La trola de mi madrastra


Marcela tenía 30 años cuando sucedió aquello. Era una mujer encantadora, hábil para los números, desconfiada, atractiva y calentona al mango. Fue la mujer de mi padre, hasta que tristemente, una noche en la que salió a pescar con sus amigos, quizás algo borracho se cayó al río, y nadie pudo salvarle la vida. Siempre me pareció sospechosa su muerte. En ese entonces yo tenía 6 años, y estuve bajo la tutela de Marcela. Mi madre había sufrido un accidente a los meses de mi nacimiento, en otro episodio confuso. Mis abuelos paternos vivían forrados en guita, pero por alguna razón que yo desconocía, jamás me aceptaron como nieto. Mucho menos colaboraron económicamente con Marcela en lo que se refiere a mi educación, necesidades básicas o salud.
Mi padre se juntó con Marcela a los pocos meses del fallecimiento de mi madre, y con ella tuvo una hija, Irina. Cuando mi padre murió, afloraron las miserias, las necesidades, la soledad y el abandono. Nos mudamos a una casa precaria. Ella me inscribió en una escuela llena de potenciales delincuentes, y a Irina en un jardín, y se dispuso a limpiar casas, cuidar viejitos, barrer veredas, repartir comida o lo que encontrara para poder darnos de comer. Pero la crisis, la pobreza del barrio en el que vivíamos, las pocas oportunidades y su secundario incompleto la llevaron a decidir que vender su cuerpo sería satisfactorio, redituable y poco esclavizante.
Ahora que lo comprendo todo, sé que los hombres que entraban a la pieza mientras Irina y yo jugábamos, no eran otra cosa que sus clientes. Las primeras veces que oímos ruidos, gemidos, insultos o gritos nos asustamos. Recuerdo que llamé a la puerta de Marcela muchas veces para saber si estaba todo bien. Ella evadía cualquier preocupación diciendo que solo jugaba con un amiguito, como nosotros en el colegio. Era normal que nos mandara a jugar a la calle o a comprar golosinas en esos momentos. Eso porque la casa era diminuta. Solo tenía una cocinita, un baño, un lavadero inhabitable y una pieza, la que compartíamos con Irina. Ella dormía a los pies y yo a la cabecera de la cama. Marcela en otra bastante más destartalada que la nuestra.
Conforme íbamos creciendo, también nuestras dudas e inquietudes. Irina era 2 años menor que yo,. Por lo que supongo que no entendía demasiado. Ver a Marcela semi desnuda, o cambiarse delante de nosotros era cotidiano.
Cuando cumplí los 12, algo parecía sacudirme entero cada vez que entraba a la casa y la veía. A veces nos dejaba la comida en la mesa y se iba a la calle.
¡Coman chicos, antes que se enfríe, que mami ya viene!, nos decía antes de irse, y no demoraba en regresar a la casa con un tipo o dos. En ese momento ya me pegaba a la puerta para escucharla coger, chupar o entregarse con tanta desmesura, que cierto día un vecino me dijo por la ventana: ¡Che pendejo, decile a tu mami que  goce calladita, que no me deja dormir la siesta, y mi mujer me tiene los huevos por el piso!
No comprendí sus palabras. Siempre fui más inocente que mis compañeros de colegio. Pero cuando la veía al salir del cuarto, despeinada, muchas veces en tetas, con tacos y calzas apretadas, sentía que el pito se me paraba de un modo que no podía ignorarlo, y me lo tocaba. Eso me valió un par de cachetazos de Marcela, porque a veces lo hacía mientras comíamos. Es que, sus tetas eran imponentes, y yo estaba más descocado desde que la vi en el baño agachada con una bombachita blanca, hablando por celular, y bajándole los jeans a un rubio. En cuanto me descubrió se encerraron con llave.
Muchas veces llegábamos con Irina de la escuela, y ella nos hacía esperar para entrar a la casa. Desde afuera se la oía gemir y moverse sobre alguna silla, o la mesa.
¿Por qué mami no nos abre Nico? ¿Le pasa algo?!, decía la nena con ojos intermitentes. Yo debía procurar que no entre, y en ocasiones tuve que forcejear con ella. Me gustaba que me suplique, que me rasguñe o me muerda las manos cuando la sujetaba, aunque tampoco le hallaba el sentido.
