Hacía tres años que no estaba con ninguna mujer. Entre la pandemia, el encierro, mis preocupaciones universitarias, mi madre y sus cuestiones médicas, y mis propias ataduras. Nunca fui muy fana del sexo virtual y esas boludeces. Pero tuve que buscar algunas alternativas para saciar mi lívido sexual de alguna manera. Aunque nada de eso me satisfacía del todo. Soy de las que necesita el contacto piel a piel, sexo contra sexo, y el fragor de las lenguas multiplicándose en cuanto orificio se pueda. Por suerte, hace poco más de un mes tuve que viajar a Buenos Aires, y, pese a que no eran vacaciones, aproveché a tomarme esos días para relajarme un toque. No tenía nada planeado, y creo que eso fue lo mejor de todo. Debía entregar unos papeles importantes a la gerencia de la empresa multinacional en la que me desempeño como secretaria administrativa. Siempre mi jefe me encomendaba esas tareas porque me gané su confianza. El tema es que, ni bien pisé suelo capitalino, un aura de libertinaje, estupor y lujuria me invadió la sangre. A donde fuese que mirara, había culitos de chicas que reclamaban el tacto de mis manos. Millones de pares de tetas se bamboleaban en la calle, en el shopping, o en los negocios abarrotados de gente. Chicas cuyos rostros no terminaba de divisar por culpa de los barbijos, se me hacían más intrigantes. Algunas caminaban inmersas en la música de sus auriculares. Otras en el apuro de la ciudad. Algunas mamis renegaban con sus niños, y un par de embarazadas me hicieron sentir extraña, porque de inmediato me las imaginé con las tetas goteando leche. ¡Cómo me mandaría de una a saborear esas tetas gordas, por favor!
Más adelante, me topé con una parejita de lesbianas, que discutían por una tercera que no estaba allí. Luego, cuando estuve a punto de bajarme de una escalera mecánica, vi a una nena con uniforme de escuela privada, agachándose para levantar un paquete de caramelos. ¡La preciosura le mostró a todo el shopping que no tenía bombacha! ¡Y qué hermoso culito se cargaba! Al rato, en la estación de subtes, vi a un flaco comiéndose a una bolivianita. Ahí sí que no resistí la tentación de rozarme la vulva. Es que, tuve un colapso nervioso en el clítoris cuando ella le puso sus tetas en la cara, y la mano del flaco fue a parar directamente a su entrepierna. Nadie los miraba como yo lo hacía. Además, por todos lados había guachitos tranzándose, o chicas exhibiendo algo de su humanidad. ¿Por qué no seremos más abiertos en la provincia de la que provengo? ¿Quién dijo que, para ser inclusivo, solo alcanza con abrir un par de bares alternativos, y poner a un travesti a conducir un programa de TV?
De repente estaba parada en un subte que rugía implacable. Todo olía a humedad, y el vapor que emanaba de los cuerpos apretujados me ponía un poco incómoda. El motor no sonaba tan fuerte como lo recordaba. Pero el olor a electricidad, a aceite quemado y a fritura rancia se habían intensificado desde la última vez que había andado por estos pagos. El perfume a enjuague, a desodorante masculino y a chicle se mezclaban, mientras pensaba en el culito que tenía a poca distancia de mis manos. ¿Qué linda colita por dios! Estaba envuelta en una calza gris, y una larga cabellera rubia amenazaba con tocar el inicio de su rayita. No podía ser otra cosa que una chica preciosa. Un chico no tendría el cabello tan cuidado. ¿O sí? Bueno, por acá, a veces no se sabe si son chicos, chicas o chiques. En eso pensaba, un poco aturdida y asqueada por el calor irrespetuoso que contaminaba a ese vagón repleto, cuando en un repentino movimiento, mis piernas colisionaron de lleno con la cola de ese ser. Yo, no iba a detenerme a meditarlo mucho tiempo. Empecé a rozarle una nalguita, a tocársela primero con un dedo, y luego con toda la palma. Se la sobé suavecito, sabiendo que en esa ciudad nadie ponía frenos, a no ser que quisiese hacerlo realmente. Como lo preví, no obtuve resistencias. Así que continué acariciando esa cola tersa, durita y bien parada. De hecho, por momentos me parecía que ella, tiraba la colita hacia atrás, independientemente del trajín del tren. De paso recorrí con uno de mis dedos la línea del elástico de su calza. Su perfume era un poco ambiguo entre tantas partículas disueltas en el aire. Pero tenía el pelo húmedo, como si se lo hubiese lavado cuidadosamente. Entonces, poco a poco su piel me convencía de que no podía tratarse de otra cosa que, de una mujercita, sola y viajando hacia quién sabe qué destino. ¿Qué pasaba si le hablaba? ¿Me diría su nombre? ¿O me mandaría al carajo? ¡Para mí estaba cantado que más de 20 años, no tenía! ¿A dónde iría? ¡No sabía cómo, pero, algo me decía que no andaba noviando! De repente fui más precisa. Le pellizqué la cola, y le rocé la zanjita con un dedo, de abajo hacia arriba. Uno de sus codos amenazó con clavarse en mi costilla.
