Me llamo Iván, y hace más de 5 años que laburo con mi motito, yendo y viniendo con pizzas de todo tipo, empanadas, porciones de fritas, calzones, panchos y hamburguesas, a lo largo y ancho de la ciudad de Pilar. De lunes a lunes, de las 7 de la tarde, hasta que la rotisería se quedara sin pedidos, o sin mercaderías. Lo que sucediera primero. No podía quejarme, porque gracias a esa changuita, tenía tiempo de preparar algunas materias que me quedaban colgadas de la facu, y agarrar otro laburito menos exigente por las mañanas. Pero, tenía que ser consciente que, a los 38 años no es lo mismo que a los 20. Me costaba un Perú sentarme a estudiar para rendir. Para colmo, tenía un hijo demandante, y una ex con severos problemas por causas de su bipolaridad. Me rompía las bolas por todo. Mi madre sufría por eso. Mi viejo, siempre opinaba que había que estamparla contra la pared para que se deje de joder. A mí me daba lástima, aunque eso estuviese como el culo.
Lo mejor de todo, fueron las satisfacciones que tuve de tanto recorrer, conocer y desandar por la noche, como un espectro angelado, repartiendo comida, haciendo felices a los que no querían cocinar. Encima, con esto de la pandemia, a veces no daba a vastos. ¡Y ahí sí que valía todo! No necesitaba tener novia, o esforzarme por conocer alguna minita con la que sacarme las ganas, porque este trabajo me proporcionaba sus delicias, cuando menos me lo esperaba.
Por ejemplo, un viernes bastante muerto, repleto de caras largas en las cocinas por los pocos pedidos, la suba de precios, los discursos del presidente y la puta que los parió, me tocó llevar una pizza y dos gaseosas a un barrio medio turbio. Eran como las 10 de la noche, y recién salía la primera pizza. Para colmo, no podía rechazar el laburo porque mi compañero de viajes estaba embichado con el virus poronga ese. Así que, agarré la caja y las botellas, y salí. Cuando llegué al barrio. El olor a cloaca evidenciaba que los desagües estaban complicados, gracias a las copiosas lluvias de la última semana, y de los pocos cuidados de los vecinos. Encontré la dirección, y golpeé las manos. No había timbre. Varios perros se ponían de acuerdo con que no era bien recibido por allí, y a esas horas.
¡Pensé que ya no venía! ¡Ya estaba por acostarme!, me dijo de pronto la voz de una mina de unos 30 años, con la cara lavada y sus tetas escapándose de un camisón cortito. No era gordita, pero parecía que ese atuendo no era suyo, o le quedaba chico. Le extendí la caja de pizza, y pensé que podría con las botellas.
¡No, dale, acompañame, que no puedo con todo! ¡Qué poco servicial que sos che!, me rezongó, mientras ahora se daba la vuelta, abría la puerta despintada de su casa, y la luz que emergía de ella me anotició que debajo de ese camisón, había una exquisita ausencia de bombacha. ¡Sí señor, andaba con las nalgas al aire! Me disculpé, y la seguí después de atar la moto a un poste de luz que encontré. Adentro, había olor a tuco, o a salsa. Eso me desconcertó, pero no dije nada. Puse las botellas en la mesa, y esperé a que la chica reúna el dinero para pagarme.
¡Che, qué cagada esta pandemia de mierda! ¡Yo tengo ganas de salir a tomar una birra con mis amigos! ¿Vos?, me decía, mientras rebuscaba en una cartera y en otra, en una billetera y en un monedero medio hippie.
¡Más o menos! ¡No soy de salir mucho! ¡Pero, sí, esta pandemia nos arruinó a todos!, dije, como para no quedarme callado, mironeándole el culo de reojo. No era gran cosa. Pero, saber que se le veía hasta el mínimo detalle de sus pequitas, me ponía al palo. Y, para colmo, cuando se agachaba, parecía que las tetas se le iban a salir del camisón.
