Supongo que esas fueron de mis primeras
palabras, las más codiciadas por mis sentidos. De muy chiquita tenía la extraña
costumbre de pedirles a todos que me hicieran upa. Aprendí a caminar a los dos
años, dejé los pañales a los tres, y los dibujitos animados me aburrieron a eso
de los siete. Sin embargo, debía fingir que me fascinaban para ver la tele sentadita
en las piernas de mi hermano mayor, o mi abuelo, o alguno de mis tíos. Con la
mamadera fue más difícil. Mamá luchó demasiado con mis berrinches cada vez que
me servía la leche con chocolate en taza. Se esmeraba en comprarme vasitos con
bombilla, con formas y colores llamativos, con preciosas caricaturas
estampadas. Pero finalmente, a pesar que ya tenía seis años, me preparaba una
mamadera y me la daba con todo su amor de madre. Claro que ya no me sentaba en
su falda para dármela. Tampoco me horrorizaba si alguna de mis amigas me veía
tomando la leche en mamadera, cuando venían a jugar a mi casa. Seguro que les
parecía rara, pero aún así nunca me lo hicieron sentir. Sin embargo, junto con
mis 9 o 10 años, llegó el furor de mis ganas imperiosas de querer estar sentada
siempre arriba de alguien. No sé qué cosa pudo haberlo detonado. Cuando era más
peque, me gustaba que mi santa madre, harta de mis reproches y caprichos me
alzara en sus brazos cuando íbamos de compras. Tal vez fue después de la tarde
que mi hermano Sergio y yo vimos una peli de acción en el living de casa,
cuando mis padres no estaban. Ellos no querían que yo viese ciertas cosas. Por
lo que recuerdo, era una peli de autos que se transformaban, un par de
mafiosos, unas chicas a las que se le veían las tetas, y no mucho más que eso.
Pero no puedo olvidar que me gustaba estar en sus brazos, sintiendo sus manos
en mis piernas casi desnudas, ya que yo andaba en pantalón cortito.
Quizás fue cuando mi primo Ezequiel me encontró llorando en la cocina, porque mi mamá no me dejaba comer helado, ya que andaba con dolor de garganta. A pesar de eso mi madre había decidido que pasemos el día en la casa de mi tía, en una especie de reunión familiar. Pero el bueno del Eze, como le decía mi abuela, se apiadó de mis lagrimitas de cocodrilo.
¡Vení, vamos a mirar unos dibus, que yo tengo un regalo para vos!, me dijo, y me alzó en sus brazos para llevarme a su habitación. Enseguida prendió la tele, sacó una cajita de leche chocolatada de vaya a saber dónde, y se sentó en su cama conmigo sobre sus piernas. Estuve largo rato tomando la leche en los brazos de mi primo, que me llevaba 5 años, sintiendo que algo duro rozaba mis nalgas. Esa cosa dura le latía, y parecía moverse adentro de su ropa. Yo ya tenía 8 años. Recuerdo que le pregunté algo respecto a eso, y que a él le dio vergüenza responderme. Sin embargo, cuando terminé de tomarme la leche, empezó a moverme de arriba hacia abajo, como si necesitara con urgencia que mi cola se frote contra él. Lo hacía muy despacito, y todavía sin darme explicaciones. Pero yo lo disfrutaba.
Lo cierto es que, con el tiempo me envicié con esa sensación, y cuando pasaban días sin sentarme en las piernas de alguien, o sin estar bajo la calidez de unos brazos rodeándome, tenía sueños muy extraños. A veces, soñaba que viajaba en el colectivo, que elegía a cualquiera para sentarme en sus piernas, y que ese hombre o mujer empezaba a llenarme la cara de besos. Generalmente me despertaba cuando aquel ser estaba a punto de besarme en la boca. Es difícil de explicar las cosquillitas que sentía en la vagina cuando me despertaba. Supongo que en esos tiempos empecé a acariciármela, o a frotarme con una almohada, o con mi osito favorito, que se llamaba Mumo.
Cuando tenía 9, viví mi primera experiencia osada para mi edad, aunque cargada de inocencias. Habíamos ido a visitar a mis abuelos, y al final del día, se me ocurrió preguntarle a la abuela si me podía quedar unos días con ellos, aprovechando mis vacaciones de verano. Ella me dijo que sí, feliz de que al menos una de sus nietas quiera quedarse a hacerles compañía. Al día siguiente, me levanté a desayunar. Evidentemente era domingo, porque la abuela todavía no se había levantado. Pero el abuelo leía el diario bajo la parra, en ese patio inmenso que jamás podré olvidarme.
¡Hola hijita! ¿Qué pasó? ¿Te caíste de la cama?, me dijo con amabilidad. Me acuerdo que sentí un poco de frío por el vientito de la mañana, y caminé hacia él para darle un beso, deseándole un buen día. Pero cuando me acarició el pelo, sin ninguna intención pecaminosa, yo le tiré el diario al suelo y me subí a sus piernas para que me abrace.
¡Uuupa, me parece que la nena tiene frío! ¿Por qué no te pusiste un bucito? ¡Sabés que siempre a estas horas la brisa es fresca!, me decía mientras me apapachaba en sus brazos, me sobaba las piernas, porque yo andaba en pantalón cortito y musculosa, y me prometía comprarme un helado más tarde, apenas escuche el silbato del heladero ambulante. Yo me reí con felicidad, y entonces empecé a sentir una dureza contra mi colita de nena que me movilizaba. Al punto que ya sentía calor en todo mi cuerpo. No supe cómo fue que pasó. Pero de repente, tal vez por lo estirado de los elásticos de mi shortcito, en medio de las cosquillas que el abuelo me regalaba mientras yo le prometía que me comería todo el guiso de la abuela, por más horrible que estuviese, sus manos necesitaron subírmelo, porque yo ni me había dado cuenta que se me estaba cayendo. Y sumado a esto, su pene crecía vigorosamente contra mi cola.
¡Abu, ¿Cómo puede ser que el pene se les ponga tan duro?!, le pregunté, sin parar de reírme, antes que ya no fuera capaz de animarme.
¿Y por qué preguntás esas cosas vos, chirusita? ¡Me parece que te querés hacer la grandota, y todavía no te lavás los dientes cuando te levantás!, me decía con su voz tan dorada como los rayos de sol que comenzaban a saludarnos en lo alto, sin dejar de hacerme cosquillas. De hecho, se detuvo cuando el pantalón terminó por deslizarse hasta mis tobillos. Entonces, siéndole totalmente fiel a mis ansias, me acomodé mejor contra su pija y empecé a frotarme, como me había enseñado mi primo sin querer. El abuelo parecía no encontrar las palabras para detenerme. Me acariciaba las piernas de otra forma, y procuraba que no se me corra la bombacha, sosteniéndola de los costados. No sé cuánto duró. Pero enseguida los suspiros del abuelo se hacían más profundos. No me asustaban, ni me preocupaban. Yo quería más de esa cosa dura contra mi cola. Recuerdo que hasta pensé en pedirle que me lo muestre. Pero sabía que eso era llegar demasiado lejos. Después, me bajé de sus piernas porque alguien golpeó las manos en la tranquera. Al abuelo le dio vergüenza que aquel inoportuno me hubiese visto sentada sobre él, en calzones. Me lo decía mientras me mandaba para adentro de la casa. Por suerte la abuela todavía no se había levantado. Por eso tuve tiempo de vestirme. También recuerdo que descubrí que tenía la bombachita mojada, y eso me generó más dudas, aparte de un calor aún más intenso en el abdomen.
Ese mismo día por la tarde, llegó mi tío Alberto con un montón de novedades y regalos del pueblo. Me tomó por sorpresa mientras yo ayudaba a la abuela a barrer las hojas secas del patio. Puso sus manos en mi cintura y me alzó en sus brazos para besuquearme las mejillas, haciendo mención a todo lo que crecí desde la última vez que nos vimos. Sus brazos me mecían mientras me hablaba, y eso me hacía volar, aunque no en tenía por qué. De a poco volvía a notar que se me mojaba la bombacha cuando me apretaba fuerte contra su pecho, me acariciaba el pelo, la cara y las piernas, ya que aún conservaba el mismo short que en la mañana.
Al rato, mientras los abuelos mateaban bajo el alero del patio, y los grillos nos adentraban cada vez más en la noche, el tío me llamó para regalarme un chupetín.
¡Qué grande que estás mi Flopina! ¿Todavía te sigue gustando que te hagan upita? ¡Me acuerdo cómo renegaba tu madre para que camines un poco, y para que no te chupes los dedos!, me decía, cuando yo ya estaba sentada sobre sus piernas, con el chupetín en la boca, haciendo demasiado ruido al saborearlo.
¡Acordate que tu madre no quiere que comas esas cosas, por las caries!, me dijo el abuelo, cuando el tío se reía con amabilidad, y la abuela lo rezongaba.
¡Che papi, ¿Y ustedes están seguros que mi sobrina no tiene ningún noviecito, o candidato?! ¡A mí me parece que está más caderona, y más culoncita de la última vez que la vi! ¡Vos viste cómo son los pibes en el barrio! ¡La van a querer enamorar, porque es una muñeca la nena!, decía mi tío, tal vez ignorando que mi cola percibía a la perfección que su bulto se elevaba un poco más.
¡No le digas esas cosas, que después se la cree, y andá a bajarla!, dijo el abuelo.