¿Hey, tanto te gusta mi cola? ¡Digo, porque, hace rato que me la estás tocando!, me dijo de golpe una voz monocorde, como temerosa y oculta bajo una estela multicolor al mismo tiempo. Vi que ella giró su cabeza hacia mí, y me pareció que no era real aquel segundo, ni todos los que le sucedieron.
¡Perdoná, fue sin querer!, le dije sin dramatismo, separándome de su culito. No me había dado cuenta que ya le apoyaba el bollo en el culo, ni que había recibido una fresca brisita de su aliento. Ella esbozó una ligera sonrisa, y me derrumbó todas las estanterías cuando me susurró: ¡No importa, seguime tocando, que me gusta! ¡No sabía que eras una chica! ¡Generalmente, son hombres pajeros los que me manosean!
¡En serio, te pido disculpas! ¡No fue mi intención tocarte! ¡Pasa que, venimos medio apretados, y bueno, de algo me tenía que agarrar!, me escuché justificarme como una imbécil.
¡Claro, y te agarrás de mi culo! ¿No? ¡Pero, ya te dije que no me importa!, me dijo, una vez más con su voz indescifrable. Ella era una de las pocas que no traía barbijo. Por eso, no podía ser una ilusión óptica de mi cerebro. Cuando quise buscar el brillo de su mirada, comprobé que no había tal brillo, ni color, ni otra emoción escondida. ¡Esa nena era ciega! Pero, el rojo intenso de sus mejillas denotaba apuro, fuego, calentura y una conmoción inexplicable.
¡Dale, tocame el culo otra vez, que yo te lo estoy pidiendo!, me dijo luego, dándose vuelta por completo para asegurarse que sus palabras lleguen a mis oídos. Ahora, contando con el celo de su aprobación, me pegué a sus caderas, para comenzar a frotarle mi sexo en la cola, mientras con una de mis manos la traía más contra mi cuerpo. Con la otra mano le acariciaba el pelo y los hombros descubiertos, ya que traía una musculosita celeste. Yo era consciente que algunos tipos nos miraban, y pensaba en si a ella le importaría aquello, cuando sentí que unos dedos fríos tocaron mi mano, la que le acariciaba el pelo. Me hizo unos corazoncitos en el dorso primero, y luego la tironeó hasta conducirla al inicio de sus tetas. ¡no lo podía creer! ¡Supongo que, de haber tenido una pija entre las piernas, se la habría enterrado de lleno en el culo, después de humedecerla toda con los juguitos de su conchita!
¿Che, vos, no ves nada de nada?, le pregunté, mientras los latidos de mi corazón doblaban al traqueteo del tren, y mi mano derecha seguía uniendo su cadera a mi sexo, y se me agitaban los pensamientos. Sentía una pulsión insoportable en el clítoris, y la humedad de mi bombacha me advertía que no podría soportar un segundo más sin retorcerme un pezón. ¿Por qué mierda le pregunté eso, entre miles de cosas por preguntarle?
