La verdad, uno de
mis pubs favoritos, La Malparida estaba más que muerto esa noche. No sabía si
volverme a casa y llamar a una de mis chonguitas. Tenía ganas de pasarla bien,
y el fuego de mi concha salvaje parecía desesperarme al límite de mi paciencia.
Por eso enfilé para La Oveja Negra, un pub bailable con toda la onda, muy
selectivo, y solo para nosotras. Lo único negativo es que queda en las afueras
de la ciudad, y si bien era sábado, los nubarrones y el viento desaforado en el
cielo hacían presagiar una tormenta inolvidable.
Por suerte, el
ambiente adentro estaba más que bueno. Así que me senté en la barra para
mironear un poco. Le pedí al Biscocho, (así le dicen de cariño al pibe de la
barra), un vodka con hielo, y encendí un cigarrillo, solo para hacerme la
interesante, llenándome los ojos con culos y tetas moviéndose en la pista.
Estaba tan compenetrada adorando el beso de lengua que se regalaban una morocha
tetona y una pendejita bastante borracha, que no advertí su presencia. Sentí el
impacto de su rodilla detrás de la mía, a mi izquierda, y recordé que tenía el
pucho prendido porque me quemé la mano como una principiante. Lo apagué y me
giré de golpe al oír su voz.
¡Hola Rusita!
¿Cómo estás? ¿Te quemaste boluda? ¡Perdón, no te quería asustar!, me dijo una
mujerona sonriente, rubia y grandota. ¡Y eso que yo mido 1,75! No entendía por
qué no la recordaba de ningún lugar. Eso me puso incómoda, y me sentí descortés
con ella.
¡No te preocupes,
que yo sí sé quién sos!, me dijo chocando su vaso de whisky con el mío, todavía
por la mitad.
¿Ya te largaron
del todo? ¡Porque, creo que estabas con condicional, no?!, agregó la rubia a mi
incertidumbre, ya que aún no la reconocía. Era verdad aquello. Hacía un mes me
dieron la absolución definitiva. Es que, en un pub bastante careta me metí a
defender a una pendeja que estaba siendo maltratada por un tipo. Me cagué a
trompadas con él, y le fracturé la mandíbula. Como las lesiones fueron graves,
y los milicos inventaron que me resistí a la autoridad, me dieron tres años de
prisión. Pero solo estuve guardada 9 meses. Me largaron por falta de
antecedentes, por buena conducta, y porque el abogado amigo de la familia hizo
bien sus deberes. Lo peor de todo es que la guachita nunca denunció a ese
pelotudo. Desde entonces me juré no meterme jamás en una situación semejante.
¡Hola! ¡Bueno, no
sé cómo sabés eso de mí! ¡Pero sí, ya me largaron! ¡Y te juro que nunca más le
salvo el pellejo a nadie! ¡Parece que a las pendejas les gusta que les peguen!,
le dije, aún desconcertada, chocándole el vaso, y convidándole un pucho.
¡No, gracias, no
fumo! ¡Comisaria Berardi Rusita! ¡Un gusto! ¡Yo estaba de guardia cuando te
llevaron! ¡No pude acercarme a vos porque me mandaron a otro procedimiento! ¿Te
dicen Rusita, no?!, me dijo al oído nuevamente, inclinando su cabeza. Yo no la
había visto. No tengo registros de ninguna cara en particular de aquella
madrugada. Pero la voz de esa mina infernal comenzaba a electrificarme las
palabras.
¡Sí señorita
oficial! ¡Me dicen así por mi viejo! ¿Quiere tomar algo? ¡Digo, ¿Necesita saber
algo de mí?! ¡Ahora no hice nada!, le dije sin saber bien cómo hablarle. Por
las dudas, no me olvidé de sonreírle.
¡No nena, hoy es
mi franco! ¡Así que olvidate de las formalidades! ¡Me llamo Clara! ¡Te vi, y no
lo pude soportar! ¿Viniste solita? ¡Y, estaba tomando un whiscola, pero, me parece
que por el calor me lo terminé más rápido de lo que esperaba!, dijo con soltura
y más divertida, apoyando el vaso vacío en la barra.
