Hoy tengo 19 años, una vida desordenada, el secundario incompleto, dos hermanas mayores con las que no me hablo desde que mis padres se separaron, y una adicción que no tiene tratamiento ni cura. No sabría especificar el momento en el que empezó todo. Sin embargo, tengo en la memoria que desde mis 6 o 7 años mi abuelo era para mí el mejor de mis parientes, el que más me hacía reír, me complacía, me defendía cuando la abuela o la tía Inés me mandaban a regar las plantas. Recuerdo que, además de ayudarlo con su kiosko, él me prefería del resto de sus nietas porque siempre le seguía la corriente. Mi abuelo Hugo siempre fue juvenil y ágil. Solo que después de un pre infarto tuvo que tener algunos cuidados. ¡Ninguno en la familia se asustó más que yo aquel día!
A mis 8 años no había fin de semana que no me quedara a dormir en su casa. La abuela estaba chocha porque tenía a quién pedirle que ponga la mesa, que pasee al perro y lave los platos, cosa que ella detestaba. Lo que sí tengo en claro es que, una de esas siestas frías, lluviosas y de fútbol de primera B en la radio, yo fui a llevarle el diario al abuelo a su cama. La abu estaba recibiendo la visita de su hermana y de una vecina amiga de la familia.
Hugo me pidió que me recueste un ratito con él, pero que me tape por el frío, ya que andaba en pantalón cortito. Apenas me interné bajo la pesada frazada, él me sobó las piernas, calentó mis manitos entre las suyas, les dio un poco de calor con su aliento y me sacó las alpargatitas. Sobó mis pies, dejó sus anteojos y el periódico en el suelo, y se tapó hasta la cabeza para que yo lo imitara. Al rato las sábanas y colchas eran como una especie de carpa en la cama, y ahí dentro hablábamos de lo bruja que es la abuela, de lo fea que son sus comidas, de lo gorda que está la tía Ester, del retrasadito de mi primo Nahuel, y de un montón de cosas, siempre riéndonos y burlándonos. El abuelo decía que todo lo que pasara allí, entre nosotros, no debía saberlo nadie. Por lo tanto, nadie supo que en una de esas siestas, le toqué por primera vez el pito a mi abuelo. Fue mientras él se lo zarandeaba imitando a mi primo Nahuel. El pibe perdía noción de todo, y en cuanto te descuidabas se tocaba, o se la meneaba afuera del pantalón. Tenía 15 años, y al parecer probaron con todo tipo de médicos. Pero su retraso mental era cada vez más significativo, y en la familia todos se horrorizaban con él. Para todo el mundo ya era normal que Nahuel hiciera pichí detrás de los aparadores, o en las plantas de la abuela.
Sentí una sensación de puro regocijo cuando mi manito le apretó el tronco duro de su pija, y más cuando sus dedos me instruían con mi inocencia a merced de su morbo cómo debía tocarlo, acariciarlo y rozarle hasta los testículos.
Hubo muchas siestas iguales, en las que me fascinaba tocar su pija caliente bajo sus calzoncillos suaves y apretados. En el kiosko, mientras él anotaba por las noches el pedido de golosinas y otros artículos, me pedía que me siente en sus piernas para ayudarle a usar la calculadora. Siempre se quejaba de lo diminuta que era la pantalla para sus ojos agotados. En esos momentos, mi cola podía detectar los pequeños estirones que daba su pene al crecer, y eso me gustaba tanto como cuando me ponía de sorpresa algún bomboncito de licor en la boca. A veces me le hacía la borracha, y él se despanzurraba de risa, con esa forma sonora y estridente que tenía si andaba de buen humor.
Cuando cumplí los 9, y durante nuestras infaltables siestas, algunas veces me leía el diario, o me contaba algún cuento, o me chusmeaba algo de alguna tía. Solo que, entonces me recostaba sobre su brazo derecho, y me acariciaba las piernas o la panza. Me hacía reír intentando clavar su dedo en mi ombligo, o tratando de abrirme las piernas para tocarme la vaquita de San Antonio. Así le decía él a mi vagina. Nunca lo lograba, pero el muy chancho sabía que en ocasiones, de tanta risotada se me escapaban algunas gotitas de pis.