Algunas mañanas Marcela preparaba el desayuno y nos pedía que lo tomemos en la pieza. En la cocina podían entrar más hombres, y, al parecer, tirarles la goma a varios en ese lugar era más cómodo. Una de esas mañanas Irina me desafió y bajó el picaporte de la puerta para chusmear. Hecho un toro le salí al cruce para agarrarla de un brazo y tirarla sobre la cama, explicándole que son cosas de adultos. Ella insistía, lloriqueaba y pataleaba en el colchón. Tomó coraje y volvió a la puerta. Esta vez la hice upa, y mientras le tironeaba una oreja la reprendía, hasta que la amarré a mis brazos y no la dejé bajarse de la cama. El tema es que ella estaba en bombacha y medias, porque aún no se había vestido para la escuela. Yo estaba en calzoncillo sobre ella, ambos boca abajo, y, a la vez que mis manos se nutrían de sus lágrimas, mi pito se frotaba en su colita con inocencia. Algo golpeaba en mi pecho como un tornado funesto, y sus intentos por escaparse me hicieron al fin gritarle en el oído: ¡Tu mamá hace porquerías con tipos para ganar guita! ¡Les agarra el pito y se los chupa, o se los mete en la vagina tontita! ¿Entendés? ¡Por eso no podés mirar! ¡Ella no quiere que la veas! ¡Así que yo no te voy a dejar!
Se lo dije con tanto énfasis que ni reparé en que tenía el pito al aire. Cuando mencioné que Marcela es una puta, Irina lloró aún más. Estuvo unos días sin hablarme tras aquellos sucesos. Le pedí disculpas, el día que cumplió los 11 con un chocolate enorme, y me las aceptó.
Marcela seguía imperturbable. Una madrugada, mientras Iri dormía y yo fingía que soñaba, oí que un tipo golpeó la ventana con un anillo, o una llave. Marcela se levantó, y enseguida entró con el intruso a la pieza sin rodeos. No pude ver nada, pero escuché que ella le pidió 100 pesos, que abrió un preservativo y que dijo: ¡Rápido Marito, que están los nenes!
El tipo casi no hablaba. Fue de inmediato. Empezaron a resonar chillidos desde su cama, respiraciones, y un sonido de cuerpos que me hicieron parar la pija como nunca.
¡Así negro, cogeme toda, dale, así te escucha el huerfanito de Nico y aprende! ¡Dame pija guacho, haceme tu puta conchudo!, decía Marcela entre agitados jadeos. Mis piernas se rozaban con la espalda de Irina cuando mi mano rodeaba mi pija húmeda. Hasta le di una patada sin querer en la cabeza cuando me saltó una de mis primeras lechitas. Eso fue motivado por las palabras de Marcela, una vez consumado todo.
¡Me pongo una tanga y te acompaño papu! ¡Esperame!
Odié que me llame huerfanito, pero pensaba en sus tetas y deseaba mordérselas como a una fruta fresca.
Otra vez, un mediodía lluvioso en el que Irina estaba en cama con tos y un poco de fiebre, Marcela entró con dos tipos y una mujer cuarentona. Compartieron unos mates, y en breve Marcela tendió una frazada sobre la mesa. Acto seguido trajo a Irina y la recostó allí para luego entrar a la pieza con sus nuevos clientes. Yo debía estar al cuidado de Irina, que estaba en calzones y remera, descalza, temblando y casi sin voz. Le di calor a sus pies con las manos y se los envolví en el resto de la frazada. Creo que sumergido en la locura de los quejidos sexuales que traspasaban toda moral, le subí la remera para ver si ya le habían crecido las tetas. La acaricié, le dije que enseguida volvería a la cama, la hice reír con una pavada, y le comí la boca después de pedirle que cierre los ojos. Fue un beso baboso, en el que sentí chocarse nuestros dientes. La pija me iba a estallar. Por eso yo mismo me la apretaba mientras seguía besándola. Ella no podía resistirse, ya que con mi otra mano le sostenía la cabeza. Quise bajarle la bombachita y mirarle la conchita, justo cuando la puerta se abrió. Todos salían sudados, desarreglados y presurosos por irse a todo motor.