¡Sí, vine sola
señorita! ¡Me llamo Anastasia, pero puede decirme Rusita si quiere!, le dije, y
le pedí un whiscola al Biscocho para mi acompañante. Yo me pedí otro vodka con
hielo. Enseguida las dos hablábamos de diversos temas, hombro con hombro,
apoyadas en la barra, relojeando a las pendejas que pasaban o salían del baño,
y nos reíamos de las que ni se molestaban en arreglarse la ropa. Varias
mostraban porciones de sus tetas al resto de las chicas. Incluso una bailaba
con la pollera flameante, y medio que se le caía la bombacha. Las dos nos
compadecimos del Biscocho, y de las ganas que seguro tendría de clavarse una buena
paja con tantas mujeres borrachas, alegres, exhibiéndose y tirando pasos como
locas.
De pronto me
acarició el culo, escabulló su mano en el bolsillo trasero de mi pantalón y
sacó de allí mi billetera. Escogió el dinero para pagar los tragos, la revisó
de punta a punta, registró mis documentos y volvió a guardarlo todo en mi
bolsillo. Después hizo lo mismo con el otro, donde solo tenía un pañuelo, y
adentro un fasito encanutado.
¡Uuupaaa, Rusita!
¡Así que andás con un porrito en la colita! ¡Decí que no estoy de servicio!, me
dijo, clavando sus ojos negros en los míos, adoptando una seriedad que no
terminaba de convencerla. Volvió a guardar el pañuelo, brindamos una vez más, y
hablamos un rato de música. De repente me metió la mano en el bolsillo delantero,
y me re contra dejé toquetear por sus dedos ágiles. En ese momento noté que
tenía la bombacha mojada.
¡Estoy en drogas
peligrosas Rusita, hace dos años! ¡Así que, antes de meterme con vos, tengo que
saber si no llevás cositas raras en los bolsillos! ¡Por torti no me van a echar
de la poli, ni me van a abrir una causa! ¡Pero por consumo de drogas sí! ¡Salvo
que no lo hagamos en un lugar público!, me dijo sonriendo como un pedazo de
atardecer en el mar. No hacía falta que vuelva a repetir sus intenciones. La
oficial necesitaba privacidad.
En ese momento me
revisó el jean en los bordes interiores de la cintura, haciéndome reír entre
nervios y una excitación cada vez menos manejable. Me había dicho que tenía 41,
y a pesar de que ni siquiera nos habíamos besado, me sentía tan atraída por
ella, que hubiese hecho cualquier cosa para complacerla.
Alrededor de las
tres de la mañana se me ocurrió invitarla a casa para tomar unas copas allí, un
poco más tranquilas. De paso evitábamos problemas con los controles de alcoholemia.
Ella aceptó sin poner obstáculos, cosa que me maravilló aún más. Me siguió con
su Nissan impecable hasta mi casa, donde finalmente guardamos ambos coches en
mi garaje. La tormenta estaba por estallar, y no había que desafiar a las
piedras que se avecinaban en la noche encapotada. Ya en la intimidad del living
le serví un vaso de whisky puro, disculpándome por no tener Coca Cola, y yo me
serví una medida de vodka. Seguimos hablando de pavadas. De sexo, de drogas, de
la cantidad de lesbianas que hay en la policía, de su perro, de tragos y de
juguetes eróticos. No sé cómo fue, pero las dos quisimos aquel desenlace.
Juntamos nuestros labios incendiados por el alcohol para besarnos con toda la
pasión que nos merecíamos. Yo la tomé de la cabeza, y ella me rodeó con sus
potentes brazos. Cuando sentí su lengua, mis ojos se cerraron de alegría y
calentura. Su saliva era exquisita. Se la lamí, succioné, la sorbí y mordisqueé
muy suave, para que ella comience a gemir con los matices de una hembra
regalada, a babearse tanto como yo, y a dejar que sus dedos contorneen mi
cuello. Las dos teníamos las bocas babeadas como perritas rabiosas, y yo
tampoco podía evitar gemirle al oído cuando me lo pedía. Deslicé mis manos
temblorosas para amasarle esas gomas soberbias y delicadas, y ella se
estremeció.
¿Te gustan
corazón? ¿93 de tetas tiene tu mami, y son todas para vos!, me dijo radiante de
lujuria, lamiéndome las orejas, el cuello y los hombros. Las dos ronroneábamos
como gatas en celo, y no queríamos detenernos. Ni siquiera el viento que
sacudía a la lluvia en los techos lograba amedrentarnos.
