No se lo digas a nadie chiquita!


Todo en mí comenzó a gestarse desde mis 11 años. En aquellos tiempos mi familia y yo solíamos pasar algunos fines de semana en la casa de mi tía Graciela, que vivía sola con su hija Violeta, para despejarnos un poco de la rutina de una capital siempre ruidosa y desbordante. Como yo era la más chiquita, y no podía decidir nada, dormía con Viole, en su cama grande, la que tal vez reservaba para alguien. Violeta seguía siendo soltera a sus 27 años, y eso no parecía incomodarle. Ni siquiera por los comentarios típicos de los abuelos, cuando la nieta prodigio de la familia está en edad de merecer.
La cosa es que, yo no entendía por qué me detenía a mirarle las piernas con tanto júbilo. Las tenía preciosas, casi tanto como sus ojos intensamente negros. Acostarme con ella para mí era un cosquilleo inexplicable. No podía una nena de 11 años comprender con naturalidad lo que me pasaba. Sentir su calor, sus manos cuando me desvestía, o cuando me ponía las medias al amanecer, verla pegadita a mi cuerpo revolucionado, lidiar con el contacto de sus piernas en las mías, y hasta escucharla hablar me llevaba a un estado que me ponía nerviosa. Además, ella lo notaba, y se aprovechaba de eso. Cuando me apretaba contra su pecho, muchas veces con mi cola sobre sus piernas, como resultado de un juego inocente, podía sentir en mi espalda lo duro de sus pezones. Generalmente yo dormía con shortcito y camiseta sin manga, y ella con un camisón cortito hermoso, siempre de buen humor y con un aliento fresco. Ella fue la única que logró inculcarme el hábito de lavarme los dientes con frecuencia. Mi madre todavía se lo reconoce.
Estoy segura que ella no iba a tomar la iniciativa conmigo. No hasta la noche en que me descubrió embobada mirándole las piernas. Violeta ya estaba acostada, y yo daba vueltas para elegir el pantaloncito que me iba a poner.
¿Qué pasa Sabri? ¿Qué le estás mirando a tu prima?!, dijo, poniéndome roja como un tomate. No recuerdo haberle contestado. Solo que, me puse un short blanco y me acosté rapidito a su lado. Sentí un nuevo cosquilleo cuando ella puso una de sus manos en mi abdomen, mientras con su otra mano me acomodaba la almohada.
¡Tranqui nena! ¿Por qué temblás tanto, si no hace frío! ¿Te sentís bien?, me dijo bajito. Era cierto. Yo temblaba, me tiritaban los dientes, sentía como un hormigueo ascender y descender por mi vientre, mis pies y mis sienes. No sabía qué me pasaba. Pero me costó dormir esa noche.
¡Sí Viole, estoy bien! ¡No te preocupes!, le dije, solo por costumbre. Entonces ella me apretó a su cuerpo otra vez, me olió el pelo para felicitarme por haberme bañado, me dio un beso en la mejilla que significó una tormenta en mi barriga y me dijo: ¡Vamos a dormir chiquitita, que mañana tal vez podamos ir un ratito a la playa! ¿Querés?!
Pero antes de cerrar los ojos, nos pusimos frente a frente, y ella me abrió la boca para ver si tenía los dientes blancos. Allí sentí el calor de sus pechos contra mis pequeñísimas tetitas, y otro sacudón me conmocionó.
¡Muuuuy bien Sabri, tenés los dientes impecables!, dijo mi prima, y acto seguido me besó las manos. Esa noche podía soñar de a ratitos. Recuerdo que de repente, en uno de esos sueños entrecortados, mi prima y yo nos besábamos en el patio de su casa. Aquella sensación irreal pero no menos deliciosa me despertó de golpe, y entonces escuché a mi madre y a mi abuela que se iba con mis hermanos. El plan era ir todos juntos a la playa. Pero Violeta seguía dormida. Supuse que lo mejor era despertarla, para alcanzarlos.
