Anabel


Honestamente no sé qué le vi a esa chirusita para darle trabajo. Pero era innegable que siempre supo cómo llorarle la carta a la gente para dar pena, o conseguir lo que quiere. No había terminado el secundario, no era fácil de tratar, y su currículum no me convencía mucho que digamos. Pero cuando me dijo que tenía un hijo de tres años como resultado de una violación, que su madre estaría dispuesta a cuidar de él mientras ella trabaja por la noche conmigo, que necesita la plata y que no tiene problemas en aprender lo que sea, le dije que lo iba a reconsiderar.
Ese mismo día por la tarde la llamé al celu que me anotó en un papel, y le di el horario nocturno. Le advertí que no es fácil trabajar en un asilo de ancianos, ya que algunos presentan cuadros psiquiátricos, y que había cosas que posiblemente no le darían ganas de hacer. Nunca perdió el entusiasmo, más allá de mis consideraciones. Por lo tanto, Anabel tocó el timbre a las 7 de la tarde en punto. Se la presenté a doña Rosalía, que es la encargada del geriátrico, y a pesar que no la vi conforme, le dio la oportunidad gracias a la confianza que depositaba en mí.
En cuanto Rosalía fue a despedirse de los ancianos, ya que se iba rumbo a unas merecidas vacaciones, como solía hacer en cualquier parte del año, Anabel llenó los papeles formales. Luego recibió mis indicaciones más urgentes, me puso cara de odio cuando le dije que debía cambiar su aspecto, y le ofrecí un café. Anabel tiene 25 años, es gordita y de carácter fuerte. Usa el pelo siempre atado, zapatillas deportivas, jeans y remeras rotas, y tiene una mirada acusadora todo el tiempo.
¿No tomás mate vos? ¡Sos un bicho raro!, me dijo una vez que le puse azúcar al café que le preparaba con alegría. Le molestó que le dijera que todavía no era prudente que me tutee. Recién a las 9 le di las llaves de las habitaciones 4 y 5, antes de enumerarle todo, detalladamente.
¡En la 5 está don Raúl y Alfredo! ¡A ellos dales esta medicación, y preguntales si quieren bañarse! ¡Don Raúl tiene una pequeña parálisis en las piernas… pero es un dulce! ¡Después te vas a la 5! ¡Ahí están Mario y Rodolfo! ¡Ojo que esos son medios toquetones! ¡A ellos llevales la cena, que ya mismo se las recaliento!, le explicaba. Recuerdo que me ponía nerviosa que se hiciera la superada, y mirase a cualquier lado cuando le hablaba.
Ese día, y toda la semana hizo muy bien su tarea. No hubo que andarle atrás para recordarle sus actividades. Además, se había ganado el cariño de los familiares de algunos ancianos. Recién a la siguiente semana le di la llave de la sexta habitación.
¡Ani, necesito que le pongas el partido a Nicanor, Héctor y Adolfo, y que les prepares una sopa con este sedante! ¡Están en la 6, y andan medios alterados los viejos! ¡No te asustes, que solo los duerme un poco! ¡Entre nosotras, son re pajeros! ¡Ayer tuve que quedarme a mirar cómo Adolfo terminaba de pajearse!, le confesé en absoluta confianza mientras nos reíamos. Tenía el permiso de doña Rosalía de utilizar ciertos somníferos cuando están un poco densos, o se ponen caprichosos. Además, esos hombres trataban a las enfermeras, a las cocineras y a las empleadas como a pares de tetas a su entera disposición. Esa tarde, me sentí arder cuando la guacha me besó la mano con la que le facilité la llave, diciendo: ¡Sos una genia! ¡Gracias por confiar en mí! ¡Y no te preocupes que de esos chanchitos me encargo yo!
Todavía no tenía en claro qué me pasaba. Pero cada vez que le miraba las tetas y me la imaginaba dándole de comer a don Alfredo, me calentaba como una pava de lata. Ese viejo era el más pijón del establecimiento. Yo lo sabía porque un par de veces le hice la paja como un acto de caridad a mi bolsillo, ya que el hombre me tiraba unos pesos extras por hacerle esos favores. Por desgracia, no todos los abuelos gozaban de una billetera gorda como la de él.
En un momento la vi en la cocina pelando verduras, con el jogging que se le deslizaba por la cintura, y no pude con mi genio.
¡Nena, se te ve la bombacha! ¡Ya hablamos de esto! ¡Supongo que no andarás calentando a los internos!, le dije, fingiendo fastidio. Ella dejó el cuchillo y se bajó el pantalón hasta un poco después de las rodillas, mientras gruñía con arrogancia: ¿Ahora le gusta más? ¡Vos dejame trabajar tranquila, que yo no la jodo! ¡De última, mire para otro lado y listo!
Me gustaban sus contestaciones. En el fondo su agresividad me confundía. Yo debía tener el control de esa pendeja, pero sus formas y su rebeldía no me lo permitían. ¡Nunca nadie me había contestado así!
Al día siguiente, tuve que hablar con ella en otros términos. No sabía cómo afrontar el tema, pero debía hacerlo.
¡Ani, mirá mamita, yo prefiero decírtelo! ¡Todos están contentos con vos, y algunos ya te tomaron cariño! ¡Pero ayer, don Héctor me dijo con sinceridad, ¡Es un amor la nena, pero es un poco sucia con su higiene personal, y emana olor a pocha!! ¿Te acordás que estuvimos hablando de que tenés que cuidar tu aspecto?!, le largué cuando mateábamos en la cocina, en plena madrugada. Ella meditó unos segundos antes de defenderse. Y cuando lo hizo tuve que chistarla para que no eleve la voz por encima de la tele que nos acompañaba.
