Viuda, viciosa y tragona


La culpa de todo esto fue de mi poca creatividad, de mis pocas ambiciones, de mis demasiados prejuicios o mi falta de astucia por no poder entablar relaciones importantes, valederas y honestas. Noche por medio entraba a una línea de encuentro. Esas en que la gente busca amistad, compañía, amor, sexo telefónico, o simplemente molestar a cualquiera. Necesitaba hacer más pasables mis noches de insomnio y soledad, a pesar de mis 26 años. Venía de varias decepciones con las minas, y no quería saber nada con romances, compromisos, o historias que nunca conducían a nada serio. Así hablé por meses con muchas pibitas, veteranas, divorciadas, y hasta con un par de travestis, y no me da vergüenza contarlo. En esos momentos todo vale. Deliraba a las viejas empastilladas, me pajeaba oyendo ciertas presentaciones con gemidos, o trozos de películas porno, me burlaba de los que hablaban de buscar el amor verdadero, y fingía que era otra persona. Habitualmente inventaba que buscaba a una chica para enfiestarme con mi pareja, o que era un pendejo que necesitaba debutar, o que tenía una relación incestuosa con una hermana menor. Era divertido. A veces discutía de política, religión o fútbol con los idiotas que no tienen idea del mundo en el que están parados, o intercambiaba nombres de bandas y discos con algunos melómanos desvelados.
Sin embargo, una madrugada húmeda de neblina y ansiedades, el cálido susurro de la voz de María tiró por bajo toda mi ideología. No recuerdo bien cómo empezamos a hablar. Solo sé que su forma de decirme que hacía mucho que no se metía una pija en la boca me empaló al instante. Creo que esa noche fue que nos mandamos más de 30 mensajes. Cada uno de ellos más caliente, audaz y lujurioso. Ella jadeaba, simulando que se tocaba, se apretaba las tetas o se sobaba la vagina. Yo, aunque me costaba un poco más, le tiraba besos, suspiraba con mi pija en la mano, prometiéndosela bien dura y mojada en la punta, toda para su boquita de petera golosa. Entonces. A partir del día siguiente, comenzamos a hablarnos en privado, ya lejos de mensajes breves con preguntas y respuestas. Aunque jamás dejaba de enviarme algunos mensajes calientes a mi casilla. Ahí me contó que tenía 30 años, (ya que por mensajes me había jurado que tenía 20, haciéndose la pendejita virgen para calentarme aún más el bocho),, que por desgracia enviudó hacía 6 meses, y que tenía 4 hijos de entre 4 y 12 años. no sentí compasión, ni le tuve pena, ni pensé en dejar de hablarle por eso. Al fin y al cabo, solo nos hablábamos para calentarnos, excitarnos y pajearnos, totalmente libres, lejos de la aprobación de cada uno de nosotros. no tenernos frente a frente le imprimía un morbo especial.
Pronto supe que no coincidíamos en casi nada. En el fondo tampoco me jodió en absoluto. Ella es una cumbiera hincha del millo, amante del vodka con lo que sea, es fanática de los programas de chimentos, y no le gusta el asado. Yo soy rockero, pincha de nacimiento, birrero a morir, miro pelis de acción en la tele y no puedo arrancar la semana sin un buen asadito con mis amigos.
Pero sí nos parecíamos en la necesidad de coger que ambos nos profesamos desde el primer momento. Apenas llegaba a mi casa del laburo, discaba con desesperación el número local, esperando encontrar sus mensajes, en los que se tocaba la concha con pasión, gemía, me ponía en situación al contarme que estaba en su cama desnuda, o en el sillón entangada rozándose las gomas, o tendiendo ropa sin bombacha para que los vecinos le miren el culo bajo su mini blanca. Yo se los respondía al toque, casi siempre pajeándome en el baño, o en mi pieza. Un par de veces, hasta me eyaculé en las manos para regalarle mi orgasmo lo más audible que me permitiera el auricular del teléfono. Me ponía los nervios de punta cuando, luego, volvía a ingresar, y notaba que ella aún no había oído mis mensajes. Nunca se sabe cuánto de todo aquello es auténtico o real, pero a mí me bastaba con creerle, y ella hacía lo mismo.