¡Y, sí, digamos que tenés carita de amargado! ¡Pero bueno, cada uno, es cada uno! ¡Mis hermanos me re empernaron con cuidar a mi vieja, que está con una parálisis, y bueno, como soy la más chica… viste, se aprovechan de mí! ¡Igual, todo tiene una vuelta en la vida!, decía, acercándose a mí, que permanecía de pie. No quería mirarla demasiado, para no ligarme una puteada. Tenía pinta de brava, o de conventillera la piba, y no quería quilombos.
¿Y, vos tenés que darle de comer, y todo eso? ¿Por qué no arreglaron, por ahí, tenerla una semana cada uno? ¡No sé, pero me da la sensación que vos no tenés hijos!, le dije, quizás suponiendo que necesitaba charlar con alguien.
¿Una semana cada uno? ¡Naaah, mis hermanos son todos chorros, y cada dos por tres les cae la yuta a sus casas! ¡Hace poquito, mi cuñada vino a contarme que un cana se la violó, mientras sus compañeros le revisaban todo el rancho! ¡No tengo hijos, y más vale que no quede preñada, porque, no quiero abortar! ¡Y, a mi vieja, sí! ¡Hay que darle la comidita en la boca, cambiarla, bañarla, hacerle masajes, y todo lo que hay que hacer con una madre que, encima no pone voluntad para nada!, se descargó, puntualizando cada queja con una risita irónica, continuando con la búsqueda de la plata. En un momento, se subió arriba de una silla para chusmear en una especie de repisita, y vi cómo se le separaban las nalgas. ¡Seguro que por ahí pasó más de una jauría de machos! ¡Se re notaba que le gustaba entregar el culito!
¡Bueno papi, parece que hoy tenés suerte! ¡Como habrás notado, no tengo un mango! ¡Se ve que mi sobrina me choreó la poca guita que me quedaba! ¿Qué querés que te haga? ¡Y no empecemos con arrugar, que ya sé que me re miraste las tetas, y el orto! ¡No nací ayer!, me dijo, bajándose de la silla, abriendo las piernas y desprendiéndose el único botón que había en el escote de su camisón. De modo que, ahora sí sus tetas saltaron a la gravedad de su propio cuerpo. Me las imaginé rodando en el suelo, y la verga se me paró con todo.
¡No nena, te equivocaste conmigo! ¡Si no tenés plata, llamá a la roti, y arreglate con los dueños!, le dije, sabiendo que si me hacía el malo, ella tomaría las riendas. Y así fue finalmente. Cuando quise acordar, la morocha de carita lavada, con alpargatas negras, olor a cigarrillo en el pelo y con las piernas desnudas, me arrinconaba contra uno de los aparadores, manoteándome el pedazo con una mano, y arrancándome el pelo para conducir mi cabeza a sus tetas, mientras me ajusticiaba: ¡Vos, de acá no te vas, guacho! ¡Mamame bien las gomas, que no doy más de calentura! ¿Sabés hace cuanto que no me cogen?
Desde que mi lengua tocó la piel de sus tetas pecosas y tibias, me dediqué a sorber, lamer y mordisquear suavecito sus pezones, y los costaditos de esas tetas primorosas. No por lo grandes, o despampanantes. Pero sí por lo rico que olían, por el sabor y por cómo se le calentaban y endurecían. Para colmo, ella gemía sin dejar de agarrarme del pelo, y frotaba su entrepierna en mi pija, levantando una de sus piernas. Se frotaba moviéndose hacia los costados, y el camisón se le subía. Ahí yo aprovechaba a tocarle el culo.
¿Lo querés papi? ¿Me la querés clavar en el culo? ¿Estás calentito? ¿Vos también, hace mucho que no cogés? ¡Yo hace diez días que no cojo! ¡Ando re alzada!, me decía, sin dejar de frotarse, jadear, alimentarme con sus tetas, y meterme algunos dedos en la boca.
