La hija del comisario


Mi padre jamás iba a sospechar que su princesa, su única hija, la bebé más linda del mundo, como solía decirme cuando me despertaba por las mañanas para llevarme al colegio, ocultaba bajo su piel de nenita perfumada a una loba insaciable, una leona sedienta de aventuras, y una desnudez dispuesta a entregarse a los hombres que él encarcelaba. Por suerte, nunca recibió quejas de mí. Siempre fui aplicada en la escuela. Mi nota más baja fue un 9 en geografía, en todo el cursado. Por lo que fui el mejor promedio, abanderada nacional, y acreedora de una beca para estudiar en la universidad que yo quisiera, durante los primeros dos años. Mi madre estaba orgullosa de su hija, y mis abuelos se emocionaban cada vez que me veían. Al punto que me regalaban dinero sin que yo se los pidiera, mientras se secaban las lágrimas por mis calificaciones. Mi madrina me dejaba usar su casa para juntarnos con mis amigos los fines de semana, y hasta en ocasiones se ofreció a cocinar para todos.
Me llamo Abigail, gracias a la actriz de una novela mexicana de la que mi madre fue fanática en los 80. A mi padre nunca le convenció del todo mi nombre, optó por decirme Bebi, o Pipina, o Abi, simplemente. Perdí la virginidad en el colegio, a los 14 años, con uno de los delegados de quinto. Fue en el baño de varones. Esa mañana me desperté con la idea fija. Había soñado que un amigo de mis abuelos de unos 40 años me cogía en el baño de mi casa. El tipo me destrozaba la ropa mientras me manoseaba, me clavaba los dedos en el culo y me baboseaba las gomas, una vez que estas bamboleaban contra su larga barba canosa. Después me hizo tocarle la pija, y en el momento que al fin me la enterró en la chuchi, decidido a bombearme contra la pared, sonó el puto despertador. Ya no podía seguir siendo la única boluda con la telita en la vagina. ¡Mi cuerpo no lo toleraba más! Por eso, en el recreo de esa mañana de jueves, me puse a provocar a ese bobo con la cara llena de granos, pero con unos brazos musculosos, una mirada dura y una cara de malo que me excitaba. Se dejó arrastrar por mis encantos, ni bien le comí la boca en el patio. No se me hizo tan difícil, porque al pibe le gustaba hacerse ver con las pendejas delante de sus amigotes, uno más pajero que el otro. Cuando le mordisqueé la oreja le susurré: ¿Te va un rapidito en el baño?
El pibe ni se lo pensó. Caminamos con prisa al baño, dejando plantados a todos los giles que no entendían nada, ni bien nos terminamos una coquita, y ya adentro, en medio del silencio, me subí la faldita colegial, y apoyé mis manos en una de las mesadas de las piletas, con el fin de enseñarle toda la personalidad de mi culo redondo y bien parado, que se comía con creces mi bombachita roja de nena. Se la meneé un poquito, y lo dejé que me lo azote tres veces. Hasta que me agarró de las muñecas y me metió en uno de los cubículos, tal vez perseguido por si alguien entraba y nos veía. Él se jugaba mucho su prestigio de delegado, y primer escolta de la bandera nacional.
Todo fue rápido, frenético y asfixiante. De repente, mi mano le envolvía la pija desnuda, subiendo y bajando por todo su grosor, haciendo que su músculo se tense y ensanche aún más, mientras él me desabrochaba la camisita, me tironeaba la corbata y me rasguñaba las tetas. No le puso el mínimo empeño para desprenderme el corpiño. De pronto empezó a mordisquearme los trozos de teta que sobresalían del corpiño, el que me babeaba presuroso, jadeando por el contacto de mi mano nerviosa en su verga. ¡Era la primera vez que tenía un pito en la mano!
¡Así bebé… apretame la chota… tocame bien la pija nenita… que ya te la voy a enterrar en esa concha calentita que debés tener!, me dijo ansioso, descontrolado y poco sutil, logrando que mi bombacha resbale hasta mis tobillos. En ese momento entraron dos pibes al baño. Los escuchamos hablar del culo de una piba, después de River y Boca, encender un cigarrillo, y luego, al menos a uno de ellos mear como si nunca lo hubiese hecho con tanta libertad. Nosotros nos quedamos quietos para no delatarnos. Pero mi mano seguía estimulándole el pito.
Apenas los oímos marcharse, él me apretujó contra la pared, ya sin poder resistirlo más. Me pidió que me sostenga la falda por encima de la cintura con las manos, me re manoseó el culo con algunos pellizcos, y de pronto, me ensartó la verga en la concha, de un empujón inesperado que me hizo ver las estrellas. Grité, primero sin querer hacerlo, y luego más fuerte cada vez, a medida que su pene profundizaba sus movimientos. Le mordí la mano con la que intentó taparme la boca, y de mis ojos brotaron lágrimas tan calientes como mi deshonra. Me dolía, pero cada vez menos. Cuando quise acordar, justo cuando empezaba a disfrutar de sentir esa verga adentro mío, el pibe empezó a ponerse pálido, a contraer la mandíbula, a decir que era una putita hermosa, y, como era de esperar, a largar una estampida de semen con la que parecía querer perforarme hasta el útero. ¡Obvio que nunca le dije que me había desvirgado! Aunque supongo que lo notó por la sangre que se llevó en el glande! El timbre del recreo sonaba absurdamente, mientras él se metía el pito adentro del bóxer, me dejaba sola en ese baño asqueroso, desvirgada, con la bombacha en los tobillos, y con las tetas llenas de chupones, porque, al fin había conseguido correrme el corpiño mientras me poseía. No sé cómo hice para salir del baño sin ser vista. Cuando él me abandonó, había muchas más voces de varones que meaban y se reían de boludeces-
Los días empezaron a pasar, y, aunque el delegado me cortó el rostro todas las veces que intenté contacto visual con él, yo había adquirido nuevas aventuras. Una vez que me rompieron la telita, sentía que no podía pensar en otra cosa que no fuera en pijas adentro de mi vagina. Sin embargo, luego de casi dos años de coger con pibes de mi edad, o como máximo de 18, empecé a notar que a veces me quedaba con ganas. Tal vez fuera porque ellos acababan muy rápido, o no me esperaban, o porque yo no lo hacía muy bien que digamos. Entonces, todo en mi vida cambió desde que mi padre, el comisario Rinaldi, me dejó visitarlo en su oficina, a la salida del colegio. Fue fortuito. No había nadie en casa, y yo había perdido la copia de mis llaves.