¡No te rías tanto nena, o te vas a mear en la cama! ¡Y la abuela te va a querer poner un pañal! ¡Y se lo va a contar a Nahuelito!, me decía casi siempre para serenarme. Un par de veces me olió encima del pantalón, y yo pude notar que el brillo de sus ojos rejuvenecía de golpe. En aquellos tiempos, ya me daba cerveza a escondidas de la abuela, y de mis tías. Por eso, la noche que su River Plate eliminó a unos brasileros, estaba tan feliz que, me dejó beber un vaso de cada birra que tomó, que fueron tres. Estábamos en el comedor, y la abuela cocinaba un guisito de arroz. En medio de una confusión, cuando me levanté de la silla me sentí mareada y resbalé por lo encerado del piso. Caí como una plumita, pero el abu me recogió para llevarme rápido a la cama.
¡Dejame ver si tenés algún chichón! ¡Eso te pasa por borracha! ¿Estás bien mocosa?, decía mientras palpaba mi cabeza, me quitaba el suéter y me recostaba en su cama con toda la suavidad.
¡Si la abuela se entera me mata! ¡Así que, ni se te ocurra decirle que te di cerveza! ¿Me oíste?, agregó, mientras me besaba la frente.
¡Abrí la boca chiquita! ¡Tengo que tratar de que se te pase un poco el mareo!, me balbuceó, y ni bien lo hice aspiró de mi aliento, me pidió que saque la lengua, y casi me desvanezco en mi propia sensación de felicidad cuando su lengua rozó la mía en un choque repetido.
¡Tenés olor a cerveza piba! ¡Pero esto se arregla!, dijo luego de toser un poco, como siempre le pasaba si estaba nervioso. Peló un caramelo de menta y lo introdujo en mi boca junto a su dedo índice.
¡Chupame el dedo bebé, dale, que vas a estar mejor! ¡Y comete todo el caramelito! ¡Ya vas a ver que te va a encantar meterte caramelitos en la boca!, me susurraba por lo bajo, y acto seguido me dio un beso en los labios. Pero, de repente, todo fue eclipsado por los golpes insistentes de la abuela en la puerta. El abu le dijo que yo estaba bien, y la culpó de encerar tanto los pisos. Él odiaba resbalarse, tanto como yo, y usó aquel elemento para cubrir los vasitos de cerveza que me había dado. Enseguida salió para ayudar a la abuela a poner la mesa, mientras en soledad mi lengua buscaba la suya bajo una oscuridad impertinente.
Pasaron unos meses, y llegó el calor. En otra siesta me pidió que cierre la ventana por el canto insufrible de las chicharras. Prendí el ventilador y me acosté a su derecha. Pero él, sin preámbulos me dijo de pronto: ¡Nena, quedate en calzones, que no se aguanta el calor que hace! ¡Total, yo no te miro!
Pensé que era razonable, y solo me dejé la bermuda. Ese día él tenía el pene hinchado, y me lo hizo tantear encima de su calzoncillo.
¡Apretalo nena, dale, tocame la verga bebita, que te gusta! ¿Viste cómo se le pone el pajarito al abuelo cuando hace calor? ¡A los nenes de tu colegio también se les va a poner durito!, decía recuperando aire y ladeando su cuerpo mientras toda su carne emergía de la tela para que mi manito juegue con él.
De repente empezó a sudar más de la cuenta, y en un ataque de confusiones me pidió que corra al baño a lavarme la mano, una vez que un viscoso líquido caliente y pegajoso salió indulgente de su pito hinchado, y me la enchastró toda. Le pregunté qué era eso, pero él no sabía explicarse. ¡Mi cabecita no entendía cómo aquello podría ser leche! ¿Eso había dicho realmente? ¿Era lechita?
Al otro día, antes de siestear a su lado, me dijo que vaya al kiosko y le traiga un helado en tacita, aclarándome que podía elegir el gusto que quisiera. Fui contenta, y volví a la cama para que termine de leerme un cuento. Pero él no quiso. En lugar de eso se puso a hojear el diario, sabiendo que yo siempre esperaba sus cuentos. Sin embargo, al poquito rato, mientras yo degustaba una cucharadita tras otra, lo veía que se tocaba el pito sobre su bóxer, y algo me regalaba unas cosquillitas muy locas en la pancita. Cuando abandonó el diario me quitó lo que quedaba del helado con una facilidad que, ni me dio tiempo a protestar. Se bajó el calzón y lo vertió sobre su pene duro y bien parado.