¡Dale, asíiii, mordeme las tetas guacho, estirame los pezones putito!, me decía, enardeciendo a mis sentidos, mientras oía que sonaba mi celular. Y entonces, sin darme tiempo a pensar en nada, la morocha se arrodilló y me bajó el pantalón con bóxer y todo, con una sola mano, y con una desesperación que me cortó el aliento. No se fue en amagues, ni se puso a boludear. De una me manoteó la verga y se la metió en la boca para usar su lengua, sus dientes y labios. Me la mamó con todo, haciendo resonar cada vez que mi glande le atravesaba la garganta, y tosiendo cuando se tragaba alguno de los vellos de mi pubis. Cuando dejaba de petear, era para pegarse en la boca con mi pija, o para apretarla entre sus tetas, o para decirme cosas como: ¡Qué rica pija guacho, qué lindo es tener un pito en la boca! ¡Así quiero vivir yo! ¿Entendés? ¡Quiero petear todo el día!
Yo temblaba de un modo incontrolable, como si en cualquier instante la tierra podría resquebrajarse bajo mis pies. Ella no me dejaba tocarla. Ni siquiera podía cazarla del pelo, como ella me lo había hecho. Pero, de repente, me agarró la mano mientras se incorporaba del suelo, me llevó hasta la mesa, y después de abrir una de las botellas de coca para mandarse un flor de trago, se sentó en la mesa con el camisón enrollado en la barriga.
¡No te asustes, que no te voy a pedir que me la chupes! ¡De todos los tipos con los que estuve, ninguno me chupó la concha como la gente! ¡Olvidate, las minas son mejores comiendo conchas!, me decía, mientras separaba las piernas y con un dedo se abría los labios de la vagina. La tenía depilada, visiblemente húmeda, y a juzgar por cómo se le estiraba, con mucho recorrido. Así que, yo me serví de esa hembra regalada sin poner objeciones. Me paré entre sus piernas, y casi sin inconvenientes coloqué mi pija en la entrada de su celda para empujar un par de veces, hasta sentir que se comía cada centímetro de mi pene. Empecé a bombearla con fuerza, entusiasmado y caliente, sintiendo que la leche me subía por el tronco para servírsela toda a esa conchita atrevida. Ella me pedía que la mire a los ojos, que le arranque el pelo y le retuerza los pezones.
¡Dale guacho, haceme tu puta, cogeme como un macho! ¡Pegame si querés! ¡Me encanta que me caguen a palo mientras me garchan con todo!, me confiaba gimiendo, boqueando y babeándose las tetas. Yo trataba de cumplir con todo lo que me pedía. Hasta que, sus piernas de repente me aprisionaron tanto las mías, y su boquita me chupaba tanto los dedos, y mi pija entraba y salía con tanto ímpetu en su concha, que, no pude siquiera advertirle. En solo cuestión de un simple: ¡Preparate guachita sucia!, y casi al unísono de su: ¡Cogeme así papiiii, llename toda de lecheeee, garchame todaaa!, una sacudida feroz me obligó a eliminarle cada gota de mis urgencias en lo más profundo de su sexo, en medio de un concierto de jadeos, el ruido de nuestros cuerpos chocándose con furia, nuestras respiraciones tenebrosas, y los quejidos de la mesa, que, de haber seguido nuestra guerra sexual, quizás se desarmaba. Cuando volvimos a la normalidad, ni bien mi pija terminó de descender del pegoteo que se anidaba en su conchita hermosa, caliente y profunda, mi celular sonaba más fuerte, con mayor insistencia. También oímos la voz de una señora que desde algún lugar de la casita reclamaba por su hija. Lo último que escuché, antes de salir de esa casa conflictiva, fue la puteada de la morocha al darse cuenta que se le estaba quemando la sopa que, sin el menor esfuerzo preparaba para su madre.
A la semana siguiente, un sábado al mediodía, viajé con mi moto a llevar una docena de empanadas y dos hamburguesas a otro barrio complicado. Este estaba casi en las afueras de Pilar. Cuando llegué a la manzana que me dijeron, pensé que me despojarían hasta del apellido. Había unos 6 pibes birreando en la vereda. Uno de ellos tenía un chumbo en la mano, y hablaba con otro de ir a prenderle fuego el auto a un tal Tomasito. Al parecer, el flaco en cuestión se había hecho el sota con un cargamento de vaya a saber qué.