¡Ese viejo del orto es un degenerado! ¡Le juro doña, que él mismo me dice, ¡Vení bebé, acercate un poquito que hace mucho que no huelo una concha! ¡Y don Raúl me pide que le muestre las tetas! ¡Perdón, pero creo que es mejor tenerlos contentos!, decía con una sonrisa cada vez más luminosa.
¿Y vos se las mostrás? ¿Y dejás que te huelan?, le dije, no muy segura de mi apreciación.
¡Y sí doña! ¿Qué quiere que haga? ¡Aparte, don Raúl me dio 100 pesos ayer, y solo por dejarlo mirarme la bombacha! ¡Están re necesitados los pobrecitos!, concluyó devolviéndome el mate vacío. Le miré esas tetas redondas y grandes para su espaldita, y los rollitos que se le escapaban por debajo de la remera. Le recorrí los labios con la mirada y me puse nerviosa. Tenía que hacer algo. Yo no podía perder autoridad, ni dejarme vencer por sus actitudes. Entonces recordé que mi sobrina Paola, una nena de 17 años con su misma postura, iguales reacciones y de ojos tan provocadores como los de Anabel me calienta demasiado. Nunca me animé siquiera a respirar cerquita de su cuello para no desencontrarme con la razón. Mi mente la desnudaba en secreto, el fuego de mis pasiones le prometía chupones por todos sus rincones, y mi curiosidad anhelaba verla seducir a los hombres.
¿Seguro que ninguna de las enfermeras se les hace la putona para mimosearles el ganso un ratito? ¿Usted sabe si alguno de ellos todavía puede coger?, me sacó de repente de mis recuerdos y alucinaciones. Sin embargo reaccioné, y le grité con cierto recelo: ¡Basta Anabel! ¡Esa conducta no es apropiada en este lugar! ¡No me obligues a tener que inspeccionarte cada vez que venís a trabajar! ¡Yo te banco muchas cosas! ¡Y, doña Rosalía no se entera de nada! ¡Pero que vengas con olor a sucia, eso no puedo soportarlo! ¡Además, lo que insinuás de las enfermeras, ojo, porque si alguien te escucha podés tener problemas!, le aclaré anudando mis dedos entre sí para no evidenciar mis nervios. Ella estalló en una carcajada exultante, con la que me faltó el respeto.
¡No me diga que me va a revisar para olerme la bombacha doñita!, murmuró tan irónica como desafiante.
¡Si es necesario, por supuesto que sí querida! ¡Y, pensándolo bien, mejor me voy a dormir! ¡Ya se hizo muy tarde!, decía levantándome de la silla.
¡Acordate que estás a cargo de la pieza 4!, agregué apagando mi cigarrillo. Ella resopló luego de un bostezo, y juro que no pude evitarlo. Apenas la vi estirarse para guardar la yerbera y la azucarera en un aparador, le di tres nalgadas diciéndole: ¡Hasta mañana chiquita! ¡Y por favor, avisame si necesitás algo! ¡Mandame un mensaje, o golpeame la puertita!
Su silencio fue la clara señal de su sorpresa, y de un nuevo interrogante en mis fantasías. ¡Seguro notó que soy lesbiana, y ahora va a pensar que la quiero seducir, que la celo de los viejos, o que le conseguí el laburo para encamarme con ella! Mi consciencia parecía gritarme esos pensamientos, cuando ahora me frotaba la vulva bajo mis sábanas. Estaba tan caliente que, no recuerdo si gemí fuerte esa noche, en la soledad de un cuartito oscuro, en el que descansar era muchas veces un anhelo insuficiente. Nunca se sabía cuándo alguno de los señores tendría algún imprevisto por el que había que salir corriendo.
En mi situación personal, me separé de mi esposo hacía ya diez años, y todo por no tener el valor de enfrentarlo. No debí siquiera casarme con él. Mi familia me empujó al matrimonio cuando tenía 18 años, gracias a que en un baile nos emborrachamos, cogimos sin cuidarnos, y como una crónica de un final anunciado me quedé embarazada. Fueron 15 años infelices para los dos. Pero yo lo traicioné. Cuando me encontró desnuda en nuestra cama, con un consolador entrando en mi vagina, y con las tetas de la que él creía que era mi mejor amiga en la boca, tomó la decisión más prudente. Me pidió el divorcio, juntó sus cosas y me dijo que nos veíamos directamente en el juzgado. Analía se ofendió conmigo desde esa tarde, y jamás la volví a ver. No estuve con otra mujer desde entonces. Tal vez, mi abstinencia sexual estaba posando mis confusiones en la piel de Anabel, y no era justo. En todo eso pensaba mientras me apretaba las tetas, dejaba que la saliva me chorree de los labios, me frotaba el clítoris sintiendo la humedad de mi bombacha en el dorso de mi mano, abría y cerraba las piernas, oía el crepitar de mis jugos cuando me penetraba la vagina y me separaba las nalgas para rozarme el agujero del orto.
¡Chupame la concha Ani, y bajate la bombachita para mí!, susurré con el último aliento cuando mi cuerpo entraba en ebullición, y un orgasmo me hacía fruncir los labios, jadear como una perra y lagrimear en una especie de angustia y felicidad entrelazadas. Dormí hasta cerca de las 9, justo cuando Anabel preparaba su bolsito para irse. Sentí vergüenza de mi desatino, y me juré jamás volver a incluirla en una paja. Hacía mucho que no me masturbaba con tanto deseo. Todavía el clítoris me palpitaba ilusionado mientras le firmaba las horas que había cumplido en su planilla.
Pasaron dos largos meses, en los que no lograba dispersarla de mis ratones más profundos. Ella no era buena observadora para mi fortuna.