¿Y eso te importa? ¿Creés que las ciegas no podemos tener esta cola? ¡O, que no cogemos? ¡O, que no nos gusta que nos manosee una desconocida? Me ronroneó tirando aún más el culito para atrás, meciéndolo hacia los costados, mientras mis dedos intrépidos burlaban la delicada tela de su musculosa y hacía contacto con la piel de sus tetitas. Lo que me quedaba más que claro, era que esta chica, ciega o no, era distinta a todas las que conocí.
¿A dónde te bajás perra? ¡Yo en la próxima!, me dijo. Ahí divisé que al menos estaba atenta al altoparlante que informaba de las estaciones. ¡Yo no sabía si estaba en París o en Belgrano! Y, justo cuando iba a decirle que me bajaba en Catedral, me agarró la misma mano que casi atrapaba uno de sus pezones, y la ubicó en el centro de sus piernas. No dudó un segundo en introducirla en el calor de su calcita, ni en frotar su culito con mayor impaciencia en mi vulva, mientras murmuraba suavecito: ¿Tocame la concha, dale, tocame toda, sentila, así, tocame la conchita, y pellizcame la cola otra vez!
Quise chistarla para que baje el volumen de su voz. Pero nadie nos prestaba la mínima atención. La humedad de su calza era más que evidente, y la formita que sus labios dibujaban en la tela me hacía notar que tenía los labios del papito súper mojados.
¿Y, cómo te llamás bebota? ¡Porque, yo te aclaro que no me llamo perra!, le pregunté, como si fuese un viejo baboso.
¡Decime Mimi! ¡Y pellizcame otra vez, porfi!, me dijo entre suspiros prisioneros y temblores en las piernas. Yo me reí, cada vez más atónita.
¡Dale Mimi, que nos bajamos acá! ¡Esta es tu estación!, le dije tras pellizcarle la cola una vez más, y de clavarle un dedito en el centro de su zanjita.
¡No sabía que, que vos también te bajabas acá! ¡Igual, vos no sos de acá me parece! ¡Digo, porque tenés otro acento!, me decía, tratando de volver a una normalidad aparente, moviéndose con cierta torpeza por entre los que intentaban descender. Pero yo la ayudaba a caminar, y medio que aprovechaba a manosearla más.
¡Callate Mimi, y caminá, antes que te lleven puesta!, le dije, momentos antes de poner un pie en el cemento de la estación. Ni bien la gente se dispersaba tomando sus rumbos, nos alejamos del tren, y me puse frente a ella para juntar mi cara a la suya. Recuerdo que le olí el cuello, la musculosa, y que le mordí muy despacito las tetas por sobre la ropa. Ella gimió, se estremeció y me suplicó algo que no le entendí en primera instancia.
¡Dale, decime cómo te llamás! ¡Bah, en realidad, no me importa mucho! ¡Para mí, te llamás perra!, me dijo de pronto con la boca llena de suspicacia, y la carita roja de calentura.
¿Ah, ¿sí? ¿Y por qué para vos me llamo así? ¡No te parece un poquito fuerte decirle así, a una persona que acabás de conocer?, le decía mientras volvía a tocarle la cola. Aunque, esta vez mientras juntaba mi vulva a su pierna para frotarme, y mi cara a su cuello para seguir oliéndola incansablemente.
¡Porque solo las perras, o las turras les manosean el culo a las ciegas!, me dijo, y me pareció que se hacía la enojada, porque golpeó su bastón con todo en el piso, y bufó como con intolerancia. Entonces, yo se lo quité, lo plegué y lo metí circunstancialmente adentro de mi bolsito. Ella quiso que se lo devuelva.
¡Ahora sí soy una perra, y una perra muuuuy mala! ¿A vos te gusta que las perras seamos malas? ¿Tuviste sexo alguna vez con una perrita malvada?, le balbuceaba al oído, metiéndole una mano entre las piernas. Ella intentaba cerrarlas, pero no ponía ni un límite a las sobaditas que le daba en la chuchi. Así que, poco a poco la fui dirigiendo hacia la parte más oscura de la estación. Sus piernas por suerte no me hacían difícil el trabajo. Aunque, nuestros pasos eran lentos y pesados, como si no quisieran llegar a ninguna parte. Para cuando dimos con una pared repleta de inscripciones de frases de bandas, pijas dibujadas y escudos de fútbol, la escuché murmurarme: ¡Sí, pero con perritas ciegas, como yo! ¡Por eso, quiero que esta perrita malvada me coma la boca!