¡Chicos! ¿Acá viven los González? ¡Vengo a traer un pedido!, dije, como si saboreara mi saliva por última vez. Pero los pibes ablandaron sus duros rostros.
¡Sí ameo, es ahí, en la puerta negra!, me indicó el que tenía el chumbo. Le agradecí, y golpeé despacito. Adentro se escuchaba una discusión, una cumbia un poco fuerte, y el llanto de un bebé. Entonces, golpeé una vez más, ahora con más convencimiento. De pronto cesaron los gritos, y alguien bajó la música. Una chica de unos 17 años me abrió, y sonrió al oler las empanadas del paquete.
¡Llegó la comida ma! ¿Me das plata?, dijo la chica, dirigiéndose hacia adentro de la casa.
¡Si sabés que no tengo un peso tarada! ¡Andá y pedile plata a tu abuelo, que todavía no se levantó!, dijo la voz de una mujer, a la que por el momento no veía.
¿Quiere pasar don? ¡Yo, ahora vengo, y le pago!, me dijo la chica, abriendo totalmente la puerta. Era una gordita con cara de buena, con el pelo largo y un flequillo rollinguita, con aspecto de sucia, descalza, con un corpiño azul enganchado solo con un aplique en la espalda, y una bombacha blanca que se le metía en la cola. de ese detalle me percaté cuando la vi alejarse, una vez que me hizo entrar a la casa. el gordo Pepo, que era el amigo del pibe que tenía el chumbo, me aseguró que me cuidaba la moto. Y yo, más vale que confiara en él. En definitiva, la moto era de los dueños de la rotisería, pensé como para no sentirme tan mal.
¡Ya va a ver usted, que la muy conchuda va a venir con 100 pesos, si es que llega, o que mi viejo le suelta una moneda!, me dijo entonces la mujer que hasta entonces no había visto. Era una mujer de unos 40 que le daba la teta a un bebé, al que todo lo que lo vestía era un pañal. La mujer estaba medio despatarrada en un sillón mugriento, con los apoyabrazos vencidos y el respaldo lleno de rasguños, como si un gato se hubiese afilado las uñas allí. Ella también estaba en patas. Tenía un rodete horrible en el pelo, y un vestido ancho, repleto de manchas. Yo me quedé parado junto a la puerta, desde donde intentaba dilucidar si rajar antes que las cosas se pongan negras, o esperar a ver qué resultaba.
¡Yo ya le dije a la tilinguita esa! ¡Si querés comer cosas ricas, vestirte como una mina chetita, o tener un tipo con guita, hay que saber abrir bien la boquita, o las piernas! ¡Mi madrina siempre me decía eso! ¡Yo me di cuenta tarde!, dijo la mujer. En principio creí que podía ser la madre de la nena. Aunque casi no se parecían en nada. Solo en los ojos. Y, terminé de confirmarlo cuando, solo por agregar algo, le dije: ¡Yo creo que hay muchas otras formas de conseguir todo eso que usted dice! ¡Aparte, una madre no debería decirle eso a su hija!
¡No chabón, esa pendeja no es mi hija! ¡Es la hija del turro que fue mi marido! ¡A ese lo borraron del mapa de un cuetazo, los giles del otro barrio! ¡Le pasó por hacerse el pesado! ¡Ahora, la pendeja vive acá, y nada más!, dijo la mujer, como si estuviese masticando un vaso de pimienta, y acto seguido empezó a levantarse con toda la paja, intentando que el bebé no se le caiga de los brazos. Ahí descubrí que a su lado había una caja de vino vacía, y una alfombra de puchos en el suelo. En eso, aparecía la chica, con gesto deprimido, exactamente igual que como se había ido.