Una vez me pidió que le deje un mensaje meando, y esa misma tarde tuvimos sexo telefónico por primera vez. ¡Fue impresionante! Si bien ya lo había hecho dos veces con guachitas que, apenas me escuchaban acabar me cortaban, maría dominaba el clima a la perfección. De hecho me sacó tres polvazos con los que enchastré gravemente mis sábanas, y solo con sus palabritas sucias, su voz sensual y sus gemidos con clase. ¡Algo me decía que esa mujer en la cama debía ser una zorra indomable! ¡Nunca mis instintos se relamieron tanto ante la posibilidad de arder entre sus piernas de fuego!
Luego de aquella tarde quedamos para pajearnos en la madrugada y desearnos como nunca, entre charlas obscenas y sonidos corporales al teléfono. ¡Acabábamos como conejos, y cada detonación parecía acercarnos más! Yo imaginaba su calor, su aroma, el culo ostentoso que decía tener y su boca rodando por mi cuerpo. Ella, por lo que me expresaba, no paraba de pensar en mis disparos de leche maquillándole la cara, o inundándole la concha, o convirtiéndose en un río caudaloso entre sus tetas.
Transcurrieron dos insoportables meses, hasta que acordamos en que lo mejor que nos podía pasar era conocernos y sacarnos la calentura en algún telo. ¡Tenía que suceder de una buena vez! Supongo que ni nos importaba si nos gustábamos físicamente o no. Pero nuestra química sexual era innegable. La vez que me confió que escuchó por accidente que su hijo se pajeaba en su cuarto, justo mientras ella se tocaba con mi respiración en el tubo, ¡me quise matar por no estar allí. ¡Pero fue peor cuando agregó que le dieron ganas de entrar y mamársela! Eso me sonó a demasiada perversión. Pero ya no me importaba nada con tal de llegar a sus caderas.
Entonces, organizamos para reunirnos el viernes de esa misma semana. La pasé a buscar por la casa de una tía.  Yo le había prometido llevarla a comer pizzas a la terraza de un restó bar increíble, cerca de la playa. Tenía una vista alucinante, y además no te fajaban con los precios. Ella lucía un vestidito rojo ajustado, un perfume magnífico, y no tardé nada en notar que no traía corpiño. Apenas entró al auto le di fuego a su cigarrillo y fuimos al resto. Casi no podíamos hablar, pero nos regalábamos unas miradas fulminantes. Ella sonreía poco, y por su cara se notaba que tuvo una vida difícil. Decididamente su culo era aún más delicioso en vivo y en directo. Cuando le vi la tanguita blanca por un resquicio del espejito, se me paró como pocas veces antes. La muy zorra abría levemente las piernas, tomando agua de una botellita, mientras me comía con los ojos. En mi cabeza desfilaban todas las poses en las que fuera posible poseer ese culo de diosa, y se me paraba todavía más.
Luego, ya en el barcito, mientras nos traían la comida, tuvimos una charla natural en la que coincidimos en nuestro apego a Pinamar, donde ambos vivimos desde niños. También de nuestra preferencia por las pastas, la literatura y los deportes de playa. Después nos dedicamos a comer sin otro lema que ese, porque esas pizzas son gloriosas, y no admiten interrupciones. No pedimos postre. Supongo que, en parte, porque todo lo que había era helado, y a ninguno de los dos nos pintaba. Por otro lado, los dos nos imaginábamos sin ropa, desbocados y sedientos. Sin embargo, en su reemplazo, cuando le convidé cerveza de mis labios lo aceptó sonriente, y tocó mi lengua con la suya. Incluso me la succionó con un erótico arte, que terminó por convencer a mis testículos de su producción seminal. También me aceptó tomar una copa de ron en el barcito de la cuadra siguiente, y luego un frizze. Ahí me dijo que le gustaba mi cuerpo, y me pidió que no me esfuerce en disimular que me moría por comerle las tetas a mordiscones.
