Convirtiéndome en una salvaje

 

 

Escrito con La Gatita bostera

 

Si dijera que me gusta el verano, estaría mintiendo. Nunca me agradó, ni un poco. La tediosa sensación de estar derritiéndome, o muriéndome de sed, o sudando con solo pensar, y sin hacer cualquier cosa productiva, eso me ponía de pésimo humor. Así estaba una tarde, en el asiento trasero del auto de mi madre. Trataba de refrescarme tomando agua congelada de una botellita, y abanicándome con una revista, mientras ella conducía cada vez más rápido. Mi hermana, que hablaba con mi madre, insistía con que era la mejor decisión llevarme al campo. Para ella y mi padre, que yo pasara mis vacaciones allí era un premio al esfuerzo por mi desempeño escolar, por ser una buena hija, y para aprender ciertas cositas.

¡Está bien ma! ¡La Yami tiene que curtirse! ¡No está bueno que siempre piense en pinturitas, ropita fina, zapatillas de marca, tinturas para el pelo y esas cosas! ¡Papi sabe que, es lo mejor!, decía Valeria, mi hermana, con ese tonito de auto superación que siempre odié. A mi madre la notaba ansiosa. Como si quisiera llegar, dejarme e irse lo más rápido que pudiera. Como si se tratara de un trámite, o un encargo inmoral.

¡Aparte, en el campo del abuelo, no puede pasarle nada malo! ¡Y, si queremos conservarla virgen hasta el matrimonio, creo que es la mejor decisión!, proseguía Valeria, llenándole la cabeza a mi madre, que no estaba tan de acuerdo con esas tradiciones de mierda. Si me hubiesen preguntado, habría dicho que prefería pasar las vacaciones en casa, para escaparme a cualquier jodita que organizaran mis amigos del secundario. ¡Después de todo, yo ya tenía 14 años, y sentía que tenía derecho a opinar qué hacer con mi tiempo libre! Pero para mi padre no era así. Y, para mi hermana, con tal que mi padre le conceda los gustos, era fácil ponerse de su lado. Claro que yo no era ninguna chica pura. Mis padres ignoraban, desde luego, que en la escuela le hacía algún que otro pete al pibe que quisiera, o que me pajeaba hasta altas horas de la noche viendo videos porno en mi celular. Mucho menos podían saber que fantaseaba con que el albañil del vecino me descubra en el patio, y se pajee frente a mí. Bueno, digamos que no todo fue fantasía. En las tardes que salía a estudiar al jardín, o tomaba sol, lo hacía en bikini. Para asegurarme que el tipo se fijara en mí, me ponía a cantar los temas que reproducía en mi celu, o hacía que le mandaba algún audio de Whatsapp a cualquiera de mis amigas. Entonces, una tarde empezó a piropearme. Pero rara vez entendía lo que me decía. Hasta que al fin un día me llamó para pedirme agua. Me puso cara de pena, contándome que los dueños de esa casa, es decir, mis vecinos, no tenían agua fresca. Y si tenían, no iban a ofrecerle. Entonces, cuando regresé de mi casa con una jarra de agua con unos hielos, una vez que se la di por entre el alambrado que divide nuestros patios, me dijo: ¡Gracias nenita! ¡Che, pero deberías sacarte la parte de arriba del bikini cuando tomes sol, así se te doran bien esas tetas! ¡Y de paso ayudás un poquito a un señor como yo! ¿Entendés beba? ¡A esta altura de mi vida, ya no consigo mirar a mujercitas tan bonitas como vos!

Juro que casi me hago pis de la emoción por sus palabras. Pero no le di el gusto, creo que pensando más en las chusmas de mis vecinas si se llegaban a enterar que en mis propias ganas.

La ruta estaba más caliente a cada kilómetro, y yo leía un relato erótico en mi celular mientras Valeria y mi madre hablaban del Covid. Pero de pronto, Valeria dijo: ¡Y sí ma, al menos con la Yami no vas a tener ese problema! ¡Imaginate, que llega del boliche, preñada, drogada, borracha hasta las medias, y llena de chupones en el cuello! ¿Te acordás lo que le pasó a su amiguita? ¿Cómo se llamaba Yami? ¿Esa putita con las mechitas rosadas?

¡No es ninguna puta nena! ¡No hables así de Lucía! ¡Aparte, como si vos fueses la más puritana, o la virgen María!, le dije, sintiéndome más acalorada por la bronca que por los rayos del sol. Mi madre nos pidió que nos calmemos, que no peleemos y esas cosas, y yo seguí leyendo, con el viento despeinándome toda, y frotándome de vez en cuando la vagina con la botellita congelada. ¡Es que, me estaba re calentando con la historia de un abuelo con su nieta! ¡Y más cuando descubrí que cada vez que me movía en el asiento, emergían unas brisitas que olían a pichí de mi pantalón, o de mi bombacha! ¡Pero, si yo me había bañado! Entonces, me acordé de Lucía, y de todas las veces que se creyó que se había quedado embarazada. Lo cierto es que ella debutó a los 12, y desde ahí no paró de encamarse con pibes más grandes que ella. Una vez me contó que se acostó con uno de los tíos de su mejor amiga, un tipo de 40 años.

¡Preparate por favor Yami, que casi llegamos! ¡Te pido que bajes rápido tus cosas, y no te entretengas mucho! ¡Sabés que me pone mal este lugar!, me dijo mi madre de repente, luego de atravesar una calle de tierra, y de preguntarle a un granjero si podía cruzar por otra calle que parecía totalmente inundada. El hombre le dijo que se podía transitar con cuidado. Entonces, más rápido de lo que imaginé, mi madre frenó el auto, y Valeria me dijo: ¡Llegamos hermanita! ¡A ver si aprendés a portarte bien! ¡Yo, ya le conté a mami de tus aventuritas, a la noche!

¡Basta Valeria! ¡Te lo pido por favor, no empieces!, le dijo mi madre, mientras estacionaba el auto.

¡Bueno ma, pero deberías decirle algo! ¡Acá no puede dejar las sábanas mojadas! ¡Ya no es un bebé!, insistió Valeria. Pero mi madre la cortó en seco, sacudiendo la cabeza con brusquedad, tras una última frenada, y le espetó: ¡Valeria, ya hablamos, y te dije lo que pienso al respecto! ¡Tu hermana sabe que acá se tiene que portar bien! ¡Además, yo soy la madre! ¡Y también la tuya! ¡Así que ahora, te callás, y te bajás para ayudar a tu hermana! ¿O, preferís que hable de tus insolencias con tu padre?

Valeria chasqueó la lengua indignada, y se bajó del auto para dirigirse al baúl, donde se ocupó de cargar mis tres bolsos con ropa. En eso, mi madre, que todavía no se había bajado del auto me hizo señas para que me acerque, y me dijo al oído: ¡Escuchame, si tenés cosquillitas en la vagina, vas al baño, y te tocás ahí! ¿Estamos? ¡Tocate si querés, pero, no mojes las sábanas de los abuelos! ¡Y mucho menos te hagas pichí! ¡Controlate! ¿ME escuchaste?

Yo asentí con una sonrisa, y dejé que mi madre me bese la mejilla. Entonces, las dos bajamos del auto, y antes de llegar a la tranquera apareció Danilo, uno de mis primos. Él vive en lo de mis abuelos desde que su padre murió en un accidente, y su madre no se ocupó más de su persona. Me dio un beso en el cachete, casi sin hablarme, y justo cuando mi madre entablaba conversación con doña Elena, la curandera que vive en el poblado que justo caminaba por la calle, mi primo me pellizcó la cola, y me rozó las tetas con su brazo. Danilo tendría unos 20 años en ese entonces. Era morocho, de piel curtida y manos grandes, ojos negros, pelo enrulado y espalda ancha. Tenía cara de malo, dientes desparejos y una sonrisa torva.

¡Bienvenida prima! ¡Acá, espero que la pases bien! ¡En el campo hacen falta hembritas como vos! ¡Aunque, por lo que huelo, tenés mucho perfume! ¡Y olor a shampoo! ¡No sé si al tata le guste mucho!, me dijo Danilo mientras atravesábamos la tranquera. Mi hermana estaba hablando con un hombre gordo que peinaba a un caballo. Parecía que ella no reparaba en que le miraba las tetas, ni él en que ella no le prestaba la mínima atención a su discurso del pelaje de los tordillos. ¡Ni siquiera le asustaban los corcovos del animal!

¿Tía, usted no se quiere quedar unos días? ¡El tata se va a poner chocho de contento!, le dijo Danilo a mi madre, que miraba como sin mirar todo el paisaje con una tristeza infinita.

¡No, yo tengo que volver! ¡Y Vale también! ¡Solo, venimos a dejar a Yamila! ¡Es más, si no te molesta, preferiría, dejártela! ¿Podrías disculparme con mis suegros? ¡No sé, deciles que estoy descompuesta! ¡Bueno, de hecho, la verdad, me duele bastante la cabeza!, le dijo mi madre, sin mucha convicción, pero con todas las ganas de rajarse cuanto antes.

¡Sí tía, faltaba más! ¡Yo la disculpo con el tata! ¡Y gracias por dejarme a esta guachita! ¡Está re crecidita ya! ¿Cuántos años tiene? ¡No me acuerdo cuándo fue la última vez que la vi!, decía mi primo. Pero yo contesté por mi madre. Ella parecía no escucharlo. Es más, hasta hubiera jurado que ni lo miraba, o que su cuerpo lo repelía.