¡Venite a la comisaría Pipi, que de paso comemos algo acá! ¡Yo después te llevo a casa!, me dijo papá por teléfono, siempre dispuesto a sacarme las papas del fuego. Lo bueno es que mi colegio privado quedaba a dos cuadras de la comisaría. Por lo tanto, a eso de las 2 de la tarde, ya comíamos unas pizzas con agua mineral en su pequeño recinto.
¡Hoy salgo a las 4 Abi! ¡Así que, si tenés deberes, podés aprovechar el tiempo acá, hasta que nos vayamos!, me dijo, antes de devorarse la última porción de pizza. Yo sabía que echaba de menos una cervecita fresca, porque hacía mucho calor. Pero él siempre fue responsable, y jamás bebió en el trabajo, como sí lo hacía el Tano, el armatoste que custodia los calabozos. Mi padre a veces se ponía furioso con él por ese tema.
Como no tenía tarea, de inmediato nos pusimos a hablar de los tipos que estaban en los calabozos. Mi padre tenía ante sí una inmensa carpeta llena de fotos, anotaciones, firmas, y cosas aburridísimas.
¡A este lo agarraron por robo de autos! ¡A ese gordito, por arrancarle la cartera a una anciana! ¡Y al rastita, por fumar porro en la plaza! ¡Pero todos estos ya están sueltos!, me explicaba mi padre, señalándome sus respectivas fotos con un dedo.
¿Y a éste, por qué lo guardaron?, le pregunté, indicándole a un pelado de unos 40 que tenía un tatuaje en un brazo.
¡Este, manoseaba a las pendejas, y al parecer, con una se le fue la mano! ¡La raptó cerca de un colegio, se la llevó a una arboleda cercana, y la obligó a practicarle sexo oral, apuntándole con una pistola! ¡Encima era de juguete! ¿Podés creer? ¡Creo que mañana se lo llevan al penal de Campana!, dijo mi padre, con un dejo de impotencia en la voz.
¿Y a ese, todavía lo tienen acá?, le pregunté. No sé con qué intenciones. Pero sentí que un subidón imperfecto me abrazó la vagina, y enseguida se me llenó la boca de saliva.
¡Sí, está en el calabozo! ¡Estamos esperando que llegue un papelerío del juzgado, para trasladarlo, creo que a Sierra Chica! ¡Todo es una burocracia insoportable en este país hija!
Mi padre releía unos informes, y de vez en cuando opinaba para hacerme partícipe de sus pensamientos. Hasta que recibió un llamado telefónico muy breve. Enseguida se puso en pie, y llamó de un grito al Tano, que no tardó en entrar a la oficina.
¡Escuchame negro, tengo que ir a la villa! ¡Parece que detuvieron al Chapita, el narco de La Tablada! ¿Te acordás de ese caso?
El Tano buscó en su cerebro, y luego asintió con la cabeza.
¡Necesito que te encargues de recibir unos papeles del juzgado, de enviarle un fax al fiscal, y que me imprimas ese informe! ¡Te dejé todo anotado en la carpeta verde! ¿Podrás con todo?, le explicó mi padre mientras tomaba su arma reglamentaria, un maletín y sus cigarrillos, acomodándose la camisa.
¡Aaaah, ella es mi hija, Abigaíl! ¡Vos esperame acá Abi, que vengo enseguida! ¡Supongo que en una hora, y ya nos vamos!, dijo mi padre, mientras el Tano lo dejaba tranquilo diciéndole que se haría cargo de todo. Mi padre abrió la puerta y salió como un demonio, dejándome sola con ese hombre. Creo que transcurrieron 10 minutos, sin que ninguno dijera nada. Yo dibujaba en una hoja, y contestaba algunos whats de mis amiguis. El Tano hacía muchas cosas a la vez, cuando de pronto me dijo: ¿Recién vení del colegio vo?, comiéndose todas las eses que podía.
¡Si, pero como perdí mis llaves, me vine para acá!, le dije, suponiendo que no estaba bien que una menor de edad permanezca allí, y para no causarle problemas a mi padre. El Tano entonces me miró sin disimular una cara de baboso pervertido, sacudiendo mi estabilidad, como si me diera un latigazo en las piernas, y estas se aflojaran de toda gravedad, por más que estuviese sentada.
¡Señor… disculpe… pero, necesito ir al baño! ¿Por dónde queda?, le pregunté, casi por inercia, poniéndome de pie.
¡Una vez que salís de acá, cruzás todo el pasillo hasta la puerta grande del patio, y justo al lado de esa puerta, a la derecha están los baños! ¿Quiere que la acompañe?, se ofreció de pronto, volcando un lapicero al suelo. Yo le dije que no hacía falta, y salí de la oficina pisando fuerte. Una extraña corazonada me acompañó todo el camino, y yo no sabía silenciarla. Consciente que no necesitaba un baño, y que todo lo que quería era salir de la mirada del Tano, caminé por el pasillo vacío, abrí la puerta del patio, y entonces, di con ellos. El sol ardía en cada baldosa despintada del suelo, encandilando a los hombres que aguardaban en sus calabozos. Apenas puse un pie allí, algunos me empezaron a silbar, y otros a decir guarangadas. A mí me calentaba oírlas. En ese momento tenía 16 años, y aún conservaba el uniforme de colegio, cosa que los enloqueció todavía más. Había al menos siete tipos, entre algunos calabozos deshabitados, y un fuerte olor a pis, pucho y alcohol. Yo los miré haciéndole caritas sexys, pero sin hablarles. Me chupé el dedo ante uno de aspecto duro y ojos amoratados, supongo que por los golpes que le dieron los canas. Me levanté la falda para moverle la cola a un moreno con cara de malo, que casi logra tocarme por entre la reja, ¿Y hasta le lamí un dedo al más pendejo de todos! De pronto, esos tipos conocían mi bombachita celeste con dibujitos, y eso me extasiaba! Y, de repente lo vi, con su tatuaje mal hecho en el brazo izquierdo. El tipo sonriente de la foto que me mostró mi padre, aquel que puso su pene en la boca de una estudiante. Me acerqué, le tiré unos besitos con ruido, y me arrodillé ante su reja, diciéndole: ¿Así que vos sos el que les da la mamadera a las nenas, y las apunta con un revólver de juguete? ¿Tu pija también será de mentirita?
