Todos esperamos de nuestros hijos cosas
diferentes, supongo. Algunos padres buscan que sean buenos profesionales, que
tengan una vida satisfactoria, que no pasen necesidades, o simplemente que no
se hable de ellos como lo peor de la sociedad. Yo solo deseo que Romina, mi
única hija sea capaz de reconocer a la felicidad y atesorarla por siempre. No me
preocupo por lo que será de su futuro, porque sé de sus valores morales, de sus
sentimientos nobles, de las buenas utilidades que le da a su tiempo libre, y de
lo estudiosa y aplicada que es en el colegio. Mi marido está de acuerdo conmigo
en que, escoja el destino que quiera, será muy razonable, independiente y buena
persona. Romi tiene 15 años, una piel pulcra y morena, unos ojos verdes que
enternecen, un carácter afable y una sonrisa encantadora. Seguro que sus
compañeros de escuela no pueden dormir pensando en su hermoso par de tetas,
casi siempre escotadas en remeras con brillitos o lentejuelas. Por ahora no nos
presentó ningún novio, pero yo sé que tuvo relaciones sexuales dos veces con
Ramiro, un ex compañero del cole, y una vez con Alexis, un vecino del barrio.
Lo sé porque ella misma me lo confió. Es más, la última vez que lo hizo con
Ramiro, yo estaba en la casa. Sabía que lo iban a hacer, porque ella me pidió
que ni se me ocurra golpearle la puerta de su habitación. No me parecía raro,
ya que se la habían pasado a los chupones en el patio, después del almuerzo.
Además, yo prefiero siempre que se pueda, que coja en casita. Obvio que mi
marido no lo sabe. Recuerdo que, una vez que oí la llave girando en su
cerradura, me acerqué a la puerta para escuchar. Actué pésimamente, y lo
admito. Por eso, como castigo a ese accionar, no logré oír ni un gemido. Me
consolé pensando que tal vez no habían hecho nada. Pero, por la tarde, cuando
los dos salieron a tomar un helado, entré a su cuarto, y me encontré con las
evidencias sobre la cama. Arriba de su almohada había un preservativo usado
hecho un globito, y un poco más allá, sobre la sábana, otro más envuelto en una
bombacha azul bastante estirada. Como aún yo le lavo la ropa a mi hija, sabía
que esa bombacha ya se le caía, que tenía al menos dos años, y que ella no
deseaba descartarla por nada del mundo.
Todo en ella era normal, corriente y sin
incomodidades. Siempre me ayuda en lo que necesite. Por eso jamás sentí ningún
apuro en compensarla con lo que me pidiese. Especialmente cuando íbamos al
súper. Pero, resulta que una tarde fue diferente. Yo le pedí que me acompañe a
un pago fácil, y a un súper mercado a comprar algunas cosas para la cena. Una
vez en el súper, nos separamos, cada una con un par de productos apuntados para
hacer las compras más ágiles. Yo estaba buscando atún y alcaparras, cuando de
golpe la veo muy embobada frente a una góndola. Pero, lo extraño era que tenía
un dedo en la boca, y con la otra mano se sobaba la cola. Pensé que quizás le
picaba el roce de la bombacha, o la transpiración normal de haber hecho todo el
trayecto caminando, o tal vez le apretaba demasiado la calcita negra que
llevaba. No le di importancia, y seguí comparando precios. Entonces, cuando
cargué algunas latas, un quesito untable y una manteca, volví a verla, igual de
embobada, aunque esta vez se sobaba el bajo vientre. Me quedé helada al
descubrir que lo que veía con tanta atención era la góndola de los pañales. Por
lo que, fui caminando despacito hacia allí, y una vez que la tuve cerquita le
apoyé una mano en el hombro, diciéndole: ¿Qué pasó hija? ¿Querés que mami te
compre pañales?
Me reí, y enseguida ella me imitó, después de
recuperarse del susto. Pero su respuesta me dejó aún más confundida.
¡Sí mami, comprame, que ya estoy cansada de
levantarme en lo mejor del sueño, solo para hacer pis!, me dijo, echándole otra
mirada a unos que tenían elefantitos dibujados.
¡Dale, vamos grandulona, que tenemos que
buscar huevos, azúcar y crema de leche!, le dije, maquinándome con algo que
todavía no lograba descifrar. Al rato estábamos pagando en la caja, y salimos a
la calle, con rumbo a una farmacia. Yo necesitaba un analgésico, y tenía que
comprar un protector solar. Cuando entramos, yo me puse a charlar con la vendedora,
mientras compraba y miraba unos productos de belleza. Y entonces, cuando busco
a Romi para preguntarle algo acerca de unos esmaltes que podrían interesarle,
la veo otra vez examinando unos pañales. Además, también se fijaba en unos
chupetes, y en una mamadera re linda. No sabía si llamarle la atención, si
ignorarla, o pedirle que venga a mirar la revista de cosméticos. Sé que un
escalofrío extraño me atravesó insolente, y no pude hablarle. Recién, unos
minutos más tarde, cuando la vi subirse a la balanza le grité: ¡Romi, pesate, y
nos vamos, que se hace tarde! ¿Dale?
Salimos, ella contenta por conservar sus 48
kilos, y yo perpleja por su comportamiento. En el camino nos encontramos con
Ramiro, que iba cargado con bolsas. Ellos se saludaron con un beso en la
mejilla, y él le prometía volver a casa a tomar un licuado. Mi mente vagaba en
unos laberintos prohibidos, imaginándose a mi hija siendo poseída, chuponeada y
penetrada por el pene de ese adolescente cada vez más larguirucho, y los pasos
se me entorpecían. Luego, recordé sus ojos brillosos ante los pañales, y la
visualicé en mi cabeza en los brazos del chico, con un chupete en la boca, las
tetas desnudas, y un pañal ocultando sus partes nobles. Pero rápidamente
abandoné mis inexactas fantasías, las que no sé cómo me habían abordado con
tanta lucidez, y me puse a preparar las tartas para la cena. Romina se
atrincheró en su cuarto a estudiar. Mi marido volvió de la oficina para seguir
trabajando en casa. De modo que todo siguió su curso habitual.
El sábado Romi volvió a acompañarme al súper.