¡Tengo 14 primo! ¡Y, la última vez que nos vimos, yo tenía 4!, le dije, sintiendo que los pastitos del suelo traspasaban mis sandalias.

¡Sí, todavía usabas pañales! ¡Y la tía te daba la mamadera a escondidas del tata! ¡Me acuerdo!, me dijo, ruborizándome un poco. Al rato, me vi en los brazos de mi madre que me deseaba buena suerte, besándome la mejilla con todo su cariño. Yo le palmeaba la espalda, prometiéndole que todo estaría bien. No habíamos llegado a la entrada de la casa. Valeria me chocó la mano, y casi no me miró a la cara. No me acuerdo si me saludó. Entonces, en medio de la desolación y el vacío que empecé a sentir, de golpe y porrazo estuve a solas con mi primo. Apenas zumbaba en mis oídos el motor del viejo Peugeot alejándose, levantando tierra y barro. De pronto, se hizo el silencio. Salvo por la voz de mi primo, y nuestras pisadas.

¿Tenés sed primita? ¿Ganas de ir al baño? ¿Hambre? ¡Bueno, acá está un poco más fresco que en la ciudad!, me dijo, como si quisiera agradarme.

¡Sí, la verdad, un poco de todo!, le sinceré. De repente me agarró de la mano, me la besó y olió. Me sentí rara, pero me gustaba esa forma. Y ni hablar cuando empezó a meterse mis dedos en la boca, uno por uno. Me los lamió y succionó, sin importarle que su saliva se convirtiera en una lluvia deshonesta. Sin darme cuenta caminaba a su lado, de su mano, hasta que llegamos a un claro de luna especialmente bonito, donde se juntaban dos árboles inmensos. Creo que uno era un sauce.

¡Me encantan los dedos de las nenas! ¿Sabías? ¡Bueno, decime! ¿Querés hacer pis? ¿O caca?, me preguntó mientras me acariciaba el pelo. Por el peso y la rugosidad de sus manos, más bien parecía que me enredaba hasta el apellido.

¡Solo pis! ¿Dónde está el baño?, le dije, confundida. Sabía que algo no encajaba en mi cerebrito adolescente. Y entonces, llegó la primera prueba para mis estructuras. Empezó a reírse, y poco a poco juntó su cara a la mía para decirme: ¡Es acá bebé, al menos, ahora, para vos, el baño es acá! ¡Sacate la calza, la bombacha, y hacé pis ahí, paradita! ¡Vamos, que el abuelo te está esperando! ¡Vos no lo conocés mucho, pero no le gusta que lo hagamos esperar! ¡Ya está muy cascarrabias!

¡No primo, mejor, espero y voy, al baño de adentro!, le dije, asustada de mi respuesta.

¡Nada de eso nenita! ¡Vamos, sacate la ropita, y meá! ¡Quiero ver cómo mea mi primita! ¡Ahora que ya no usa pañales! ¡Y no toma la mamadera a escondidas!, me decía, agarrándome tan fuerte de la oreja que algunas lágrimas empezaban a socorrerme en silencio. De modo que, todo lo rápido que pude, me quité la calza y la bombacha, me despojé de mis sandalias, me escondí todo lo que pude de sus ojos malignos, abrí las piernas y me dispuse a hacer pipí, medio apoyada en uno de los árboles.

¡Bieeeen bebé! ¡Muy bien! ¡Y, para que sepas, no te vi! ¡Ni siquiera me animé a mirarte el culo! ¡Ahora vestite, y Esperame!, me dijo en medio de un aplauso discontinuo, con sus rulos alborotados por la brisa de la noche que empezaba a caernos encima, como un manto de negrura impenetrable. De pronto, cuando me agaché para calzarme las sandalias, ya vestida, pero toda salpicada de mi propia orina, lo vi oliendo el suelo y el tronco del árbol, exactamente en el mismo sitio en que yo había hecho pis. Al ratito salió de la oscuridad y me tomó de la mano para volver a besármela, mientras me decía: ¡Vamos adentro primita! ¡Ya sé que te desarrollaste, y que sos una hembrita prometedora! ¡Ah, y por ahora, no hagas preguntas! ¡Nunca hables cuando el abuelo no te autorice, y no le contradigas! ¿Estamos?

Caminé a su lado, ahora más asustada que antes. Pero, extrañamente caliente por dentro. ¿Por qué me había hecho semejante cosa? ¿Qué extraña forma era esta de recibir a una invitada? Para colmo, antes de entrar a la casona, el gordo que peinaba al caballo mientras hablaba con Valeria, se acercó a mi primo y le dijo: ¡jefecito, esto se lo olvidó la hermana de esta nena! ¿Usted se lo podrá devolver?

Vi que le dio una pulsera de plata, y que Danilo le sonrió, diciéndole: ¡No te hagas problemas José, que yo se la devuelvo, en cuanto la vea! ¡Espero que vos le hayas dado una buena arrimadita! ¿Viste el pedazo de tetas que traía la ternerita esa?

¡Sí jefecito, le di! ¡Bueno, en realidad, ella me tomó la lechona! ¡No sabe cómo ordeña la tripa esa mocosa!, le dijo el hombre mientras encendía un cigarrillo negro, y se alejaba cojeando, al mismo tiempo que Danilo me hacía entrar en la tenue oscuridad de la casona. ¿Pero, cómo era eso? ¿Valeria le había tomado la leche a ese viejo? ¡Y pensar que se hace la muy santita, criticando a cada mujer que muestre el mínimo interés por una pija, ante sus amigas, nuestras tías, o cuando está con su madrina! Aunque, a mí no me engañaba. Yo sabía que, en sus años de secundaria, varias veces le hizo un pete al preceptor para que no la sancione por fumar en el baño, o por besuquearse con el flaco que atendía el bufet. ¡Aún así, no me la imaginaba tan putona!

Un fuerte tirón, como una ráfaga de odio me arrancó de mis propios pensamientos. Casi me chocaba con una mesita de patas muy finas, situada justo en la entrada de la casona, a pocos centímetros de la puerta. Estaba apestada de pequeños adornos polvorientos, pero más viejos que nuestro apellido.

¡Me debés una primita! ¡Si hubieses roto algo de eso, el tata te deja la colita ardiendo por una semana! ¡Y, creo que me quedo corto con lo que podría hacerte! ¡Dale, metele, que seguro anda ansioso de volver a verte!, me dijo Danilo sacudiéndome de un brazo. En ese preciso acto, sentí que su cuerpo se pegaba fuertemente a mi cola, y, si no me fallaba la imaginación, podría jurar que noté algo duro contra mis nalgas.

El pasillo era bastante largo, como una galería en ruinas que olía a humedad. Estaba poco iluminado. De las frías paredes colgaban decenas de cuadros de potros, yeguas, ñandúes y algunas paisanas con las polleras levantadas. La decoración iba de un marrón claro al más oscuro, y el piso de madera crujía bajo nuestros pies. Había un montón de puertas. Una más despintada que otra. Pero la única entreabierta era la de la cocina.

¡Espero que sepas cocinar algo Yami! ¡Sería una delicia probar algo hecho por esas manitos, primita! ¡Acá no solemos cocinar con mucha variedad! ¡El tata se aburre de comer siempre lo mismo! ¡Así que, tu visita nos viene como anillo al dedo! ¡Mirá, ahí está el tata!, me decía Danilo, palmeándome la cola junto a sus últimas palabras, mientras ambos cruzábamos el umbral de la cocina. Ahí, la luz de un farol, y la que proyectaban algunas velas sobre la mesa me despabilaron un poco. Tenía los cachetes colorados por el viento frío, y los ojos hinchados. Pero nada me palpitaba tanto como la ansiedad en el cuello.

¡Buenas tata! ¡Perdón por hacerlo esperar! ¡Mire, acá llegó nuestra bonita invitada! ¡Ah, y la tía se disculpa por no venir a saludarlo! ¡Se sentía medio descompuesta! ¡Pero dice que, la próxima, con gusto pasa a traerle algunas cosas ricas! ¡Y, por otro lado, la otra borreguita, ya hizo lo suyo!, le recitó Danilo de un tirón, como si estuviese midiendo las palabras. Entonces, lo vi. Casi no lo recordaba. Mi abuelo estaba sentado en un sillón de mimbre, que en algún tiempo debió ser una mecedora. Tenía la mirada apagada, y unas arrugas fantasmales. Pero cuando me vio, pareció recobrar una vitalidad que lo hizo suspirar. Se levantó abriéndome los brazos, sonriendo con cierta bondad, y caminó hacia mí, que seguía parada como una estatua. Sin pedirme permiso me abrazó, y su nariz fue a parar a mi cuello, al igual que sus manos huesudas a mi cola. Me la apretó, mientras su olfato se llenaba de las hormonas de mi piel, y sus labios emitían pequeños jadeos. Su garganta intentaba articular el sonido de una sonrisa amigable. Tenía una camiseta manga larga, un jogging remendado, y unas alpargatas. En escasos segundos, mientras Danilo revolvía la leña que empezaba a arder en la hoguera, el viejo me había manoseado entera, apretándome contra su cuerpo enclenque, susurrándome frases que poco a poco subían su intensidad: ¡Bienvenida potrillita! ¡Cómo creciste! ¡Qué lo parió! ¡Ya tenés las curvas bien definidas! ¡Hay un viejo dicho que dice, que, cuando las hembritas se desarrollan tan bien, es porque se las están empotrando! ¿Es así Yamila? ¿A vos te lo hicieron? ¿Eeee? ¿Te metieron la nutria en la conejita? ¿O todavía usás la conchita para mear, y nada más? ¡Contestame nena! ¡Te estoy hablando!

