Mi hermana vive alzada

A los 18 años me fui definitivamente de mi hogar, si es que así se le puede llamar a esa jungla. Antes viví un tiempo en lo de mi madrina, y un par de meses en lo de mis abuelos. Mi padre era un obsesivo por los juegos de azar y el alcohol. Nunca su familia fue prioridad para él y su machismo a ultranza. Tampoco las condiciones de la casa en la que vivíamos mi madre, mis hermanos Sonia y Daniel, y yo. No había un enchufe como la gente. Los 3 hermanos compartíamos la misma habitación fría y despintada. Cuando llovía no se podía dormir por el show de goteras por doquier. Había que cubrirlo todo con nylon o correr algunos muebles. Las puertas de madera estaban agrietadas y enclenque, y varias ventanas lucían los vidrios partidos, precariamente encintados.

Me fui con el convencimiento y la certeza de que nada cambiaría, a pesar que mis viejos planearan separarse todos los días. Mi hermana por aquel tiempo tenía 14, y detrás de su aspecto y apariencia de nena sumisa, inocente y sensible, solo cuando lloraba por alguna peli emotiva que viese, ya se adivinaba en el fuego de sus ojos negros que las travesuras y el desacato se convertía en su única constitución a respetar.

Cuando cumplí los 16 Daniel me dijo por la mañana que Sonia se le tiró encima en la cama, en plena madrugada y que lo besó en la boca, que buscó en su calzoncillo y encontró su pito, naturalmente duro teniendo en cuenta sus 14 años de paja brava. Además me juró que Sonia estaba en calzones. Lo tranquilicé al prometerle que hablaría con ella. No supe cómo hacerlo, hasta que pasaron dos años, y los sucesos se acumulaban como las goteras en el techo de la casa.

Muchas veces mami la despertaba por la madrugada cuando venía a taparnos o a cerrar la ventana, porque siempre hallaba su bombacha en el suelo junto a la pata de su cama. Cuando la destapaba, descubría que Sonia estaba desnuda. En esos momentos recordaba que mamá siempre la regañaba porque desde pequeña andaba por la casa con su mano adentro del pantalón, por lo que era habitual que tuviese olor a pis en las manos. Eso no dejó de hacerlo cuando adolescente. Aún así me preguntaba, por qué siempre mi madre tomaba aquellos sucesos con tanta naturalidad.

En esos tiempos pasó de todo. Cuando a sus 14 años el secundario la recibió repleto de novedades y materias, comenzaron las tardes de reuniones en casa con sus nuevos amigos, con quienes hacía trabajos prácticos, mapas, dibujos, o simplemente se compartían las carpetas si alguno faltaba a clases. Entre todos ellos, solo había una nena que de vez en cuando aparecía. El resto eran todos varones. Ya eso era un gran signo de preguntas, para todos, menos para mi madre. Entonces, una tarde de jueves, en la que salí de la pieza luego de una siestita, la vi debajo de la mesa, arrodillada y con la pija de uno de sus amiguitos en la boca. Eran tres chicos. Los otros dos se pajeaban sus propias pijas, afuera de sus pantalones. Mientras tanto, mis viejos discutían en su habitación, encerrados con llave.

Mareado, incrédulo y asqueado corrí hasta ella, la levanté de los pelos y en cuanto estuvo de pie le di vuelta la cara de un cachetazo, a la vez que le decía que eso no se hace. Vi que tenía las tetas al aire y el shortcito por los tobillos. Nunca le había mirado las gomas a Sonia, ni me había fijado en su cola atrevida y potente. ¡La que, como si eso fuera poco, mientras se esforzaba por no llorar delante de sus machitos calientes, la meneaba estirando los elásticos de su bombacha blanca! Vi que uno de los que se pajeaba salpicó el mantel, de repente, en un súbdito espasmo incontrolable, y me contuve de no darle una trompada. Por suerte se arregló la ropa y se fue junto a los otros, que intercambiaban rostros de horror y calentura. El guachito que se la daba de mamar a mi hermana, no se limitó en putearme con la mirada, antes de cruzar la puerta, como una asquerosa rata. No pude disponerme a hablar con Sonia de sus actos, porque a solo 15 segundos de la ausencia de los pibes, mi tía Analía llegó con unas facturas, radiante de alegría por sentarse a matear con mi madre, que seguía discutiendo con el estúpido de mi viejo.