Desde aquel día forcé varias veces a Irina a que nos besemos en la boca, y solo una vez logré que me manosee el pito sobre el calzoncillo. Ahora ella y yo dormíamos a la cabecera, y como para Marcela éramos niños tontos, nunca imaginó nada.
La vez que encontré una bombacha de mi madrastra en el piso, sentí ganas de tocarla y olerla. Lo hice cuando ella y su hija fueron a comprar pan. Me pajeé dos veces y se la ensucié toda. El olor de esa tela me generaba un cosquilleo en la panza y un calor en los testículos que, solo me inducía a menearme la verga una y otra vez.
El día que cumplí los 14, una piba de 15 me prometió un pete en el baño de nenas si yo le pegaba a un boludo que la molestaba por ser gorda. Para mí eso era una tarea sencilla porque tenía una pandilla más que preparada para el combate. Además, uno de los pibes me llenó la cabeza con que esa guacha gustaba de mí. Así que, en el medio de un partido de fútbol, apenas el profe de gimnasia nos dejó solos, le dimos unas buenas trompadas, y no paramos hasta que lo escuchamos repetir que dejaría en paz a Camila. En el segundo recreo la pibita me fue a buscar a la puerta de mi aula, porque vio cómo dejamos a su verdugo. Entonces, la seguí al baño de chicas, temblando y embobado, con los ojos clavados en su culo precioso.
Entramos rápido en un cubículo, me bajó el pantalón y el bóxer, me zarandeó el pito y se pegó con él en la carita, se escupió las manos y me empezó a pajear con un ritmo alocado. Después me lamió las piernas, me chuponeó la panza, acarició mis huevos, me olió entre algunos gemiditos, y en cuanto se metió mi pija en la boca, empecé a sudar con sus movimientos, su calor interior, el jugueteo de su lengua, el roce de sus dientes y sus escupiditas cada vez que expulsaba mi pene, ahora más gordo y robusto.
¡Feliz cumple chiquito, y gracias por defenderme! ¡Sos un nene divino!, me dijo la gordita, antes de volver a succionar, saltar, lamer, saborear y llevar mi pija de pendejo pajero a su garganta. Pero no pude evitar venirme en leche en su cara, justo cuando volvía a escupirme, a tocarse las tetas y a pedirme que le pegue en el culo. Camila se limpió el semen con un pañuelo, me subió la ropa y se fue, dejándome más empalado, caliente y perplejo que horas atrás. Tuve que esperar a que no hubiese ninguna chica en el baño para poder salir. Por eso yo no debía hablarle por nada del mundo mientras me peteaba.
Cuando regresé a casa, Marcela garchaba de lo lindo con alguien sin rostro, y mi hermana aguardaba en la vereda para entrar. Así que, alzado como venía del cole, me la re trancé, y le re apoyé la verga en la cola. Irina ya tenía unas tetas creciditas, y su cola no era para despreciar.
¡Tocame toda nene, dale que me encanta todo lo que me hacés guachito!, murmuraba su vocecita agitada. Sus temblores me enloquecían. El brillo de sus ojitos era un tesoro prohibido que se mezclaba con los rayos del sol, y la cabecita de mi chota no paraba de pegarse a esa cola para que su aroma virginal resuene en mis pulmones. ¡Y qué decirles cuando descubrí que no traía bombacha bajo su calcita negra!
Ya le había metido una mano entre las tetas, justo cuando doña Raquel, la vieja que tenía una despensa al frente de casa nos chistó con cara de pocos amigos. Se acercó a nosotros, me pegó en la cabeza con un paquete de algo, y a ella le arregló la ropa, mientras nos reprendía.
¡Son unos cochinos! ¡No puede ser que hagan esas porquerías entre hermanos! ¡Voy a hablar con tu mamá pendejo de mierda! ¡Y vos no te hagas la santita, que te vi la cara de puta que le ponías! ¡Se van a ir al infierno por depravados!