¡Mi hijo ya tiene 21 años, así que supongo que ya no me necesita!, le dije mientras charlábamos de la vida en general, mateando en el patio del complejo, esperando a que termine el horario de la siesta para los abuelos.
¡21 añitos! ¡Mmm, uuuf! ¿Y no querrá que esta enfermerita le cambie los pañales?, dijo con una risita suspicaz, lamiéndose un dedo, idealizándolo tal vez con una buena verga.
¡Qué terrible que sos vos eh! ¿No podés pensar en otra cosa que no sea sexo?, pude decirle, buscando el tensiómetro para tomarle la presión al viejo más ricachón del centro, una vez que entramos a la cocina. Ahora me imaginaba a mi hijo rompiéndole la cola delante de mí, o arrodillándola para que ella le devore hasta los testículos con esa boquita grosera, o fregándole todo su pene erecto en esas tetotas. Me calentaba suponerla embarazada de mi hijo, y yo a su lado probando los primeros sorbos de su lechita materna. ¡Sentía que a cada minuto perdía la cabeza! ¡Era urgente para mi estabilidad dejarme de hinchar las pelotas con esa chica!
¡Dele doña, seguro alguna vez le viste el pito a tu hijo! ¿Es pijón ese bombonazo?, me dijo una vez que le mostré una foto de él que tenía en mi celular. No le contesté, pero supongo que mi risa nerviosa le confirmó que no estaba nada mal. Alguna vez entré al baño cuando mi hijo se bañaba, o estaba poniéndose un toallón. También lo vi durmiendo la siesta con un paquete tremendo en su mitad. ¡Tenía una verga más que considerable! Obviamente jamás se la medí, ni podía conocer su grosor. Pero estaba convencida que cualquier pendeja podía gozar con esa carne de macho, por todos sus agujeros.
¡Bueno, ahora me lo vas a tener que presentar! ¡Igual, no me tengas miedo, que no le voy a hacer nada que no conozca! ¡Ese nene tiene pinta de ser bueno en la cama!, dijo al fin, dejando mi celular en la mesa. No pudimos seguir con el tema, porque inmediatamente escuché el timbre que provenía de la habitación 6. Allí me encontré con que don Adolfo se había meado en la cama. El hombre ya había aprendido a manejar nuevamente ese tema, y no era necesario ponerle pañales. Pero cuando le consulté por su desafortunado episodio, me dijo angustiado que tenía miedo de caerse camino al baño, y que los pinchazos en sus caderas se volvieron tan intensos como luego del accidente que tuvo con su moto. Sin embargo, cuando empecé a cambiarlo, el viejo me agarró la mano. La colocó sobre su pene y me instruyó sin caballerosidad: ¡Dale putona, pegame en la pija, como lo hace la bebota esa que trajiste! ¿Por dónde anda ahora?!
No le contesté, pero le obedecí. Tenía intriga por saber qué cosas le hacía Anabel.
En eso, mientras la pija se le empezaba a poner durita, don Héctor murmuró, ya desvelado del todo: ¡Uuuuy, después hacemeló a mí Moni, y también te meo la manito! ¡No sabés cómo le gusta eso a la pibita!
En ese momento, Adolfo empezó a largar un buen chorro de pis, y acto seguido me exigió que lo pajee, que le escupa la pija y le enseñe las tetas.
¿Eso les hace la pendeja? ¿A usted también Nicanor?!, pregunté en voz alta, dispuesta a pajear al viejo, mientras observaba cómo don Héctor se bajaba el pantalón y se sentaba en la cama.
¡Sí señora! ¡A todos nos pega en la tarasca cuando nos hacemos pichí, y nos trata como a bebés!, confesó al fin Nicanor, entre toses y agitaciones normales por el resfrío que lo afligía.
¿Y a ustedes les parece bonito que Anabel les haga esas cosas?, les pregunté en tono amenazante, sin podérmelo creer del todo. Por lo tanto, apenas don Nicanor sonrió con sarcasmo me animé a preguntarles: ¿Quieren que vaya a buscar a la nena para que me ayude?!
Sabía que me dirían que sí. Podía divisarlo en sus rostros lujuriosos, al tiempo que me quedaba con un buen pegote en las manos. Adolfo acabó gimiendo como un nene asustado, porque le presioné el glande en el exacto momento en que liberaba mis tetas de mi blusa negra. ¡Ni siquiera hizo falta sacarme el corpiño! Adolfo quiso que pruebe su leche. Naturalmente me resistí haciéndome la puritana, y en lugar de hacerlo me limpié los dedos en el corpiño ante las miradas perplejas de los tres, y salí al encuentro de Anabel.
El corazón me zumbaba en los oídos. Los pulmones no almacenaban todo el aire que precisaba, y se me hinchaban las venas de las muñecas. La pieza 5 estaba en silencio, con la salvedad de los ronquidos de Mario. Pero la puerta de la 3 permanecía mal cerrada. Por lo que no me fue complicado entrar y tener a don Raúl ante mis ojos, con las tetas de Anabel cubriéndole la cara. El viejo se las mamaba con sonoros lengüetazos, le pellizcaba el culo y babeaba como un perro rabioso. Anabel le envolvía el pene tieso con una mano, y don Alfredo miraba la escena, bastante más relajado que su compañero.
¿Qué pasó señora Mónica? ¡Ya voy, que, según Raúl le falta poquito! ¡Chupame bien las tetas abuelito cochino, así, como un bebecito, y haceme pichí en la mano, si querés!, la oí susurrarle sin un atisbo de pudor. Don Raúl no podía moverse, pero la pija se le paraba con el sometimiento de esas tetas prodigiosas, al punto que parecía ser capaz de eyacular en cualquier momento. Pero solo se meó entre los dedos de la pibita, mientras gimoteaba que ya era suficiente, palmeándole el culo y entrecerrando los ojos, como no queriendo encontrarse con mi cara de tormenta eléctrica.
