Renata recibió hasta el apoyo de los
abuelos, quienes nunca le abrieron juicios de valor por ser una madre soltera.
Pero al poco tiempo, mis tíos, Renata y nuestro hijo se fueron a vivir a
Colombia por razones laborales. Aquel siempre fue nuestro secreto. De hecho,
antes de abordar el avión con toda su familia, ella y yo nos revolcamos por
última vez en un telo de paso, donde nos juramos jamás confesárselo ni a Dios.
Esa vez Renata sí tomaba anticonceptivas para no repetir el mismo error, y tal
vez, saberlo no me apasionó tanto como cuando la dejé preñadita.
Dirán que no tengo escrúpulos, que me cago en
la moral, que soy un hijo de puta, o que merezco lo peor. Pero después de
Renata, se me volvió un vicio eyacular sin ataduras en la vulva de la hembra
que me estuviese cogiendo, como si en ese momento fuésemos animales en celo,
dispuestos a preservar la raza humana a como dé lugar.
Así fue con mis dos únicas novias, Analía y
Natalia. Tengo un hijo con cada una, de los que me hago cargo, al menos
económicamente. A Nati la embaracé con 17 años, mientras sus padres jugaban al
truco en el quincho. Con Analía fue en el baño de una estación de servicio,
después de una noche de boliche.
Pero, hubo tres mujeres en mi vida, tres polvos
insuperables, tres emociones desgarradoras, para mi semen dispuesto a fecundar
sin excepción a la que lo desee.
A Dolores la conocí en el gimnasio, y no me
fue difícil llevarla a la cama. Tenía 30 años desbordantes de soledad, ya que se
había separado de su marido. Sonreía siempre y provocaba a todos los tipos,
supongo que involuntariamente cuando hacía bicicletas o elípticos. En esos
momentos se mordía los labios, sacaba la lengua, se quitaba el mp3 del medio de
las tetas para cambiar la música de sus auriculares chetísimos y volvía a
dejarlo allí sin importarle mostrarnos trocitos de su piel, y no disimulaba si
algún tipo le parecía lindo. ¡Te clavaba los ojos como misiles! Pero no
pronunciaba palabras.
Después de una semana de verla, empecé a
sospechar que era muda la flaca. Es rubia de pelo lacio, tiene ojos claros, una
nariz preciosa, mucha actitud y estilo para vestirse. Casi siempre la veía con
unas zapas Topper, bermudita de jean, musculosita y top. No tardé en enterarme
que era modelo y promotora. Nunca hay que desaprovechar el mínimo resquicio que
el destino te entrega. Un viernes vi que se le cayó el mp3, y que ella ni se
dio cuenta porque estaba buscando en su bolsito el dinero para pagarle la cuota
a la chica del gimnasio. Entonces, lo recogí del suelo y le dije que si me
aceptaba un café en el bar de la esquina se lo devolvía. Primero me miró re
mal. Pero de repente sentenció: ¡Bue, pensándolo bien, creo que no estás nada
mal doctor! ¡De última, un café no se le niega a nadie!
Sabía de mi profesión porque le di una tarjeta
personal como garantía de que no era un cualquiera. Así que, finalmente aceptó.
En lugar de un café, bebimos dos cervezas, y ella largó una batería de cruces,
cargas, quejas y cosas que yo ni escuchaba por momentos. El vaivén de sus tetas,
el olor de su pelo mojado por su entrenamiento, y el perfume de su aliento a
birra mezclado con menta me erotizaban la razón. La verga me latía abajo del
pantalón, y ella solo hablaba masticando unas papitas fritas.
Sabía que era cuestión de paciencia para el zarpazo
final. Tuvimos una pequeña guerrita de manos para ver quién le pagaba la cuenta
a la chica del bar, y en esos ademanes ella me lamió la palma de la mano, y me
mordió un dedo. ¡Era mucho más atrevida de lo que aparentaba! Le hice saber
apenas se levantó que ya era el momento de revolcarnos, apoyándole el bulto en
el orto ni bien se paró, y llegamos como impulsados por un trasbordador a un
hotelucho.
¡Che, debo estar chiflada para estar con un
desconocido, a punto de mostrarle mis encantos!, dijo con la voz medio pastosa,
riéndose con sensualidad, y quedándose lentamente envuelta en un conjuntito de
bombacha y corpiño negro de encajes para mí.