¡Vení chiquita, comete el heladito que tiene el abuelo! ¡Te prometo que ahora va a estar más rico!, me dijo, cada vez más agitado. Yo, no sé por qué, pero ni lo dudé, a pesar que algo adentro mío me repetía que era una cochina. Acerqué mi boca a su pene para lamer la crema que se derretía alrededor de su tronco, mientras él se ponía más helado y murmuraba cosas por lo bajo.
¡Todo en la boquita Metételo nena! ¡Dale, chupame el pito guacha! ¡Siempre vas a ser mi nietita golosa, mi nenita come pitos! ¿Sabés? ¡Pero que la abu no se entere! ¿Estamos? ¡Así bebé, dale que se derrite, lamelo todo con esa lengüita!, dijo, y esas palabras me invitaron a besarle el pito, a lamer sus huevos gordos, casi sin vello, y a pasarle la lengüita por el glande. Eso me erotizaba demasiado, al punto que me empujaba un poco la cabeza contra su pubis, con cierta rudeza, y yo no entendía qué era lo que hacía.
Pronto me hizo caer de la cama, y mientras me incorporaba lo veía sacudirse el pito, y luego limpiarse con una camiseta usada. ¿Otra vez le había salido lechita del pajarito al abu?
¡Vení, acostate Noelia, que ahora sí te voy a contar un cuento! ¡Te lo merecés cachorrita! ¡Venga con el tata, nenita hermosa!, me mintió el muy descarado, pues, ni bien me acurruqué ansiosa, él me dejó en bombachita y me acostó sobre él con mi cola apoyada en su pija, todavía gorda como se la había visto, aunque un poco húmeda.
¡Movete Noe, que tenés una colita hermosa pendeja! ¡Así, vamos, para abajo y para arriba bebé, así, sos una bebé muy linda!, me decía con dulzura, a la vez que me mecía en su cuerpo, y yo sentía que el pito le crecía cada vez más. ¿Era posible eso? Entonces, cuando tocó mi vagina con su dedo por accidente encima de mi bombacha, un calor intenso recorrió mis pómulos. Pero pronto me dijo furioso, sacudiéndome casi de los pelos: ¡Correte nena, salite un poquito pendeja de mierda!, y se subió el bóxer con una sola mano, donde su pene disparó otro chorro de leche ensuciando hasta la sábana, mientras me apartaba totalmente del contacto de su cuerpo. Algo le decía a mi paladar que esa lechita tenía que ser sabrosa, muy rica y nutritiva.
A la siesta siguiente, el abu volvió a ponerme sobre su cuerpo, con mi cola bien pegada a su pija. Pero esta vez, cuando estuvo por acabar colocó su carne durísima en el medio de mi cola y mi bombacha. Me sentí maravillada por lo caliente que era esa cremita, y por cómo recorría mis piernas. No tardó casi nada en mojarme toda con su esencia, ya que las frotadas que se daba contra mí parecían excitarlo, al punto tal de aferrarse a mis muñecas con desesperación. Enseguida me mandó a bañar, y por supuesto, me hizo jurarle que no le diría a la abuela. Ella era re hincha con el tema de la higiene, en especial con las nenas. Por lo que no iba a molestarle que ese día me bañe por tercera vez.
En el kiosko, casi siempre antes de cenar, el abu me ponía un caramelo, o una gomita frutal en la boca con la suya, y escabullía su lengua allí, o tal vez me mordía los labios despacito, o me los lamía. Cuando me tenía sentada sobre sus piernas saltarinas haciendo cuentas, algunas veces me agarraba una mano y la guardaba adentro de su calzoncillo para que le toquetee el pito, habitualmente durito y grueso, hasta que esa espesa lechita me la empapara toda. Entonces, retiraba mi manito de allí, y me pedía que me lama los dedos.
¡Eso se llama semen hija, y es con lo que los hombres dejamos embarazadas a las mujeres! ¿No te lo enseñaron en la escuela? ¡Eso les sale del pajarito a los nenes, y tiene que entrar en la cotorrita de las nenas! ¡Ya te va a tocar, y te vas a poner loquita mi bebé! ¡Dale, andá a limpiarte!, me instruyó la enésima vez que se lo pregunté, y eso me llenó de curiosidades. Esa vez me lo había derramado en la panza, porque yo estaba sobre él, boca abajo, frotando desde mi vientre hasta mis pechitos, solo con un shortcito rojo.