¡Ya mismo, si no querés que te eche a patadas, le cambiás las sábanas y la ropa a don Raúl pendeja! ¡Pedile ayuda a don Alfredo! ¡Y usted no se queje, que bien que se quedó mirando todo! ¡Y a vos nenita, apenas termines, te espero en la puerta! ¡Tenemos que hablar seriamente! ¡Si fuera por mí te despido ahora mismo!, le grité intentando ponerle un punto final a la situación.
¡Hey doña Mónica… no se enoje con la nena… que a mí también me amamantó con esas tetas! ¡No me diga que no son lindas!, decía don Alfredo dispuesto a colaborar con Anabel, mientras yo aguardaba en el pasillo. Los escuchaba reírse, felices y laboriosos en el cuarto. No podía apartar de mi mente las tetas de esa nena en la boca del viejo, ni en los ojitos de terror que me puso cuando la amenacé con echarla. Tuve que palpar mi entrepierna, puesto que un calor de enero implacable pareció quemarme, y me sentí una tarada al comprobar que la tenía tan mojada y caliente como mis labios vaginales. Deslicé algunos dedos en mi hueco, y me detuve apenas oí la puerta de uno de los baños. Seguro que el sonámbulo de don Pedro, uno de los que integra la pieza 2 buscaba algo para comer. Me hice la boluda, hasta que al fin Anabel salió del cuarto.
¡Listo señora Mónica! ¿Me necesitaba para algo?, dijo sonriendo con una irresponsable serenidad.
¿Así que les pegás en el pito a los señores para que se hagan pis? ¿Y les hacés la pajita? ¿Y encima te dejás chupar las tetas? ¡Esto es el colmo señorita! ¡Mañana mismo hablo con Rosalía, y veremos qué decisión toma para con vos! ¡Hasta acá llegué yo!, le dije. Mis palabras tenían el tono de una sentencia, pero mis ojos se perdían en esos melones apenas cubiertos por una remera roja escotada.
¡No doña, no me haga esto, se lo suplico! ¡Mire, a estos hombres les falta acción, y no les va a venir mal un poco de tetita, o de paja! ¡A mí no me da lástima ni asco! ¡Además, ya sé que usted no prefiere hacerlo porque, bueno, heeemm, ya me dijeron que usted, usted es tortillera!, decía subiéndose el pantalón como para que le estrangule la concha y el orto. No sabía qué proponerle. No podía hablar con la dueña para que la raje así nomás. Es que, a Rosalía no le haría ninguna gracia enterarse de mi condición. Sabía que si Anabel se veía forzada a acusarme con tal de conservar el trabajo lo haría. ¿Realmente era capaz de eso? Rosalía es una mujer religiosamente correcta, y para ella las personas de mis gustos sexuales no merecen siquiera tener un lugar en la sociedad.
¡Está bien Ani! ¡Por ahora lo dejamos acá! ¿Sí? ¡Acompañame a la 6! ¡Creo que, si no se durmieron, te están esperando Héctor y Nicanor!, le dije manoteándola de un hombro, y una descarga me hizo crujir los dedos con el contacto de su piel expuesta.
Entramos al cuarto, donde Adolfo dormía plácidamente, y Nicanor veía una porno con la tele sin sonido. Don Héctor permanecía sentado en la cama en calzoncillo, y se sonrojó al sentir las manos de Anabel en sus piernas.
¿Vieron que no soy mala? ¡Ahí se las traje señores!, dije aproximándome a la puerta para disfrutar de esa nena que me carcomía el coco. Durante unos minutos que me clausuraron el aliento, estuve escuchando los gemidos de Anabel, y unos supuestos azotes en su cola. No sabía cuál de los dos le pegaba, si ella permanecía vestida, o si sería capaz de jugar con los dos al mismo tiempo. Solo sé que me la imaginaba con las manitos meadas, las gomas babeadas y la cola moreteada por esos viejos decrépitos, y empecé a masturbarme, totalmente echada sobre la puerta, como una borracha. No paré hasta que sentí que la bombacha se me cayó a los tobillos. Es que me quedaba grande, y encima andaba de pollera. Recién entonces opté por recibir a mis nuevos orgasmos en la cocina, donde nadie podía oírme.
Por suerte ya había terminado de darme placer como una loca cuando llegó Anabel, dispuesta a tomar unos mates conmigo.
¿Y cómo estuvo eso? ¿Te hicieron renegar mucho esos tipos?!, abrí la charla mientras el agua se calentaba.
¡La verdad, no mucho! ¡Aaaah, don Nicanor dice que no tiene más cigarrillos! ¡Y, don Héctor quiere que mañana yo le ponga un pañal, y que, bueno, que lo masturbe así!, me informaba abriendo un paquete de galletitas. Cuando empezó la ronda de los mates, no pude guardármelo más, y se lo tiré de una.
¡Nena, ¿Vos te lavaste las manos?! ¡Me parece que tenés olor a pichí de los abuelitos!
Ella hizo el característico ruido del mate vacío en sus manos, y lamiendo la bombilla susurró como una erótica brisa: ¡Y eso que no me oliste la bombacha! ¡Te juro que, a veces no sé si me mojo demasiado, o me hago pis cuando me caliento tanto haciendo lo que haga con el sexo!
No me dio tiempo a decirle nada, porque enseguida agregó: ¿Y cómo te gustan las chicas? ¿Alguna vez te comiste a alguna más joven que vos?!