¡Creo que fue inteligente de tu parte haber
aceptado! ¡Y, si no, preguntáselo a tu conchita, que desde acá se te ve la
bombachita mojada nena!, le dije con arrogancia, ya en bóxer y mordisqueándole
las tetas sobre el corpiño. Enseguida fui conduciéndola a la cama con besos, un
manoseo furioso a su culo bien paradito y algunas sacudidas que ella le daba a
mi pija. Y en cuanto logró que mi bóxer se deslice por mis piernas me le tiré
encima para restregarle mi dureza desde la boca hasta sus piernas. Le rompí la
bombacha con las manos mientras la daba vuelta para amasarle el culo, para
dejárselo coloradito con mis nalgadas, y para pajearme un buen rato entre esos
globos macizos de carne tersa. Ella gemía y me pedía que por favor le ponga la
pija en la boca. La verdad es que, yo sentía que si me la llegaba a chupar me
iría en seco en su garganta. Fue en ese instante que me la imaginé embarazada
de mí, y entonces la acomodé boca arriba, le abrí las piernas con sus talones
casi pegados a su cola y tomé posición de su fuente prohibida, primero con mi
lengua. Se la enterré en la vagina mientras le frotaba el clítoris, me colmaba
de su olor a necesitada, saboreaba todos los rincones de su cofre, me llenaba
de gozo al oírla gemir, y al sentir sus manos presionando mi cabeza para que se
la siga lamiendo. Me enloquecía el sudor suave de su piel. Pero entonces, el
guerrero que habita entre mis piernas quiso fundirse en esos jugos libidinosos.
Por lo que elijo subirme a su cuerpo para frotarle el clítoris con mi glande, y
así regalarnos un deseo irrefrenable. En cuanto ella muerde mis labios, se la
entierro sin preanuncios, para darle paso a un galope furioso sobre su pubis,
haciendo que su cabeza golpee en el respaldo de la cama, robándole gemiditos,
arañándole las nalgas y, sintiendo las contracciones de su vulva rodeando mi
pija, que se ensanchaba más y más.
¡Sacala antes de acabar! ¡Cogeme toda puto,
rompeme la concha, matame hijo de puta, me encanta cómo me garchás!, me suplicaba,
al tiempo que yo aceleraba el ritmo de mis envestidas. En un momento único,
fugaz y absolutamente inevitable, ella me rozó el culo mientras me pegaba en
los glúteos y me escupía la cara, sin que mis penetradas se detengan. Por eso
le grité, casi que por instinto: ¡Ahí te largo mis bebitos putitaaaa, toda
preñada te voy a dejar putonaaa!, y comencé a derramarle toda la leche adentro,
a pesar que me clavó las uñas en los brazos para evitarlo, me mordió una
tetilla y me dio un cabezazo en la nariz. Pero ella ignoraba que eso me
excitaba peor aún. No me moví de encima de ella hasta que sentí que todo mi
semen le entrara como balas de vida, mientras ella lloraba histérica.
¡Ya me voy nena, y no te preocupes que yo pago
el telo!, le dije vistiéndome. No entendía por qué mi personalidad había
cambiado tanto una vez que le eché tremendo polvo a Dolores. Pero no la quería
mirar a los ojos. En realidad ni siquiera me importaba su compañía, ni sus
sentimientos, ni su futuro. Ella permaneció tirada en la cama hasta que yo salí
vestido y con mis cosas del cuarto. Durante varias semanas la busqué en el
gimnasio. Pero, parecía que a Dolores se la había tragado la tierra. Me pajeé
muchas veces imaginándola preñada gracias a esa noche de locura. Quería
encontrarla, preguntarle si de verdad la embaracé, y ofrecerle mi pija a su
boquita preciosa. Quería saber si era buena haciendo petes con un bebito en la
panza.
Sin embargo, en medio de mi desolación y mi
búsqueda incierta, apareció Ana Laura. Una chica de unos 25, petisona, dueña de
unas tetas imponentes al calor del atardecer, de cabello largo y castaño, con
terrible pinta de vaga, y en apariencia solitaria. Ya la había visto dos veces
en la misma parada de colectivos cuando salía del gimnasio, y algo de ella me
llamaba la atención.