¡Aparte, la Flopy es una nena todavía! ¡Si todavía se chupa los dedos, mira dibujitos, y toma la leche con bombillita!, me ridiculizó la abuela. De todos modos, eso hizo que inexplicablemente el pito del tío Alberto crezca otro poquito, y que a mí se me moje un poco más la bombacha. ¡Pero, yo estaba segura que no me estaba haciendo pichí encima!
A los días, volví a estar en los brazos de mi primo Ezequiel, mirando los dibujitos en la casa de mi tía. Esa vez fui directamente al grano.
¡Hey Eze, tenés el pito re duro nene! ¿No te molesta que yo esté sentada arriba tuyo? ¡Digo, ¿No te duele?!, le dije, sintiendo que mi cola una vez más se acostumbraba a esa dureza. ¿Por qué a mi primo, a mi abuelo y al tío Alberto se les ponía así de duro cuando yo me sentaba encima de ellos? No me lo podía explicar. Pero recuerdo la sensación de querer abrirme las nalgas y meterme un dedito en la cola, o de sentir aquella cosa dura contra mi agujerito. ¡Y eso que todavía era una nena!
¡Callate Flopy, y mirá la tele, o le digo a tu mamá que fuiste vos la que se comió lo que quedaba de pasta frola!, me acusó sin ponerse nervioso. Pero entonces, mientras yo miraba esos dibujitos estúpidos con indiferencia, notaba que el pene de mi primo crecía un poco más. A eso le agregaba unos suspiros extraños. También aferraba mis piernas contra su pubis para moverse lentamente, llevando mis caderas arriba y después abajo. Tenía las manos sudadas, y como los dos estábamos en pantalón corto, cada roce de nuestra piel parecía hechizarnos, ya que ninguno de los dos podía hablarle al otro.
¡Hey, Flopina, ¿No querés ir al baño?!, me interrogó de pronto. Sé que le dije que no, y ni bien me terminé de comer el alfajor que él mismo me había dado a escondidas, me bajó de sus piernas y salió como una bala, diciéndome que ya regresaba. Hoy, en mi presente cargado de lujuria y conocimientos, sé que tuvo que haberse pajeado de lo lindo en el baño. ¿Cómo podía ser que a mi primo de 14 años se le pare el pito con su prima de 9?
Más adelante volví a sentarme a upa del abuelo. A él le encantaba que yo se lo pida. Generalmente, una vez que me hacía upa, me daba alguna golosina, o algún postrecito. Una de esas veces, le pregunté si mis piernas le gustaban tanto como para acariciármelas todo el tiempo. No recuerdo su respuesta. sólo que, de repente me hacía dar pequeños saltitos contra su pene, jugando a que era un caballito, y me llevaría a un mundo rodeado de príncipes y todas esas cosas con las que ni siquiera soñaba. Yo me devoraba un postrecito de vainilla y caramelo, cuando el galope de sus piernas no de detenía, y una de sus manos entró bajo los límites de mi pantalón de gimnasia.
¡Quería saber si te habías puesto bombacha! ¡Me contó un pajarito que, ayer dormiste desnuda! ¡Eso no está bien Flopina!, me dijo cuando retiró su mano, luego de amasarme una nalga y darme dos palmaditas tiernas. Seguro la abuela le contó que cuando me fue a despertar por la mañana, me descubrió desnuda al destaparme. Es que, en mitad de la madrugada descubrí que tenía la bombacha mojada, y tuve miedo de haberme hecho pis.
¡Ya sé abu, que eso no está bien! ¡Pasa que, cuando me acosté y me saqué el pantalón, se ve que con el sueño que tenía, hasta me saqué la bombacha!, le mentí descaradamente. Tal vez eso motivó al abuelo a pegarme un ratito contra su pecho y pubis, y a suspirar de una forma que nunca lo había escuchado. Entretanto, balbuceaba cosas como: ¡Quietita nena, así, quedate quieta, no te muevas, pobre la nena, que sin querer se sacó la bombachita!
Después de un rato de calma, el rostro del abuelo recuperó sus colores, y cada arruga se le iluminaba con un resplandor distinto. Entonces me bajó de sus piernas, diciéndome: ¡Vaya a lavarse la carita y las manos! ¡Y a dormir la siesta! ¡Y tenga cuidado con no desnudarse esta vez, que hace frío!
Mientras intentaba dormirme para que la abuela no se enoje, pensaba en qué hubiese pasado si el abuelo se encontrara con que debajo de mi pantalón no había nada. No podía dejar de pensar en el contacto de su mano grande y huesuda contra mi cola, y seguía sin entender por qué se me mojaba la vagina, en medio de un calor que no provenía de la chimenea de la casa.
A los 10, cada vez que nos visitaba un tío, o el abuelo, o mi padrino, yo me las ingeniaba para que me hagan upa. Cuando mi padrino llegó una tarde para el cumpleaños de mi hermano, yo me hice la descompuesta. Permanecí un rato encerrada en mi pieza, hasta que mi madre vino a contarme de su visita. Entonces, salí medio despeinada y con cara de dormida.
¿A dónde está la nena más linda de la casa?, dijo mi padrino con su voz fuerte y arrogante. A mi madre nunca le cayó muy bien.
¡Anda media descompuesta tu ahijada! ¡Así que nada de golosinas para ella, por favor Mario!, le advertía mi madre, mientras mi hermano y sus amigos batallaban con los videojuegos, comiendo sanguchitos, torta, galletitas y panchos.
¡Me duele la pancita Padrino! ¿No querés hacerme upa, para que se me pase un poquito?, le dije cuando mi madre abría gaseosas y reponía servilletas.
¡Venga con el padrino mi bebota! ¡Y no le diga nada a su madre, pero esta bolsita de alfajores, es para vos! ¡Después yo te la llevo a tu pieza!, me decía mientras se golpeaba una pierna para invitarme a subirme. Una vez allí, Mario comenzó a sobarme la panza, intercambiando miradas con mi madre, por si acaso se le ocurriera darme algo dulce, o un poco de coca.
¡Tranquila Elena, que está con el padrino! ¡Además, me parece que es pura maña lo que tiene! ¿No cierto bebé?, me decía, haciéndome cosquillas en las axilas para hacerme reír, sin dejar de sobarme la pancita, y oliéndome el cuello con una obvia fascinación.
¡Me encanta el perfumito que te pusiste! ¿Ese es el que te regaló la tía Alicia?, me preguntaba, expandiendo sus masajes a sus piernas, y haciéndose el tonto cada vez que llegaba al inicio de mi pubis.
¡Ups, perdón Flopy, me olvido que ahí no se toca! ¡Me olvido que ya no sos tan chiquita! ¡Uuuupa, perdoname corazón! ¡Fue sin querer!, se excusaba cada vez que sus dedos apenas se posaban sobre mi vagina. Al mismo tiempo, su pito se abultaba bajo la presión de mi cola.
¡Igual, creo que estás más pesada que la última vez que te alcé!, me decía, ahora meciéndome hacia los costados, tal vez para evitar que yo perciba su erección.
¿Me estás diciendo que soy una gorda? ¿Vos decís que soy fea, y que ya no soy tu sobrina preferida?, le dije, simulando ponerme mal. Incluso hasta fingí un sollozo. Él se alarmó, y buscó por todas las formas posibles disculparse. Me prometía de todo. Hasta que yo le dije que sólo lo perdonaría si me juraba una cosa.
¡Yo te perdono, pero, si vos, me mostrás tu cosita!, le dije cerca del oído. Él pareció perplejo, o reflexionar mucho tiempo en mi disparate.
¿Cómo? ¿Qué cosita querés que te muestre?, me dijo, evidenciando algunos pudores.
¡Quiero que me muestres tu pito! ¡Quiero saber por qué se te pone duro!, le dije, bien pegadita a su oído para que no le queden dudas.
¡Flopy, eso, creo que no va a ser posible! ¡Vos sos muy chiquita para esas cosas! ¡Además, ya vas a tener tiempo para eso, cuando conozcas a un chico, y tengas más de 15, o 16 años, y seas una mujer! ¡Pero, eso no te lo puedo prometer yo, que soy tu tío!, me dijo, mientras yo descendía lentamente de sus piernas, cada vez más enojada con su actitud. Me llamó dos veces mientras yo caminaba de nuevo a mi pieza. Pero yo no volví sobre mis pasos. Ni siquiera sé lo que pasó con la bolsita de alfajores que me había regalado.
A los 11, en el colegio trataba de jugar a cualquier juego inocente que conlleve el contacto, para sentarme arriba de los chicos. Pero con ninguno me pasaba igual que con mi hermano Sergio, o con mi primo. Aunque sí me besuqueaba con esos chicos, y eso también me llenaba de nuevas cosquillitas en la panza. Pero, estar sentada en las piernas de mi hermano, para mí era único. A pesar que a él le parecía una densa, una insoportable y pesada.
¡Salí Florencia, sentate ahí nena, que está vacío!, me decía siempre, señalándome algún sillón cada vez que yo me le subía las piernas, mientras él jugaba a la play con sus amigos. Entonces, yo le ponía cara de perrito mojado, y él parecía ablandarse. Cuando eso no pasaba, Milton, su mejor amigo me llamaba y me invitaba a sentarme en sus piernas. ¡A ese sí que se le paraba el pito! Además, algunas veces lo escuché a mi hermano advertirle de mí.