Inmediatamente el tipo despegó los labios  para hablar. Pero yo me le adelanté.
¡Dale papi, sacá la pija, y pegate bien a la reja, y vamos a ver si sos tan macho!, lo provoqué. El tipo tardó en reaccionar. Pero, justo cuando ya pensaba en ir a visitar a otro detenido, se bajó el pantalón y el calzoncillo, exponiendo una pija pequeña, todavía no erecta del todo. Al menos yo tenía la esperanza que fuera así. La sacó por un hueco de la reja, y le di un par de lamiditas a su glande rojizo. Pero no se le paró más que eso.
¡Me parece que con este manicito, esa pobre chica se murió de hambre mi amor!, le dije con sorna, antes de envolver su glande hinchado con mis labios, y comenzar a succionarlo, saborearlo y lamerlo, bajo las atentas miradas de los tipos que llegaban a verme actuar. Pero aquello duró tan poco que, no llegué siquiera a disfrutarlo. Apenas le dije: ¿Te gusta que una putita te mire a los ojos mientras te saca la lechita papi?, el idiota empezó a retorcerse, grotesco y jadeante, a la vez que me largaba un chorrazo de semen en la boca. Por suerte no desperdicié ni una sola gotita. Debía recordar que los infelices que abusan de las chicas son precoces, estúpidos, de pijas chiquitas, y tan dóciles cuando los apurás, que dan pena. Entonces, de inmediato recobré la realidad. Si el Tano me veía, o algún otro vigilante, o si mi padre llegara justo, y yo arrodillada con semen en la boca, ante la reja de un abusador, sería un escándalo. Por eso, me fui tan rápido a la oficina de mi padre, que casi no escuché lo que todos me gritaron. Aunque era clarísimo que todos querían un ratito de mi boca fiestera.
Mi padre llegó a la media hora, y el Tano ni se enteró de mi excursión por el patio prohibido. Pero, a la semana siguiente, volvía a visitar a mi papi. Yo se lo había prometido. Le llevé unas facturas y una gaseosa. Ese día no hubo clases, pero tuve que ir al centro a sacar fotocopias, y a devolver un libro de la biblioteca. Así que pasamos toda la mañana juntos en su oficina. Hasta que, un rato antes del almuerzo, el Tano lo vino a buscar para firmar unos papeles en la otra comisaría cercana. Sabía con toda seguridad que habría otros policías vigilando el patio. Pero mi imprudente adolescencia me arrastró a espiar otra vez a los tipos de los calabozos. Cada vez que pensaba en todas sus pijas rodeándome la carita, sentía que se me separaban los labios de la vagina, y que me mojaba de a poquito. Ese día estaba con sandalias, y como tenía las uñas de los pies pintadas de rojo, me sentía más perra que nunca. Habitualmente me las pinto de rosa.
Les cuento que soy bastante femenina, según mis amigas media cheta para hablar, y que soy de sonreír mucho. A veces por pavadas. Tengo el pelo largo y lacio, casi hasta la mitad de la espalda, ojos marrones y tiernos, unos labios muy rosados y finos, generalmente delineados, y un buen carácter. Soy flaquita, y creo que llego al metro 70. Según mis compas del cole tengo unas lindas tetas. Aunque yo sueño con tener una cola más paradita y voluptuosa. Esa tarde llevaba puesta una remera con breteles, y un short de algodón clarito y apretado. Debajo de la remera tenía un corpiño rojo pasión, y apenas recordé que mi bombacha estaba repleta de dibujitos, se me antojó jugar a la modelito. Me paré en el medio del patio para sacudir el pelo, mirarlos con un dedo en la boca, y sonreírles cada vez que se me caían hilitos de baba del mentón. Sentía temblores irracionales en el abdomen, cuando pensé en bajarme lentamente el short, y al fin lo llevé a cabo para que una silbatina de machos en celo me aturda. Entonces, los chisté para que se callen. Si alguien los escuchaba, seguro no tardaría en aparecer un monigote con cachiporras, para averiguar el origen de tanto alboroto. Una vez que se quedaron en silencio, aunque sin omitir palabritas sucias por lo bajo, empecé a pasearme con calma, pegando mi cola por las distintas rejas, para que sus dedos al menos alcancen a pellizcármela. Uno de ellos me tironeó la bombacha, y esa fue la señal que mi cuerpo necesitó para ponerse en situación. Cuando me di vuelta, vi que se trataba de un pendejo de corte rollinga, con un aro en la ceja, remera de Los Redondos, flacucho y medio tuerto. No llegaba a los 20 años.
¿Y a vos, por qué te trajeron bebote? ¿Te portaste mal con mamá? ¿Le choreaste a un comerciante? ¿Mataste a alguien? ¿O, solo te pusiste en pedo, y manoseaste a una guachita?, le decía con una mirada acusadora, arrodillada frente a su reja despintada, mientras los demás lo deliraban, sin elevar la voz.
¿Y vos, de dónde saliste guachona? ¿Qué mierda te importa lo que hice, o dejé de hacer?, me contestó con mal genio.
¡Bueno, vos te lo perdés taradito! ¡Además, pensándolo bien, prefiero un tipo que sepa usar la pija para algo más que para pajearse, o hacer pipí! ¡Chau bebé!, le dije implacable y convencida, alejándome de su reja para arrodillarme en la siguiente. Allí aguardaba un flaco alto, de unos 40, fumando, en cuero y revoleando los ojos. Con ese no me fue tan difícil.
¿A vos, por qué te retienen acá?, le pregunté, todavía sin subirme el short, con una mano apretada entre las piernas, y la otra revolviéndome el pelo.
