Mi bebé grandota


Todos esperamos de nuestros hijos cosas diferentes, supongo. Algunos padres buscan que sean buenos profesionales, que tengan una vida satisfactoria, que no pasen necesidades, o simplemente que no se hable de ellos como lo peor de la sociedad. Yo solo deseo que Romina, mi única hija sea capaz de reconocer a la felicidad y atesorarla por siempre. No me preocupo por lo que será de su futuro, porque sé de sus valores morales, de sus sentimientos nobles, de las buenas utilidades que le da a su tiempo libre, y de lo estudiosa y aplicada que es en el colegio. Mi marido está de acuerdo conmigo en que, escoja el destino que quiera, será muy razonable, independiente y buena persona. Romi tiene 15 años, una piel pulcra y morena, unos ojos verdes que enternecen, un carácter afable y una sonrisa encantadora. Seguro que sus compañeros de escuela no pueden dormir pensando en su hermoso par de tetas, casi siempre escotadas en remeras con brillitos o lentejuelas. Por ahora no nos presentó ningún novio, pero yo sé que tuvo relaciones sexuales dos veces con Ramiro, un ex compañero del cole, y una vez con Alexis, un vecino del barrio. Lo sé porque ella misma me lo confió. Es más, la última vez que lo hizo con Ramiro, yo estaba en la casa. Sabía que lo iban a hacer, porque ella me pidió que ni se me ocurra golpearle la puerta de su habitación. No me parecía raro, ya que se la habían pasado a los chupones en el patio, después del almuerzo. Además, yo prefiero siempre que se pueda, que coja en casita. Obvio que mi marido no lo sabe. Recuerdo que, una vez que oí la llave girando en su cerradura, me acerqué a la puerta para escuchar. Actué pésimamente, y lo admito. Por eso, como castigo a ese accionar, no logré oír ni un gemido. Me consolé pensando que tal vez no habían hecho nada. Pero, por la tarde, cuando los dos salieron a tomar un helado, entré a su cuarto, y me encontré con las evidencias sobre la cama. Arriba de su almohada había un preservativo usado hecho un globito, y un poco más allá, sobre la sábana, otro más envuelto en una bombacha azul bastante estirada. Como aún yo le lavo la ropa a mi hija, sabía que esa bombacha ya se le caía, que tenía al menos dos años, y que ella no deseaba descartarla por nada del mundo.
Todo en ella era normal, corriente y sin incomodidades. Siempre me ayuda en lo que necesite. Por eso jamás sentí ningún apuro en compensarla con lo que me pidiese. Especialmente cuando íbamos al súper. Pero, resulta que una tarde fue diferente. Yo le pedí que me acompañe a un pago fácil, y a un súper mercado a comprar algunas cosas para la cena. Una vez en el súper, nos separamos, cada una con un par de productos apuntados para hacer las compras más ágiles. Yo estaba buscando atún y alcaparras, cuando de golpe la veo muy embobada frente a una góndola. Pero, lo extraño era que tenía un dedo en la boca, y con la otra mano se sobaba la cola. Pensé que quizás le picaba el roce de la bombacha, o la transpiración normal de haber hecho todo el trayecto caminando, o tal vez le apretaba demasiado la calcita negra que llevaba. No le di importancia, y seguí comparando precios. Entonces, cuando cargué algunas latas, un quesito untable y una manteca, volví a verla, igual de embobada, aunque esta vez se sobaba el bajo vientre. Me quedé helada al descubrir que lo que veía con tanta atención era la góndola de los pañales. Por lo que, fui caminando despacito hacia allí, y una vez que la tuve cerquita le apoyé una mano en el hombro, diciéndole: ¿Qué pasó hija? ¿Querés que mami te compre pañales?
Me reí, y enseguida ella me imitó, después de recuperarse del susto. Pero su respuesta me dejó aún más confundida.
¡Sí mami, comprame, que ya estoy cansada de levantarme en lo mejor del sueño, solo para hacer pis!, me dijo, echándole otra mirada a unos que tenían elefantitos dibujados.
¡Dale, vamos grandulona, que tenemos que buscar huevos, azúcar y crema de leche!, le dije, maquinándome con algo que todavía no lograba descifrar. Al rato estábamos pagando en la caja, y salimos a la calle, con rumbo a una farmacia. Yo necesitaba un analgésico, y tenía que comprar un protector solar. Cuando entramos, yo me puse a charlar con la vendedora, mientras compraba y miraba unos productos de belleza. Y entonces, cuando busco a Romi para preguntarle algo acerca de unos esmaltes que podrían interesarle, la veo otra vez examinando unos pañales. Además, también se fijaba en unos chupetes, y en una mamadera re linda. No sabía si llamarle la atención, si ignorarla, o pedirle que venga a mirar la revista de cosméticos. Sé que un escalofrío extraño me atravesó insolente, y no pude hablarle. Recién, unos minutos más tarde, cuando la vi subirse a la balanza le grité: ¡Romi, pesate, y nos vamos, que se hace tarde! ¿Dale?
Salimos, ella contenta por conservar sus 48 kilos, y yo perpleja por su comportamiento. En el camino nos encontramos con Ramiro, que iba cargado con bolsas. Ellos se saludaron con un beso en la mejilla, y él le prometía volver a casa a tomar un licuado. Mi mente vagaba en unos laberintos prohibidos, imaginándose a mi hija siendo poseída, chuponeada y penetrada por el pene de ese adolescente cada vez más larguirucho, y los pasos se me entorpecían. Luego, recordé sus ojos brillosos ante los pañales, y la visualicé en mi cabeza en los brazos del chico, con un chupete en la boca, las tetas desnudas, y un pañal ocultando sus partes nobles. Pero rápidamente abandoné mis inexactas fantasías, las que no sé cómo me habían abordado con tanta lucidez, y me puse a preparar las tartas para la cena. Romina se atrincheró en su cuarto a estudiar. Mi marido volvió de la oficina para seguir trabajando en casa. De modo que todo siguió su curso habitual.