¡Y gordita? ¿El abuelo te largó algo? ¡Jaaaaa, haceme reír, culito sucio! ¡Ya sabés lo que tenés que hacer! ¡Lo único, sin grititos, que mi bebé se durmió!, dijo la mujer, mirándola como si le clavara mil puñales invisibles. Luego, desapareció por una cortina que, seguramente oficiaba como puerta de una habitación. Se escuchaba a los pibes hablando en la vereda, y en la radio a un locutor híper grasa que dedicaba cumbias y cuartetos a personas que, por suerte no tenía el gusto de conocer.
¿Cómo es tu nombre? ¡Tomá, mirá, yo me voy! ¡Te dejo las cosas, y no te preocupes!, le dije a la chica, mientras dejaba los paquetes arriba de una mesa repleta de celulares caros.
¡Me llamo Nahir, pero me dicen turca! ¡Y ni en pedo me lo vas a dejar! ¡YO tengo 50 pesos! ¡Pero… si vos no decís nada…, empezó a decirme mientras daba vueltitas en el lugar, moviendo las caderas, tocándose una teta y abriendo exageradamente las piernas.
¡Ey, turquita, escuchame… no tenés que hacer esto!, le dije, aunque sintiendo las estiradas de mi verga. Es que, la gordita no estaba nada mal con esas tetotas de infarto.
¡callate guacho, y ponete loquito, que quiero comer! ¡Las rochitas acá queremos pija todos los días! ¡Y tenemos hambre!, me decía, ahora metiéndose dos dedos en la boca para lamerlos un buen rato, y luego retirarlos colmados con su babita. Con ellos se tocaba las tetas y la pancita. Tenía un abdomen precioso, con un ombliguito sexy, y ahora que la veía bien de frente, la bombacha la hacía bien conchudita. Tenía un hermoso bollito sexual, que poco a poco comenzaba a despedir sus olores hormonales. La pibita se acercaba cada vez más a mí, sin parar de bailar al ritmo de la cumbia que sonaba en la radio. La vi quebrar la cintura, bajar hasta el piso, apoyar las manos allí y levantar la colita para menearla, y después subir lentamente. Y de pronto, su corpiño salió despedido de su cuerpo para darme de lleno en la cara. En ese momento, afuera estalló una puteada asesina.
¡Yo quiero que me traigas pizza más seguido! ¿Puede ser, una vez por semana? ¡Quiero que me traigas pizza, y pito para mi boca!, empezó a decirme al oído, prácticamente colgada de mis hombros, tocando varias veces mi oreja con su lengua, y rozándome la pija con su mano, la que yo le retiraba sin demasiado éxito. ¡La pendejita es menor de edad! ¡O, al menos eso parecía! ¡Jamás supe cuántos años tenía hasta que todo pasó. Entonces, perdido por perdido, empecé a meterle manos a sus tetitas, y a nalguearle el culo. Eso la puso como loca. Y peor cuando le pellizqué un pezón.
¡Aaaay, asíii, qué malo que sos con las nenas! ¿Te calientan las gorditas de la villa? ¡Dale, chupame las tetas!, me dijo, como si olvidara la prudencia que había tenido hasta ese momento. Incluso, la mujer la chistó desde el otro lado de la cortina, por elevar la voz.
¡dale guacho, aprovechame ahora que tengo la concha caliente!, me dijo entonces, mientras intentaba bajarse la bombacha, y yo no se lo permitía. Así que, de tanto tratar y no poder, empezamos a pegarnos en las manos. Ella fue más osada, y me arrancó unos pelitos del brazo. Después yo le mordí un dedo, y ella me rasguñó el cuello cuando volvió a colgarse de mi hombro para gemirme en el oído. Y, de repente, sin entender cómo pasó, terminé haciéndole una zancadilla, y ella cayó desplomada sobre el sillón. Ahí no pude soportarlo. Le abrí las piernas, me bajé el pantalón y la senté para frotarle la pija hinchada y resbaladiza por los jugos que se me acumulaban con impaciencia por todo el contorno de sus tetas. Pero ella abría la boca, decidida a chuparla, saborearla y quedarse con mi leche. Sin embargo, esa pulseada la gané yo, ya que no dejé que su boca se adueñe de mi pija. Le apretaba la nariz, o le retorcía las orejas, o le arrancaba el pelo hacia atrás cada vez que lo intentaba. Mientras tanto, me pajeaba entre esos globos que olían a camita sucia, sintiendo el calor de sus piernas pegadas a las mías, y apoyaba mi glande en su ombliguito para salpicárselo con mis líquidos. Sí le pedí que me escupa la pija y los huevos, los que también le restregué en las gomas.