Esta vez no había mucha gente. Yo manipulaba el carrito con los productos, y
ella dijo que iría a buscar algo rico para la merienda, mientras yo examinaba
precios. Entonces, justo en la parte de limpieza, me encontré con Verónica, mi
vecina, que renegaba porque no encontraba jabón líquido para manos. Nos pusimos
a hablar de sus hijos, de Romina y la escuela, y de algunos chismes de algunos
personajes del barrio. Hasta que de pronto, ella, como sin saber si decírmelo o
no, balbuceó: ¡Che Moni, ¿Y, la Romi tiene novio, o está pensando en tener
algún bebé?!
¿Qué? ¡Nooo, novio no tiene! ¡Ella me cuenta
todo! ¡Así que, no creo que piense en bebés! ¡Además, no tengo intenciones de
ser abuela tan joven!, le dije, muerta de risa por su ocurrencia.
¡Aaay, qué loca que sos! ¡Bueno, a lo mejor
tiene alguna amiguita, o prima embarazada! ¡Porque, hace un ratito la vi, re
entretenida mirando pañales! ¡La saludé con la mano, y ni me vio!, me confió al
fin, sin olvidarse de reír escandalosamente.
¡La verdad, ni idea! ¡Viste cómo son las
chicas! ¡Por ahí todavía no me lo contó! ¡Quizás alguna chica del cole se
embarazó, y ella, piensa en ayudarla! ¡Pero, en la familia, por suerte ninguna
espera bebitos!, le dije, casi sin pensar en las palabras. Ella habló de lo
caro que resulta ser padres en estos tiempos, de lo disparatado de unas medidas
económicas, y de unos perfumes que no irritan la piel. Al poco rato, ella
siguió su camino, y yo me dirigí a las heladeras, pensando en encontrarme a
Romi. Pero, una vez que cargué queso, jamón, dulce de batata y varios paquetes
de salchichas, me puse a buscarla. La llamé un par de veces, pero no obtuve
respuestas. Además, no nos gustaba eso de andar gritándonos en los mercados.
Entonces, de pronto la veo, una vez más, parada como una estatua frente a la
góndola de pañales. Esa vez tuve que tocarle el hombro para que me mire. Estaba
como en un trance perpetuo, con una mano apretándole su nalga derecha.
¡Romi, ¿Estás bien?! ¿Otra vez viendo pañales?
¡Recién me crucé a la Vero, y me dijo que te vio, justamente acá!, le dije.
Ella bajó la cabeza, y rápidamente se aferró al carrito de las compras. No me
respondió. De hecho, no hablamos hasta que pagamos en la caja y salimos a la
calle. Me pareció verla caminar con incomodidad en la playa de estacionamiento,
mientras buscábamos un taxi. Lamentablemente mi marido jugaba al Tenis con sus
amigos ese sábado. De lo contrario, habríamos vuelto a casa en el auto.
¡No pasa nada ma! ¡Solo, creo que me hice pis!
¡Pero no te preocupes, que, nada, fue un chorrito nomás!, dijo imperceptible,
apenas para que yo la oiga, luego de la cuarta vez que le pregunté por qué caminaba
abriendo las piernas de esa manera. No podía creerle. ¿Mi hija de 15 años,
haciéndose pis, sin querer? Bueno, podía ser que no hubiese ido al baño antes
de salir de casa, o simplemente, le sucedió. Pero preferí no decirle nada.
En la tarde, cuando me disponía a lavar la
ropa, como todos los sábados, verifiqué que su calcita y su bombacha azul
tenían las secuelas de su accidente. Entonces, reconocí que un par de veces
descubrí ese aroma en sus sábanas. Pero, se lo atribuí a sus sueños nocturnos,
o a sus necesidades de mujer. No quería pensar en que Romina se masturbara en
su cama. Pero, por otro lado era normal si lo hacía. Solo que, yo no paraba de
imaginármela tocándose, desnuda, o en calzones, pensando en algún chico, quizás
recordando el sabor del semen de Ramiro, o delirando con la dureza del pito de
Alexis entrando y saliendo de su vagina. Sin embargo, parecía que Romina,
algunas veces, tal vez ensoñando, o excitada, o mirando algunas chanchadas por
internet, se hacía pichí en la cama. ¿Cómo podía sucederle aquello? De
inmediato pensé en su ginecóloga. Era necesario que le haga una consulta. Pero
en cuanto se lo mencioné a Romina, me respondió con naturalidad y suficiencia:
¡Sí ma, cuando quieras vamos! ¡Solo que, ahora tengo que prepararme para rendir
unos exámenes!
El lunes siguiente me encontré con una
bombacha meada bajo su cama, cuando entré a ordenarle la habitación. Ella se
ocupaba de limpiar cajones, estantes, percheros y repisas. Yo solo me encargaba
del suelo. Además, no quería irrumpir en su privacidad. Sin embargo, esa
bombacha sucia volvió a ponerme los pelos de punta. Todavía estaba húmeda, por
lo que debió habérsela quitado en la mañana, antes de ir al colegio. Cuando me
la acerqué a la nariz, una extraña dimensión pareció interesada en devorarse mi
clítoris con una lengua enorme, y unos labios voluminosos amenazaron con
enroscarse a mis pezones. No entendía por qué mi cuerpo se anteponía a mis
razonamientos con tanta indulgencia. Pero no podía dejar de oler la bombacha de
mi hija, de sacudirla ante mis ojos, rozarla con mis labios, abrirla y
arrugarla en mis manos, estirarla para apreciar cada pliegue de sus costuras
apestosas, y de apretujarla como si quisiera extraer de ella cualquier resto de
orina. De pronto estaba sentada en su cama, fregándome la bombacha en la nariz,
más precisamente el trocito que le coincide a su triángulo fértil con una de
mis manos, mientras con la otra buscaba bajo mi pollera el caliente contacto de
mi vagina. Mis dedos entraban y se fundían en mi propia humedad, burlando al
bosquecito de vellos que rodeaban mi orificio para encontrar mi clítoris,
sabiendo que una calentura irrespetuosa se apoderaba no solo de mi cerebro. Mi
cuerpo estaba indefenso, hechizado por el olor de la intimidad de mi hija,
rendido a esa tela que todo el tiempo acaricia sus partes prohibidas, y eso me
excitaba, aunque no tuviese fundamentos a la mano para explicármelo.
¡Qué linda se vería tu hijita de 15 años en
pañales, con el pito de Ramiro en la boca!, me canturreaba una voz endemoniada
adentro mío. Yo intentaba silenciarla lo más rápido que pudiera, buscando
acabar de una vez, aunque aquel orgasmo imprudente me avergonzara luego.