El sábado Romi volvió a acompañarme al súper. Esta vez no había mucha gente. Yo manipulaba el carrito con los productos, y ella dijo que iría a buscar algo rico para la merienda, mientras yo examinaba precios. Entonces, justo en la parte de limpieza, me encontré con Verónica, mi vecina, que renegaba porque no encontraba jabón líquido para manos. Nos pusimos a hablar de sus hijos, de Romina y la escuela, y de algunos chismes de algunos personajes del barrio. Hasta que de pronto, ella, como sin saber si decírmelo o no, balbuceó: ¡Che Moni, ¿Y, la Romi tiene novio, o está pensando en tener algún bebé?!
¿Qué? ¡Nooo, novio no tiene! ¡Ella me cuenta todo! ¡Así que, no creo que piense en bebés! ¡Además, no tengo intenciones de ser abuela tan joven!, le dije, muerta de risa por su ocurrencia.
¡Aaay, qué loca que sos! ¡Bueno, a lo mejor tiene alguna amiguita, o prima embarazada! ¡Porque, hace un ratito la vi, re entretenida mirando pañales! ¡La saludé con la mano, y ni me vio!, me confió al fin, sin olvidarse de reír escandalosamente.
¡La verdad, ni idea! ¡Viste cómo son las chicas! ¡Por ahí todavía no me lo contó! ¡Quizás alguna chica del cole se embarazó, y ella, piensa en ayudarla! ¡Pero, en la familia, por suerte ninguna espera bebitos!, le dije, casi sin pensar en las palabras. Ella habló de lo caro que resulta ser padres en estos tiempos, de lo disparatado de unas medidas económicas, y de unos perfumes que no irritan la piel. Al poco rato, ella siguió su camino, y yo me dirigí a las heladeras, pensando en encontrarme a Romi. Pero, una vez que cargué queso, jamón, dulce de batata y varios paquetes de salchichas, me puse a buscarla. La llamé un par de veces, pero no obtuve respuestas. Además, no nos gustaba eso de andar gritándonos en los mercados. Entonces, de pronto la veo, una vez más, parada como una estatua frente a la góndola de pañales. Esa vez tuve que tocarle el hombro para que me mire. Estaba como en un trance perpetuo, con una mano apretándole su nalga derecha.
¡Romi, ¿Estás bien?! ¿Otra vez viendo pañales? ¡Recién me crucé a la Vero, y me dijo que te vio, justamente acá!, le dije. Ella bajó la cabeza, y rápidamente se aferró al carrito de las compras. No me respondió. De hecho, no hablamos hasta que pagamos en la caja y salimos a la calle. Me pareció verla caminar con incomodidad en la playa de estacionamiento, mientras buscábamos un taxi. Lamentablemente mi marido jugaba al Tenis con sus amigos ese sábado. De lo contrario, habríamos vuelto a casa en el auto.
¡No pasa nada ma! ¡Solo, creo que me hice pis! ¡Pero no te preocupes, que, nada, fue un chorrito nomás!, dijo imperceptible, apenas para que yo la oiga, luego de la cuarta vez que le pregunté por qué caminaba abriendo las piernas de esa manera. No podía creerle. ¿Mi hija de 15 años, haciéndose pis, sin querer? Bueno, podía ser que no hubiese ido al baño antes de salir de casa, o simplemente, le sucedió. Pero preferí no decirle nada.
En la tarde, cuando me disponía a lavar la ropa, como todos los sábados, verifiqué que su calcita y su bombacha azul tenían las secuelas de su accidente. Entonces, reconocí que un par de veces descubrí ese aroma en sus sábanas. Pero, se lo atribuí a sus sueños nocturnos, o a sus necesidades de mujer. No quería pensar en que Romina se masturbara en su cama. Pero, por otro lado era normal si lo hacía. Solo que, yo no paraba de imaginármela tocándose, desnuda, o en calzones, pensando en algún chico, quizás recordando el sabor del semen de Ramiro, o delirando con la dureza del pito de Alexis entrando y saliendo de su vagina. Sin embargo, parecía que Romina, algunas veces, tal vez ensoñando, o excitada, o mirando algunas chanchadas por internet, se hacía pichí en la cama. ¿Cómo podía sucederle aquello? De inmediato pensé en su ginecóloga. Era necesario que le haga una consulta. Pero en cuanto se lo mencioné a Romina, me respondió con naturalidad y suficiencia: ¡Sí ma, cuando quieras vamos! ¡Solo que, ahora tengo que prepararme para rendir unos exámenes!
El lunes siguiente me encontré con una bombacha meada bajo su cama, cuando entré a ordenarle la habitación. Ella se ocupaba de limpiar cajones, estantes, percheros y repisas. Yo solo me encargaba del suelo. Además, no quería irrumpir en su privacidad. Sin embargo, esa bombacha sucia volvió a ponerme los pelos de punta. Todavía estaba húmeda, por lo que debió habérsela quitado en la mañana, antes de ir al colegio. Cuando me la acerqué a la nariz, una extraña dimensión pareció interesada en devorarse mi clítoris con una lengua enorme, y unos labios voluminosos amenazaron con enroscarse a mis pezones. No entendía por qué mi cuerpo se anteponía a mis razonamientos con tanta indulgencia. Pero no podía dejar de oler la bombacha de mi hija, de sacudirla ante mis ojos, rozarla con mis labios, abrirla y arrugarla en mis manos, estirarla para apreciar cada pliegue de sus costuras apestosas, y de apretujarla como si quisiera extraer de ella cualquier resto de orina. De pronto estaba sentada en su cama, fregándome la bombacha en la nariz, más precisamente el trocito que le coincide a su triángulo fértil con una de mis manos, mientras con la otra buscaba bajo mi pollera el caliente contacto de mi vagina. Mis dedos entraban y se fundían en mi propia humedad, burlando al bosquecito de vellos que rodeaban mi orificio para encontrar mi clítoris, sabiendo que una calentura irrespetuosa se apoderaba no solo de mi cerebro. Mi cuerpo estaba indefenso, hechizado por el olor de la intimidad de mi hija, rendido a esa tela que todo el tiempo acaricia sus partes prohibidas, y eso me excitaba, aunque no tuviese fundamentos a la mano para explicármelo.
¡Qué linda se vería tu hijita de 15 años en pañales, con el pito de Ramiro en la boca!, me canturreaba una voz endemoniada adentro mío. Yo intentaba silenciarla lo más rápido que pudiera, buscando acabar de una vez, aunque aquel orgasmo imprudente me avergonzara luego.
