La criada

 

Desde que contraté a la criada que había trabajado con doña Clotilde, mi vieja vecina, he tenido sueños intensos con ella. La soñé desnuda, metiéndose en mi cama, lamiendo mis pezones mientras el amanecer se arremolinaba en las cortinas de mis ventanales, o mostrándome sus tetas mientras repasaba los pisos. No entendía por qué me sucedía con ella. Jamás había tenido la necesidad de mirar, fantasear o imaginarme con una mujer. Y Menos con Vanesa, que tiene 16 años. Además, a mis 57, no me sentía con libre arbitrio para experimentar cosas. Me casé cuando cumplí los 18 con Roberto, y a pesar que solo nos vemos los fines de semana por su profesión de arquitecto, y por la oportunidad que se le dio de trabajar en una empresa de la capital, nunca desapareció la pasión entre nosotros.

Cuando doña Clotilde murió a causa de una enfermedad terminal, hace un año, supe que su criada, como ella le llamaba a su empleada, se quedaría sin trabajo. Pero ocurría que yo no tenía cómo ubicar a la mocosa. Hasta que me la encontré de casualidad, en la despensa del pueblo. Cuando la vi, algo extraño me impulsó a hablarle. No necesité presentarme, ya que muchas veces estuve en lo de Clotilde tomando mates, mientras Vanesa cumplía con la limpieza de su caserón. La pobre anciana no tenía otros vecinos de confianza, y tampoco es que había muchas casas a las que acudir. Eso reducía las posibilidades laborales para Vanesa. Era un barrio destinado a los profesionales de una fábrica metalúrgica, y su hermano mayor se la había heredado, ya que mi amiga no tenía marido, ni tampoco hijos.

Vanesa me saludó afectuosamente, con un cálido beso en la mejilla, mientras le hacía un nudito a la bolsa de pan casero que acababa de comprar.

¡Escuchame querida, tengo entendido que te quedaste sin trabajo! ¡Sé que, Clotilde te quería mucho, y siempre me habló muy bien de vos! ¡No quiero incomodarte! ¡Pero si necesitás trabajar, venite a mi casa, que tengo una propuesta para hacerte!, le dije mientras ella contaba los billetes para pagar, escuchándome con atención. Le brillaron los ojitos de inmediato, y me recibió el papelito en el que yo misma apunté mi dirección y número de teléfono. A la salida, mientras hablábamos de otras cosas, me aseguró que necesitaba el empleo, y que sin faltas me visitaría al día siguiente. Entonces, se me acercó y me dio un beso alegre en la mejilla. Eso me hizo sentir algo extraño, que no llegué a definir con precisión. Pensé en su situación, y sentí pena. La pobre tenía que acarrear con cuatro hermanitos, porque su madre estaba internada en un loquero. Y para colmo, uno de ellos tenía una discapacidad mental. El padre de esos niños, bien gracias. Y, en cuanto a la familia de la mujer, ninguno tenía comodidades ni la mínima voluntad de ayudarla.

Finalmente llegó el día. Vanesa tocó el portero a eso de las 10 de la mañana, interrumpiendo mi lectura sobre el signo de Capricornio. Ni yo me había dado cuenta que se había hecho la hora de la cita. Le abrí, la hice pasar luego de un saludo ligero, ya que andaba rondando la vecina chusma del barrio, y le ofrecí un café. Nos sentamos en la cocina, donde la puse al tanto del pago y de las horas que debía cumplir.

¡Mirá, yo necesito que me repases los muebles, me ordenes las alacenas, laves los platos y te ocupes de la limpieza, especialmente de mi habitación! ¡La jardinería, la limpieza del baño, y todo lo que se refiere al patio, de eso se hace cargo Daniel, el hijo del mejor amigo de mi marido! ¡Así que, yo creo que, con cuatro horas por día, alcanza y sobra! ¡Además, aparte de las cosas que necesito que hagas por la casa, también te pago para que me acompañes! ¡Estoy mucho tiempo sola, y eso, bueno, a una señora de mi edad, no le hace bien! ¡Vos, por ahí no lo vas a comprender porque sos joven, bonita, inteligente!, le decía, mientras ella me miraba con cariño, y con un profundo agradecimiento en el rostro. Cuando vi que le asomó una lagrimita, me enterneció, y por un momento tuve ganas de abrazarla, a modo de consuelo. Inmediatamente pensé: ¡Y si la abrazo, va a pensar cualquier cosa de mí! Entonces me contuve, y la escuché hablar.

¡Gracias señora! ¡Voy a intentar hacerle caso en todo, para que no tenga que echarme! ¡Y, si algo no le gusta de mí, o cómo me visto, o lo que usted diga, yo estoy dispuesta a cambiarlo!, me decía, mientras yo la miraba entre emocionada y satisfecha. La verdad, no tenía nada que me pudiera incomodar. Vanesa es una chica normal, de 1,60 de estatura más o menos, pelo negro con rulitos, largo hasta la mitad de su espalda, ojitos color miel, una boca virgen de maquillaje, chiquita y sonriente, dos manos con dedos largos, y debo decir que unas tetitas más que interesantes. Se parecían bastante a las mías cuando era adolescente. En parte, resaltaban más por su delgada figura. Su vestimenta era sencilla. Tenía una remera color beige medio escotada, por la que se advertía el azul de su corpiño, y una calza gris no muy ajustada, que hacían juego con sus zapatillas. Supongo que era la ropa más decente que tenía. Clotilde me había dicho que las primeras semanas que trabajó para ella, fue a su casa con vestiditos rotos o descocidos, con zapatillas arruinadas, o con pantalones que se le caían un poco.