Cuando tenía 11, el abu ya se animaba a acabarme en la boca, y no solo en la siesta. En el kiosko eran mis momentos favoritos, porque antes de pedirme que me agache y se la chupe, nos besábamos en la boca, bebíamos cerveza, él me paraba sobre sus piernas para morderme la cola y en ocasiones reprenderme si andaba con olor a pis, y me regalaba hebillitas, golosinas o lo que se me antojara si yo me quedaba un buen rato con los codos sobre unas estanterías, y él me toqueteaba por encima de la bombacha.
¡Vos tenés que contarle al abuelo si sentís que se te moja la cachuchita Noe! ¡Como ahora, que la tenés mojadita, y no es pichí me parece! ¡Se te moja, porque, en el fondo te estás preparando para recibir la lechita ahí!, dijo una vez mientras su dedo dibujaba redondeces sobre mi vulva. Me desconcertó por completo, pero quería que me siguiera tocando toda.
Por las madrugadas, cuando yo iba a buscar agua o jugo a la heladera, en breve él aparecía silencioso en la cocina, en pijama y con los ojos bien abiertos. La primera vez que me sorprendió, totalmente asolas, como si se tratara de un truco de magia puso un medallón de menta y chocolate en mi boca, y acto seguido se bajó el pijama para que yo me ofrezca a liberar su pene gordito de su bóxer y me lo meta a la boca, luego de comerme la golosina. No me entraba todo, y eso al abu lo ponía de los pocos pelos que tenía. Gimoteaba cuando mis labios le estiraban el cuero de la verga, y entonces volvía a darle otro bocado, y otro más. Esa vez su lechita se derramó en el piso porque, luego de que mi lengua se la hubo llenado toda de mi saliva, quiso que lo pajee con las dos manos, y el pobre ya no pudo retener su estampida mucho tiempo.
Otra noche me descubrió comiendo pan en la cocina, y él tuvo una idea magnífica. Apenas su pijama cayó a sus tobillos, se metió dos cucharadas de dulce de leche entre el calzoncillo y su pito tierno, todavía inofensivo como un pajarito.
¡Dale Noe, agachate y comémelo, que ahora está más dulce y rico! ¡Además, vos sos una gordita golosa, que se vuelve loca por tener un pito en la boca!, decía entrelazando sus dedos a mi cabello cuando mis instintos me tenían atada con sogas invisibles a sus piernas temblorosas. De inmediato mi lengua saboreó sus paños menores, sus huevos azucarados y su pija cada vez más dura. Ese día yo estaba en bombacha, y por dentro no podía con la tentación de que me haga lo mismo con su lengua en mi intimidad. Apenas su leche se mezcló con mi saliva y el dulce en mi rostro le dije, al punto de no reconocer mi propia voz: ¡Abu, poneme dulce a mí y probame, dale, que tengo la cotorrita toda mojada! ¡Por ahí, anda buscando a un pajarito, para que se me meta adentro! ¿No?
Pero el abu se arregló la ropa y caminó sigiloso a su cuarto, dejándome llena de cosquillitas, humedades y ganas de bajarme la bombachita para él. Me consolé pensando en que tal vez oyó a la bruja de su esposa salir de la cama, o algo por el estilo, y se asustó un poco.
Una vez golpeó la puerta del baño mientras yo hacía caca. A pesar de que le grité que no entre porque estaba ocupada, él la abrió casi tan tenso como la puerta y le echó llave. Se bajó pantalón y calzoncillo, me agarró de las trencitas para llevar mi cabeza a la altura de mis rodillas, me pidió que las separe para que se me estire bien la bombacha entre ellas, y me ordenó: ¡Olete la bombachita Noe, dale perrita, olela y lamela, que la abuela dice que anoche te hiciste pis en la cama, y todavía no te bañás! ¿Es cierto eso?
Lo hice durante un buen rato, llena de explosiones en mi interior, mientras él no me permitía levantar la cabeza. No me desagradaba tener la bombacha con olor a pichí. Pero cuando el abu se cansó e escuchar mi respiración, me acercó su pija hinchada a la cara, y se la chupé hasta que acabó en mi boca. Fue brevísimo. apenas había alcanzado a decirle que anoche soñé que él me tocaba la cola delante de la tía Ester, y que luego yo se la mordía por encima del vaquero ladrando como una perrita, una catarata cegadora de semen se convirtió en el sabor más anhelado para mis deseos. Era verdad lo del sueño, y que me había meado en la cama. Pero supongo que fue por no poder levantarme a tiempo. Además, esa noche no pude parar de tocarme la conchita. Sin embargo, tenía que reconocer que me había gustado hacerme pichí, y soñar esas cosas. ¡Casi tanto como el sabor de la lechita de mi abu! ¿Era más deliciosa de lo que me la había imaginado!