¡Te encanta ver a Romina mirando pañales Mónica! ¡Reconocé que te gusta encontrarte con sus sábanas meadas, como si fuera una nena!, me susurraba otra voz, muy parecida a la de mi vecina, en el exacto momento en que mordía esa bombachita, y la palma de mi mano golpeaba una y otra vez la superficie de mi vulva, ya que las penetradas de mis dedos eran más ágiles, ruidosas y decididas. El corpiño me apretaba demasiado los pezones, que a esa altura me dolían como nunca. Y entonces, volví a oler con todo el desenfreno que me fue posible aquella bombachita, mientras mi pulgar frotaba fuertemente mi clítoris endurecido. Un estrépito me sacudió, me obligó a arquear la columna hasta derrumbarme en la cama, y me condujo a eliminar una cantidad de flujos que me excitaron aún más.
¡Asíiii, guachita meonaaaa!, dije desaforada, imaginando que mi hija estuviese espiándome por algún hueco de la pared. Estaba envuelta en sudor, con las piernas separadísimas, en el punto del clímax que me hizo sentir una adolescente caprichosa, rebelde y descuidada. ¿Y si Romi llegaba antes del colegio? ¿Y si a mi marido se le daba por venir a comer? ¿Y yo allí, transpirada, oliendo la bombacha de mi nena, repleta de un estupor que me secaba la boca?
El viernes siguiente, cuando ya había decidido no darle vueltas al asunto, Romi llegó del colegio como llevándose todo por delante. Revoleó su mochila, se quitó la camperita y dijo: ¡Sí ma, ya vengo! ¡Me lavo las manos, y te ayudo a poner la mesa!
La vi entrar al baño, y salir con su pantalón en la mano. Evidentemente se había puesto un shortcito de entrecasa allí dentro. Entonces, fue a la lavandería y lo dejó en el cesto de la ropa sucia.
¿Qué pasó Romi? ¿Te hiciste pis otra vez?, le pregunté, mientras desparramaba cubiertos y vasos en la mesa, y ella buscaba los platos. Tenía la esperanza que no fuera eso. Que se hubiese manchado el pantalón con gaseosa, o con barro. Ese día tenía educación física, y por tanto, era posible que le sucediera.
¡Sí ma, en el camino! ¡Pero no pasa nada!, dijo, poniéndose una hebilla en el pelo. Al rato las dos comíamos unas milanesas con puré, hablando de todo un poco. Por suerte había aprobado todos los exámenes que tuvo hasta ese momento. Estaba radiante de alegría.
¡Yo creo que papi se va a poner contento! ¡Aparte, él me dijo que por ahí, si aprobaba todo, me dejaba hacer una juntadita con los chicos del curso, acá, en el patio!, decía con las mejillas coloradas, sin dejar de comer con un hambre voraz.
¡Sí, claro hija… seguro se va a poner contento! ¡Lo único, planifiquemos esa reunión con tiempo! ¡Acordate que se viene el cumple de la tía, el de tu abuelo, y para colmo, estamos cerca de las fiestas!, le decía, justo cuando en la tele aparecía una publicidad de pañales. Entonces, de nuevo su rostro adquirió una expresión conocida. Permaneció con la boca abierta, y, ahora que la tenía más cerca, pude ver que apretaba las piernas bajo la mesa, y que un brillo especial florecía en sus ojos. No supe si preguntárselo directamente, o si dejar pasar la oportunidad. No quería ponerla incómoda, o fastidiarla. Sin embargo, a los pocos minutos, mientras yo le dejaba un cuenco con flan de dulce de leche y crema donde antes estaba su plato de milanesas, percibí el mismo aroma insolente, inapropiado para una chica de su edad, y perverso para mis sentidos distorsionados. No había dudas que ella lo traía consigo, porque, cuando me agaché para levantar una cucharita, la que hice caer con todas las intenciones de hacerlo, mi cara estuvo a nada de sus piernas tersas, y entonces se acentuó aún más mi sospecha.
¡Che Romi, ¿Vos te cambiaste bien?! ¡O sea, ¿Solo te cambiaste el pantalón?!, le pregunté, sin saber si era lo correcto, o si entendería el punto de mi incertidumbre.
¡Eeem, sí, solo me cambié el pantalón! ¡Es que tenía un hambre tremendo! ¡Pero, ahora me cambio bien! ¡Además no encontré una bombacha rápido… así que me la dejé!, me dijo, mientras los labios se le llenaban de caramelo del flan. Entonces, ni bien dejó el cuenco vacío, se levantó y se metió en la pieza. Al poco rato, cuando fui a dejar manteles y repasadores sucios a la lavandería, vi la tierna bombacha blanca de Romina sobre el pantalón de gimnasia. No lo pude resistir. La tomé, la acaricié con la punta de mi nariz, le di unos besitos y me permití inundarme de ese aroma persistente, cegador y fresco. Pero esta vez no podía sucumbir a los brazos del placer. ¡Mi nena estaba en casa, y yo oliendo su bombacha! ¿En qué me había convertido?
A los días, descubrí que Romi había mojado la cama una vez más. Nunca era de una forma caudalosa, o alarmante. Al parecer, en mitad de la noche se daba cuenta que su vejiga le presionaba el vientre, y tal vez se le escapaban algunas gotitas antes de decidir levantarse al baño. O tal vez, se reía demasiado viendo la tele, o chateando con sus amigas. Intentaba buscarle las mil y una excusas para no enfrentarla, suponiendo que no era nada fuera de lo común.
¡Hey Romi, ¿Qué te pasa últimamente?! ¡Cada vez que ves alguna propaganda de pañales, te paralizás! ¡No me digas que alguna de las chicas de la escuela está embarazada!, le dije, intentando sonar lo más despreocupada posible.
¡Noooo maaa, ni loco! ¡Bah, la verdad, ni idea si alguna se embarazó! ¡Es que, me dan ternura los pañales!, dijo sonriente, bebiéndose un vaso de coca, después de la publicidad, y de su ensimismamiento frente a la pantalla. Era la tercera vez que la veía en esa situación durante la tarde.
¿Pero, te dan ternura los pañales, o los bebés?, insistí. Pero ella no respondió. Tal vez porque estaba leyendo su whatsapp.