¡Esa mocosita, se cree que me gusta mirarle la bombacha gratis! ¡O, a lo mejor está esperando que le compre calzones nuevos! ¡Creo que todavía usa las bombachitas de cuando tenía 7 años! ¡Y, hay veces que parece que se las roba a su tía!, me dijo un día mientras mateábamos, y yo me tenté tanto de risa que, sin querer, en el afán de calmarme le rompí un pequeño florero de porcelana que había en su mesita ratona. ¡Casi me mata la gorda!

¡Quedate tranquila querida, que yo soy muy sincera! ¡Si algo me pudiera llegar a molestar, te lo voy a decir!, le decía, luciendo mi mejor sonrisa, mientras le acercaba un platito de galletitas. Parecía tener vergüenza de comer la pobre.

¡Lo importante es que te cuides, te quieras, y trates en lo posible de tener buena salud! ¡Por ejemplo, imagino que vas al médico seguido!, le dije. A ella se le ensombreció el rostro.

¡No te preocupes tesoro, que yo te voy a recomendar a un médico clínico que te autorice algunos estudios, para estar tranquilas!, le aseguré mientras me levantaba para buscar mi libretita y una lapicera. En el camino, me detuve a su lado, y le acaricié el pelo.

¡Tenés un pelo precioso Vane! ¡Espero que, dentro de tus posibilidades te lo estés cuidando!, le decía, mientras percibía el aroma de su piel, y me dejaba embriagar por el calor que despedía su cuerpo. Algo me incitaba a tocarle la espalda, o darla vuelta para acariciarle esas tetitas. Pero, enseguida me censuraba. ¿Por qué tenía ganas de tocarla con tanto ahínco?

¿No usás perfumes?, le dije, sabiendo que podía ponerla incómoda. Ella me explicó que hacía mucho que no se compraba uno. Le dije que no era tan importante, siempre que se bañe con frecuencia. Ella me miraba con sigilo, pero no dejaba de sonreír. Hasta que finalmente, logré anotarle en un papel el nombre y teléfono de mi amigo médico, y se lo di.

¡Hablale de parte mía, y seguro no te va a cobrar nada!, le dije. Acto seguido le di un adelanto de la semana, sabiendo que ese dinero le hacía más que falta.

¡Dale chiquita, que empezás ahora mismo! ¡Lavate los platos que hay en la bacha, y después ordename un poco el bajo mesada, los cajones de los cubiertos y la heladera!, le dije, mientras recogía las tazas vacías de café. Ella se puso de pie y comenzó con sus tareas. Ese fue el primer día de varias semanas en que su dulzura, alegría y juventud invadieron mi casa, renovaron mi espíritu y acompañaron los vacíos que solían entristecerme por momentos.

Entonces, sin que pudiera advertirlo siquiera, llegaron mis sueños con ella. En los primeros, solo se me aparecía como una interferencia en el espejo, haciéndome caritas sexys, o sacudiendo su melena ante mis ojos, o tirando besos sin ruido con esos labios carnosos. Pero luego, todo fue subiendo las intensidades en mi cuerpo, y comenzaba a tener amaneceres cada vez más húmedos. Una vez soñé que me traía el desayuno a la cama, luciendo una bombachita rosa que apenas le cubría los labios vaginales, y un delantal repleto de brillitos y transparencias que no disimulaba la dureza de sus pezoncitos. Apenas depositó la bandeja con jugo, café y unas frutas sobre mi mesita de noche, me despojó de las mantas y la sábana, y empezó a masajearme las piernas, a la vez que su boquita fresca comenzaba a sorber de mis tetas, como una bebota hambrienta de lujuria.

A los días soñé que me la encontraba en el baño, sentadita en el inodoro, con las piernas abiertas y el pelo mojado, como si recién se lo hubiese lavado. Ella no se sorprendió con mi intromisión. Para colmo, su voz me susurraba como una brisa calma, mientras se lamía un dedo: ¿Querés probar mi conchita mami? Ese día amanecí con el corazón como un tambor hechicero en el pecho, la boca seca, y con una de mis manos estrujándome una teta.