Entonces empezó a golpear la puerta de chapa de mi casa con urgencia, a la vez que rezongaba y no le soltaba el pelo a Irina. A Marcela no le quedó otro remedio que salir.
Naturalmente, primero nos despedimos con frialdad del carnicero, quien se fue rapidito, algo molesto y despeinado. Doña Raquel habló con Marcela afuera, mientras Irina y yo comíamos unos fideos recalentados. No sabíamos cómo salir del lío en el que nos metimos. La mirada de Irina era la de un gatito asustado, y lo que antes en mi pecho era pura calentura, ahora se teñía de una angustia insoportable. Pero aquel mediodía Marcela entró a la casa como si nada. comió lo que dejamos en la olla y se puso a lavar la ropa. la vieja no nos delató, pensé aliviado, y me fui a dormir una siesta, o a clavarme una buena paja, aprovechando que estaba solo en la pieza. Irina había salido a hacer un trabajo con una amiga para el colegio.
En mi mente todavía guardaba fresco el recuerdo de Camila, de su boquita endulzándome la pija y de los soniditos que hacía cuando se tragaba mi leche en el baño. También pensaba en la cola de Irina, en que casi llegaba a tocarle la concha de no ser por la vieja, y en su lengüita escurridiza.
En eso estaba. Haciendo que la leche poco a poco me suba por el tronco con mis apretadas y sacudidas de verga en soledad, cuando Marcela entra al cuarto con los ojos grandes y el cuerpo tenso al verme así.
¿Qué mierda te pasa con mi hija taradito? ¡Si yo me entero que te culeás a Irina te la corto huerfanito! ¿me entendiste?!, me gritó agarrándome de una oreja, aunque mirándome el pedazo al palo.
¡Encima andás alzado pendejo pajero! ¿por qué no me pedís que te saque la leche y listo nene?!, agregó, ahora tomando mi pija con su mano envuelta en un guante de látex para menearla. Pronto me aplicó un cachetazo, me escupió la cara y se fue a seguir lavando.
Yo siempre tenía respuestas para todo. De hecho, nunca me quedaba callado con ella. Le retrucaba todo, le contestaba para el carajo, y no me importaban las consecuencias. Pero esa vez no pude. Tenía una calentura que me nublaba hasta el orgullo.
Apenas la oí atender la puerta agarré del suelo un corpiño de ella para olerlo, babearlo y posteriormente llenarlo de leche, mientras sus gemidos volvían a colorear los rincones de la casa. Otro tipo le daba duro, la nalgueaba y la insultaba con vigor. Aunque no podía verla, me la imaginaba comiéndole la verga con el culo. Eso fue lo que me hizo explotar dos veces sobre su corpiño.
Cuando el tipo se fue me levanté y rajé a jugar a la pelota con los pibes del barrio. Después de cenar me fui a la cama, medio mareado por un fasito que me convidó mi mejor amigo. Estaba por quedarme dormido cuando Irina se acuesta en bombacha, cada vez más pegada a mí, ya que seguíamos creciendo en una cama diminuta. Ella misma me empezó a comer la boca, y no demoró en envolver mi pito con su mano inquieta. Se me puso dura al toque, y más cuando me dijo: ¿Quiero coger nene, quiero que vos me cojas!
Su voz era un susurro letal para mi autocontrol, y su cola en mis manos ardía como un trozo de papel al sol. Marcela dormía agotada cuando Iri se sacó la bombacha y puso a disposición de mis dedos su semilla de mujercita empapada para que la reconozca. Esa fue la primer conchita que toqué. Era tierna, gordita, sin nada de pelitos, llena de latidos, húmeda y frágil, con el mismo aroma que se tatuaba a fuego en su bombachita. Lo supe porque me olí y lamí los dedos con los que, hasta me animé a penetrársela superficialmente, luego de testear su bombacha viejita.
El tema fue que a Irina se le escapó un gemido en medio de mi manoseo, y de sus apretones pasionales a mi pija. Estuve al borde de acabarle entre los dedos, porque su lengüita me consumía lo poco que conservaba de equilibrio.
¡Manoseame toda nene!, exclamó Irina, con las mejillas afiebradas. Ese gemido puso en alerta a Marcela, que, nos hizo saber que se había despertado.