Una tarde llegó con un fuerte dolor de cabeza de sus clases particulares de inglés. Por lo tanto, como todavía no había arreglado su cama, ya que sus sábanas limpias se secaban al sol, le propuse que se recueste en mi cama. Ella bebió un vaso de agua, se descalzó, y caminó a mi pieza, después de dejarse besuquear por mis cuidados de madre. No quiso tomar ningún analgésico. A veces solía ocurrirle aquello, cuando el sol se alzaba impiadoso sobre las calles. De modo que, ni bien Romina se despatarró en mi cama se quedó dormida. La vigilé unos instantes, por si necesitaba algo. Le cerré las ventanas para que no le moleste la luz, y le encendí un ventilador de pie a la mínima velocidad, solo para que le refresque la piel. Ella se había quitado la calza, la remera y el top ante mis ojos, y la perspectiva de tenerla casi como dios la trajo al mundo, de no ser por una bombachita roja de puntillas y lunares blancos, comenzaba a excitarme. No tenía idea por qué. Así que, en lugar de cometer cualquier desastre, opté por dejarla descansar, sabiendo que tenía que preparar el pastel de papas que le había prometido, a ella y a mi marido.
Ya me había puesto a ello. Estaba pelando papas, hirviendo huevos y ordenando un poco la mesada, cuando de repente, el celular de Romina empezó a sonar con insistencia. Al principio no lograba dar con él. Hasta que se me ocurrió buscarlo en su mochila. Mi intención no era atender la llamada. Simplemente ponerlo en silencio, y que luego, una vez que Romi se levantara, determine si responder o no. Entonces, mientras lo buscaba, encontré, entre sus libros y carpetas, tres pañales sueltos. Me ruboricé en medio de una sensación que, otra vez me dejaba sin habla. ¿Pañales en la mochila de mi hija? ¿Qué significaba esto? ¿Quién más sabía que Romina llevaba pañales entre sus útiles escolares? ¿Y para qué los necesitaba?
No iba a despertarla para cuestionarle. Pero esta vez no podía evadir tales evidencias. Había leído en internet acerca de ciertos fetiches sexuales. Pero eso no encajaba para mi nena. ¿Y en todo caso, quién pudo haberla conducido a jugar con pañales? Mi mente buscaba respuestas, premisas, puntos de unión, o lo que fuera para justificar aquello. Pero no lo conseguía. Instintivamente llevé esos pañales a mi nariz, como si quisiera descubrir algo que, con toda claridad no iba a encontrar. Esos pañales estaban limpios. No obstante, recordé el olor a pichí de las bombachas o las sábanas de Romina, y lo imprimí en esos pañales. ¿Por qué aquello me excitaba, al punto que todo parecía perder contacto con el suelo de mi casa?
¡Sí ma, los compré para práctica de laboratorio! ¡Estamos haciendo unos experimentos! ¿Sonó muchas veces mi celu?, me decía, tan inmaculada y sonriente como siempre, mientras me ayudaba a poner la mesa, luego de contarle de mi hallazgo. Por alguna razón no se lo creí del todo. Pero no quería creer en otra cosa que en su confirmación. Por lo tanto, en breve los tres nos chupábamos los dedos con el pastel de papas que preparé, hablando de los cumples que se aproximaban, de la posible juntada de Romi, y de un cliente de mi marido especialmente estúpido.
El domingo siguiente, Romina se quedó en lo de sus abuelos hasta el lunes, aprovechando que era feriado, y recién el martes se incorporaba al colegio. Sabía que con mi marido aprovecharíamos a ponernos al día por toda la casa. Siempre nos gustó tener sexo arriba de la mesa, o en los sillones, por ejemplo. Pero, entre sus actividades, Romina siempre por la casa, y la abúlica rutina, solo nos conformábamos con la cama, o con varios cortitos en el baño, antes de que se vaya a la oficina. Fue un domingo cargado de besos, caricias, chupones obscenos, besos negros, envestidas, y al menos dos buenas porciones de semen en mi boca. Otra muy generosa me inundó la concha cuando él me arrinconó en la pieza de Romina, entre un ropero y su escritorio. Estábamos descarriados, encendidos y sedientos. Sin embargo, después de ese último y frenético polvo, mi marido prefirió ducharse, preparar una picada a nuestro estilo, y renovar energías para volver a atacarnos con más sexo.
¡Te espero en la cocina putita hermosa! ¡Y esto no es nada! ¡Todavía no sabés lo que te espera!, me decía mientras me pellizcaba el culo.
¡Estás hecho un león mi vida! ¡Pero, si no me preparás un buen chop de cerveza helada, no hay más conchita, ni tetita!, le decía luego, mordiéndole los hombros, sabiendo que ese era su punto débil. Entonces, mi marido salió del cuarto de Romi, y se metió en el baño, consciente que no le cabía una gota más de sudor en el cuerpo. Yo me puse a buscar mis tacos y mi vestido, que era todo lo que llevaba, hasta que mi marido me raptó para poseerme allí. Uno de mis zapatos había ido a parar debajo de la cama de Romina. Por lo tanto, descubrí otra bombacha sucia que me heló la sangre. No quería incurrir en sus aromas impúdicos. De hecho, recogí mi zapato, y la dejé ahí. Tomé esa acción como una buena señal. Quería corregir mis impulsos imprecisos, y lo había logrado. Sin embargo, cuando me puse a buscar un desodorante, no encontré ninguno a la vista, ni sobre sus repisas colmadas de chucherías. Entonces busqué en sus cajones. En los dos primeros solo había ropa, recuerdos, pinturitas, útiles escolares sin usar, caramelos y chicles, monederitos y hebillas para el pelo. En el tercero, solo cremas, jabones, un secador de pelo y una tablet. En el cuarto, un montón de shortcitos y mayas. Pero en el último, debajo de algunos dibujos corregidos por su profesora de plástica, descubrí lo que menos me hubiese imaginado. Además de un consolador de un tamaño prudente, había tres chupetes rosados, dos mamaderas, tres vestiditos infantiles, y varios pañales. A pesar que no entendí cómo mi hija podía tener un consolador y yo no, aquello era lo que menos me alarmaba. ¿Qué eran esos objetos en el cajón de mi hija? ¿Quién se los compró, y por qué? ¿O es que ella misma los consiguió? Dinero siempre tuvo, gracias a la mensualidad que establecimos darle con su padre, desde que cumplió los 13. Todo eso no me entraba en la cabeza. Rebusqué un poco más, y encontré un montón de preservativos, un gel íntimo, otro chupete medio mordisqueado, y dos bombachas. Una la reconocí de inmediato. Era una negra que Romi usó hasta por lo menos sus 12 años. Casualmente esa era la que tenía olor a pichí. No fue difícil descubrirlo, porque todavía estaba algo húmeda. La otra era una colaless amarilla, pulcra y sencilla, con el dije de una mariposa en el costado derecho.