¿Qué dijiste nenita?, le pregunté, sujetándola de un mechón de pelo. Ella gimoteó, pero al fin me confirmó: ¡Quiero que me comas la boca, perrita!
¡Bueno, entonces, sacá la lengua Mimi! ¡Dale, ahora, que no tengo todo el tiempo del mundo!, le grité. Ella no lo hizo de inmediato, pero pronto mi boca le rodeaba esa lengua chiquita, caliente y jadeante. Subía y bajaba mis labios, como si estuviesen rodeando un pequeño pene, hasta que mi lengua no se hizo rogar. Le inundó la boca en un instante, y enseguida se libró una batalla de saliva incontenible, labios desaforados y lenguas como espadas, que nos hacían gemir.
¡Dale perra, mordeme los labios, que eso me pone re putita!, me tartamudeaba mientras nos besábamos, y yo le concedí el honor de hacerlo. Eran unos labios gruesos, y sus dientitos blancos me enternecían casi tanto como la textura de sus tetitas. Mi mano entre sus piernas podía empaparse con facilidad, ya que al parecer la calcita no era tan permeable a sus jugos desbordados. Por un momento se me ocurrió que, tal vez no se había puesto ropita interior, y los ratones de mi cabeza comenzaron a roer mis sentidos con mayor agresividad.
¡Me gusta tu perfume!, me murmuró en un instante de debilidad, en el que justo pensaba en lamerle la naricita. Tenía unas pequitas en el inicio del tabique, y otras más chiquitas cerca de los párpados. Sin embargo, su voz me sacó de toda observación posible.
¡Ahora te van a gustar mis tetas! ¿Dale, así, tocalas bien, y apretalas! ¿Te calientan? ¡Dale beba, apretame las gomas, y si querés pellizcarme los pezones, no me ofendo!, le decía, una vez que le agarré las manos y las coloqué directamente adentro de mi remera. Ella lo hacía con cierta delicadeza, o lentitud. Pero, mis piernas se abrían para que mi vulva pueda frotarse con su pierna derecha, y para que una de mis manos no le pierda el hilo a la humedad de su sexo. Hasta que, en un momento, ni siquiera sé bajo qué concepto, o en qué carajo pensaba, manoteé el cepillo que llevaba en mi bolsito, y se lo puse en el cuello, mientras le decía: ¡Y, ahora, te subís la remerita, para que todos en la estación le vean las tetas a la cieguita chancha! ¡Vamos, o te vuelo la cabeza de un tiro! ¿Vos no sabés con quién te metiste nena?
Ella entró en pánico. Pero solo le duró unos segundos. El tiempo que tardé en levantarle la musculosa para pasarme esas tetitas sedosas por la cara, para extasiarme con el aroma de su piel, y en comenzar a mordisquearle los pezones. Eran chiquitos, pero se le endurecían como dos almendras, y se le ponían calientes. Parecía que latían en mi boca, y más cuando le masajeaba la chuchita. Ahora la oía gimotear, balbucear cosas inteligibles, suspirar y reírse como hipnotizada. Le gustaba que hiciera ruiditos con la boca cuando le succionaba los pezones, o le lamía el costadito de las tetas, o que gimiera mientras se las olía.
¡Me encanta cómo me las chupás, perra! ¡Así, dale, comete mis tetas, mamame toda, mordeme los pezones, y pegame un tiro si querés! ¡No me importa, si me comés así las tetas!, me dijo de pronto, cuando despegué mis labios de su piel estremecida para soplarle la salivita que le abría los poros. No era necesario descubrir el fragor de su mirada para saber que estaba disfrutando como una loba en celo. Así que, en un momento le tomé las manos para que me toque la cara, el pelo, y después el culo. Le dio gracia que tuviese tachas en la cintura del pantalón, y que llevara una hebilla de unicornio en la cabeza. Sin embargo, la nena seguía tiritando a causas de mis lamidas, mordiscos y pellizcos a sus nalguitas. Mi vulva se restregaba con mayor impaciencia contra su muslito, y el grito desesperado de algún cafetero me ponía nerviosa.