Tenía que ponerle fin a esos sueños, pero no encontraba la manera. Busqué información en internet, consulté algunos libros de interpretaciones de sueños, probé con la meditación antes de dormirme, y hasta recé, como si así pudiese liberarme de un pecado lujurioso que era solo mío, porque solo habitaba en mi cabeza. Pero los sueños seguían, y cada vez eran más dulces, obscenos, delirantes y calientes. Un sábado soñé que comíamos juntas, en mi terraza, en medio de un espléndido mediodía. Hablábamos como siempre, de cualquier cosa. Hasta que, en un momento de distracción, cuando vuelvo a mirarla tenía las tetas desnudas. La vi juntarlas con sus manos, abrir la boca, sacar la lengua y luego soltar un hilillo de saliva, el que se perdió en la unión de sus tetas perfectas. Recuerdo que enseguida se levantó, me las puso en la cara y empezó a restregarlas con suavidad, al tiempo que me susurraba: ¡Dale, mamalas bien, mamame las tetas, que te encanta mirármelas! ¿O preferís besuquearme la cola?

En el sueño sus pezones entraban y salían de mi boca, sus tetas me asfixiaban, cada vez más empapadas con mi saliva, y su abdomen, vagina y muslos eran acariciados deshonestamente por mis manos intrépidas, asesinas de moral y desprovistas de respeto. De repente, recuerdo que la arrié del pelo para conducir su carita angelical a mis pechos, y luego de desabrocharme la blusa sin el mínimo recato, la obligué a chuparme las tetas. Pero, entonces, poco a poco el despertador se hacía más nítido para mi cerebro aletargado, incapaz de volver a la realidad. Mi bombacha era un océano de jugos vaginales, y los poros de mi piel parecían haber vuelto perfumados con la fragancia de esa pendeja. Me levanté somnolienta, pero con el corazón danzando en lo que pudo haber sido un mediodía de sexo entre nosotras. Me tenía a su merced, y evidentemente, a ella le interesaban mis atributos de mujer madura. Pero, solo era un sueño, repetía una voz implacable en mi cabeza, y entonces me desanimé un poco. Era domingo, y Vanesa no volvería a trabajar hasta el lunes.

Luego de una semana sin mayores novedades, más que los mismos sueños rondándome como diablos sedientos de guerras perdidas, tuve una noche de sexo inolvidable con mi esposo. Nada especial, ni digno de narrar en detalles. Solo que, desde que empezamos a coger, luego de unas copas de vino y una charla distendida entre sus secretarias, Vanesa, de la Novia de Daniel, otra vez Vanesa, la obra de un club de fútbol, y de una boludita que no paraba de mandarle mensajes, no pude parar de pensar en su pija entrando y saliendo del hueco de las tetas de mi empleadita, de su vagina estrechita, o de ese culito de ensueño, apretadito y bien parado, como sé que le gusta a Roberto. No voy a negar que acabé como nunca, entre gemidos, temblores y un millón de sensaciones que hacía años no recordaba tener. Además, me encanta que la chica esa le mande mensajes obscenos. Yo confío totalmente en mi marido, y sé que Mariana tiene un retraso madurativo importante. Es la hija de una vecina con la que no nos hablamos, y, al parecer, está muerta con mi marido hace mucho. Él le explicó que es casado y toda la milonga. Pero a ella parece no importarle.

Sin embargo, un martes normal en apariencia, mientras yo miraba sin ver una novela turca estacionada en algún canal de la tele, y Vanesa lavaba los platos, al igual que un macho que retorna de un viaje interminable, empecé a escrutarle el culo como si nunca hubiese mirado uno. Tenía una calcita apretada, en la que se adivinaba el elástico de su bombachita. Esas líneas le contorneaban los lados de sus redondeces, mientras un buen trozo de la calcita se le perdía en la zanjita. De inmediato se me pararon los pezones, y los noté en la presión de mi corpiño. Sentí un calor inusual en mi entrepierna, y una especie de hormigueo que me hacía tiritar la mandíbula. Sabía que no era la menopausia. Era un calor seductor, hambriento y desbocado. Me llevé una mano al vientre, y rápidamente subí con ella hasta mis pechos para palparlos. No sé cómo tuve el tupé de pellizcarme los pezones, y eso terminó por excitarme aún más. De pronto, aquella mano inquieta descendió a los adentros de mi pantalón de entrecasa, y busqué el contacto con mi vulva. Me oí suspirar, y supe que si no me detenía, la cabeza me iba a estallar, y el clítoris me reclamaría piedad. Entonces, sin siquiera meditarlo un instante, me desprendí la blusa.

¡Vanesa, por favor, preparame un cafecito, si podés!, le solicité sin más. No era raro, ya que siempre después del almuerzo me tomaba un tecito, o un café. Ella me dijo que me lo preparaba ni bien terminaba con una sartén que le estaba dando trabajo. Entonces, mi impaciencia galopó como un lince entrometido al oír su vocecita suave, cálida e inocente. No sabía cómo llamarla para que acuda a mí con la inmediatez que mis sentidos requerían.

¡Vane, por favor, dejá eso, y vení! ¡Necesito que me ayudes a configurar algo acá, del televisor!, se me ocurrió pedirle, aunque todo estaba bien. Ni siquiera me importaba lo que había en la tele. Ella dejó de fregar, y apagó el grifo de agua caliente.