Enseguida volvimos al auto, medio picoteados, donde le pregunté si le parecía que vayamos a mi casa, ya que vivo solo. Dijo que sí, sin pensarlo demasiado. Encendió la radio, y antes de lo que supuse me comió la boca, mientras tarareaba el tema de Arjona que musicalizaba el momento. Creo que al palpar mi bulto medio sin querer se apartó de mí, y entonces me dediqué a manejar sin perder de vista esos pomelitos que se bamboleaban libres y audaces. Si hubiese sido por mí, pelaba la verga para que me la manosee en vivo y en directo. Pero de pronto su mente pareció conectarse con mis pensamientos, porque su mano bajó de un solo arrebato el cierre de mi pantalón, sacó mi verga de entre mi bóxer, me la apretó con sus manos sudadas, y se acomodó en su butaca paciente para lamerme la cabecita, el tronco y hasta la panza mientras yo intentaba no chocar, y la luna afuera era una moneda plateada.
Me desprendió la camisa a cuadros, se dio unos golpecitos con mi pija en su boca entreabierta, y poco a poco se la fue introduciendo en ella, repitiendo con sensual descaro: ¡Quiero tu leche calentita ahora!, moviendo su cabellera como una lamparita al subir y bajar de mi verga durísima, intentando lamer mis bolas y haciendo resonar su garganta al conducirla hasta allí. Yo me veía debajo de cualquier camión, o contra un poste, o reventado junto al frente de alguna casa con la humedad de su boquita y el clamor de sus dientes en el cuero de mi pene, manejando con la inercia a voluntad de mis manos temblorosas. Hasta que acabé al tiempo que trataba de estacionar a la vuelta de mi hogar. Sentí cómo mi semen le atormentaba la garganta, nutriéndola de arcadas, toses y unas gárgaras tan voraces como inolvidables, y todo mi cuerpo se sacudió entre espasmos, escalofríos y revoluciones. Fue un orgasmo ganador el que me condujo a sujetarla del pelo mientras le ofrendaba mi lechazo enceguecido, hasta que no le quede ni una gotita en los labios. ¡Me atraía demasiado tanta inconsciencia contenida!
La rubia bonita de ojos azules, de preciosas caderas y culo majestuoso juntaba las gotas de semen de la tela de mi bóxer y de los vellos de mi pubis, entretanto yo le sugería entrar a casa. Pero cuando volvió a ganarse la erección de mi pene, gracias a una pajita solemne que me hicieron sus manitos sabias, sólo tuve el tupé de reclinar el asiento del auto para darle libertad a su boca como una aspiradora. Dijo que nada la calentaba tanto como mamar una buena pija, y volvió a condenarla al sosiego de su saliva espesa, al movimiento de su paladar y lengua ancha, al vigor de sus mordidas suaves pero contundentes, y a las refregadas de su rostro por toda mi virilidad. No paraba de decir que le gustaba tanto el sabor de mi leche como el olor de mi piel.
Después me comió la boca mientras me pajeaba, liberó sus tetas para que mis labios se las baboseen de puros chupones y escupiditas, las que me pedía a modo de un caprichito insolente, y pronto me las restregó contra la verga, donde las friccionó con tanta fiebre que logró sacarme otro lechazo, aunque esta vez no tan agitado, abundante y empalagoso como el anterior. ¡Hasta yo me sorprendí de la cantidad de todas formas, de mis jadeos al sentirme en las nubes con esa hembra desatada en mi Ford, y expectante por saber lo que se avecinaba!