Ahora me sujetaba los brazos con fuerza, haciéndome doler un poco las muñecas, y su carácter mutaba del agrado al enojo. Aunque en sus ojos verdes, los mismos que tenía mi padre, y los que yo también había heredado, ardía un incendio muy distinto al de los troncos en la chimenea. ¿O yo me lo imaginaba, presa de mis ganas de tocarme? Es que sentía la humedad de mi vagina gritando en mi interior, seguro que tan flujosa que podía jurar que se me habían empapado hasta los muslos.

¡No, no abuelo! ¡Yo soy virgen! ¡Se lo juro! ¡Y, no hablé porque, el primo me dijo que no podía hacerlo, si usted no me autorizaba!, le dije con algo de susto y excitación. Especialmente cuando el viejo me pellizcó una teta por encima de la remera. Danilo estaba parado, viendo la escena con admiración, detrás de nosotros, apoyado contra la mesa. Sé que se palpaba el bulto por encima de la ropa, y que no le importaba en absoluto.

¡Por lo visto, tu primo te dijo la regla más importante! ¡Pero hay más, mocosa! ¡Otra de ellas, es que no tolero que me mientan! ¡Así que, cada cosa que me dicen, tengo que comprobar si es verdad! ¡Y, como desde hoy estás a mi cuidado, tengo que saber que mi linda corderita no es una mentirosa, como lo solía ser tu padre! ¡Aunque, ese no me dio tanto trabajo como tu tía Elena!, me decía casi sin mirarme, pero sonriéndole con malicia a mi primo, que se agitaba en sus propios pies. Y entonces, sin un anuncio previo el abuelo metió una de sus manos adentro de mi calza, y con una agilidad envidiable hizo a un lado mi bombacha. Me acarició con delicadeza el abdomen, el ombligo y la vulva. Y, como tenía los dedos agrietados por el “Arduo trabajo del campo”, no pude hacer otra cosa que soltar unos suspiros, y decir un tímido “Noooo” de la calentura que me cargaba. De hecho, le apreté un brazo al abuelo para calmarme. ¡No quería que me encaje un dedo en la concha, porque explotaría de placer! ¡No quería confundirme más de lo que estaba! Y de repente, me dio una nalgada tremenda con su mano izquierda, y mientras me agarraba la oreja con sus labios me decía: ¿Te autoricé a hablarme mocosa? ¡Acá nada de no! ¡Estás en mi casa, y se hace lo que yo diga!

Me quedé muda, paralizada y extasiada al mismo tiempo por esos dedos intrusos y su insistencia por querer domar mis actos. Sentí que uno de sus dedos se proponía perforar mi pequeño orificio. Hasta que de una forma violenta sacó su mano de entre mis piernas, y empezó a chuparse los dedos arrugados, mientras le decía a Danilo: ¿La llevaste a los arbolitos? ¿Se desnudó, y meó el pastito, como te pedí que le ordenes?

¡Sí tata, lo hizo! ¡Y, casi que no se retobó!, le aseguró mi primo.

¡Bueno, porque, te digo que la chiquita, nos dijo una media mentira! ¡No tiene pinta de haber sido penetrada por una verga! ¡La tiene cerradita! ¡Pero, me parece que conoce los deditos, y le gustan! ¡No sabés cómo se le quería abrir la florcita cuando quise meterle un dedo! ¡Así que, como nos mintió un poquito, habrá que darle un pequeño castigo! ¡Llevala al establo! ¡Manguereala un poco con agua fría para que se le baje la calentura! ¡Aparte, tiene un olor a pichí que mata! ¡Después, mostrale su pieza! ¡Y apurate, que tiene que cocinarnos, y yo me muero de hambre!, le soltó el abuelo, con una sonrisa más terrorífica que divertida. El obediente de mi primo me agarró de un brazo para llevarme a su voluntad al comedor amplio que le seguía a la cocina, y desde allí dimos con el patio. Yo no sentía los pies. Pero, no podía ignorar el fuego que me quemaba por dentro. Había un largo camino hecho de piedra y arena que conducía al hogar de los caballos. Danilo me empujaba si llegaba a frenarme. Tenía un poco de miedo. Aquí no hacía tanto calor como en la ciudad, como me habían dejado bien en claro, y creía no merecer el castigo que acordaron. Pero sabía que lo empeoraría todo si hablaba, o me hacía la rebelde. Después de todo, no estaba segura de cuánto duraría mi estadía en el campo. Entretanto, se me cruzó por la mente la idea siniestra de mi abuelo haciéndole lo mismo a mi madre. Por lo que la abuela me había contado, mi vieja era hija de la cocinera de la estancia, y mi padre se había enamorado de ella. Pero entonces: ¿él también recibiría castigos similares del abuelo? ¿Por eso se comportaba con tanta dureza acerca de mi sexualidad?

Otra vez Danilo interrumpió mis suposiciones. De golpe me tiró al interior de una de las casillas de madera que había junto a un gran corral, repleto de gallinas. Se ve que ese lugar solo se usaba para bañar o lavar a los caballos, ya que había esponjas gigantes, jabones, shampoo y unas máquinas a vapor. Yo caí como una bolsa de papas al mugriento suelo, y empecé a suplicar: ¡Ay, primo, por favor! ¡No me hagas nada! ¡Juro que no mentí! ¡Nunca hice nada! ¡Jamás me metieron nada en la concha! ¡No me mojes, que hace frío! ¡Me voy a resfriar!

Mis palabras se atropellaban como inservibles. Pero yo estaba cada vez más mojada y calentita. Notaba mis muslos cada vez más pegajosos. Creo que, si no hubiese estado Danilo, me habría pajeado como cuando lo hacía en mi cuarto. Aunque, seguro que no me molestaría que me vea en bolas.

¡No, no! ¡Nada de eso corderita! ¡Si el tata dice que hay que enfriarte, que no se diga más! ¡Aparte, ojo con esa boca! ¡Al tata no le gustan las nenas boca sucia! ¡Dale, sacate la ropa, y abrite de piernas, que no podemos hacerlo esperar! ¡Y nada de peros! ¡O la cosa se te va a poner peor!, me dijo Danilo mientras comprobaba que la manguera gruesa y larga que manoteó de un gancho de la pared estuviese bien conectada a la canilla. Poco a poco, ya resignada, comencé a quitarme la remera y la calza con la bombacha, mientras lo oía silbar, moverse y pisar el suelo con firmeza, mientras murmuraba: ¡Uy, uy! ¡La hembrita andaba sin corpiño, y con los pezones duritos! ¡Qué tetas! ¡Dale primita, sentate bien y abrite, que hay que lavarte esa conchita sucia! ¡Por lo que veo, ya pide pija! ¡Si fuera por mí, te la entierro toda! ¡Pero el abuelo, después me la corta!

Lo vi morderse los labios, acariciarse el paquete con una mano, acomodarse los rulos, y agarrar la manguera con la otra mano, como si fuese un arma especialmente letal. Supe que no tenía más alternativa. Así que, temblando, apoyé el culo en el suelo helado, y me abrí todo lo que pude, esperando el chorro de agua con ansias. Cuando este llegó, se me escapó un gritito que debió excitar aún más a mi primo, porque se bajó el pantalón. No lo vi en principio, pero oí la caída de su cinto lleno de tachas al suelo. El agua erosionaba a los labios de mi concha con furia, y yo me estremecía. En un intento de cubrirme las tetas, aunque eso fuese lo menos expuesto de mi cuerpo, no lo soporté, y empecé a pellizcarme los pezones. Me los estiraba y masajeaba, mordiéndome los labios, sabiendo que me babeaba como una borrachita, mientras Danilo se pajeaba frente a mí, con su pija totalmente al aire.

¿Qué hacés cochina? ¡Vos no tenés permitido tocarte la argolla! ¿Me entendés?, me gritó en el momento en que yo guiaba una de mis manos para pajearme, desesperada. Entonces, todo se me precipitó. Él se me acercó, y mientras pegaba su cara pálida a la mía, apuntaba el chorro de agua fría a mi clítoris, y se pajeaba con más violencia que antes, haciendo resonar su trozo de carne en el hueco de su mano repleta de sus jugos. A esa altura ya no podía detener mis gemidos, ni él podía evitar decirme que era una putita, bien cerquita del oído. Supuse que el abuelo no debía saberlo. Y sin más, cuando sentí la estampida de sus líquidos viscosos en mi estómago, dejé de morderme los labios para gemir libremente. Él me dio una cachetada para que me calme. Dejó la manguera tirada, aunque cerró la canilla, me levantó de un brazo y me dijo: ¡Limpiate la leche con la bombacha nena! ¡Después te la ponés, junto con el resto de la ropa, y vamos, que el abuelo debe tener hambre! ¡Ya tenés la conchita limpia! ¿Conforme?