La tercera tarde que le eché el ojo no lo
resistí, y me ofrecí a llevarla en mi auto a donde me pidiera, corriendo el
riesgo de que sea en la loma del orto. Además, de pronto la lluvia comenzó a
borrar al sol del mapa, y esa esquina no estaba techada. ¡Ni lo dudó la pibita!
Se subió rapidísimo a mi lado, sonriendo, masticando un chicle y suspirando por
las gotas que le habían empapado la musculosa escotada con brillitos que traía.
Las tres veces la vi con la misma ropa. Esa remerita, y un jean de feria
ajustado. Pero lo perspicaz de sus ojos negros lo valía todo.
¡En realidad, iba a lo de mis abuelos! ¡Pero
mejor llevame al shopping de Palermo!, dijo con soltura, desprendiéndose el
pantalón.
Pronto agregó sin rodeos: ¡Sorry, pero estoy
re gorda, y esta mierda me re aprieta!
Yo no compartía su observación, pero no se lo
iba a discutir. Había un buen tramo hasta ese shopping, ya que estábamos en
Constitución. Y para colmo el tráfico espeso, más la lluvia y las calles que
empezaban a inundarse, nos obligaba a marchar a paso de hombre. Así que tuvimos
tiempo de sobra para hablar.
¡Yo ya no me engancho con nadie, porque todos
los tipos son iguales! ¡Te seducen, te usan, te dejan un pibe en la panza y se
van! ¡A mí no me pasó de pedo!, me confiaba en medio de un debate absurdo del
machismo y el feminismo.
¡Bueno, pero hoy día ustedes también se nos
regalan con moño y todo! ¡Eso no me lo podés negar!, le largué, sintiendo las
primeras estiradas de mi pene bajo mi slip. Es que, la pendeja se manoseaba las
tetas, ponía cara de circunstancia y hacía globitos con su chicle mientras
hablábamos. Además, abría y cerraba las piernas como despojándose de una
ansiedad desconocida.
¡Te apuesto lo que quieras, que si yo era un
tipo el que esperaba el micro y se mojaba como yo con la lluvia, ni te ofrecés
a llevarlo! ¡Eso es porque sos un baboso! ¡Igual, no lo niego! ¡Yo también me
subí a tu auto, sin saber cuáles son tus intenciones conmigo!, dijo, cuando al
fin avanzamos unos cien metros.
¡Menos mal que lo reconocés!, ¡Y, no sabrás de
mis intenciones, pero las tuyas son más que obvias! ¡Vos querés guerra mamita!
¡De lo contrario, te habrías puesto corpiño para subirte al auto de un extraño!,
le decía, acercándome a su rostro, pegando mi cuerpo al suyo y respirando del
celo de su piel encendida. No me respondió, pero sí continuó el beso que le
encajé en la boca. incluso liberó su lengua como una espada milenaria contra la
mía, y entonces intercambiamos pasiones, chupones, jadeos y saliva en un
besuqueo irrespetuoso. Me enloquecía el olor de su poca higiene, el tacto de
sus tetas contra mis brazos y los manotazos que le propinaba a mi paquete.
¡Te dije que tenías ganas de pija pendeja!, le
dije mientras mi boca descendía por su cuello hasta apropiarse de una de sus
tetas. Pero debía avanzar unos metros más con el auto para no llenarme de
puteadas de la gente y descomprimir la fila. Eso no impidió que vuelva al
acecho, dispuesto a saborearla toda, al tiempo que ella se frotaba la almeja
sobre el pantalón.
¡Bajátelo todo si te aprieta nena!, le dije
cuando sus jadeos se aceleraban, mi boca era un carnaval con el sabor y la
textura de sus pezones, y sus dedos parecían rascarle la concha de lo rapidito
que se toqueteaba.
Cuando vi que su bombachita blanca de algodón
tenía agujeritos, yo mismo le tironeé el pantalón hacia abajo y me puse a
inspeccionar esa conchita con mis dedos, a la vez que ella subía y bajaba con
su mano por el cuero de mi pene desnudo, con cierta incomodidad. Otra vez tuve
que moverme un par de cuadras, y justo cuando aminoraba la marcha, Ana tomó una
noble decisión. Reclinó su cuerpo a mi derecha y acurrucó su cara contra mi
falo para devorárselo con su lengua caliente, húmeda y escurridiza, para
deslizar sus labios apretados por mi glande casi hasta la base de mi tronco, y
para lamer mis huevos con verdadera sed de guerrera. Incluso, hasta me pegó el
chicle en el escroto para refrescarlo con los restos de menta que aún conservaba.