¡No te preocupes nena, que estamos enseguida con ellos! ¡Acordate que no queda muy lejos!, me decía mi prima una vez que logré traerla a la tierra con solo nombrarla dos veces. Me tenía abrazadita a su cuerpo, con mi cola pegada a sus piernas, las que ella frotaba y golpeaba suavecito. Entonces me preguntó si me gustaba algún chico. Sé que le dije que no, y que desde allí sus movimientos, respiraciones y caricias se intensificaron. De repente una de sus manos frotaba mis tetitas, y la otra me acariciaba la cara. Me olía el pelo con pasión, temblaba un poco y se subía cada vez más el camisón. ¡Yo sentía que me iba a descomponer de la cantidad de cosas que me venían!
De pronto me dijo al oído, como una dulce amenaza: ¡Escuchame bien chiquita, no le digas a nadie de esto! ¡Yo tampoco lo voy a hacer! ¡Te juro que no me aguanto más, y quiero tocarte! ¡Si vos hablás, nunca más lo vamos a volver a repetir!
Todavía no tenía en claro a qué se refería. Pero entonces, después de palpar todo mi cuerpo, como si quisiera enterrarme los dedos en la piel, me dio tres nalgadas, me colocó boca abajo y se echó arriba mío. En ese momento solo registré una especie de franeleo de su pubis contra mi cola, que no duró demasiado. Solo hasta que ella se percató de algo.
¡Uuuy, qué boluda, cierto que no tengo bombacha puesta! ¡Me parece que te mojé el pantalón Sabri!, dijo levantándose de la cama para incorporarnos como antes. Solo que ahora nos abrazábamos de frente. Ahí me sacó la camisetita, besó mis hombros y mi cuello, lamió mis tetitas que eran como dos damascos aumentando el ritmo de sus jadeos, me metió sus dedos en la boca para pedirme que se los chupe, lamió y mordisqueó los míos, y me dijo, mientras nos besábamos en la boca y ella me hacía cosquillas atrás de las rodillas: ¿Nunca le viste la chuchita a ninguna primita tuya? ¿O el pitulín a un primito? ¡Vos también tenés unas piernitas hermosas, gorditas, bien de nenita traviesa!
Cuando nuestras lenguas se tocaron, nuestra saliva nos endulzaba los labios y sus manos me amasaban la cola, sentí que el corazón podía fugarse de mi pecho y ahogarme de deseo. Cada vez que yo dejaba de besarla, ella me agarraba del pelo para que no me detenga, diciéndome: ¿A dónde vas chiquita? ¡Comeme la boquita, dale chanchita!
Pronto me inscribió en la piel, después de besarme la pancita y olerme como extasiada: ¡Tocame las tetas nena! ¿Te gustan?
Sus tetas eran grandes, hermosas, supongo que tendría 100 de taya más o menos, y sus pezones estaban afiebrados, duritos y cada vez más puntiagudos. Se las toqué, estiré sus pezones como ella me lo indicaba, sin importarme que diera pequeños grititos cuando se los soltaba. Ella lo quería así. Se las amasé como a dos bollos de plastilina, se las moví y, solo pude darle una lamidita a cada una, porque eso terminó de enloquecer a mi primita. Entonces se arrodilló en la cama, se sacó el camisón con una velocidad espeluznante, y me ofreció todo el panorama de su cuerpazo perfecto. Tuvo que explicarme qué era lo que tenía metido en la cola, porque yo nunca había visto una.
¡Esto es una tanga mi amor! ¡No es como las bombachitas que usan ustedes, las nenas, porque esto, se te mete en la cola, y te hace más sexy! ¿Entendés?!, decía estirándola, y abriéndose un poco el culo para mostrarme mejor. Yo estaba que volaba de fiebre, y en ese momento tuve miedo de haberme meado encima. Pero por suerte, Violeta se agachó para sacarme el shortcito. No podía moverme. Solo disfruté del concierto de caricias que me regaló, desde el cuello a mis piernas. No podía ni respirar. Se me caían algunas lágrimas, pero me sentía más feliz que nunca. ¡Quería estallar en risas y saltar por toda la casa!
Entonces, comenzó a lamerme la oreja preguntándome todo el tiempo: ¿Me querés chiquita? ¿Me querés mi vida? ¿Sí? ¿Me querés mucho no?!