No sabía si era prudente responderle. Pero el fuego de mi sexo dominaba a mis labios como a marionetas de plastilina, y le expresé: ¡Me gustan desde que soy nena! ¡Me di cuenta que me interesaba más mirarle las tetas a mis primas que los pitos a mis primos, a eso de los 14 o 15! ¡Me casé porque fui una estúpida! ¡No creas que me arrepiento de haber tenido a mi hijo! ¡Y, creo que las pendejitas me vuelven loca! ¡Pero esas son las que más se te enamoran! ¡Y la verdad, hoy por hoy no ando en busca de aventuras!
Ella me escuchaba atentamente. Casi no masticaba los bizcochitos azucarados cuando le hablaba.
¡Además, ya tengo la estantería caída, y no tengo tiempo para enredarme en historias!, proseguí exponiéndole mis complejos.
¿Y vos, te besaste aunque sea una vez con una mujer? ¿Aunque sea jugando?, le interrogué sin rodeos.
¡Nooo, ni ahí! ¡A mí me gusta más la pija que el chocolate!, dijo riéndose con verdaderas ganas, y continuó hablando con un dedo en la boca.
¡Pero no digas eso, que sos re linda! ¡Bah, no sé, yo creo que te merecés una buena mina! ¡Aparte, ahora hay muchas guachas que se fijan en las cuarentonas como vos! ¡Yo tengo una amiga para presentarte! ¡Tiene 26 años, y no sabés el orto que tiene!
La conversación de a poquito me iba calentando. Me gustaba que me diera esperanzas, y que me pusiera al tanto de las fantasías de ciertas adolescentes de hoy en día.
De repente, a la vez que se quitaba la remera para sacarse el corpiño y volver a ponérsela, ya que al parecer le apretaba demasiado, se descargó: ¡Yo creo que te cambiaría el peinado! ¡No podés usar rodete con esos rulos! ¡Además, esas calzas ajustadas te quedan pintadas, como la que tenías el otro día! ¡Te marcaba re bien la cola! ¡Aunque, si yo buscara una mina, para mí sos muy flaquita y bajita! ¡Pero esos son mis gustos, y solo eso!
Entonces, empujada por el candor de mis revoluciones sexuales, apenas se levantó para ir al baño le tironeé el pantalón hacia abajo para mirarle el culo. Fue en un segundo tan minúsculo que, no llegué a procesar el impacto de mi insolencia. Pero ella se molestó, al punto que no me habló hasta el día siguiente. Con el panorama de su cola envuelta en una bombacha rosa, y el recuerdo de sus tetas bamboleándose mientras se sacaba y ponía la remera vagando en mi mente, le dediqué por lo menos una hora de paja intensa entre mis sábanas cuando me fui a dormir, un poco impulsada por la vergüenza de lo que le hice. Pensaba en su lengua lamiendo la bombilla del mate, en sus consideraciones, en lo sucia que era con los viejos, y sentía que mi piel le sobraba a mi carne envuelta en llamas mientras me masturbaba.
En la mañana, antes de firmarle la planilla le pedí disculpas, y ella las aceptó, aunque me reconoció que le incomodó mi actitud. Le aseguré que no volvería a infligir sus límites, y se ablandó como un papelito. Enseguida estuvo todo bien otra vez. Ese mismo día por la noche, la vi actuar con sus mejores luces en la pieza 5. Esta vuelta fue justo cuando yo regresaba de darles la medicación a los de la 8. La puerta estaba abierta. Así que, ni bien escuché a Mario balbucear: ¡Tenés las tetas igualitas a las de mi nieta nenita!, no entré en desconciertos ni vacilaciones. Me atrincheré al marco de la puerta para verla agachadita con una bedetina azul bien metida en la cola, con su lengua estirándose en el aire ante los ojos de asombro del anciano, y manoseándose las gomas desnudas para cargarle el glande de calentura. Cuando el hombre no pudo esperarlo más, la agarró del pelo y juntó su rostro a su delgado, pero largo y erecto pene para que la pendeja se lo devore como a un chupetín. Mario le inscribía el tacto de sus arrugados dedos en las tetas, y ella se lo retribuía con unos funestos lametones en sus huevos casi lampiños mientras le sacudía la verga, le hacía un anillito con su índice y pulgar en el tronco para subir y bajar, le tiraba su aliento para darle más calor a ese glande rojizo, y le ensalivaba el escroto con unas escupidas tan inmundas como tiernas. Todo hasta que Mario le previno con sabiduría: ¿A ver cómo abre la boquita la bebé, y se toma la mamadera del nono?!
Vi cómo los cachetes afiebrados de Anabel se hinchaban al recibir su ofrenda, y en breve la observé lamerse hasta las comisuras de sus labios, mostrándole al viejo cómo ella solita se pegaba en la cola y se encajaba esa bombacha más adentro de lo posible. Tuve ganas de aplaudirla cuando buscaba su remerita colorinche y se arreglaba el jogging saboreándose toda.
Cuando me la encontré en la cocina, una hora después, puse la pava para tomar unos mates con ella. Estaba que se dormía la pobre. Pero de repente reunió escrúpulos para averiguar: ¡Che, se ve que te gusta mirarme chupar pijas!, y se rió con la exageración de siempre. Ya le permitía que me tutee, entre otras cosas. Aunque no supe cómo defenderme o justificarme.
¡Igual todo bien! ¡No me jode! ¡La onda es que, a vos te calienta mirarme! ¿No?, agregó, dando en el blanco de mi indecencia. Le ofrecí el segundo mate, buscando las palabras para que no interprete cosas equivocadas.
¡No Ani, solo, solo me gusta mirar! ¡No sabía que te destacabas tan bien con un pito en la boca!, le dije, y nos echamos a reír juntas.
¡Es que, algunos viejis tienen unas pijas re lindas! ¡Y yo me re babeo! ¡Menos mal que no me viste hace una semana mamándosela a Ricardo, el loquito de la 2!, me confió en medio de un bostezo.