¡Vamos, no me hagas perder el tiempo bebé! ¡Me parece que te lo estás buscando!, le decía mientras le bajaba la calza con rudeza, sosteniéndole las piernas contra la pared gracias al impulso de mis rodillas. Ella empezó a pedirme que no, que me calme, que me iba a denunciar y no sé qué más. Pero la estridencia de su risita musical, el calor de su piel y la dulzura de su aliento no estaba en sintonía con sus palabras. Supe que no había tiempo para mucho más cuando un silbato sonaba en el eco de la estación.
¡Tenés la bombacha súper mojada guacha! ¡Además, es re linda! ¿Me la regalás? ¿Daaaale, que seguro tenés un montón en tu casa! ¡Apuesto a que sos la nena mimada de la familia!, le decía, besuqueándole las piernas, mientras su calza permanecía a la altura de sus rodillas, y uno de mis dedos le hacía corazoncitos cada vez más arrogantes y profundos contra la tela de su bombacha, bien pegadito al orificio de su conchita. Olía a jabón, o a crema hidratante. Le subí la remerita para besarle la barriguita, y entonces, instintivamente llevó una de sus manos a su entrepierna.
¿Qué hacés bebé? ¡No, no, nada de eso! ¡Dejame todo eso a mí!, le decía, lamiéndole esa mano intrusa para luego frotarla en mis tetas. Enseguida empecé a rozarle el elástico de la bombacha con la lengua, y a atraparla con los dientes para después soltarla. Gracias a ese jueguito, logré percibir que sus jugos me salpicaban la cara.
¡Posta, no das más bombona! ¿Te diste cuenta? ¿Y qué querés ahora? ¿Eee? ¡Dale, pedime lo que querés, zorra, guachita sucia! ¡Además, tenés terrible carita de petera! ¿Nunca te lo dijeron tus amiguis?, le decía, mientras con una de mis manos le abría los cachetitos de la cola para rozarle el agujerito, y con la otra empezaba a clavarle dos deditos en la vagina, sin bajarle la bombacha aún. Quería que disfrute, calentarla todo lo que me fuera posible, y llevarla a la locura. Pero no contaba con demasiado tiempo. Ella me lo recordaba a cada ratito, aunque jamás reparé en quién la vendría a buscar.
¡Síiii bebé, estamos en Palermo, tranquila! ¡Te juro que no te voy a cagar! ¡Si vos me pedís lo que sé que queráés, ahora mismo, te lo hago Mimi! ¡Dale, te escucho! ¡Tu bombachita habla por vos nena!, le decía, mientras sus gemiditos ya no eran tan inocentes, y la tela de su bombacha ya no impedía que mis dedos le revuelvan esa conchita suave, jugosa y levemente depilada. Mi boca sorbía los jugos que le brotaban por las piernas, y los que gracias a mis manualidades caían como gotas de una densa bruma. ¡Eran deliciosos! Me volvía loca el sabor y el aroma de su intimidad. Anhelaba más que nunca mis juguetes. Pero, sabía que era buena con los dedos y la lengua. De hecho, no tardé en encontrar su clítoris erecto, caliente como una piedra volcánica, y sensible como su vocecita gimiendo para mí en las alturas.
¡Daleeee, chupame la concha perra, comeme toda, haceme gozar con esa lengua! ¡Dale, y te doy lo que quieras! ¿Dejame en pelotas si querés, acá nomás! ¡Pero cogeme toda con la lengua!, me dijo al fin, cuando mi boca apenas formaba un círculo alrededor de su hueco. No esperé a que me lo repita. Le bajé la calza y la bombacha hasta los tobillos, le separé las piernas, jugueteé unos segundos con mi lengua en su ombligo, y luego de olerla intensamente, hice que su clítoris y mi lengua se presenten en unas succiones que le arrancaron unos suspiros que jamás había oído antes. Ella se agachaba para no perderse detalle de los sonidos de mi lengua, de mi saliva mezclándose con sus flujos espesos, y de mis chuponcitos desaforados. Era como si quisiera mirarme con sus ojos ausentes.