¡No seas tarado, que es mi hermana! ¡Sé que le re mirás el culo! ¡Pero es una pendeja nene! ¡No te hagas el vivo!, le decía Sergio. Milton lo chistaba para que baje la voz, y mi hermano más o menos se calmaba. Pero, una tarde, fue tanto lo que se me había mojado la bombacha por sentir que su pene crecía bajo mis pompis, que cuando me levanté, tuve una especie de mareo. Imagino que en el momento se me ocurrió fingir que perdía el equilibrio. Por lo que, ni bien me levanté me tambaleé unos segundos en el aire. Milton se asustó, y le dijo a mi hermano que yo no me sentía bien.
¡Dejala, que siempre hace lo mismo! ¡Florencia, dejá de joder que estamos jugando!, le dijo Sergio, y acto seguido fue a la heladera para buscar más gaseosa. En ese momento yo aproveché a meterme en mi pieza. No imaginé que los planetas al fin se alinearían para mí. Al rato, Milton apareció en mi pieza con cara de preocupación. Yo ya estaba acostada en la cama, con una de mis manos palpando la humedad de mi bombacha. Quizás, aquel fue mi mayor acierto, porque, inmediatamente sus miedos se transformaron en unos ojos brillosos.
¿Estás bien Flor? ¿Te duele algo?, me dijo, escrutándome con una inocultable fascinación.
¡Sí, estoy bien! ¡Pasa que mi hermano es un tarado! ¡Sólo, me duele un poquito la panza!, le dije, una vez más mintiendo descaradamente.
¡Encima, no sé por qué, pero, tengo la bombacha mojada! ¡Yo estoy re segura que no me hice pis!, le dije al ver que no respondía, aunque me clavaba los ojos en la mano que al fin liberé del encierro de mi pantalón. Ahí sí que me miró con asombro.
¡Bueno, voy a decirle a tu mamá que no te sentís bien, así te hace un té, o algo!, me dijo, mirando por primera vez hacia la puerta. Pero yo fui más rápida que él. Me levanté de la cama de un salto, me le puse en frente y me colgué de sus hombros para estamparle un beso en la boca.
¿Qué hacés guacha?, me dijo, aunque no interrumpió el beso. Más bien lo continuó, y hasta dejó que le introduzca mi lengua entre sus labios.
¡Tu hermano tiene razón Flor, vos, sos una pendeja para andar chuponeándote con pibes más grandes!, me decía, mientras una de sus manos me amasaba la cola. ¡Yo quería volver a sentir su pito duro contra ella, y no sabía cómo pedírselo! Aparte, me re calentaba que ya tuviera la voz grave, una barba resplandeciendo y una especie de bigote.
¡Callate nene, si te gusta mi cola! ¿O no? ¡Si vos me mostrás tu pito, yo te juro que no le digo nada a Sergio que me besaste!, lo amenacé, usando mis propias acciones en su contra, sabiendo que si mi hermano se enteraba de nuestro besuqueo, lo iba a moler a palos. Él siempre solía defenderme de cualquier pibe que me molestara.
¿Qué? ¿Qué decís? ¡Fuiste vos nena, vos empezaste pibita!, empezó a elevar la voz, mientras afuera mi vieja discutía con Sergio por algo.
¡Dale, es una pavada nene! ¡Quiero ver un pito de verdad!, le dije, manoteándoselo cuando todavía él me tenía apretujada en sus brazos, aunque ya no nos besábamos.
¡Sentate ahí guacha!, me dijo, señalándome la cama. Yo lo hice, llena de nervios y re ansiosa. Él se bajó el vaquero, y luego de observar que tenía el bóxer re estirado por la erección de su pene, vi cómo se lo bajó, y un cilindro de carne tiesa, venosa y con una cabecita púrpura era sacudido de un lado al otro por una de sus manos.
¿Te gusta? ¿Estás contenta? ¡Esto es una pija de verdad!, me dijo, mientras se subía el calzoncillo a las apuradas, porque Sergio lo llamaba para seguir jugando. Él le había dicho que iría al baño. Pero, ahora las revoluciones de mi sexo aún por descubrir hicieron que mi bombacha se humedezca aún más. ¡Quería ver más pitos, y sentarme encima de ellos! Para colmo, Milton, antes de irse definitivamente de la pieza me dijo: ¡Y quedate tranquila, que no te measte! ¡A vos te pasa otra cosita nena!
Durante todos mis doce años me la pasé pidiéndole upita a todos cuantos pudiera. El tío Alberto disfrutaba de mi cola contra su pito, y era muy evidente. Pero la mayoría de las veces me bajaba a los 10 minutos, argumentando que ya estaba muy pesada para estar en brazos. Mi primo me ignoraba siempre que se lo pedía, porque se había puesto de novio con una vecinita que vive en frente de mi casa. Mi padrino, varias veces me tuvo en sus piernas, tal vez suponiendo que yo estaba dormida de verdad cuando empezaba a acariciarme la pancita, moviéndose lentamente para pegar su pubis a mi cola. Yo lo escuchaba suspirar bajito, mientras el resto de los chicos del cumpleaños, o la reunión familiar que fuese, hacían lío por todos lados. Milton era el más reticente a alzarme, pero él ya no me importaba demasiado. El abuelo, por otra parte, siempre sonreía cada vez que se lo pedía. Recuerdo que olfateaba mi cuello, me acariciaba el pelo y me contaba cuentos mientras me tenía encima, y mi cola sentía el crecimiento de su dotación masculina. Le gustaba que use shores o polleritas. En ocasiones me preguntaba si tenía algún novio en el cole.
¡Y decime una cosa! ¿A los nenes de la escuela, también le pedís upita?, me dijo una tarde, mientras me hacía cosquillas. Le dije que sí. Mi respuesta quizás lo incentivó a someter a mi cola al galope de sus piernas. Parecía que estaba arriba de un caballito. Para colmo, me había ubicado frente a él, con mis dos piernas abrazándole una de ellas. Él me sostenía de la cola para que no me caiga.
¿Te gusta jugar al caballito con el abuelo? ¿Te gusta que te hagas cosquillitas en las axilas, y que te toque así la pancita?, me decía, mientras el galope de su pierna no se detenía, y una vez más sentía que me mojaba el shortcito. Encima, como estaba por bañarme, no tenía bombacha puesta. ¡Es que, no hacía mucho había salido de la pileta!
¡Sí abu, pero, tocame acá, y poneme al revés, así me siento bien en el caballito!, le dije, poniendo una de mis manos sobre mi vagina. Inmediatamente, antes que él pudiera articular alguna cosa, me di vuelta, y el traca traca de su pierna comenzó de nuevo, esta vez a percutir mi cola. Él no supo controlarse. Su mano empezó a palpar mi vulva, mientras el mismo ritmo de su caballito lograba que su pija golpee una y otra vez a mi cola indefensa. Recuerdo que nos detuvimos porque la abuela nos llamó a tomar unos mates, y como ninguno de los dos pudo responderle, no le quedó otra que apersonarse en el patio para hacer efectivo su llamado.
Pero a los trece, ya no lo pude dominar. Había venido un amigo de Ezequiel a casa. Un pibe de unos 18 años, re lindo, rubio, de ojos verdes y con una boca hermosa. Mi primo había salido con mi hermano. Entonces, yo le propuse que lo espere adentro, y de paso le preparaba un jugo, o lo que quisiese. Él no tuvo problemas. En casa no había nadie. De modo que, ni bien se tomó el vaso de gaseosa que le traje, se lo pedí.
¡Che, te va a parecer raro! ¡Pero, ¿Puedo pedirte algo?!, le dije, subiéndome bien la calza para que se me marque toda la cola. Entonces, me eché con los codos sobre la mesa.
¡Sí, todo bien! ¡Mientras no me pidas guita, no pasa una!, dijo Pablo al fin.
¿Me hacés upa? ¡Es un ratito! ¡Me encanta estar a upa de los chicos lindos!, le largué resuelta, aunque tapándome la boca con una mano.
¡Qué onda? ¿Yo te parezco lindo? ¿Upa dijiste?, me dijo luego de carraspear la garganta, mirando hacia todos lados.
¿Pero, vos cuántos años tenés?, se precipitó a decir mientras yo me incorporaba, siempre mostrándole mi espalda, para convencerlo con lo exuberante de mi culo.
¡Dale, es un ratito nomás! ¡Haceme upa, y te digo todo lo que quieras de mí!, le dije mientras daba saltitos en mi lugar, sintiendo que su mirada se enternecía un poco.
¡Bueno, vení!, me dijo. Yo me arrojé a sus brazos, y él me acomodó con la espalda pegada a su pecho. Entonces, empecé a mover mi cola de un lado al otro. Él no decía nada, pero me olía el pelo.
¿Tenés novia vos?, le pregunté. Él me dijo que eso no me importaba.
¿Te gustó mirarme el culo?, le dije luego, agarrándole una mano para dejarla sobre una de mis piernas.
¡La calcita te queda re bien nena! ¡Y sí, tenés tremendo orto guacha! ¿Me vas a decir tu edad?, me repetía, sobándome la pierna, soportando el fregoteo de mi cola, que ahora también se deslizaba de atrás hacia adelante con mucha lentitud.