Pasaron unas semanas hasta que, en medio de mi siesta oí la voz de Sonia entre la cumbia villera que escuchaba mi hermano en el patio, y el taladro del vecino.

¡Ahora vengo giles! ¡Total mi vieja no viene hasta dentro de un rato! ¡Así que me voy a poner algo lindo! ¡Y dejen de mirarme el orto guachos! ¡A ver si, después de lo que les voy a hacer, todavía siguen diciendo que la Maca es la mejor petera de la escuela!, decía mientras caminaba, y unas voces adolescentes le susurraban cosas que no llegaba a comprender. Uno de ellos le silbaba, y acto seguido, varias palmas se chocaban, como si estuviesen esperando que se abra el telón de un escenario. Pronto Sonia entró a la pieza, y sin saber que yo me hacía el dormido se desnudó sentada en mi cama.

¡Sí nene, vos esperá, que seguro te voy a dejar que me las ensucies!, gritó luego, acercándose a la puerta, una vez que la entreabrió para que el aludido se percate que ella lo había escuchado. Todavía estaba desnuda, y respiraba con la ansiedad de un animal en celo, que ya se sabe presa de un apareamiento impostergable. Después buscó en el ropero, y la vi irse luciendo solo una bombacha azul y un topcito deportivo. Se vistió rapidísimo, parada contra una de las paredes. Sería hipócrita negar que, apenas desapareció tras un portazo, tomé entre mis manos el montón de ropa que dejó en el suelo para buscar su calzón y olerlo con todas mis fuerzas, a la vez que notaba que mi pene razonaba hinchando sus venas. Afuera se oían silbidos de aprobación, y eso me animaba a pajearme como un cerdo, devorando el olor de la bombacha de Sonia, casi que con todos mis sentidos. ¡Nunca había olido una bombacha de ninguna mujer, por más que me lo propuse muchas veces! Me horrorizaba que fuera la bombacha de mi hermana la que me hiciera arder de deseo, con ese aroma de un sudor afiebrado, impertinente, junto a un destello de flujos recién nacidos. Pero sentí un golpe de realidad en el exacto momento en el que sentí que, si seguía presionando mi glande con el elástico de esa bombacha maldita, podría empapársela de semen. A los minutos, me levanté vestido y eufórico dispuesto a investigar. El jolgorio en la cocina ya casi no se oía, y ese no era un buen presagio. Entonces, vi a Sonia sentada en las piernas de un rubio que la besaba en la boca, mientras otro con terrible cara de villa le tocaba las gomas.

¿Qué pensás hacer atorrantita? ¡Mami no está, pero yo le voy a contar todo si no la cortás!, dije incapaz de establecer autoridad. Ella me sacó la lengua, abrió las piernas y frotó la cola en el bulto del rubio, entretanto buscaba con su mano en el pantalón del villero. Fue todo tan rápido que, no sé por qué fue que no tuve fuerzas para detenerla. Su top cayó al suelo. El rubio y el villero se compartían sus tetas con sus bocas, como si quisieran sorberle el alma de tantos chupones, y ella gemía palpando la dureza de sus pijas, iluminando sus ojos repitiendo con una sensualidad demoníaca: ¡Qué duritas las tienen, qué ricas pijas me voy a comer! ¡Qué dura se te pone guacho! ¡Y vos, no te pongas celoso, que también se te re para, nenito!

Pronto sus rodillas se friccionaban en el piso, su boca lamía y su nariz olía con escandalosa pasión las vergas de los pibes, y en cuestión de segundos, uno a uno comenzó a cogerle la garganta. Yo era un espectador fantasmal. Debía soportar los latidos de mi pija, el recuerdo del olor de su bombachita, el arte de su boca al engullir esas vergas duras como la mesa repleta de vasos con gaseosa por la mitad. Afortunadamente, en la vereda, bajo el terrible sol que ardía en los techos, mi abuela golpeó tres veces la ventana, y los pibes debieron apresurar su ofrenda para todo lo que la guacha les había generado, con esa lengua magnífica. Uno le acabó en la boca, y el otro en la cara mientras ella lo pajeaba apurada, pidiéndole la lechita con una vocecita de puta que, ni yo sé cómo no me acabé encima. Tuve que vigilar la puerta para que la abuela no entre así como así, mientras los pendejos y mi hermana se acomodaban ante sus carpetas y mochilas, intentando hacer el papel de los mejores estudiantes del mundo.

