Siempre fui un apoyo incondicional para mi
madre. Incluso antes que mi padre decidiera abandonarnos. Además, por ser la
más grande de 3 hermanas, mis responsabilidades debían ser mayores, o al menos
yo lo sentía así. Atrás habían quedado mis aventuras con mi prima Violeta, y
con doña Elba. A los 19 terminé el secundario, y conseguí trabajo como
radiotaxi en una agencia prestigiosa de la ciudad. Mis patrones siempre
destacaban mi empeño, mi prolijidad y amabilidad para con los clientes. Pero lo
mejor de todo es que tenía un sueldo excelente, solo cubriendo el turno de 4 a
14 horas, y que con ese dinero podía colaborar con la casa. Me convertí en la
regalona de mis hermanas, en el delivery de los sábados, en la encargada de
comprar helados y cosas para la casa. Enseguida mi madre obtuvo un buen empleo
gracias a la bondad de mis jefes en un súper mercado, en el área de
cosmetología y perfumería, y por suerte pudimos arreglar el baño. lo feo es que
compartíamos muy pocos momentos familiares. O sea que, yo me ocupaba de tener
la casa limpia para que cuando mi madre llegase de su actividad laboral, solo
se preocupe por descansar. atendía a mis hermanas con sus deberes, con la
higiene, sus asuntos adolescentes, y con su alimentación. A veces las malcriaba
un poco. Es que, mi madre llegaba agotada. Tenía turnos rotativos la pobre, de
9 a 17, o de 14 a 22). Por lo que se le cambiaba el sueño con facilidad, y su
humor a veces no era el mejor. No estaba como para dispensarle paciencia a las
chiquitas revoltosas de mis hermanas. Yo la comprendía, y admiraba su esfuerzo.
Por eso no tenía inconvenientes en colaborar con ella.
No sé en qué momento fue que, aquella barrera
invisible, esos preceptos marcados a fuego comenzaron a confundirme. Recuerdo
que una noche me desperté con la bombacha por los tobillos, boca abajo y sobre
un vaivén inaudito. Había soñado que mi madre se sentaba en mi cama, que se
abría un camisolín de noche y me ponía una de sus tetas en la boca, diciéndome:
¡Sabri, dale mi amor, que yo sé bien que extrañás a doña Elba! ¡Pero acá está
tu mami, para darte la teta, para manosearte la chuchita, y para enseñarte todo
lo que quieras!
¡Me parecía un absurdo! ¡Mi madre no sabía mis
secretos! ¡O por lo menos, yo estaba segura de eso! ¡No me animaba a contarle
semejante cosa, por más que ella me brindó su confianza ciega desde que me hice
señorita! ¿Sería la culpa de no haber hablado con ella la que me condujo a ese
sueño irreal? Lo claro es que en la madrugada había vibrado, sentido y
experimentado un orgasmo inolvidable. Tenía olor a mis flujos en los dedos,
pero mi mano ahora estaba bajo mi almohada. ¡Me tuve que haber rascado la
conchita como una loca!
Pensaba en que mi madre me parió a los 19, la
misma edad que ahora coronaba mi figura, y me conmovía por dentro. Supongo que
desde esa noche, o unos días después fue que me quedaba embobada mirándole las
tetas cuando se agachaba para fregar el piso de la cocina. Ella prefería
encargarse de esa tarea. A veces viajaba admirando sus labios, su cutis
perfecto, sus ojos cansados pero con un brillo especial, o sus nalgas tersas y
firmes cuando llegaba con su uniforme de trabajo. Sus 39 años parecían estar en
la cúspide de sus encantos. Sin embargo, mi madre no reunía tiempo para
galanterías. Al punto que mi padre fue el último hombre con el que estuvo, y
ella no era de tener amantes afuera de casa. Por lo menos yo no me lo hubiera
creído.