Se secó un poco la leche de las tetas con el vestido, se arregló más o menos el peinado, le dio un toque de rouge a sus labios, y quiso que demos unas vueltitas. Yo reacomodé el asiento, arranqué sin un rumbo fijo, y como a las diez cuadras descubrí que empezaba a quitarse la tanga por abajo del vestido. Vi que la olió torciendo los labios en una sonrisa demoníaca, que luego la sostenía con sus dientes de uno de los elásticos, y que lentamente abría las piernas para masajearse la vulva. Otra vez manejar era una epopeya para mis sentidos, porque, además, de pronto me pidió casi zapateando de lujuria que viaje con el pito afuera del pantalón. Supongo que cuando su sexo ardiente gobernaba su consciencia, me ordenó imperativa que me detenga frente a una casa de comidas rápidas y que me pajee la verga, a la vez que me ofrecía el olor de su tanguita húmeda, fregándomela en la nariz con un sadismo insufrible, jurándome que nada le vuela tanto la cabeza como ver como se masturban los tipos. Hasta me confesó que cierto día se toqueteó a escondidas viendo a su hijo pajearse, que no separaba sus ojos de las fotitos y los videos que reproducía aleatoriamente su notebook.
Luego se metió un chicle de menta en la boca, me dio unos tetazos en la cara y enseguida se agachó para chupármela otra vez. Su sed de pija parecía no tener límites. ¡Me cortaba el aliento cuando hacía globitos contra mi poronga, cuando la envolvía en la golosina y me la mordisqueaba, y más aún, cuando enroscó su tanga en la base de mi carne, porque la presionaba fuertemente sin omitir la succión fatal de sus labios jugosos en mi glande!
Pronto comenzó a pedirme la leche como en una especie de llantito de nena malcriada, lamiendo mis huevos, pegándose en la boca semi abierta con mi pija en plenitud, y gozando con los apretujes de mis manos a sus mamas. Volví a largarle la leche, mientras me pajeaba crudamente y con seguridad contra su rostro, justo cuando me decía que varias veces cogió con sus amantes de turno estando sus hijos en casa. Yo ya sabía que la motiva el riesgo de hacerlo cuando sabe que hay gente, pero más si andan sus hijos merodeando. Me lo había confiado en una de nuestras charlas por la línea.
Después, mientras sorbía los últimos resabios de mi explosión seminal, dijo como atontada por un trance inexpresivo: ¿Te gusta cómo te la chupo bebito?, ¡Daría cualquier cosa porque mi hija Paula de 11 añitos te mire esa poronga, y se baje la bombachita, sacando la lengüita!
Por supuesto, que todo eso quedaría en su más perversa fantasía, supuse entre asombrado y esperanzado. Entonces, cuando las pulsaciones volvieron a cero, arranqué el auto, y tras pasar por un kiosko para galardonarla con un chocolate y comprar forros, me invitó a que vayamos a su casa. En principio me negué rotundamente. Tanto que hasta discutimos. Por un momento pensé que se rayaba y saldría corriendo, o que yo le diría que ya fue, que no me interesaban las histéricas, y toda la perorata. Pero luego de unas vueltas por la ciudad, su mano volvió a pajearme con maestría, y mi dedo índice pugnaba por refugiarse en su conchita depilada y ardiente. ¡Tenía que conocer los encantos o las fatalidades de esa vulva hambrienta! Ella facilitó las cosas al abrirse de piernas, y entonces supe robarle varios gemiditos chasqueando mis dedos en sus jugos incesantes, los que le hacía probar aunque me los mordiera gravemente. La tenía afeitadita, mojada y sensible. Se abría con facilidad, latía y se estremecía cuando le rozaba el clítoris tan erecto como el capuchón de una lapicera. Ella actuaba para mí con su mejor carita de petera, casi tragándose mis dedos. Tanto fue así que me dio la dirección de su casa con la boquita llena de mis dedos embebidos con sus jugos vaginales. Entonces, manejé hasta allí, embobado y cada vez más morboso, porque la muy turra me relataba que sus nenes estaban dormidos, y que nada deseaba más que ellos la escuchen coger conmigo. Ella a mi lado, con las tetas desnudas, descalza y con el vestido lleno de gotas de nuestras sabias.
