"Otros ratones": Dionisia por Golosa

 

    

 

  

 

 

     Dionisia era una mujer madura, cincuenta y tantos, muy bien conservada. Hacía unos años que había llegado a Buenos Aires de su Asunción natal siguiendo a su marido el cual trabajaba en la construcción. Cinco hijos, aunque su cuerpo no lo delataba; incluso vestida se podían apreciar sus deseables curvas. Cien de busto, bastante angosta de cintura y unas caderas que podían ser la envidia de cualquier jovencita. Su piel era trigueña y su cabello oscuro y lacio, todavía lo conservaba largo. Aunque era una veterana atractiva, su vida sexual se había limitado, como la de muchas mujeres de una sociedad machista, a cumplir en la cama los deseos del hombre, abrir las piernas, esperar que este eyaculara y soportar, sin emitir opinión, cada embarazo y parto que “dios” mandara. Por suerte, y agradecía internamente por eso, el hombre que la había desposado ya se había cansado de pedirle sexo, tal vez satisfacía sus deseos fuera de casa, pero a Dionisia no le importaba mientras no tuviera que soportar la sudorosa humanidad del “macho” encima de ella. Sus años activos, sexualmente hablando, habían sido eso, un trámite, y por suerte ya habían quedado en el pasado.

     Hacía unos meses que Dionisia, a través de recomendaciones de gente conocida, se desempeñaba como trabajadora doméstica en una casa de familia, para colaborar un poco con su marido en los ingresos del hogar. Estaba muy cómoda; Susana, su “patrona”, era una mujer muy buena y comprensiva, le pagaba bastante bien y hasta la dejaba quedarse a dormir en la casa algunos días a la semana, dado que Dionisia vivía a las afueras de la ciudad, a más de dos horas de su trabajo.

     Una mañana, Susana había salido temprano y Dionisia se había despertado para iniciar sus tareas en la casa. Luego de una ducha caliente se había puesto el discreto y cómodo uniforme facilitado por su empleadora para que no ensuciara su ropa. Pudo oír el sonido de la llave en la puerta, era la dueña de casa que volvía del aeropuerto, con ella, para sorpresa de Dionisia, venía su hija, una hermosa joven, Emma.

     Emma contaba con veintipico, de facciones hermosas, delgada, pelo castaño corto. “¡Qué sorpresa! ¿Y vos quién sos, linda?”, dijo la joven apenas vio a la nueva empleada de su madre. “Es Dionisia, me está ayudando hace un tiempito”, respondió Susana complacida. Emma, sin dudarlo, se abalanzó sobre ella, la abrazó y le dio un amoroso beso casi en la comisura de los labios, como si la conociera de toda la vida, para luego susurrarle al oído: “¡Bienvenida reina!”. La mujer solo atinó a sonreír tímidamente, sin mirar a la recién llegada. Susana tomó la maleta y se dirigió a la antigua habitación de su hija, seguida por esta quien le guiño un ojo e hizo la mímica de beso a su nueva “amiga”.

     Emma vivía en el extranjero y había decidido hacerle una visita de algunas semanas a su madre. Independiente por naturaleza, decidió emigrar apenas cumplió la mayoría de edad para poder hacer una vida libre, lejos de la supervisión de sus padres. Era totalmente abierta, incluso sexualmente, había tenido parejas de ambos sexos y le gustaba experimentar nuevas sensaciones a cada paso. Solo le bastó con ver a Dionisia para darse cuenta de su atractivo y su potencial, le gustó. Notó que, muy probablemente, la veterana mujer tenía muchos deseos reprimidos, aunque le aterraba que alguien se diera cuenta de eso. Emma no podía manejar una fuerte debilidad que sentía por las empleadas domésticas de su madre. Dicho sentimiento lo experimentaba desde los catorce años, cuando una de ellas, Margarita (de treinta y ocho), la había invitado, una de las tantas noches en las que su madre se ausentaba de casa, a dormir con ella en su cama, enseñándole de forma práctica todo lo que tenía que saber sobre sexo lésbico. La niña no lo interpretó como un abuso, ni mucho menos, hasta comenzó a sentir que se había enamorado de Margarita. Su incipiente pasión se desmoronó cuando la mujer le dijo que solo quería sexo y le advirtió que no revelara a nadie lo que había pasado porque, de lo contrario, ella podía tener problemas con la justicia. 