Otra noche me desperté excitada, como si una
fiebre recorriera todo mi cuerpo, y con los labios calientes. Venía de otro
sueño libidinoso, en el que mi madre me tenía sentada a upa. Solo hablábamos
del colegio. Hasta que metió su mano adentro de mi shortcito y palpó mi
bombacha. Me zamarreó, me dio una cachetada, me bajó de su falda y tironeó mi
ropa hacia abajo. solo que, yo en lugar de vagina tenía un pito de nene, sin
vello púbico ni huevos grandes. Mi madre se lo metió a la boca, y en ese
preciso instante, mi pene se convertía en una vagina tan peluda, como la tenía
en mi realidad corporal.
¡Me estaba volviendo loca! Soñaba que mi madre
abusaba de mí, o que yo le chupaba las tetas, o que me inspeccionaba al llegar
del colegio para olerme la ropa. ¡Mi madre jamás fue así! Esa locura, lejos de
soltarme ya comenzaba a gobernar cada rincón de mi calentura, y poco a poco fui
construyendo una figura sexual de la santa de mi madre. No tenía un plan para
someterla. Ni si quiera sabía si pensaba en eso. Pero me sentía en las nubes
con solo respirar su perfume. Estaba enamorada de su voz que acaricia con manos
de felpa. Me gustaba entrar a su cuarto en la siesta y acostarme en su cama, en
ocasiones revisar su ropa interior, y masturbarme en el silencio que mis
hermanas a veces me concedían. ¡La sola idea de que mi madre pudiera entrar en
cualquier momento y descubrirme con la bombacha en las rodillas y las manos en
la vulva me volaba la cabeza! Pero eso no sucedió jamás.
La misma inercia de mi fuego, de mi sed de
aventuras y del amor que le profeso a mi madre, cierta noche me condujeron a su
habitación. Encontré un pretexto ideal, y no iba a despojarme de él.
¡Ma, sacate los zapatos, que te hago unos masajitos
en los pies! ¿Querés? ¡Estuve leyendo en internet que eso te ayuda a dormir
mejor! ¡Después te das un bañito, y a dormir más relajada!, le dije antes de
que abra el acolchado para recostarse. La verdad, en el súper pasaba muchas
horas parada, y cuando pensé en eso mientras desayunaba me angustié mucho. Mi
madre accedió sin cuestionarme. Se descalzó, se recostó en la cama y me dio sus
pies para que mis manos le alivien un poco el cansancio.
Fueron meses de entrar a su cuarto y
masajearle los pies. También le sobaba las piernas, le acariciaba las
pantorrillas, usaba aceites para hidratarle la piel y me esforzaba para que no
se quede dormida antes de su baño reconfortante de todas las noches. Nunca de
todas esas veces se quedó en ropa interior para disfrutar de mi arte. Pero
algunas veces usaba pollera, y yo me hacía la tonta para mirar el bultito que
formaba su vulva en sus calzones. ¡Obviamente que mis sueños con ella eran más
intensos! Ahora soñaba que de repente juntaba uno de sus pies a mi vagina, que
me los frotaba y que les hacía pichí, y que entonces ella se enojaba y me
empezaba a correr por la casa para masturbarme. Soñaba que me palpaba las gomas
en presencia de mis hermanas, que me comía la boca cuando llegaba del súper, o
que me pedía que le chupe las tetas mientras ella me daba un helado de vainilla
en la boca, como cuando era chiquita. Generalmente mis masajes terminaban con
un besito inocente en el empeine de cada pie, y luego ella se duchaba. Hasta
que una tarde, antes de merendar, en lugar de besarle los empeines elegí darle
un beso y deslizarle la lengua debajo de los deditos, allí donde se juntan con
la planta del pie. Esos masajitos eran urgentes, según precisó mi madre, ya que
había tenido que oficiar de repositora. A ella le gustó mi innovación. Sintió
algo extraño porque gimió y curvó el pie hacia adentro con felicidad. Pero
inmediatamente me sacó la boca de sus pies y me dijo: ¡Basta chiquita, ya está!
¡Mejor, me voy a, a bañar, así que, poné el agua para unos mates!
¡Yo me mojé entera porque le generé esas sensaciones!
Estaba nerviosa, y el color de su cara la delataba más que la torpeza que
mostró al levantarse del sillón.
Luego transcurrió muy rápido. De repente las
dos cenábamos con mis hermanas hablando de todo un poco. Cuando terminamos
Lauri me ayudó a lavar, secar y guardar platos, vasos y cubiertos, mientras
mami veía la tele.