El finde siguiente, el abuelo me llevó a dormir con él y la abuela, ya que había visitas en la casa. La tía Ester y su marido dormían por esa vez en la pieza que siempre ocupaba el que se quedara. O sea, la que yo usaba habitualmente. Esa noche, en mitad de la madrugada, mientras la abuela roncaba y los grillos desafinaban en el jardín, Hugo me dejó en calzones y me llevó a upa a la cocina. Durante el trayecto no perdió la oportunidad de comerme la boca, ni de manosearme toda.
¡La vieja se tomó unas pastillas! ¡Así que, salvo un terremoto no se va a despertar! ¡Viste cómo se pone cuando le agarran esos ataques de nervios! ¡Ya me tiene podrido! ¡Así que, ahora, nosotros vamos a jugar mi bebé! ¿Querés?, me decía con amabilidad, entretanto me recostaba en la fría mesa sin manteles. Me sacó la bombacha, la olió con alevosía, me abrió las piernas y me dio un terrible escalofrío cuando me llenó la vagina con crema de leche, la que la abuela olvidó usar en su flan casero. Creo que vertió unas 4 o 5 cucharadas. Su lengua entró en acción, y yo no sabía controlar mis gemidos. En realidad, tampoco quería limitarme. Sentía que su boca podía sorberme la vagina con cada chupón, roce o succión que me ofrecía.
¡Mirá si la tía te ve desnudita, con crema en la conchita! ¡Con olor a pichí en la bombacha, y tocándole el pito a tu abuelo!, me decía con la voz anochecida, cuando sus besos eran infinitas gotas de cielo en mi sexo, y sus bigotes rozaban mi panza haciéndome estremecer. De repente no pude ni quise soportarlo más. Así que, de un salto terminé casi de rodillas en el suelo, donde le bajé la ropa a mi abuelo y me introduje su pito húmedo, lleno de juguito en la puntita y con deliciosas venas coronando su erección, todito en la boca. El guacho esa vez no me dejó respirar siquiera cuando acabó, pues, su semen fue directo a mi garganta. De hecho, lo sentí empapándome la campanilla, por lo que cuando me la sacó eructé como una cochina. Como agradecimiento de mi buena conducta, el abuelo me re tranzó, a pesar que todavía guardaba el sabor de su semen en la boca. Esa noche dormí desnuda encima de él, y durante un momento estuve pajeándolo mientras la abuela hablaba dormida.
Lo hice con calma, hasta que una vez más su pegajosa miel madura se escurrió entre mis dedos. Tempranito, al día siguiente, los dos nos levantamos para abrir el kiosko, ¡y la abuela ni se percató de nada!
Para mis 12 el abuelo me regaló una cámara de fotos estupenda, una bolsa de golosinas y un pack de lapiceras especiales. La abuela, un conjunto de bombacha y corpiño blanco, ya que las tetas se me estaban desarrollando a pasos agigantados, y 50 pesos. El abuelo le dijo que era una tacaña. Además, ni siquiera quiso cocinarme los canelones de ricota que tanto me gustan cómo los hace. La tía Ester, recuerdo que me regaló un libro de cuentos infantiles. En esos tiempos, no había madrugada en la que mi boca no esperara el contacto del pajarito de mi abu, en la cocina o en el comedor. No existían los partidos sin cerveza, en los que, cada vez que la abuela no nos veía él me olía la boca, o me hacía tocarle el pito cuando me sentaba en sus piernas, o metía una mano debajo de mi remera para testear mis pechitos.
¡Cada vez estás más tetoncita vos, mi cachorra! ¿Te dicen cosas los pibitos en el colegio? ¿Ya te las miran?, me decía siempre por lo bajo, mientras me las tocaba con dulzura.