¡Moniii, ya terminé! ¡Ahí me pongo a cortar fiambresito! ¿Te parece que haga unas tostaditas, para untarles atún, o salmón ahumado?, me gritó mi marido, seguro desde el umbral del baño. Me había olvidado que no estaba sola en la casa.
¡Sí amooor, me parece perfecto! ¡Creo que yo también me voy a duchar! ¡Y no te olvides de la cervecita!, le dije, sin saber si cerrar el cajón, o cometer la imprudencia que mis instintos programaban en mis entrañas, con toda mi complicidad. Entonces, fue inevitable. Me senté en el suelo y olí la bombachita infantil de Romina con todas mis ansias, mientras uno de mis dedos frotaba mi clítoris, y los demás naufragaban en lo profundo de mi vagina, todavía lubricada por el semen de mi marido.
¡Pensar que vos saliste de acá, mi chiquita, y que la leche de tu papi, también te trajo al mundo, y vos no le contás todo a tu mami, mi nenita sucia, que guarda sus bombachas meadas!, me aturdía mi propia voz, solo para mis adentros, mientras mis fosas nasales se abrían al máximo para alimentarse de esos olores juveniles, trastornándome sin piedades ni argumentos lógicos.
¡Sos una mala madre mujer! ¿Cómo puede ser que te excite hacer esto con las bombachas de tu hija? ¡Mirá, mirá bien todo lo que guarda la cochina! ¡Es una nena perversa! ¿Te la imaginás metiéndose ese consolador en la vulva? ¡A lo mejor, esa es la causa de sus accidentes nocturnos!, me presionaban los pensamientos, como si se treparan por mis venas, en el mismo momento que mis labios se apretaban para no evidenciar que un orgasmo ardiente me consumía sin pudores. Ni bien tomé consciencia de la realidad, me levanté, cerré el maldito cajón, procurando dejar todo como estaba, y corrí al baño en busca de una ducha reparadora. Quería ahogarme en la bañera después de lo que acababa de descubrir, y de hacer en consecuencia. No podía hablar con mi marido de esto, aunque, tal vez debía saberlo. ¿Por qué mi hija me mintió, diciéndome que necesitaba pañales para un trabajo de laboratorio? ¿Y, entonces, por qué había pañales en su mochila? Pensaba con desesperación, mientras me enjabonaba las tetas, y me imaginaba a Romina sorbiendo mis pezones, como cuando era una beba, pero con su boquita, su figura y su personalidad actual. Entonces, descarté todo aquello de mi mente, y me apresuré a terminar cuanto antes para volver a los brazos de mi marido. ¡Necesitaba dejar de maquinarme con esto!
Ya estábamos en diciembre. La escuela terminaría pronto, y mi marido comenzaría su feria judicial de todos los años. Por lo que ya planeábamos nuestras vacaciones por la costa. Romi desistió de la juntada con sus amigos, porque, al parecer, los preparativos del viaje de egresados, algunos resultados grupales en ciertas materias, y otros asuntos, separaron bastante al curso. Por lo tanto, decidió reunirse a ver pelis con sus dos mejores amigas, Solange y Cintia. Yo las conocía de toda la vida.
¡A lo mejor invitamos a Ramiro ma!, me dijo como al pasar, mientras las dos acondicionábamos un poco el living.
¡Bueno hija, no hay drama! ¡Y, si van a hacer cositas, acordate de cuidarte!, le largué, más que nada para medir la confianza que ella me dispensaba.
¡Noooo! ¿Qué decís ma? ¡Vienen las chicas! ¡Si quisiera hacer algo con él, no invitaría a las chicas! ¡Rami es mío, y no lo comparto! ¡Aunque, en realidad, creo que ahora tiene novia, y ni me ficha!, se descargó al fin, con un cierto resentimiento acerca del tema. Hablamos de otras cosas, preparamos una ensalada para acompañar unas empanadas de pescado que pedimos a un delivery, y al final le dije: ¡Bueno, tené en cuenta que tu padre, ese sábado no vuelve hasta la noche, y yo me junto con mis amigas! ¡Seguro almorzamos en la casa de Alicia, y después nos quedaremos chusmeando, hasta eso de las 8! ¡Así que portate bien, cuiden la casa, y procuren no ensuciar demasiado!
Ese sábado llegó con un sol tan vital como generoso. Mi marido salió temprano, y yo desayuné a las 10 de la mañana con Romina. Me pareció raro que Solange no llegara temprano, fiel a sus costumbres. Pero, no pude saber más porque, a las 11 en punto, Alicia me pasó a buscar, y nos fuimos a su casa. Una de nuestras amigas nos agasajó con uno de esos asados tan deliciosos que suele preparar. Todo era felicidad. Primero mateamos un poco, después brindamos con unas cervezas, y luego de tanta carne, chorizos y morcillas, algunas se echaron a tomar sol, y las demás, nos pusimos a jugar a las cartas en el quincho. Previamente, todas nos dimos un buen chapuzón en la pileta de Alicia, para mitigar un poco el calor agobiante que tanto ponía de malhumor a Sonia, nuestra amiga más conflictiva, por decirlo de algún modo. Le entramos a las masas secas y a los churros con dulce de leche sin asco, hablamos de nuestros maridos, y de la pareja de Lili, que es lesbiana, compartimos un habano, y jugamos varias manos de truco. Pero, a eso de las 4 de la tarde, la gran mayoría de las chicas empezó a alistar sus cosas para irse. Lili y Sandra tenían un cumple, Sonia había quedado con su marido en visitar a su suegra, Laura debía asistir a sus clases de portugués, y Daniela se sentía un poco descompuesta. Solo quedábamos Alicia, Viviana y yo para seguir la farra. Pero de pronto, tuve un deseo indescriptible de volver a mi casa. Sabía que Romi estaba con sus amigas, y no tenía otra opción que encerrarme en mi cuarto, ya que el living sería propiedad de las chicas. Entonces, decidí partir yo también. Me pedí un taxi para no joder a Alicia otra vez, y después de prometernos una nueva juntada prontito, emprendí la vuelta a mi casa.