¡Te encanta ver a Romina mirando pañales
Mónica! ¡Reconocé que te gusta encontrarte con sus sábanas meadas, como si
fuera una nena!, me susurraba otra voz, muy parecida a la de mi vecina, en el
exacto momento en que mordía esa bombachita, y la palma de mi mano golpeaba una
y otra vez la superficie de mi vulva, ya que las penetradas de mis dedos eran
más ágiles, ruidosas y decididas. El corpiño me apretaba demasiado los pezones,
que a esa altura me dolían como nunca. Y entonces, volví a oler con todo el
desenfreno que me fue posible aquella bombachita, mientras mi pulgar frotaba
fuertemente mi clítoris endurecido. Un estrépito me sacudió, me obligó a
arquear la columna hasta derrumbarme en la cama, y me condujo a eliminar una
cantidad de flujos que me excitaron aún más.
¡Asíiii, guachita meonaaaa!, dije desaforada, imaginando
que mi hija estuviese espiándome por algún hueco de la pared. Estaba envuelta
en sudor, con las piernas separadísimas, en el punto del clímax que me hizo
sentir una adolescente caprichosa, rebelde y descuidada. ¿Y si Romi llegaba
antes del colegio? ¿Y si a mi marido se le daba por venir a comer? ¿Y yo allí,
transpirada, oliendo la bombacha de mi nena, repleta de un estupor que me
secaba la boca?
El viernes siguiente, cuando ya había decidido
no darle vueltas al asunto, Romi llegó del colegio como llevándose todo por
delante. Revoleó su mochila, se quitó la camperita y dijo: ¡Sí ma, ya vengo!
¡Me lavo las manos, y te ayudo a poner la mesa!
La vi entrar al baño, y salir con su pantalón
en la mano. Evidentemente se había puesto un shortcito de entrecasa allí
dentro. Entonces, fue a la lavandería y lo dejó en el cesto de la ropa sucia.
¿Qué pasó Romi? ¿Te hiciste pis otra vez?, le
pregunté, mientras desparramaba cubiertos y vasos en la mesa, y ella buscaba
los platos. Tenía la esperanza que no fuera eso. Que se hubiese manchado el
pantalón con gaseosa, o con barro. Ese día tenía educación física, y por tanto,
era posible que le sucediera.
¡Sí ma, en el camino! ¡Pero no pasa nada!,
dijo, poniéndose una hebilla en el pelo. Al rato las dos comíamos unas
milanesas con puré, hablando de todo un poco. Por suerte había aprobado todos
los exámenes que tuvo hasta ese momento. Estaba radiante de alegría.
¡Yo creo que papi se va a poner contento!
¡Aparte, él me dijo que por ahí, si aprobaba todo, me dejaba hacer una
juntadita con los chicos del curso, acá, en el patio!, decía con las mejillas
coloradas, sin dejar de comer con un hambre voraz.
¡Sí, claro hija… seguro se va a poner
contento! ¡Lo único, planifiquemos esa reunión con tiempo! ¡Acordate que se
viene el cumple de la tía, el de tu abuelo, y para colmo, estamos cerca de las
fiestas!, le decía, justo cuando en la tele aparecía una publicidad de pañales.
Entonces, de nuevo su rostro adquirió una expresión conocida. Permaneció con la
boca abierta, y, ahora que la tenía más cerca, pude ver que apretaba las
piernas bajo la mesa, y que un brillo especial florecía en sus ojos. No supe si
preguntárselo directamente, o si dejar pasar la oportunidad. No quería ponerla
incómoda, o fastidiarla. Sin embargo, a los pocos minutos, mientras yo le dejaba
un cuenco con flan de dulce de leche y crema donde antes estaba su plato de
milanesas, percibí el mismo aroma insolente, inapropiado para una chica de su
edad, y perverso para mis sentidos distorsionados. No había dudas que ella lo
traía consigo, porque, cuando me agaché para levantar una cucharita, la que
hice caer con todas las intenciones de hacerlo, mi cara estuvo a nada de sus
piernas tersas, y entonces se acentuó aún más mi sospecha.
¡Che Romi, ¿Vos te cambiaste bien?! ¡O sea,
¿Solo te cambiaste el pantalón?!, le pregunté, sin saber si era lo correcto, o
si entendería el punto de mi incertidumbre.
¡Eeem, sí, solo me cambié el pantalón! ¡Es que
tenía un hambre tremendo! ¡Pero, ahora me cambio bien! ¡Además no encontré una
bombacha rápido… así que me la dejé!, me dijo, mientras los labios se le
llenaban de caramelo del flan. Entonces, ni bien dejó el cuenco vacío, se
levantó y se metió en la pieza. Al poco rato, cuando fui a dejar manteles y
repasadores sucios a la lavandería, vi la tierna bombacha blanca de Romina
sobre el pantalón de gimnasia. No lo pude resistir. La tomé, la acaricié con la
punta de mi nariz, le di unos besitos y me permití inundarme de ese aroma
persistente, cegador y fresco. Pero esta vez no podía sucumbir a los brazos del
placer. ¡Mi nena estaba en casa, y yo oliendo su bombacha! ¿En qué me había
convertido?
A los días, descubrí que Romi había mojado la
cama una vez más. Nunca era de una forma caudalosa, o alarmante. Al parecer, en
mitad de la noche se daba cuenta que su vejiga le presionaba el vientre, y tal
vez se le escapaban algunas gotitas antes de decidir levantarse al baño. O tal
vez, se reía demasiado viendo la tele, o chateando con sus amigas. Intentaba
buscarle las mil y una excusas para no enfrentarla, suponiendo que no era nada
fuera de lo común.
¡Hey Romi, ¿Qué te pasa últimamente?! ¡Cada
vez que ves alguna propaganda de pañales, te paralizás! ¡No me digas que alguna
de las chicas de la escuela está embarazada!, le dije, intentando sonar lo más
despreocupada posible.
¡Noooo maaa, ni loco! ¡Bah, la verdad, ni idea
si alguna se embarazó! ¡Es que, me dan ternura los pañales!, dijo sonriente,
bebiéndose un vaso de coca, después de la publicidad, y de su ensimismamiento
frente a la pantalla. Era la tercera vez que la veía en esa situación durante
la tarde.
¿Pero, te dan ternura los pañales, o los
bebés?, insistí. Pero ella no respondió. Tal vez porque estaba leyendo su
whatsapp.