Una noche, su impaciencia se reveló en mi cuarto, apenas mi dedo apagó el velador. Me destapó con urgencia, me arrodilló en la cama, besó y mordió mis gomas sobre mi musculosa, y luego, mientras me la quitaba decía jadeando: ¡Mi chiquitita… Noe, estás divina mi bebota! ¡Y ahora tenés tetitas! ¡Ya no sos más una nena!
Me las chupó, rodeó mis pezones rosados con sus labios, chicoteó con su lengua contra ellas como un látigo, lamió mi ombligo y rompió un poco el elástico de mi bombacha con sus dientes.
¿Esta es la bombachita que te dio la abu? ¿Y ya tiene olor a pis bebita? ¿No te pudiste esperar para mearla? ¿Qué te pasa bebé? ¿Se te anda mojando la chuchita?, me decía, intentando apaciguar su respiración bajándose el calzoncillo. Al poco rato, su pija era un pincel recorriendo todo mi cuerpo. Me la frotó por todos lados. Pero cuando fue el turno de mis tetas, primero me pidió que me las escupa con todas mis fuerzas, al menos unas 3 veces. Entonces friccionó su músculo resbaloso en ellas, hasta que su glande tocó mis labios.
¡Abrí la boquita mi vida, y chupala toda petera de mierda! ¡Así vas aprendiendo lo que tenés que hacer con los varones! ¡Tomá la meme del abuelo y mojate la cachuchita!, dijo cuando su pene ya entraba y salía de mi jurisdicción bucal, y mi pasión solo me daba una tregua para lamer sus testículos, los que le colgaban de una bolsa de piel cada vez más ensalivada, sensible y acalorada. Cuando la retiró de mi panal de baba y gemidos, pensé que se iría al carajo, dejándome otra vez prendida fuego, y solita. Pero, metió su mano entre mis piernas bajo mi bombacha, me tumbó en la cama con la otra mano y dijo con severidad: ¡Meame la mano Noelia! ¡Dale, hacete pis en la camita chanchona!
Y, como si un ardoroso fuego quemara mi sangre, sentí ganas de obedecerle, como a un dios pagano. Mientras me meaba lo oía sacudirse la pija, gemir y decirme nenita sucia a cada instante. Pronto se limpió la mano mojada en mi pelo enredado, y anidó nuevamente su pija en el fragor de mi boca, donde un chorro de semen hirviendo burbujeó encendiendo mis papilas gustativas al máximo.
¡Ni se te ocurra cambiarte! ¡Vas a dormir hecha pis, y con la leche del abuelo en la boca! ¿Entendiste? ¡Y mañana dejá que te despierte la abuela!, decía Hugo mientras cerraba la puerta de mi cuarto. Esa noche no pude pegar un ojo, y estaba más que loquita por volver a saborear su pito!
En efecto, otra noche irrumpió en mi cuarto para destaparme, sentarme en calzones sobre una pelela que por lo general usaban mis primitos cuando se quedaban a dormir. Esa vez se la chupé después de que me vio hacer pis en el cuenco, y mojarme sin más la bombacha.
A la abuela le llamaba la atención que mojara la cama, pero se lo atribuía a una rebeldía de niños. Ella decía que yo no quería crecer. Nunca sospechó cuando me veía en el regazo de su marido, con mi cola frotando su erecto pene, preparándolo para que luego mi boca se lo devore, en el kiosko entre cliente y cliente.
La noche que se cortó la luz, y él decidió llevarme a dormir con ellos, pensé que había perdido la cabeza. Ni bien Hugo se tranquilizó con los ronquidos de su mujer, me sacó la bombacha y empezó a olerla mientras intentaba pajearme, y yo a él, desde luego. Hacía calor, y esa noche los grillos no se oían tan insoportables. En breve nuestros cuerpos se movían a causa del placer. Las sábanas se desmantelaban. Él me comía la boca, lamía mi oreja, sorbía mis pezones con algo de ruido y me decía al oído: ¡Meate Noe, ahora, meate toda pibita! ¡Hacete pipí bebé, así la abu, si se despierta, no cree que estamos haciendo cositas raras!
¡Encima, yo estaba acostada en el medio de los dos, con el corazón latiéndome como si un montón de martillos se hubiesen vuelto locos! Así que, cuando mi lluvia de orina terminó, el abu me posó boca abajo sobre él y frotó su pija durísima en mi conchita. Empezó a frotarme, moviéndome de las caderas, agarrándome fuerte de la cola, y hasta rozando mi agujerito con uno de sus dedos, sobre mi bombachita empapada. pero al rato, me acabó en las ingles, el abdomen, los muslos y, hasta algunas gotas llegaron a mis tetas.