       Los días fueron pasando y Dionisia se fue dando cuenta de que Emma parecía tener una atracción física hacia ella comparable a un imán que hacía que, cada vez que se cruzaban en la casa, la jovencita la tocara. Sin ningún motivo la abrazaba, acariciaba su cara, sus brazos, su espalda y hasta, en ocasiones, deslizaba su mano hasta sus glúteos. Este comportamiento incomodaba a la señora, la cual no estaba acostumbrada al contacto físico, intentaba escabullirse rápidamente poniendo como excusa sus tareas domésticas. Esto se tornaba cada vez más difícil, dado que la dueña de casa pasaba mucho tiempo fuera y Emma casi no salía a la calle.

     Una mañana Dionisia se encontraba limpiando la cocina, peleando con los restos de la comida que se había cocinado la noche anterior. Era casi sobre el mediodía, Emma se despertó caliente y mojada, había tenido un sueño erótico. Pudo oír los ruidos que “Dioni”, como ella la llamaba cariñosamente, hacía mientras desarrollaba su tarea. La chica saltó de la cama, bajó su diminuta bombacha, único atuendo con el que descansaba, y se dirigió a la cocina. Entró sigilosamente y saludó. “¡Hola Dioni!”, dijo sensualmente. La mujer dio un pequeño salto por el susto y casi muere de vergüenza cuando vio a la jovencita parada a pocos metros de ella, completamente desnuda. “¡Ay jefecita, ponete algo que te vas a resfriar! Me haces poner colorada”, dijo volteando su ruborizado rostro hacia el lado contrario y entornando sus párpados. “¡Pero linda, no seas pacata! Jajaja, somos mujeres. ¿Me vas a decir que nunca viste una concha?”, arremetió Emma. La perturbada dama no contestó e intentó evitar por todos los medios dirigir su mirada hacia la muchacha. Esta, por su parte, se dispuso a desayunar normalmente, procurando que Dionisia tuviera que verla desnuda la mayor cantidad de veces posible. Se sentó con las piernas abiertas para no esconder nada. Una vez que terminó de alimentarse, Emma puso las manos en la cintura de la deseable trabajadora, la besó en el cuello desde atrás y se dirigió al baño para ducharse. Dionisia suspiró aliviada como pocas veces en su vida.   

     Pocas jornadas pasaron de ese hecho, Dionisia entró al baño; inmersa en sus tareas no había prestado atención a sus necesidades fisiológicas, se estaba orinando. Cerró, el cuarto no tenía llave, levantó su uniforme, bajó su bombacha y se sentó en el inodoro para aliviar su vejiga. De pronto, la puerta se abrió abruptamente, era Emma, despojada de ropa y con una toalla en la mano. “¡Uy, perdóname divina, no sabía que estabas acá! Me iba a duchar”, dijo la chica. Por supuesto que estaba mintiendo, había seguido los movimientos de Dionisia hasta el toilette. “¡Perdóname jefecita, dejame terminar el pis y me voy!”, dijo la madura con su acento típico, ruborizada y con la cabeza gacha. “Mea tranquila bebé, ya te dije que entre mujeres no hay secretos; podes dejar la puerta abierta cuando quieras”, propuso Emma. Haciendo caso omiso a los pedidos de la empleada, la joven avanzó y se colocó de frente al inodoro, como esperando ver las partes íntimas que Dionisia escondía avergonzada. Esta apuró la micción, tomó un pedazo de papel higiénico, abrió levemente sus piernas e intentó secar su frondosa vagina sin mostrar sus “vergüenzas” a la curiosa muchacha. Acto seguido, se puso de pie y elevó su bombacha en un solo movimiento. Una vez que había acomodado su uniforme, casi accidentalmente, Dionisia miró por primera vez a Emma directamente a los ojos, la cual estaba de pie justo frente a ella, quedando hipnotizada por su hermosa mirada. Pasaron unos segundos, que para Dioni fueron horas, Emma tomó la iniciativa y la besó en los labios, mientras acariciaba sus glúteos y su entrepierna. La mujer se paralizó, como rendida a la sensualidad de la boca de la joven. De repente, azorada, apresuró el paso hacia la entrada del servicio, casi corriendo y sin mirar atrás salió de la habitación y cerró la puerta. Asustada, se enclaustró en su habitación sin poder explicarse lo que había pasado. De lo que si se percató fue de que, en tan pocos segundos, su bombacha estaba empapada; se la sacó, la escondió en el fondo de un cajón y se sentó en la cama para no salir en unas cuantas horas.