Me sorprendió no escuchar risas, música, la tele, o el típico barullo de tres chicas sabiéndose solas en una casa, ya que llegué a las 5 de la tarde. Entré con todo el sigilo. Por alguna razón opté por no llamarlas a viva voz para anunciarme. A lo mejor estaban en el cuarto de Romina, o en el patio, pensé. O, tal vez se habían ido a comprar helados, o alguna gaseosa. Pero, por motivos que no terminaba de entender, no estaba asustada, ni enojada, ni conmovida. Me saqué las sandalias y puse a cargar mi celular. Me serví un vaso de agua fresca, y ni bien me lo tomé decidí pasar por mi cuarto en busca de ropa más cómoda. La verdad era que la parte de arriba de la maya que traía estaba empapada, y encima me presionaba demasiado las tetas. Entonces, al pasar por el cuarto de Romina, escuché unos gemidos extraños. Parecía que tenía la boca ocupada mientras gemía. Pero no se esforzaba en pedir auxilio, ni tener apuros por detenerse. Además, la música de fondo parecía ser infantil, o poco habitual para sus gustos. No supe qué hacer en el momento. ¿Estaría con Ramiro, chupándole la pija? ¡Quizás las chicas se fueron cuando él llegó a visitarla, y ellos aprovecharon a estar solos, desnudos y calientes en el cuarto! No sabía qué pensar. De modo que, luego de permanecer un rato junto a la puerta, decidí correr a mi cuarto y ponerme un camisón seco, una bombacha y unas ojotas. ¡Romi estaba tan en lo suyo que, ni siquiera se interesó por una botella de cerveza vacía que se me cayó con todo el estruendo posible en mi pieza! Entonces, siguiendo instrucciones que solo palpitaban en mi interior, me dirigí al patio, con la idea de juntar la ropa seca del tender. Allí fue que me topé con la ventana de la pieza de Romi, totalmente abierta, de par en par, para que no me queden dudas del grotesco, impresionante y tierno espectáculo que la naturaleza podía ofrecerle a mis ojos. Juro que me faltó un segundo de locura para meterme la mano adentro de la bombacha y empezar a pajearme como una loca cuando la descubrí. En el centro de su cama deshecha, estaba mi hija, con las tetas desnudas, sentada sobre una almohada, con un chupete rosa rodeando su cuello, un pañal cubriendo su intimidad, y con una mamadera en la mano, la que se acercaba a la boca, en el exacto momento en que sus ojos se abrieron ante mi silueta en su ventana. Pero solo me miró intensamente, y se dispuso a sorber lo que sea que tuviese esa mamadera, haciendo ruiditos y dejando que algunos hilos de baba se le escapen de los labios. Al parecer, estaba resuelta a hacer de cuentas que no me había visto. ¿Y si, realmente, esperaba ser descubierta por mí? No dijo nada, y yo ni me atreví a abrir la boca. Cuando vi mejor, supe que arriba de la cama había un pañal con toda la pinta de estar usado, un paquete de galletitas, su celular, aquel consolador que ya había descubierto en sus cajones, y una bombacha verde, además de otra mamadera, vacía en teoría. Los nervios me aceleraban el corazón con la misma prisa con la que se me mojaba la vulva, y no podía hacer nada para detener esos impulsos. ¿Qué le estaba sucediendo a mi hija?
No iba a quedarme con más incertidumbres. Por eso, en cuestión de segundos, ya estaba adentro de su cuarto. Cerré las ventanas, corrí las cortinas y le puse llave a su puerta. No me iría hasta no hallar respuesta de sus propios labios.
¿Romina, podés explicarme esto? ¿Qué te pasa? ¿Y, las chicas? ¿Cómo es que, te encerrás a, jugar? ¡No entiendo demasiado! ¿Te gusta hacerte la bebé?, se me agolpaban las preguntas, esas y otras miles que no recuerdo, mientras ella seguía tomando su mamadera. Tenía dos colitas en su pelo rubio, y ahora que la veía mejor, sus tetas estaban surcadas por su propia saliva. ¡Ella misma se las habría chupado? ¡O, solo era que se las escupía? Pero ella no me hablaba.
¡A ver! ¡Vamos por parte! ¿Qué estás tomando en esa mamadera?, le pregunté, sin saber si sentarme en su cama, o quedarme parada un rato más. Aunque ya había dejado de ir y venir por la pieza.
¡Es leche con chocolate ma! ¡Y las chicas, no vinieron!, respondió al fin, con la voz adormilada, como si no hubiese hablado por días. Pero con tintes de una nena de 8 o 9 años. Ahí reparé que había olor a pis en la pieza, y que no podía provenir de otro sitio que no sea su cama, o algo de todo lo que había esparcido por ella.
¡Muy bien! ¿Y, las chicas no vinieron, porque se los pediste? ¿O porque nunca iban a venir? ¿Y por qué hay olor a pichí Romina?, le pregunté, mientras me sentaba en la punta de la cama.
¡Es el pañal de allá, y la bombacha! ¡Y las chicas, no vinieron porque no las invité! ¡Quería quedarme solita, y mirar chanchadas!, respondió, señalándome los objetos que mencionó, y su celular, en el que todavía se proyectaba un video de dos chicas besándose mientras una le metía un consolador a la otra por la vagina.
¡A ver hija, entonces, tengo que suponer que, ¿Vos te hiciste pis?, pregunté con la mejor dulzura que pude. Ella asintió con la cabeza.