Era normal que entrara al baño cuando yo lo ocupaba, y me pidiera que lo pajee con las tetas, o que se la chupe después de manosearme y olerme.
¡Nadie va a amar tanto tu olor a pichí de nenita como yo mi putita!, me aseguró una vuelta mientras me daba la leche en la boca en el patio, corriendo el riesgo de que mi abuela nos vea en cualquier momento.
La tarde que vi sangre en mi bombacha, enseguida corrí hacia él para preguntarle de qué se trataba. Me dijo que no me asuste, que me dé un baño y me ponga otra bombacha, y que fuera al kiosko. Una vez perfumada, vestida y muerta de curiosidad, fui con él. El hombre cerró la ventanilla, me bajó el pantalón y me explicó lo de la menstruación, aquello que desde ahora era señorita, y hasta pegó una toallita en mi calzón. Ahora Hugo me miraba con más deseo, y yo todo el tiempo quería estar con él. En el colegio no me importaba otro pibe. Ni siquiera los más grandes. Solo anhelaba sentir su pija adentro mío.
A los dos meses de mi paso a la adolescencia, Hugo se metió en mi cama en bóxer. Me desnudó toda, y haciendo una carpita con mis sábanas sobre los respaldos de la cama, comenzó a devorarse mi cuerpo entero, con besos, lamidas, mordisquitos, lametones y caricias que me hacían flotar por el aire. ¡Cuando lamió y penetró mi vagina con su lengua sentía que necesitaba más!
¡Vos ahora tenés que usar tanguitas Noelia, y ya no podés hacerte pis en la cama… ya sos una mujercita!, decía jadeando como un canino sediento, sin detener su recorrido.
¡Pero ahora quiero que te mees toda guachita!, me susurró como una caricia, y empezó a darme chirlos en la cola mientras un dedo penetraba mi concha, haciéndome doler un poco. Incluso hasta grité mordiendo una almohada. Cuando lamió mi culo con voracidad fue que empecé a mearme, y entonces Hugo subió su pesado cuerpo sobre el mío. Yo permanecía boca abajo. Sentí la punta de su pija en mi vagina, y tuve miedo. Pero él era mi abuelo. Nada podía pasarme en sus brazos! En cuestión de segundos su glande era presionado por mis labios menores, y entonces, un aguerrido impacto llenó mis ojos de lágrimas, mi garganta de sordos gritos y mi piel de hormonas dispuestas a ser suyas para siempre. Su pija estaba dentro de mí, y su vaivén me cogía delicioso y con ritmo. Me dolía mucho, me ardía y llegaba a lamentarlo un poco cuando su verga tocaba la faz de mi sexo.
¡Vas a dormir con la lechita adentro de la concha mi chiquita! ¿Te gusta cómo te coge el abuelo? ¿Te gusta la pija no? ¡Meona, peterita asquerosa! ¿Querés más pija? ¿Se te calienta la bombacha cuando te tengo a upa? ¿Te gusta que te apriete las tetitas así?, me decía entrecortado y ágil, con su pene tomando anchura y vigor en mi celda estrechita. Yo no podía más que gemir y babearme toda. De golpe, el viejo soltó su lechazo en mi interior, luego de temblar, manosearme las tetas como si fuesen dos pedazos de carne, y de empujar mi cuerpo contra el respaldar. Hasta me hizo un chichón y todo! Entonces, noté que el abu se fue avergonzado a la cama, y no quise preguntarle nada mientras se vestía. Sabía que no era el momento.
Al otro día fue un escándalo. La abuela me regañó por la sangre y el pis en mi cama. No supe qué decirle. Más tarde oí que discutía con el abuelo. Me paralicé cuando la vieja gritó golpeando algo contra la mesada.