Entonces me palmeó la vagina, y me dio la espalda para arreglarse el vaquero, mientras yo me limpiaba obediente. Cuando no me veía, me atreví a lamer mi bombacha y mis dedos impregnados de ese semen ácido, espeso y blanco como la pureza. ¡Quería que esa pija me lo descargue en la boca! ¡Quería que me empotre toda la conchita! ¡Necesitaba que ese hombre sea mío! Y entonces, me vio oler y lamer mi bombacha, y limpiarme la última gotita de semen que me caía de uno de los dedos. Ahí me agarró del pelo, y me mordió un cachete para después pasarle su lengua áspera, como un lametazo felino con una lengua de tigre sediento. Después me miró fijamente, y me dijo: ¡Uuuf, lo rico que la debés ordeñar con esos labios carnosos! ¿Sabías que al abuelo le gustan las hembritas enanas, como vos? ¡Dale, levantate que vamos a tu pieza! ¡Sí, así como estás! ¡Ahí tenés preparado lo que vas a usar!

Me levanté como pude, y le expliqué que había traído mi propia ropa. Él ni me contestó, pero se rió con cinismo. Me tironeó de un brazo, aún cuando no había terminado de subirme bien la calza, y me arrastró prácticamente por otro pasillo, hasta la susodicha pieza. Era pequeña, con las paredes descascaradas, el piso irregular y el techo con un declive. Adentro no había más que una cama de plaza y media, una mesita de luz, un placar diminuto, y un espejo resquebrajado, empotrado en la pared del sur. Arriba de la cama había un vestidito floreado, bien cuidado, pero evidentemente viejo. Él me lo señaló, mientras revolvía un cajón y sacaba una bombacha azul, la que se me hizo comida por las polillas por los agujeritos que tenía en la parte de la cola.

¡Ponete esto, y te espero en la cocina! ¡Ah, y en los pies, por ahora esas pantuflas que ves debajo de la mesa de luz! ¿Está claro? ¡Y no tardes!, me dijo sin mirarme, y cerró la puerta luego de llevarse mi bolso más pequeño. El que llevaba la ropa interior. No habían pasado más de dos minutos, hasta que oí la voz del abuelo decir en un ronco ladrido: ¿Tanto se va a tardar esa burrita? ¿Sabrá vestirse la muy inútil? ¡Andá, y apurala che, que me suenan las tripas!

Al rato ya estaba de pie frente a la mesada gigante de la cocina, preparando una ensalada de tomate y lechuga. Al final el abuelo había hecho unos muslitos de pollo al horno, y todo lo que tuve que hacer fue servir unos vasos, condimentar la ensalada y poner la mesa. Pero, mientras mezclaba aceite, sal y vinagre, el abuelo se me acercó, apoyó sus manos en mis hombros y me pidió que no me mueva.

¡Vení hijo! ¡Levantale el vestidito, y amasale un poquito la cola a esta chiquita! ¡Hay que empezar a moldearla un poquito!, le dijo a mi primo, que acababa de apagar un cigarrillo. Éste no se hizo el distraído. De inmediato caminó hasta mi espalda, me acarició el pelo, me olió el cuello y empezó a manosearme el culo por adentro del vestido. Y, justo cuando notaba que su cuerpo comenzaba a querer pegarse contra mis nalgas, el abuelo dijo que ya era suficiente, y nos ordenó sentarnos a la mesa. Claro que yo debía servirles, acomodar platos y cubiertos, y asegurarme que el abuelo no tenga el vaso vacío de vino. ¡Se tomó una botella y media! Pero, por lo demás, la noche pasó sin mayores inconvenientes. Siempre que no se contara a las preguntas atrevidas de mi abuelo. Él quería saber si alguna vez había tocado un pito, si había visto fotos de penes, o de tetas, y si me ponía colorada cuando un chico me miraba, o me rozaba el culo sin querer, o si escuchaba hablar de sexo. Yo debía decirle que no, sin salirme de mi papel de virgen. Al menos, desde que noté que al abuelo le seducía.

Durante la madrugada, supe que Danilo entró un par de veces a mi pieza. Seguro que para verificar que no estuviese masturbándome. La segunda vez que lo vi arrimado a mi cama, lo descubrí oliendo mis pies, gracias a su sonora respiración, y oí el inconfundible sonido de la fricción de la pija contra una mano hueca, húmeda y urgente. ¡Pero, yo tenía que permanecer como una muertita, con la concha caliente y la garganta seca! ¿Además, qué sentido tendría acusarlo con mi abuelo?

En la mañana, Danilo fue a despertarme. Pero, no fue lo que se dice, “el despertar de una princesa”. Me destapó, y descubriéndome con el culo para arriba, se aprovechó de tamaño descuido por mi parte, y me dio tres chirlos, al tiempo que me decía: ¿No escuchás que te estamos llamando? ¡Dale guacha, que el tata quiere desayunar!

Ni le respondí. Me puse el vestido floreado, me encajé las pantuflas y, quise encaminarme al baño para lavarme la cara. Pero Danilo me lo prohibió terminantemente.

¡Nada de lavarse la cara, ni de hacer pis! ¡Primero, a atender al abuelo, como corresponde! ¡Primero estamos nosotros, y después vos, puerca! ¡Igual que los animalitos! ¿Me entendés?, me dijo, agarrándome de los hombros, para apretarme contra una de las paredes y frotarme su dura erección en el culo. ¿Por qué me hacía eso? ¿Por qué mierda no me rompía la bombacha y me culeaba ahí mismo? ¡Yo no se lo iba a impedir!

Al ratito, el abuelo me sermoneaba para que le cebe unos mates, y me decía que más me valía estar contenta, ya que hoy no iba a pedirme que le amase pan. Su voz no mostraba enojo, ni maldad. Es más, en un momento, cuando me pidió que me acerque para darme los buenos días, albergué la esperanza de tener un abuelo cariñoso, amable y tierno. Pero él me abrió la boca, acercó su nariz a mis labios y me olió, insistiéndome para que le tire mi aliento en la cara. Después me dio un pellizco en la cola, recriminándome: ¡Dale potrilla! ¿No escuchás que se hierve el agua? ¡Corré, y apagá la pava! ¡Es la única que tengo! ¡Se ve que en tu casa ni siquiera ponés la mesa! ¿Te lavás los calzones por lo menos?

Corrí para apagar el fuego, y entonces, sin contestarle, fui poniendo las cosas del mate sobre la mesa. Y de pronto, Danilo volvió a la cocina con un cilindro enorme, repleto de leche.

¡Tata, don Mario ya ordeñó a las vacas, y le manda esto! ¡Creo que, tenemos para venderle a todo el poblado!, le dijo mi primo con una sonrisa de oreja a oreja.

¡Bueno, dele hombre, ahora venga a matear un rato! ¡La nena nos va a cebar! ¡Es más, quiero que se siente en la mesa, frente a mí! ¿Le preparaste el desayuno?, me dijo el abuelo, mientras Danilo se sentaba en una silla destartalada, a la derecha del abuelo. Pero, inmediatamente se levantó para buscar algo en la heladera que había en el comedor.

¡Vamos pibita, sentate acá, arriba de la mesa! ¡Vos, hoy no vas a usar sillas! ¡Vamos, y poné esas patas sobre mis rodillas! ¡Ahora tu primito, que te quiere tanto, te va a traer el desayuno! ¡Y después, nos cebás los matecitos! ¡Para que no digas que somos malos con vos!, dijo el tata, y soltó una carcajada repleta de catarro y misterio. Me subí temblando a la madera de la mesa, y coloqué mis pies sobre las piernas del abuelo, como me lo ordenó. Al principio, parecía que el mundo se había quedado estático, suspendido en el único sonido que provenía de una bomba de agua. Pero, enseguida el viejo empezó a acariciarme las piernas, a subirme el vestido cada vez más, hasta dejarlo sobre mis rodillas, y a canturrear una melodía indefinida. Sus dedos tibios temblaban un poco, y sus piernas daban pequeños saltitos. Y, de pronto, Danilo apareció con algo en la mano. Escuché que lo agitaba. No podía ver de qué se trataba, porque el abuelo me pedía que abra y cierre la boca, que saque la lengua, que toque mis labios con ella, y que me meta los dedos en la boca.

¡Así me gustan las nenas a mí! ¡Chanchas, con una lengua chiquita, con saliva en los deditos, y con estas piernas bien torneadas! ¡A ver, abrilas un poquito más, que quiero mirarte la bombacha! ¡Y vos, acercate, y alimentala! ¡Así yegüita, abrí bien las piernas!, me decía el abuelo, mientras sentía una de las manos de Danilo sobre mi pelo recogido en una cola, y el rezongo de las patas de la silla del abuelo contra el piso, ya que se acercó más a mis temblorosas piernas. Y entonces, en el momento en que apoyó su arrugado rostro sobre una de mis piernas, Danilo me acercó a los labios la tetina de una mamadera azul.

¡No, no, no nena! ¡Primero, pasale la lengüita, y escupila! ¡Vamos! ¡Eeeeso, asíiiii, mire tata, mire cómo lame la mamadera! ¡Así, solo tenés que lamerla un ratito, como hace el ternero cachorro con la teta de su madre!, decía Danilo, mientras yo lamía el contorno de la tetina, escupía con lo que tenía de saliva, y suspiraba por los besos que el tata me marcaba en las piernas. Solo se detenía para ver cómo cumplía las órdenes de mi primo. Hasta que éste me tironeó del pelo para llevar mi cabeza hacia atrás, y empezó a darme la mamadera a lo bruto, mientras el abuelo me pellizcaba las piernas, y alejaba su silla para besuquearme los pies. Me mordisqueaba los dedos y los juntaba en su boca, aprovechando que los tengo pequeños, dentro de todo. Se acariciaba la cara con ellos, y volvía a olerlos, mientras yo me atragantaba con la textura caliente de una leche que casi no llegaba a saborear. Danilo no me daba respiros. Para colmo, mientras mi garganta se convertía en un canal, y me costaba respirar por la nariz, él me sobaba las gomas, y el abuelo, que seguía olisqueando mis pies, decía: ¡Así bebé, tomate la lechita! ¡Vamos, tragá nena, tragala toda, toda! ¡Y vos, amasale las ubres, manoseala toda, y cuando termine de tomarse todo, podés chupárselas, si querés!