Una tarde llegó con un fuerte dolor de cabeza
de sus clases particulares de inglés. Por lo tanto, como todavía no había
arreglado su cama, ya que sus sábanas limpias se secaban al sol, le propuse que
se recueste en mi cama. Ella bebió un vaso de agua, se descalzó, y caminó a mi
pieza, después de dejarse besuquear por mis cuidados de madre. No quiso tomar
ningún analgésico. A veces solía ocurrirle aquello, cuando el sol se alzaba
impiadoso sobre las calles. De modo que, ni bien Romina se despatarró en mi
cama se quedó dormida. La vigilé unos instantes, por si necesitaba algo. Le
cerré las ventanas para que no le moleste la luz, y le encendí un ventilador de
pie a la mínima velocidad, solo para que le refresque la piel. Ella se había
quitado la calza, la remera y el top ante mis ojos, y la perspectiva de tenerla
casi como dios la trajo al mundo, de no ser por una bombachita roja de
puntillas y lunares blancos, comenzaba a excitarme. No tenía idea por qué. Así
que, en lugar de cometer cualquier desastre, opté por dejarla descansar,
sabiendo que tenía que preparar el pastel de papas que le había prometido, a
ella y a mi marido.
Ya me había puesto a ello. Estaba pelando
papas, hirviendo huevos y ordenando un poco la mesada, cuando de repente, el
celular de Romina empezó a sonar con insistencia. Al principio no lograba dar
con él. Hasta que se me ocurrió buscarlo en su mochila. Mi intención no era
atender la llamada. Simplemente ponerlo en silencio, y que luego, una vez que
Romi se levantara, determine si responder o no. Entonces, mientras lo buscaba,
encontré, entre sus libros y carpetas, tres pañales sueltos. Me ruboricé en
medio de una sensación que, otra vez me dejaba sin habla. ¿Pañales en la
mochila de mi hija? ¿Qué significaba esto? ¿Quién más sabía que Romina llevaba
pañales entre sus útiles escolares? ¿Y para qué los necesitaba?
No iba a despertarla para cuestionarle. Pero
esta vez no podía evadir tales evidencias. Había leído en internet acerca de
ciertos fetiches sexuales. Pero eso no encajaba para mi nena. ¿Y en todo caso,
quién pudo haberla conducido a jugar con pañales? Mi mente buscaba respuestas,
premisas, puntos de unión, o lo que fuera para justificar aquello. Pero no lo
conseguía. Instintivamente llevé esos pañales a mi nariz, como si quisiera
descubrir algo que, con toda claridad no iba a encontrar. Esos pañales estaban
limpios. No obstante, recordé el olor a pichí de las bombachas o las sábanas de
Romina, y lo imprimí en esos pañales. ¿Por qué aquello me excitaba, al punto
que todo parecía perder contacto con el suelo de mi casa?
¡Sí ma, los compré para práctica de
laboratorio! ¡Estamos haciendo unos experimentos! ¿Sonó muchas veces mi celu?,
me decía, tan inmaculada y sonriente como siempre, mientras me ayudaba a poner
la mesa, luego de contarle de mi hallazgo. Por alguna razón no se lo creí del
todo. Pero no quería creer en otra cosa que en su confirmación. Por lo tanto,
en breve los tres nos chupábamos los dedos con el pastel de papas que preparé,
hablando de los cumples que se aproximaban, de la posible juntada de Romi, y de
un cliente de mi marido especialmente estúpido.
El domingo siguiente, Romina se quedó en lo de
sus abuelos hasta el lunes, aprovechando que era feriado, y recién el martes se
incorporaba al colegio. Sabía que con mi marido aprovecharíamos a ponernos al
día por toda la casa. Siempre nos gustó tener sexo arriba de la mesa, o en los
sillones, por ejemplo. Pero, entre sus actividades, Romina siempre por la casa,
y la abúlica rutina, solo nos conformábamos con la cama, o con varios cortitos
en el baño, antes de que se vaya a la oficina. Fue un domingo cargado de besos,
caricias, chupones obscenos, besos negros, envestidas, y al menos dos buenas
porciones de semen en mi boca. Otra muy generosa me inundó la concha cuando él
me arrinconó en la pieza de Romina, entre un ropero y su escritorio. Estábamos
descarriados, encendidos y sedientos. Sin embargo, después de ese último y
frenético polvo, mi marido prefirió ducharse, preparar una picada a nuestro
estilo, y renovar energías para volver a atacarnos con más sexo.
¡Te espero en la cocina putita hermosa! ¡Y
esto no es nada! ¡Todavía no sabés lo que te espera!, me decía mientras me
pellizcaba el culo.
¡Estás hecho un león mi vida! ¡Pero, si no me
preparás un buen chop de cerveza helada, no hay más conchita, ni tetita!, le
decía luego, mordiéndole los hombros, sabiendo que ese era su punto débil.
Entonces, mi marido salió del cuarto de Romi, y se metió en el baño, consciente
que no le cabía una gota más de sudor en el cuerpo. Yo me puse a buscar mis
tacos y mi vestido, que era todo lo que llevaba, hasta que mi marido me raptó
para poseerme allí. Uno de mis zapatos había ido a parar debajo de la cama de
Romina. Por lo tanto, descubrí otra bombacha sucia que me heló la sangre. No
quería incurrir en sus aromas impúdicos. De hecho, recogí mi zapato, y la dejé
ahí. Tomé esa acción como una buena señal. Quería corregir mis impulsos
imprecisos, y lo había logrado. Sin embargo, cuando me puse a buscar un
desodorante, no encontré ninguno a la vista, ni sobre sus repisas colmadas de
chucherías. Entonces busqué en sus cajones. En los dos primeros solo había
ropa, recuerdos, pinturitas, útiles escolares sin usar, caramelos y chicles,
monederitos y hebillas para el pelo. En el tercero, solo cremas, jabones, un
secador de pelo y una tablet. En el cuarto, un montón de shortcitos y mayas.
Pero en el último, debajo de algunos dibujos corregidos por su profesora de
plástica, descubrí lo que menos me hubiese imaginado. Además de un consolador
de un tamaño prudente, había tres chupetes rosados, dos mamaderas, tres
vestiditos infantiles, y varios pañales. A pesar que no entendí cómo mi hija
podía tener un consolador y yo no, aquello era lo que menos me alarmaba. ¿Qué
eran esos objetos en el cajón de mi hija? ¿Quién se los compró, y por qué? ¿O
es que ella misma los consiguió? Dinero siempre tuvo, gracias a la mensualidad
que establecimos darle con su padre, desde que cumplió los 13. Todo eso no me
entraba en la cabeza. Rebusqué un poco más, y encontré un montón de
preservativos, un gel íntimo, otro chupete medio mordisqueado, y dos bombachas.