¿Chicos, hay mosquitos?!, dijo con la voz sin expresión, y acto seguido se levantó de la cama y encendió la luz, demasiado rápido para ocultarnos. Vio a Irina con las piernas abiertas, con mis dedos en su vagina y con los suyos estimulándome la pija, nerviosa por no poder taparse y molesta por no encontrar su bombacha al menos. Tenía los pezones erectos, la piel tersa y caliente, miles de gemidos atragantados, y todavía su pelo estaba mojado porque se había dado una ducha antes de acostarse.
Marcela dudó entre agarrar a Irina de las mechas o a mí de las orejas. Vi en su rostro la ira, la confusión y el designio de miles de diablos mutilándole la mirada. Entonces le pidió a Irina que se ponga un pantalón cortito y que se acueste en su cama deshecha. Irina no se atrevió a mirarla. Tenía miedo de que Marcela la cague a cintazos, aunque no parecía estar al borde de un ataque de histeria.
Se fue a la cocina, creo que bebió un vaso de algo y me llamó con apuro.
¡Dale pendejo, vení así como estás! ¡Traeme los puchos que dejé en la mesa de luz, y ojo con Irina! ¡Vamos a tener una charlita vos y yo!, rezongó implacable. No le desobedecí. Me avergonzaba estar frente a ella con un calzoncillo repleto de acabadas, con la pija tan parada que me hacía doler cada músculo del cuerpo, y con un nerviosismo que no me permitía separar los labios para hablarle. Pero no hicieron falta las palabras. La muy turra prendió un cigarrillo, se quedó en tetas y se sentó sobre la mesa, invitándome a hacerlo a su lado, ni bien trabé la puerta de la pieza, para que Irina no pueda chusmear.
¡Tocalas guacho!, me dijo meneándolas, con un dedo en la boca, y los ojos clavados en mi poronga. En cuanto mis dedos rozaron sus globos impactantes, los que me perturbaron durante toda mi pubertad, me dio una cachetada y llevó esos dedos a su boca para lamerlos y luego hundirlos entre sus dientes.
¿te gusta esto nene? ¿te calienta lo que te hago chiquito? ¿te encanta la conchita de Irina no? ¿te vuelve loquito su cola? ¿te gusta cómo te besa la pendejita?!, decía confundiéndome. En mi interior sabía que no debía responderle. Cada vez que intentaba formar una oración, ella me silenciaba con un chistido, un pellizco o una cachetada, sin olvidarse de mencionar mi condición de huérfano.
¡callate huerfanito muerto de hambre, sos un bastardo cochino, un pajero de mierda!, decía en esos momentos.
Cuando me puso las tetas en la cara me ordenó: ¡Mordelas, chupame bien las tetas, dale nenito, lamelas, hacete hombre de una vez!
Mi lengua entró en estado de gracia, y más cuando su mano tironeó mi calzoncillo para agarrarme la pija, dispuesta a subir y bajarme el cuero con una velocidad imposible de aguantar, haciendo resonar los jugos que se me acumulaban en el glande, acariciando mis huevos con sus manos ensalivadas, y volviéndome un estúpido con sus pellizcos a mis piernas. Eso me excitaba demasiado. Encima seguía llevándome al terreno de los morbos infundados pero deliciosos.
¿Te la imaginás a Irina pajeándose solita en la cama? ¿Escuchando cómo su madre le da las tetas a su hermanito? ¿Te gustaría que ella te chupe la pija y se trague tu lechita papu?! ¿Se te revienta la verga de calentura cuando pensás en hacerle el orto?, dijo segundos antes de empujarme boca arriba en la mesa. Ella se hincó entre mis piernas y se mandó mi pija en la boca sin chistar. Tuve cierto pudor por lo que me decía, pero no pude evitarlo, cuando su lengua se apropiaba de mi presemen, sus labios me succionaban y sus dientes me inmovilizaban.
¡Uuuuuy, escuchate tontito, gemís como una nena pajero, porque te gusta que esta putita te la chupe así, no?!, repetía cuando expulsaba mi verga para escupirla, y entonces regresaba a comérsela, renegando un poco por mis olores corporales.