¡Ya va abuuuu, ahí te abrooooo, aguanta un cacho, que no encuentro las llaves!, me escuchaba gritándole a mi abuela, mientras terminaba de ver cómo mi hermana se limpiaba las manos enlechadas en el top, y se pasaba la lengua por los labios, como saboreando cada partícula de la acabada del rubio. Encima tarareaba un reggaetón, movía el culo para que los pibes la miren, y se reía como una nenita caprichosa. Después, entró a la pieza totalmente en bolas, ya que se había quitado el topcito. Pero antes de desaparecerse, dejó su bombacha tirada bajo una silla. Cuando reapareció vestida, al mismo tiempo que yo le abría la puerta a la abuela, un repentino alivio se apoderó del ambiente.

Esa misma noche intenté hablar con ella, pero mis viejos lo empañaron todo con una nueva y absurda pelea, y hubo que salir a separarlos para que no se maten a trompadas y nos quedemos sin platos de vidrio. Supongo que nos importaba más eso que convertirnos en huérfanos. En ese mismo mes, recuerdo que era domingo, entré a la pieza para cambiarme después de haber jugado al fútbol con mis primos. Prendí la luz, y quedé atónito por el espectáculo que me aguardaba. Sonia estaba tirada arriba de uno de los pibes del barrio que tenía unos 20 años, en mi propia cama, y en bombacha. Ella lo besaba con su pija en la mano, y encima me echó cuando le advertí que si no se vestía le diría al viejo. Claro que no iba a proceder de esa forma, y ella lo sabía.

¡Dale nene, cambiate y ya fue! ¡Ninguno de los dos te va a mirar! ¡Aparte, es mi novio, y es mi cama!, articuló impaciente. No sé por qué no le grité que era una mentirosa, una putita barata, y un montón de cosas que se me acumulaban en el pecho. Casi tanto como las gotas de líquidos preseminales en la punta de mi verga. ¡No podía dejar de mirarla pajear a ese pibe, y chuponeárselo entero! Sin embargo, en cuanto me di vuelta para buscar ropa en mis cajones, pensando en darme una ducha, la oí gemir con tantas ganas, y moverse haciendo que la cama golpee un poco en la mesita del equipo de música, que, por un momento único creí que era yo el que le quemaba los labios con los míos, y la zamarreaba para manosearla toda, como hacía ese pendejo. No quise girarme para mirarlos. Ya era demasiado para el morbo de mi cabeza. Pero entonces, la escuché decir que no tenía forros, y que mejor, por las dudas, le acabe en la boca. Supongo que gracias a ese peligro los vi. Ella refregaba su entrepierna en su pene re contra parado, sin bajarse la bombacha. Pero, en el justo segundo en que abrí la puerta para salir, ella con la agilidad de una pantera hambrienta se metió la verga del flaco en la boca. Los ruidos de sus arcadas, succiones y escupidas parecían amplificarse en todo el cuarto, aún cuando yo permanecía al otro lado de la puerta, como un pajero estúpido. También podía oír las nalgadas que el pibe le marcaba en el culo, y los jadeos guturales que se le escapaban, gracias a la profundidad de los lengüetazos de mi hermanita.

A los 8 o 9 días, en otra de esas tardes de deberes escolares, la descubrí debajo de la mesa, peteando a los tres varones que simulaban completar cuadros. Esa vez le guiñé el ojo a los tres, y a Miriam, que es la piba que por ahí los acompañaba, para que no me delaten. Sonia estaba tan en viciadita que ni siquiera me había escuchado entrar en la cocina. Mi hermana no solo se conformaba con mamarlos desesperada y con pajearlos ruidosamente. También les frotaba sus tetas desnudas en los pitos, se los escupía, gemía bajito, les besuqueaba las bolas y se emocionaba al poder lamerle el culo a uno de ellos, el que tenía una camiseta de Boca. Además intentaba que Miriam se sume para ayudarle con tamaño arte. Pero la chica solo le decía: ¡Basta Sonia, no seas tan puta nena, que después en el colegio se las vas a tener que mamar a todos! ¡Acordate que, éstos, te van a hacer quedar como una petera!