¡Soy chorro mamita! ¡Y si no salgo a afanar, mis pibes no comen!, me dijo, ahora atravesándome las tetas con su mirada turbada.
¡Dale, mostrame la verga, y acercate si querés, y te saco la lechita! ¡Vos te lo merecés más que el pendejo de tu vecino!, le dije, mientras el tipo se bajaba el pantalón empapado. Evidentemente lo habían manguereado, además de molerlo a palos. Todavía le dolía la mandíbula al pobrecito. Ni bien el glande de su pija asomó por la abertura de la reja, estiré mi lengua para tocárselo, y tirarle mi aliento. El tipo se estremeció, al punto que se le escapó, como del fondo de sus entrañas: ¡Dale putita, comete toda mi verga mami!
No tenía razones verdaderas para hacerme desear. Era una pija ancha, con una leve curva hacia la derecha, surcada de venas y con un olor delicioso a hombre caliente. Yo misma le introduje un mechón de mi pelo por la reja, para que él me amarre, y entonces, comience a cogerme la boca, ya que su erección era más impresionante cada vez. Le escupí la cabecita, se la olí frotando mi nariz en todo lo que pude de su cuero tenso, se la apreté con los dedos, y hasta se la mordía cuando me decía que era una peterita de mierda. El hijo de puta lograba que mi garganta resonara en el eco del patio cuando su pubis golpeaba la reja, y mi clítoris amenazaba con explotar si no lo atendía pronto.
¡Dale papi, cogeme la boquita, dame leche, que seguro tu ñora debe estar cogiendo con otro ahora, dejándose culear por un chorrito como vos!, le largué, improvisando, muerta de calentura, justo cuando me saqué su pija de la boca, solo para tomar aire, y luego volver a engullirla. Pero apenas la retuve un ratito entre mis dientes, chasqueando mi lengua contra su glande y empapándola con mi saliva, sentí que sus latidos se aceleraban, y eso le dio paso a una lluvia de semen que, por el impacto, la fuerza y la cantidad llegó a salpicarme hasta las gomas. Me hizo doler el cuero cabelludo cuando me tiraba del pelo para acabarme lo más adentro que pudiera de la garganta, y entonces, una vez que su pija se convertía poco a poco en un pene más del montón, me puse a rejuntar sus gotas de leche de mi cara, mi cuello, las tetas y la panza para chuparme los dedos, sabiendo que los demás me observaban incansables. Al mismo tiempo que me acomodaba el short, veía que el pendejo que me rechazó, ahora se pajeaba con la pija al aire., y me colaba un dedo en la vagina para comprobar lo caliente de mi sexo, tan primitivo como mi rebeldía. Cuando ya estuve totalmente vestida, descubrí que casi todos se acogotaban la verga, y eso me puso más loquita. Esa vez tuve que correr al baño para masturbarme, así de sucia como estaba. Después me lavé las manos, la cara y los dientes, y volví a los cuidados de mi padre, con quien regresamos a casa a la media hora. Claro que no se dio cuenta de nada, porque había llevado una camperita para cubrir las manchas de semen que atesoraba mi remera.
Pero por la noche, ya desnuda en mi cama, donde intentaba conciliar el sueño, mi lengua me martirizaba recordando la textura de esa pija cargada de presemen, mala vida y promiscuidad. Necesitaba más. Tenía que animarme a más con esos tipos inaceptables por la sociedad. Por eso, como el viernes siguiente salí antes del colegio, porque no tuvimos inglés, fui a la casa de mi mejor amiga para cambiarme, con la idea fija en visitar a mi viejo. A ella le dije que tenía que pasar por lo de mi tía. Sin embargo, mi papi no estaba en la oficina. En su lugar, el Tano hablaba por teléfono, muy echado en la silla, con dos latas de birra en el escritorio. Una ya estaba vacía. Cuando entré, tras anunciarme con unos toques a la puerta, el tipo me señaló una silla para que me siente y lo espere. Mientras seguía hablando, anotaba en un cuaderno lo que, indudablemente, era la denuncia de una mujer golpeada, o algo por el estilo. Sus alaridos llegaban con toda claridad hasta mí, por lo que el Tano se alejaba varios centímetros el auricular del oído. Cuando al fin la mujer colgó, él guardó el cuaderno en un cajón, se levantó de golpe, y luego de ponerle cerrojo a la puerta, volvió a sentarse. Esta vez me miraba como si lo hiciera por primera vez. Buscaba algo en su celular, y movía los labios, suspirando
¡Tu papito no viene hoy! ¡Tiene franco! ¿Pero, en qué te puedo ayudar?, me dijo con amabilidad, aunque su sonrisa se ensanchaba cada vez más peligrosa.
¡Qué boluda! ¡Me había olvidado que hoy no no venía! ¡En realidad, tenía que preguntarle algo, más bien personal! ¡Pero, bueno… si no está, mejor voy a mi casa, y hablo con él allá!, decía mientras me levantaba. Algo presagiaban mis sentidos que mi mente no decodificaba del todo.
¿Necesitás ir al baño?, me dijo, y de inmediato me quedé inmóvil.
¡Sentate nena, haceme el favor! ¡Me parece que vos y yo vamos a tener una charlita! ¡Yo no soy ningún salame! ¿Me entendés? ¡Y no pongas esa cara, que sabés a lo que me refiero!, se descargó, empleando un tono áspero y cortante. No supe cómo replicarle. La verdad era que, no tenía idea dónde quería llegar.
¡Mire, me tengo que ir!, se me ocurrió defenderme. Pero él me habló con una calma que me intimidaba.
¡Sentate ahí chiquita, que hasta no mostrarte lo que hiciste, no te vas a ningún lado! ¡Es más, puedo enviarle a tu padre todas las evidencias que tengo, y ahí te quiero ver!, se expresó, fulminándome con la mirada.
¡Por si no lo sabías, acá, y en todas las comisarías, hay cámaras ocultas, por todos lados!, dijo entonces, aprovechando mi silencio, mientras se ponía en pie. Caminó hasta mí, se arrodilló a mi derecha, y apoyó una de sus manazas en mi pierna. Me la sobaba torpemente, a la vez que su otra mano ponía ante mis ojos la pantalla de su celular, donde una chica le chupaba la pija a un tipo, a través de la reja descascarada y oxidada de un calabozo.
