Jugando con fuego

 

Siempre para noche buena la pasábamos en casa. Creo que mis viejos lo decidieron hace bocha. A los dos les gustaba invitar amigos, porque ninguno de los dos tenía buenas relaciones con sus familias. Salvo por mi tío Sergio y sus hijos, (que es el hermano de mi viejo), y mis tíos Ariel y Silvina. Ariel es el hermano de mi madre, y es el más decidido a no tener hijos. Por suerte Silvina está de acuerdo. Así que, en noche buena estábamos mis viejos, yo y mis 3 hermanos menores, Sergio con sus 4 hijas, Ariel y Silvina, y el resto eran amigos. Mi mejor amiga Nadia, la novia de mi hermano Pablo, y Omar, nuestro vecino que, lamentablemente había enviudado hacía poco, culpa del maldito Covid. Los demás, Analía, Luciana y Valeria, las amigas de mi madre, y el grupete de amigos de mi viejo. Carlos, Esteban y Darío. Este último, no sé qué, o cómo podría explicarlo… pero, me acuerdo patente que desde guachita, cada vez que lo veía se me prendía fuego la chuchi. Y no es que sea fachero, ni muy simpático, o tenga cierto sexapeal. Es más. Habitualmente tiene cara de orto. Parece que anda peleado con la vida, con el gobierno y con el Ciclón. Aunque jamás se pierde un partido. Según él, se siente bien después de putear a los jugadores. Tiene 43 años, como mi viejo. Lo sé porque fueron juntos al colegio. Es morocho, pelo corto, con una pancita cervecera que me mata, ojos negros y grandes, cejas pobladas, labios gruesos, y casi siempre un perfume que altera mis sentidos. Gracias a eso, muchas veces me entero que él anda por la casa. Tiene la barba abundante, la voz grave como el motor de un auto estacionado, y un anillo de oro en su dedo anular. Casualmente, esta vez su esposa lo acompañó. En las navidades anteriores, Marcela había preferido pasarla con su familia. Cuando supe que vendría, sentí algo extraño en mi interior. Un montón de imágenes imposibles de llevar a la realidad comenzaron a invadirme.

¡Podría hacerme la borracha cuando me quede sola con él! ¡Síiii, y de esa forma, por ahí, me manosea las tetas! ¡O me apoya el paquete en el culo! ¡O, podría cruzármelo en el patio, y tropezarme accidentalmente! ¡Uuuuf, y que me levante con esas manos, y me frote la piernita lastimada! ¡Tengo que hacer que me mire! ¡Ojalá su esposa lo cele de mí! ¡Y si mi viejo se entera, por ahí, él mismo me entrega a su amigo para que me pegue flor de cogida! ¿Cómo tendría la pija ese hombre? ¿Qué? ¿En qué carajo estás pensando Marina? ¡Pero, boluda! ¿No te diste cuenta cómo te mira? ¡Sí, es un baboso, como todos los tipos! ¡Pero yo tengo 18 años! ¡Y con más razón nena! ¡A los tipos como él, les encantan las bebotas como vos! ¡Nooo, me estoy volviendo loca!

Así estaba yo, hablando con mi consciencia en mi cuarto, buscando qué ponerme. Ya eran las 8 de la noche, y mi viejo había encendido el fuego en la parrilla. Oía a mi madre renegar con mis hermanitos más chiquitos, y rezongarle a Pablo para que se ponga las pilas con los tablones y caballetes. Luciana y Valeria habían llegado, y al parecer, también Ariel y Silvina. Yo me miraba en el espejo de mi ropero, desnuda y radiante, como nunca me había reconocido. Y de repente me asaltaron unas tremendas ganas de coger. ¡Estaba preciosa con el tatú que me había hecho en el brazo, y con el pirsin que me puse en la nariz! ¡Si mi vieja me hubiese dejado ponerme uno en la lengua! Después, volví a mirarme cuando ya me había puesto un culote azul con estampados, y un top de animal print, que me paraba bien las tetas, como a mí me gustaba. ¡Estaba perrísima! Recuerdo que empecé a tirarle besos al espejo, y a bailar haciéndome la sensual, como si bailase para él. Luego comencé a besar el cristal para pasarle la lengua a los rastros de mis propios labios, ya que los tenía pintados de rojo, diciendo boludeces entre pequeños gemiditos, mientras con una mano me nalgueaba la cola, y con la otra me frotaba la vulva. ¡Sí, me moría de ganas de masturbarme pensando en Darío! ¡Habría dado cualquier cosa con tal de que entre en ese mismo momento, y me vea así de entregadita! Notaba que la bombacha se me mojaba, y ni se me pasó por la cabeza cambiármela. De hecho, cuando toqué el borde del orificio de mi vagina con mis dedos, no resistí la tentación de penetrarme hasta dar con mi clítoris. Así como estaba, caminé hacia atrás para revolearme sobre la cama, donde planeaba clavarme una paja más que necesaria, dedicándosela al que había raptado toda mi atención desde nena, al que me había robado miles de suspiros aunque sin saberlo, y al protagonista de mis sueños mojados. Pero entonces la furia de mi madre por mi tardanza al cambiarme se descargó contra mi puerta. ¡Casi me vuela la cabeza con las palabras cuando entró y me vio todavía en bombacha y corpiño sobre la cama!

A eso de las 10 de la noche, Silvina y yo nos ocupábamos de que a nadie le falte nada para tomar. Darío estaba llamativamente con una camisa blanca manga corta, de cuello alto y de botones color café. Se lo notaba algo incómodo, ya que él suele usar ropa Holgada y de colores más vivos. Después de la segunda copa de vino que me recibió, se lo veía más contento. Mi viejo lo cargaba con San Lorenzo y la mala racha de estos años, y él se desquitaba al ofenderle los gustos musicales.

¿Otra vez ese puto disco de Los Piojos negro? ¿No hay otra cosa para escuchar?, le decía cada tanto. Pero enseguida los dos se reían. Además, Carlos cambiaba de tema con una facilidad asombrosa, o Esteban salía con alguno de sus chistes verdes.

