"Otros Ratones": El Fenómeno por Golosa

 

 

 

 

 

 

 

Leo sentía que su vida era terriblemente monótona. Era un hombre de mediana edad que, por un lado, había logrado todo lo que se había propuesto: trabajó en lo que quiso desde muy chico, había conseguido completar una carrera después de largos años de estudio, compartía con su pareja importantes objetivos, entre ellos emigrar y formar una familia. De todas formas, muy dentro de él sentía que algo faltaba. En lo más íntimo se sentía un fenómeno; estaba consciente de su bisexualidad y algunas ideas locas le giraban por su cabeza.

Se había criado en una familia nuclear de clase media. Papá, completamente ausente, al que solo le interesaba pasar todo el día en su comercio. En el hogar siempre estaban su estricta madre y su hermana, un par de años mayor que él. Mamá procuraba cumplir con sus obligaciones de una forma práctica y hasta algo mecánica. Dejaba a sus hijos en una fría escuela, hacía las compras, limpiaba la casa y cocinaba. Antes de que su marido llegara, ya tenía la comida lista y debía tener a los niños preparados para dormir. Para bañarlos, se dio cuenta de que si los metía juntos a la bañera iba a ahorrar mucho de su valioso tiempo que podía emplear en otras cosas. Entraba al baño esporádicamente para vigilar a sus hijos y economizaba exageradamente su tiempo, orinando con ellos presentes. Leo veía que su mamá y su hermana no eran del todo igual a él, ¡no tenían pito! Eso lo turbaba un poco, ¿por qué ellas eran diferentes? Su papá jamás dejaría que él lo viera sin ropa para saber si tenía lo mismo que él entre las piernas. Veía como el pis emanaba de la vagina de su madre, no podía dejar de mirarla.

Una tarde, cumpliendo con la rutina, mamá colocó a sus dos hijos en la bañera. Ella abusaba un poco de su practicidad, la nena ya tenía siete años y el nene contaba con cinco. Inmersos en el agua cálida, la hermana de Leo expresó sus deseos de orinar.

- “Voy a hacer acá”, dijo ella. -“Mamá se va a enojar, no quiere que hagamos pis en el agua”, arremetió Leo. –“¡A sí!, mirá”. La nena se incorporó, sacando la mayoría de su cuerpo del agua y dejó que Leo viera asombrado como el chorro de pis de su hermana caía desde su uretra al agua. Ella comenzó a reír desaforadamente al ver la cara de asombro de su hermano. De pronto, redobló la apuesta, se tomó los labios de su pequeña vagina y los extendió hacia arriba, logrando que su chorro de orina comenzara a elevarse hasta acabar estrellándose completamente en la cara de su hermano. Él se sacudió intentando evitar que el asqueroso fluido lo siguiera impactando. Por fin cesó la micción, pero ella no dejaba de reír a carcajada limpia por lo que había pasado. Leo estaba petrificado. Pensó en contarle sobre el incidente a su madre, pero no lo hizo, en parte porque sabía que su progenitora reprendería fuertemente a su hermana y, por otro lado, había algo que hizo que no la acusara, pero no sabía bien qué era.

Los años pasaron, papá y mamá envejecieron, los hijos volaron del nido y siguieron con sus vidas. Leo, a medida que iba creciendo, decidió experimentar libremente con su sexualidad. Probó con mujeres, hombres, travestis, tuvo experiencias buenas y no tan buenas. Pero siempre siguió sintiendo que le faltaba probar algo más, nunca había podido olvidar aquella experiencia por la que había atravesado de niño, con el pis de su madre y su hermana. Se había convertido prácticamente en una necesidad para él, casi sin darse cuenta, volver a ver a una mujer orinando, y hasta sentir ese pis en su piel. Tuvo varias parejas estables, todas mujeres, siguiendo el “mandato materno”. Este lo obligaba a ser un hombre heterosexual, responsable. Nunca se hubiese animado a pedirle a ninguna de ellas que le practicaran una “lluvia dorada”, se moriría de vergüenza. Ya desarrollada la internet, buscó material gráfico y audiovisual sobre el tema y descubrió que no era algo poco común, ¡había mucha gente que practicaba la “urofilia”! Eso lo alivió, no era el fenómeno que creía.