¡Tengo 15!, le mentí, acostumbrada a hacerlo. Él suspiró, y empezó a tocarme las piernas con mayor decisión, como si buscara clavarme los dedos en la piel. Yo le agarré una de las manos, y la llevé hasta mi cara.
¡Meteme los dedos en la boca!, le pedí, haciendo que las frotadas de mi cola contra su pene lo pusieran más nervioso. De hecho, lo sentía crecer, endurecerse y pincharme un poco las nalgas. Ni siquiera sé por qué lo hice, pero lo había visto en una película erótica de trasnoche, cuando mis papis dormían. Así que, una vez que Pablo metió dos dedos en mi boca, se los empecé a lamer, succionar y morder suavemente, sin pensar en hacerle daño. Al mismo momento, él me decía cosas como: ¡Qué guachita divina que sos nena, qué putita, así, chupame así nenita!, y mi cola empezaba a dar pequeños saltitos contra su verga. ¡Ya me estaba muriendo de ganas por conocerla!
¿Y vos, ya cogiste nena? ¿Tenés novio?, me preguntó. Yo no le respondí. Directamente me di vuelta y le comí la boca. Enseguida estábamos mordiéndonos los labios, gimiendo cada vez más agitados, él con sus manos adentro de mi calza para amasarme el culo, y yo presionando mi vagina contra su pito duro, calentándonos aún más al tener la ropa puesta.
¡Dale guacho, haceme el culo!, le dije de pronto, agarrándole la pija con una mano, sabiendo que tal vez la ropa hacía que me parezca más grande y gruesa de cómo me la imaginaba. Él abrió los ojos como para tragarme con la mirada. Pero siguió besándome un rato más, mientras me obligaba a desprenderle el pantalón con una mano.
¿Estás segura que no hay nadie en tu casa pendejita? ¿Querés garchar nena? ¿Estás re calentita guachona?, me decía, babeándome toda la cara con sus impulsos, cuando al fin yo había logrado bajarle el vaquero. Tenía un bóxer blanco re apretado, totalmente empapado y caliente. No me dejó bajárselo, y por un momento no quiso que le toque la pija. Solo nos besábamos, él me manoseaba las tetas por adentro de la camiseta, aprovechándome sin corpiño, y me pegaba en la cola. Hasta que de repente me empujó de la cabeza hacia abajo.
¡Dale, chupala un poquito nena!, me dijo, mientras yo le juraba que estábamos solos. Le bajé un poquito el bóxer, y le di unos besitos en la puntita a esa pija carnosa y de todas formas gruesa. Él no parecía contento.
¡Dale, toda en la boca metete mi verga nena! ¿Sabés petear guachita?, me dijo impaciente. Yo se la escupí, la olí, y tuve toda la sensación que mi bombacha se prendía fuego contra mi vulva. Él seguía intranquilo.
¡Dale putita, chupame la verga! ¡No es uh heladito! ¡Abrí la boquita, dale bebé, comete todo, y sacame la lechita!, me dijo tironeándome del pelo. Yo volví a llenársela de besitos, y apenas me la puse entre los labios, él presionó su pubis para abarcarme todo lo que pudiera. Pero yo empecé a toser, a tener arcadas y a ponerme re colorada. Volvimos a intentarlo. Pero me ahogué con uno de los pelitos de su pubis, y otras toses emergieron de mi interior.
¡Basta nenita, es obvio que no tenés ni idea de cómo se chupa una pija! ¿Nunca mamaste un pito? ¡Vení acá taradita, levantate!, me decía, sujetándome de los brazos para incorporarme. Me dio tres chirlos en el culo, y me pisó las ojotas para que yo saque mis pies de ellas.
¿Así que a vos te gusta estar a upa? ¡Bueno bebé, ahora te voy a hacer upita, y te voy a dar toda la lechona!, me decía mientras me bajaba la calza con bombacha y todo. Enseguida me acomodó entre sus brazos, y ahora, con su pija totalmente al aire contra mi cola, volvimos a franelearnos. Besarnos y frotarnos. Él me tapó la boca con mi calza, y se sorprendió de que mi bombacha estuviese tan mojada.
¡Guaaau, parece que la nena está re caliente! ¿Viste cómo te mojaste nena?, me decía, mientras mi cola volvía a saltar contra su pito, pero ahora recobrando un poquito más de altura.
¡Así guachitaaa, esooo, asíii, pegame con ese culooo, dame culazos en la verga guachaaa, qué calentona que soooos, y ese culito pide verga mamiiii!, me decía, tomando él mismo posesión de mi cintura para hacerme saltar más alto. El golpe de nuestros cuerpos nos excitaba por igual, y a Pablo la pija parecía endurecérsele más y más con cada sentón de mi culo.
¿Ya te hicieron el culo nenita?, me preguntó. Yo le dije que sí, una vez más utilizando el recurso de la mentira. Todo lo que había hecho hasta ahora, fue meterme dedos en el culo y la vagina cuando empecé a masturbarme. Aquello había sido tan solo un mes atrás. Pero estaba decidida a sentir aquel pedazo de pija adentro de mí.
Pablo me dio vuelta para que le mire la pija, me regaló un beso de lengua que me hizo soltar un nuevo chorro de flujos, y me pidió que le escupa la pija. Lo hice, hipnotizada y confundida, pero con todas las ganas de experimentar. Cuando al fin había sembrado un río de saliva sobre su pubis, volvió a sentarme sobre él, y colocó cuidadosamente la puntita de su pija contra mi agujerito, luego de pedirme que yo misma me abra las nalgas.
¡Preparate guachita, que ahí te la meto toda!, me advirtió, sin suponer que me dolería tanto. Me la ensartó en un solo golpe, y de inmediato tuvo que taparme la boca de nuevo con la calza. Me excitaba el olor de mi calza contra mi cara, mientras sentía que su pija perforaba mi culo, que lo llenaba por completo y me hacía doler al punto de lagrimear. Quise pedirle que se te tenga. Pero, ni bien empezó a tocarme la concha, a meterme deditos y frotarla, amenizando un poco el ritmo de su pija al penetrarme, empecé a disfrutarlo cada vez más.
¿Te gusta nenita? ¡Vas a ver, que te vas a acordar de mí cuando no te puedas ni sentar pendejita! ¡Me vuelve loco tu culito nena!, me decía, separándome más las nalgas, regalándome la sensación de que en cualquier momento mi cuerpo podía desmembrarse.
¿Querés toda la leche en el culito viciosa? ¿Querés que te coja más fuerte? ¿Te gusta que te hagan upita para que te rompan la cola nena?, me decía besuqueándome el cuello, ahora apresurándose a penetrarme más rapidito. Yo me escuchaba gimiendo como nunca. Me dolía la mandíbula de tanto abrir la boca para morder mi calza, aunque ya no tenía ganas de gritar.
¡Síii, metela toda, asíii, dame pija!, le decía una y otra vez, mientras él me quitaba la pija del culo para volver a disfrutar de mis saltitos contra su virilidad. Pero de repente, me apretó contra su pecho, ancló una vez más su glande en la puertita de mi cola, y me dijo: ¿Querés más nenita? ¿Querés que te deje la lechona en el culo? ¿Querés dejarme toda la pija con tu olor a culo perrita?, y sin esperar mi respuesta, volvió a empomarme, aunque esta vez no hubo mucho tiempo para esperar. Apenas le dije: ¡Dame esa leche, llename la cola con tu lechita!, sentí que su pija se deslizaba con mayores esfuerzos hasta lo más profundo de mi orto, y que se movía como enloqueciendo. También notaba que mi vagina era un caldo de jugos al tener el movimiento eléctrico de sus dedos en lo más sublime de su oscuridad. Recuerdo que me mordió la oreja mientras me decía: ¡Ahíiii, te la largo putiiitaaaa, toda la lechiiiitaaaaa, nenita culo roootoooo!
Sentí que mi culo se inundaba de su semen caliente, y que sus dedos salieron de mi vagina salpicándome las piernas desnudas. Tuve un mareo atroz una vez que su pija comenzó a convertirse en un pene normal, para de a poquito salir de lo apretadito de mi culo. Pero, entonces, el terror se apoderó de los dos, en cuanto nos dimos cuenta que parado, con los puños cargados y la cara desfigurada, estaba mi primo Ezequiel.
¿Te la cogiste hijo de puta? ¡Sos una mierda, un pelotudo de mierda!, le gritó mi primo a Pablo, que de a poco se subía los pantalones. Yo no sabía a dónde meterme. Recuerdo que agarré mi bombacha y salí corriendo a mi pieza.
¿Tan caliente estabas que ni me escuchaste entrar pelotudo? ¿No ves que la guacha tiene 13 años? ¡Tendría que romperte la cara, por hijo de puta nene!, escuchaba que le rezongaba mi primo. El pibe no intentaba defenderse. Solo dijo: ¡Pero ella me dijo que tenía 15!
Pensé que lo próximo que iba a escuchar serían piñas, trompadas, gritos y corridas. Pero enseguida reinó el silencio, lo que de algún modo me tranquilizó. Claro, lo que yo no sabía es que, al ratito Ezequiel y Pablo entrarían en mi habitación.
¡Flor, tomá, te olvidaste la calza, y las ojotas!, me dijo Ezequiel con la mirada perdida.
¿Te gustó lo que te hice en la colita bebé?, dijo Pablo, mordiéndose los labios.