¡Che, pará que está la nena!, le dijo de pronto Carlos a Esteban, después de su remate del chiste de una prostituta, un cura y un mendigo.

¡Bueno, lo de nena, está por verse! ¿La viste bien vos? ¡Mirá cómo creció “tu nena! ¡No sé qué comen los pibes hoy en día!, decía Carlos, perdiéndose especialmente en mi escote. Mi viejo no decía nada porque estaba acostumbrado a que sus amigos me piropeen. Pero Darío siempre se había mantenido al margen.

¡Bueno che, dejen de cargosearla! ¡Es una mujer, y no un animalito de circo!, dijo Darío, creo que sorprendiéndose hasta él mismo, porque de inmediato se puso colorado. Eso detonó las carcajadas de los otros dos, que empezaron a verduguearlo. Entonces, me fui a darle una mano a mi madre, pero sin quitarle la mirada de encima a Darío, que mientras estuve parada entre ellos, no paró de mirarme la boca, el tatuaje del brazo y el arito de la nariz.

Al rato, mientras yo preparaba ensaladas, noté una mano en el hombro, y una presencia tras de mi cuerpo que me sobresaltó.

¡Te quedan mucho mejor esos rulitos! ¿Hace mucho te los hiciste? ¡Porque, antes, creo que tenías el pelo más largo, y lacio! ¿Puede ser?, me dijo Darío, sin retirar su mano de mi hombro, haciendo girar su copa vacía en la otra. Le dije que me había hecho los rulos hace más de un año, y no sé qué otras cosas, porque todo mi cuerpo se convirtió de golpe en un hormiguero.

¡No, dejá, no quiero distraerte! ¡Vengo a buscar hielo, y a recargarme la copa!, me dijo cuando dejé de cortar tomates para ir a servirle. Pero, hice exactamente eso. Marcela chusmeaba con mi tía Silvina y con Sergio acerca del Covid, de las vacaciones en el país, y de los precios que se fueron a la mierda. Mi madre no daba a vastos, y Ariel la ponía más nerviosa haciendo estallar algunos petardos. Las amigas de mi madre hablaban mientras comían maní y papas en una mesita del patio.

¿Qué pasa que te tiembla la mano? ¡Dejá Mari, que yo me sirvo!, me dijo, poniéndome nerviosa porque no dejaba de taladrarme con sus ojos, y con su presencia casi pegada a mi brazo. Yo, decidí que era la hora de serle directa. Así que, sabiendo que nadie más que él me observaba, me rocé una teta con la base de la copa. Le sonreí apoyando uno de mis dedos en mi boca, me mordí un labio, le pasé la lengua a la copa y por último le di un silencioso beso, antes de dársela hasta un poquito más de la mitad de vino tinto. Él se detuvo en el dibujo de mis labios rojos marcados en la copa, y su frente comenzó a perlarse de un sudor que denotaba peligro. Quiso decirme algo. Pero yo lo fulminé con la mirada y le señalé la puerta del patio. Un poco porque algo de mí me aconsejaba prudencia, aunque la tigresa en celo que ronroneaba adentro de mi bombacha mostraba sus garras. Darío cruzó la puerta, casi sin hablar. Yo condimenté las dos ensaladas que me pidió mi madre, todavía con las pulsaciones fuera de control. Y de pronto, pasó todo junto. Una de mis primas entró con mi hermanita más chiquita, rezongándole a mi vieja porque se había hecho pis encima. Mi viejo anunciaba que ya casi estaban los choris. Nadia me enviaba un Whatsapp para avisarme que no iba a venir después de las 12. Pablo y su novia salían de la pieza con toda la pinta de haber mantenido una discusión. Y Darío pronunció mi nombre desde algún lugar de la casa. Como no le respondí, entró a la cocina abarrotada de gente. Me sonrió, y me dijo, sin importarle si su mujer lo escuchaba: ¡Quiero que mi camarera favorita me sirva otra copita de vino, como solo ella sabe hacerlo! ¿Puede ser? ¡Aaah, y al parecer, la Lucía se hizo pis! ¿Ya sabe tu madre?

¡Sí, y ya está que se muere de la vergüenza! ¡Creo que se fue a cambiarla!, le dije, sin dejar de atender al fuego de la cocina, en el que terminaba de hervirse unos huevos. Entonces, mi madre volvió luciendo su mejor sonrisa de “Acá no pasó nada”, y Marcela, Silvina y sus amigas se pusieron a preparar vasos, cubiertos, servilletas, copas, botellas, hieleras y bandejas repletas de ensaladas para llevar al patio. En el medio de ese lío, yo abría una nueva botella de vino tinto.

¿Che gordo, qué, vos no tenés manos? ¡Dejala un poquito a la chica, que disfrute de la noche buena! ¡No es tu camarera oficial, que yo sepa!, le gruñó mi tía cuando el corcho al fin saltó de la botella. Darío no le respondió. Entonces, me dio la copa con una lentitud exasperante, y yo empecé a servirle.

¡No, no che, pará un cachito! ¡Imagino que sabés cómo me gusta que me sirvan el vino! ¡O, bueno, mejor dicho, como me gusta que me lo sirvas!, me susurró, sabiendo que en el medio del alboroto que reinaba nadie le prestaría atención. Así que, primero me rocé una teta, esta vez con un dedo, como si dibujara un corazón en mi remera roja. Después serví unas gotitas de vino, besé la copa, la toqué con la puntita de mi lengua, y entonces completé la copa hasta el borde de vino. Quise entregársela, pero él me dijo: ¡Probalo un poquito! ¡Ya sé que a vos te gusta más la cerveza! ¡Pero en algún momento tenés que probarlo! ¡En el fondo, el vino es más sano que todas las demás bebidas con alcohol!