Ser un profesional le dio la posibilidad de estar en contacto con gente muy inteligente, de mente abierta. Entre ellas había una compañera de trabajo, Melina, con la que desarrollo una cercana amistad que incluía tocar temas muy personales para ambos. Hasta se habían confesado su coincidente bisexualidad, lo que los hacía sentir más unidos. Un día, ambos se encontraban solos en su ámbito laboral y, como se daba muchas veces, iniciaron una charla sobre sexo. Fue en ese momento que Leo vio su oportunidad de sincerarse. “Yo tengo una perversión, me considero urofílico”, dijo. Melina lanzó una carcajada. Él se ruborizó, pensó “Bueno, hasta acá llegó esta relación, ya sabe lo enfermo que soy”. “¿Y a eso lo consideras perverso? Yo lo hice y lo sigo haciendo con todas mis parejas”. Leo no lo creía, había llegado con su amiga a un punto de entendimiento extremo. Envalentonado, el muchacho dobló la apuesta: “La verdad es que me resulta muy difícil encontrar a alguien que quiera llevar esto a la práctica conmigo. ¿A vos te molestaría ayudarme?”. Ella, contrariamente a lo que él podía pensar, se mostró muy entusiasmada con la idea y, sin más, combinaron día y hora del encuentro.

Pasados unos pocos días, Leo y Melina se encontraron para fichar la salida de su jornada laboral. Excusas a sus respectivas parejas mediante, ambos partieron hacia un bar no muy lejano a su trabajo, donde se dispusieron a tomar varias cervezas. Se sentían raros, sobre todo Leo, que percibía que la situación con la que tanto había fantaseado se estaba por hacer realidad. Finalizada la primera botella, Melina se apresuró a pedir otra, “tengo que llenar la concha de pis”, susurró. Él sentía que su corazón latía con fuerza. Una cerveza llevó a la otra, pero ninguno de los dos se levantó de la silla para ir al baño. Ya se sentían relajados, hablaron de infinidad de temas, todos de índole sexual, esa tarde se terminaron de conocer.

Pidieron la cuenta apresurados, el líquido ingerido estaba empezando a hacer efecto. Salieron del bar y caminaron apurando el paso hasta un hotel que estaba retirado unas cuantas calles; aunque ya habían pasado unas horas, lo que menos deseaban es que algún compañero los viera entrando juntos a un hotel alojamiento. Una vez allí, más tranquilos, tramitaron lo necesario para obtener una cómoda habitación. Entraron, ninguno decía nada. Fue Melina quien se animó y empezó a quitarse la ropa, se había vestido y maquillado como para una ocasión especial. Leo, al ver que su compañera tomó la iniciativa, la siguió. En pocos minutos estaban completamente desnudos, mirándose. Se abalanzaron el uno hacia el otro y se dieron un apasionado beso de lengua, abrazados. Ella lo tomó de la mano y lo llevó al baño, indicándole que entrara al cubículo de la ducha. Leo se sentó en el suelo, replegó la parte superior de su cuerpo hacia atrás, sosteniéndose con las manos en las frías cerámicas de la superficie de la ducha. Melina se colocó por encima de su amigo, con su vagina justo sobre el cuello del mismo. Demoró unos segundos, hasta que su esfínter se relajó y, a través de su meato, liberó un intenso y caliente chorro de pis que se estrelló contra la parte superior del tórax de su acompañante. Leo experimentó morir y estar en el paraíso, su hermosa amiga estaba cumpliendo su fantasía más preciada, sentía que le estaba dando su alma en esa deliciosa orina. Él se movió levemente para que el pis entrara en su boca y testear su delicioso sabor, algo salado. Melina tenía la vejiga repleta, por lo que Leo pudo disfrutar durante largos segundos. Cuando ella dejó caer las últimas gotas del preciado fluido, su partener procedió a pasar su lengua a lo largo de toda su entrepierna, como quien pasa el pan por el plato al terminar de comer. “Meli, sos divina, me ahorraste años de terapia”. Rieron. Melina salió, se sentó en el inodoro y dijo “Ahora vos”; Leo tomó su pene y apuntó al agraciado busto de su amiga para rociar todo su cuerpo con el abundante pis que había reprimido durante horas, durante años. Al terminar, él se agachó y le realizó a su amiga un caliente cunnilingus que derivó en un espasmódico e intenso orgasmo por parte de ella. Abrieron la ducha y se bañaron juntos; entre besos, Meli lo masturbó y recibió un abundante y viscoso borbotón de semen en sus delicadas manos. Se secaron, alternando amorosos besos, se vistieron y salieron de la amueblada. Ya en la calle, Melina le dio un beso en la comisura a su compañero, “Hasta mañana”, dijo. Ambos emprendieron caminos contrarios, dándose vuelta esporádicamente para mirarse en la lejanía, hasta perderse entre la gente.     Fin

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