Pronto Laura y Jimena se fueron a dormir,
medio a los rezongos porque no había postre. Entonces, yo me senté como todas
las noches al lado de mi madre a terminar de ver una novela malísima. Pero era
el último capítulo. Hice lo mismo de siempre. Preparé café, me senté, le ofrecí
otros masajitos a sus pies, los que ella prefirió dejar para mañana, y me dejé
caer en el sillón, poniendo mi brazo derecho extendido sobre sus hombros. Sin
querer le acariciaba desde el hombro hasta el codo. Mi madre respiraba raro y
con impaciencia. Supongo que eso la obligó a reclinar su cabeza sobre mi
hombro. Así que, entonces mis caricias llegaron hasta su cadera. ¡No me
explicaba cómo, pero mi madre estaba echada encima de mí, y yo tiritando como
loca, mojándome la bombacha como una nena!
Pronto mi madre se levantó desafiante, me miró
con intensidad a los ojos, acercando su rostro al mío, jadeando, diciendo con
la voz gangosa: ¿Aaaay Sabri, aaay chiquita, qué te pasa, qué, mi chiquitaaa!
Estábamos a una partícula de distancia, ella
miraba mis labios y yo los suyos. Oía mi respiración, mis latidos y mis
temblores. Ella abría la boca como si se estuviese ahogando por dentro.
¡Decímelo Sabri, decilo chiquita!, farfulló
insuperable, sin calma. Yo no sabía qué hacer, mientras ella insistía. Pero
tenía en claro que me quemaba el alma y el corazón, y que mi sexualidad no
podría perdonarme retroceder ahora. Por eso estiré un poquito mi cabeza y la
besé, callando sus súplicas y gemiditos. Al principio fue un tierno beso, dulce
como un damasco, caliente y eléctrico, el que ella retribuyó con los ojos
cerrados, tal vez sin darse cuenta. No obstante, se fue transformando en un
beso salvaje, impúdico, deshonesto y cargado de saliva, con nuestras bocas
abiertas y las lenguas movedizas. Nos lamimos y saboreamos casi toda la cara, y
volvíamos a besarnos suave. estoy segura que ninguna quería terminar aquel
besuqueo por el miedo de lo que la realidad nos convidara luego. Ninguna sabía
cómo reaccionaría la otra. Por eso, apenas ella se me separó le dije, sin
dudarlo: ¡Te amo mamita, me, gustás mucho, y te amo!
Ella respiró hondo, se acomodó el pelo y dijo:
¡Uuuuf, hace tanto que no me besan hijita! ¡Perdón, pero, es que, tus masajes,
tu lengua en mis pies, y, mirarte las gomas, bueno, no sé qué nos pasó! ¡Pero,
nada esperaba tanto como tus masajitos! ¡No sabés cómo me hacés mojar pendeja!
Ahora ella fue la que se lanzó sobre mí para
besarme con todo su repertorio. Es una genia besando. Sus barreras se
rompieron, sus labios tenían el desparpajo de una quinceañera, y conocía muchos
puntos de placer para besar. Me sentí mareada y aturdida de momento, pero no
paraba de mojarme. No me di cuenta que enseguida le estaba toqueteando los
pechos por encima del camisoncito. Ella me avivó cuando me empezó a ronronear:
¡Apretame las tetas hija, asíiii!
Pero lo que detonó todo en su hegemonía de
mujer fueron mis palabritas a su oído, mientras le chupaba y lamí el cuello y
una oreja.
¡Te amo mi mami! ¡Sos hermosa, y te calentás
como una putita maá!, creo que fueron mis palabras en ese desvergonzado
segundo. Ella se levantó huracanada y con las mejillas rojas, me agarró de una
mano y me llevó a su habitación con tanta euforia que, casi me hace caer del
sillón.
Cuando entramos me dijo rebalsada de suspiros:
¡Cerrá la puerta con llave mocosa!