Yo, absolutamente abstraída de todo lo que nos rodeaba, acerqué la copa a mis labios, bebí un poco y lo saboreé ante sus ojos expectantes. Luego, volví a tomar unas gotitas. Pero esta vez, las dejé que rodaran por mis labios y mentón, hasta perderse en mi cuello. Entonces le di la copa.  Él, tal vez enamorado de mis jueguitos boludos de seducción, se volcó casi todo el vino encima, tras un movimiento mezcla espasmo y torpeza. Las manos le temblaban casi tanto como las mejillas, y su camisa se teñía rápidamente de un tinto furioso. Y de pronto, parecía que el halo de luz que nos cubría se cortaba cuando todos oyeron el estallido de la copa en el suelo.

¡Ahí lo tenés al borracho, haciéndose el lindo con la Marina! ¿Viste boludo? ¡Sacate ya esa camisa, y ponela con algún quitamanchas, porque no te va a servir ni para trapo mañana!, le decía Carlos, que había entrado a la cocina en busca de tablas y cuchillos.

¿Qué pasó Darío? ¿Cómo puede ser que se te haya caído la copa? ¿Ya te pegó el vino?, le preguntaba Marcela, mirándolo como a un hijo al que reprendía por costumbre. Las amigas de mi madre se le reían, y Silvina le decía que si le hubiese sido fiel a la cerveza, eso no le había pasado. Él apenas daba señales de escucharlas.

¡Por favor hija! ¡Acompañalo a nuestra pieza! ¡Andá Darío! ¡Elegí alguna de las camisas de Luis, y dejame esa, que ya mismo la meto al lavarropas! ¡O, fijate que también tiene remeras un poco más formales! ¡Seguro que algo te va a andar! ¡Y apuren, que ya casi son las 11!, le decía mi madre, que parecía la única en preocuparse por todo lo que le pasaba a todos. Por unos segundos me quedé parada, inmóvil, como si no recordara cómo se hacía para caminar.

¡Dale Marina, metele, que hace rato que tendríamos que estar comiendo! ¡Además, vos también, fijate si tenés una pollera más corta, así te vemos hasta el apellido!, me hizo reaccionar mi madre, fiel a su estilo de criticar cualquier cosa que me pusiera. Entonces, le dije a Darío que me siga, apenas consciente de mis pasos. Sabía que, la responsable de que se hubiese derramado el vino, era yo. Yo y mi putería. ¿Y si Marcela se hacía la boluda, y había visto todo? ¿Por qué me metí en esta? ¡Bueno, pero él me siguió el jueguito! ¡Y no sabía cómo mirarme las tetas sin desnudármelas con la imaginación! ¿Se daría cuenta del olor que mis hormonas irradiaban con urgencia? Lo cierto es que él me seguía como un perro a su presa, como un cazador a la zorra que se le escapaba por entre los matorrales. ¿O solo me seguía, enojado por andar en cueros por la casa? Yo no me atrevía a darme la vuelta para mirarlo. Aunque mis ojos se habían devorado el contorno de su pancita maravillosa. Siempre me atrajeron los gorditos, mucho más que los tipos trabados, musculosos o atléticos. Afuera estallaron otros petardos, y mi madre ponía orden. Oímos la carcajada de mi viejo, seguro que a causa de otro chiste de Esteban, justo antes de entrar a la pieza de mis viejos. Y entonces, una vez dentro, los ruidos se apagaron. Encendí la luz y le señalé el placar, diciéndole con una timidez alarmante: ¡Ahí, mi viejo tiene toda su ropa! ¡Fijate, y probate lo que quieras! ¡Aaah, y perdoname por lo que, bueno, por lo que pasó!

¡Vamos a ver si te perdono! ¡Aunque, en realidad, fui yo el que se volcó el vino, digamos que, vos no sos ninguna inocente! ¿Sabías muy bien lo que hacías! ¿Te imaginás lo que tu padre diría, si yo le cuento que, su nena me anduvo provocando? ¡Che, por acá, solo veo camperas, corbatas, trajes, pantalones y cinturones! ¿Estás segura que es acá donde guarda las camisas? ¡Ni siquiera veo esas remeras que dijo tu mamá!, me decía, mientras abría las puertas, miraba alumbrándose con la linterna de su celular y se reía con cierto misterio.

¡A ver! ¡Yo no te provocaba, así, posta! ¡O sea!, vos no podés decirle a mi viejo eso!, le dije, tratando de parecer segura y decidida, mientras sentía cómo los pezones amenazaban con perforarme el top.

¡No sé Marinita querida! ¡La verdad, no sé qué pensar! ¡Esa boquita en la copa, y las lamiditas que le diste, y la forma en la que te acariciabas las tetas! ¡Digamos que, si eso no es provocar… ¿Qué es entonces?! ¡Me parece que las vi allá arriba! ¿Vos podrás subirte para alcanzarme esa camisa blanquita que veo allá? ¡Yo, la verdad, ayer me hice un esguince en el tobillo jugando al fútbol, y no me voy a poder subir ni a una silla!, me dijo, de repente mirándome a la cara, sabiendo que si me sostenía la mirada un segundo más, me hacía pichí como mi hermanita. ¡Estábamos solos en la pieza de mis viejos! ¡Su perfume ahora me invadía más que nunca, y su voz me conducía al mismo infierno de mi sexualidad!

¡Sí, dale, yo me subo, y vos me decís cuál querés! ¡Desde acá abajo, mucho no veo!, le dije, riéndome de mí misma, sabiéndome una enana incapaz de cerrar bien las alacenas de la cocina. Entonces, corrí una silla para pegarla al ropero, me descalcé para subirme y empecé a mirar hacia adentro de la parte más alta, donde estaba apestado de camisas.

¡Esa blanquita de allá, a la izquierda! ¿La ves? ¡No, esa no! ¡Está un poquito más a tu izquierda!, me decía Darío mientras yo estiraba mis brazos. Había muchas camisas blancas, de distintas marcas y modelos. Para mí eran todas iguales. Pero, justo cuando logré quitar la camisa que quería de su respectiva percha, sentí que sus manos comenzaban  a levantarme la pollera.