No había otra
opción. Me aparté de ella para dirigirnos al dormitorio. Ella me quitó la
remerita con breteles finos que llevaba apenas le alcé los brazos, como una
nena frente a su madre con una facilidad admirable. Enseguida nuestras bocas
volvieron a encontrarse para saborearse, mientras yo le desabotonaba la blusa,
todavía paradas en la penumbra del cuarto. Pero cuando quise quitársela de
dentro del pantalón, ella llevó su mano a su cintura, se despojó de su arma
reglamentaria y la dejó en la mesa de luz. Creo que se dio cuenta del cagazo
que me pegué al verla.
¿Qué pasa
chiquita? ¿Te asusta? ¡Igual, es entendible! ¡La de nenitas que se mearon
encima cuando se las enseñé!, dijo agravando la voz, sin modificarle una gota
de sensualidad. Me reí como una tonta, le quité la blusa y fui a colgarla en
una silla. Cuando regresé a mirarla, Clara se estaba aflojando el cinto para
abrirse el pantalón y quitárselo. Apenas terminó me lo dio, y yo lo doblé para
posarlo en la silla donde colgaba su blusa.
¡Eeepaaa, qué
nena obediente resultaste Rusita!, me dijo cuando yo temblaba como poseída por
una extraña enfermedad, reparando en que ella usaba las mismas chatitas que yo
en los pies. Me embobé unos segundos recorriendo su cuerpazo desnudo y me le
fui encima como una leona salvaje. ¡No aguantaba más! Comenzó el show de besos
y caricias por todos nuestros rincones, y yo caía en la cuenta que había pasado
mucho tiempo de que no me tocaban así. Las dos nos quitamos el corpiño a la
misma vez y los arrojamos a la silla, riéndonos como colegialas. Luego ella se
quitó una especie de trusa negra, y yo apenas me bajé la bombachita hasta las
rodillas.
¡Dale nenita,
sacate todo putona, quiero ver si la tenés mojadita!, me dijo mordiéndose los
labios. No iba a negárselo. Apenas me la quité se la tiré entre las tetas, y
ella se la refregó contra sus pezones cada vez más erectos, mientras yo hacía a
un lado el cubrecamas.
Ella tomó la
iniciativa. Mientras se burlaba eróticamente de la humedad de mi bombachita, me
recostó en la cama sin ninguna delicadeza. Ni bien empezó a inclinarse, supongo
que para deleitarme con sus besos, yo le abrí las piernas, segura de lo que
necesitaba con todas mis ansias. Como respuesta a mis movimientos, ella se
tumbó sobre mí para enroscarnos como serpientes, estremeciéndonos por el
contacto de nuestras pieles afiebradas. Mis manos le recorrían su espalda ancha,
y ella me mordía el lóbulo de la oreja, haciéndome delirar con las gotas de
saliva que sus labios no podían retener.
¡Qué nena
preciosa, aaaay, Rusitaaa, me volvés loca zorritaaaa, y me encantó tu olor a
concha! ¡Tenés toda la babosa empapada!, me susurraba entre jadeos de otro
planeta. De repente uno de sus muslos comenzó a frotarse en mi chucha, y yo
solita empecé a subir y bajar mi pubis contra él, haciendo un verdadero oleaje
con mis jugos en su piel, mirándola a los ojos como una amante despechada. Mis
gemidos ya no tenían consuelo, y menos desde que sus labios atrapaban uno a uno
mis pezones para morderlos y chuparlos, y mis dedos se entrelazaban en su pelo
para presionarle la cabeza. ¡No quería que se detenga jamás!
Pronto, cuando
estaba distraída hamacándome en las sensaciones de su lengua por mis tetas, me
abrió las piernas. Ni bien palpó mi vulva con su mano sudada no pude otra cosa
que gritarle: ¡Aaay, así así, tocame todaaaa, pajeame Clariiii, tocame la
chuchaaaa, frotala todaaaa, meteme esos deditos guachonaaa!!
Empezó a
penetrarme con un dedo, y enseguida con dos, cuando mis jugos parecían clonarse
en mi interior. Pero se detuvo al sorprenderse por una pequeña mal formación
genital que me acompaña desde siempre.
¡Quéee, que,
estrechita la tenés mi vida! ¿Vos no, digo, no sos virgen por casualidad?!,
dijo con cierta preocupación.