Nunca me había sentido tan alzada, ni con tantas ganas de coger. No sabía cuánto tiempo más soportaría el agrio tormento de esa leche caliente, llena de espesas láminas de nata, ya que seguro era leche de la zona. El abuelo empezaba a acercarse a mi entrepierna con sus besos y lametazos, y Danilo me pellizcaba un pezón, como si sus dedos fuesen pinzas. Pero, de repente la mamadera quedó tan liviana como la tela del viejo vestido sobre mis hombros. Danilo me la sacó de la boca y la tiró al suelo.

¡Vamos, rompele ese vestido, y mamale las tetitas, así le crecen más! ¡Yo, voy a comprobar cómo tiene los calzones!, dijo el abuelo. Todo fue al mismo tiempo. Mientras Danilo convertía a ese vestido en un retazo de tela inservible, el abuelo me tironeaba la bombacha hacia las rodillas, y la palpaba con sus dedos. Danilo se prendió a mi teta derecha, y el solo contacto de su lengua con mi pezón me hizo gemir. El abuelo me pellizcó la pierna pidiéndome silencio. Pero yo gemí más fuerte. Oí que el tata olía mi bombacha, y que Danilo me decía algo. Las palabras no tenían sonidos reales para mis oídos en esos instantes. Mi primo iba de una teta a la otra, mordiendo mis pezones, apretándolas con sus manos, babeándolas con su saliva y dejándomelas cada vez más moreteadas. Hasta que el abuelo, en medio de unos jadeos irreconocibles, dijo: ¡Basta hijo, se acabó! ¡Yo, al menos, ya me acabé encima! ¡El olor de esta guacha es demasiado! ¡Si vos querés, acabale en la cara, o en las tetas! ¡Pero ahora, se me antojan unos mates! ¡Ah, y llevala a vestirse! ¡Y, que no se bañe! ¿Estamos?

En ese perpetuo segundo, me di cuenta que el viejo me había sacado la bombacha, y que estaba totalmente desnuda, sentada sobre la mesa. Danilo se separó de mis tetas, contrariado y con los ojos enrojecidos, y me obligó a bajarme de la mesa con un zamarreo.

¡Ya escuchaste pendeja! ¡Andá a tu pieza, y vestite! ¡Y, si querés hacer pis, o caca, más te vale que no te pongas bombacha!, me dijo, haciendo lo imposible por no mirarme desnuda. El tata se le reía, mientras se levantaba de a poco de su silla. Seguro iría a cambiarse, el muy pajero, pensaba mientras cerraba la puerta de mi pieza. Ahora podía sentir en mi boca la terquedad de esa leche amarga, y en la vagina unas terribles ganas de ser apareada. ¡Sí, no entendía por qué! ¡Pero, mi cuerpo pedía a gritos una jauría de hombres sobre sí! ¡Un arsenal de penes entrando y saliendo de mí, humedeciéndome, penetrándome, escupiendo semen por cada centímetro de mi piel!

Esa mañana, una vez que me puse otro vestidito floreado, más viejo y croto que el anterior, y unas alpargatas, volví a la cocina para cebarle mates a mi abuelo, a mi primo, y a la curandera del pueblo. No la había escuchado llegar. Después limpié la mesa, restregué unas ollas, lavé y sequé platos y cubiertos, barrí el piso, traje más leña para el hogar, corté unas verduras para una sopa, y me aseguré de enfriar una botella de vino para el tata. Danilo solía tomar cerveza, o agua. La curandera y mi abuelo hablaban de caballos, de tierras, de gente que ni conozco, de la criada de don Gómez, y de la camioneta que se había comprado el hijo del comisario. Ella fumaba unos cigarros negros que me hacían toser. Pensé que ni me prestaba atención. Hasta que me pidió un vaso de agua.

¡Che José, a esta bebecita nunca la había visto! ¿Es tu criada? ¡Tiene una boquita hermosa, y lindos pechitos! ¿Seguro que ya no usa pañales? ¡Tiene una carita de nena que mata!, le decía a mi abuelo mientras me recibía el vaso. Pero no supe lo que mi abuelo le respondió, porque de pronto irrumpió mi primo en medio del humo de la cocina. Me agarró de un brazo, y sin hablarme condujo mis pasos hacia el baño. Era un recinto amplio, poco iluminado, limpio para tratarse del baño de dos hombres solos, sin espejos ni lujos. no sabía qué intenciones tenía. Pero, ni bien se bajó el pantalón, me señaló el inodoro, diciéndome: ¡Dele primita, súbase ahí, que me tiene que sacar la calentura que me dejó esta mañana! ¡Y no me mire como perrito mojado! ¡Vamos, arrodíllese ahí arriba, carajo!

Ni se molestó en cerrar la puerta. Como yo estaba paralizada, él mismo se encargó de arrodillarme encima de la tapa del inodoro. Me acercó la pija a la cara y me precisó: ¡Escupila guacha, toda babeadita dejame la verga!

La tenía dura, con un olor fuerte y salvaje, con las venas gruesas y con dos huevos gordos y peludos escoltando tamaña virilidad. Pero, una vez más, tuvo que recordarme su petición, y lo hizo a golpes de pija contra mi cara. Así que, una vez que mi saliva estallaba como gotas de nieve en su pene, y que lo tuvo empapado como quería, me subió el vestido y lo acomodó entre mis tetas. Ahí su voz se convirtió en un concierto atronador de palabras obscenas. Al punto tal que el abuelo tuvo que pegarle un grito.

¡Así primita, me encanta cogerte las tetas! ¡A vos, y a todas las “culito cagado” que andan por el campo! ¡Asíiii, apretame bien la verga con esos melones bebé, que te los voy a regar todos los días, para que se te pongan más duros! ¡Dale guacha, sacame la leche con esas gomas! ¿Sabés? ¡La hija de la curandera es una gorda vaquillona, re fea, peluda y media tartamuda! ¡Pero tiene 14, como usted, y se come toda la pija por el culo! ¡No sabe cómo se pone cuando le manoseo las tetas!, me confesaba, mientras su carne era un carbón encendido, cada vez más intenso y magnífico entre mis ya machucadas y sudorosas tetas. Me pedía que no deje de escupirle la pija para lubricársela bien, y que no diga ni una palabra. Hasta que el abuelo le gritó algo como: ¡Apúrese con la nena hombre!, y al parecer, el contacto casual de mi lengua afuera de mi boca con su glande, lo obligó a descargar una catarata de semen hirviendo que me incineró las tetas. Se separó tan rápido de mí, que por un momento me imaginé cayéndome del inodoro, sin equilibrio y toda enlechada. Pero, antes de irse me arregló el vestido y me dijo: ¡Nada de lavarse las tetitas! ¿Me escuchó? ¡Y vaya con el tata, que por ahí la precisa para algo!

Luego de ese episodio, llegó el almuerzo, que consistió en la sopa de verduras, y en unos trozos de carne asada. La curandera no se quedó a comer, pero sí el aroma de sus cigarros negros. El abuelo ya tenía los labios violetas por el vino. Era obvio que tarde o temprano repararía en el pegote que lucía el escote de mi vestido.

¡Bueno hijita, se ve que el primo anduvo regándole los meloncitos! ¡Hizo bien en no cambiarse la ropa! ¡Está muy caro el jabón para andar desperdiciando en pavadas! ¿Le gustaría dormir la siesta con el abuelito?, recitó de un tirón, mientras Danilo hacía todo el ruido posible para tomar la sopa. Le dije que sí, sabiendo que no tenía opciones. Vi que mi primo ponía cara de contrariedad. Pero, al rato se levantó de la mesa, agarró una escopeta que había colgada en la pared, le preguntó algo de unos pájaros al abuelo, y desapareció tras la puerta del patio.

¡Vamos mi ‘hija, acuéstese nomás, que no la voy a morder!, me dijo el tata cuando ya estábamos en su habitación. Las paredes estaban empapeladas. Las cortinas tenían tanto polvo como la alfombra que había a la derecha de su cama de dos plazas, y se ve que nadie limpiaba las repisas apestadas de libros que había en lo alto. Él ya se había echado boca arriba, vestido y con cierta dificultad al respirar. Tal vez, por todo el vino que bebió mientras comía.

¡No seas tímida Yamila! ¡Sacate el vestido, y acostate al lado de este viejo! ¡Yo soy tu abuelo, y tengo derecho a compartir una siesta con mi nieta! ¿No te parece?, me dijo, sabiéndome incierta, incapaz de hacer algo que él pudiera desaprobar. Así que, me saqué el vestido y me acosté lo más rápido que pude, para cubrir mi desnudez con la sábana de arriba, al menos.

¡No, no, no! ¡Nada de taparse! ¡Por acá, hace mucho calor por las tardes! ¡No sé si te habrás dado cuenta chinita!, me decía, mientras me agarraba una mano para posarla indiscretamente sobre su pene, casi inexistente. O, al menos eso me pareció al principio, porque, poco a poco empezaba a latir bajo mi mano presionada por la suya.

