"Otros ratones": De Rumania con sorpresas por Amoelegante

 


 

 

 

 

 

Sin buscarlo fue un tema que nunca hemos tocado con mi jermu, aunque yo lo doy por sentado. Las empleadas de servicio doméstico de mi casa, seleccionadas por mi esposa por supuesto, siempre son mujerotas muy entrenadas para los quehaceres del hogar, pero con un “cero” en sex appeal. Me juego la cabeza, conociendo lo celosa y desconfiada que es, que eso no puede tratarse de una casualidad.

No sé bien porqué ya que, con 3 hijos a cuestas, un trabajo que, si no es viajando, me tiene en la oficina hasta casi entrada la noche, y la verdad es que, lo que menos necesito, es una aventura por el filo de la navaja con la doméstica de turno. Al menos, quizás no con ella.

Como si todo esto fuera poco, ya con algunos años encima, y comenzando a sentir algunos indicios de diabetes, también empiezo a soportar algunos problemitas con “el amigo”, para lo que con alguna frecuencia debo recurrir a la azul ayuda, si es que no tengo seguridad de buena performance.

Lo cierto es que esta puta pandemia, que vino a cambiar absolutamente todo, entre otras cosas, espantó al servicio doméstico que no estuvo autorizado hasta después de más de un año. Ese mismo hecho hizo que, cuando finalmente lo volvieron a autorizar, la demanda fuera tan grande que se hacía muy difícil conseguir lo que uno necesitaba para ayudar con las tareas de la casa. Con 3 hijos entre adolescentes y adolescentes tardíos, el trabajo de bioquímica de mi esposa fuera del hogar y el mío, no hay quien ayude en el mantenimiento mínimo de la limpieza, por lo que se nos hacía imperioso encontrar esa ayuda.

Creo que, en orden con lo que comentaba anteriormente, mi señora terminó contratando, aunque sea por algunos meses hasta que tenga forzosamente que irse, a una “mormona”, (como dirían socarronamente mis hijos). Pero largo, rojizo y lacio, recogido en un rodete con una gomita, unas blusitas o buzos sueltos que le “llovían” encima del cuerpo, e, invariablemente, acompañaban a unas polleras laaaaargas y oscuras que pasaban largamente de la rodilla, para terminar con unas chatitas negras en los pies.

Jénica, (que así se llama, y que quiere decir “Dios es misericordioso” ¡no puede disimular su panza de embarazada de 3 o 4 meses! Tez blanca leche y ojos trasparentes completan el resto de todo “lo que se ve” de ella porque el resto de la cara está tapado por un barbijo, también oscuro. O sea….no hay forma de saber lo que hay debajo de todo eso. Para colmo de males, y como lo da a entender su nombre, es rumana y hace 3 o 4 años que está en el país; por lo que su español es sumamente atravesado y muy gracioso, aunque, su andar todo el día silencioso no requiere de mayor comunicación. Para colmo de males, y como no podía ser de otra manera, con ese nombre y esa facha, resulta ser que pertenece a una religión o secta llamada “luz del mundo”, característica por el uso de esas faldas y el recato de sus adherentes, en especial sus mujeres.

Casada o juntada, o apalomada, o no sé qué,  y a pesar de sus 18 años, ya tiene 2 hijos, que le cuida una vecina mientras ella se desloma con las tareas hogareñas. Su marido trabaja en el campo, en las afueras de la ciudad; por lo que prácticamente lo ve solo los domingos. La debe haber dejado preñada entre misa y misa supongo, porque más que eso no se ven. Según me ilustré, parece ser que en estas “religiones” las mujeres tienen un rol muy servil. Se la pasan subordinadas a la autoridad del marido, y son criadas en la más absoluta represión. De ahí sus silencios y exasperante respeto con que nos trata, especialmente a los varones de la casa.

Retomando lo de la pandemia, si algo me trajo de favorable es que, desde que se empezó a normalizar la cosa, solo volvimos a trabajar a la oficina una de cada dos semanas. La otra la trabajamos en home-working conectados desde casa; lo que me terminó resultando sumamente placentero porque, además de poder instalarme a laburar tranquilamente conectado desde el living de mi casa, con el mate al lado y vestido como me pinte, podía disfrutar de la soledad de la casa hasta casi pasado el mediodía.

Jénica, llega a las 7 y se pone de inmediato con las tareas domésticas, según la lista que le deje mi  mujer. Yo, si estoy en casa, a primera hora salgo a correr 40 minutos y, cuando vuelvo, ya no queda nadie de la familia. Según los mensajes que tenga, me pego una ducha antes o me pongo a laburar al toque esperando un mejor momento.