¡No Vane, no te saques los guantes, que es un ratito nomás!, me apresuré a decirle. Había descubierto que me excitaba mucho verla con los guantes de látex puestos, con el pelo suelto, las mejillas coloradas, y la remerita siempre mojada en la pancita. Ella, siempre servicial y amorosa, caminó casi sin hacer ruido hasta mí, dispuesta a resolver el problema del televisor.

¡Vení chiquita, sentate, que te quiero hacer unas preguntitas!, le dije. Ella se sentó, mirando alternativamente al control remoto, la tele y a la ventana.

¿Estás contenta con el trabajito que te doy? ¿Hay algo que no te guste, o consideres que deba cambiar?, le pregunté, sintiendo que el corazón se deslizaba por mi cuerpo para acomodarse en mi garganta. Ahora su aroma me invadía, y sentir su pierna pegada a la mía me sofocaba las ideas.

¡Sí, obvio que estoy re contenta señora! ¡Usted sabe que, en mi situación, todo esto me viene re bien! ¿Por qué me lo pregunta?, me dijo, como midiendo las palabras, acaso creyendo que la iba a despedir, o que la reemplazaría, o vaya a saber qué. Enseguida le tomé una mano para posarla sobre mi pierna.

¡Quedate tranquila hijita, que sé muy bien cuál es tu historia, tus necesidades y tus problemas! ¿Estás dispuesta a cobrar un poquito más? ¿Es decir, a ganar un poquito más de plata, solo, por hacer algunas cositas para mí?, le dije. Ella sonrió, tal vez involuntariamente. Me acarició la pierna, chasqueó la lengua cuando la miré a los ojos, y asintió con la cabeza.

¿Lo que sea que te pida? ¿Estás de acuerdo? ¡Yo puedo ser muy generosa!, le aclaré. Ella pareció no entender del todo. Pero aún así replicó: ¡Sí, sí claro, cualquier cosa haría! ¡Yo necesito plata!

¡Bueno, perfecto! ¡Así que, hoy vas a cobrar un poquito más! ¡Cada cosa que te pida, es, digamos, son unos pesos más para vos! ¡Así que, ahora quiero que, bueno, te va a parecer raro esto, pero, quiero que me cuentes si ya te acostaste con algún chico!, le largué precipitada y valiente. Todos los colores de su rostro se intensificaron. Pero, no dudó en responderme, y, aunque sus revelaciones no me sorprendían del todo, me pareció muy osado para una púber de su edad.

¡Sí señora, tuve que hacerlo! ¡Igual, no me quejo! ¡Siempre es mejor que robar! ¡Solo que, no me acosté con muchos chicos! ¡Digamos que, tuve sexo con dos varones de mi edad, más o menos! ¡El resto, fueron hombres! ¡No me cuesta hacerles cositas con la boca, o mostrarles lo que me pidan, por más plata!, me confió, en libertad, relajada y consciente. Yo suspiré, y tal vez ella pensó que me horrorizaría. Pero enseguida coloqué una de mis manos en su barriguita. Como si tratara de localizar el ronroneo de su interior.

¡A ver si entendí bien! ¿Vos me querés decir que, ciertos hombres te, te metieron su cosita en la vagina? ¿Y lo decís así, tan resuelta?, le largué, sintiendo una tensión en el cuerpo que me aceleraba la respiración.

¡Sí, eso quise decir! ¡En la vagina, en la boca, y entre las tetas! ¡Todavía no me animo a que me hagan la cola! ¡No es que me dé miedo! ¡Pero, quiero que sea cuando yo esté lista!, se expresó con madurez, mientras mi clítoris rugía de expectación ante sus confesiones. Entonces, se lo pedí.

¡Subite la remera mocosa, ahora! ¡Pensá en la plata!, le susurré con lo que me salió de voz. Ella tardó en reaccionar. De hecho, no lo hizo hasta que le di un pellizquito en la panza. También recuerdo que le pegué en la mano cuando quiso sacarse los guantes, mientras se subía la remerita.

¡No quiero que te los saques!, le aseguré, extasiándome con la forma de sus tetas bajo un topcito viejo y casi descolorido. Pronto empecé a acariciarle la cara con mis dedos ardiendo, y, cuando llegué a su boca se la abrí cuidadosamente, como si fuesen los pliegues de un jazmín en celo.

¡Dale, lameme el dedo mamita, sorbelo y mordelo despacito si querés! ¡Así bebéee, como seguro debés lamerle el pito a esos tipos! ¿Te gusta tener un pito en la boca?, le decía, totalmente fuera de mi autocontrol. Sentir el calor de su boca, la humedad de su lengua y el contorno de sus labios rodeando la piel de mis dedos, lograba que mi clítoris expulse gotas incesantes contra mi bombacha, y eso me ponía nerviosa. La mocosa estuvo un ratito así, chupeteándome el dedo, gimiendo suavecito y haciendo ruiditos con los restos de saliva que se le escurrían por los labios. Además, de repente empezó a intercambiar mis dedos, desde el índice al meñique, y luego volvía a comenzar con el pulgar, al que le dedicaba más tiempo, sorbetones y pequeñas mordiditas. No sabía cómo aquella tarde se había transformado en semejante velo mágico, sexual y caliente. Pero no quería que se termine. Así que, de pronto, cuando pensaba que podría llegar a mearme encima de la calentura que su boquita le otorgaba a mis dedos, la agarré de la cintura con mis dos manos, las que de golpe fueron tan fuertes como las de un obrero, y me la senté en la falda.