¡No me importa bebé! ¡No me jode que me hagan fama de peterita, porque me encanta la leche!, dijo Sonia, con la boca rebalsada de baba, y con su nariz oliendo una de las pijas.

Miriam, al lado de la figura de Sonia no podía competir ni para el segundo puesto. Pero tenía cierto encanto con su inocencia aparente, ya que también hacía de las suyas. Según mi hermana, ella es la número 1 en robarle los novios a las chicas. Lo terrible para mi cerebro aturdido y descascarado, fue que cuando uno de ellos le acabó en la boca, Sonia se hizo pis con la bombacha puesta, que era todo lo que tenía, y debajo de la mesa. Aún así no paraba de gemir y decir groserías. Allí entonces, me vi obligado a interceder. La saqué del cerco que formaban las piernas de los varones, le di una cachetada en el culo, y otra un poco más suave en la cara. Les pedí a ellos que me cuenten por qué hacían eso con mi hermana, y me senté a escuchar. Como si se tratase de un mero cuento infantil. Ninguno decía nada. Mis ojos se posaban enrarecidos en las tetas babeadas y con semen de mi hermana, en su bombacha mojada y en la mirada perdida de la piba. Cuando al fin Sonia dijo que tenía frío, le exigí que se cambie y limpie el piso. Al rato, los pibes empezaron a cruzar miradas cómplices, y Miriam buscaba concentrarse en los absurdos mapas. Todo fue consumiéndose en una calma inexacta, menos para mí pija empalmada. Cuando fui al baño, una vez seguro que Sonia se había vestido y limpiado su enchastre, me re pajeé oliendo su bombachita meada. Recordé mientras lo hacía que Daniel me había contado que, una vez la vio en el colegio mostrarle la cola a dos pibes, y que no llevaba bombacha, ya que se bajó el pantalón y todo.

Casualmente, a unos meses de la última vuelta que la vi actuar, Daniel cayó en cama con una gripe terrible. Faltó al colegio y al cumple de su mejor amigo, se perdió un partido de futbol importante por un campeonato escolar, durmió mal y tosió como un perro viejo todas esas noches. Ni siquiera pudo festejar sus 16 años. Aquel día fue el punto culmine para mi paciencia.

Ya había puesto la pava para tomar unos mates con unas galletitas con Daniel. Además, andaba medio bajón porque, había cortado con una noviecita. Pero al entrar a la pieza, nuevamente la deshonra de Sonia ante mis ojos me voló la tapa de los sesos. La guacha estaba arrodillada en el suelo con la pija de mi hermano en la boca, solo con un shortcito, meta subir y bajar, chupar y atragantarse con cada penetrada profunda.

¡Salí ya de ahí putita de mierda!, le grité, pero Daniel me tiró una cuchara que logró impactar en mi pecho.

¡Dejala hey, que ando re caliente guacho! ¿Aparte, qué onda vos? ¡Mirate la pija que la tenés re dura gil! ¡Y es mi cumpleaños! ¡No sabés cómo la chupa la nenita! ¿A vos no te la mamó? ¡Yo me la quiero voltear!, tartamudeaba Daniel algo más que de costumbre, y seguía gozando de la boquita de Sonia, quien finalmente me mostró sus labios con toda esa leche impura apenas él acabó. ¡El muy imbécil no había durado ni un minuto! La turra me sacaba la lengua, aún cuando la reprendí con otra cachetada. Ya nada la detenía, y de eso, yo ya no podía culparme. Al rato cayeron amigos de Daniel a saludarlo por su cumple, y ella siguió allí entre ellos. Recuerdo que opté por tomarme el palo. Pero, estoy seguro que la boca de Sonia se convirtió en una cacerola de semen. ¿Se la habría garchado entre todos? ¡Habría sido ese el regalo que mi hermana tantas veces le había insinuado a Daniel?