En el camino me contó que todos los penes de su colegio privado pasaron por su boca, que se la chupó al novio de su amiga, que le sacó mucha lechita a su profesor en el gimnasio, y al director técnico de fútbol de su hijo. Supuestamente, gracias a eso al nene le dieron la bacante en el club. También se la mamó a un guachito de 15 que suele barrer las veredas de su barrio por algo de plata. Jamás mencionó ni por error a su difunto marido. Sólo durante la cena, cuando le pregunté por qué seguía usando el anillo. Prefirió no responderme y hacerse la boluda, cambiando de tema.
Cuando llegamos a su casa ella se bajó del auto con prisa. Yo la seguí como un perrito faldero. Se sentó en un canterito y me pidió que le huela la conchita. En cuanto lo hice presionó con excesiva fuerza mi cabeza contra su mitad fértil para regarme la barba con un orgasmo tierno, perverso y cargado de peligro porque, cualquiera que pasara y no entendiera la situación podía denunciarnos por espectáculos sexuales en la vía pública. ¡Menos mal que la casa de comidas que había al frente estaba cerrada! Eso es lo bueno de vivir en un barrio. A esa hora, tipo 3 de la madrugada, no pasaba ni una mosca.
Entramos a su casa a oscuras, y sin hacer escalas en ningún lado nos adentramos directamente en su habitación. Creí que ella necesitaría pasar por el baño. Pero se ve que la calentura no la dejaba pensar. Entonces, ahí me la mamó un rato desvistiéndome, me dio una copa de vino de la que bebimos los dos, y después sirvió otra para verterla toda en el hueco de sus gomas, invitándome a devorárselas para embriagar aún más a los leones en celo de mi necesidad. Fue todo tan rápido que ni llegué a ver de dónde carajo sacó la botella de vino. ¡Pero cómo nos manoseamos en esa penumbra! Además se fregó mi pistola desnuda por todo el cuerpo, como intentando abarcar cada trazo de su piel, todos los poros de su alma, los que le fuera posible.
De repente me tomó de la mano, y medio a los tirones me condujo al dormitorio de sus niños. Había dos camas cuchetas. Los más grandes compartían una, y los chiquitos la otra. Vi a la nena en bombachita por accidente, durante un minúsculo segundo. Hasta que ella la tapó mientras murmuraba cosas que no entendía con claridad. Aunque sí pude comprenderla cuando dijo, separándose de la cama: ¿Te gusta mirarla guacho? ¿Te gustaría olerla, o mirarla más de cerquita?
No me dejó responderle. Me sentí raro, como si estuviese cometiendo un delito especialmente irreversible. Entonces, ella de inmediato empezó a petearme arrodillada en el suelo, con el culo apoyado en una de las camas, diciendo: ¡Dale nene, dame leche, y guardale un poquito a mi nena! ¡Ya vas a ver… te voy a dejar la pija seca pendejo!
Esta vez me la mamaba con mayor desenfreno, y no me permitía que le quite los ojos de encima a su hija, siempre con la luz apagada y con los niños soñando en paz. No pudo negarse a mi petición de irnos del cuarto de sus chicos. Tuve que amenazarla con que si no lo hacíamos me tomaba el palo, y jamás volvería a saber de mi existencia. Al menos de la boca para afuera. Es que su lengua seguía impertinente, desbocada y mamadora como siempre, con cada vez mayores excesos de saliva y gemidos apretados, sin ruiditos pero con unos besos de lengua a mis bolas que me hacían transpirar.
Pero antes, destapó al más grande que dormía en bóxer, y me mostró que tenía el pito parado. Nos re tranzamos, ella mirando al nene y yo relojeando a la mocosa, que al parecer se destapó solita, involuntariamente. Hasta que María me ordenó con una voz que no me recordaba a la suya: ¡Agachate y olela, pero ni se te ocurra tocarla!