¿Qué hacés Darío? ¿Y ahora, quién es el que se propasa?, le dije, aunque no me moví de mi posición. Ni siquiera bajé los brazos del bardal del ropero.

¿Qué hacé? ¡Te lo vuelvo a preguntar!, insistí. Pero él me chistó, e inmediatamente empezó a acariciarme la cola por adentro de la pollera, como si me amasara las nalgas. Por momentos sus dedos se volvían más violentos y temblorosos, y resbalaban por la tela de mi bombacha con facilidad.

¡Tenés una cola hermosa bebé! ¡Y esa pollerita, te queda fatal! ¡Y así, con las manitos levantadas, te ves más provocadora!, me dijo entre respiraciones cada vez más apuradas, mientras sus manos seguían sobándome el culo, y, por lo que podía notar, sus labios me levantaban la pollera un poquito más. Al rato un leve cosquilleo me recorrió la parte de atrás de la rodilla, y enseguida sus besos comenzaron a subir por mis piernas. Sentía el aire tibio de su nariz en mi piel, las gotitas de su saliva borboteando en mis poros, y el peligro con el que subían sus besos, hasta casi el inicio de la tela de mi bombacha. Lo escuché olfatearme y enorgullecerse por lo que recibían sus sentidos. Me dio dos chirlos en la misma nalga, y en el preciso momento que mi viejo afuera gritaba: ¡A cooomeeeeeeerrrrrrr!, él me decía: ¡Dale, bajate, y alcanzame esa camisa, así me la pruebo! ¡Ojalá me entre!

Yo no pude obedecerle tan rápido como la situación lo ameritaba. Pero, una vez que lo hice, él me quitó la camisa de las manos, la dejó sobre la cama y me apresó contra la puerta del ropero, tras correr la silla con el pie. Me subió la pollera de modo tal que todo mi culo estuvo expuesto para él, me amasó las tetas con una sola mano y empezó a restregarme su pubis contra mis nalgas. Enseguida noté que tenía la pija re parada y dura, y que su aliento a vino me embriagaba cada pizca de moral que me quedaba.

¿Así te gusta bebé? ¿Te calienta que te apoyen la colita? ¿Te gusta provocar con ese culito a los pibes de la escuela? ¿O a los amigos de tu viejo? ¡Tenés tremendo orto guachita!, me decía mientras se movía hacia los costados, y de arriba hacia abajo. Por momentos, se separaba un poquito de mi culo para darme unos golpecitos con su pubis, y luego volvía a frotarse con todo. Sus jadeos se hacían más salvajes, y sus piernas lo impulsaban hacia mí con vehemencia. Yo no podía hablarle. Sentía que entre mis labios vaginales fluía toda mi sangre, mi esencia y las sabias de mi sexo, y que todo eso me haría explotar de calentura. De repente oí que se bajaba el cierre del pantalón con premura, y que una de sus manos buscaba algo entre mi bombacha. ¡Y no tuve tiempo de nada! ¡Sentí algo caliente, humano y húmedo deslizarse contra la zanja de mi culo, como si le urgiera apagar un incendio particularmente grave! ¡Su pija se movía entre mi bombacha y mis partes, se empapaba de los jugos que brotaban de mi conchita, y amenazaba con entrar de improviso en ella para llenarme de leche!

¿Así, te gusta así perrita? ¡Contestá guachita! ¿Te gusta calentar a los tipos grandes? ¿Te gusta que te de n chilitos en la cola? ¿Te calienta que te ensucien la bombachita bebéeee? ¡Ahí te la dejooooo, putitaaaa! ¡Ahí te doy la lechona perrita, asíiiiii!, empezó a decirme, mientras me zamarreaba, me apretaba contra el ropero, se refregaba con brutalidad contra mi cuerpo mareado, me tocaba la cara con una mano y me pellizcaba una goma con la otra. Y entonces lo comprendí, en cuanto se separó de mi humanidad. ¡El guacho me había acabado en la bombacha!

¿Viste lo que me hiciste? ¿Te parece bien? ¡Ahora me tengo que cambiar!, le dije, sin refugiarme en la inocencia que pude haber adoptado, ya que me lamía un dedo, y me bajaba apenas la bombacha para que la vea. Él se probaba la camisa, mirándome casi que con indiferencia.

¡No Marina, No te cambies, que ya hay que ir a comer! ¿No lo escuchaste a tu viejo? ¡Y, no me reproches nada, que vos querías tanto como yo! ¡Es más! ¡Si querés, en la mesa, sentate a mi lado! ¡A mí no me molesta sentarme al lado de una nena sucia!, me dijo mientras se miraba en el espejo, prendiéndose los botones y arreglándose el pantalón.

¡Aaah, y si querés más, escribile una cartita a papá Noel! ¡No sé si él les trae lechita caliente a las nenas chanchas como vos! ¡Pero, probá! ¡Por ahí, tenés suerte!, me dijo al fin, a modo de despedida, antes de cruzar la puerta, dejándome sola, calentita y con manchitas de semen en la pollera.

Durante la cena navideña no ocurrió nada digno de destacar. Nada, excepto que me senté al lado de Darío, entre él y Valeria. Ella parecía haber planeado tomarse todo lo que tuviese alcohol. Darío y yo casi no nos hablábamos. Todo el tiempo Esteban o mi viejo lo incluían en sus charlas. Pero él, un par de veces se las ingenió para rozarme el brazo con el suyo, o para sobarme las piernas. ¡Era insoportable sentir la bombacha pegoteada con su acabada reciente contra mi piel! ¡Pero, lo terrible fue cuando Darío empezó a caminar con sus dedos por una de mis piernas, hasta ocultar su maléfica mano bajo mi pollera! ¡Estaba claro que cada vez bebía más, y que se desinhibía a una velocidad tremenda! ¡Tanto es así que, de golpe, justo un ratito antes que den las 12, el guacho llegó a rozarme la vagina con un dedo! De golpe todos empezaron a brindar, a desearse feliz navidad, a buscar algún petardo para distraer a los niños, y Valeria con mi hermano Pablo, a reclutar los regalos navideños. Mi viejo ni se levantó de la mesa. Carlos y Esteban comían como unos desaforados, y Ariel le entraba al pionono sin culpa, ahora que Silvina no lo controlaba. En eso, Darío me clavó los dedos en la pierna, y yo, simulando que brindaba con él, o mejor dicho, aprovechándome del brindis, en un momento me pegué a su oído y le susurré: ¡Meteme el dedo en la concha, dale, y movelo, porfi!