¡Mirate nena! ¡No me digas que no sos vos, porque el parecido es asombroso!, me decía, salpicándome con su saliva al hablar, despidiendo un sádico aliento a cerveza, cargado de vanidades. ¡Para colmo, no sólo podía verme! Escuchaba con toda claridad mis arcadas, lametazos, besos con ruido, y mis palabritas obscenas.
¡Mirala vos a la hija del comisario! ¿Te calientan los presos? ¿Te gustaría garcharte a uno de ellos?, me preguntaba, levantándome apenas la pollera con un dedo me tenía acorralada. Si mi padre se enteraba de esto, ya podía prepararme para castigos severos, sermones interminables, y tal vez para convertirme en la vergüenza de la familia, en la sucia inmoral, en la putita del barrio, y vaya a saber cuánto más.
¡Yo te ofrezco una solución! ¡Siempre y cuando, estés, digamos, interesada en salvar tu reputación!, dijo de pronto el Tano, mostrándome ahora el video en el que peteaba al cuarentón. Supongo que ablandó el tono de su voz cuando vio que me resbalaban unas lágrimas silenciosas por la humillación, y entonces me puse a sollozar sin más.
¡No te confundas conmigo nena! ¡Yo no les creo a las que se hacen las santitas para pasarla bien! ¡Si vos querés que tu papi no es entere que te gusta mamarles la pija a los delincuentes, escuchame, y decidí qué querés hacer!, me dijo, antes de bloquear su celular y dejarlo en el escritorio.
¡Tengo un amigo que, cuando le mostré el video, quiso saber quién eras! ¡Obvio que no le dije que sos la hija de Rinaldi! ¡Así que, la cosa es simple! ¡Yo ahora lo llamo, y vos se la chupás, acá, en la oficina, que es la única que no tiene cámaras! ¡Aaah, y bueno, me olvidaba… obviamente, si a mí se me antoja un pete, o echarte la lechita en la cola, o en la concha, tenés que dejarte! ¿Te va?, sentenció con petulancia.
¡Te doy 5 minutos para pensarlo!, agregó luego, regresando a la silla de mi padre, con el pecho erguido y su morbosa cara, más feliz que nunca. Mi cerebro estaba sumido en tamaño estado de shock que, solo tuve tiempo de decirle que sí, que estaría dispuesta a cualquier cosa con tal que mi padre no sepa nunca de mi comportamiento de putona. No podía pensar. Respirar me hacía doler las costillas. Mis lágrimas parecían pesados gotones de barro sobre mis pómulos. Sentía una fuerte presión en la cabeza, y tenía la boca tan seca como un desierto. Pero al mismo tiempo sentía que mis labios vaginales celebraban una fiesta bajo mi bombacha, y que mi cola se merecía un poco de acción.
¡Así me gusta gurisita! ¡Sabía que iba a ser re fácil tenerte en la palma de mi mano!, decía el Tano, mientras marcaba un número telefónico, y luego hablaba socarronamente con alguien.
¡Che, pistola, venite para acá, que ya está todo arreglado! ¡Pero ya, así la liberamos rapidito, y temprano!, dijo brevemente, y colgó. Entonces, quizás cuando empezaba a calmarme, alguien golpeó la puerta con urgencia. El Tano se levantó para abrir, y entonces, un tipo de unos 50, con algunos moretones en la cara, calvo y de bigotes, comenzó a manosearme las tetas, mientras el Tano volvía a encerrarnos.
¡Ahí la tenés mono! ¿Qué me decís? ¡Ta riquísima la guacha!, mascullaba el Tano, cerrando la única ventanita que daba a la calle.
¡Mi amigo se llama Horacio, y es el encargado de vigilar los calabozos! ¡Dale negro, acariciale bien las tetitas, que esta no es ninguna villera, de esas que vos solés frecuentar!, decía el miserable del Tano, ahora casi tumbado en la silla, manoseándose el paquete. Entretanto, Horacio me tapaba la boca con una mano, me apretaba la nariz como si quisiera sonarme los mocos, y hurgaba con su otra mano por adentro de mi corpiño.
¡Está re suavecita la pendeja!, decía el tipo, intercambiando miradas y gestos con mi entregador. Entonces, justo cuando quise gritarle algo como: ¡Suélteme!, o: ¡Le voy a contar todo a mi padre!, el tipo se emocionó el doble. En un arrebato furioso me sacudió del pelo, me abrió la boca con uno de sus rollizos y mugrientos dedos, mientras me juraba: ¡Tranquilita nena, que ya te voy a dar la lechona… pero por ahora chupame el dedo, así te entretenés un poquito!, jugando con mis pezones, ahora desnudos, ya que me había dejado la remera en el cuello. Un par de veces tironeó de ella, simulando ahorcarme por momentos. De pronto, escabulló su mano por adentro de mi pollera negra elastizada, y se encontró con mi vulva para masajearla, sobarla y recorrerla con sus dedos sobre mi bombacha. Las piernas se me abrían sin la necesidad que me lo pida.
¡Uuuuy, mamiiiita, tiene toda la concha babosita la nena!, le dijo al Tano, y de repente, empezó a deslizar mi bombacha hasta mis rodillas. El tipo se agachó, me besuqueó las piernas mientras me quitaba las sandalias, me obligó a arrodillarme sobre la silla en la que estaba sentada, me subió la pollera y me dio tres chirlos en la nalga derecha. Escuché que el Tano se levantó para acercarse a mí. Pero después supe que solo fue para recibir mi bombacha de las manos de su amigo, ni bien éste me la quitó para olerla ante mis ojos ensoñadores, mordiéndose los labios, supongo que para evitar pasarle la lengua.
¡Acá la tenés Tanito! ¡No se puede creer lo hermoso que es el olor a concha de estas pendejas!, decía el hombre, cuando el Tano retornaba a su silla con mi bombacha.