¡Dale guacho, dejá de hacerme desear, y garchame toda! ¿Qué te pensás? ¿Que sos la primera pija que me trago?, me dijo con insolencia, y hasta allí pude con mi autocontrol. Recuerdo que me desplomé sobre ella, que le arranqué la bombacha y se la clavé sin miramientos, olvidándome de la moral que siempre intentaba conciliar. Ni bien el calor de su conchita le dio un besito a mi glande, no supe hacer otra cosa que clavársela, y acto seguido comenzar a hamacarme encima de su cuerpo, para descubrirme como un adolescente lleno de cosquillas. Mi boca le despedazaba las tetas a chupones y mordiscos, y mis manos le enrojecían las nalguitas con pellizcos cada vez más graves y contundentes. Poco a poco, su cuerpito comenzaba a deslizarse hacia arriba del respaldo del sillón en ruinas, por efecto de mis bombazos, y sus gemidos ponían cada vez más nerviosa a la mujer al otro lado de la cortina.
¡Asíiii papiii, dame pijaaaa, cogeme fuerte, más fuerte, dame vergaaaa, mucha vergaaaa, asíiii!, me insistía la peque, mientras yo buscaba silenciarla con una mano en sus labios, o con algunos dedos en su boca. Justamente, cuando empecé a notar que me chupaba los dedos, y que por poco se los metía hasta la garganta, tuve una explosión de sensaciones en los testículos, que me llevó a cogerla con todo, a pellizcarle las tetas y a pedirle que me muerda los dedos. Finalmente, en el momento en que sus dientes me hicieron el honor de su arte magnífico, y mientras sentía cómo esa conchita me apretaba la pija con su humedad tan ardiente como el mismísimo infierno, empecé a descargarle toda mi leche, sin reprimirle jadeos, ni más pellizcos, ni cuidados a su pubis, en el momento de los últimos martillazos de mi virilidad, antes de dejársela quietita ahí adentro, hasta tener la certeza que no me quedaba ni una sola gotita de semen con la que alimentarla. No me separé de su cuerpito, hasta que terminé de reconocer que mi pija comenzaba a convertirse en un músculo habitual, en un pito común y corriente. Recién ahí se la saqué, y la miré a la cara, como si lo hiciera por primera vez.
¡Cuando termines, vení para acá pendeja, y pasame un pañal, que tu hermano ya se despertó, y se cagó también!, gritó la mujer, mientras yo me subía la ropa, y la peque se acariciaba una teta, todavía echada sobre el sillón, con las piernas abiertas y la conchita toda abierta, bañada del crimen que acabábamos de cometer. No podía dejar de mirarle la conchita. de repente, manoteé su bombacha de la mesa y se la di, pensando en que lo mejor sería volver a mi trabajo cuanto antes.
¡Tomá, ponete esto, y comé, que se te va a enfriar todo!, le dije, en el exacto momento que entraba el gordo Pepo.
¡Uuuuuh, parece que hoy vamos a comer turquita! ¿Le tiró la goma? ¿O le entregó el rosquete? ¡Bastante bien para una pendeja de 14 años! ¿O No? ¡Bieeeen turquita, otra vez vamos a comer gracias a que abriste las piernitas!, dijo el desagradable, mirando a la pendeja con ojos de calentura, entregándome las llaves de la moto, en perfecta señal de que era el momento de partir. Fin
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Siempre deliciosa e inconteniblemente chanchos tus relatos. Todos pasando los límites pero, sin lugar dudas, demostrando tu conocimiento del paño y tal vez, solo tal vez, hasta dibujando tus propios deseos....Muy buen relato, muy real, muy de tu estilo. Te felicito!
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