¿Así que tenés 15 años vos? ¿Y te gusta que te hagan upita? ¿Por qué nunca me pediste que te hiciera upa, y te metiera la pija en el culo primita?, me acusó Ezequiel, acercándose a la cama, donde aún yo permanecía acostada, en bombacha y camiseta.
¡Eso sí Eze, hay que enseñarle a mamar pijas! ¡Cuando se lo pedí, me la lamió como si fuera un heladito!, se me burló Pablo. Ahora veía cómo los dos se bajaban los pantalones.
¡Tengo una idea! ¡Vos, que la conocés mejor, sacale la bombacha, y sentátela a upa! ¡No sabés cómo le gusta sentirla en el culo!, le propuso Pablo a mi primo.
¡Dale, y yo le pongo la pija en la boca, a ver si aprende a mamar! ¿Querés primita?, me decía Eze, mientras me sacaba la bombacha. ¡Esta vez no tenía opción, porque nadie podría agarrarnos infraganti, con la puerta de mi cuarto cerrada con llave! Fin
Quizás fue cuando mi primo Ezequiel me encontró llorando en la cocina, porque mi mamá no me dejaba comer helado, ya que andaba con dolor de garganta. A pesar de eso mi madre había decidido que pasemos el día en la casa de mi tía, en una especie de reunión familiar. Pero el bueno del Eze, como le decía mi abuela, se apiadó de mis lagrimitas de cocodrilo.
¡Vení, vamos a mirar unos dibus, que yo tengo un regalo para vos!, me dijo, y me alzó en sus brazos para llevarme a su habitación. Enseguida prendió la tele, sacó una cajita de leche chocolatada de vaya a saber dónde, y se sentó en su cama conmigo sobre sus piernas. Estuve largo rato tomando la leche en los brazos de mi primo, que me llevaba 5 años, sintiendo que algo duro rozaba mis nalgas. Esa cosa dura le latía, y parecía moverse adentro de su ropa. Yo ya tenía 8 años. Recuerdo que le pregunté algo respecto a eso, y que a él le dio vergüenza responderme. Sin embargo, cuando terminé de tomarme la leche, empezó a moverme de arriba hacia abajo, como si necesitara con urgencia que mi cola se frote contra él. Lo hacía muy despacito, y todavía sin darme explicaciones. Pero yo lo disfrutaba.
Lo cierto es que, con el tiempo me envicié con esa sensación, y cuando pasaban días sin sentarme en las piernas de alguien, o sin estar bajo la calidez de unos brazos rodeándome, tenía sueños muy extraños. A veces, soñaba que viajaba en el colectivo, que elegía a cualquiera para sentarme en sus piernas, y que ese hombre o mujer empezaba a llenarme la cara de besos. Generalmente me despertaba cuando aquel ser estaba a punto de besarme en la boca. Es difícil de explicar las cosquillitas que sentía en la vagina cuando me despertaba. Supongo que en esos tiempos empecé a acariciármela, o a frotarme con una almohada, o con mi osito favorito, que se llamaba Mumo.
Cuando tenía 9, viví mi primera experiencia osada para mi edad, aunque cargada de inocencias. Habíamos ido a visitar a mis abuelos, y al final del día, se me ocurrió preguntarle a la abuela si me podía quedar unos días con ellos, aprovechando mis vacaciones de verano. Ella me dijo que sí, feliz de que al menos una de sus nietas quiera quedarse a hacerles compañía. Al día siguiente, me levanté a desayunar. Evidentemente era domingo, porque la abuela todavía no se había levantado. Pero el abuelo leía el diario bajo la parra, en ese patio inmenso que jamás podré olvidarme.
¡Hola hijita! ¿Qué pasó? ¿Te caíste de la cama?, me dijo con amabilidad. Me acuerdo que sentí un poco de frío por el vientito de la mañana, y caminé hacia él para darle un beso, deseándole un buen día. Pero cuando me acarició el pelo, sin ninguna intención pecaminosa, yo le tiré el diario al suelo y me subí a sus piernas para que me abrace.
¡Uuupa, me parece que la nena tiene frío! ¿Por qué no te pusiste un bucito? ¡Sabés que siempre a estas horas la brisa es fresca!, me decía mientras me apapachaba en sus brazos, me sobaba las piernas, porque yo andaba en pantalón cortito y musculosa, y me prometía comprarme un helado más tarde, apenas escuche el silbato del heladero ambulante. Yo me reí con felicidad, y entonces empecé a sentir una dureza contra mi colita de nena que me movilizaba. Al punto que ya sentía calor en todo mi cuerpo. No supe cómo fue que pasó. Pero de repente, tal vez por lo estirado de los elásticos de mi shortcito, en medio de las cosquillas que el abuelo me regalaba mientras yo le prometía que me comería todo el guiso de la abuela, por más horrible que estuviese, sus manos necesitaron subírmelo, porque yo ni me había dado cuenta que se me estaba cayendo. Y sumado a esto, su pene crecía vigorosamente contra mi cola.
¡Abu, ¿Cómo puede ser que el pene se les ponga tan duro?!, le pregunté, sin parar de reírme, antes que ya no fuera capaz de animarme.
¿Y por qué preguntás esas cosas vos, chirusita? ¡Me parece que te querés hacer la grandota, y todavía no te lavás los dientes cuando te levantás!, me decía con su voz tan dorada como los rayos de sol que comenzaban a saludarnos en lo alto, sin dejar de hacerme cosquillas. De hecho, se detuvo cuando el pantalón terminó por deslizarse hasta mis tobillos. Entonces, siéndole totalmente fiel a mis ansias, me acomodé mejor contra su pija y empecé a frotarme, como me había enseñado mi primo sin querer. El abuelo parecía no encontrar las palabras para detenerme. Me acariciaba las piernas de otra forma, y procuraba que no se me corra la bombacha, sosteniéndola de los costados. No sé cuánto duró. Pero enseguida los suspiros del abuelo se hacían más profundos. No me asustaban, ni me preocupaban. Yo quería más de esa cosa dura contra mi cola. Recuerdo que hasta pensé en pedirle que me lo muestre. Pero sabía que eso era llegar demasiado lejos. Después, me bajé de sus piernas porque alguien golpeó las manos en la tranquera. Al abuelo le dio vergüenza que aquel inoportuno me hubiese visto sentada sobre él, en calzones. Me lo decía mientras me mandaba para adentro de la casa. Por suerte la abuela todavía no se había levantado. Por eso tuve tiempo de vestirme. También recuerdo que descubrí que tenía la bombachita mojada, y eso me generó más dudas, aparte de un calor aún más intenso en el abdomen.
Ese mismo día por la tarde, llegó mi tío Alberto con un montón de novedades y regalos del pueblo. Me tomó por sorpresa mientras yo ayudaba a la abuela a barrer las hojas secas del patio. Puso sus manos en mi cintura y me alzó en sus brazos para besuquearme las mejillas, haciendo mención a todo lo que crecí desde la última vez que nos vimos. Sus brazos me mecían mientras me hablaba, y eso me hacía volar, aunque no en tenía por qué. De a poco volvía a notar que se me mojaba la bombacha cuando me apretaba fuerte contra su pecho, me acariciaba el pelo, la cara y las piernas, ya que aún conservaba el mismo short que en la mañana.
Al rato, mientras los abuelos mateaban bajo el alero del patio, y los grillos nos adentraban cada vez más en la noche, el tío me llamó para regalarme un chupetín.
¡Qué grande que estás mi Flopina! ¿Todavía te sigue gustando que te hagan upita? ¡Me acuerdo cómo renegaba tu madre para que camines un poco, y para que no te chupes los dedos!, me decía, cuando yo ya estaba sentada sobre sus piernas, con el chupetín en la boca, haciendo demasiado ruido al saborearlo.
¡Acordate que tu madre no quiere que comas esas cosas, por las caries!, me dijo el abuelo, cuando el tío se reía con amabilidad, y la abuela lo rezongaba.
¡Che papi, ¿Y ustedes están seguros que mi sobrina no tiene ningún noviecito, o candidato?! ¡A mí me parece que está más caderona, y más culoncita de la última vez que la vi! ¡Vos viste cómo son los pibes en el barrio! ¡La van a querer enamorar, porque es una muñeca la nena!, decía mi tío, tal vez ignorando que mi cola percibía a la perfección que su bulto se elevaba un poco más.
¡No le digas esas cosas, que después se la cree, y andá a bajarla!, dijo el abuelo.
¡Aparte, la Flopy es una nena todavía! ¡Si todavía se chupa los dedos, mira dibujitos, y toma la leche con bombillita!, me ridiculizó la abuela. De todos modos, eso hizo que inexplicablemente el pito del tío Alberto crezca otro poquito, y que a mí se me moje un poco más la bombacha. ¡Pero, yo estaba segura que no me estaba haciendo pichí encima!
A los días, volví a estar en los brazos de mi primo Ezequiel, mirando los dibujitos en la casa de mi tía. Esa vez fui directamente al grano.
¡Hey Eze, tenés el pito re duro nene! ¿No te molesta que yo esté sentada arriba tuyo? ¡Digo, ¿No te duele?!, le dije, sintiendo que mi cola una vez más se acostumbraba a esa dureza. ¿Por qué a mi primo, a mi abuelo y al tío Alberto se les ponía así de duro cuando yo me sentaba encima de ellos? No me lo podía explicar. Pero recuerdo la sensación de querer abrirme las nalgas y meterme un dedito en la cola, o de sentir aquella cosa dura contra mi agujerito. ¡Y eso que todavía era una nena!