¡Quiero que abras la boquita, cerca de mi nariz, pendejita sucia!, le decía, mientras me limpiaba los dedos babeados en su remerita. Por lo tanto, primero se la quité, y entonces, Vanesa abrió su boca de dientes desparejos, tan cerca de mi boca que, la tentación era inevitable. Pero yo no quería besarla. Necesitaba hacerle lo que alguna vez le hice en un sueño, y ella no tuvo reparos para impedírmelo.

¡Vos quedate quietita, que mami te va a oler la boquita, mocosa cochina!, le dije, otra vez a media voz, y acto seguido empecé a rozarle los labios con un dedo, mientras mi nariz percibía su aliento, el olor de su saliva, y el fuego que poco a poco le rodeaba las mejillas. Luego, me atreví a tocarle el labio inferior con la lengua, y no tardé en girar con ella por toda la circunferencia de sus labios abiertos. ¡Me sabían deliciosos! Eran dulces, tibios, carnosos. Incluso, en un momento atrapé uno de sus labios entre mis dientes, y se lo sorbí con cierta fuerza. Ella gimió, y se alejó unos centímetros de mi cuerpo. Pero su colita contra mi falda parecía correr cada vez más peligros en lo más profundo de mis fantasías.

Al ratito le acariciaba las tetitas por encima del top, mientras seguía oliéndole la cara, el pelo, la boquita, y, como quien no quiere la cosa, también el cuello. Lo que significó que, no demoré demasiado en besuqueárselo, en tocarle varias veces el mentón con la punta de la lengua, y en olerle las tetas. ¡Sí, con eso fantaseaba imperiosamente! ¡Con el olor de esa pendejita, con el aroma de su boca, sus tetas, y con la fragilidad de su cuerpito falto de olla! Su piel era suave, casi tan blanca como la leche, y sus olores, indescriptibles para mi repertorio de palabras conocidas.

¡Dale nena, animate a hacerlo! ¡Yo me corro un poquito, y vos me metés la mano por adentro de la ropa, y, buscá, ahí, meteme la mano adentro de la bombacha, y pajeame la concha! ¡Dale nenita sucia, que me volvió loca tu olor! ¡Me encanta que te encames con los tipos, y que te cojan, cuando vos quieras, y por guita!, le decía, mientras me las arreglaba para que su mano enguantada logre hundirse en las profundidades de mi pantalón. Apenas uno de sus dedos palpó mi sexo, no tuve otra opción que comenzar a lamerle toda la cara, y en pedirle que con su otra mano me apriete las tetas, por adentro de mi corpiño estirado. La torpeza de sus dedos hurgando en los rincones de mi bombacha, por más desesperante que podría parecerme, me volvía loca de placer, porque no llegaban a encontrarse tan rápido con mi vagina como lo necesitaba. Y para colmo, la nena tuvo que pronunciar: ¿Y, por unos pesitos más, no quiere olerme la bombacha?

Me quedé sin palabras, pero no detenía el fragor de mi lengua, de mis besos y lamidas, mientras yo me abría de piernas todo lo que me fuera posible, y una de mis manos comenzaba a sobarle la vulva sobre su calza. Ella intentó retroceder. Pero, entonces, uno de sus dedos rozó el orificio de mi vagina, y entró con un desliz tan repentino, exquisito y preciso, que empecé a gemir, sin parar de olerle las tetas, el cuello y la boca. Le pedía que la abra y me derrame su alientito de nena en celo, mientras ahora dos dedos entraban y salían de mis jugos.

¡Meteme otro dedo putita, dale, haceme acabar nena, sacame la calenturita, dale bebé, que vos podés! ¿Te gusta hacer acabar a los tipos? ¿O a los nenes? ¡Dale, apagale el fuego a esta vieja calentona!, le decía, mientras afuera sonaba el timbre, y adentro, en la cocina la bacha se rebalsaba de agua, porque la señorita no había llegado a cerrar el grifo.

¡Así pendejita, meteme los dedos bien adentro, asíiii, como seguro que vos te los debés meter, todas las noches, pajerita! ¡Así nenita, abrime bien la boca, y sacá la lengüita! ¿Alguna vez hiciste acabar a una mujer? ¿Estuviste con alguna pendeja vos? ¡Asíii, metelo y sacalo, más rapidito nena, asíiiii!, le decía, al tiempo que yo misma le maniobraba la mano para que roce mi clítoris. A esa altura ya tenía el pantalón a centímetros de las rodillas, y uno de sus pechitos era devorado por mi boca. No podía creer que esos deditos largos, recubiertos por los guantes y tan hábiles como la ansiedad estuviesen revolviéndome la concha de esa manera. Además, en la adrenalina de mi propio incendio, llegué a pedirle que me escupa la cara, y ella lo hizo, al menos unas ocho veces. Pero, de repente, el timbre de la calle sonó tan largo, profundo y lacerante que, parecía imposible ignorarlo. Así que, como pude, intenté recuperar algo de calma, mientras le mordía los labios a Vanesa, y sus manos se nutrían de un torbellino de jugos calientes como la lava, los que ella misma se ganó por sus ensartes, sus roces, su aroma, los movimientos de sus dedos y las frotadas que me estremecieron el clítoris. Fue todo tan rápido y urgente al mismo tiempo, que pude sentir el devenir de un desmayo apenas me levanté del sillón para subirme el pantalón.