¡Agarrame del pelo guacho, y cogeme la boca!, me dijo luego, presa de una calentura distinta a las que le conocía con sus clientes. Lo hice sin mesura, estirándole los pezones y arañándole la espalda cuando lograba encallar mi carne en su garganta para envestirla unos segundos. La vi lagrimear, y la escuché ahogarse un par de veces. No es que la tuviese muy larga. Pero estaba tan cebado que buscaba abarcar todo lo que fuera posible de su boca perversa. marcela lamió mi culo, mordió mis nalgas mientras me pajeaba, se sacó la bombacha y me hizo tocar su conchita experimentada, peluda y mojadísima. Frotó sus tetas en mi pija luego de que yo se las escupí, me mordió los labios y las orejas gimiéndome entre frases sucias, y me desquició con el olor de su bombacha contra mi nariz.
¡Olela pendejo de mierda, dale, que es la bombachita de la mami de Irina, de la nena que te pone así de dura la pija, dale nene, largame la lechona de una vez!, me decía la muy irrespetuosa y salvaje. Pero la pija se me hinchaba al tope de sus limitaciones, me dolía y se me irritaba el glande. Quería acabar, pero mis testículos, mi cuerpo y mis hormonas parecían disfrutarlo tanto que, la leche no llegaba a destino.
¡Te voy a tener que coger pibito, así te saco la leche con la concha!, dijo subiéndose a la mesa, luego de arrancarme el slip y arrojarlo al suelo. Me encantó verla escupirlo y pasarle la lengua antes de hacerlo. En cuanto sus piernas apresaron las mías, su cola comenzó a frotarse contra mi pija una y otra vez, de arriba hacia abajo y de un lado al otro, recibiendo mis chirlos rebeldes, mis bocanadas de aire caliente y mis tirones de pelo. Hasta que al fin, su vagina atrapó en un solo movimiento a mi pija lubricada por los flujos que la colmaban. Desde allí no hubo nada prohibido, ni bajo censuras o por reprocharnos. Marcela empezó a estrangularme la verga con su ritmo frenético para sentirla hasta el límite de su conchita jugosa, permitiéndole a mis manos que la agarren del culo para zamarrearla y darle más bomba como me lo pedía, desquitándose al escupirme la cara y friccionando su clítoris en mi pubis. Mi pija parecía agrandarse más, ponerse más dura y ancha, liberar chorros de presemen cada vez más calientes y prepararse para la estampida final.
Marcela me cabalgaba con sus manos presionando mi pecho, con su pelo revuelto y su perfume de puta barata disuelto en el aire, con sus casi 60 kilos y sus ganas tan intactas como renovadas.
¡Dame pija mocoso, dame toda esa pija, llename de leche, abrime toda, dale que soy una puta, y cuando Iri sea grande va a ser tu putona, y vos le vas a enseñar a chupar, a coger, a vestirse como una trola! ¿Vos le vas a enseñar a culear a la Iri? Dame más rápido, garchame fuerte pendejo!, me decía mi madrastra, acabando repetidas veces. Yo lo notaba por su euforia cuando sus frotadas eran más intensas contra mi mitad. Finalmente le largué la leche cuando dijo: ¡Te vi cómo le metías los deditos en la vagina a mi nena, hijo de puta! ¡Pero por ahora no le hagas más que eso! ¡Cuando yo te diga te la vas a coger, y la primera vez, adelante mío! ¿Escuchaste pajerito de mierda?!
Terminé aturdido, confuso, transpirado y derrotado sobre la mesa, con su olor y sus marcas en la piel, con la pija arrugándose envuelta en un pegote magistral, y con los pulmones tan agitados como emocionados. Marcela me dijo que desde esa noche Irina dormiría sola, y yo con ella para que, si andaba con ganas de una buena cogida, yo la atienda como debe hacer el macho de la casa. Me gustó su propuesta, aquel intercambio, casi tanto como haber debutado con su sexo desbocado y pasional. Aunque, todavía sigo esperando recibir la orden para cogerme a Irina, adelante de ella, como se lo prometí aquella noche!   Fin

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