¡Callate Flopy, y mirá la tele, o le digo a tu mamá que fuiste vos la que se comió lo que quedaba de pasta frola!, me acusó sin ponerse nervioso. Pero entonces, mientras yo miraba esos dibujitos estúpidos con indiferencia, notaba que el pene de mi primo crecía un poco más. A eso le agregaba unos suspiros extraños. También aferraba mis piernas contra su pubis para moverse lentamente, llevando mis caderas arriba y después abajo. Tenía las manos sudadas, y como los dos estábamos en pantalón corto, cada roce de nuestra piel parecía hechizarnos, ya que ninguno de los dos podía hablarle al otro.
¡Hey, Flopina, ¿No querés ir al baño?!, me interrogó de pronto. Sé que le dije que no, y ni bien me terminé de comer el alfajor que él mismo me había dado a escondidas, me bajó de sus piernas y salió como una bala, diciéndome que ya regresaba. Hoy, en mi presente cargado de lujuria y conocimientos, sé que tuvo que haberse pajeado de lo lindo en el baño. ¿Cómo podía ser que a mi primo de 14 años se le pare el pito con su prima de 9?
Más adelante volví a sentarme a upa del abuelo. A él le encantaba que yo se lo pida. Generalmente, una vez que me hacía upa, me daba alguna golosina, o algún postrecito. Una de esas veces, le pregunté si mis piernas le gustaban tanto como para acariciármelas todo el tiempo. No recuerdo su respuesta. sólo que, de repente me hacía dar pequeños saltitos contra su pene, jugando a que era un caballito, y me llevaría a un mundo rodeado de príncipes y todas esas cosas con las que ni siquiera soñaba. Yo me devoraba un postrecito de vainilla y caramelo, cuando el galope de sus piernas no de detenía, y una de sus manos entró bajo los límites de mi pantalón de gimnasia.
¡Quería saber si te habías puesto bombacha! ¡Me contó un pajarito que, ayer dormiste desnuda! ¡Eso no está bien Flopina!, me dijo cuando retiró su mano, luego de amasarme una nalga y darme dos palmaditas tiernas. Seguro la abuela le contó que cuando me fue a despertar por la mañana, me descubrió desnuda al destaparme. Es que, en mitad de la madrugada descubrí que tenía la bombacha mojada, y tuve miedo de haberme hecho pis.
¡Ya sé abu, que eso no está bien! ¡Pasa que, cuando me acosté y me saqué el pantalón, se ve que con el sueño que tenía, hasta me saqué la bombacha!, le mentí descaradamente. Tal vez eso motivó al abuelo a pegarme un ratito contra su pecho y pubis, y a suspirar de una forma que nunca lo había escuchado. Entretanto, balbuceaba cosas como: ¡Quietita nena, así, quedate quieta, no te muevas, pobre la nena, que sin querer se sacó la bombachita!
Después de un rato de calma, el rostro del abuelo recuperó sus colores, y cada arruga se le iluminaba con un resplandor distinto. Entonces me bajó de sus piernas, diciéndome: ¡Vaya a lavarse la carita y las manos! ¡Y a dormir la siesta! ¡Y tenga cuidado con no desnudarse esta vez, que hace frío!
Mientras intentaba dormirme para que la abuela no se enoje, pensaba en qué hubiese pasado si el abuelo se encontrara con que debajo de mi pantalón no había nada. No podía dejar de pensar en el contacto de su mano grande y huesuda contra mi cola, y seguía sin entender por qué se me mojaba la vagina, en medio de un calor que no provenía de la chimenea de la casa.
A los 10, cada vez que nos visitaba un tío, o el abuelo, o mi padrino, yo me las ingeniaba para que me hagan upa. Cuando mi padrino llegó una tarde para el cumpleaños de mi hermano, yo me hice la descompuesta. Permanecí un rato encerrada en mi pieza, hasta que mi madre vino a contarme de su visita. Entonces, salí medio despeinada y con cara de dormida.
¿A dónde está la nena más linda de la casa?, dijo mi padrino con su voz fuerte y arrogante. A mi madre nunca le cayó muy bien.
¡Anda media descompuesta tu ahijada! ¡Así que nada de golosinas para ella, por favor Mario!, le advertía mi madre, mientras mi hermano y sus amigos batallaban con los videojuegos, comiendo sanguchitos, torta, galletitas y panchos.
¡Me duele la pancita Padrino! ¿No querés hacerme upa, para que se me pase un poquito?, le dije cuando mi madre abría gaseosas y reponía servilletas.
¡Venga con el padrino mi bebota! ¡Y no le diga nada a su madre, pero esta bolsita de alfajores, es para vos! ¡Después yo te la llevo a tu pieza!, me decía mientras se golpeaba una pierna para invitarme a subirme. Una vez allí, Mario comenzó a sobarme la panza, intercambiando miradas con mi madre, por si acaso se le ocurriera darme algo dulce, o un poco de coca.
¡Tranquila Elena, que está con el padrino! ¡Además, me parece que es pura maña lo que tiene! ¿No cierto bebé?, me decía, haciéndome cosquillas en las axilas para hacerme reír, sin dejar de sobarme la pancita, y oliéndome el cuello con una obvia fascinación.
¡Me encanta el perfumito que te pusiste! ¿Ese es el que te regaló la tía Alicia?, me preguntaba, expandiendo sus masajes a sus piernas, y haciéndose el tonto cada vez que llegaba al inicio de mi pubis.
¡Ups, perdón Flopy, me olvido que ahí no se toca! ¡Me olvido que ya no sos tan chiquita! ¡Uuuupa, perdoname corazón! ¡Fue sin querer!, se excusaba cada vez que sus dedos apenas se posaban sobre mi vagina. Al mismo tiempo, su pito se abultaba bajo la presión de mi cola.
¡Igual, creo que estás más pesada que la última vez que te alcé!, me decía, ahora meciéndome hacia los costados, tal vez para evitar que yo perciba su erección.
¿Me estás diciendo que soy una gorda? ¿Vos decís que soy fea, y que ya no soy tu sobrina preferida?, le dije, simulando ponerme mal. Incluso hasta fingí un sollozo. Él se alarmó, y buscó por todas las formas posibles disculparse. Me prometía de todo. Hasta que yo le dije que sólo lo perdonaría si me juraba una cosa.
¡Yo te perdono, pero, si vos, me mostrás tu cosita!, le dije cerca del oído. Él pareció perplejo, o reflexionar mucho tiempo en mi disparate.
¿Cómo? ¿Qué cosita querés que te muestre?, me dijo, evidenciando algunos pudores.
¡Quiero que me muestres tu pito! ¡Quiero saber por qué se te pone duro!, le dije, bien pegadita a su oído para que no le queden dudas.
¡Flopy, eso, creo que no va a ser posible! ¡Vos sos muy chiquita para esas cosas! ¡Además, ya vas a tener tiempo para eso, cuando conozcas a un chico, y tengas más de 15, o 16 años, y seas una mujer! ¡Pero, eso no te lo puedo prometer yo, que soy tu tío!, me dijo, mientras yo descendía lentamente de sus piernas, cada vez más enojada con su actitud. Me llamó dos veces mientras yo caminaba de nuevo a mi pieza. Pero yo no volví sobre mis pasos. Ni siquiera sé lo que pasó con la bolsita de alfajores que me había regalado.
A los 11, en el colegio trataba de jugar a cualquier juego inocente que conlleve el contacto, para sentarme arriba de los chicos. Pero con ninguno me pasaba igual que con mi hermano Sergio, o con mi primo. Aunque sí me besuqueaba con esos chicos, y eso también me llenaba de nuevas cosquillitas en la panza. Pero, estar sentada en las piernas de mi hermano, para mí era único. A pesar que a él le parecía una densa, una insoportable y pesada.
¡Salí Florencia, sentate ahí nena, que está vacío!, me decía siempre, señalándome algún sillón cada vez que yo me le subía las piernas, mientras él jugaba a la play con sus amigos. Entonces, yo le ponía cara de perrito mojado, y él parecía ablandarse. Cuando eso no pasaba, Milton, su mejor amigo me llamaba y me invitaba a sentarme en sus piernas. ¡A ese sí que se le paraba el pito! Además, algunas veces lo escuché a mi hermano advertirle de mí.
¡No seas tarado, que es mi hermana! ¡Sé que le re mirás el culo! ¡Pero es una pendeja nene! ¡No te hagas el vivo!, le decía Sergio. Milton lo chistaba para que baje la voz, y mi hermano más o menos se calmaba. Pero, una tarde, fue tanto lo que se me había mojado la bombacha por sentir que su pene crecía bajo mis pompis, que cuando me levanté, tuve una especie de mareo. Imagino que en el momento se me ocurrió fingir que perdía el equilibrio. Por lo que, ni bien me levanté me tambaleé unos segundos en el aire. Milton se asustó, y le dijo a mi hermano que yo no me sentía bien.
¡Dejala, que siempre hace lo mismo! ¡Florencia, dejá de joder que estamos jugando!, le dijo Sergio, y acto seguido fue a la heladera para buscar más gaseosa. En ese momento yo aproveché a meterme en mi pieza. No imaginé que los planetas al fin se alinearían para mí. Al rato, Milton apareció en mi pieza con cara de preocupación. Yo ya estaba acostada en la cama, con una de mis manos palpando la humedad de mi bombacha. Quizás, aquel fue mi mayor acierto, porque, inmediatamente sus miedos se transformaron en unos ojos brillosos.