Esa forma de trabajo, relajada, me permitió disfrutar más aún de mi soledad hogareña de 4 o 5 hs., hasta que todos empiezan a llegar de sus actividades, poco a poco. También me obligó a atender más las idas y vueltas de Jénica por la casa, ya sea porque en su media lengua me pedía alguna instrucción o nos cruzábamos moviéndonos de la sala al living (parafraseando al loco Charly García).

Fue en uno de esos cruces, en que iba a servirme un café. No sé por qué me dio “cosa”, y le pregunté si no me dejaba que le ofreciera uno. Para mi sorpresa, y muy tímidamente casi con una seña, me aceptó uno sin azúcar, y fue así como cruzamos algunas palabras. En esos improvisados impasses, me enteré de detalles de su vida particular y de paso, como se tuvo que sacar el barbijo para tomar el café, pude verle la cara descubierta y distinguir que era como un angelito de cabellos rojizos, ojos verdes pálidos y una piel que de blanca y leve, parecía transparente.

A partir de allí ya se hizo casi un hábito el que compartiéramos un café, casi todas las medias mañanas, y ella se animara a responder, pregunta tras pregunta, particularidades de sus creencias y costumbres, tanto sociales como religiosas. Fue así como me enteré que había tenido su primer hijito a los 15, después que sus padres “la dieran” en casamiento a un no sé qué, (el que ahora laburaba en el campo) desde que llegaron al país. También fui percatándome que, en su trato para conmigo, era notorio que este se había relajado, pero solo cuando estábamos solos, valga la redundancia, porque, con toda la prole dando vueltas, volvía automáticamente a la rigidez, lo que no dejó de hacerme sentir “especial”, sumado ahora al querer saber cómo sería el resto de la pendejita que tapaba con tanto trapo.

Una de las semanas que volvía quedarme en casa, le saqué el tema del embarazo. Ahí surgió lo de las obligaciones con los hijos que la ocupaban siempre, la falta de diversión y los problemas económicos que tenían. Yo acababa de ducharme y estaba envuelto en una bata de baño. Así que me animé, me tiré a la pileta sin pensarlo y sin moverme, pero sin sacarle los ojos de encima, le propuse que yo podía ayudarla económicamente, agregando algo de plata a sus ingresos, y que tal vez ella podía encontrar “la forma” de retribuírmelo. El solo escucharme lo que estaba diciendo, la adrenalina por el peligro de que la pendeja saliera corriendo a acusarme o, tal vez, que aceptara y esto se hiciera realidad, me pusieron al palo y tuve que, sentado sobre la mesada de la cocina como estaba, acomodarme la bata para que no se note, aunque Jénica desvió rápidamente la vista observando el movimiento de mi mano en mi entrepierna.

Mientras dejaba su taza sobre la mesa, levantó la mirada hacia mí para decirme como en un susurro, que ella solo había estado con un hombre en su vida, y que haciéndolo siempre igual, y como él quisiera, porque  no se lo permitían y sin lograr entender lo que era disfrutar del sexo, aunque escuchaba y veía que otros sí pero no sabía que debía hacer. Me dijo que tenía miedo que “la Señora” se enterase porque se quedaría sin trabajo, pero que le gustaría probar cómo se sentiría estar con “otro hombre”.

Ni me calenté en que se notara la pija parada debajo de la bata de la alegría que me dio escuchar eso. Me bajé de la mesada, me acerqué a ella y me dediqué a soltarle el pelo, desabrocharle la blusa lentamente, disfrutando de cada Milímetro de piel que descubría. El ver aparecer esas dos hermosas gomas de piel absolutamente blanca y pezones rosaditos, casi infantiles, pero duritos como las tetas. Ella se dejaba hacer, sumisa y expectante. ¡Se notaba a la legua que buscaba probar cómo sería, o de qué se trataba aquello de disfrutar del sexo!

Le bajé la falda, la que quedó tirada en el piso, y ante mis ojos se reveló un calzón inmenso y blanco que cubría sus intimidades. Casi de rodillas frente a ella, se lo fui bajando con cierta torpeza, descubriendo un monte de Venus erizado de pendejos rojizos que me hipnotizó totalmente. Su olor a necesidad de combate me sedujo sin reservas, y el brillo que advertí en sus ojos cuando se encontraron con los míos en un momento, me dio a entender que iba por el camino correcto.

Me puse de pie, me quité la bata para dejarla caer lentamente al piso, mientras ella solo atinaba, con la cabeza baja, a clavarme la mirada en la pija que ya le apuntaba como para insinuarle la gravedad de lo que se nos venía; y sin decirle nada la abracé apoyando todo su cuerpo contra el mío, sintiendo su tibieza, y cómo un pequeño temblor persistente se lo recorría de punta a punta.