Mi viejo estaba día a día más descocado por el alcohol. A veces no quería ir ni a laburar. Mi madre lucía cada vez más avejentada, nerviosa y sin ánimos de arreglarse ni un poco. Mi hermano casi no pisaba la casa por aquello del fútbol. El muy capo había logrado firmar un buen contrato para jugar en las inferiores de Chacarita, y desde entonces no lo veíamos ni en fotos. Por momentos yo lo envidiaba. Él podía darse el gusto de vivir en una pensión con gente nueva, dormir sin los despelotes de mi casa, y comer sin la necesidad que la comida le cayera como una piedra en el estómago a causa de las discusiones de mis viejos. Pero Sonia seguía fiel a sus instintos animales, cada vez más incapaz de contenerse. Dos veces la pesqué en nuestra pieza, rodeada de los mismos 5 pibes, con su boca y sus gomas recibiendo con descaro sus pijas duras como cinco cilindros de carne. La primera de esas veces la levanté de los pelos, y sin importarme el murmullo de los guachos le pedí que la corte si no quería problemas. Pero la muy zorra se dio el lujo de manotearme la pija sobre el pantalón, y de apretármela con una de sus manos húmedas de saliva. Claramente comprobó el estado de mi erección, y creo que hasta divisé un brillo especial en sus ojos. Estaba en corpiño y bombacha, pegoteada y descalza cuando la dejé petear al último guacho que faltaba por acabar, y entonces los 5 salieron en fila india a la calle. Ella se fue a los minutos con Miriam, que la esperaba en la cocina. Enseguida se puso a tomar mates con ella, dispuesta a contarle al detalle toda su aventura con los pendejos. ¡Ni siquiera fue capaz de cambiarse la bombacha, ni de ponerse otra cosa encima!

La segunda vez fue terrible, porque mi hermana estaba en corpiño y pañales, hecha pis y con leche hasta en el pelo. Esta vez ella recibía sus pijas hinchadas, recostadita en la cama. Balbuceaba cosas, hacía que lloraba cuando alguno le sacaba la pija de la boca, y no paraba de abrir y cerrar las piernas, frotándose los talones en la cola, y con una mano queriendo entrar a su pañalín. Esa vez no la reté, ni busqué amedrentarla. Tal vez fuera porque no se me ocurrió qué decirle, ni cómo arrancarla de aquel desconcierto sexual. Solo opté por sentarme en el suelo junto a la puerta para que nadie pudiera entrar, y entonces la vi dejarse coger la boquita sin el más mínimo reproche. Ninguno usaba forros. Uno de ellos, de vez en cuando pegaba su nariz a su pañal, la olía como a un limón recién nacido y volvía a pedirle paja o pete, según lo ocupada que estuviese.

Mi calzoncillo se humedecía inexorablemente, mis huevos elaboraban más y más lujuria, y mi pene deseaba sumarse a esa boquita llena de saliva, y pequeños moretones por los pijazos que los pibes le otorgaban cuando ella se les hacía la difícil y no la abría. Quería saltarle encima y morderle las tetas, pegarle con la verga en la cara y que mi leche se esparza como la de esos malandrines por la piel. Al más musculoso lo vi acabarle dos veces entre las lolas, y otro de ellos hizo que mi hermana lo pajee con los pies. El que estaba lleno de granos, quiso quitarle el pañal, pero Sonia dijo que eso sería lo último que haría, solo cuando ella decida cuál de los cinco le iba a dar la última lechita. Para mí era un calvario escucharla gemir, pedir más, eructar, ahogarse y toser entre saliva y presemen, insultarlos y sacudir las pijas contra su cara, escupirlas, y a veces, cuando lograba meterse de a dos en la boca. Finalmente me acabé encima y todo cuando anunció que se iba a mear otra vez, mientras uno le tenía la cabeza para garcharle con irascible vigor la boquita, de donde pronto se vio fluir un chorro de esperma cuantioso. ¿Era cierto que Sonia se había hecho pichí encima? Entonces, consciente de todo, y al mismo tiempo perseguido por mis propios temores, salí de la pieza, antes de cometer una locura. Más tarde, me sentí observado por mis padres en la cena, como si quisieran preguntarme algo respecto a Sonia. Ella, por su parte me hacía notar su complicidad siendo por demás amable conmigo. Hasta me sirvió el flan con más crema que al resto. Allí fue cuando noté que tenía olor a pis en el vestidito suelto que llevaba. ¿De verdad pensaba esa degenerada que me sobornaría, sirviéndome más crema que a los demás? Al menos, de momento, me acobardé, y no fui capaz de contárselo todo a mis padres.