¿Estás bien Flor? ¿Te duele algo?, me dijo, escrutándome con una inocultable fascinación.
¡Sí, estoy bien! ¡Pasa que mi hermano es un tarado! ¡Sólo, me duele un poquito la panza!, le dije, una vez más mintiendo descaradamente.
¡Encima, no sé por qué, pero, tengo la bombacha mojada! ¡Yo estoy re segura que no me hice pis!, le dije al ver que no respondía, aunque me clavaba los ojos en la mano que al fin liberé del encierro de mi pantalón. Ahí sí que me miró con asombro.
¡Bueno, voy a decirle a tu mamá que no te sentís bien, así te hace un té, o algo!, me dijo, mirando por primera vez hacia la puerta. Pero yo fui más rápida que él. Me levanté de la cama de un salto, me le puse en frente y me colgué de sus hombros para estamparle un beso en la boca.
¿Qué hacés guacha?, me dijo, aunque no interrumpió el beso. Más bien lo continuó, y hasta dejó que le introduzca mi lengua entre sus labios.
¡Tu hermano tiene razón Flor, vos, sos una pendeja para andar chuponeándote con pibes más grandes!, me decía, mientras una de sus manos me amasaba la cola. ¡Yo quería volver a sentir su pito duro contra ella, y no sabía cómo pedírselo! Aparte, me re calentaba que ya tuviera la voz grave, una barba resplandeciendo y una especie de bigote.
¡Callate nene, si te gusta mi cola! ¿O no? ¡Si vos me mostrás tu pito, yo te juro que no le digo nada a Sergio que me besaste!, lo amenacé, usando mis propias acciones en su contra, sabiendo que si mi hermano se enteraba de nuestro besuqueo, lo iba a moler a palos. Él siempre solía defenderme de cualquier pibe que me molestara.
¿Qué? ¿Qué decís? ¡Fuiste vos nena, vos empezaste pibita!, empezó a elevar la voz, mientras afuera mi vieja discutía con Sergio por algo.
¡Dale, es una pavada nene! ¡Quiero ver un pito de verdad!, le dije, manoteándoselo cuando todavía él me tenía apretujada en sus brazos, aunque ya no nos besábamos.
¡Sentate ahí guacha!, me dijo, señalándome la cama. Yo lo hice, llena de nervios y re ansiosa. Él se bajó el vaquero, y luego de observar que tenía el bóxer re estirado por la erección de su pene, vi cómo se lo bajó, y un cilindro de carne tiesa, venosa y con una cabecita púrpura era sacudido de un lado al otro por una de sus manos.
¿Te gusta? ¿Estás contenta? ¡Esto es una pija de verdad!, me dijo, mientras se subía el calzoncillo a las apuradas, porque Sergio lo llamaba para seguir jugando. Él le había dicho que iría al baño. Pero, ahora las revoluciones de mi sexo aún por descubrir hicieron que mi bombacha se humedezca aún más. ¡Quería ver más pitos, y sentarme encima de ellos! Para colmo, Milton, antes de irse definitivamente de la pieza me dijo: ¡Y quedate tranquila, que no te measte! ¡A vos te pasa otra cosita nena!
Durante todos mis doce años me la pasé pidiéndole upita a todos cuantos pudiera. El tío Alberto disfrutaba de mi cola contra su pito, y era muy evidente. Pero la mayoría de las veces me bajaba a los 10 minutos, argumentando que ya estaba muy pesada para estar en brazos. Mi primo me ignoraba siempre que se lo pedía, porque se había puesto de novio con una vecinita que vive en frente de mi casa. Mi padrino, varias veces me tuvo en sus piernas, tal vez suponiendo que yo estaba dormida de verdad cuando empezaba a acariciarme la pancita, moviéndose lentamente para pegar su pubis a mi cola. Yo lo escuchaba suspirar bajito, mientras el resto de los chicos del cumpleaños, o la reunión familiar que fuese, hacían lío por todos lados. Milton era el más reticente a alzarme, pero él ya no me importaba demasiado. El abuelo, por otra parte, siempre sonreía cada vez que se lo pedía. Recuerdo que olfateaba mi cuello, me acariciaba el pelo y me contaba cuentos mientras me tenía encima, y mi cola sentía el crecimiento de su dotación masculina. Le gustaba que use shores o polleritas. En ocasiones me preguntaba si tenía algún novio en el cole.
¡Y decime una cosa! ¿A los nenes de la escuela, también le pedís upita?, me dijo una tarde, mientras me hacía cosquillas. Le dije que sí. Mi respuesta quizás lo incentivó a someter a mi cola al galope de sus piernas. Parecía que estaba arriba de un caballito. Para colmo, me había ubicado frente a él, con mis dos piernas abrazándole una de ellas. Él me sostenía de la cola para que no me caiga.
¿Te gusta jugar al caballito con el abuelo? ¿Te gusta que te hagas cosquillitas en las axilas, y que te toque así la pancita?, me decía, mientras el galope de su pierna no se detenía, y una vez más sentía que me mojaba el shortcito. Encima, como estaba por bañarme, no tenía bombacha puesta. ¡Es que, no hacía mucho había salido de la pileta!
¡Sí abu, pero, tocame acá, y poneme al revés, así me siento bien en el caballito!, le dije, poniendo una de mis manos sobre mi vagina. Inmediatamente, antes que él pudiera articular alguna cosa, me di vuelta, y el traca traca de su pierna comenzó de nuevo, esta vez a percutir mi cola. Él no supo controlarse. Su mano empezó a palpar mi vulva, mientras el mismo ritmo de su caballito lograba que su pija golpee una y otra vez a mi cola indefensa. Recuerdo que nos detuvimos porque la abuela nos llamó a tomar unos mates, y como ninguno de los dos pudo responderle, no le quedó otra que apersonarse en el patio para hacer efectivo su llamado.
Pero a los trece, ya no lo pude dominar. Había venido un amigo de Ezequiel a casa. Un pibe de unos 18 años, re lindo, rubio, de ojos verdes y con una boca hermosa. Mi primo había salido con mi hermano. Entonces, yo le propuse que lo espere adentro, y de paso le preparaba un jugo, o lo que quisiese. Él no tuvo problemas. En casa no había nadie. De modo que, ni bien se tomó el vaso de gaseosa que le traje, se lo pedí.
¡Che, te va a parecer raro! ¡Pero, ¿Puedo pedirte algo?!, le dije, subiéndome bien la calza para que se me marque toda la cola. Entonces, me eché con los codos sobre la mesa.
¡Sí, todo bien! ¡Mientras no me pidas guita, no pasa una!, dijo Pablo al fin.
¿Me hacés upa? ¡Es un ratito! ¡Me encanta estar a upa de los chicos lindos!, le largué resuelta, aunque tapándome la boca con una mano.
¡Qué onda? ¿Yo te parezco lindo? ¿Upa dijiste?, me dijo luego de carraspear la garganta, mirando hacia todos lados.
¿Pero, vos cuántos años tenés?, se precipitó a decir mientras yo me incorporaba, siempre mostrándole mi espalda, para convencerlo con lo exuberante de mi culo.
¡Dale, es un ratito nomás! ¡Haceme upa, y te digo todo lo que quieras de mí!, le dije mientras daba saltitos en mi lugar, sintiendo que su mirada se enternecía un poco.
¡Bueno, vení!, me dijo. Yo me arrojé a sus brazos, y él me acomodó con la espalda pegada a su pecho. Entonces, empecé a mover mi cola de un lado al otro. Él no decía nada, pero me olía el pelo.
¿Tenés novia vos?, le pregunté. Él me dijo que eso no me importaba.
¿Te gustó mirarme el culo?, le dije luego, agarrándole una mano para dejarla sobre una de mis piernas.
¡La calcita te queda re bien nena! ¡Y sí, tenés tremendo orto guacha! ¿Me vas a decir tu edad?, me repetía, sobándome la pierna, soportando el fregoteo de mi cola, que ahora también se deslizaba de atrás hacia adelante con mucha lentitud.
¡Tengo 15!, le mentí, acostumbrada a hacerlo. Él suspiró, y empezó a tocarme las piernas con mayor decisión, como si buscara clavarme los dedos en la piel. Yo le agarré una de las manos, y la llevé hasta mi cara.
¡Meteme los dedos en la boca!, le pedí, haciendo que las frotadas de mi cola contra su pene lo pusieran más nervioso. De hecho, lo sentía crecer, endurecerse y pincharme un poco las nalgas. Ni siquiera sé por qué lo hice, pero lo había visto en una película erótica de trasnoche, cuando mis papis dormían. Así que, una vez que Pablo metió dos dedos en mi boca, se los empecé a lamer, succionar y morder suavemente, sin pensar en hacerle daño. Al mismo momento, él me decía cosas como: ¡Qué guachita divina que sos nena, qué putita, así, chupame así nenita!, y mi cola empezaba a dar pequeños saltitos contra su verga. ¡Ya me estaba muriendo de ganas por conocerla!