Una la reconocí de inmediato. Era una negra que Romi usó hasta por lo menos sus
12 años. Casualmente esa era la que tenía olor a pichí. No fue difícil
descubrirlo, porque todavía estaba algo húmeda. La otra era una colaless
amarilla, pulcra y sencilla, con el dije de una mariposa en el costado derecho.
¡Moniii, ya terminé! ¡Ahí me pongo a cortar
fiambresito! ¿Te parece que haga unas tostaditas, para untarles atún, o salmón
ahumado?, me gritó mi marido, seguro desde el umbral del baño. Me había
olvidado que no estaba sola en la casa.
¡Sí amooor, me parece perfecto! ¡Creo que yo
también me voy a duchar! ¡Y no te olvides de la cervecita!, le dije, sin saber
si cerrar el cajón, o cometer la imprudencia que mis instintos programaban en
mis entrañas, con toda mi complicidad. Entonces, fue inevitable. Me senté en el
suelo y olí la bombachita infantil de Romina con todas mis ansias, mientras uno
de mis dedos frotaba mi clítoris, y los demás naufragaban en lo profundo de mi
vagina, todavía lubricada por el semen de mi marido.
¡Pensar que vos saliste de acá, mi chiquita, y
que la leche de tu papi, también te trajo al mundo, y vos no le contás todo a
tu mami, mi nenita sucia, que guarda sus bombachas meadas!, me aturdía mi
propia voz, solo para mis adentros, mientras mis fosas nasales se abrían al
máximo para alimentarse de esos olores juveniles, trastornándome sin piedades
ni argumentos lógicos.
¡Sos una mala madre mujer! ¿Cómo puede ser que
te excite hacer esto con las bombachas de tu hija? ¡Mirá, mirá bien todo lo que
guarda la cochina! ¡Es una nena perversa! ¿Te la imaginás metiéndose ese
consolador en la vulva? ¡A lo mejor, esa es la causa de sus accidentes
nocturnos!, me presionaban los pensamientos, como si se treparan por mis venas,
en el mismo momento que mis labios se apretaban para no evidenciar que un
orgasmo ardiente me consumía sin pudores. Ni bien tomé consciencia de la
realidad, me levanté, cerré el maldito cajón, procurando dejar todo como
estaba, y corrí al baño en busca de una ducha reparadora. Quería ahogarme en la
bañera después de lo que acababa de descubrir, y de hacer en consecuencia. No
podía hablar con mi marido de esto, aunque, tal vez debía saberlo. ¿Por qué mi
hija me mintió, diciéndome que necesitaba pañales para un trabajo de
laboratorio? ¿Y, entonces, por qué había pañales en su mochila? Pensaba con
desesperación, mientras me enjabonaba las tetas, y me imaginaba a Romina
sorbiendo mis pezones, como cuando era una beba, pero con su boquita, su figura
y su personalidad actual. Entonces, descarté todo aquello de mi mente, y me
apresuré a terminar cuanto antes para volver a los brazos de mi marido.
¡Necesitaba dejar de maquinarme con esto!
Ya estábamos en diciembre. La escuela
terminaría pronto, y mi marido comenzaría su feria judicial de todos los años.
Por lo que ya planeábamos nuestras vacaciones por la costa. Romi desistió de la
juntada con sus amigos, porque, al parecer, los preparativos del viaje de
egresados, algunos resultados grupales en ciertas materias, y otros asuntos,
separaron bastante al curso. Por lo tanto, decidió reunirse a ver pelis con sus
dos mejores amigas, Solange y Cintia. Yo las conocía de toda la vida.
¡A lo mejor invitamos a Ramiro ma!, me dijo
como al pasar, mientras las dos acondicionábamos un poco el living.
¡Bueno hija, no hay drama! ¡Y, si van a hacer
cositas, acordate de cuidarte!, le largué, más que nada para medir la confianza
que ella me dispensaba.
¡Noooo! ¿Qué decís ma? ¡Vienen las chicas! ¡Si
quisiera hacer algo con él, no invitaría a las chicas! ¡Rami es mío, y no lo
comparto! ¡Aunque, en realidad, creo que ahora tiene novia, y ni me ficha!, se
descargó al fin, con un cierto resentimiento acerca del tema. Hablamos de otras
cosas, preparamos una ensalada para acompañar unas empanadas de pescado que
pedimos a un delivery, y al final le dije: ¡Bueno, tené en cuenta que tu padre,
ese sábado no vuelve hasta la noche, y yo me junto con mis amigas! ¡Seguro
almorzamos en la casa de Alicia, y después nos quedaremos chusmeando, hasta eso
de las 8! ¡Así que portate bien, cuiden la casa, y procuren no ensuciar
demasiado!
Ese sábado llegó con un sol tan vital como
generoso. Mi marido salió temprano, y yo desayuné a las 10 de la mañana con
Romina. Me pareció raro que Solange no llegara temprano, fiel a sus costumbres.
Pero, no pude saber más porque, a las 11 en punto, Alicia me pasó a buscar, y
nos fuimos a su casa. Una de nuestras amigas nos agasajó con uno de esos asados
tan deliciosos que suele preparar. Todo era felicidad. Primero mateamos un
poco, después brindamos con unas cervezas, y luego de tanta carne, chorizos y
morcillas, algunas se echaron a tomar sol, y las demás, nos pusimos a jugar a
las cartas en el quincho. Previamente, todas nos dimos un buen chapuzón en la
pileta de Alicia, para mitigar un poco el calor agobiante que tanto ponía de
malhumor a Sonia, nuestra amiga más conflictiva, por decirlo de algún modo. Le
entramos a las masas secas y a los churros con dulce de leche sin asco,
hablamos de nuestros maridos, y de la pareja de Lili, que es lesbiana,
compartimos un habano, y jugamos varias manos de truco. Pero, a eso de las 4 de
la tarde, la gran mayoría de las chicas empezó a alistar sus cosas para irse.