¡Y ni te cuento cuando andan con ganas de putonear, como ésta nena!, murmuró el Tano, considerablemente excitado, al tiempo que Horacio me acariciaba la cola con una mano, y buscaba penetrarme la chucha con un dedo de la otra. No era delicado, y eso me atontaba, al punto que no quería resistirme, ni gritar en busca de ayuda. Cerraba los ojos para disfrutarlo todo, cuando quizás debía tenerlos bien abiertos. El teléfono sonó de repente, pero el Tano lo desconectó sin pensarlo dos veces.
De pronto el tipo me hizo bajar la cabeza de un fuerte tirón en el pelo, sin que me suelte del respaldo de la silla. Casi me hago pis encima cuando, sin más, puso ante mi cara roja de vergüenza, humillación y calentura una poronga erecta, gruesa y con un glande aún más ancho, reluciente de jugos pre seminales, que renacía entre los vellos de dos grandes huevos sudorosos.
¡Ahí tenés bebé! ¡Tomate toda la mema… dale chiquita… y nada de poner carita de asco!, me dijo mientras golpeaba mis labios cerrados con la punta de su pija. ¿Qué otra cosa podía hacer? Luego de tocar el orificio de su cabecita, y de notar cómo el tipo se estremecía de goce, empecé a lamerle toda la verga, a besuqueársela, dejándole cortinas de baba colgando del tronco, a olerla como poseída, a gemir sin proponérmelo, y a rodearla tímidamente con mis dedos fríos por los nervios. Encima, oía al Tano sacudirse la pija, aunque no podía verlo. Pero podía jurar que olía una y otra vez mi bombachita húmeda, repleta de estrases azules en la parte de adelante que se perdían en el triangulito de la vagina.
¡Dale chiquita, dejá de boludear, y empezá a comerte mi verga! ¡Me dijeron que sos muy buena ordeñando pitos con la boquita! ¡Vamos!, rugió el hombre que tenía en frente, quien ahora me restregaba sus bolas en la cara y se apretaba la chota, como si fuese un pomo de crema, del que cada vez emergían más líquidos seminales. Ni bien ese pedazo de carne, o al menos la mitad de él, ingresó en mi boca, no pude dejar de succionarlo, conducirlo hasta el inicio de mi garganta, usar mi lengua y dientes para lamer y morder cuando lo creía necesario, y a tener arcadas, ganas de toser, estornudar y vomitar a la vez. De hecho, por momentos él no me permitía expulsarla, aún cuando sentía mis latidos apurados en mi cuello porque, me faltaba el aire. Solo me dejaba cuando quería escucharme eructar, o hacer gárgaras con mi saliva y sus jugos, o cuando me preguntaba cosas como: ¿Te gusta la verga mocosa? ¿Querés la lechita zorra?, y yo le correspondía frases como: ¡Síiii papiii, la quiero todaaaa, atragantame de leeecheee, que estoy zarpada en trola, y me pica la cola de calentura!
Supongo que esas palabras fueron su punto de partida. Cuando volví a tener noción de mi integridad, ya que durante un largo minuto,, o el tiempo que haya transcurrido, estuve con mi garganta llena de su pija, el tipo me bajó de la silla casi sin esforzarse, me abrió las piernas y me revolvió literalmente la concha con dos dedos, además de chuponearme las tetas, sin una pizca e cariño, pero con una tenacidad que me hacía temblar y flotar sobre mis pies.
¡Mirá todo lo que te mojaste putita… se nota que te gusta mamar pija guacha!, me decía luego, una vez que me desprendió el corpiño para arrojárselo al Tano, quien de inmediato empezó a pasárselo por la verga desnuda. Cuando lo vi bien, tenía mi bombacha aferrada entre sus dientes, de uno de los elásticos.
¡Vamos pendeja…              ! ¡Siempre supe que las que usan la pollera re cortita, como vos, es porque quieren pito por el culo todo el día!, me dijo luego, empujándome contra una pared repleta de fotos. Entre ellas, reconocí la del pendejo, y la del gordo violador. Me hizo apoyar las manos en la pared, me levantó la pollera, y se agachó para mordisquearme las nalgas un buen rato, mientras se sacudía el ganso. Entonces, sentí su lengua ascender y descender por la división de mis glúteos, su olfato olerme con desenfreno, y sus bigotes hacerme cosquillas en la piel. Cuando la punta de su lengua rozó algunos segundos mi ano, instintivamente le tiré la colita para atrás, y él me separó las nalgas para escupirme con violencia un par de veces.
¡Tenías razón Tano… esta guacha no anda con el culo sucio, pero lo tiene estrenadito! ¿O no bebé?, me expuso acertadamente Horacio, a segundos de incorporarse del suelo, colocar su cilindro de carne entre mis nalgas y empezar a pajearse enceguecido. Entonces, comenzó a apretarme los pezones entre pellizcos y jadeos, a medida que acomodaba de a poco su glande en la entrada de mi agujerito afiebrado. Sentía su cuerpo transpirado sobre mi espalda, y sus otros dedos buscar mi clítoris en mis labios vaginales para frotarlo. Sin embargo, cuando ya no me cabía ni una sola sensación en la sangre, su glande empujó dos veces con fiereza, y de repente, en un último golpe menos paciente que los anteriores, un buen pedazo de su verga se enterró en mi culo. Grité, escupí en el suelo, inscribí en las paredes el desaliento de mis primeros sufrimientos, y cuando menos me lo esperaba, empecé a pedirle más, que no pare por nada, que me apriete las tetas, me zamarree y que me meta los dedos en la concha. Horacio me envestía haciendo que sus huevos golpeen contra mí, para que su pija avance un poquito más, y para que algunos pedos se me desborden por la fricción y las empujadas. Su dedo estimulaba mi clítoris cuando lo encontraba, su aliento me humedecía la nuca, su respiración lo impulsaba a penetrarme más y más, y al menos tres veces su lengua me lamió detrás de las orejas, el cuello y los hombros.