Él no mudó el gesto. Debía conservar su apariencia, y no exponerse ante sus amigos. Sin embargo, de repente uno de sus dedos burló a la presión de mi bombacha y bordeó el orificio de mi vagina, hasta lograr desesperarme. Cuando al fin sentí que me lo metió, apreté las piernas, e instintivamente me pellizqué un pezón. Cosa que suelo hacer cuando me masturbo.

En ese preciso momento, Marcela, que apareció con un regalo para mí, y otro para Darío, me dijo: ¡Eeepaaa! ¡Qué linda sonrisa Marinita! ¡Hace rato no veía tan sonriente! ¿Qué pasa? ¿Andás con algún chico? ¡Por las dudas, te aviso, eso, solo dura mientras no convivan!

¡Si hubiese sabido que el dedo caprichoso de su marido andaba enterradito en mi concha, no me habría regalado un perfume tan caro!

¡Qué machista que sos Marce! ¿Acaso, pensás que lo único que nos hace sonreír es un pene? ¡No te tenía tan anticuada!, le respondió Valeria, que por esa vez pareció más lúcida que en toda la noche.

¡Es cierto Marce! ¡Para mí, esta pibita sonríe porque se clavó flor de asado! ¿No cierto hija?, dijo mi padre con el pecho inflado de emoción, y el bigote lleno de grasa por la costilla que comía sin ninguna elegancia.

¿Che, y si dejan a la nena tranquila? ¡En serio che, que, el hecho que le hayan crecido las tetas, no significa que ande con un pibe, o que quiera hacerlo!, dijo Carlos, entre hipidos y cierta incomodidad. Pero por suerte, mi madre volvía a sentarse, mientras todos comenzaban a desenvolver sus regalos. Aunque todos, a excepción de os niños, querían regresar a la mesa para seguir comiendo y tomando. Entonces, Darío dejó de acosarme con sus manos, y me sentí sola, triste, desnuda y olvidada.

No sé cuánto tiempo pasó, hasta que tomé la decisión de romper un pedacito de servilleta para escribir: ¡Quiero la lechita papá Noel! No sabía cómo darle ese mensaje a Darío sin que alguien me pregunte. Pero entonces, se me ocurrió pedirle su celu para guglear algo acerca de una película que Vale y yo estábamos hablando. Cuando se lo devolví, le puse el trocito de servilleta en la mano, y me levanté cuando mi madre lo hizo. Era claro que iba a buscar el postre, y yo me ofrecí a ayudarla. De paso le agradecí por el libro que me regaló, y también a mi viejo por la billetera. Las amigas de mi vieja, parece que todas se pusieron de acuerdo en regalarme conjuntos de bombacha y corpiño. Mi hermano me consiguió una agenda de Sailor moon, y mi tío Sergio se re jugó con unos auriculares.

Ya en la cocina, me puse a rellenar los cuencos con crema y dulce de leche para el flan, la ensalada de frutas, o para las galletitas que había hecho Valeria. En eso escuché la voz de Darío, ávido por un poco más de hielo para mi viejo. Valeria, que ya se reía hasta de las nubes que había en el cielo, se ofreció a llevarlo. Entonces, yo dije que necesitaba ir al baño. No sé cómo pasó todo tan rápido. Pero, apenas entré al baño, me bajé la bombacha y me subí la pollera para hacer pis, la puerta se abrió con un estrépito emergente.

¡Así te quería agarrar bebé! ¡Haciendo pipí! ¿Te gustó cómo jugué con mi dedito adentro de esa conchita? ¡La tenías calentita mi vida!, decía Darío mientras cerraba la puerta con cerrojo, se lavaba las manos y, luego, me sostenía de la cabeza para que ni se me ocurra levantarme del inodoro.

¿Así que la bebé de la casa quiere la lechita? ¡Acá tenés a Papá Noel bebota! ¡Lo único que tenés que hacer, es abrir la boquita!, me decía, mientras lo veía abrirse el pantalón. Entré en pánico. ¡Jamás había chupado una pija! ¡Me daba asco! Pero, cuando vi cómo esa poronga fornida latía bajo su bóxer negro con rayitas, sentí que la sangre se me paralizaba en las venas. Sin embargo, no fui capaz de abrir la boca. Él lo intentó un par de veces. Pero no me forzó a nada. Eso, en el fondo no me gustaba del todo. Pero, de golpe, mientras todavía mis chorritos de pis caían en el inodoro, se bajó el bóxer con todo y acercó su pija a mis tetas, diciéndome: ¡Subite eso nena, y mostrale esas tetas a mi verga! ¡Mirá cómo me la pusiste!

Le hice caso, y él se ocupó del resto. Fue violento, rudo, casi desbocado. De pronto colocó su pija entre mi top y mis tetas, y comenzó a subir y bajar con una adrenalina que me conmovía, y a él le agitaba el aliento. Apretaba más y más mis tetas contra su carne, me levantaba la cara para que lo mire a los ojos, y me pedía que cada vez que veía su cabecita asomar por el hueco de mis tetas, le eche una escupida. Y, al tiempo, mi cuerpo se aprisionaba contra la mochila del inodoro, porque la fuerza de su pubis hacía que su pija se funda entre mis tetas, cogiéndomelas como a la más indignas de las vulvas del pueblo.