Lili y Sandra tenían un cumple, Sonia había quedado con su marido en visitar a
su suegra, Laura debía asistir a sus clases de portugués, y Daniela se sentía
un poco descompuesta. Solo quedábamos Alicia, Viviana y yo para seguir la
farra. Pero de pronto, tuve un deseo indescriptible de volver a mi casa. Sabía
que Romi estaba con sus amigas, y no tenía otra opción que encerrarme en mi
cuarto, ya que el living sería propiedad de las chicas. Entonces, decidí partir
yo también. Me pedí un taxi para no joder a Alicia otra vez, y después de
prometernos una nueva juntada prontito, emprendí la vuelta a mi casa.
Me sorprendió no escuchar risas, música, la
tele, o el típico barullo de tres chicas sabiéndose solas en una casa, ya que
llegué a las 5 de la tarde. Entré con todo el sigilo. Por alguna razón opté por
no llamarlas a viva voz para anunciarme. A lo mejor estaban en el cuarto de Romina,
o en el patio, pensé. O, tal vez se habían ido a comprar helados, o alguna
gaseosa. Pero, por motivos que no terminaba de entender, no estaba asustada, ni
enojada, ni conmovida. Me saqué las sandalias y puse a cargar mi celular. Me
serví un vaso de agua fresca, y ni bien me lo tomé decidí pasar por mi cuarto
en busca de ropa más cómoda. La verdad era que la parte de arriba de la maya que
traía estaba empapada, y encima me presionaba demasiado las tetas. Entonces, al
pasar por el cuarto de Romina, escuché unos gemidos extraños. Parecía que tenía
la boca ocupada mientras gemía. Pero no se esforzaba en pedir auxilio, ni tener
apuros por detenerse. Además, la música de fondo parecía ser infantil, o poco
habitual para sus gustos. No supe qué hacer en el momento. ¿Estaría con Ramiro,
chupándole la pija? ¡Quizás las chicas se fueron cuando él llegó a visitarla, y
ellos aprovecharon a estar solos, desnudos y calientes en el cuarto! No sabía
qué pensar. De modo que, luego de permanecer un rato junto a la puerta, decidí
correr a mi cuarto y ponerme un camisón seco, una bombacha y unas ojotas. ¡Romi
estaba tan en lo suyo que, ni siquiera se interesó por una botella de cerveza
vacía que se me cayó con todo el estruendo posible en mi pieza! Entonces,
siguiendo instrucciones que solo palpitaban en mi interior, me dirigí al patio,
con la idea de juntar la ropa seca del tender. Allí fue que me topé con la
ventana de la pieza de Romi, totalmente abierta, de par en par, para que no me
queden dudas del grotesco, impresionante y tierno espectáculo que la naturaleza
podía ofrecerle a mis ojos. Juro que me faltó un segundo de locura para meterme
la mano adentro de la bombacha y empezar a pajearme como una loca cuando la
descubrí. En el centro de su cama deshecha, estaba mi hija, con las tetas
desnudas, sentada sobre una almohada, con un chupete rosa rodeando su cuello,
un pañal cubriendo su intimidad, y con una mamadera en la mano, la que se
acercaba a la boca, en el exacto momento en que sus ojos se abrieron ante mi
silueta en su ventana. Pero solo me miró intensamente, y se dispuso a sorber lo
que sea que tuviese esa mamadera, haciendo ruiditos y dejando que algunos hilos
de baba se le escapen de los labios. Al parecer, estaba resuelta a hacer de
cuentas que no me había visto. ¿Y si, realmente, esperaba ser descubierta por
mí? No dijo nada, y yo ni me atreví a abrir la boca. Cuando vi mejor, supe que
arriba de la cama había un pañal con toda la pinta de estar usado, un paquete
de galletitas, su celular, aquel consolador que ya había descubierto en sus
cajones, y una bombacha verde, además de otra mamadera, vacía en teoría. Los
nervios me aceleraban el corazón con la misma prisa con la que se me mojaba la
vulva, y no podía hacer nada para detener esos impulsos. ¿Qué le estaba sucediendo
a mi hija?
No iba a quedarme con más incertidumbres. Por
eso, en cuestión de segundos, ya estaba adentro de su cuarto. Cerré las
ventanas, corrí las cortinas y le puse llave a su puerta. No me iría hasta no
hallar respuesta de sus propios labios.
¿Romina, podés explicarme esto? ¿Qué te pasa?
¿Y, las chicas? ¿Cómo es que, te encerrás a, jugar? ¡No entiendo demasiado! ¿Te
gusta hacerte la bebé?, se me agolpaban las preguntas, esas y otras miles que
no recuerdo, mientras ella seguía tomando su mamadera. Tenía dos colitas en su
pelo rubio, y ahora que la veía mejor, sus tetas estaban surcadas por su propia
saliva. ¡Ella misma se las habría chupado? ¡O, solo era que se las escupía?
Pero ella no me hablaba.
¡A ver! ¡Vamos por parte! ¿Qué estás tomando
en esa mamadera?, le pregunté, sin saber si sentarme en su cama, o quedarme
parada un rato más. Aunque ya había dejado de ir y venir por la pieza.
¡Es leche con chocolate ma! ¡Y las chicas, no
vinieron!, respondió al fin, con la voz adormilada, como si no hubiese hablado
por días. Pero con tintes de una nena de 8 o 9 años. Ahí reparé que había olor
a pis en la pieza, y que no podía provenir de otro sitio que no sea su cama, o
algo de todo lo que había esparcido por ella.
¡Muy bien! ¿Y, las chicas no vinieron, porque
se los pediste? ¿O porque nunca iban a venir? ¿Y por qué hay olor a pichí
Romina?, le pregunté, mientras me sentaba en la punta de la cama.
¡Es el pañal de allá, y la bombacha! ¡Y las
chicas, no vinieron porque no las invité! ¡Quería quedarme solita, y mirar
chanchadas!, respondió, señalándome los objetos que mencionó, y su celular, en
el que todavía se proyectaba un video de dos chicas besándose mientras una le
metía un consolador a la otra por la vagina.
¡A ver hija, entonces, tengo que suponer que,
¿Vos te hiciste pis?, pregunté con la mejor dulzura que pude. Ella asintió con
la cabeza.
¿Y ese pañal? ¡Explicame un poco hija! ¿Te
gusta encerrarte a mearte encima? ¿Por qué te quedás atontada cada vez que ves
pañales en el súper, la farmacia, la tele? ¿Y, por qué te hacés pis, y dejás
tus bombachas sucias debajo de la cama?, le preguntaba, fingiendo no estar
enojada. Tal vez, en la búsqueda de respuestas para lo que a veces nos resulta
inaceptable, una procede de formas inconvenientes. Ella seguía sorbiendo la
mamadera, indiferente, sin olvidarse de babear sobre sus tetas.