¡Nooo, dale Claritaaa, cogeme asíii con esos dedoooos,
dalee, cogeme amor!, le pedí insoportable y alzada. Tenía el orgasmo en la
puerta de la concha, y no podía ponerme a detallarle mi anomalía. Pero
entonces, ella me quitó los dedos de la concha para lamerlos, y yo le elevé una
de mis piernas para que ella se acomode sobre mí, y de esa forma nuestros sexos
se amen en libertad. Aquel contacto me hizo gemir como nunca. Sentí como un
latigazo en el clítoris, y unas vibraciones se apoderaron hasta de mi columna
vertebral. Estiré las manos para acariciarle las tetas, y ella me pedía que le retuerza
los pezones, mientras nuestras conchitas se frotaban, humedecían más y más, se
golpeaban y mecían al compás de nuestras respiraciones. Al principio todo
parecía en cámara lenta. Las dos queríamos disfrutar de los primeros deslices.
Luego todo se convirtió en una guerrilla en la cama, una revolución de
sensualidades derramándose por toda la habitación. Yo intentaba seguirle el
ritmo, alzando mi pubis para pegarme a sus movimientos, y latiendo junto al
vaivén de mi botoncito mágico, a esa altura tan erecto como un pequeño pene.
¡Aaaah, aaay, asíii, cogeme Claraaaa, dame concha mamiiii,
cogete toda a esta putita!, le gritaba sin poder controlar el sonido de mi
garganta rebalsada de placer. Me aferré a sus caderas cuando ella me bombeaba
con su sexo tan pegado al mío que, por momentos tenía la sensación de que mi
concha le iba a devorar la suya. ¡Había olvidado mis épocas de chica pasiva, y
esta hembra al rojo vivo me lo recordaba con creces!
Clara me sobaba las tetas como si quisiera sacarme leche, y
me las pellizcaba cuando su orgasmo circundaba en sus adentros. Fue allí que de
repente giré la cabeza y vi su arma reposando en la mesita de luz. No sé por
qué, pero eso me excitó mucho más. Me costaba resistirme. Ya no podía pedirle a
mi orgasmo que se espere con el panorama de su revólver en mi mente, nuestros
roces calentándome los músculos y su conchita presionándome el clítoris con
habilidad. Por eso le grité estirándole los brazos: ¡Besame putita, comeme la
boca mi vida, dale, comeme ahora!
Ella se despegó de mi cuerpo y me apresó en sus brazos
recios, me escupió las gomas y me besó, metiendo su lengua carnosa y larga en
mi boca, la que yo comencé a chupar y lamer con desesperación. Entonces, le
disparé mis chorros abundantes y calientes contra su concha, gimiendo como una
inexperta, envalentonada por sus movimientos veloces. Tanto que la cama
golpeaba la pared con ganas. Me sentí una máquina de acabar, porque seguido de
eso, varios chorros más de flujo salían con fuerza de mi interior ni bien le
alcé un poquito más mi pierna derecha. Primero sentí un calor mezclado con un
ardor extraño. Luego un estridente plab sucumbió en mi nalga, y después otro, y
otro más. ¡Hacía mucho que no me venía un squirt tan violento! Cada vez que su
pesada mano azotaba mis nalgas y parte de mis muslos, una parte de mi
estructura parecía desvanecerse. Por eso me retorcí una vez más y volví a
dejarme ir en otro orgasmo súper abundante de líquidos, que le bañó las costas
de su vagina perfecta. En ese preciso segundo, mi conchita comenzó a percibir
su acabada fenomenal. Me regó toda, como a una flor silvestre mientras me
gritaba: ¡Tomáááaaaá putonaaa, guachita suciaaaa, sentí cómo te mojo toda la
concha por putita nenaaa!
No sé cómo pasó que nos fuimos serenando. La lluvia casi no
se oía. Solo nuestras respiraciones intentando recomponerse. La cama era un río
de jugos, saliva y sudores compartidos. Nuestros cuerpos brillaban de un placer
inmaculado y mayúsculo. Me pareció buena idea no poner música. Nada nos seducía
más que nuestras miradas desenfocadas, la desnudez de dos hembras oliendo a
sexo renovado, y el silbo del viento entre los árboles. Hasta que ella se
acomodó sobre mi cuerpo repleto de expectativas, tomándome en sus brazos para
comenzar a besarnos de diferentes formas. Nuestras bocas lo deseaban tanto como
nosotras, y parecían no querer despegarse. Yo gruñía como un animal salvaje,
recorriéndole la espalda con mis manos, y ella se disponía a erosionarme la
nuca con sus dientes. Me daba unos mordisquitos deliciosos, supongo que para
escucharme suplicarle que no lo hiciera. Me mordía las orejas y me cubría los
ojos con sus manos para sorprenderme. No se olvidaba de nalguearme de vez en
cuando, y eso me electrificaba los sentidos. De repente se dejó caer a mi lado
de espaldas en la cama. Lo que yo aproveché para treparme a su cuerpo ardiente,
decidida a enlazarle mis brazos a su cuello, apoyarle la cabeza sobre sus tetas
monumentales y embriagarme con su perfume masculino.