¿Y vos, ya cogiste nena? ¿Tenés novio?, me preguntó. Yo no le respondí. Directamente me di vuelta y le comí la boca. Enseguida estábamos mordiéndonos los labios, gimiendo cada vez más agitados, él con sus manos adentro de mi calza para amasarme el culo, y yo presionando mi vagina contra su pito duro, calentándonos aún más al tener la ropa puesta.
¡Dale guacho, haceme el culo!, le dije de pronto, agarrándole la pija con una mano, sabiendo que tal vez la ropa hacía que me parezca más grande y gruesa de cómo me la imaginaba. Él abrió los ojos como para tragarme con la mirada. Pero siguió besándome un rato más, mientras me obligaba a desprenderle el pantalón con una mano.
¿Estás segura que no hay nadie en tu casa pendejita? ¿Querés garchar nena? ¿Estás re calentita guachona?, me decía, babeándome toda la cara con sus impulsos, cuando al fin yo había logrado bajarle el vaquero. Tenía un bóxer blanco re apretado, totalmente empapado y caliente. No me dejó bajárselo, y por un momento no quiso que le toque la pija. Solo nos besábamos, él me manoseaba las tetas por adentro de la camiseta, aprovechándome sin corpiño, y me pegaba en la cola. Hasta que de repente me empujó de la cabeza hacia abajo.
¡Dale, chupala un poquito nena!, me dijo, mientras yo le juraba que estábamos solos. Le bajé un poquito el bóxer, y le di unos besitos en la puntita a esa pija carnosa y de todas formas gruesa. Él no parecía contento.
¡Dale, toda en la boca metete mi verga nena! ¿Sabés petear guachita?, me dijo impaciente. Yo se la escupí, la olí, y tuve toda la sensación que mi bombacha se prendía fuego contra mi vulva. Él seguía intranquilo.
¡Dale putita, chupame la verga! ¡No es uh heladito! ¡Abrí la boquita, dale bebé, comete todo, y sacame la lechita!, me dijo tironeándome del pelo. Yo volví a llenársela de besitos, y apenas me la puse entre los labios, él presionó su pubis para abarcarme todo lo que pudiera. Pero yo empecé a toser, a tener arcadas y a ponerme re colorada. Volvimos a intentarlo. Pero me ahogué con uno de los pelitos de su pubis, y otras toses emergieron de mi interior.
¡Basta nenita, es obvio que no tenés ni idea de cómo se chupa una pija! ¿Nunca mamaste un pito? ¡Vení acá taradita, levantate!, me decía, sujetándome de los brazos para incorporarme. Me dio tres chirlos en el culo, y me pisó las ojotas para que yo saque mis pies de ellas.
¿Así que a vos te gusta estar a upa? ¡Bueno bebé, ahora te voy a hacer upita, y te voy a dar toda la lechona!, me decía mientras me bajaba la calza con bombacha y todo. Enseguida me acomodó entre sus brazos, y ahora, con su pija totalmente al aire contra mi cola, volvimos a franelearnos. Besarnos y frotarnos. Él me tapó la boca con mi calza, y se sorprendió de que mi bombacha estuviese tan mojada.
¡Guaaau, parece que la nena está re caliente! ¿Viste cómo te mojaste nena?, me decía, mientras mi cola volvía a saltar contra su pito, pero ahora recobrando un poquito más de altura.
¡Así guachitaaa, esooo, asíii, pegame con ese culooo, dame culazos en la verga guachaaa, qué calentona que soooos, y ese culito pide verga mamiiii!, me decía, tomando él mismo posesión de mi cintura para hacerme saltar más alto. El golpe de nuestros cuerpos nos excitaba por igual, y a Pablo la pija parecía endurecérsele más y más con cada sentón de mi culo.
¿Ya te hicieron el culo nenita?, me preguntó. Yo le dije que sí, una vez más utilizando el recurso de la mentira. Todo lo que había hecho hasta ahora, fue meterme dedos en el culo y la vagina cuando empecé a masturbarme. Aquello había sido tan solo un mes atrás. Pero estaba decidida a sentir aquel pedazo de pija adentro de mí.
Pablo me dio vuelta para que le mire la pija, me regaló un beso de lengua que me hizo soltar un nuevo chorro de flujos, y me pidió que le escupa la pija. Lo hice, hipnotizada y confundida, pero con todas las ganas de experimentar. Cuando al fin había sembrado un río de saliva sobre su pubis, volvió a sentarme sobre él, y colocó cuidadosamente la puntita de su pija contra mi agujerito, luego de pedirme que yo misma me abra las nalgas.
¡Preparate guachita, que ahí te la meto toda!, me advirtió, sin suponer que me dolería tanto. Me la ensartó en un solo golpe, y de inmediato tuvo que taparme la boca de nuevo con la calza. Me excitaba el olor de mi calza contra mi cara, mientras sentía que su pija perforaba mi culo, que lo llenaba por completo y me hacía doler al punto de lagrimear. Quise pedirle que se te tenga. Pero, ni bien empezó a tocarme la concha, a meterme deditos y frotarla, amenizando un poco el ritmo de su pija al penetrarme, empecé a disfrutarlo cada vez más.
¿Te gusta nenita? ¡Vas a ver, que te vas a acordar de mí cuando no te puedas ni sentar pendejita! ¡Me vuelve loco tu culito nena!, me decía, separándome más las nalgas, regalándome la sensación de que en cualquier momento mi cuerpo podía desmembrarse.
¿Querés toda la leche en el culito viciosa? ¿Querés que te coja más fuerte? ¿Te gusta que te hagan upita para que te rompan la cola nena?, me decía besuqueándome el cuello, ahora apresurándose a penetrarme más rapidito. Yo me escuchaba gimiendo como nunca. Me dolía la mandíbula de tanto abrir la boca para morder mi calza, aunque ya no tenía ganas de gritar.
¡Síii, metela toda, asíii, dame pija!, le decía una y otra vez, mientras él me quitaba la pija del culo para volver a disfrutar de mis saltitos contra su virilidad. Pero de repente, me apretó contra su pecho, ancló una vez más su glande en la puertita de mi cola, y me dijo: ¿Querés más nenita? ¿Querés que te deje la lechona en el culo? ¿Querés dejarme toda la pija con tu olor a culo perrita?, y sin esperar mi respuesta, volvió a empomarme, aunque esta vez no hubo mucho tiempo para esperar. Apenas le dije: ¡Dame esa leche, llename la cola con tu lechita!, sentí que su pija se deslizaba con mayores esfuerzos hasta lo más profundo de mi orto, y que se movía como enloqueciendo. También notaba que mi vagina era un caldo de jugos al tener el movimiento eléctrico de sus dedos en lo más sublime de su oscuridad. Recuerdo que me mordió la oreja mientras me decía: ¡Ahíiii, te la largo putiiitaaaa, toda la lechiiiitaaaaa, nenita culo roootoooo!
Sentí que mi culo se inundaba de su semen caliente, y que sus dedos salieron de mi vagina salpicándome las piernas desnudas. Tuve un mareo atroz una vez que su pija comenzó a convertirse en un pene normal, para de a poquito salir de lo apretadito de mi culo. Pero, entonces, el terror se apoderó de los dos, en cuanto nos dimos cuenta que parado, con los puños cargados y la cara desfigurada, estaba mi primo Ezequiel.
¿Te la cogiste hijo de puta? ¡Sos una mierda, un pelotudo de mierda!, le gritó mi primo a Pablo, que de a poco se subía los pantalones. Yo no sabía a dónde meterme. Recuerdo que agarré mi bombacha y salí corriendo a mi pieza.
¿Tan caliente estabas que ni me escuchaste entrar pelotudo? ¿No ves que la guacha tiene 13 años? ¡Tendría que romperte la cara, por hijo de puta nene!, escuchaba que le rezongaba mi primo. El pibe no intentaba defenderse. Solo dijo: ¡Pero ella me dijo que tenía 15!
Pensé que lo próximo que iba a escuchar serían piñas, trompadas, gritos y corridas. Pero enseguida reinó el silencio, lo que de algún modo me tranquilizó. Claro, lo que yo no sabía es que, al ratito Ezequiel y Pablo entrarían en mi habitación.
¡Flor, tomá, te olvidaste la calza, y las ojotas!, me dijo Ezequiel con la mirada perdida.
¿Te gustó lo que te hice en la colita bebé?, dijo Pablo, mordiéndose los labios.
¿Así que tenés 15 años vos? ¿Y te gusta que te hagan upita? ¿Por qué nunca me pediste que te hiciera upa, y te metiera la pija en el culo primita?, me acusó Ezequiel, acercándose a la cama, donde aún yo permanecía acostada, en bombacha y camiseta.
¡Eso sí Eze, hay que enseñarle a mamar pijas! ¡Cuando se lo pedí, me la lamió como si fuera un heladito!, se me burló Pablo. Ahora veía cómo los dos se bajaban los pantalones.
¡Tengo una idea! ¡Vos, que la conocés mejor, sacale la bombacha, y sentátela a upa! ¡No sabés cómo le gusta sentirla en el culo!, le propuso Pablo a mi primo.
¡Dale, y yo le pongo la pija en la boca, a ver si aprende a mamar! ¿Querés primita?, me decía Eze, mientras me sacaba la bombacha. ¡Esta vez no tenía opción, porque nadie podría agarrarnos infraganti, con la puerta de mi cuarto cerrada con llave! Fin
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Increible ambar!! muuuy woow
ResponderEliminar¡Graaaaciaaaas! Me gustó mucho escribirlo!
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