¡Hijita, no seas chancha, que te estás
ensuciando las tetas!, le dije, sin darme cuenta. De a poquito ella lo estaba
logrando. Me introduje en su juego mucho más rápido de lo que tal vez ella
misma esperaba. Apenas escuchó mi observación, arrugó la cara como si estuviese
por echarse a llorar, y soltó la mamadera. En el mismo momento estiró las
piernas y pataleó en la cama con sus piecitos hermosos, mientras sacudía el
chupete.
¡Basta Romi, quedate tranquila que tu mami
está acá, con voz!, le dije, acercándome lentamente para acariciarle el pelo.
Supongo que, gracias a mi instinto le saqué el chupete de la mano y se lo puse
en la boca, mientras le agarraba los piecitos con mi otra mano.
¡Así está mejor! ¡Te ves re linda con el
chupete en la boca, y en pañalines mi chiquita!, le dije, y su mirada se
convirtió en una gélida caricia. Mordisqueó el chupete con ganas, agarró la
mamadera y me la dio, sin importarle que se chorreara un poco en las sábanas.
¿Querés que mami te la dé? ¿Querés la lechita?, le dije, mientras le sacaba el
chupete, le sobaba las piernitas y le recibía la mamadera. Entonces, como ella
asintió con la cabeza, empecé a darle la mamadera, bien pegadita a su cuerpo,
al tiempo que le secaba la babita de las gomas con unos pañuelitos
descartables.
¿Te gusta que mami te dé la lechita hija? ¡A
ver si aprendés a no babearte tanto! ¡Abrime la boquita, asíiii, haaaam, qué
rica lechiiitaaa! ¡Te juro que cuando entré, pensé que estabas con Ramiro!, le
decía, mientras, ya sin ningún recato le besuqueaba el cuello y le rozaba los
pezones, sin dejar de darle la leche que quedaba. Su olor me embriagaba al
punto que, no evité darle unas pequeñas mordidas en una de sus tetas suaves,
blancas y repletas de hormonas.
¡Pensé que le estabas tomando la lechita a
Rami! ¿Te gusta la lechita del pito de ese nene? ¿O te gusta más la del pito de
Alexis? ¡Ya me parecía que algo me escondías, pendeja! ¡Y, aunque no lo creas,
ya sé que escondés todo esto, y otras cosas en tu cajón!, le dije, luego de
darle una cachetada, de morderle un pezón y de olerle la boquita una vez que se
hubo terminado toda la leche. Sin embargo, ella no parecía avergonzarse, ni
sentirse ridícula, ni verse en problemas. De hecho, en un momento arrojó la
mamadera vacía y me señaló otra que había en su mesita de luz. Ni bien la
escogí me di cuenta que estaba calentita. Entonces, totalmente inmersa en el
juego que mi nena me propuso, en medio de lo perverso que todo se había
tornado, vi cómo ella me señalaba las tetas. No quería hablar. Pero hacía
berrinches con los pies cuando yo fingía que no le entendía, y a cada rato se
tocaba el pañal. Hasta tuve que pegarle en la mano cuando descubrí que estaba a
punto de metérsela adentro del pañal.
¿Qué pasó asquerosa? ¿Te measte?, le pregunté,
mientras le frotaba mis tetas bajo el camisón en la cara, y le arrancaba el
pelo.
¿Querés que tu mami te cambie? ¡Nooo, a mi no
me engañás! ¡Vos estás re caliente, estás alzada, caliente como una pava, y querés
tocarte la concha!, le decía, separándole las piernas para besuquearle la
pancita. Lo cierto es que, cuando le besé las piernas, noté que tenían olor a
pichí, y que ella se estremecía gimiendo con los labios apretados. Luego volví
a frotarle mis tetas en la cara, y también contra las suyas. Solo que ahora sin
la protección de mi camisón.
¿Querés la teta pendeja? ¡Vení acá, y
chupalas, vamos!, le grité, mientras la zamarreaba para sentarla en mi regazo,
una vez que me senté encima del pañal en el que antes se había meado. Romina
abrió la boca, y apenas su labios atraparon mi pezón derecho, no pude evitar
apretarle la cabeza para que me lo succione, muerda y babee a su antojo,
mientras una de mis manos alcanzaba mi vulva para friccionarme el clítoris con mucha
dificultad, y con la otra le daba chirlos en la cola a Romi, los que su pañal
amortiguaba con éxito.
¿Te gusta chuparle las tetas a mami? ¡Imagino
que no probaste otras tetas! ¡Asíií, chupá nena, mordeme toda, comeme las
tetas! ¿Por qué no me dijiste que querías jugar a esto?, le decía, al tiempo
que mi equilibrio amenazaba con desmoronarse en sus dientes asesinos.
¡Chupalas bien hija, o no te doy la lechita!
¡Ya vas a ver, cuando se lo cuente a tu padre! ¡Seguro que él también te va a
querer dar lechita de su pito mi amor!, le dije, totalmente fuera de mí,
aturdida por un delirio que me obligaba a presionarle más y más la cabeza a mi
hija contra mis pechos.
¡Síii maaa, quiero la lechita de papiii!, dijo
cuando soltó uno de mis pezones. Por alguna razón eso me sacó de las casillas.
Por eso, antes que resuelva chuparme la otra teta, le di un cachetazo mientras
le tironeaba una oreja, recriminándole: ¡Que sea la última vez que decís eso!
¡Me escuchaste, pendejita puta?
Entonces, tal vez para liberarse de mi
impiadosa reacción, de repente empezó a sollozar, repitiendo todo el tiempo:
¡Pichí mami, pichíii, pichí maaa!
Era obvio lo que sucedió. Así que, senté a
Romina en la cama, y mientras le preguntaba si se había hecho pis, le daba
leche de su nueva mamadera. Ella solo respondía con la cabeza. Succionaba,
tragaba y se babeaba.