¿Te gusta chiquita? ¿Viste cómo tu colita se la come toda? ¡Te encanta por el orto guachita sucia! ¡Te morís por una culeada todo el día!, me aseguraba, trepado a un ritmo violento, irrefrenable. Hasta que de repente, y obviamente sin consultármelo, me dio vuelta para que mis ojos mareados se encuentren con los suyos, y mientras su boca huracanada me sorbía uno de los pezones, me decía: ¡Ahora te voy a largar la lechona en la concha bebé, para que te vayas con pija por todos lados!
Fue tan repentino que no tuve reacción. Yo tenía la concha tan lubricada que, tal vez me entraban tres pijas en ese momento. De modo que, enseguida estaba sentada arriba de él, que se había sentado en la silla de mi padre, ni bien el Tano se la cedió. Yo lo cabalgaba, me movía en libertad, sabiendo que mi concha se comía cada centímetro de esa poronga cada vez más cerca de obsequiarme mi merecido, y revoleaba los pies como una bebota muerta de risa,  con la cola paspada por el pañal. Gemía imprudente, le rasguñaba los hombros, le escupía el pecho y le chupaba los dedos cuando me los metía en la boca. Hasta que, al mismo tiempo que le decía, haciéndome la tonta: ¡Dale papi, dame toda la lechita malo, que mi conchita tiene mucha sed, y los nenes del cole no me la dieron esta mañana!, un sacudón lo llevó a un concierto de jadeos como los de un animal salvaje, a hacerme dar pequeños saltitos sobre su pubis para que su glande presione el tope de mi interior, y para que en breve, una tormenta seminal me invada por dentro, sin reservas ni preguntas. Parecía que no terminaba de acabar jamás, incluso ya cuando algunos chorros de semen me brotaban por las piernas. Entonces, luego de permanecer un rato bien empaladita sobre su pija, la que de a poco iba retrocediendo en volumen y grosor, Horacio me empujó de la espalda con sus dos manos, para que caiga como caiga al suelo. De hecho, caí en cuatro patas, ya que me tomó por sorpresa su actitud. Ni le importó que me dolieran las rodillas.
Ahora todo iba recobrando un absurdo realismo, lentamente, como si aquello hubiese sido un sueño. ¡Pero no podía serlo! El Tano, al que antes había escuchado gimotear mientras Horacio me empomaba por la concha, ahora estaba vestido, con el rostro triunfal y sonriente, aunque indiferente.
¡Dale putona, vestite, y andate a la casa! ¿No tenías que hablar con tu padre vos?, dijo de repente, revoleando mi corpiño por el aire, el que cayó a mi lado. Lo recogí, y lo noté todo pegoteado. Creo que por la cara que puse, el Tano dijo con cinismo: ¡Aaah, síii, perdoname che… pero te lo llené de leche! ¡Pasa que, tenía que limpiarme la chota con algo! ¡Ahora vas a estar más fresquita! ¡Pero ponételo, que no hay drama! ¡Vamos querida, vestite rápido, y mandate a mudar!
Me levanté del suelo, me puse el corpiño empapado, la remera, las sandalias, y mientras sentía que mi vagina volvía a punzarme de una excitación salvaje, busqué por todos lados mi bombacha- pero no di con ella. Horacio, de repente se puso a hablar por teléfono con otro oficial, y por un momento pareció preocupado. El Tano me veía buscar y buscar, hasta que sentenció por fin: ¡No nena, andate a casita sin bombacha… vamos… rajá de acá!
Mientras me reprendía, el Tano abría la puerta, chasqueando los dedos, invitándome a salir como a una cualquiera. ¡No podía creer en todo lo que había vivido, en menos de una hora! No conseguía ordenar mis sentimientos por importantes, intensos, excitantes o caóticos. Enseguida estaba caminando por la vereda de una ciudad que me ignoraba, con los pezones ardiendo por los pellizcos de ese pijón, el corpiño empapado con semen de mi único espectador, con el pelo revuelto, algunos arañazos y chupones en el cuello, y los ojos encandilados por el sol radiante del atardecer. Tenía una sed de muerte, y la cola me palpitaba presurosa, como si mi corazón habitara esporádicamente entre mis nalgas. Saber que andaba sin bombacha me hacía sentir más sucia, deseada y puta. Todavía me  brotaban hilitos de semen de la vagina, el que Horacio se encargó de volcar en lo más profundo que pudiese. Cuando pensé que tal vez no había tomado la pastilla anticonceptiva la noche anterior, me asusté, y entré en pánico. Pero fue solo un susto, porque pude verificarlo ni bien llegué a mi casa. No podía mirar a mi padre a la cara durante la cena, cuando mi madre hablaba de economía, y él miraba un partido de fútbol, sin prestarle mucha atención. Yo, a excepción de la remera, seguía vestida igual que como llegué de la comisaría.
¡Tranquila bebé, que esto queda acá, entre nosotros!, me había dicho el Tano, y yo esperaba con todas mis ansias que fuera cierto. ¿Hasta dónde podía confiar en un oficial de la policía? Sin embargo, era mi única opción, y debía cumplir con mi parte del pacto. Entonces, empecé a sentirme mal por mi padre, pero también por nuestra estabilidad. Si todo esto salía a la luz, mínimo mi viejo se quedaba sin laburo, o lo removían a otra jurisdicción. Pero lo claro es que yo sería la causante de miles de conflictos familiares, y tal vez de una mudanza no programada. Así que una tarde, sabiendo que mi papi tenía franco, fui a la comisaría en busca del Tano. Además, tampoco podía mentirme. Tenía muchas ganas de mamar una pija de hombre adulto, con lechita abundante, madura y tan turbia como mi consciencia. ¡Y, si me ganaba una buena cogida, mejor!
Busqué al Tano directamente en la oficina de mi padre, y lo encontré. Ni bien entré, esta vez sin anunciarme, él se levantó, cerró la puerta con llave, y siguió interrogando a una chica de unos 20 años, que parecía haber salido de la peor de las villas.