¡Qué rico me cogiste Clarita! ¡Hacía mucho que no me sentía
tan mujer, tan sumisita!, le dije mientras le lamía uno de los pezones, y ella
me instaba a que se lo muerda. Cuando me negaba volvía a enrojecerme la colita
con sus chirlos, los que yo disfrutaba como una condenada.
¡Vos estás muy rica pendeja! ¡Qué polvazo te saqué mamita!
¡Me encantó cogerte Rusita! ¡Y, bueno, yo no sé vos, pero yo quiero más!, dijo
al fin, quejándose por alguno de mis mordiscos impiadosos por sus tetas. Le di
un beso de lengua, alcé mi rostro ante su mirada lasciva y le dije: ¡Me encantó
que me hagas tu mujer! ¡No sé si alguna vez me cogieron con tanto cariño! ¿Tenés
novia vos?
Sentí vergüenza de mis averiguaciones. ¡No quería que
pensara que me le estaba regalando así nomás! Pero ella distendió el momento
con una sonrisa amplia mientras negaba con la cabeza.
¡Novia no tengo! ¡Me cojo a un par de pendejas de 22 y 26
años! ¡Una es de la policía! ¡La otra es la primita! ¡Se hace la rica con los
pibes, pero le gusta más la concha que el dulce de leche! ¡Por ahora me escapo
un poco del compromiso, ¿viste?! ¡Pero no hablemos de eso ahora!, me explicó
paciente.
¡Entonces, con vos ya perdí! ¡Yo estoy medio grandecita para
vos! ¡Ya tengo 34, y por lo que parece, te gusta la carne joven amor!, le dije,
tal vez aturdida por un ataque de celos repentino. Pero ella no le dio
importancia a mi comentario. Otra vez nos regalamos unos mimos, hasta que de
pronto le susurré al oído: ¿Sabés lo que me pasó? ¡Mientras me fifabas, vi tu
arma en la mesita de luz, y eso me hizo tener un subidón de la puta madre! ¡No
sé bien qué onda! ¡Creo que la excitación de verla hizo que acabe más rápido!
Ella se rió por lo bajo, estiró uno de sus brazos para
alcanzar la pistola y me la puso contra la cara. Me la frotó por el cuello y
las mejillas. La presionó sobre mi pómulo izquierdo para hacerme sentir el
rigor del metal frío, el terror de lo que significaba aquello, mientras me
retorcía uno de los pezones y me decía: ¡Cómo se te endurecen las tetitas mi
cielo! ¿Tenés miedo zorrita? ¿Te dan ganas de mearte del miedo, de salir corriendo
a buscar a mami, putoncita?, y se reía con una carcajada misteriosa.
Le tomé la mano que portaba el arma con las dos mías, se la
besé, y como una maldita fetichista me puse a lamer la pistola. Chupé el
obsceno caño, la escupí y rejunté los hilos de baba que le caían con mis dedos
para metérselos en la boca. Ella me los succionaba, me arrancaba el pelo con un
fingido recelo y me pateaba los tobillos. Después me restregó la pistola por
las tetas, riéndose descontrolada mientras me gritaba: ¿Así te gusta, viciosa?
¿Eeee? ¿Te calienta tener una pistola entre las tetas? ¿Te gustaría que te la
refriegue en la concha?