     Esa noche Dionisia no podía dormir. Se encontraba perturbada por lo que había pasado en el baño con la hija de su jefa. Por un lado, temía que el hecho llegara a oídos de su jefa y terminara en la calle. Por el otro, no podía olvidar la ternura con la que Emma la había besado, la textura de sus labios, la delicadeza con la que la había tocado y como había logrado que mojara su ropa interior. Sentía que nada era igual, que en sus cincuenta y dos años nadie la había besado ni tocado de esa forma, al punto de casi hacerla llegar al primer orgasmo. Nunca se había masturbado, pero tenía una tremenda necesidad de acariciar su clítoris pensando en la irresistible joven que estaba solo a unas puertas de distancia. Culposa, comenzó a pasar los dedos por su vagina, sintiendo lo húmedo de sus labios, totalmente excitada, pensando en la responsable de haberle despertado semejante fogosidad. No pudo más, se incorporó en la oscuridad de la habitación, se quitó el largo camisón por encima de sus hombros, desprendió su corpiño y bajó su bombacha, quedando completamente desnuda. Siguió masturbándose con mayor ímpetu, tumbada en la cama, abriendo con amplitud sus piernas. Incapaz de contener su calentura, Dionisia se dispuso a hacer lo que nunca se hubiese imaginado: como estaba salió de la habitación y se dirigió al cuarto de Emma. Encontró la puerta entornada, allí estaba la preciosa jovencita, vestida solo con lo que acostumbraba dormir, una diminuta tanga (de encaje rojo esa noche), sin sutién, inmersa en sus auriculares y ojeando una revista. La mujer ingresó a la habitación casi temblando, pero decidida de no volver atrás. Emma se percató de la angelical presencia, de pie, completamente desnuda, con sus hermosas tetas que descansaban sobre su tórax, morenas y de pezones oscuros, sus caderas perfectas y su pubis cubierto por abundante bello negro. Sin dudar un segundo, la chica se incorporó, dejó a un lado los auriculares y la revista, se despojó sensualmente de la tanga y caminó al encuentro de su inesperada amante, un apasionado beso de lengua perturbó la tranquilidad de la noche. Emma acostó suavemente a Dionisia en su cama e inició un erótico descenso por el cuerpo de la veterana, besándola, haciendo escala en sus irresistibles pezones para llegar al deseado destino, la húmeda y delicada vagina que tanto había deseado. La aturdida señora no daba crédito a la manera en la que la lengua de la atractiva jovencita se desplazaba de arriba abajo por su vulva, estimulando su clítoris hasta la desesperación. Luego de unos amorosos besos, Emma entrecruzó sus piernas con las de su tímida amiga, logrando al movimiento que sus vaginas rozaran. Sin poder creer lo que estaba viviendo, Dionisia experimentó el primer orgasmo de su vida, desahogando un incontenible grito de placer, “¡aaaaahhhh!”. “¿Te gusta amor? ¿Viste que entre nenas es más lindo?”, dijo su partenaire.

     Cojieron durante toda esa noche y lo repitieron cada vez que estaban solas en casa, mientras duró la visita de Emma a su madre. Dionisia fue perdiendo la vergüenza y tomando la iniciativa de darle placer a su amante. La muchacha tuvo que partir pero, lejos de sentir tristeza, Dionisia estaba eufórica, había sabido lo que era el sexo con todos sus sentidos. Tomó la costumbre de masturbarse periódicamente y tuvo nuevas experiencias lésbicas con alguna vecina y mujeres que contactó vía web. Aunque al poco tiempo encontró una nueva ocupación y dejó la casa de Susana, cada vez que Emma volvía al país se mensajeaban y terminaban en la cama de un hotel.

     Dionisia sintió que su historia es la de muchas mujeres que, entradas en su madures, experimentan gratamente “su primera vez”. Fin

                

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