¡Tomá putita, mirá cómo te cojo las tetas! ¡Cómo te las miraba Carlitos! ¿Viste? ¡A él también lo tenés alzado! ¡Y encima, la boluda de mi mujer te pregunta si andás con un pibe! ¡Así bebota, pedime la lechita, y te riego las tetas, la cara, el pelito, y todo lo que quieras! ¡Yo te voy a sacar eso de tenerle asco a la pija, guachita calentona!, me decía envalentonado y ferviente, sin dejar de apretarme, frotarme, pellizcarme, de clavarme una de sus rodillas en una pierna, y de expulsar sus líquidos seminales en mi topcito.

¡Dale guacho, dame la lechita, ahora, que estamos solitos en el baño! ¡Regame las tetas con esa leche calentita, ensuciame toda, que me vuelve loca andar sucia con lechita de hombres maduritos, como vos!, le decía, sin poder dominarme ni controlarme. Eso, sumado a que empecé a deslizarle mis uñas en una de sus nalgas, logró que su cuerpo de repente comience a presionarme con todas sus fuerzas, a quedarse quieto pero firme contra mis tetas, para que ese trozo de carne dura y tensa sucumba de una vez por todas. Fueron tres o cuatro espasmos furiosos los que obligaron a esa pija a escupir todo su semen en mis tetas, salpicándome la cara y la remera. Incluso, algunas gotas impactaron en la pared. Él, apenas comenzó a sentirse vacío, me ayudó a arreglarme la remera, y me tendió una mano para que me levante del inodoro.

¡Tengo que limpiarme Darío!, le dije, y me sentí una tonta.

¡Nada de eso! ¡Vamos, que afuera la fiesta sigue! ¡Lo más gracioso es que, no solo tenés la bombacha con semen! ¡Ahora, también las tetas, y el corpiño! ¿Todavía no te alcanza bebé? ¡Mirá que yo soy insaciable!, me decía, luciendo tal vez la mejor sonrisa que le había visto nunca. Entonces, me levanté, y en cuanto mi pollera cubrió mis nalgas, recordé que tenía que subirme la bombacha. Estaba tan perdida, mareada y obnubilada que no tenía el control de mis acciones. Darío me asestó un chirlo en la cola antes de irse, y me escuché exhalar un tímido “auchi” que reverberó en el baño.

De pronto, caminaba sola por la cocina, dando vueltas alrededor de la mesa. Tenía ganas de ir a mi pieza para cambiarme. ¡Odiaba sentirme sucia! Pero me sentía más puta que nunca con la lechita de ese tipo en mi cuerpo, y en mi ropa! No sabía cuánto tiempo había pasado desde que al fin me preparé un fernet en la cocina. Pero no quería salir al patio. Quería saborear cada momento de ese hombre. ¡Necesitaba que me coja, que me penetre toda, y que me chuponee desnuda! No podía ser tan estúpida de no chuparle la pija, si me lo pedía otra vez. Debía derribar mis propios prejuicios. Entonces, se me ocurrió estirar un poquito el top para lamerlo, olerlo y probar de una vez por todas a qué sabe el semen. Y, en eso estaba, totalmente extraviada en mis pensamientos, mordiendo mi top con los dientes, sentada sola en la cocina, cuando vuelve a entrar Darío.

¡Hey! ¿Qué hacés acá? ¡Dale, vamos que afuera se armó el bailongo! ¡Las dos amigas de tu vieja ya se agarraron flor de pedalín! ¡No sabés! ¡Te vas a cagar de risa!, me decía mientras me quitaba el vaso de fernet de la mano. Recién ahí parece que se dio cuenta de lo que estaba haciendo.

¿Qué pasa Marina? ¿Te quedaste con ganas de probar mi lechita, que te estás lamiendo el corpiño? ¡Sabés que si me la pedís, te la doy!, me dijo, ahora sonriéndome como si quisiera darle un bocado a mis tetas. No le respondí. Directamente me puse de pie y le dije: ¡Dale, vamos, y dejá de hacerte el baboso conmigo!

¡Bueno, bueno, que la que empezaste fuiste vos! ¡Ahora no te hagas la otra, pendejita! ¡Si no te la bancás, te pido que no vuelvas a hablarme! ¿OK? ¡Aaah, y tranqui, que no voy a decirle nada a tu viejo, porque tengo palabra!, se descargó en una especie de rabia y amargura, mientras se perdía tras la puerta y se mezclaba con los que bailaban en el patio. Yo lo seguí. Bailé un toque con Pablo, otro ratito con las amigas de mi vieja, y después con mi tío Sergio, que no paraba de pisarme los pies. Darío tenía razón. Las amigas de mi vieja gritaban y coreaban los temas de los Palmeras que sonaban, y a Valeria le faltaba poco para mostrarles las tetas a todos por lo finito de su corpiño. Mami me había dicho que se había sacado la remera porque se le volcó medio cuenco de ensalada de frutas encima, y que no quiso ponerse nada. Los más chiquitos seguían tirando petardos, y mi tío Ariel discutía de fútbol con Carlos. Omar, el vecino, parecía aburrido, sentado solo en un sillón. La novia de mi hermano también bailaba como una loca, y a Esteban no se le escapaba el detalle de acompañarla, solo para mirarle el culo apretadito en una calza atigrada. A mi hermano ni le importaba, porque seguía entrándole al whisky. Pero Darío se puso a charlar con mi viejo, y entonces me sentí vacía. Seguí bailando como para hacer algo con el cuerpo. Tal vez así podía despojarme de los ratones que me carcomían el bocho. Aún así, pude captar que Darío me miraba, y que cuando advertía que yo me daba cuenta, hacía cualquier cosa para evitarme. Una de esas veces se llevó a la boca una nuez sin pelar. Esteban se le cagó de risa.