Afuera los bocinazos, puteadas y caras de
impotencia se mezclaban con los rayos y el diluvio que empañaba los vidrios de
los autos como tortugas. Entretanto mis dedos se esforzaban por llegar a su
vulva para hacerla gemir, desear mi pija como gotas de aire, y lograr que poco
a poco su boca tenga espacio suficiente para mi virilidad. Entonces, vi que una
callecita se abría a mi derecha. No lo pensé dos veces. Salí de la fila y
manejé hasta un descampado repleto de basura. No me importaba si ella estaba o
no de acuerdo. Aunque no soltó mi verga hasta que estacioné cerca de una
montaña de pastizales.
¿Qué hacemos acá guacho?!, dijo cuando alzó la
vista por la ventana, con la boca llena de su baba y mi presemen. No le di
tiempo a procesar nada. Tiré mi asiento todo lo que pude hacia atrás, me la
subí encima, le quité la remera, le bajé el pantalón y, sin correrle la
bombacha mugrienta que traía se la calcé de una en esa concha peluda para
empezar a sacudirla, a amasarle las tetas, lamerle la nuca, sentir sus
nalguitas frías en mi piel, oírla gemir y pedirme por favor que la suelte. Tuve
que taparle la boca para silenciar sus pedidos de auxilio, aunque me mordiera
los dedos y las palmas de las manos. Además, la zorrita pronto se movía a mi
ritmo, transpiraba pasiones auténticas, erectaba sus pezones al contacto con
mis dedos que se los retorcían, y me pedía más pija con una voz de nenita que
me derrotaba. Le gustaba que mi pija tenga esa leve curva hacia la derecha, y
me lo hacía notar enterrándome las uñas en las muñecas cuando la penetraba con
excesiva velocidad. Le fascinaba golpearse la cabeza contra el techo del auto,
que la agarre del pelo para gritarle al oído que es una putita regalada, y que
le mordisquee los hombros.
Mis manos terminaron por aferrarla a mi pubis,
donde entonces, mi leche comenzaba a fundirse en sus paredes de fuego, mientras
ella me imploraba que no le acabe adentro. Pero yo me empalaba más al oírla,
haciéndole doler las piernas con el volante, moreteándole los muslos y
pellizcándole ese culo precioso. En esos segundos mis penetradas eran tenaces,
sísmicas, alegóricas y lo suficientemente nerviosas como para que Ana las desee
y a la vez rechace mi amor sexual, porque le dolía todo. Además, sabía que mi
leche iba a fecundarla, si es que ella no decidía interrumpir aquel acto
natural. Su psicología no se lo habría permitido. El sudor nos contaminaba, los
jadeos nos aturdían por igual, y su aliento se compadecía de mis últimos
bombazos apretados, lacerantes y perpetuos cuando su lengua lamía mi rostro, y
sus dientes mordían mi mentón. Fue urgente, como una decisión premeditada. Le
saqué el pantalón, le rompí la bombacha roñosa con una mano, le abrí la puerta
y la empujé afuera del auto, a pesar de sus reclamos, insultos y pataleos.
Durante un minuto la vi lloriqueando apoyada en el auto, para que se me ablande
el corazón. Le saqué la lengua, y abrí la ventanilla solo para decirle: ¡Te
hice un bebito negrita sucia! ¡Espero que lo disfrutes! ¡Y la próxima, ponete
una bombachita sana!
Ella aprovechó para escupirme la cara, y salió
corriendo por entre el cúmulo de mugre, como un animalito silvestre. Me limpié
la verga con su bombacha rota, la arrojé al pasto y encendí el auto para
perseguirla. Pero no tuve suerte.