Estaba decidido, no solo a disfrutarla. Sino a demostrarle cuánto se podía gozar con l sexo, y ponerla al tanto de todo lo que, evidentemente, jamás le habían hecho en su vida.

No podía dejar de asombrarme de lo buena que había estado la “mormona”. Cuerpito menudo pero muy bien formado. La pancita de embarazada me ponía más loco, junto a esas gomas duritas y exquisitamente blancas, igual que su cuello y toda su piel.

Era como una  muñeca viva, debajo de tanto trapo, que ahora se dejaba hacer y poner en la situación que quisiera. ¡¡¡Pero yo, quería que cobrara vida!!!

La alcé de la cintura y la senté, frente a mí, sobre la mesa. Separé sus rodillas dejando a mi disposición su entrepierna velluda, y me hundí como un hambriento a lamer su concha. Claramente no se lo habían hecho nunca, como después me confesaría. Le pasaba la punta de mi lengua de arriba hacia abajo por sus labios mayores hasta el botoncito de su clítoris mientras ella se me prendía de los pocos pelos de la cabeza, gruñendo y como pretendiendo que me quede a vivir para siempre en su concha. Estaba empapada de sus propios jugos, por lo que la llegada de mi lengua a su botoncito era todo resbalar para lamerlo en círculos, suavecitos y chiquitos, para apretarlo entre mis labios y succionarlo, como haciéndole una paja. Me enloquecían sus gemidos, la forma que tenía de cruzar sus piernas por detrás de mi cuello y de aprisionarme contra su vagina.

Mis manos amasaban y pellizcaban sus dos gomas que parecían despedir ya algo de ese líquido, (¿calostro?) que empiezan a largar las embarazadas en los tiempos previos. La idea de que pudiera después mamar de esas gomas y succionarle ese juguito me calentaba aún más. Por lo que, estaba tan entretenido con lo mío y mis ideas que no me di cuenta de cómo empezaba a explotar en su primer orgasmo….Era todo temblor y apretarme…..con sus puños apretados se sostenía del borde de la mesa y empujaba más y más contra mi cara para que a mi lengua no se le ocurra detenerse, mientras inundaba mi boca y se chorreaba por sus nalgas un mar de jugos que jamás había visto. No sabía si se había hecho pis o que era, pero estaba gozando como una perra, algo que parecía nunca había sentido ni probado. También después entendí que probablemente nunca había sentido un orgasmo en su vida. ¡Nunca me había clavado a una hembra tan caliente y necesitada de sabiduría sexual elemental!

Me puse de pie entre sus piernas, mientras ella recobraba algo de compostura, y rodeándome con sus brazos del cuello se lanzó a comerme la boca como si le fuera la vida, mientras apretaba sus gomas embardunadas contra mi pecho. Era torpe con sus labios; pero a la vez auténtica, salvaje, natural. Sentía que quería hacer todo junto. Chuparme la lengua, que se la muerda despacito como yo a ella, Tragarme y que la trague, entretanto se aferraba a mí como con desesperación de náufrago.

Me separé un poco de la mesa, la tomé de la mano y la llevé hasta el living.

Me senté en el sofá (el mismo desde el que trabajo), y le indiqué, exhalando el perfume de su piel como enfebreciendo, que se siente frente a mí, abriendo las piernas lentamente. Ella parecía hambrienta pero temerosa. Así que le hice agarrar mi pija dura y húmeda con una mano para que ella solita la guíe con ternura a su grieta empapada, apoyada solo con las rodillas sobre el sillón, de frente a mí. Según me había contado, en sus costumbres solo se usaba la pose del misionero, donde el dominante es el varón, por lo general con la ropa arremangada. Estaba mal visto que la mujer tuviera siquiera alguna iniciativa. No fue su caso, pero me contó que conoce a chicas que intentaron algo distinto con sus machos, y que estos les respondieron con golpes, acusaciones o improperios de los más humillantes. Yo quería ahora que sintiera la frescura de hacer lo que tuviera ganas y de paso, clavársela hasta la garganta como me moría por hacer.

La verdad es que, esta vez pareció, o muy experta o muy receptiva disfrutando porque, apuntó mi pija a su concha despacito, se la paseó un par de veces acariciándose los jugos de su corrida, y empezó a aflojar las piernas lentamente, demasiado en calma, disfrutando cada milímetro de la verga que la iba llenando como ella pretendía, al ritmo que ella decidía, sin esperar que nadie le dijera qué, cómo y cuándo hacer las cosas. Cuando finalmente la tuvo toda dentro, apoyó sus dos manos sudadas sobre mi pecho medio recostado y empezó una especie de danza en la que se clavaba entera la pinchila y la sacaba casi totalmente mientras, con su ya abultada cintura y pancita, dibujaba círculos contorneándose. Mis manos ya no sabían que disfrutar más: si apretar esas hermosas nalgas blancas que se agitaban suavemente arriba mío, o jugar con los pezones de esas gomas que apuntaban a mi cara, al mismo tiempo que los dos faroles de sus ojos no dejaban de iluminarme por entre ese mar de cabellos rojos que caía sobre mí, como una cascada de seducción.