¿Y ese pañal? ¡Explicame un poco hija! ¿Te gusta encerrarte a mearte encima? ¿Por qué te quedás atontada cada vez que ves pañales en el súper, la farmacia, la tele? ¿Y, por qué te hacés pis, y dejás tus bombachas sucias debajo de la cama?, le preguntaba, fingiendo no estar enojada. Tal vez, en la búsqueda de respuestas para lo que a veces nos resulta inaceptable, una procede de formas inconvenientes. Ella seguía sorbiendo la mamadera, indiferente, sin olvidarse de babear sobre sus tetas.
¡Hijita, no seas chancha, que te estás ensuciando las tetas!, le dije, sin darme cuenta. De a poquito ella lo estaba logrando. Me introduje en su juego mucho más rápido de lo que tal vez ella misma esperaba. Apenas escuchó mi observación, arrugó la cara como si estuviese por echarse a llorar, y soltó la mamadera. En el mismo momento estiró las piernas y pataleó en la cama con sus piecitos hermosos, mientras sacudía el chupete.
¡Basta Romi, quedate tranquila que tu mami está acá, con voz!, le dije, acercándome lentamente para acariciarle el pelo. Supongo que, gracias a mi instinto le saqué el chupete de la mano y se lo puse en la boca, mientras le agarraba los piecitos con mi otra mano.
¡Así está mejor! ¡Te ves re linda con el chupete en la boca, y en pañalines mi chiquita!, le dije, y su mirada se convirtió en una gélida caricia. Mordisqueó el chupete con ganas, agarró la mamadera y me la dio, sin importarle que se chorreara un poco en las sábanas. ¿Querés que mami te la dé? ¿Querés la lechita?, le dije, mientras le sacaba el chupete, le sobaba las piernitas y le recibía la mamadera. Entonces, como ella asintió con la cabeza, empecé a darle la mamadera, bien pegadita a su cuerpo, al tiempo que le secaba la babita de las gomas con unos pañuelitos descartables.
¿Te gusta que mami te dé la lechita hija? ¡A ver si aprendés a no babearte tanto! ¡Abrime la boquita, asíiii, haaaam, qué rica lechiiitaaa! ¡Te juro que cuando entré, pensé que estabas con Ramiro!, le decía, mientras, ya sin ningún recato le besuqueaba el cuello y le rozaba los pezones, sin dejar de darle la leche que quedaba. Su olor me embriagaba al punto que, no evité darle unas pequeñas mordidas en una de sus tetas suaves, blancas y repletas de hormonas.
¡Pensé que le estabas tomando la lechita a Rami! ¿Te gusta la lechita del pito de ese nene? ¿O te gusta más la del pito de Alexis? ¡Ya me parecía que algo me escondías, pendeja! ¡Y, aunque no lo creas, ya sé que escondés todo esto, y otras cosas en tu cajón!, le dije, luego de darle una cachetada, de morderle un pezón y de olerle la boquita una vez que se hubo terminado toda la leche. Sin embargo, ella no parecía avergonzarse, ni sentirse ridícula, ni verse en problemas. De hecho, en un momento arrojó la mamadera vacía y me señaló otra que había en su mesita de luz. Ni bien la escogí me di cuenta que estaba calentita. Entonces, totalmente inmersa en el juego que mi nena me propuso, en medio de lo perverso que todo se había tornado, vi cómo ella me señalaba las tetas. No quería hablar. Pero hacía berrinches con los pies cuando yo fingía que no le entendía, y a cada rato se tocaba el pañal. Hasta tuve que pegarle en la mano cuando descubrí que estaba a punto de metérsela adentro del pañal.
¿Qué pasó asquerosa? ¿Te measte?, le pregunté, mientras le frotaba mis tetas bajo el camisón en la cara, y le arrancaba el pelo.
¿Querés que tu mami te cambie? ¡Nooo, a mi no me engañás! ¡Vos estás re caliente, estás alzada, caliente como una pava, y querés tocarte la concha!, le decía, separándole las piernas para besuquearle la pancita. Lo cierto es que, cuando le besé las piernas, noté que tenían olor a pichí, y que ella se estremecía gimiendo con los labios apretados. Luego volví a frotarle mis tetas en la cara, y también contra las suyas. Solo que ahora sin la protección de mi camisón.
¿Querés la teta pendeja? ¡Vení acá, y chupalas, vamos!, le grité, mientras la zamarreaba para sentarla en mi regazo, una vez que me senté encima del pañal en el que antes se había meado. Romina abrió la boca, y apenas su labios atraparon mi pezón derecho, no pude evitar apretarle la cabeza para que me lo succione, muerda y babee a su antojo, mientras una de mis manos alcanzaba mi vulva para friccionarme el clítoris con mucha dificultad, y con la otra le daba chirlos en la cola a Romi, los que su pañal amortiguaba con éxito.
¿Te gusta chuparle las tetas a mami? ¡Imagino que no probaste otras tetas! ¡Asíií, chupá nena, mordeme toda, comeme las tetas! ¿Por qué no me dijiste que querías jugar a esto?, le decía, al tiempo que mi equilibrio amenazaba con desmoronarse en sus dientes asesinos.
¡Chupalas bien hija, o no te doy la lechita! ¡Ya vas a ver, cuando se lo cuente a tu padre! ¡Seguro que él también te va a querer dar lechita de su pito mi amor!, le dije, totalmente fuera de mí, aturdida por un delirio que me obligaba a presionarle más y más la cabeza a mi hija contra mis pechos.
¡Síii maaa, quiero la lechita de papiii!, dijo cuando soltó uno de mis pezones. Por alguna razón eso me sacó de las casillas. Por eso, antes que resuelva chuparme la otra teta, le di un cachetazo mientras le tironeaba una oreja, recriminándole: ¡Que sea la última vez que decís eso! ¡Me escuchaste, pendejita puta?
Entonces, tal vez para liberarse de mi impiadosa reacción, de repente empezó a sollozar, repitiendo todo el tiempo: ¡Pichí mami, pichíii, pichí maaa!
Era obvio lo que sucedió. Así que, senté a Romina en la cama, y mientras le preguntaba si se había hecho pis, le daba leche de su nueva mamadera. Ella solo respondía con la cabeza. Succionaba, tragaba y se babeaba.