No alcancé a echarle llave a la puerta, que
cuando me di la vuelta ella ya estaba desnuda en el centro de su cama. ¡No lo
podía comprender! Ahora no era un sueño, y no encontraba un motivo para
despertarme. Por eso, me quité la camiseta y la calza que traía, y lentamente
me fui subiendo a su cama, como una perrita que busca la aprobación de su amo.
Cuando estuve encima de su cuerpo ardiendo, ella separó los muslos para
recibirme y entonces comenzar a devorarnos a besos, gimiendo un poco más
libres, y entregadas la una a la otra sin saber cómo se dio todo. Me aproveché
de su estado de desconexión el mundo, y bajé a chuparle las tetas. Tenía los
pezones durísimos y calientes, y ya no era justo que solo se deslicen una y
otra vez contra los míos.
¡Sabriiii, Sabriii, aaay, mi chiquititaaa,
hace mucho que no estoy así de loquita!, me decía entre dientes, apretándome
las tetas y buscando mi boca con la mirada para volver a besarnos. Sin embargo,
mi instinto me llevó a acariciarle la concha. Ahí mi madre tuvo el primer
sofocón, y me arañó una nalga, mientras decía: ¡Sacate ya esa bombacha Sabrina!
Le abrí los labios vaginales para comprobar si
estaba tan empapada como yo, y le hundí dos o tres dedos. Debí recordarle que
estaban las nenas en casa, porque sus gemidos la elevaron a unos agudos
imposibles de imaginarse en una mujer tan recatada como lo es mi madre. Pero
estaba bien mojadita, y tenía el clítoris tan hinchado como yo. Me saqué la
bombacha, me acomodé mejor sobre mi madre y regresé a penetrarle la conchita
con los dedos. Por momentos tenía casi toda mi mano adentro, y entonces le
friccionaba el clítoris con todo el amor que le tengo. Ella me pellizcaba las
nalgas, me apretaba la espalda, me mordisqueaba un pezón y olfateaba mi
bombacha hecha sopa de tantos flujos, retorciéndose en la cama. No paraba de
gemir repitiendo: ¡Cogeme, cogeme asíii mi cielo, cogeme toda! ¡Seguro que tus
hermanitas ya se masturban! ¡A vos te contaron algo?
Mis dedos recorrían toda su intimidad, y sus
jugos me llegaban hasta la muñeca de tantas contracciones que le regalé a la
pobre. Todo lo que había aprendido con mi prima y con doña Elba lo puse en
práctica con ella. Sentía cómo le latían las paredes vaginales, cómo sus
glúteos le sacaban chispas a la cama de tanto fregarse, y cómo sus piernas
vencidas se abrían más y más a mi labor.
¡Mamitaaa, mamiiitaa, dejame cogerte asíiii!,
le decía para alentarla a gemir con todas sus ganas.
¡Síiii chiquitaaa, mami también te ama,
seguíiii, asíiii, siempre te quise tener en la cama putitaaaa, asíiii!, decía
mi madre, llenándome de sorpresas. Yo nunca lo había notado. O tal vez era
parte del clímax que poco a poco se apoderaba de ella. Así llegó su primer
orgasmo. Las dos nos frotábamos las tetas una contra otras, con algunas
escupidas que le obsequiamos a nuestros pezones, y con mi dedo encallado en su
fruto prohibido.
Su segundo orgasmo no tardó en venir mucho
tiempo. Es que, de repente quise darle a mi lengua todos los sabores de su
piel, del rescoldo que la contaminaba, y del éxtasis de sus zonas erógenas. Por
eso me fui deslizando entre lamidas y chupones por su cuerpo. Le lamí el
ombliguito mientras ella me mordía el vientre, le besé con pasión su monte de
vellos suaves y rizados, me llené los pulmones con su aroma de mujer excitada,
y en cuanto arribé a su cueva empapada empecé a darle el sexo oral más intenso
y aplicado que alguna vez le ofrecí a una hembra. Mi lengua lamía su sabia y
rozaba su clítoris. Mis dientes colaboraban para mordisquearla con suavidad, y
mis dedos entraban y salían de su vagina. Ella, con el olor de mi sexo muy
cercano a su cara, no pudo sostener un nuevo sismo de explosiones hormonales,
que terminó por fecundarme la cara con todos sus líquidos frutales, agridulces
y desmesurados. La cama quedó inundada y revuelta, casi tanto como nuestros
corazones ebrios de alegría. Pero ninguna de las dos entendía nada. ¡Ahora yo
no estaba soñando!