Cuando al fin llegué a mi casa, me hice dos
pajas con el recuerdo fresco de su aroma, sus tetotas y, con la sensación de mi
semen polinizando su flor extasiada de jugos prohibidos. Sabía que no iba a
denunciarme, porque le aseguré una mensualidad de 5000 pesos durante 20 años,
la que le depositaría en su cuenta. Para esas cuestiones, naturalmente
utilizaba una cuenta falsa. Recuerdo que a Dolores se lo ofrecí. Pero no aceptó de mi generosidad.
Mientras tanto, yo seguía con mi rutina
abúlica, desordenada y solitaria. Había puesto los ojos en un par de minas,
casi todas del gimnasio. Pero no avancé con ninguna. Es que, la mayoría se
traía a su grupo de amiguitas, o a sus hermanas, o venían con sus respectivos
esposos o novios.
Hasta que me topé con Anto, una gordita rubia,
más tetona que Ana Laura y re culona, con una carita de putona que me derritió
apenas nos saludamos, y una sonrisa bastante sugerente. Di con ella por una
casualidad del destino. Fernando, el profe que se encargaba de mi rutina y la
de unos 15 más, tuvo que salir del local por una emergencia personal. Me dejó a
cargo de Anto, siempre que no desatienda lo mío, y me pidió que le dé la lista
de ejercicios iniciales, y que trate de seguirla de cerca. Además, antes de
irse me guiñó un ojo murmurando algo entre dientes que no logré captar. Aunque,
siempre que venía una mina que estaba fuerte nos lo compartíamos discretamente.
Entonces, apenas Fernando salió me acerqué a
la chica y le dije que haga 3 series de 8 abdominales. Le costaban porque tenía
poca elasticidad. Por lo que tuve que sostenerle los pies pegados a la
colchoneta. Ahí supe que tiene 18, que estudia para maestra jardinera y que le
da una mano a sus padres con una tienda de ropa. Esa tarde tenía una calza y un
top deportivo que le mantenía las tetas en órbita. Es que, de igual manera se
le balanceaban mientras su cuerpo se estiraba y encogía, y yo me las imaginaba
abrazaditas a mi verga empalada por semejante hembra a mi disposición.
Después le pedí que haga 3 series de 5
espinales, y entonces mis ojos se le tatuaban en ese culo de ensueño a la vez
que yo estiraba mis aductores. Para colmo de mis urgencias sexuales, en un
momento se le bajó un poquito la calza, y se le re vio un buen trozo de su
bedetina azul. Sentí que varias miradas quisieron hacer justicia y arrancársela.
Pero yo solo sería el protagonista de sus pasiones, y fue más rápido de lo que
ambicioné.
Después de que la ayudé a elongar, que enrolló
la colchoneta para hacer 15 minutos de bici, y de otro momento de estiramiento,
me agradeció por haber colaborado con ella.
¡Te invito a tomar algo en el barcito! ¿Querés?
¡Bah, digo, si no tenés compromisos!, dijo sacudiendo el pelo, en medio de un
jueguito de miradas intranquilas. De hecho, pude sentir que esos ojos como
misiles dieron en el blanco de mi erección que fracasé en ocultar bajo mi ropa,
y la vi relamerse los labios.
Le dije que sí, pero que no contaba con mucho
tiempo, solo por hacerme rogar un poco. Entonces, la esperé afuera del gimnasio
a que fuese al baño a lavarse las manos y la cara, y en cuanto estuvo lista
fuimos al bar. No había mucha gente. Por eso, no era necesario que Anto se
sentara en mis piernas como lo hizo. Claramente yo no se lo impedí.
En ese rato hablamos de cualquier cosa,
mientras ella se ponía un dedo en la boca, se mecía de un lado al otro en mis
piernas, acomodaba su cola lo mejor que pudiera para notar cómo me crecía la
pija, y se disculpaba por no traer un desodorante en su bolsito. La verdad,
olía bien, a pesar del sudor que le humedecía la remerita.
¡Yo tengo novio, pero no tenemos sexo tan
seguido! ¡Por eso, cuando se me da la oportunidad, bueno, digamos que no la
desaprovecho!, dijo risueña, empinándose un vaso de birra, la que yo no le dejé
pagar.
¡Mirá que graciosa la nena! ¡Digamos que, te
gusta engañar a los chicos!, le expresé con una de mis manos garabateándole
corazones en la pierna derecha.