¡Síii, baleame toda perra, me encanta que me trates asíii,
cogeme otra vez por favoooor!, le dije confundida, excitada, histérica y
desafiante. Ella dejó el arma en el suelo para disponerse a besarme y
acariciarme entera con una obsesión que, por momentos parecía desgarrarme la
piel. Yo le retribuía cada acto de cariño con gemidos, suspiros, lametazos a
sus gomas infartantes y con lagrimitas en los ojos. Cuando empezó a mordisquearme
los pezones, y su mano regresó a reconocer el calor de mi cosita, supe que no
había retorno. Pero yo no podía dominarla. Por lo tanto, la dejé que me bese,
lama y muerda las ingles, e vientre, el ombligo, los muslos y que frote su cara
en mi monte de Venus. Luego me levantó las piernas para saborear mi sexo de una
forma tan grosera como excitante, tanto que me tenía arañando los umbrales del
clímax como nadie lo había logrado. Me hundió su lengua en la vagina para
moverla de un lado al otro, del culo al clítoris y de la superficie a sus
profundidades colmadas de jugos. ¡Y la pobre se me contraía cada vez más, latía
como un huracán y se me tornaba tan sensible como mis emociones! Cuando comenzó
a lamerme exclusivamente el clítoris, volvió a sorprenderse.
¡Tiene el tamaño de una bala este botoncito bebé!, me dijo
con su lengua recorriéndolo, como si buscara sacarle punta a un lápiz. Es que,
dada la mal formación genital que tengo, mi clítoris se levanta solito de entre
su envoltura sagrada y asoma su grandeza al mundo, siempre que estoy así de
alzada. ¡Para colmo mide 4 o 5 centímetros el guacho! Pero cuando volvió a
concentrarse, me lo chupeteaba enterrándome sus dedos en la vagina, me
palmoteaba la cola, me rasguñaba las piernas y me masajeaba los pies. ¡No sé de
dónde le salían tantas manos a la oficial!
Cuando retiró sus dedos de mi intimidad, fue deslizando sus
labios por mi sexo, hasta que sentí que su lengua caliente comenzó a rodear el
agujero de mi culo. Chillé como una maricona, me estremecí y me llevé los pies
a la cola, casi que por instinto. Ella me dio un chirlo diciendo: ¿Querés que
te pegue un tiro en la concha pendejita?, y volvió a besarme la chucha, ahora
presionándome el ano con un dedo, el que no se atrevió a clavarlo como mi
ansiedad se lo habría pedido. Solo cuando yo le facilité la tarea separándole
un poco las piernas, creí que me podía desmayar de la calentura, porque ella
siguió jugando con su lengua y dedos en la puertita de mi culo, hasta que me lo
penetró con su dedo medio, re contra lubricado por su saliva, mis jugos y
nuestros sudores. Al mismo tiempo su pulgar se incrustaba en mi vagina. Mis
articulaciones corrían el riesgo de desmoronarse entre tanto placer. No sé cómo
lo hacía, pero sus dedos se encontraban en la delgada pared que divide el culo
de la concha, inquietos y escurridizos, mientras yo aullaba en medio de una
euforia que me hacía doler los pezones.
¡Uuuuuy, aaay, qué rico me cogés mi vidaaa, seguí asíiii,
soy tu trolitaaa, haceme lo que quieras con esos dedos, haceme gozaaaar,
asíiii!, le decía sin importarme que algún vecino pudiera escucharme. Afuera ya
no había ni rastros de la tormenta, y la noche estaba silenciosa como de
costumbre, a excepción de alguna moto con el escape suelto que pasaba por la
calle. Ella sabía controlar los tiempos de mi sexualidad. Evidentemente supo
cuando estaba al borde de acabar, porque de pronto retiró su pulgar de mi vulva
para bajar con su boca decidida a chuparme el clítoris otra vez. Yo sentí que
dos chorros suficientes, cálidos y enérgicos le inundaron la boca, y la oí
saborearlos, tragarlos y relamerse los labios con voz de triunfo. No podía
verla, porque me costaba abrir los ojos para acostumbrarlos a la realidad. Me
sentía mareada, feliz, agitadísima y en paz conmigo misma. Ella pareció
comprenderme, porque enseguida se extendió sobre mí para comerme la boca con
los sabores de mi fuente sexual, acariciarme el pelo y abrazarme con sinceras
ganas de no dejarme ir ni a la esquina.
¡Qué conchita más rica tiene esta nena!, me dijo al oído
apenas abrí los ojos, le sonreí y le agradecí por el momento.
¡Es toda tuya Clari, para cuando quieras! ¡Me hiciste gozar
como una perra che!, le dije, agotada y satisfecha. Pero pronto una duda me
invadió los sesos. ¿Ella habría acabado en algún momento? Me sentí injusta,
poco compasiva, o tal vez desatenta con ella. Por eso, ni bien se sentó en la
cama con los pies en el suelo y la oí carraspear: ¿Dónde está el baño
tesorito?, yo me deslicé por la cama hasta llegar al centro de sus piernas,
paseando mi lengua por la parte exterior de mis labios.