¡Asíii puta de mierdaaa, chupame todaaa, comete mi concha, mordela, oleme toda, chupame, asíiii, dale que no aguantoooo, no puedo máaaas!, me decía envuelta en un fuego que hasta hacía que se le caigan algunas lagrimitas. Mi lengua exploraba, penetraba y sorbía. Incluso, llegué a rozarle el agujerito del culo, mientras tres de mis dedos le profanaban cada gota de su sabia de hembra para luego chupármelos. En un momento me pidió que le muerda los deditos, y descubrí que ella misma se había estado metiendo dedos en la cola. No se lo dije para no cortarle el mambo. Mi boca se apoderaba de él sin problemas, y eso la excitaba más. Hasta que, las pulsaciones de su cuerpo, los temblores de sus piernas y la abundancia de sus jugos empezaron a entrecortarle la respiración. Eso, solo podía significar que le faltaba muy poco para regarme la cara con su orgasmo.
¡Miiiimiiiii! ¿Dónde estás nena? ¡Soy Mateo! ¡Llegué hace 15 minutos!, decía una voz cada vez más cerca de nosotros, aunque todavía envuelta en el eco sórdido de la inmensa estación. Ella no se dio por aludida. Más bien prefirió gemirme algo que no le entendí, y comenzar a soltar un terrible chorro de flujos, y tal vez varias gotitas de pis en mi boca, y sobre mis pechos desnudos cuando opté por frotárselos en la vagina. Primero le succioné el clítoris con uno de mis dedos prácticamente enterrado en su culito, y otros invadiendo su conchita. Después, mi lengua se ocupó de conocer el calor fragante de su interior mientras mi pulgar se frotaba contra su piedra preciosa, y fue exactamente allí cuando empezó a explotar. Pensé que se iría en un gemido agudo, hilarante y casi tan estremecedor como las alarmas de la ciudad, o los timbres de los subtes anunciando sus llegadas o partidas. Pero no. Sólo se dejó llevar por el ritmo de mis manos, la gentileza de mi boca y por la experiencia de mi lengua. En ese momento, ni siquiera sé cómo lo hice, le quité la calza para apropiarme de su bombacha. Luego, cuando más o menos volvía en sí, me dijo: ¡Ese es mi hermano! ¡La puta madre! ¡Tengo que, dame la bombacha! ¡O sea, estoy en bolas, y si me llega a ver!
¡No nena! ¡Y apurate! ¡Dale que te ayudo a ponerte la calza! ¡No se va a dar cuenta que no llevás nada debajo! ¡La bombachita, se la lleva esta perra!, le dije al oído, en medio de un apuro sin coordinación ni orden. Yo tenía que arreglarme la ropa, ayudarla a que se ponga la calza, acomodarle la remera, devolverle el bastón, limpiarme la cara pegoteada con su acabadita, y tratar de aparentar que nada había pasado entre nosotras. Un flaco alto con cara de orto se nos acercaba. No parecía asustado, o temeroso de no encontrar a su hermana.
¡Y, el arma que te puse en la cabeza para obligarte a mostrarme las tetas, era mi cepillo de pelo!, le dije al oído, incapaz de despegarme de su olor. La vi reírse con ganas, con la sonrisa más linda que le había visto hasta entonces. Pero, de inmediato, se me hizo un nudo en la garganta.
¡Ahí está tu hermano! ¡Andá, que te debe estar esperando! ¡Fue un gusto conocerte!, le decía, mientras caminaba con ella de la mano hasta donde Mateo se aliviaba de verla acompañada. Ella me apretó la mano, y yo sentí eso como si no tuviese ganas de despedirse de mí. ¿Le habré dejado la conchita con ganas? ¿O se habría enamorado de mí? ¡Al fin y al cabo, es una adolescente! Pensaba luego, rebuscando mi sube para abordar el subte que me conduciría a mi verdadera estación. ¡No tenía de qué quejarme! ¡Al menos, esa noche, en la soledad de mi cama, dormiría junto a la bombachita más hermosa y más lejana que alguna vez tendré! Fin
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