¡No, ni ahí! ¡No me gusta hacer sufrir a mi
novio! ¡Pero ya se lo dije! ¡Que si no me da masita, yo me voy a buscar otros
pitos! ¡Igual, nunca le dije que tengo relaciones con otros chicos! ¡Pasa que,
el pibe trabaja en la construcción, y cuando llega, por más que me encuentre en
bolas, está tan agotado que ni le da para un cortito! ¡Me Entendés?, se excusó
antes de que alcance a formularle una pregunta.
¿Y qué creés que a los chicos les calienta de
vos? ¡Digamos… ¿Cuál es tu arma de seducción?!, le dije casi al oído,
afirmándole mi curiosidad. Ella lo pensó unos segundos.
¿Y vos qué pensás que es lo mejor que tengo?!,
dijo con un dedo rodeando sus labios entreabiertos.
¡Supongo que tu forma de ser, o tu juventud, o
no sé, tu sonrisa!, dije haciéndome el boludo.
¡Haaaam, ni ahí! ¡No adivinaste! ¡Pobrecito!
¡Mi boquita de petera guacho! ¡Los pibes dicen que la mamo re rico!, se expuso
sin ponerse colorada, ahora lamiéndose un dedo. Incluso dejó que una gotita de
saliva se deslice por su falange con sensualidad. Al mismo tiempo, su cola
seguía restregándose en mi pija durísima, su aroma me incitaba a rozarle la
pancita y las tetas, y las birras, que fueron 3, se nos evaporaban impacientes.
¡Bueno, pero eso yo no lo puedo saber!, dije
con falsa timidez.
¿Y, no querés saber las cositas que te puedo
hacer con la lengua?!, susurró lamiéndome la oreja, con mi mano ya instalada en
la superficie de su vulva, que inevitablemente le mojaba la calcita con un
calor alucinante. No podíamos continuar en ese bar, con semejante calentura.
Por eso, en cuestión de 5 minutos nos comíamos la boca en mi auto, antes de
emprender el viaje hacia alguna cama. ¡Esa guachita tenía que ser mía!
Decidí llevarla a mi casa, y a ella le pareció
una buena idea. Fue un calvario conducir porque, Anto se quitó la remerita y se
manoseó las tetas por encima del top. Me mostraba cómo se le erectaban los
pezones, estiraba su mano para rozarme el glande con sus uñas, le daba algún
apretón a mi tronco y se frotaba la chucha de vez en cuando.
¡Qué buena pija tenés! ¡Se me hace agua la
boca por comérmela toda! ¿Te gusta que las nenas se traguen tu lechita?!, dijo
cuando llegamos a la puerta de mi casa, mientras sacaba mi poronga del encierro
de mi ropa, sin importarle que pasara gente por la calle. Los ojos se le
emocionaron, y sus manos empezaron a subir y bajar por mi falo como de piedra.
Hasta que acercó su carita, se dio 3 o 4 pijazos en las mejillas, dejó caer un
chorro de saliva en mi verga y lamió unas cuantas veces los bordes de mi
cabecita repleta de jugos preseminales. Eso me llevó a manotearla del pelo para
que se la meta en la boca de una vez, mientras ella un poco forcejeaba, porque
quería hacerlo a su manera. Aunque me decía histérica: ¡Pegame en la carita
papi!, y cada vez que soltaba mi pija para tomar aire, acariciaba mis huevos
con esa lengua hirviendo. En un momento me mordisqueó el escroto a la vez que
me pajeaba con una mano, y con la otra se rascaba la vulva sobre la calza.
No pude con el genio de todo lo que me habían
generado sus chupones, sus escupidas y arcadas deliciosas cuando mi glande le
rozaba la campanilla. Casi le acabo afuera de la boca, pero ella no me lo iba a
perdonar. Por lo tanto, después de que hizo un trompito con su lengua alrededor
de mi pija, mi catarata de semen arribó de lleno en su paladar, para fundirse
con su aliento y sus tosecitas, para llenarle los ojos de un brillo especial, y
al fin ser devorado por esa garganta expertamente profunda.
Apenas se limpió la boca con su remerita y se
la puso, nos bajamos del auto, casi al trote. Ni bien estuvimos adentro de mi
casa, la agarré del culo y la arrinconé contra la pared del living para meterle
manos y chupones por donde quise. Le fascinaba que le meta y saque un dedo del
orto sobre la ropita, como si se lo estuviese clavando, entretanto le frotaba
la entrepierna con mi carne que pedía clemencia, o el hueco de una concha
caliente, como intuía que la tenía esa atorrantita.