A la noche, aprovechando que Daniel había avisado que no venía a cenar, la encaré asolas en el cuarto. A todo lo que le preguntaba me respondía como un disco rayado, cosas como: ¡No sé qué me pasa nene! ¡Ando caliente todo el día! ¡En lo único que pienso, es en chupar pijas!

Vi el pañal aún debajo de su cama, justo cuando prendió la luz para cargar su celular, y entonces la veía en colaless, ir y venir por la pieza, mientras me explicaba que lo del pañal lo hizo porque uno de los chicos le ganó una apuesta, y ella debía hacerse la bebota para él y sus amigos. No podía pensar con responsabilidad en ese momento, a la vez que mi pija crecía abultando la sábana. ¿Cómo podía ser que mi hermana se prestara a ese tipo de fetiches?

Entrada la madrugada, mientras intentaba pensar en sus actitudes con la pija en la mano, y después de haber largado dos lechazos furiosos en mi bóxer, no aguanté y me le acerqué, cuando ella dormía cual angelito inocente. Por las dudas, si algo fallaba, solo iba a devolverle una bombachita rosa usada qe descansaba sobre mi cama, la que ella me vio recoger y oler horas antes, y yo me negué a entregarle, a modo de un juego estúpido. Cuando estuve a un paso de su cama la destapé, le toqué las tetas con las yemas de mis dedos temblando, ya que permanecía boca arriba, se las olí como a su pancita y sus piernas, saqué mi pija afuera del bóxer y, cuando mi olfato dio con el olor a conchita y a pis de su colaless medio estirada en sus muslos entreabiertos, empecé a pajearme con una adrenalina que, solo un milagro podría haberla mantenido en sueños. Entonces, luego de un bostezo que me descolocó por un instante, dijo con una voz monocorde, pero cargada de sensualidad: ¿Te la chupo hermanito? ¿Querés?

Pero yo le prohibí encender la luz. La obligué a oler su bombachita rosa, primero usando mis propias manos para frotarla en su nariz, y después pidiéndole que ella lo haga solita. Me quité el bóxer para que lo huela también, y empecé a pajearme con mi nariz encima de su vagina y la tela húmeda de su colaless, cosa que resultaba más sencillo porque ella abrió las piernas lo más que pudo. No la toqué, ni con la lengua ni con los dedos. No llegué a lamerla, aunque ardía de deseos por hacerlo. Solo la olía y me pajeaba. Hasta que corrí a sus tetas, y fiel a mi estilo de no tocarla, dejé que mi semen caiga sobre ellas. En algún momento recuerdo que también olí su pañal. No sé cómo llegué a extraerlo de debajo de su cama, ni por qué su olor a pis me enfermaba tanto las entrañas. Al instante, mientras la pija me agradecía por tan maravillosa estampida seminal, volví a la cama y me tapé, completamente desnudo, muerto de sed y con la culpa zumbando en mi cerebro. Desde entonces, todas las mañanas Sonia me mostraba que iba al colegio sin bombacha. Me contó además que elegía a un chico en el recreo, que se lo llevaba al baño y que, mientras hacía pis le tiraba la goma, entre otras muchas cosas que empezó a confiarme. Al tiempo la vi a los chupones con Miriam, franelearse con un vecino que tiene un kiosko en el barrio, petear a un amigo de Daniel y sacarse fotos sin ropa interior para calentar a los pibes por Whatsapp.

Pero un mediodía las cosas se tornaron peligrosas para ella. Podría haber sido el fin de su vida si yo no llegaba a tiempo. Aquel otoño intranquilo, de hojas secas y vientos arremolinando libertades, entré a casa, y no había el olor a guiso característico en el aire. La nota de mami en la mesa decía que almorzaba en lo de una amiga. En la pieza estaba Sonia peteando a dos chicos. Le advertí que el viejo estaba reparando una heladera en el patio para que tenga cuidado. Pero en cuanto salí noté que sus gemidos persistían por la casa. Tuve miedo que hubiese decidido cogerse a uno de ellos, y la intuición me llevó a la puerta de la pieza, para insistirle con que mi viejo estaba en la casa. Sin embargo, no llegué a comentarle nada, porque mi viejo se me adelantó.

¿Qué mierda hacés putita? ¡Dejá eso, y sacate esa bombacha meada! ¡Sos una basura, como la puta de tu madre! ¡Y ustedes se van al carajo de acá!