Yo no podía hablarle. Tenía la garganta oprimida, y no había palabra que pudiera pronunciarle. Entonces, volvió a darme unos piquitos en la boca para estremecerme, ahora sí al borde del llanto. Y peor aún cuando tuvo la idea de chuparme los labios, morderme el mentón, lamerme la nariz y frotar sus tetas en mi cara. Yo, creo que abrí la boca para tomar aire, o para decirle algo, o no sé. Pero en ese momento, cuando su lengua me abarcó desde el paladar a la razón, aprovechando que Viole estaba casi en cuatro patas a mi lado, en un impulso le toqué el sapito con los dedos, como ella le decía a la conchita.
¿Qué hacés nenita chancha? ¡Parece que sabés bien a dónde buscar!, me dijo con los ojos endiablados, como si hubiesen recibido la mejor noticia del mundo. Ella también me la tocó por adentro de la bombacha. Las dos gemíamos a la par. Ella me abría los labios vaginales, y comenzaba a mover sus dedos, a frotarlos, a masajearme la vulva con la palma de su mano caliente, y a mostrarme con un dedo que estaba mojada allí abajo. además me hacía lamer esa mano, con la que me manoseaba, y ese aceitito de mi intimidad me sabía rico. Entonces, aquella mano volvía a frotarme, a regalarme más cosquillas que parecían clavarme algo placentero en la columna, y a repetir en mi oído mientras me chuponeaba la oreja: ¡Qué caliente estás mi bebé, qué alzadita estás, re calentita!
Todo hasta que mis respiraciones no cabían en el encierro de la habitación. Por eso Violeta optó por agacharse, lamerme las piernitas, mordérmelas a modo de juego y a decirme: ¡Sacate la bombachita Sabri! ¿O querés que te la saque la primita? ¿O te da vergüencita?
No llegué ni siquiera a darle la orden a mis manos para actuar. Ella sola me la quitó, y se acomodó para olerme la conchita. No creía que fuera capaz de hacerlo, pero me la empezó a chupar como nunca. Yo solo podía alzar la cabeza para observarla. No quería perderme ni un detalle, ni olvidarme de cada sensación. Yo daba como saltitos en la cama, le abría las piernas todo lo que podía y apretaba los dientes cuando me hundía y sacaba la lengua de mi intimidad, o cuando me la frotaba por la lengüetita, como ella le llamaba al clítoris. Decía que le gustaba mi aroma, que fuera chiquitita y que tuviese la vagina tan hermosa, mientras gemía, tragaba, lamía y me acariciaba la cola.
¡Olé tu bombachita nena, y abrite toda para mí! ¡Vamos, más chiquita, que tenés un olorcito que me excita toda, me tenés re caliente nena! ¡Quiero verte oliendo esa bombachita mojada!, decía con el corazón tan desbocado como el mío, con sus espasmos de aire contra mi sexo y sus dedos recorriéndome toda. Me da cosa decir que hasta me hice pis encima cuando realmente no podía soportar más de esa lengua juguetona. Se lo dije, pero ella no se detenía. No le importó que me hubiese meado. No paró hasta que me obsequió una sensación indescriptible. Fue como si todo mi cuerpo se hubiese electrificado a la misma vez que su lengua rozaba mi clítoris, algunos dedos me abrían la vagina y otro más rebelde subía y bajaba por la zanjita de mi cola.
¡Tranquila Sabri, que está todo bien! ¡No te asustes, que te hiciste pis de lo caliente que estás chiquita! ¡Pero, también acabaste! ¡Ahora no lo vas a entender, pero ya te lo voy a explicar! ¿Sabés?!, me dijo cuando vio mi cara de vergüenza y algunas lágrimas rodeando mis mejillas. Enseguida me sacó de la cama, me abrazó y me dio unos chirlitos en la cola mientras me besaba muy suave en los labios. Yo estaba mareada, aturdida, confundida y toda transpirada, con mi bombacha en la muñeca y con su perfume en mis sentidos.
¡Bueno Sabri, si querés, nosotras podemos ser novias, a escondidas! ¿Qué te parece? ¡Eso sí, no se lo cuentes a nadie mi bebé! ¡Y otra cosita! ¡Cuando duermas conmigo, quiero que te acuestes sin bombacha!, me decía mientras deshacíamos la cama para lavar las sábanas.