¿Querés hacer pichí?!, me salió casi sin proponérmelo. Ella
asintió, mirándome fijamente, como queriendo decirme algo. Todo su cuerpo se
tensó en una especie de perversa tranquilidad que le enmudeció hasta los
pulmones. Pero entonces murmuró: ¡Qué linda que te sale la palabra pichí
bebota!, y eso me dio el pie que mi fantasía más antigua anhelaba en silencio.
¡Hacémelo, dale, haceme pis Clari, en la boquita!, le dije
separando mis labios, pegándome en la cara, exhalando el aroma de su vagina
abierta a pocos centímetros de mi olfato libidinoso. Ella me tomó de los
hombros, me recostó en la cama boca arriba con la cabeza sobre uno de los
bordes del colchón, ladeó su mirada de un lado al otro como no creyendo en mi
oferta, y se trepó a mi cuerpo. Se hincó poniendo una rodilla a cada lado de mi
rostro, midió con exhaustiva precisión el ángulo donde debía disparar, se
separó los labios vaginales, me regaló una última mirada diciendo para sí: ¡Qué
nena cochina!, y entonces sentí el renacer de un chorro que descendía hasta mi
paladar. La tomé de sus caderotas para aferrarme a ella y delirar desde que pegué
mi boca a su vagina para sentir cómo mi garganta se abría a su líquido salado,
caliente, interminable y tan saludable como nuestras pasiones. Entonces, apenas
terminó de mearme toda, y yo de tragarme todo, comencé a recorrerle la conchita
con mi lengua y dedos, a lamerle cada rincón de su sexo, a morderle las piernas
y a frotarle el clítoris hasta con mi mentón. Ella gemía como una loca de
remate, temblaba y me machucaba las piernas para no perder el equilibrio. Yo
gruñía cada vez más sedienta con mi boca adherida a su concha, chupaba
ruidosamente, le pegaba en la cola y me llenaba de sus clamores para que no me
detenga. Ella empezaba a moverse de atrás hacia adelante sobre mi rostro, el
vientre se le sacudía preso de un espasmo inevitable, la voz se le enronquecía,
y de repente, algo como unas gotas de pis volvieron a empaparme la cara. A eso
le siguió un chorro más violento, y luego uno más cuando mi dedo intentaba
rozarle el culo sin demasiado éxito.
¡Seguíiii, asíii Rusitaaa, qué putita lame concha que
soooos, dale que te doy todoooo!, decía, cuando sus últimos truenos de flujo
eclipsaban mi rostro, sus movimientos amenazaban con quebrarle la investidura y
sus manos me moreteaban las gomas. Parecíamos borrachas, drogadas o zombies.
Ninguna podía levantarse de la cama. Recuerdo que nos duchamos por separado,
que le sugerí quedarse a dormir conmigo, que bebimos una limonada, y poco más. ¡No
cabía dentro de mí tanta adrenalina junta!
A eso de las 11,20 me despertó el celular. Era mi vieja,
como todos los domingos, para preguntarme si iría a almorzar con la familia.
¡Hola ma! ¡Mirá, no creo que vaya! ¡Llegué muy tarde anoche!
¡Así que, no me esperen! ¡Coman tranquilos!, le respondí bajo la atenta mirada
de Clara. Yo también la interrogaba con gestos silenciosos a ella, para saber
si le apetecía regalarnos otro polvo magistral.
¡Creo que me voy a quedar a comer algo acá nomás!, concluí
antes de cortar la comunicación. Mi madre me dijo que me guardaba algo de asado
si sobraba.
¿Te quedás, no?!, le pregunté a Clara con los matices de una
niñita temerosa de estar sola en su casa, mientras ella se desperezaba como una
gata voluptuosa, haciéndome desearla más.
Pero ese mediodía solo charlamos, tomamos unos mates,
escuchamos algo de música, compartimos un porro, y yo le pasé mi número de
celular para arreglar una nueva cita. Todavía la sigo esperando. Pero con la
cogida que me regaló semejante mujer, tengo para saciar mi sed, al menos por
unos días! Fin
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Este es mi correo ambarzul28@gmail.com si quisieras sugerirme o contarme tus fantasías te leeré! gracias!
Acompañame con tu colaboración!! así podré seguir haciendo lo que más amo hacer!!
Cafecito nacional de Ambarzul para mis lectores nacionales 😉
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