¿Viste cómo de a poquito se me va poniendo duro el pingo? ¡Eso, lo lográs vos, mi gordita hermosa!, me dijo, sobándome una pierna. Acto seguido me pellizcó la cola, hundiendo su huesuda mano bajo mi cuerpo, ya que yo también estaba boca arriba. Y entonces, cuando yo pensaba en la forma de ocultar mi desnudez apenas él se duerma, su voz me ronroneó al oído, con su aliento etílico y un respirar discontinuo: ¡Vamos nena, levantate un poquito, y sentate arriba de mi verga! ¡Y, más te vale que me hagas caso!

Sus palabras, lejos de darme asco, repulsión o incomodidad, me alentaron a despegarme de la cama para al fin sentarme con todo el cuidado que pude sobre su miembro. De inmediato lo noté tieso bajo mis nalgas desnudas. Él suspiró y balbuceó algo que no pude entender. Sentí sus manos sobre mi espalda, ya que mis pies casi tocaban los suyos, porque no quiso que toque el suelo con ellos, y luego lo escuché pedirme: ¡Movete para los costados, para arriba y para abajo chiquita! ¡Y no tengas miedo, que no sos la primera nena desnuda que se me sienta en la chota, o que se acuesta en mi cama! ¡Dale, movete, más rapidito, y no pares, hasta que yo te diga! ¡O lo llamo al primo para que te enseñe a manguerazos! ¿Querés eso?

Yo lo hacía lo mejor que me surgía de las entrañas. Al fin y al cabo, la erección de esa verga contra mi culo me estaba calentando. Podía notarlo por la humedad de mi vulva, y por la urgencia de mis dedos por consolar a mi clítoris. Pero, apenas tuve intenciones de hacerlo, el abuelo me gritó: ¡AA., y las manitos, acá atrás de la espalda, donde yo las vea! ¡Nada de tocarse la concha! ¡Vamos hijita, siga saltando en el pito del tata, que lo necesita tanto! ¡Así borreguita, franeleame toda la chota con ese culito de pendeja atorranta que tenés!

Todo hasta que, una especie de ataque de tos pareció arrancarlo del trance que le invadía la sangre, y amenazó con ponerlo de malhumor. Pero, apenas se recuperó, me pidió que me siente en su pecho, con las rodillas apuntando a su cara, y mis pies sobre sus hombros. Cuando lo hice, empezó a olfatearme agudamente, con verdaderas ganas, mientras con uno de sus dedos acariciaba mi vagina de arriba hacia abajo.

¿Vio cómo se le moja? ¡Eso es porque anda alzada hijita! ¡Tiene el olor de las perras que quieren cachorritos, que le llenen la pancita de perritos! ¡O, el olor de las gatas cuando quieren que los machos se peleen por ella! ¡Y, además, olor a pis de nena! ¿Vamos, estire su mano, que me tiene que ordeñar la pija! ¡Dele, apúrese, pendejita sucia, insolente, mocosita desobediente! ¡Y ni se le ocurra cerrar las piernas!, me decía de pronto, mientras su dedo seguía subiendo y bajando por mi sexo, y una de mis manos le apretujaba la cabecita de su pija envuelta en un calzoncillo blanco, de tela gastada y elásticos vencidos. No sentí el dolor de mi brazo por la intrincada postura, hasta que el muy cerdo comenzó a eyacularse encima, gracias al trabajo de mis dedos, y a mis olores tan cerquita de su rostro perverso. Ni bien terminó de largar su último chorro de esperma, me pidió que me levante de su pecho. Me dio una nalgada en cuanto me distraje, y me ordenó que le quité el calzoncillo. Yo no podía pisar con serenidad de la calentura que me envolvía la piel. Así que, ni bien terminé de desnudarlo, volví a recostarme a su lado, como me lo indicó, y me obligué a dormir ni bien sus ronquidos comenzaron a vibrar en el techo de la habitación, para no tentarme a chuparle la pija. No era gran cosa cuando estaba en su estado de reposo. Pero, la dureza que se apretaba contra mis nalgas, y la que más adelante mi mano estimuló, me habían dejado más que loquita. ¡Mi abuelo tenía razón! ¡Estaba re alzada, y no sabía cómo disimularlo!

*Prima, vamos, arriba! ¡Despiértese, que el abuelo ya se levantó hace rato!, me decía de pronto Danilo, sacudiéndome un brazo. Temí que me viera totalmente en bolas. Pero, evidentemente el abuelo me había cubierto con la sábana, antes de abandonar el cuarto. Me di cuenta que era de noche apenas vi por la ventana. Había olor a comida, y a la leña de la chimenea. Además, tenía frío. Así que, ni bien Danilo me dejó sola, me calcé el vestido y las pantuflas, y caminé a la cocina. Tal vez el abuelo me necesitaba para algo. Entonces, vi que una morocha gordita revolvía una olla, acomodaba unos platos limpios y secaba unas copas. Ninguna se parecía a la otra. La morocha me saludó con la mirada, y siguió controlando el fuego.

¡Hoy, nos va a cocinar la hija de doña Elena, la mujer que conociste hoy! ¿Te acordás?, me dijo el abuelo. Yo asentí con la cabeza.

¡Vamos negrita, saludá a mi nieta, que, es media dormilona, pero es una buena chica! ¡Y tiene 14 pirulos, como vos!, agregó, justo cuando ella tapaba la olla, y yo miraba el fuego del hogar. La chica se me acercó, me abrazó y me lamió los labios, sin decirme nada. Reconocí entonces a la gordita de la que antes me había hablado mi primo. Tenía razón en casi todo. Era media tartamuda, por lo que intentaba no hablar, y estaba re gordita para tener 14 años. Pero, yo no la encontraba fea en absoluto. A lo mejor, el contacto de su lengua me había confundido un poco. Bueno, o me gustaba demasiado mirarle las tetas por encima de su vestidito azul que le re apretaba. Sí era cierto que olía a humedad, a pis, y a mugre.

¡Ahora, hágase cargo usted de la cena!, me dijo de repente el abuelo, justo cuando Danilo entraba en la cocina, limpiando unos cuchillos.

¡Tu mamá me trajo unas pastillitas, para que se me pare bien parada la tripa! ¡Así que, vení Rosa, que, necesito un poquito de calor de una hembrita como vos!, dijo el abuelo, y Danilo se apresuró a dejar sus cuchillos sobre la mesa para tomar a Rosita de la cintura. Él mismo la sentó encima de las piernas de mi abuelo, le subió el vestido a la altura del abdomen, y me chistó para que me fije puntualmente en lo que me señalaba.

¡Mire prima, mire lo peluda que tiene la concha esta villera! ¿Por qué no le muestra usted cómo la tiene? ¡Para que aprenda cómo suelen tener la concha las nenas de la ciudad!, me decía Danilo, rozándole la conchita con el mango de uno de sus cuchillos. Era cierto. La tenía re peluda. Parecía un pequeño bosquecito de vellos entre marrones y negros, en el que casi no se percibían sus labios vaginales.

¡Bueno, bueno, basta de tanta pavada, que yo quiero entrarle a esta conejita sucia!, dijo el abuelo, y enseguida se la acomodó frente a él para desenvainar su pija. Por lo que vi, al principio solo le rozaba la entrada de la concha con el glande, y ella daba pequeños saltitos cuando le mordía una teta, o le pegaba en el culo, ahora totalmente al aire. Hasta que la gordita empezó a saltar cada vez más rápido, ágil y ruidosa. Esa era la clara señal de que mi abuelo al fin se la estaba garchando.

¿Tatita, Me la presta un ratito a la Yami?, dijo de pronto Danilo, que todavía me sostenía el vestido a la altura de la cintura. Él mismo se había encargado de que Rosita me mire la concha, y el culo. Estaba tan impresionada mirando la escena, que no me percaté del momento que mi primo me manoteó.

¡Sí hombre, se la presto! ¡Pero no la lastime, ni le haga cositas chanchas!, dijo el abuelo, cagándose de risa, mientras Rosita, que no se atrevía a gemir, seguía saltando sobre las piernas del abuelo. Mi primo, entonces, me puso en cuatro patas sobre una silla destartalada, la que no daba garantías de sostenerme mucho tiempo, y se bajó el pantalón. Esta vez, me fregó toda su pija desnuda y erecta en la cara. Me la hizo oler, me pegó con ella en la boca una vez que me pidió que la abra, y en la lengua cuando me ordenó que la saque, y que le lama los alrededores del glande. Me la enredó en el pelo, se pajeó un ratito contra mi nariz, y me la ensartó un buen rato en la garganta. En un momento me sostuvo del pelo para profundizar sus penetradas, y me apretaba la nariz. También quiso que le escupa los huevos con toda la violencia que pudiese, y que le muerda el escroto.

¡Así yegüita, movete así, que te voy a dejar preñada! ¡Si me llegás a mear la pija con esa conejita peluda que tenés, no me va a quedar otra que hacerte un bebito! ¡Y a tu mami no le va a hacer mucha gracia! ¡Cómo me gustan las conchitas apretadas de las nenas!, le decía el abuelo a Rosita, que seguía infalible a sus movimientos, saltando cada vez más alto, pero sin pronunciar sonidos con su voz.