En cuanto mi olfato se llenaba de aquel olor a frescura juvenil, a restos de pipí de nena, a una sensación prohibida en el pecho, la tipa me la chupó con una voracidad tal, que ni me importó que su lengua hurgara en mi culo por unos instantes. No paraba de gemir diciendo: ¡Así que te gusta el olor de Paula cochino! ¡Qué alzado estás papi! ¡Dame toda la lechita ya!
Además me escupía las bolas y me arañaba las nalgas. Enseguida me hizo sentar en la sillita que estaba junto a la compu. Me exigió que me pajee mientras me agarraba del pelo para que le coma esa conchita, que más empapada no podía estar, y de prepo se me sentó para cabalgarme feroz, decidida y totalmente irracional. Claro que sabía que en cualquier momento alguno de los críos podía despertarse, y creo que recién entonces comencé a comprender el morbo de maría, quien no detuvo su movimiento de fiera embravecida, aún cuando el más chiquito balbuceó que le dolía la panza. ¡Por suerte solo hablaba entre sueños!
Ahora, su conchita era estimulada por mis dedos mientras mi pija se friccionaba empalmadísima contra su culo maravillosamente único. Con todos los lechazos que maría me profanó, costaba que el polvo me viniera fácilmente, cuando ella iba y venía de sus explosiones. ¡Eso sí! ¡Cuando logré acabar fue el mejor desenlace de mi vida sexual!
Ocurrió justo cuando Paula se despertó, y mientras María seguía subiendo y bajando sobre mí, aunque ahora ambos frente a frente. Paula bostezó, y María enseguida dijo, sin elevar la voz: ¡Pauli, él es tu nuevo papi! ¡Aaah, y sacate la bombacha que tenés olor a pis! ¿No cierto Dari? ¡Y tapate bebé!
Vi cómo la nena se desnudaba, que posteriormente se tapaba y se acomodaba boca abajo entre rezongos, con una notoria incomodidad. No parecía hacerlo despierta, o al menos yo esperaba que no lo estuviese del todo. María agarró el calzón del suelo y lo impregnó en mi nariz, con su concha imparable, encendida y llena de cataclismos contra mi pija al borde del precipicio seminal. Ahora la muy putona me cabalgaba en una sillita destartalada, en el pasillo que comunica los cuartos, gimiendo a sus anchas, saltando y comiendo pija por la concha, arañándome la espalda y tatuando sus olores sexuales en mi piel, como una flor silvestre. Parecía que buscaba que ninguna otra mujer pudiera tocarme en el futuro, marcándome a fuego con su sexo descontrolado. Le acabé en la boca, apenas volvió a succionármela entre mordiscones, y bien hasta el fondo de su garganta, sin sacarme los ojos de encima para asegurarse que no dejaba de oler el bendito calzón, cuando ya sabía que mi lechazo era lo único que quedaba para coronar semejante noche. En el momento de mi estallido la ahogué, al punto que tosió y salpicó mi esperma por todos lados.
Después volvimos al cuarto solo para verificar que los niños estuviesen durmiendo, y nos pegamos una tremenda cogida en la cocina, arriba de la mesa.
De nuevo la calma y la presión de las obligaciones me devolvieron a la realidad. Tuve miedo que maría sea una depravada, una psicópata, o una retorcida con antecedentes, o simplemente una fabuladora. Supuse que realmente tenía marido, y que podría estar al caer. Eso me aterró. Nos despedimos con cierta frialdad, y hasta hoy no volví a verla. Incluso borré mi casilla de aquel chat telefónico. Lo malo es que los dos sabíamos dónde vivía el otro. Pero hasta hoy no recibí ninguna noticia del volcán de su sexo despiadado.
Aún resuena en mi mente lo último que mencionó antes de abrirme la puerta para despedirnos. ¡No me digas que no fantaseás con darle la mamadera a mi hijita! Y revive en mi memoria cada cosa que hizo luego de mi último polvo. Sobre todo cuando me secó la leche con la bombacha de paulita.
Todavía no me explico cómo se dio todo. Pero estoy seguro que prefiero conservar mi humanidad, por más que nadie me haya chupado la pija como ella.    Fin

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