¡Qué hija de puta! ¿A cuántos más le hiciste un pete Ani?!, le cuestioné anteponiendo una postura tan endeble como mi moral. Ella suspiró, apagó su celular y dijo, luego de quemarse un dedo con la pava: ¡Solo a los de las piezas que me tocan, y a Ramón! ¡Nicanor me pidió que le haga una visita a su hermano, y bue, como me dio una platita extra, fui nomás!
Le advertí de los serios problemas mentales de Ramón, y ella me mostraba con sus manos el tamaño del pene de aquel hombre. Me estaba perturbando demasiado la osadía de esa nena. Supongo que por eso, apenas la vi vencida en el confortable sillón que siempre elegía para echarse, con el sueño posándose en su cuerpo desgastado de tanto laburo, me le acerqué sin consultarle a mis pudores. Le limpié las miguitas de pan que tenía en los labios con una servilleta de papel, temblé al notar su respiración cada vez más pesada tan próxima a mi imprudencia, le quité las zapatillas y le acomodé las manos mientras se las olía. Todavía conservaba el olor a verga del viejo, y eso me desordenaba los esquemas. Me animé a investigarla más, y permanecí un largo minuto de lujuria con mi cabeza sobre su pierna derecha. Le descubrí un olorcito a pis que me enterneció con el mismo brío que me alteró la sangre. Estuve a punto de correrle el pantalón. Pero ella pareció leer mi obsesión, y luego de carraspear su garganta me dijo: ¿Qué le pasó señora Mónica? ¿Se acordó que tenía que olerme la bombachita para ver si vine limpita a trabajar?!
Mis labios se bloquearon inservibles, intentando explicarle que solo quería despertarla para que se vaya a dormir a la cama, donde estaría más cómoda. Ella se levantó con toda la parsimonia, y dijo con una voz tan sensual como cínica: ¡Dele, no se haga doña! ¡Se le re nota que me quiere mirar la bombacha! ¡Pero, podemos hacer un trato! ¡Si vos me dejás saltar arriba de tu nene, yo te dejo mirarme toda desnuda! ¿Me promete que nunca se tocó la chucha pensando en mí?
Entonces, como burlándose de mis sentidos, salió caminando de la cocina con rumbo a su cuarto, tan decadente y lúgubre como el mío, con su pantalón sobre sus rodillas. Yo le juré que jamás hice tamaña cosa, aunque ella no me prestaba atención. Sus olores y el azul de esa tela roñosa que se perdía entre sus nalgas comestibles me llevaron al máximo de mi fiebre sexual. Esa vez volví a pajearme como una yegua, sola en la cocina. Recordé que me había dicho entre mates y puchos: ¡Es muy loco pensar que no te excita hacerle cositas sucias a los viejos! ¡Es una platita más! ¡Pensalo!
Esa noche, y otras más se sucedían impúdicas, y todas terminaban igual, o al menos para mí. Se me pasó muchas veces por la cabeza meterme en su cuarto para verla dormir, muerta de intriga por saber si se tocaba después de haberle chupado la pija al viejo de turno. Pero no quería invadirla. Soñaba con ella con la misma intensidad con la que me mojaba la bombacha si la tenía ante mis ojos, y nada me hacía tan feliz como mirarle las tetas.
Doña Rosalía estaba más que satisfecha con Anabel, y se lo decía cada vez que visitaba el geriátrico. Claro, ahí la guacha se comportaba como una señorita. Adelante mío eructaba, arrastraba los pies al caminar y hablaba con la boca llena. Una tarde tuve que salvarla porque, no estaba muy presentable con su pantalón roto en la cola, su remera manchada con mate y el tufo que destilaba su entrepierna. Rosalía no podía verla así. Además, ya le había mamado la pija a don Raúl, y se la veía muy calentita.
Al día siguiente la vi en todo su esplendor, muy sentada arriba de la verga de don Mario, en tetas y apenas con una bombacha roja, impidiendo que el hombre se la clave toda en la concha. Sentí celos. Lo admito. Pero fue más fuerte el morbo de mi rol de espectadora.
Apenas le dije desde la puerta: ¿Qué carajo hacés ahí Anabel?!, la pendeja se corrió la bombacha y le susurró a Mario haciéndose la nenita: ¡Ahora sí dame pija abu, y no pares hasta que me llenes de lechita! Y desde allí no hubo más palabras ni conciliaciones. Solo los jadeos del hombre, las escupidas y gemidos de la boca perversa de Ani, el vaivén de sus tetas impulsadas por las envestidas de sus cuerpos, y un concierto de jugos, temblores y agitaciones. El viejo parecía querer mostrarle que su erección estaba a tono con su clítoris. Ella le pedía que la agarre del culo, que se lo pellizque y le muerda las tetas toda vez que se las acercaba a la cara. La muy atrevida me guiñó un ojo con un dedo en la boca, aún exprimiéndole la pija al hombre con las contorciones de su vulva, y dijo con fatalidad: ¡Che Moni, ¿Te gusta verme así de putita, saltarina y cogiendo como una loquita? ¡Daaaleee, decí que síiii, si te encanta mirarme las tetas! ¡Pará que me encuentre con tu hijo, y me lo voy a voltear hasta que me llene toda la conchita!
En eso el viejo comenzó a maniobrarle la cintura para inundarla con su sabia fecunda, haciéndola gritar al marcarle los dientes que aún conservaba en los pezones. Anabel se bajó de esas piernas conmovidas con una elasticidad envidiable, se subió la bombacha y salió a mi encuentro con el resto de su ropa en los brazos para decirme como si nada, como si acabara de tomarle la temperatura, o ponerle una crema en las manos: ¿Tomamos unos mates?!