¡Perdón Viole, soy una tonta! ¡Y tu mamá te va a retar por mi culpa!, le dije, todavía conmovida por mi accidente. Ella volvió a tranquilizarme, y apenas le dije que sí a su propuesta de ser novias, volvimos a besarnos. Me juró que por la noche, cuando todos ya estuviesen dormidos, me iba a tocar a mí lamerle la cosita. Estuve más enamorada y en las nubes por ella, más de lo que ya me atraía involuntariamente. Por eso, durante dos años fuimos novias, siempre a escondidas de todos. Había que disimularlo muy bien. Por lo que debíamos generar momentos para quedarnos a solas, sin contar las noches que dormíamos juntas. Realmente, cuando volví a la capital, me pasaba de todo. Perdía el apetito, no podía dormir pensando en ella, tenía ganas de llorar, y solo me masturbaba con la sensación de su lengua revolviéndome la conchita. a ella le había entregado mi virginidad, una noche en la que estaba embobada con sus besos. Me desvirgó con sus dedos, la misma noche en la que yo le saboreé la conchita durante casi toda la madrugada.
En realidad no sé bien por qué se terminó nuestra relación secreta. Pero creo que fue lo mejor. De todas formas, tuve suerte, ya que hasta los 17 siempre me sentí buscada por las mujeres mayores. Yo seguí siempre el consejo de Violeta.
¡Si una chica te quiere tocar, besar, o lamerte la conchita, vos dejate hacer mi bebé!, me decía, casi siempre después de hacerme acabar. ¡Me encantaba cuando me fregaba sus tetas en la cola o en la concha!
Hoy tengo 23 años, y ya no vivo en mi casa. Pero, a los 19, todavía sin saber del todo como se dio aquello, tuve un episodio con mi hermana. Ella tenía 12 años, y aquella tarde yo la tenía abrazadita porque se había sacado un 1 en matemáticas. Estaba cagada en las patas, porque mi vieja la iba a reventar, y mi hermana le tenía un miedo galopante. Mi madre a veces perdía el control cuando agarraba el chicote para castigarnos.  Por eso la tranquilicé, le calmé el llanto, y la llené de cosquillas para hacerla reír. Pero entre tanto manoseo, en un momento noté que le estaba tocando la cola, las gomas, y que hasta le había rozado la vagina sobre su bombachita. Recordé a Violeta, y un subidón hormonal empezó a quebrar mi moral, como si un pasado irresoluto quisiera vengarse con todas sus ansias. Entonces, las cosquillas se unieron a mis besos por su cuello, mientras le decía: ¡Sos hermosa bebé, sos mi hermanita más linda, y sabés que te quiero ver feliz siempre!
Ella también me decía que me quería, se reía y se le aflojaba el cuerpito sobre mí, como si toda esa pena hubiese desaparecido. Ese día hacía calor. Por eso ella estaba en short y remerita, y yo en bombacha. En realidad, yo dormía la siesta cuando ella irrumpió con sus angustias, y allí comenzó todo.
¡Yo también te quiero Sabri, sos mi ídola, y me, me encanta que me hagas cosquillas!, dijo ella casi echada encima de mí, luego de reírse un buen rato. En ese instante, nuestros labios estuvieron tan próximos que, me fue inevitable no besárselos. Fui impulsiva, una desubicada. De hecho, pensé que al retirarme, arrepentida de mi desatino, me ligaría flor de sopapo de su parte. Sin embargo, se aferró a mi cuerpo con sus brazos, y con los ojos cerrados me dijo: ¡Besame otra vez Sabri! ¿Así se siente cuando besás a un chico? ¡Es muy rico!
Le dije que sí con la cabeza, aunque no me animé a avanzar. Pero ella reiteró su curiosidad.
¡Besame otra vez nena, dale, que yo no voy a decir nada, te lo juro!