Yo no aguantaba más, pero no quería terminar esto tampoco… era una desesperación alocada por todo y nada a la vez, hasta que empezó a clavarme sus incipientes uñas en el pecho y sentí tensar todo su cuerpo que, sin embargo, no disminuía ni aumentaba su sube y baja, su vaivén sobre mi pinchila… y explotamos juntos! No pude contenerme más. Necesitaba sentir mi esperma estallándole adentro, y que de esa forma se entere de todo lo que podía provocar y que a su vez eso alimente su calentura, su deseo y su descontrol…. y así fue…. Mientras yo explotaba en una acabada brutal, como no recordaba haber tenido en mucho tiempo, su cuerpo se estremecía y temblaba sobre el mío, empapándome de sudor y jugos.

Me erguí como pude sin que ella se moviera de sobre mí. Hundí mi cabeza entre sus gomas y dediqué esos momentos de reacomodo y de recuperación a lamerle concienzudamente sus gomas y sus pezones, con calidez, baba y calentura…. Ella, agradecida y conmocionada,  apretaba mi cuello abrazándome contra su pecho una vez más, como no queriendo soltarse jamás.

Y así pasamos esos últimos momentos…Con mi rumanita ensartada en mi milagrosamente bien comportada pinchila sin Viagra, pero que recobraba rápidamente su flacidez. A ella la percibía como quien ha cruzado todos los umbrales existentes, sin saberlo ni proponérselo y ahora, ya nada importa. Ya sabe el mundo que existe y la espera del otro lado de la dictadura sexual a la que fue arrastrada, y nada le preocupa. Excepto, seguir descubriendo nuevas maneras de gozar como su alma se lo pedía a gritos de consciencia y libertad.

Me reconoció, con cierta vergüenza que le venía muy bien el dinero que en secreto agregué a su sueldo. También coincidió conmigo en que, aunque son subyugadas y sumisas, saben que hay otra forma de sentir y que, desde que llegó a mi casa se había preguntado en silencio, cómo habría sido descubrirlo conmigo. Me pidió que “no le contara nada a la Señora”, y que, gracias a nuestro secreto, ella estaría conmigo todas las veces que yo quisiera porque había aprendido a sentirse como nunca en su vida y quería seguir descubriéndolo juntos. Podría decirse que, nos hicimos un buen servicio ambos.

Ella terminó llevando a casa más del doble de su sueldo todos los meses, mientras nos compartíamos nuevas poses, saliva, mordiscos, fluidos y palabras sucias. Aprendió de todo cuanto yo pude enseñarle, y lo sumó a la imaginación que sus sentidos comenzaron a desarrollar. Pero sobre todo, a sentirse libre en el goce. Aprendió a dar unas mamadas asombrosas… con paciencia, disfrutando de cada segundo, sin apuros y sin egoísmos…. Era capaz de chupármela por media hora, suave, profunda y babosamente, hasta sentir que acaba como un volcán para lamerme y tragarse hasta la última gota, gozando de todo. Aprendió el placer que fuera yo el que le hiciera una buena paja, explorando el sexo tántrico entre otros, aceites, masajes mientras me daba de mamar su cada vez más perfecta leche de esas hermosas tetas que se fueron llenando, aún más con el paso del tiempo.

A medida que su panza creció, exploramos el sexo anal, del que, no sin esfuerzo, terminó disfrutando tanto o más que el vaginal, al punto de pedírmelo por favor. Todavía me parece hoy el verla de espaldas a mí, clavándose solita la pinchila húmeda en su ya dilatado culito y disfrutando de como solita se iba clavando milímetro a milímetro la pija en la cola para empezar después aquel suave sube y baja que terminaba en una cabalgata alocada.

Creo que, no. No creo, estoy convencido que aprendió y aprendimos juntos a sentir el sexo. Solo eso. Había ternura, cuidado del otro, respeto, pero fue solo sexo.

Finalmente, mi Jénica, con quien habíamos tenido una hermosa sesión de mutuas mamadas dos días antes, se fue de parto y quiso la vida que, así como apareció…desapareció meses después en los que me prometí no buscarla nunca por mutua conveniencia.

Estaba muy convencido que así debería ser, aunque muy frecuentemente llego a casa con la esperanza de encontrarme con la novedad que mi Rumanita volvió a casa.     Fin

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