¡Escuchame, andá y abrí la puerta, así como estás! ¡De última, decí que estabas durmiendo la siesta, o lo que quieras!, le dije cuando me pidió la remera para ponerse. No tenía idea de quién podía ser el que tocó el timbre. Aunque, era posible que venga una amiga, o Daniel, el jardinero, o algún vecino a pedirme el teléfono, o doña Teresa, la costurera del barrio. Vanesa lo pensó un momento.

¡Acordate que, si hacés lo que te pido, cobrás más bebé!, le dije, sintiendo la humedad de mi vagina sobre mi bombacha, y los mareos sofocantes en la sien a causa del hermoso orgasmo que esos deditos me habían arrancado. Con esas palabras, Vanesa se dirigió a la puerta, y disculpándose por atender en top, con los guantes puestos y descalza, detalle en el que yo hasta entonces no había reparado, poco a poco volvió al living, escoltada por Daniel, que sonreía amable y gentil. Daniel tiene 25 años, es alto y bastante feúcho de cara, gracias a unas cicatrices de ciertas quemaduras que se hizo de niño. Pero, es bien varonil, rudo, musculoso y de espalda ancha. No se me pasó por alto el brillo en los ojitos de Vanesa al mirarlo con toda la luz de la sala.

¡Señora, perdone que no pude avisarle que, ayer no podía venir! ¡En realidad, me tiré a la pileta, y me animé a venir! ¡Si, si usted puede, voy ahora, y le arreglo el temita de la ligustrina, y le emparejo el pastito!, dijo, intentando no mirar a Vanesa, que se cubría las tetitas con los brazos.

¡Sí Daniel, por favor, no te disculpes! ¡Esta es tu casa! ¡A mí me viene de diez que puedas hoy! ¡Aaah, y te presento a Vanesa, mi empleada! ¡Creo que la viste el otro día, pero no llegué a presentártela! ¡Qué pena que estés de novio, porque esta chiquita, me parece que se las trae! ¿Vos qué decís? ¡Dale Vane, no seas tímida! ¡Bajá los brazos, así Dani te ve bien! ¡Total, tenés un topcito puesto!, le decía, dedicándole miradas impactantes, a ambos, aunque con más picardía a mi jardinero. Daniel se quedó atónito, y más cuando Vanesa bajó los brazos. Pero, más difícil se le hizo no mirarle el culito, antes de enfilar al patio para ponerse manos a la obra.

Ni bien el chico se puso a trabajar, cerré la puerta del patio, y me acerqué a Vanesa para acariciarle el pelo, las tetitas, y la cola suavecito por sobre su calza, al tiempo que le agradecía por el orgasmo que me había obsequiado. Ella no habló, pero luego recibió los 2000 pesitos que le coloqué entre las tetas.

¡Es como si fueses mi putita! ¿No te parece? ¿Nunca te dejaron platita entre las tetas, o adentro de la bombacha?, le dije, mientras ambas nos reíamos. Enseguida le ordené seguir con el caos de la cocina, aunque, algo no me dejaba separarme de ella. No sé si era el hechizo de su olor, de su calor que me hacía alucinar, o el recuerdo fresco de sus dedos abriéndome la vagina. Pero necesitaba más de esa nena. Aún así, pensé que lo mejor era dejarla trabajar solita. Me fui a mi cuarto con la idea de leer un libro, o ver una peli, o escribirle a una amiga. Se acercaba el cumpleaños de mi ahijado, y honestamente no tenía ni la más remota idea de qué podía regalarle a un adolescente de 16 años. Se me ocurrió que podía preguntárselo a Vanesa. Pero, ahora necesitaba alejarme un ratito de esa nena.


                                                                                 (Imagen a modo ilustrativo)

Todo hasta que Daniel me pegó el grito. Necesitaba las llaves para entrar al galpón, donde guardábamos las herramientas, máquinas y todo tipo de cosas como sillas, caballetes, tablones, libros viejos, y aparatos que no andan. Entonces, suspendí la lectura que me había propuesto, busqué el manojo de llaves, y caminé hacia el patio para dárselas. Solo que, en el camino, me encontré a Vanesa mirándolo por la ventana, con carita de babosa. Así que, antes de salir al patio, me acerqué y le dije al oído: ¿Se te está babeando la chuchita mi vida? ¡Te quiero ya, en mi pieza, si querés más plata!