¡Bueno hija, me parece que hay que empezar a curarte de este problemita!, le decía mientras le quitaba el chupete del cuello, le aflojaba el pañal y buscaba sin mirar el orificio de su vagina para colocarle el chupete allí. Luego de un ratito, en el que ella siguió bebiendo, se lo saqué e lo llevé a su boca para que lo lama y saboree. Me sorprendió que ni pusiera cara de asco. Era cierto que se había meado, ya que mi mano emergió húmeda, salada y caliente del interior de su pañal. Le di otros sorbos de leche, y volví a pegarle en la mano cuando quiso tocarse la chuchi, aprovechando que tenía el pañal flojito. Entonces, cuando la escuché eructar, después de un trago de leche sustancioso, opté por empujarla de golpe en la cama y quitarle el pañal. Una vez que lo hice, me embobé mirándole la vagina, lo hermoso de sus piernas esculpidas y sus piecitos pequeños.
¡Vamos Romi, Sentate, y llevá los piecitos a tu cola, ahora!, le ordené. Romina hizo exactamente eso. Por lo que yo entonces, me encargaba de conducir sus pies a su vagina para frotarlos contra ella, y después lamérselos, luego de olerlos extasiada. A esa altura me había quitado el camisón, y seguro que sus ojos notaron con grandeza la humedad de mi bombacha. Lo bueno es que Romi gozaba de una elasticidad admirable, gracias a sus clases de gimnasia artística.
¿Te guste que te chupe los piecitos, y tocarte la conchita con ellos?, le dije. Ella gemía en señal afirmativa, mordía el chupete y manoteaba su bombacha sucia. Entonces, luego de repetir aquellos varias veces, le froté el pañal que acababa de quitarle en las tetas, y luego le abrí las piernas para entregarme a los infiernos ancestrales de mi destino. Me dispuse a olerle la vagina, y aunque solo le pasé la lengua una vez, a lo largo de su canal, me bastó para tomar el consolador, ponerle uno de los preservativos que encontré en la cama, acercarme a su cara y pedirle con una voz que no respondía mis sonidos naturales: ¡Dale hija, lamelo, como al pito de Rami, chupalo todo!
Romina no se hizo desear. Al tiempo que lamía el consolador, se escupía las tetas y repetía: ¡Cogeme con esto mami, dale, metémelo todo en la concha!
Por eso me vi obligada a quitárselo, a echarme sobre ella para ponerle las tetas en la cara, y a someter a su vagina al ritmo feroz de las envestidas de mi mano. Primero se lo introduje casi sin esfuerzos en la concha, y admiré durante unos segundos esa preciosa imagen. ¡La conchita de mi hija, toda meada, ahora comiéndose un pito de juguete! Luego me tendí casi encima de ella, y le encajé mis tetas en la cara, ahora sí para exigirle que me las muerda, mientras sus piernitas se abrían, el chiche se movía entrando y saliendo de su sexo, gracias al motor de mi mano, y mi vulva se fregaba sabiamente contra el colchón de su cama, y el pañal que antes le había quitado. No podía evitar olerle la boquita, morderle los labios, amasarle las tetitas, tocarle la cola y pellizcársela, decirle putita al oído, revolverle el pelo, y pedirle que me escupa las tetas. Todo era una insolencia desangelada, maldita, pérfida y macabra. Pero lo claro es que ahora no podíamos despegarnos. Al punto tal que, ni bien empecé a oír que los gemidos de Romina se intensificaban, que su cuerpo se retorcía de placeres indómitos, y que sus piernitas me apretaban la mano con la que le daba vida a ese pito de mentira, yo también aceleré el impacto de mi orgasmo, mordiéndole una teta, oliendo su pelo y la bombacha que andaba por su cama. Ella acabó diciendo algo que sonaba como: Asíiii mmamiiiii, soy tu bebé grandota, re putitaaaaaa!, mientras yo estuve a un palmo de caerme al suelo por la violencia con la que me recibió el peor de mis orgasmos, el más censurable, criminal y desalmado. Pero el más delicioso, maternal, inolvidable y absolutamente único de mi vida.
Las dos estábamos sumidas en una desesperación que no nos permitía palabras, ni reproches, ni explicaciones. Romina yacía en su cama, rodeada de mamaderas vacías, chupetes y pañales, aún con el consolador entre sus piernas, aunque afuera de su vagina prohibida, transpirada, perfumada con su tierno olor a pis de nena, sabiéndose devuelta a la realidad, con el rostro confuso y feliz al mismo tiempo, y sin urgencias, ni ganas de levantarse. Yo, por mi parte, la admiraba sentada en una silla, en bombacha, con los pezones ardiendo, el clítoris tenso por la excitación, y con un sinfín de preguntas. Pero ahora no era el momento.
¡Mami, te prometo que ya arreglo todo! ¡Pero no le cuentes a papi, que, bueno, que me gusta jugar a la bebé cuando estoy sola… ni que me hago pis a la noche! ¡Por eso uso pañales en casa, cuando duermo, para que el colchón me dure años!, se dignó a decir, luego de un silencio incómodo, ahora con su voz habitual, la que era capaz de emocionarnos a todos con sus ideales, ganas de vivir y ayudar a los demás. Yo le prometí que no hablaría con mi marido de esto, y la dejé a solas, para que arregle su cuarto. Lentamente mi armonía me colocaba en mi rol de madre actual, a pesar que no podía ignorar tamaño suceso. ¿Cómo podía ser que todo se nos haya ido así de las manos? Sin embargo, no puedo dejar de imaginar a mi hija en pañales, con un chupete en el cuello y su olorcito a pichí característico, lamiéndole la pija a mi marido, hasta sacarle toda la lechita, y después eructar mientras él le hace provechitos en la espalda, y yo le saco el pañal para hundirle un consolador en la vagina. ¡Ahora sé que Romi siempre será mi bebé grandota, y así me deja llamarla, siempre que estamos solas! ¡Ya la voy a pescar infraganti otra vez, y le voy a pedir que me coja con ese juguetito, o con su lengua degenerada!     Fin

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Comentarios

  1. uuuuuuuuf, sin palabras no puedo decir otra cosa que no sea que riiiicoooo todo lo que hace rominiiit, la quiero conmigo a esa bebé grandota.

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    1. ¡Eeeeesaaaaa! Creo que todos queremos a esa bebota! Gracias por valorar este relato! ¡Besos!

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