La noche siguiente la descubrí en la pieza 4. Justo cuando llegué a la puerta abierta como una eternidad, Ani le estaba pajeando la pija al casi inmóvil Raúl, hasta que éste le hizo pis en las tetas. Ella le concedió ese deseo después de lamerle las tetillas y el cuello. Por suerte en aquellos rincones don Raúl mantenía la sensibilidad intacta. El hombre le escupió las tetas, y se las amamantó, antes de convertírselas en una pelela. Lo terrible es que Anabel se secó un poco con una toalla, le preguntó a don Alfredo si se había tomado el Biagra, lo ayudó a levantarse y escogió su lugar para acomodarse boca arriba en la cama, con las rodillas flexionadas y las manos en la nuca.
¡Sacame la bombacha viejito calentón, y olela adelante mío!, le ordenó con los pulmones inquietos. Yo me estrujaba las tetas mientras le preguntaba a don Raúl si se sentía bien. La respuesta era tan obvia como que don Alfredo le iba a regalar una chupada de concha sin precedentes a la pendeja. Y así se lo hizo entonces. Luego de hociquear su bombacha ardiente, se hincó ante la fuente de su sexo, le besuqueó los muslos gozando de las risitas que le regalaban sus bigotes, se humedeció algunos dedos con sus flujos al hundirlos un buen rato en su vagina para hacérselos probar, y finalmente le electrificó las venas cuando le rozó una y otra vez el clítoris con su lengua de viejo zorro. Anabel gemía apresándole la cabeza con sus piernas, arqueaba su cuerpo hacia los costados, daba saltitos con su cola en la cama, se retorcía los pezones y me dedicaba algunas miradas de lujuria absoluta. El viejo decidió de repente treparse a su humanidad desprovista de decisiones, y apenas le hizo sentir la punta de su daga de carne en su vulva, se la empujó asumiendo riesgos para darle inicio a una cogida que debió escucharse en todo el predio. El viejo se mecía hacia los costados, le babeaba las gomas, le daba mordisquitos a su lengua, le sostenía las piernas para que no las estire, y justo cuando Ani empezó a deslizarle las uñas por la espalda, se dio a la tarea de colmarla con su esperma fulminante, mientras ella lo deliraba.
¡Mirá si me dejás preñada viejo sucio! ¿Te gustaría ser el papito de mi bebé?
Y se abrazaba a un orgasmo que hasta le robó algunas lágrimas. Alfredo no podía separarse de sus tetas, ni ella quería que él retire su músculo hinchado de su vagina. Pero las dos escuchamos gritos en una de las habitaciones, y debimos acudir con urgencia a semejante alboroto, una vez que Ani al menos pudo ponerse el pantalón y la remera. No era nada grave. Se trataba de un nuevo ataque de epilepsia de Ramón. El susto nos abstrajo por un momento de la calentura que ella concretaba, y que yo materializaba en ríos de flujo nadando en mi bombacha.
¿Te calienta mucho mirarme coger, no Moni?!, me preguntó en la cocina cuando la noche estaba en calma, y el mate nos volvía a inmiscuir en otra charla. Yo disimulaba mirando los avances de una película en la tele. No sabía si partirle la boca de un beso, si negarle todo y dejarla como una desubicada, o cambiar de tema rotundamente y recibirme de cagona.
Al fin y al cabo me sinceré.
¡Sí Ani, no te lo puedo negar! ¡Me fascina verte hecha una ramera con los tipos! ¡En realidad, me calentás vos! ¡Pero bueno, solo espero que no me lo tomes a mal! ¡Igual, no creas cualquier cosa, que no te voy a molestar con eso! ¡Ya te lo había prometido! ¡Es algo que me pasa mío! ¡Un problema mío! ¿Entendés?
Ella meditó un instante con gestos de incertidumbre. Dibujó una sonrisa en su rostro, y se sacó la remera.
¡Acá las tenés! ¡Mirame las tetas! ¡Total, con mirarlas no me hacés nada! ¡Tocate si querés, pero ahí donde estás!, dijo con determinación, agarrándose las tetas para menearlas, golpearlas una contra otra y pellizcarse los pezones. No entendí por qué tomó esa decisión. Pero me serví de su generosidad, y antes que pudiera arrepentirse introduje una de mis manos adentro de mi bombacha. Le tomé la temperatura a mis jugos como en una caldera, y comencé a frotarme el clítoris. Fue una experiencia única. Mis piernas se estremecían abiertas y temblorosas con mis fricciones, con mis ojos como tatuajes virtuales en esas tetas danzantes y mi boca jadeando avergonzada pero incapaz de reprimir sus jadeos, y mis oídos atentos a su vocecita que me martirizaba con sus acotaciones.
¡No seas cagona Moni! ¡Bajate la calza, que no me da asco ni nada! ¡Siempre que no me toques todo bien! ¿Te gustan mucho mis gomas? ¡Todavía tienen olor a pis! ¿Me las escupo? ¿Así? ¿Me las aprieto, como si me sacara lechita? ¡Bajate la chabomba si querés! ¡Total vos ya me viste la concha! ¡Qué lengua tiene el viejo ese mamita! ¡Casi le meo la cara! ¡Y encima me cogió re rico! ¡Así Moni, pajeate cochina, y no pares de mirarme las tetas!, decía haciéndose cargo del fuego de mi abstinencia. Se apretaba y escupía las tetas perversamente. Se olía las manos, se tocaba la cara, y se chupaba uno o dos dedos, abriendo y cerrando las piernas, mientras continuaba diciendo, ahora agravando la voz: ¡Pajeate cerda, tocate, así puta, tocate toda, calentate con mis tetas perra, quiero escucharte gemir y acabar!