Entonces, la tomé de la cabeza, y volví a besarla. Solo que ahora con la boca abierta para que nuestras lenguas se conozcan. Le chupeteé los labios, sin darle la opción de retroceder, y ella abría la boca con un deseo que me descontrolaba. Le dije que era muy chiquita para estas cosas. Pero ella insistía en prolongar nuestro besuqueo.
¡Yo te beso Jimenita, pero vos no se lo digas a nadie! ¿Te quedó claro?!, le dije, como me repetían las mujeres mayores con las que me encamé. Me sentía con la autoridad que me legó mi prima Violeta, y al mismo tiempo tenía espasmos de mí misma, siendo aquella nena acalorada, toquetona y curiosa por demás. Ahora yo era la que dominaba la situación, a pesar de no estar del todo segura de hacerlo. ¡Era mi hermanita! Pero ella me arrimaba más su boca que sabía a chocolate, su cuellito perfumado y el brillo de sus ojitos para que la siga besando. Además, como estaba encima de mi cuerpo, su pubis se fregaba levemente contra mí, y las piernitas se le abrían solas. Entonces, comencé a saborear su saliva, a meterle la lengua en la boca sintiendo cómo se aflojaba por completo, a suspirar junto a sus gemiditos, y a morderle los labios con sutileza. Poco a poco subía la intensidad del rigor de mis dientes, porque ella me lo pedía, al mismo tiempo que le metía la mano por adentro de su shortcito.
¡Jime, te hiciste pis? ¡Tenés el calzón mojadito mi cielo!, le dije al oído, y ella gimió con una dulzura que me animó a atrapar todo su bollito sexual con mi mano para masajearlo, frotarlo y hacerla arder de calentura. En ese momento dejé de besarla, solo para ver como cerraba los ojos y me acariciaba las tetas. ¡Ahora sí las tengo un poco más presentables! Pero como ella me buscaba la boca como una perrita sedienta para seguir chuponeándonos, le besé toda la carita y el cuello para poco a poco darla vuelta y dejarla recostadita en la cama. Le saqué el shortcito y le besé las piernas con cuidado. Tenía un calzón rosado muy parecido a los que yo solía usar cuando tenía su edad, y eso le sumó una adrenalina suprema. La toqué con cuidado, levanté la tela de su bombacha mojada para olerla, y apenas le rocé la vulvita con un dedo su cuerpo se convirtió en un volcán de libertades. Me acariciaba la mano con la que le daba placer, ya que lentamente comenzaba a abrirle la almejita, suspiraba tan feliz como mi yo del pasado, y respiraba cada vez más maravillada. Le abrí la boquita con los dedos de mi otra mano mientras le frotaba la conchita, y ella me repetía: ¡Te quiero Sabriiii, me gusta lo que me hacés, tocame máaaás!, al tiempo que suspendía un poco su cuerpo de la cama. Cuando encontré la entradita de su vagina bien aceitadita y caliente, decidí meterle un dedo. No todo, naturalmente, pero lo suficiente como para hacerla gritar. Pensé que le pude hacer daño, pero ella no me dejó sacar la mano de su sexo.
¡Aaaay, Sabriii, me re dolió, pero seguíiii, asíii, me encaaantaaa, te quiero Sabriii!, decía mi hermana, cuando yo cuidaba ahora los movimientos de mis dedos en su vagina, le pellizcaba la cola con ternura y olía su calzón como una estúpida. Pero, lamentablemente, aquella tarde no pudimos seguir haciendo nada. de pronto mi madre comenzó a llamar a mi puerta para preguntar si Jimena estaba conmigo. Le dije que sí, que enseguida bajábamos a tomar la merienda. Pero ella quiso que la acompañemos de urgencia al súper mercado. Justo en ese momento Jimena había comenzado a balbucear: ¡Pará Sabri, que creo que, que me hago pichí!
Obviamente, no fue la única vez que estuve con mi hermanita. Ahora yo era la come nenas, la abusadora, la que dominaba la situación, la que le compraba bombachitas a mi hermana, y la que vivía calentándola para que me ame, más allá del lazo que nos une. Claro que, también le dije la frase de rigor, antes de terminar de vestirnos: ¡De esto, ni una palabra a nadie Jime, y, si querés, podemos ser novias, pero solo a escondidas!      Fin

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