¡Bueno señorita, ahora mismo estoy con usted! ¡Aguárdeme un momento, que mi sobrina necesita hablar en privado conmigo, por un tema familiar! ¡Espéreme acá! ¡Vamos nena!, me dijo de pronto, llevándome de la mano como si fuese una nena de jardín de infantes. Entonces, me di cuenta que atravesamos una puerta que no había visto antes, la que daba a un pequeño cuartito repleto de perchas con uniformes, insignias y chalecos de seguridad. Además había estuches de armas, cajas de balas, celulares y un montón de cosas más. También había una puerta que conducía a un baño diminuto. Apenas el Tano y yo quedamos a solas, me arrinconó contra la pared para manosearme frenético, apoyándome el bulto por donde se le antojara. Me dejó en tetas y me las re baboseó, diciéndome: ¿Te gustó cómo te hizo la cola mi amigo guacha? ¿Viniste por más pija? ¿Querés verga putita sucia?
Entonces, de pronto me vi restregando mis tetas contra su pija desnuda y re parada. Me encantaba esconderla entre ellas y pajearlo así, escupirle el glande y escucharlo apurado, agitado y nervioso: ¡Dale guachita, sacame la leche, apurate, que tengo gente en la oficina, y encima dejé a la piba encerrada! ¡Dale peterita, metétela en la boca de una vez!
Pero yo seguía pajeándolo con mis tetas y manos, rodeándole el tronco con mi pelo mojado, y sonriéndole con malicia cada vez que sacaba la lengua para lamerle la pija.
¿Qué dijo tu papito en casa, cuando encontró tu bombachita en su silla? ¡Seguro me echó la culpa, y dijo que soy un degenerado por coger en el lugar de trabajo! ¿Me equivoco? ¡Lo que tu papito no sabe, es que su propia hija es la trola que garcha en su oficina! ¡Dale nena, bajate la bombacha, y abrí las piernas!, me gritó al oído, ni bien me puso de pie a la fuerza, un poco agarrándome del pelo y otro de un brazo.
Era verdad. La noche anterior mi padre estaba indignado.
¡Sí Susana, es un hijo de puta ese Tano de mierda! ¿Podés creer que el inmundo tuvo relaciones con una prostituta en la oficina? ¡Parece que no puedo descuidarlo un segundo! ¡Encima, es un roñoso! ¡Encontré una bombacha en mi escritorio!, le contaba a mi madre mientras tomaban un café, mis hermanas veían la tele, y yo estudiaba para química. Recordé el morbo que sentí al saber que mi padre tuvo que toparse con mi bombacha húmeda de mi calentura, y un nuevo escalofrío me invadió todo el cuerpo. Pero ahora estaba con la espalda junto a la pared, con el short en los pies, y con mis manos bajándome la bombacha roja que traía para exhibirle a ese tipo mi conchita depilada, rebalsada de flujos listos para pecar. El Tano, sin detenerse a pensar en nada más, me aplastó contra la fría pared, y encalló su verga en lo hondo de mi vagina. Me bombeaba con fuera, metiéndome un dedo en la cola, mordiéndome una teta y jurándome que me iba a enfiestar con otro amigo, o con quienes quisiera. Su poronga seguía creciendo adentro mío, pujando y perforándome, entrando y resbalándose un poco por lo lubricada que estaba. Pero entonces, alguien golpeó la puertita con insistencia, a la vez que decía: ¡Señor Arancibia, por favor, es urgente! ¿Puede salir?, se oyó claramente la voz de un hombre anciano, ni bien nos quedamos en suspenso.
¡Síii, enseguida voy jefe!, dijo el Tano, mientras retiraba su ejército viril de mi vagina. Aunque, de todos modos, el atrevido había empezado a eyacular sin ruidos ni espamento. Por lo que su semen caía irremediablemente en el suelo, mi bombacha y mi short, y mis zapatillas.
¡Cómo zafaste de la culeada negrita sucia!, me dijo, limpiándose la pija en la parte de atrás de mi pantaloncito, una vez que me lo subí.
¡Ahora vamos a la oficina… te despido, como que soy tu tío… y vos te las tomás! ¿Entendido? ¡Y, ni una palabra!, sentenció cuando salíamos del cuarto, apareciendo de nuevo en la oficina. Ahí seguía la tumberita sentada, y un hombre gordo fumaba preocupado. El Tano habló con el hombre, y de pronto salieron un momento, dejándome sola con la chica, que me miraba insistente.
¡Vos sos la putita de los canas seguro! ¿Te lo cogiste recién? ¿Le chupaste la pija?, me provocó, refiriéndose al Tano, acertando exactamente en todo. A lo mejor, esa guachiturra podía olfatear los restos de sexo de mi cuerpo. Sin embargo, yo no debía retrucarle. Por un momento me imaginé ofreciéndole mis tetas a esos, sus labios de petera, y supuse que empezaba a mojarme. Pero entonces recordé que la leche del Tano nadaba persistente en mi bombacha, y me serené. No quería tener fantasías lésbicas con esa villerita roñosa. Entonces, sabiendo que esa era mi oportunidad, salí de la oficina con rumbo a mi casa, pensando en tomar unos mates con mi mami. En la puerta de calle me lo encontré al Tano hablando con el anciano, y una mujer muy machona, con uniforme de policía.
¡Chau tío! ¡Nos vemos mañana en casa para almorzar!, le dije, y me acerqué para darle un beso en la mejilla, fingiendo ser amable y fraternal.
Un ratito más tarde, mientras mis pasos me conducían a mi casa, o a lo de mi tía, cosa que aún no había decidido del todo, pensaba que no sé si podría seguir adelante con semejante pacto. Tenía miedo que pudieran encontrarme. A pesar que no tenía astucia para pensar en otra cosa que esas pijas penetrándome entera, debía ser prudente. Si yo no me presentaba en la comisaría, ni el Tano, ni Horacio, ni nadie tenía argumentos para forzarme a nada. Y menos teniendo en cuenta que era menor de edad. Y, por otro lado, a mi padre no le hacía mucha gracia que yo lo visite, después de lo que, se supone que hizo el Tano con esa prostituta.
Me gustaba sentirme sucia, chantajeada, la puta de los canas, la petera de los presos. Pero debía saber de sobra que mi rol de la hija del comisario, tarde o temprano me traería el peor de mis presagios. Por eso, no me quedó más alternativa que volver a los pitos de mis compañeros del colegio. ¡Aunque no desperdicié al padre de mi mejor amiga, ni al tío de un amigo del club!    Fin

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