Yo flotaba, deliraba, volaba de fiebre, me penetraba la vagina, me reía nerviosa, salivaba al imaginar esas tetas contra las mías, frotaba el culo en el sillón que normalmente usaba ella, y le pedía que pare de hablar por un momento. No me conocía en ese estado, y temía sobrepasarme con ella. Pero Ani no se detenía sin moverse de su silla, ni dejaba de comer pan, llenándose las gomas de miguitas, las que seguía escupiéndose para mí.
¡Era cierto! Le había visto la conchita con los vellos relucientes de fluidos, con esos labios gorditos que se me hacían deliciosos en la mente, cuando el viejo se la devoraba. A todo esto, si sumamos que ya conocía algunas brisas del aroma de su intimidad, me ardía la impaciencia por volver a mirársela otra vez.
Ani de nuevo adivinó mis pensamientos cuando replicó: ¿Querés acabar mirándome la conchita mami? ¡Pedímelo, y me bajo la bombachita si te hace feliz! ¡Hoy es tu día de suerte!
No llegué a pronunciarle nada. Ella sin mi permiso llevó su pantalón a sus tobillos, sin levantarse de la silla. Luego despegó unos centímetros su majestuosa cola del asiento, y empezó a torturarme al deslizarse lenta y suavemente la bombachita hasta las rodillas. Juro que no alcancé a fotografiarle la concha como hubiese querido, a pesar que estábamos a muy poca distancia. Es que, aturdida por mis jadeos, sus palabras, mis dedos navegantes en mi sexo y el que obraba imperante contra mi clítoris, los ojos y los labios se me apretaban para no gritar en la cúpula de un orgasmo que me sorprendió por lo desbocado, anárquico y eternamente apasionado.
De repente, todo en el aire me parecía vulnerable, caluroso, irritante.
¡Basta pendeja! ¡Subite esa bombacha! ¡No me muestres nada, y tapate esas gomas!, pude decirle, mientras volvía a la estúpida realidad que me tocaba vivir. Enseguida se rió con los ojitos brillosos, sabiéndome acabadita y satisfecha gracias a su gran colaboración, y me dijo que por hoy se iba a dormir sin bañarse, aunque estuviese con olor a pis. ¡Es que no daba más del sueño mi chiquita! Aún así quiso saber si era verdad que hace unos años uno de los viejos dejó embarazada a la hija de una empleada, menor de edad.
Al día siguiente la dejé que le dé conchita a don Nicanor, después que me contó que en la siesta se re chapó con un vecino, y que la dejó re alzada por el manoseo que le regaló. Esas fueron sus textuales palabras. Claro, con la condición de que después me chusmee todo en la cocina. Ya no tenía escrúpulos ni autoridad para impedirle nada, luego de su exhibición ante mis perversiones.
La tarde que me confesó que la cola le gritaba por sentir la pija de Adolfo bien adentro, solo le advertí que tenga cuidado, y que podía hacerlo siempre y cuando no le haga daño. Esa vez no la vi en acción, ni tampoco la noche en que se las mamó a Nicanor y a Héctor. Pero la desfachatada me mostró el corpiño y sus tetas resplandecientes de leche en la cocina, ya que cada uno le acabó dos veces allí.
Me gustaba que no me provoque inconscientemente, que no tome mis palabras con doble sentido, o que no me haga pasar calores delante de los ancianos, por más que todos conocían mis elecciones sexuales. Pero una vez, creo que por un vinito que compartimos, terminamos pajeándonos juntas, cada una a sí misma en la cocina de siempre. Ella me contaba que le había chupado la pija a su primo de 16 años en su casa antes de venir al laburo, y que don Nicanor le dejó toda la leche en la bombacha, esa misma noche. También me reveló que un martes se le sentó en la cara al paralítico Raúl para hacerle pipí en la boquita. Yo no podía ni hacerle preguntas. Las dos acabamos gimiendo como un coro de gatas en celo, y ella me confió que hacía mucho que no se masturbaba. De hecho, en un extraño momento recordó, con cierta melancolía que la última vez fue cuando tenía 16 años.
Al día siguiente doña Rosalía reunió a todo el personal para ponernos al tanto de las irregularidades, deudas y malas condiciones en las que se encontraba el geriátrico. No había dinero para insumos, pañales, medicamentos, comida y remedios de primera necesidad. Tampoco para solventar los sueldos de los empleados. Eso, sin pasar por alto el deterioro de algunas paredes, el techo de la galería principal y el comedor, las pérdidas de los grifos de los baños, y ciertos problemas eléctricos en la cocina. Los depositarios de los viejos no estaban dispuestos a pagar el incremento mensual, y el Estado no tenía respuestas inmediatas. Por lo tanto la decisión era un hecho. En una semana, el geriátrico cerraba sus puertas. No había nada que hacer. De repente, Anabel y yo nos vimos sin trabajo como el resto de nuestros compañeros, y en la calle. Pero ahora, al menos nos teníamos a nosotras. Anabel se convertiría en mi mayor objeto sexual. ¡Aquel se convirtió en mi deseo más ferviente, y nada me lo podía sacar de la cabeza! Sabía que en cuanto a lo laboral, iba a encontrar trabajo tarde o temprano, dadas mis buenas recomendaciones, mis años de servicio y mi conducta intachable. . Necesitaba complacer los bolsillos de mi chiquita! Y eso me motivó más que nada en el mundo para encontrarlo! Fin

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Comentarios

  1. ¡Hermoso! Una vez más demostrás la facilidad que tenés para hacerme sentir que estoy mirando toda la escena, y ni te cuento cómo me pones...

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    1. ¡Hola Feeeer! Gracias por ver todo lo que mis ojos, manos, y sensaciones pone al servicio de tus fantasías. Desde luego que Anabel es una insaciable provocadora. ¡Besoooos!

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