De golpe, se hicieron las 4 y pico de la madrugada. Nadie se iba. Más bien, todos seguían bebiendo, cantando, morfando, hablando a los gritos, o fumando mariguana. Los chiquitos no paraban de mojar a todos con sus pistolitas de agua. Yo comí bastante budín y otras boludeces para poder tomar tranquila, y bailé. En un momento no sentía los pies, y pensé en revolearme en alguna de las reposeras de mimbre del fondo del patio. Y entonces, no sé si fui hasta allí, o si alguien me llevó. Recuerdo que me ardían los ojos, y que yo misma me secaba unas lágrimas de las mejillas. ¿Por qué carajos estaba llorando? ¿Me sentía triste? ¿O me fui de mambo con la birra y el fernet? Y enseguida reparé en que tenía una mano adentro del corpiño. ¿Por qué me estaba apretando las tetas de esa forma? ¿Alguien me habría visto?

¿Qué hacés acá bebé? ¿Te pegó mal la birra? ¡Bue, parece que sí, porque ni siquiera podés mirarme a la cara!, me decía Darío, riéndose con ganas, acercándome una mano a la cara.

¿Cuántos dedos ves ahí? ¿Todavía distinguís la banda que estamos escuchando?, insistía con una irónica mueca de triunfo en el rostro.

¡Son tres dedos, y lo que suena es la boluda de Tini! ¡No estoy borracha boludo! ¡Solo, creo que me quedé dormida!, le dije, con cierto malhumor, como si estuviese ofendida con él. ¿O realmente lo estaba?

¿Ah, sí? ¿Y cuando dormís, te apretás las tetas así? ¿Y te dejás la bombacha en los tobillos? ¿Y, tenés esa carita de “Mirá cómo estoy gozando?, me decía, ahora acercando sus labios a los míos. Y no pude evitarlo. Mientras pensaba en que al fin me había Descubierto, respondí a la batalla de lenguas que se propició entre nuestras bocas húmedas, ebrias de alcohol y cosas dulces. No sabía cómo despegarme de esos labios carnosos que me succionaban, besaban y recorrían la cara. Una de sus manos palpaba mis tetas, y con la otra intentaba subirme la bombacha, al menos hasta las rodillas. Yo me reí cuando supo que yo no iba a colaborar para que pueda llevarla a su lugar original.

¡A mí no me engañas nena! ¡Ahora, yo me pregunto… ¿No era más fácil correr a tu pieza, y masturbarte ahí?! ¡Mirá si te encontraba alguno de los guachitos! ¡O tus viejos!, me decía, sin separar sus labios de mi cara, mentón y cuello. ¡Sí, de repente empezó a comerme el cuello con una furia que no me dejaba ordenar mis pensamientos! Y, de pronto yo estaba parada, sumergida entre sus brazos, mientras sus manos me palpaban toda. Uno de sus dedos comenzó a adentrarse en la zanjita de mi culo, y a la misma vez que sus labios estiraban mi lengua para saborearla, aquel dedo malvado empezaba a rozarme el agujerito del culo. Otro de sus dedos buscaba entrar en contacto con mi vagina. Pero yo apretaba las piernas para hacerle las cosas más difíciles.

¡Hace mucho calor n mi pieza! ¡Aparte, ¿Qué sabés si yo, estaba haciendo eso que decís?! ¡Para mí que tenés la cabeza re quemada!, le dije ni bien soltó mi lengua para volver a besuquearme el cuello.

¡Y a mí me parece que vos tenés la bombachita demasiado húmeda! ¡Reconocé que estás calentita nena!, me decía mientras me alzaba en sus brazos y caminaba sin dejarme usar los pies. Al tiempo, mis piernas colgaban de sus movimientos, porque prácticamente me llevaba sentaba sobre una de sus manos. Cuando quise acordar, me había arrodillado contra un árbol de moras bastante ancho que teníamos al final del inmenso patio. Ahí nadie iba porque el pasto estaba muy crecido, y mis viejos no habían acondicionado aquel espacio. Así que, nos rodeaban varios cajones de botellas vacías, bolsas con ropa y libros viejos, otras cajas con cosas inservibles, un par de bicicletas oxidadas, un triciclo sin ruedas, una máquina de cortar pasto y una heladera. Darío estaba frente a mí, frotando su bulto contra mis tetas, aferrándose a mi espalda para facilitar la fricción. Me revolvía el pelo, me abría la boca con uno de sus dedos y me decía: ¡Dale nenita, chupame el dedo, que seguro le quedó un poquito del gusto de tu culito! ¿Te gusta cómo te apoyo la pija en las gomas? ¿Alguno de tus noviecitos te hizo esto? ¿Te calienta pajear a los tipos con las tetas?

Yo, o bien no encontraba las palabras, o no podía abrir la boca más que para seguir succionándole el dedo. Le gustaba que se lo muerda, que suba y baje con mis labios apretados por toda su extensión, como si se tratara de una pija, y que hiciera ruiditos al chuparlo, cada vez más enviciadita. Pero, pronto se bajó el pantalón, y casi no tuve tiempo de decirle que no lo hiciera. Cuando abrí la boca para gritar, su glande atravesó el umbral de mis labios, y mi lengua se puso a disposición de su sabor, su textura y humedad. Era una pija gruesa, no tan larga, venosa y con una leve curvatura hacia la derecha. Tenía muchos vellos rodeándole el tronco, y sus huevos estaban casi tan calientes como todo lo que se acumulaba en mi vulva. Ahora mi boca era un anillito que se contraía alrededor de su falo, el que le ensalivaba y besuqueaba. Subía y bajaba cada vez más rápido, reprimía algunas toses, tragaba sus líquidos preseminales sin chistar, olía el sudor de su hombría y temblaba contra ese suelo deforme. Por suerte, en ese pedacito del mundo no había pastos altos, ni hormigueros, ni alguna cosa que pudiera enterrarse en mis rodillas. Darío no me hablaba. Solo jadeaba, suspiraba extasiado, o se esforzaba por manosearme las tetas mientras mi boca seguía como un tobogán resbaladizo contra su pija, devorándola con cierta vehemencia por momentos. Cuando me la sacaba, me pedía que se la escupa, y que le muerda despacito el escroto. Pero, tal vez la última mordidita, la que acompañé con un eructo involuntario, debió haberlo perturbado del todo, porque, en ese momento me levantó de las axilas, me puso contra el árbol frente a él, me separó las piernas, y mientras pisoteaba mi bombacha comenzó a frotar su pito contra la entrada de mi vulva.