Ni siquiera supe cómo llegué a decírselo. Pero las pulsaciones de mi corazón no me dejaban en paz. Hasta Daniel sospechó que me pasaba algo, o que algo no era normal en mí. Le dije que solo es dolor de cabeza. Él me dijo algo de su madre y las jaquecas, y entonces, lo dejé trabajar tranquilo. Cuando entré a la casa, Vanesa ya no estaba en la cocina, ni en la sala.

¿Usted me necesitaba señora? ¡Acá estoy!, dijo Vanesa, ni bien entré a mi pieza. Estaba sentada en mi cama, en medias, y con una expresión extraña en el rostro.

¡Me saqué las zapatillas porque, se me volcó un vaso de agua en los pies, sin querer, mientras ordenaba!, se adelantó a mi posible reprimenda, porque sabe que no me gusta que se suba a mi cama en medias, o con zapatillas.

¡No me importa eso, chiquita! ¡Mirá, abrí la ventana, que tengo un regalito para vos!, le dije luego, zamarreándola para que se baje de la cama. Ella parecía no comprender.

¡Te vi cómo mirabas a Dani! ¿Te calienta? ¿Te gustaría que ese bombonazo se te tire encima, y te la meta hasta las pelotas? ¿Te lo imaginás lamiéndote las tetas? ¿Te gustaría chuparle la pija nenita? ¡Dale tarada, abrí la cortina, y mirá!, le exigía, al tiempo que le lamía el lóbulo de la oreja, le acariciaba el culo con una mano y las tetas con la otra.

¡Me parece que, mientras vos mirás para afuera, yo voy a aceptar lo que me propusiste en el living! ¿Te acordás? Lo de… ¿Cómo era? ¡Lo de olerte la bombachita! ¡Quiero eso bebé! ¿Me dejás?, le decía, ahora con los pájaros volados, los pezones palpitando como luces histéricas, y un nuevo remolino en mi concha, otra vez jugosa y en llamas. Pero entonces, Vanesa corrió las cortinas, y suspiró. Al otro lado de la ventana, Daniel trabajaba en cueros, con el pantalón casi siempre al borde de caerse, mostrando todo el tiempo su tremendo pedazo de culo, bajo un sol impiadoso, con la frente perlada de sudor.

¡Bajate la calza nena, y tocate mirándolo, vamos! ¡Quiero que me calientes bien esa conchita de nena!, le dije, mientras yo empezaba a olerle las tetas nuevamente, ya que le había quitado la remera, y esta vez también el top.

¡Oiga señora! ¿No le parece que es mucho esto? ¡O sea, usted, digo, él me puede ver!, se quejó, aunque poquito a poco se bajaba la calza.

¡Callate nenita, que sabés bien que no te va a ver! ¡Además, teníamos un trato! ¿No? ¡Y, por lo que parece, le vendiste el alma al diablo! ¡O, mejor dicho, a una brujita calentona!, le dije divertida, en medio de una risa incontrolable, mitad por los nervios, y otra por la excitación. Entonces, Vanesa empezó a mirarlo, mientras gemía, sin saber qué hacer con las manos.

¡Dale nena, a lo tuyo! ¡Tocate! ¡Dale, por adentro de la bombacha! ¡Quiero ver y escuchar cómo te pajeás!, le dije, ya un poco impaciente, abriéndole la boca con un dedo. Esta vez yo me había puesto un guante en una mano, y también había traído una esponja de la cocina. Era posible que esa fantasía me estuviese rondando durante días. Pero, yo no me sentía yo haciendo todo eso, y a la vez, no podía dejar de querer ser esa mujer dominante, manipuladora y sucia. De modo que, yo misma le agarré las manos y se las metí adentro de la bombachita blanca que traía, una vez que su calza cayó encima de sus tobillos. Sus ojos de vez en cuando buscaban los míos, pero yo se lo prohibía terminantemente.

¡Vos mirá ahí pendeja, y abrite la concha, vamos! ¡Tocate, y mirá a ese bombón!, le decía, al tiempo que le pellizcaba una nalga, o le daba un chirlo. Para colmo, el olor de su desnudez era más embriagador, doliente y frenético. Hasta que al fin, oí el primer sonido de su falange sobre algo líquido, acuoso y perpetuo, y seguido de eso, un gemidito se le escapó de los labios. ¡Se había metido el primer dedito, y eso, sumado al dedo que le deslicé a lo largo de la zanjita del culo, la estremeció!

¿Te gusta bebé? ¿Te sentís sucia, observada, calentita? ¡Me vuelve loca tu olorcito pendeja!, le decía, mientras le metía toda la bombachita adentro de la cola para comenzar a besarle las nalguitas. Ahora, ella hundía sus dedos, los movía de abajo hacia arriba, al mismo tiempo que se hamacaba sobre sus caderas, y se acompasaba con los círculos que hacía con su pubis, para ganar profundidad. Sus labios se cubrían de saliva, y yo, con el mismo dedo con el que le rozaba la colita, se lo metía en la boca para limpiársela.