Antes que se inscriba algún momento incómodo,
yo volví a recostarme sobre su cuerpo cansado para ofrecerle un renovado
concierto de besos, caricias y masajitos a sus tetas. Pero, en cuanto la
adrenalina nos tranquilizó un poco me dijo: ¡Sabri, no lo tomes a mal, pero, ¿Cómo
es que sabés estas cosas vos? ¿Cómo puede ser que me hayas hecho gozar más que
un hombre? ¿Te gustan las chicas hija? ¿Te calienta la concha, más que la pija?
No tuve otra alternativa. Luego de soportar
sus cosquillas para quebrar mi silencio, le confesé todo. Lo de Violeta, lo de
doña Elba y lo de una compañera del secundario. También lo de mi historia con
la hija del dueño de la veterinaria del barrio. No le conté lo de Jimena, por
miedo a sus represalias. Mi madre me escuchaba fascinada, cada vez más
encendida y toquetona. Me acariciaba toda, y hasta me nalgueaba la cola cuando
yo me detenía en mi discurso para generarle suspenso. Claro que, ni bien
terminé de contarle todo, mi madre se dispuso a saborearme toda. No podía creer
que su lengua y mi vagina se hayan reconocido tan calientes como inexactas en
el momento en que yo le decía que doña Elba me hacía acabar con su lengua en mi
culito y sus dedos en mi vulva. Me hizo acabar con su lengua y sus dedos, y
después yo debí apagarle el fuego a su clítoris desbordado de polen y
libertinas mariposas. ¡Me encantaba fregar mi vagina en sus muslos, o contra su
sexo!
Al día siguiente mamá se quedó dormida, y no
fue a trabajar. Fue el principio de nuestra relación de amor verdadero, más
allá de los lazos naturales que el destino nos impuso. Ella misma me dijo,
mientras desayunábamos, una vez que mis hermanas partieron rumbo a sus
actividades: ¡Ahora vos sos el hombrecito de la casa mi chiquita! ¡Quiero que
te mudes a mi habitación, hoy mismo, y ni una palabra! ¡También, quiero que te
cortes el pelo, y que uses ropa de hombre cuando las chicas no estén, o
nosotras estemos a solas! ¡Desde hoy vas a ser mi maridito hermoso!
¡Pero ma, ¿Y, qué le vamos a decir a Lauri, y
a Jime?!, le dije, sin pensar en lo radical que sería hacerle caso en todo.
¡Simplemente, que le vamos a dejar a Lauri tu
pieza para que esté más cómoda, y Jime se queda con la que comparten hasta hoy!
¡Ellas necesitan su intimidad! ¿O, también hiciste algo con alguna de ellas,
picarona? ¡Por ahí por eso no te querés mudar conmigo!, dijo mi madre,
bebiéndose el café de un trago, porque se le entibió de tanto hablar. Supongo
que mi nerviosismo me evidenció. Pero no hizo ninguna observación. De igual
forma, se lo conté días más tarde.
¡De última, tu cama la guardamos en el cuartucho
que hicimos con tu tío! ¡De paso hay que limpiarlo! ¡Te voy a hacer lugar en mi
placar y mi cómoda! ¡Hoy, o mañana a más tardar te mudás conmigo! ¡Llevo muchos
años sola, desde que tu padre nos dejó, y ahora que te tengo, y me hiciste
gozar, no te quiero dejar! ¡Aaah. Y dos cositas más! ¡Cuando te acuestes en mi
cama, te quiero sin bombacha! ¡Y si tenés sexo con otra chica, me lo contás con
lujo de detalles! ¿Estamos?, decía mi madre, escabullendo sus manos adentro de
mi calza para pajearme suavecito, aprovechándome sin ropa interior. Yo también
ya le estimulaba el clítoris, le lamía uno de los pechos, y le juraba que la
amo con todas mis fuerzas, y que jamás en la vida había sido tan feliz! Fin
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