¡Dale, cogeme toda que no puedo más! ¡Metela ya, y garchame todaaaaa!, le grité. Él me tapó la boca por imprudente, y entonces, mientras oíamos, “o al menos yo”, la voz de mi madre retando a Pablo para que se deje de joder con los petardos, su verga resbaló ardorosamente en mi conchita. Entonces, empezó a sacudirme, a zamarrearme, a morderme el cuello, a chuparme las tetas, y a machucarme la espalda contra el árbol de corteza áspera. A veces me sostenía de las piernas para profundizar sus envestidas. Me decía que era una zorrita alzada, que seguro Carlos y Esteban se morían por echarme un polvo, que siempre había fantaseado con que le acogote la verga con las tetas, y otras cosas que no puedo recordar. Yo solo me hamacaba en la sensación de esa poronga abriéndome la concha, engrosando su autoestima adentro de mis flujos, y gemía cada vez que, en una de esas arremetidas, alguna parte de su verga se friccionaba con mi clítoris. Me pellizcaba la cola, me arrancaba el pelo para que lo mire a los ojos y le diga que era su pendejita trola, y volvía a mamarme las tetas, por momentos con una brutalidad que me hacía doler los pezones.

¿Y pendeja? ¿No me vas a pedir la lechita? ¿No te vas a mear en mi pija? ¡Me vuelve loco ver cómo te mordés los labios! ¡Sos una putona!, me decía, al tiempo que volvía a explorar el anillito de mi culo con uno de sus dedos. Solo que esta vez, cuando lo retiraba, lo lamía y luego me pedía que yo lo imitara. Yo seguía empalada en esa pija hirviendo, sudando y brillando de felicidad, mientras él me mordía los hombros, me rompía el topcito con los dientes y me zarandeaba con mayor determinación. Era evidente que le faltaba poquito para explotar, y yo, ni siquiera pensé en si había tomado las pastillas. Él, de hecho, no se había puesto un forro. Pero, de golpe, justo cuando un montón de temblores y alucinaciones me recorrían desde la punta del dedo gordo del pie hasta la nariz, Darío me quitó la pija de la concha y me dio vuelta. De modo que ahora mi culo empezó a buscar el contacto con ese músculo empapado de mis jugos. Solo que, cuando lo encontró, él me subió tan fuerte la pollera que se oyó el sonido de un desgarrón. Y, sin darme tiempo a recriminárselo, su glande se abrió paso entre mis nalgas, y su pubis presionó mi cuerpo con fuerzas. No me dolió tanto como me lo esperaba. En parte, porque ya estaba súper lubricada. Por otro lado, a él no le faltó mucho para empezar a desvariar, a retorcerse y estremecerse de placer. Apenas bastaron dos empujadas a fondo para que su leche salga hecha un torbellino multicolor, y comience a guarecerse en el interior de mi culo. Aún así, permaneció con su pubis pegado contra mis nalgas, y con su pija escupiendo semen adentro de mi túnel sagrado, mientras me balbuceaba palabras entrecortadas. Yo, al mismo tiempo me frotaba el clítoris con dos dedos, gemía como una tonta y le pedía que me apriete fuerte contra el árbol. De pronto se me cerraron los ojos y los oídos, se me despegaron los pies del mundo, y mi cerebro se desconectó de mi cuerpo. No supe cuanto pasó, pero, aquel orgasmo que me abrazó las entrañas se nutría de la leche de Darío en mi culo, de su cuerpo todavía derrumbado sobre el mío, del sabor de su pija en mi boca, y del recorrido de sus chupones por mi piel. Y perdí tanto el control de mí, de mis ansiedades y estructuras, que apenas él se me despegó empecé a mearme encima, así como estaba, con la pollera rota, sin bombacha, descalza, con el top agujereado y la remera hecha un bollo sobre uno de mis brazos. Oí la voz de Darío desde alguna parte del universo. Pero yo solo buscaba elementos para entender lo que acababa de hacer. ¿Cómo pude ser tan pelotuda? ¿Y si alguien de mi familia nos veía? ¿Y si alguno de los peques nos delataba?

¡Hey, Marina! ¡Dale, cálzate, arreglate la pollera como puedas, y ponete bien la remera! ¡Por ahí, te puedo mojar, y podés hacer de cuenta que, nada, estuviste jugando conmigo a las bombitas! ¡Digo, para que no te digan nada!, me decía Darío, subiéndose el pantalón, con una expresión de relax que se le extendía por todo el cuerpo.

¡No, dejá! ¡Allá está la ventana de mi pieza! ¡Me meto por ahí, me doy una ducha, me cambio y vuelvo a la fiesta! ¡Vos andá, que seguro te tienen que estar buscando! ¿O no? ¡A tu esposa le debe parecer raro!, le dije, mientras me ponía en marcha, ya de nuevo sumida en la realidad. ¡Qué asco! ¡Tenía los pies meados, y la pollera toda mojada!

¡Marcela cree que estoy durmiendo en la pieza de Pablo! ¿Viste que a ella le da lo mismo? ¡Para ella soy un borracho deprimido!, me decía con una amarga sonrisa. Entonces, casi sin mediar palabras, él empezó a seguirme hasta la ventana de mi pieza, como un perro alzado, oliendo lo que se desprendía de mi piel, esperanzado con que tal vez, en la privacidad de mi cuarto pudiéramos volver a jugar con el fuego que tanto nos enceguecía de celo.     Fin

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Comentarios

  1. ¡Ambar!, que buen relato, una historia súmamente peligrosa por todos los contextos que la rodean, Darío debió haberse sentido un maéstro y Marina ni decirlo, como te digo siempre solamente vos podés lograr que mi imaginación se entregue toda a tus letras, sos la única que puede hacerme salir de la realidad escribiendo. RICA historia, rico todo lo que hicieron Marina y Darío, gracias por este espacio donde poder apreciar todo lo que hacés.

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