En cuanto la dejé en tetas, la obligué a
hincarse para amasárselas con mi pija, que no abandonaba su vigor, pero que al
contacto de esa piel delicada, fresca y rozagante, se estiró más allá del
límite de sus posibilidades para encallarse entre sus tetas espectaculares, de
pezones grandes, pequitas luminosas y unas aureolas marrones muy excitantes.
Claro que, antes de eso se las amamanté como un desesperado, y le mordí ambos
timbrecitos. Entonces, la oí decir mientras le bajaba la calza, obsesionado por
probar los jugos de su conchita: ¡Me encantó saborear tus bebitos con mi lengua
papi!
Hasta allí no había tenido en cuenta a mi
fetiche más preciado. Pero resurgió con todas sus habilidades, y más cuando me
embriagué con el sutil olor a pis de su bombachita que se mezclaba con el sudor
de los ejercicios y los flujos de su fuego sexual.
¡Y ahora te voy a dejar muchos bebitos en la
conchita putona, porque me re calienta embarazar a las boluditas como vos!, le
gritaba mientras la descalzaba a lo bruto, le quitaba la calza y me la llevaba
sentada sobre uno de mis hombros a la mesa, donde la senté para hincarme en el
suelo, entre sus piernas abiertas como si fuesen los brazos de la mismísima
divinidad.
¿No te da vergüenza usar bombachitas de nena
con lo zorrita que sos?!, le decía revolviéndole la concha con dos dedos y
estirándole la tela con los dientes, hasta destrozarla por completo.
¡Comete mi bombacha puerquito, chupame toda,
haceme acabar hijo de puta, y haceme cinco pibes si querés, dejame preñadita
con tu lechita rica!, decía entre gemidos, manotazos a mi cabeza para que la
huela y lama sin limitaciones, y algunos pellizcos con los que se moreteaba las
gomas. Enseguida me incorporé para liberar una batalla de lenguas mercenarias
en su boca para que pruebe el sabor de su esencia, entre mordidas y unos
chupones que resonaban en la casa.
¿Te gusta el sabor de tu conchita nena? ¿Así
que querés un bebito putita? ¿Te calienta andar con olor a pis en la bombacha
como una nena chiquita?!, le dije apuntando con mi verga al centro de su
vagina, cuando ella buscaba abrazar mi cintura con sus piernas y, nuestras
lenguas parecían electrificadas por el incendio de tantas hormonas alborotadas.
Por eso, de repente la empujé para que quede acostadita en la mesa, y, trayendo
todo lo que me fuera posible su pubis al mío, se la clavé con precisión para
bombearla con todo. La tenía apretadita y caliente. Me ponía loco sentir el
agobio de esas paredes vaginales en mi pija, esa estrechez de la poca
experiencia, y a la vez todo ese mar de jugos que el deseo multiplicaba en sus
entrañas.
Pero de pronto la prudencia de lo correcto, el
miedo, las consecuencias, la imbecilidad de sus actos y un sinfín de elementos
más la forzaron a querer interrumpir mi locura animal. Por supuesto que no iba
a concederle rendiciones.
¡Heeeey, era mentira lo del bebé, no me acabes
adentro porfiiii, no seas hijo de puta, me vas a cagar la vida!, decía, ahora
con gestos de incertidumbre, arañándome la espalda para que la suelte. Pero mis
pistilos estaban cada vez más próximos a llegar al sagrado éxtasis del placer,
y no iba a detenerme. La penetraba con
fiereza, masacrándole el culo con mis pellizcos, escupiéndole las tetas,
gritándole que era una calentona, una pendeja digna de embarazarse de cualquier
tipo, y de vez en cuando le sacaba la pija de la concha para frotársela en el
clítoris, y de golpe volver a anclarla con todo en sus océanos.
El momento de mi estallido seminal no podía
prolongarse más, pero se me antojó que primero debía tirarla al suelo. Lo hice
sin medir el impacto de su caída, y enseguida me pegué a su cuerpo para
continuar penetrándola con soberbia, aplomo, pasión y algunas mordidas a sus
tetas.