¡Gemí nenita, que ese hombre no te escucha! ¡Decile todo lo que querés que te haga, pedile la pija, o que te chupe las tetas, o lo que quieras guacha! ¿Te gusta que te meta un dedito acá, en la colita? ¡No pares de tocarte!, le decía, mientras ya no sentía las rodillas, hincada tras ella para besuquearle el culo, arañarle la espalda con mis uñas y la esponja, y para tirar el elástico de su bombachita hacia arriba para que se le entierre más. Ella gemía, y cada vez que mi dedo entraba en su boca, me lo mordía.

¡Síiii bebé, mordelo, como si fuera el pito de Dani! ¡Chupalo, sacame la lechita del guante perrita!, le decía para incitarla a que no se limite. Y, de repente su cuerpo empezó a perder equilibrio. Sabía que, si apenas la rozaba con la yema del pensamiento, esa nena explotaría en un orgasmo fatal. Así que, le pegué un flor de chirlo en el culo para sacarla de ese estupor, y la empujé sobre la cama. Recuerdo que le coloqué la esponja entre la bombacha y la vagina, que empecé a chuparle las tetas y que seguí besuqueándole la pancita, mientras mi mano le sobaba el bultito que había bajo su bombacha empapada, y mi olfato se enfermaba con el olor que le había quedado en sus propias manos. A la misma vez, la obligaba a morderme el dedo enguantado. Así estuvimos durante un tiempo. Ella por momentos atragantándose con mi dedo de tanto chuparlo, y yo sobándole la vagina, un poco con mi mano, y otro con mi cara. Allí descubrí que su olor a hembra me podía. Si no me controlaba, estaba segura que podría comérmela, literalmente. La esponja sonaba cada vez más embebida de sus jugos, y su cuerpo se estremeció más de una vez, con lo que descubrí que mi chiquita había tenido más de un orgasmo. En un momento, ella misma me lo pidió, y yo le concedí el honor.

¡Cogeme con ese dedo, quiero esta pija adentro!, me gritó, mientras yo le comía la boca, y le rozaba el agujerito del culo con mi dedo enguantado. Entonces, hice a un costadito su bombacha y la esponja, y dejé que mi dedo se interne en esa caverna estrechita, aunque más caliente que el mismísimo infierno. No tardó en aullar como una condenada. No hizo falta una labor inconmensurable de mi dedito juguetón. Tenía el clítoris hinchado, como una aceituna, y sus jugos parecían no tener fin. Era obvio que no se había meado. Pero, nunca había visto, o tenido el dato que una chica podía acabar con tanta abundancia.

En ese instante recapacité, y me di cuenta que apenas me cubría mi bombacha negra. No supe cuándo fue que me desnudé, ni cómo.

¡Supongo que ahora me toca a mí! ¿NO? ¡Bueno, siempre y cuando le haya gustado el olor de mi bombachita!, dijo Vanesa, parada al lado de la cama, mordiéndose los labios, desafiante y húmeda. Yo, la agarré de la mano y volví a recostarla sobre la cama, donde comencé a estrujarle la esponja por todo el cuerpo. Eran sus jugos, el néctar de su acabada, las probables gotitas de pipí que se le escaparon, y todo el celo contenido de su juventud. Por lo tanto, su piel debía quedarse con esa esencia.

¡Sí chiquita, me encantó tu olor! ¡Por eso quiero que siempre tengas tu olor a conchita en la piel, en las tetas, en el cuello! ¡Y, sí, tenés razón! ¡Sólo que, ahora no te voy a pedir que me la chupes! ¡Mañana, vamos a estar todo el día solas! ¡Te juro que no te vas a salvar! ¡NI ese bombonazo, ni doña Teresa, ni el fin del mundo!, le decía, mientras le impregnaba lo que quedaba de la esponjita en la cara, y ella sacaba la lengua. Tuve que darle 1000 pesitos más, además de prometerle ropita nueva. Es que en la adrenalina de su paja y mis forcejeos, le rompí la bombacha.

Lamenté que ese día tuviera que irse temprano. Daniel le ofreció acercarla a su casa cuando se hicieron las 7 de la tarde, ya que andaba estrenando el auto nuevo de su papi. Pero Vane siempre tuvo vergüenza de su situación, su barrio y sus miserias. Por eso, antes que llegue a negarse a la generosidad de Daniel, yo la llamé a la cocina, y mientras le palpaba la conchita sobre la calza, le dije: ¡No seas tonta nena! ¡Aprovechá, ahora que andás con olor a conchita! ¡Dejalo que te lleve, y a lo mejor, hacés unos pesitos más! ¡Avivate, y por ahí se te hace realidad el sueño, y te da la merienda, donde vos se la pidas!

Ella sonrió divertida, me dio las gracias, un beso en los labios, y salió a la calle. Pero, entonces la vi entristecerse un poco, porque Daniel ya se había ido.      Fin

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Comentarios

  1. Uuuf Ambar, no te podría poner en palabras todo lo que sentí con este relato estoy como loco, que rica la criadita esa.

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    1. ¡Holaaaa! Gracias por amar a esta criada! Es muy sumisita, como a la señora le gusta. ¿No? Jejejeje! ¡Besos!

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