¡Así primita, mamala toda, mamame bien la pija, que tenés que convertirte en una buena putona! ¡Vas a ver, van a hacer cola para montarte, para darte la lechita, y para preñarte! ¡Todos los campesinos van a querer cogerte la boquita!, me decía Danilo, mientras me pegaba con su pija en la cara, me arrancaba el pelo para que vuelva a abrirle la boca, y regresaba al calor de mi garganta. Hasta que no pudo soportarlo más, y al mismo tiempo en que, al parecer la chica se meaba a upa de mi abuelo, mi primo comenzaba a refregar su pija contra mis tetas, mi vestido y mi cara. Me salpicó toda, desde el pelo hasta la panza. Pero, no me dejó abrir la boca para saborear ni una sola gota. La concha me pedía urgente que hiciera algo. Ya no importaba si me lo permitían o no. Pero, en ese instante, cuando pensaba en tirarme encima de mi primo para pedirle que me coja como a una putita cualquiera, el abuelo le dio un tremendo chirlo en el culo a Rosita, mientras le gritaba: ¡Ahora te vas a tu casa, y le decís a tu mami que don José te acabó adentro! ¡Y que vos, desobedeciste! ¡Contale que te measte, y que te dejaste acabar adentro! ¡Y agradecele por las pastillitas!

Vi que Danilo le abría la puerta, y que Rosita, luego de acomodarse más o menos el vestido, de ponerse las alpargatas y de mirarme con cierta amargura, se perdía en la negra noche.

Era obvio que no podía preguntar, ni proponer, ni cuestionar. Así que, esa noche, después de tomar una taza de caldo y de comer una porción de fideos con manteca, me fui a dormir. Danilo no me acompañó a mi cuarto porque se quedó curando mates, limpiando cuchillos, arreglando una máquina que, al menos yo no sabía para qué diablos servía, y escuchando folklore en una radio vieja a pilas. El abuelo, después de semejante esfuerzo, parecía abatido. Se la pasó hablando con Danilo toda la cena de lo calentita que tenía la concha la Rosita. Esa vez, no bebió vino, porque sabía que no era bueno mezclar alcohol con Viagra.

A la mañana siguiente, la que me despertó fue doña Elena. Yo había escuchado voces, en algún momento de la mañana, y el canto de los pájaros me reveló que ya había amanecido hacía rato. Pero, yo no quería levantarme. Estaba cansada. Esa noche no había podido controlarme, y me masturbé en la soledad de mi cuarto. Me acordé de mi madre y sus recomendaciones. Pero no pude contenerme. Además, no podía usar el baño durante la noche. Salvo alguna emergencia. Esa era otra de las absurdas reglas de mi abuelo.

¡Dale, Yamila, vamos, arriba, que don José está mateando solo en la cocina! ¡Me mandó a despertarla! ¡Aaah, y me pidió que, se ponga el mismo vestido de ayer!, me decía la mujer, olfateando el aire con cierta displicencia. Me destapó, y descubrió al fin mi lamentable accidente, si se lo podía llamar así.

¡Usted sabe que a don José no le gusta que, que las chicas se meen en la cama! ¿No se lo dijo?, me consultó con un aire de misterio y pavor en la mirada.

¡seguro la van a castigar por esto! ¡Sé que, su madre la trajo hace poquito, y que, tal vez no sepa lo cruel que puede ser su abuelo, o ese tal Danilo!, me alertó, quizás asustándome un poco. Pero yo no lograba abstraerme de las ganas que tenía de volver a mamarle la pija a mi primo, o de fregonearle el pito a mi abuelo con mi culo. Sin embargo, al rato tomaba mates con mi abuelo, como si nada. De hecho, parecía alegrarse de verme. No me regañó por levantarme tarde, ya que eran las 11 de la mañana. Doña Elena me untaba tostadas con una jalea de membrillo exquisita, y el abuelo me preguntaba acerca de la escuela, de mis notas, de cómo me llevaba con la insufrible de mi hermana, y si tenía muchos amigos. Doña Elena hacía chistes, se burlaba de un tipo que rengueaba, y cada tanto le criticaba los mates dulces al abuelo. Todo estaba como nunca había estado desde que llegué a la casa. El abuelo me dijo que no debía preocuparme por la comida, porque doña Elena se quedaba a comer, y nos deleitaría con su plato favorito. Entonces, fui consciente del olor a pichí que irradiaba mi entrepierna, y que el vestidito sucio que traía encima no me abrigaba para nada. Adentro hacía un poco de frío, por más que afuera el sol taladraba los techos. En ese preciso momento, apareció mi primo, con su gesto torvo y sus pocas pulgas. Pateó una botella de vino que había en el suelo, y le habló directamente al abuelo.

¡Tata, usted sabe cómo son las cosas! ¡La nena se meó en la cama esta noche! ¡Digamos que, le corresponde!, le dijo, medio entre dientes, porque intentaba prenderse un pucho.

¡Sí hijo, ya lo sé! ¡Llevala, y enseñale entonces! ¡Pero, con calma, con cariño! ¡Ya sabés que no me gusta ver a las nenas lastimadas!, le dijo el abuelo, como sin prestarle interés a las palabras. Yo, por alguna razón no tuve miedo. Pero, al ver los ojos desorbitados de mi primo, empecé a preguntarme a qué carajos se referían. Hasta que el abuelo me rezongó: ¡Vamos hijita, vaya con el primo, y bájese el vestido, que se le ve todo!

De repente caminaba al lado de Danilo por el amplísimo patio. Luego por un camino de césped y piedritas. A mi alrededor había gallineros, un chiquero en el que los cerditos gritaban, una perrera vacía, varias fuentes con agua, árboles y plantas, verduras, y una jaula llena de pajaritos. Pero, mi lugar de destino, era una porción de tierra alejada de la casa, alambrada y sombría en la que pastaban dos vacas.

¡Llegamos primita! ¡Ahora, va a aprender muchas cosas! ¡El tata no es muy compasivo con las nenas que le mean la cama! ¡Tome, acá tiene una botella!, me dijo, luego de asestarme un chirlo en el culo, y de poner en mis manos una botella de dos litros, con una tetina en la punta. A continuación, silbó dos veces, y, entre la espesura de los pastizales, surgió un ternerito.

¡Usted, le va a tener que dar de mamar al ternero! ¡Pero, antes, tome, póngase esto, y sáquese ese vestido sucio!, me dijo, y casi sin dejarme procesar lo que me decía, puso un pañal en mi otra mano. Me quedé helada. Quise mandarlo a la mierda, y salir corriendo a decirle al abuelo.

¡El tata no me retó por hacerme pichí, primo! ¿Por qué me reta usted?, le dije, tratando de no sonar imperativa, o hilarante. Luego, escuché unas voces que se acercaban.

¡Eso es lo que usted cree! ¡El tata la va a castigar más tarde, cuando yo la haya iniciado! ¡Apúrese, sáquese todo, y póngase el pañal, que el cachorrito tiene hambre!, me gritó aplaudiendo las manos. Casi en el mismo momento en que me preparaba para correr, otras manos que no eran las de mi primo me empujaron, y yo me caí al suelo.

¡Usted no se va a ningún lado putona!, me dijo un gordo inmenso, devolviéndome el pañal y la botella, mientras yo me incorporaba del suelo. Entonces, vi a tres tipos más, devorándome con la mirada. Uno de ellos se me acercó, y me rompió el vestido con las manos, me pellizcó una teta, y me pasó su áspera lengua por el cuello.

¡Tiene olor a hembrita con ganas! ¡Seguro tiene la concha re apretadita!, murmuró éste, mientras se reunía con los demás, y mi primo me apuraba para que me ponga el pañal. Lo hice, tan rápido como me fue posible. Me sentí humillada y vulnerable. Pero, al mismo tiempo, mi clítoris parecía empujarme a ese idilio inexplicablemente tormentoso, caliente y salvaje.

¿A ver primita? ¡Pruebe usted primero, la lechita para el cachorro!, me dijo Danilo, sujetando al animal para que no se ponga a jugar con dos perritos que aparecieron de repente. Como yo no fui capaz de reaccionar a semejante pedido, otro de los tipos, un pelado medio rengo con cara de indio, se me acercó, y casi que con desprecio juntó mi boca a la tetina de la botella, mientras me decía: ¡Chupá bebé, probá esa leche… eso es lo que te quiere decir tu primo!

Casi vomito al saborear esa cosa agria, grumosa y tibia. Por suerte, no duró mucho, ya que el ternero empezó a rodearme para que lo alimente. Así que, le hice unas cosquillas en el cuellito, y ni bien descubrió que yo tenía su desayuno, empezó a succionar la tetina con una voracidad tremenda. Yo estaba entretenida. Por primera vez me había olvidado de mi primo, de los tipos, y hasta que tenía un pañal, y estaba así ante todos ellos.

Hasta que el pelado empezó a fregar algo contra mi espalda. Yo estaba hincada en el suelo, haciéndome la buenita con el ternero, y observando que el peso de la botella disminuía en mi mano. No tardé en reconocer que se trataba de su pija, y tuve el impulso de correr nuevamente a contarle todo a mi abuelo. Él debió adivinar mis deseos no tan fuertes, porque me dijo: ¡De acá, no te vas a ningún lado bebota! ¡Mirá cómo me pusiste la verga, chiquitita sucia!

De inmediato, alguien me agarró del pelo y me giró la cara hacia mi izquierda. Mi boca se encontró de bruces con una pija delgada y larga, con un glande hinchado y un olor a sudor que me invadió por completo.