¡ahíii te vaaa putitaaa suciaaaa!, le grité un
segundo antes de que mi leche comenzara a inundarla por completo, sintiendo el
tope de su vagina, sus contracciones, las oleadas de jugos calientes que me
empaparon hasta las bolas, y sus gemidos sinceros, aunque desgarradores.
Enseguida empezó a darme cachetadas, a putearme, a arrancarme el pelo y a
jurarme que me iba a dejar sin un mango.
¡Me acabaste adentro hijo de puta, y te pedí
que no lo hicieras! ¡Sos una mierda, y te juro que me las vas a pagar!, me
decía en el exacto momento en el que mi empleada abría la puerta con su juego
de llaves. La señora se disculpó por interrumpirnos, y entonces se me ocurrió
una salida elegante para echar a la guachita de mi casa. Por suerte Amelia
siempre se mostraba fiel a mis actuaciones, porque sabía que luego cobraría una
diferencia interesante. No era la primera vez que esto me pasaba. Por eso, mientras
la señora dejaba su bolsito en el sillón le dije: ¡Qué bueno que vino Amelia!
¡Oiga, necesito que me aliste camisas, corbatas, un pantalón de vestir y el
mejor par de zapatos que usted crea conveniente para la ocasión! ¡Esta noche me
reúno con el embajador yanqui, y con varios empresarios! ¡Aaah, y no se
preocupe que la chica ya se va, apenas termine de vestirse!
Amelia me siguió la corriente, casi sin
hablar, mientras yo le ponía la calza y el top a Anto. La pibita temblaba,
abría los ojos como con resignación, intentaba serenar el ritmo de sus
palpitaciones, y juntaba tanto odio como placer en su vientre. Amelia
desaparecía de la escena, y Anto se marchaba de mi casa con mi semen nadando en
el fondo de su vagina deliciosa, convencida de que no nos volveríamos a ver. De
hecho, cambié de gimnasio por unos meses para no recorrer aquellos lugares.
Apenas Anto se hizo ausencia, fui a buscar a
la mucama para echarle un polvo terrible, mientras le confesaba que esa nena se
fue embarazadita de casa. A Dolores directamente la vi con un bebé en brazos,
en un colectivo. Ella me esquivó la mirada. Pero yo me empalaba como un
adolescente cuando ella lo amamantaba. A Ani la vi gordita, y una noche
coincidimos para tener sexo en un telo, cuando ella estaba de 7 meses. Anto me
escribió un sms al celu cuando ya promediaba su cuarto mes de embarazo, y fue
inevitable no invitarla a coger en mi casa para recordar viejos tiempos. Hasta
ahora, ella fue la última víctima de mi semen colonizador. Pero precisamente,
Anto me aseguró que varias de sus amigas caerían en mis redes, a cambio de que
me haga cargo de nuestro hijo. Fin
Recordá que este, o cualquier otro relato del blog, podés pedírmelo en audiorelato, a un costo más que interesante. Consultame precios y modalidades por mail.
Este es mi correo ambarzul28@gmail.com si quisieras sugerirme o contarme tus fantasías te leeré! gracias!
Acompañame con tu colaboración!! así podré seguir haciendo lo que más amo hacer!!
Cafecito nacional de Ambarzul para mis lectores nacionales 😉
Ámbar, la verdad no sé se puede creer como escribís. Vas bien a fondo y me (nos) haces llegar a lugares que son una bocha. Estudio lit y quería saber cuáles son tus influencias, si es que las tenés (no quiero prejuzgar jaja). Me recontra caliento con lo que escribís. Sabé que tenés lectores pibxs.
ResponderEliminarPD: si no te molesta te mando un mail. Saludos.
ResponderEliminar¡Hola! Bienvenido! te agradezco los conceptos y las formas. por supuesto que podés enviarme un mail con lo que gustes. sugerencias, aportes, ideas, en fin, lo que quieras. y respecto a la literatura, es muy difícil. leo de todo. ¡Te mando un beso, y te espero cuando quieras por el mail!
EliminarQuiero más cuentos cómo este. Me recalienta dejar embarazada a minitas putonas. Estaría bueno uno que el pibe se coja a las compañeras de oficina una a una y empiecen a caer preñadas.
ResponderEliminar