¡La pendeja ya no es virgen! ¡Pero, algo estuvo haciendo anoche Hugo! ¡Y da la puta casualidad de que vos no estabas en la cama! ¡Yo no me chupo el dedo querido! ¿No te estarás cogiendo a la Noe, hijo de puta? ¡Espero por tu bien que no, porque llamo a la policía, y te pudrís en una cárcel! ¿Me oíste? ¿O, me vas a decir que entró un chico por la ventana, y se la volteó?, conjeturaba mi abuela, indignada, furiosa como nunca la había visto, y decidida a saber toda la verdad. Seguido de eso el abuelo le dio un trompadón que la hizo caer débilmente al suelo, y entonces, mi abuela no volvió a pronunciar palabras. En ese momento el abu me vio pegada a la puerta, oyendo aquel triste acontecimiento. Me agarró de la mano y me llevó al kiosko. Apoyó mis manos en unas cajas de galletitas, me bajó el pantalón y colocó su pija en la entrada de mi concha. Solo sentí que la penetró cuatro veces a fondo, porque luego su semen explotó como la descarga de un rayo.
¡Subite la bombacha y vamos! ¡Hay que llamar al médico, que la abuela se descompuso! ¿Escuchaste las cosas que dijo? ¡Vos, seguí calladita la boca, que éstas, son cosas de adultos! ¿Estamos?, me decía el viejo comiéndome la boca y palpándome las tetas, mientras yo me subía la bombacha, sintiendo que su semen fluía de mi vulva dispuesto a mojarme toda.
La abuela se recuperó, pero jamás supe que volviera a interrogar al abuelo acerca de nosotros. Por el contrario. Ellos no se hablaban para nada. A veces, sólo para discutir. Pero a mi abuelo no le importaba, y a mí mucho menos. Fui innumerables veces al colegio con la bombacha empapada con su leche, o hecha pis como era su antojo. Así que, desde entonces el abuelo tiene la potestad de mi sexo cuando quiere. Le encanta que lo espere en la cama hecha una carpita, perfumada, en tanguita y corpiño, con las lolas untadas con crema o dulce de leche, y si fuera posible con ganitas de hacer pipí. El hijo de mil me hizo la cola cuando cumplí los 15, y desde entonces me envició con el sabor de su pija mezclado con el de mi culito.
Dormí un par de veces más con él en presencia de la abuela. Una vez la vieja se despertó cuando yo le apoyaba las tetas en la pija para que me las enchastre. Me acuerdo que me levantó del pelo dispuesta a pegarme un flor de sopapo. Pero el abuelo volvió a darle un nuevo correctivo, y aunque esta vez no la desmalló, no le permitió moverse de la cama. La vieja rezongaba viendo cómo ahora yo le chupaba la pija, lo pajeaba contra mi boca y engullía sus bolas. Se asqueó cuando su marido me pidió que me siente en su tórax, donde su lengua y olfato se hicieron un festival con mi conchita, y más cuando me imploró al borde de la emoción: ¡Meame nena, hacele pipí al abuelito chiquita, mucho pichí quiero en mi boquita!
Creo que esa vez me meé como nunca. Porque, el abuelo me cogió con una autoridad que le desconocía, ya que siempre había sido tierno conmigo. En realidad, yo lo cabalgaba viendo la cara de desolación de la vieja, mientras el abuelo decía: ¡Esa es mi nietita chancha, rica, putona! ¡Cómo le gusta coger! No como a vos vieja de mierda, que ya no servís para nada!
Me acabó adentro, como casi siempre que me garchaba, y sus emociones lo convertían en un pendejo encerrado en el cuerpo de mi abuelo.
A los tres días de aquella noche el abu tuvo un infarto, y la abuela decidió irse con su secreto a vivir a lo de su hermana. Por lo tanto, desde entonces, yo soy la enfermerita de mi abu. Le hago masajes, le cocino, le chupo la pija, me visto como él quiere, le doy calorcito a sus manos con mi entrepierna, le tomo la leche obedeciéndole en todo, y atiendo el kiosko. ¡Nunca más voy a separarme de su pito maravilloso! Fin
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Este es mi correo ambarzul28@gmail.com si quisieras sugerirme o contarme tus fantasías te leeré! gracias!
Acompañame con tu colaboración!! así podré seguir haciendo lo que más amo hacer!!
Cafecito nacional de Ambarzul para mis lectores nacionales 😉
Otra vez más el incesto! Unas de tus temáticas preferidas seguramente (y de quien no?). Otra vez me sentí un maduro con una pendejita pero lo envidie por disfrutar asi de su nieta ya calenturienta. Muy buen relato, muy real...me trasladó! Gcs!
ResponderEliminar¡Hola! Sí, desde luego esa nena chancha, más o menos sabía lo que hacía. Jejejejeje! Gracias a vos por apreciarlo todo, y disfrutarlo!
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