¡Bueno hija, me parece que hay que empezar a
curarte de este problemita!, le decía mientras le quitaba el chupete del
cuello, le aflojaba el pañal y buscaba sin mirar el orificio de su vagina para
colocarle el chupete allí. Luego de un ratito, en el que ella siguió bebiendo,
se lo saqué e lo llevé a su boca para que lo lama y saboree. Me sorprendió que
ni pusiera cara de asco. Era cierto que se había meado, ya que mi mano emergió
húmeda, salada y caliente del interior de su pañal. Le di otros sorbos de
leche, y volví a pegarle en la mano cuando quiso tocarse la chuchi,
aprovechando que tenía el pañal flojito. Entonces, cuando la escuché eructar,
después de un trago de leche sustancioso, opté por empujarla de golpe en la
cama y quitarle el pañal. Una vez que lo hice, me embobé mirándole la vagina,
lo hermoso de sus piernas esculpidas y sus piecitos pequeños.
¡Vamos Romi, Sentate, y llevá los piecitos a
tu cola, ahora!, le ordené. Romina hizo exactamente eso. Por lo que yo
entonces, me encargaba de conducir sus pies a su vagina para frotarlos contra
ella, y después lamérselos, luego de olerlos extasiada. A esa altura me había
quitado el camisón, y seguro que sus ojos notaron con grandeza la humedad de mi
bombacha. Lo bueno es que Romi gozaba de una elasticidad admirable, gracias a
sus clases de gimnasia artística.
¿Te guste que te chupe los piecitos, y tocarte
la conchita con ellos?, le dije. Ella gemía en señal afirmativa, mordía el
chupete y manoteaba su bombacha sucia. Entonces, luego de repetir aquellos
varias veces, le froté el pañal que acababa de quitarle en las tetas, y luego
le abrí las piernas para entregarme a los infiernos ancestrales de mi destino.
Me dispuse a olerle la vagina, y aunque solo le pasé la lengua una vez, a lo
largo de su canal, me bastó para tomar el consolador, ponerle uno de los
preservativos que encontré en la cama, acercarme a su cara y pedirle con una
voz que no respondía mis sonidos naturales: ¡Dale hija, lamelo, como al pito de
Rami, chupalo todo!
Romina no se hizo desear. Al tiempo que lamía
el consolador, se escupía las tetas y repetía: ¡Cogeme con esto mami, dale,
metémelo todo en la concha!
Por eso me vi obligada a quitárselo, a echarme
sobre ella para ponerle las tetas en la cara, y a someter a su vagina al ritmo
feroz de las envestidas de mi mano. Primero se lo introduje casi sin esfuerzos
en la concha, y admiré durante unos segundos esa preciosa imagen. ¡La conchita
de mi hija, toda meada, ahora comiéndose un pito de juguete! Luego me tendí
casi encima de ella, y le encajé mis tetas en la cara, ahora sí para exigirle
que me las muerda, mientras sus piernitas se abrían, el chiche se movía
entrando y saliendo de su sexo, gracias al motor de mi mano, y mi vulva se
fregaba sabiamente contra el colchón de su cama, y el pañal que antes le había
quitado. No podía evitar olerle la boquita, morderle los labios, amasarle las
tetitas, tocarle la cola y pellizcársela, decirle putita al oído, revolverle el
pelo, y pedirle que me escupa las tetas. Todo era una insolencia desangelada,
maldita, pérfida y macabra. Pero lo claro es que ahora no podíamos despegarnos.
Al punto tal que, ni bien empecé a oír que los gemidos de Romina se
intensificaban, que su cuerpo se retorcía de placeres indómitos, y que sus
piernitas me apretaban la mano con la que le daba vida a ese pito de mentira,
yo también aceleré el impacto de mi orgasmo, mordiéndole una teta, oliendo su
pelo y la bombacha que andaba por su cama. Ella acabó diciendo algo que sonaba
como: Asíiii mmamiiiii, soy tu bebé grandota, re putitaaaaaa!, mientras yo
estuve a un palmo de caerme al suelo por la violencia con la que me recibió el
peor de mis orgasmos, el más censurable, criminal y desalmado. Pero el más
delicioso, maternal, inolvidable y absolutamente único de mi vida.
Las dos estábamos sumidas en una desesperación
que no nos permitía palabras, ni reproches, ni explicaciones. Romina yacía en
su cama, rodeada de mamaderas vacías, chupetes y pañales, aún con el consolador
entre sus piernas, aunque afuera de su vagina prohibida, transpirada, perfumada
con su tierno olor a pis de nena, sabiéndose devuelta a la realidad, con el
rostro confuso y feliz al mismo tiempo, y sin urgencias, ni ganas de
levantarse. Yo, por mi parte, la admiraba sentada en una silla, en bombacha,
con los pezones ardiendo, el clítoris tenso por la excitación, y con un sinfín
de preguntas. Pero ahora no era el momento.
¡Mami, te prometo que ya arreglo todo! ¡Pero
no le cuentes a papi, que, bueno, que me gusta jugar a la bebé cuando estoy
sola… ni que me hago pis a la noche! ¡Por eso uso pañales en casa, cuando
duermo, para que el colchón me dure años!, se dignó a decir, luego de un
silencio incómodo, ahora con su voz habitual, la que era capaz de emocionarnos
a todos con sus ideales, ganas de vivir y ayudar a los demás. Yo le prometí que
no hablaría con mi marido de esto, y la dejé a solas, para que arregle su
cuarto. Lentamente mi armonía me colocaba en mi rol de madre actual, a pesar
que no podía ignorar tamaño suceso. ¿Cómo podía ser que todo se nos haya ido
así de las manos? Sin embargo, no puedo dejar de imaginar a mi hija en pañales,
con un chupete en el cuello y su olorcito a pichí característico, lamiéndole la
pija a mi marido, hasta sacarle toda la lechita, y después eructar mientras él
le hace provechitos en la espalda, y yo le saco el pañal para hundirle un
consolador en la vagina. ¡Ahora sé que Romi siempre será mi bebé grandota, y
así me deja llamarla, siempre que estamos solas! ¡Ya la voy a pescar infraganti
otra vez, y le voy a pedir que me coja con ese juguetito, o con su lengua
degenerada! Fin
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Este es mi correo ambarzul28@gmail.com si quisieras sugerirme o contarme tus fantasías te leeré! gracias!
Acompañame con tu colaboración!! así podré seguir haciendo lo que más amo hacer!!
Cafecito nacional de Ambarzul para mis lectores nacionales 😉
uuuuuuuuf, sin palabras no puedo decir otra cosa que no sea que riiiicoooo todo lo que hace rominiiit, la quiero conmigo a esa bebé grandota.
ResponderEliminar¡Eeeeesaaaaa! Creo que todos queremos a esa bebota! Gracias por valorar este relato! ¡Besos!
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