Los gritos del viejo la tenían a su merced. Los pibes salieron espantados, casi más rápido que el viento azotando a los árboles resecos del patio ,y enseguida me asomé a la ventana de la pieza para proteger a Sonia de la furia de mi padre. De repente, no hubo más gritos ni lamentos. Aquellas no podían ser buenas noticias. Entonces, vi que el viejo le re manoseaba las tetas, y que ella lo pajeaba. Luego que él se la sentaba encima, y ella le frotaba la cola por toda la pija. Al rato Sonia en cuatro patas sobre la cama permitía que el viejo se pajee con sus tetas, amasándoselas con vulgaridad y pidiéndole una chupadita de vez en cuando. Mi viejo la amenazaba con un fierro que no llegaba a distinguir. Podía ser un cuchillo, o cualquiera de sus herramientas. Pero ella no parecía asustada, ni temerosa, ni mucho menos dispuesta a escaparse. Apenas la boca de mi hermana subía y bajaba por su pene intratable, él le arrancó los pelos haciendo que le broten lágrimas de terror. La nalgueó con sonora violencia, le dio unos buenos sopapos, y antes de volcar su esperma enardecida la volteó boca abajo en la cama y le mordió el culo, en medio de un gruñido feroz que, solo inspiraba a que los nervios de mi viejo tengan mayores argumentos. En ese instante empezó a gritar que le iba a romper el culo. Sonia lloraba buscando zafarse de los brazos del tipo, y entonces yo aparecí de tras de él para pegarle con un florero en la nuca, y de esa forma liberar a mi hermana de sus garras. Ese día mi viejo debió prestar declaración a la policía, pues, yo lo denuncié, apenas escondí a mi hermana y me aseguré que estuviese bien.

Desde entonces tuve que irme de casa. A mi viejo lo guardaron solo unos meses, tiempo que administré para juntar mis cosas y mudarme a lo de un amigo. Pero los sucesos en casa no cambiaron en absoluto, pese a que mi viejo prefirió marcharse un año después. La separación terminó por desbastar a mi madre, que al tiempo parecía más vieja y triste que nunca. Jamás pude comprender su empecinamiento en compartir su vida con un tipo semejante. Daniel viajó a Europa a jugar, y mi madre se quedó sola con Sonia, lidiando con cada una de sus locuras.

Pronto comenzaron los pedidos de auxilio de mi madre. Casi todas las semanas, especialmente los viernes me llamaba por teléfono para enterarme de lo que hacía Sonia. Me contó que la encontró en plena siesta chupándole la pija a mi primo, otro día en su cama cogiendo con un villerito mientras otro se la daba en la boca, otra mañana en nuestra pieza rodeada de 6 chicos que aguardaban con sus penes duros por su boquita, y una noche en el patio con el vecino que le lleva 20 años, garchando de parados contra un árbol.

Sus informes no se detenían, a pesar que le pedí que hable con un terapeuta de estas cuestiones. La vio enredada con una gordita que le metía un consolador en la vagina, con el mismo primo y dos amigos suyos debajo de la mesa yendo de un pito al otro, y hasta la pescó teniendo sexo con nuestro perro. Sonia, en aquellos instantes ni se movilizaba ante los ojos de contemplación y horror de mi madre. Por el contrario, parecía seguir como con mayor deseo. Además se masturbaba delante de mi madre, casi todas las noches se meaba en la cama, y había bajado de peso considerablemente.

A pesar de los lazos que nos hermanan, de la desesperación de mi madre y de todas las ausencias, solo colaboré en buscar ayuda terapéutica para Sonia, la que siempre desestimó. Ni se calentó por intentar cambiar su vida. Yo no podía hacer demasiado. Cada vez que me veía, o nos encontrábamos casualmente, me decía que necesitaba cogerme. Es por eso que si voy a visitar a mi madre procuro que ella no esté. Aunque siempre me doy una vueltita en silencio por nuestra pieza, con la garganta llena de nostalgia, al acecho de alguna bombachita usada para olerla y tocarme. En varias ocasiones acabé en esas prendas, o en su sábana mientras lo hacía, y la imaginaba toda enlechada saliendo del ropero, en tetas y calzones como siempre.      Fin

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