*Dale nena, mamate esta pija, que ya vas a ver cómo te llenamos ese pañalín de guasca! ¡Abrí esa boquita, que después, te vas a tener que comer la de tu abuelo!, me decía la voz gangosa de ese tipo, mientras mi saliva le humedecía la pija, y mi garganta comenzaba a pregonar una arcada tras otra, porque no le costaba nada llegar a su superficie. El ternero seguía tomando leche. El pelado me restregaba la espalda con su pija cada vez más dura. El tal Medina me llenaba la boca con su carne, y mi primo empezaba retorcerme los pezones.

¿Te gusta el pito de don Medina zorrita? ¡A ver? ¿Date la vueltita, que acá tenés otra, un poco más carnosita! ¡Y levantá un poquito el culo, que queremos ver como hacés estallar ese pañal!, me decía Danilo. Yo no tenía que hacer nada. Él me dio vuelta la cabeza apenas Medina me privó del sabor de su verga, para que otro miembro caliente cruce el umbral invisible de mis labios babosos y acalorados. Y Medina me pegó en la espalda con una rama seca para que levante el culo y mueva las caderas, mientras sorbía, peteaba y escupía. El pelado esperaba que don Orlando me saque su pija de la boca para darme la suya. Aunque, él prefería pegarme en la cara, frotarla con todo entre mis tetas, y pedirme que se la escupa con toda la violencia que pueda. La cosa es que, en breve, mi cabeza se convirtió en una calesita, y mi boca mamaba un ratito la pija de Medina, otro la del pelado, y la de Orlando. El gordo inmenso, al que le decían Lucho, se había colocado detrás de mí, con el objetivo de fregar su pija contra mi culo. Ese era el que todo el tiempo me pedía: ¡Vamos bebita, comete toda esa lechita, que te salga la leche por la nariz, y meate toda, que tenés pañalines, como una bebota!

¿Sabe don Lucho? ¡Esta mañana mi prima se meó en la cama! ¡Por eso me la traje pa’ estos lados… pa’ castigarla, como se lo merece!, dijo Danilo, poniendo en mi mano derecha otra botella llena de leche para que siga alimentando al ternero. Yo, ni lo dudé. Apenas sentí la dureza de la verga del gordo, empecé a mearme encima, mientras me atragantaba con la de don Orlando, pajeaba a Medina, y con mi mano libre le daba la mamadera al ternerito.

¿A ver prima? ¡Levántese, que ahora mis amigos le van a dar la cremita por todos lados!, me dijo mi primo, mientras él mismo me levantaba del suelo. El ternero de repente desapareció, y la botella se cayó con un golpe seco, derramando lo que quedaba en su interior, ya que la tetina se había salido. Y, sin que pudiese darme cuenta cómo, me vi rodeada de esos cuatro tipos. Los tres me apretujaban con sus cuerpos y sus pijas al aire, me manoteaban las tetas, me metían sus dedos sucios en la boca para que se los chupe, me mordían la nariz, la boca o el mentón, me chuponeaban el cuello, me retorcían los pezones y me alzaban para fregarme la concha por encima del pañal. Seguro que ni se dieron cuenta que me chorreaba pis por las piernas, ya que el pañal se me desbordaba inexorablemente. Don Orlando, una vez que me escupía toda la mano, me pedía que le pegue en el culo. Ahí reparé en el detalle que, salvo mi primo, los demás estaban desnudos de la cintura para abajo.

¿Le gusta primita? ¿Le gusta cómo la quieren mis amigos? ¡Vamos, manotee carajo! ¡Manoséele las pijas, y apriete, que les encanta!, me dijo mi primo de repente al oído, antes de succionarme el lóbulo de la oreja. Ahí, en ese preciso momento sentí que unas manos me amasaban las tetas con brutalidad, y que su bulto se restregaba con todo contra mi culo. Daba la sensación que no había vuelta atrás. Y así fue. De repente, no sé si esa pija, o la de algún otro empezó a presionar la abertura del pañal para instalarse bajo su calor, apretándose contra mis nalgas. Y, luego, la pija del pelado hacía lo mismo contra mi pubis. De modo que, por un instante, tuve dos pijas frotándose contra mi culo y concha, pero apretaditas con el pañal mojado que ya me ponía histérica.

¡Che, Danilo, me parece que tu primita ya se meó todo el pañalín! ¿Qué hacemos?, dijo el pelado, luego de privarme del contacto de su verga caliente. El que estaba tras de mí también se me separó, y otras manos me agarraron del culo para levantarme al aire, por lo menos un metro y medio. ¡Y eso que yo no era tan liviana que digamos!

¡Sí Danilo, el Pela tiene razón! ¡Tiene las piernitas todas chorreadas, y con olorcito a pis!, me expuso el gordo Lucho.

¡Y el pañal todo calentito! ¡Para mí que se meó cuando la hicimos mamar pito!, acertó don Medina, que ahora me abría las piernas para fregar su rostro barbudo en mi pañal, mientras mi culito pasaba de las manos del pelado a las de don Orlando.

¿Es verdad yegüita? ¿Te measte mientras comías pija? ¿Dale, contestá pendejita bandida! ¿Te meás cuando te ponen una pija en la boca? ¿O cuando te retuercen así los pezones? ¿O si mis amigos te chuponean los pies y las piernas?, me decía don Medina, que me pellizcaba los pezones con fuerza, al tiempo que el pelado me mordisqueaba los pies, y el gordo seguía fregando su cara en mi entrepierna, y me besuqueaba las piernas, murmurando cosas como: ¡Qué rico olor a bebé que tiene por favor, qué rico se mea esta nena!

¡Síii, me hice pichí cuando les estaba chupando la pija! ¡Retorceme los pezones asíiiii, dale, que me encaaantaaaa!, fui capaz de pronunciar, mientras mi culo saltaba en las manos de don Orlando, que se lo pasaba a mi primo, y luego este a don Orlando otra vez. Todos estaban de pie, desencajados y jadeando como animales en celo.

¡Che, negro, a mí, perdoname, pero, en cualquier momento me salta la leche!, le dijo el pelado a mi primo. Sé que fue él porque le palmeó la espalda. En ese instante, don Medina me hacía sacar la lengua para sorberla con sus labios, y me olía la boca, diciéndome que tenía olor a petera. Así que, de golpe y porrazo me bajaron del columpio de tantas manos, y me arrodillaron en una mata de pastito.

¿A dónde se la quiere dar mi amigo?, le preguntó mi primo, mientras el pelado meneaba su pija entre mis tetas.

¡Quiero cogerle esas tetas que tiene! ¡Se las quiero enlechar todas! ¡Quiero que ande por la casa, y por todo el campo con mi leche en estas tetas de pendeja sucia que tiene!, empezó a decir el hombre, mientras me pedía que le escupa la pija y los huevos, y me refregaba todo junto en la cara, pero principalmente en las gomas. Me estiraba los pezones para que grite, y trataba de meterme el glande por la nariz. Hasta que eructé una vez que me empezó a coger un ratito la boca, y le dije que soy su gordita lechera. Ni siquiera sé cómo se me ocurrió decirle eso. La cosa es que, de golpe un disparo blanco, espeso y con olor a pasto húmedo me bañó el cuello, las tetas, el abdomen, y hasta la superficie de mi pañal. Al mismo tiempo, sentía que el clítoris se me incendiaba, abandonado y cubierto de oscuridades, mientras el tipo seguía castigándome la cara con su pija cada vez más pequeña, hasta que al fin se quedó sin una gotita de semen para mi moral. Ni bien se me alejó, los otros tres lo aplaudieron. Mi primo le dijo que después arreglaban números, y el pelado empezó a buscar sus pantalones que había colgado con premura en un alambrado.

¡Bueno che, vamos, que la fiestita no terminó todavía! ¡Ahora, yo quiero un poquito de los agujeritos de esa bebecita!, dijo don Medina, y me hizo poner de los pies casi que de los pelos. Danilo no se lo prohibió. De nuevo estuve rodeada de Medina, Orlando y el gordo Lucho. Ahora los tres me chuponeaban por todos lados, me mordían las orejas, me pedían que abra la boca para meter sus lenguas, y me arrodillaban a la fuerza de vez en cuando para frotar sus pijas en mis tetas. Finalmente, el gordo terminó por sacarme el pañal, y al descubrirlo todo empapado, lo restregó en mi cara para después pegarme en la cola y en la concha con él. Luego de un par de mordidas a mis nalgas, y de sentir sus narices robándome los aromas de mis piernas, mi vagina y mi culo, el gordo Lucho me alzó en sus brazos, y me arrojó a unos 30 metros, más o menos, donde me recibieron los brazos de Orlando. Éste me re nalgueó mientras me mordisqueaba las tetas, y luego me arrojó a los brazos de Medina.

¡Acostate guachita, cara al cielo, y abrí la boquita!, me dijo Orlando, después que don Medina empezó a meterme los dedos en el culo, y posteriormente me obligó a saborearlos. Yo lo hice, y él se sentó bajo mis piernas, para darme instrucciones precisas.

¡Haceme la pajita con las patas bebé, vamos, sacame la leche con esos piecitos sucios!, me ordenó, luego de escupírmelos por completo. De modo que, mis pies encontraron la gruesa y fornida pija de Orlando, y empezaron a frotarla, a manipularla y complacerlo todo lo que pudiese, sabiéndome re torpe en eso. Mientras tanto, el gordo se había hincado a mi derecha para revolverme la concha con sus dedos rollizos, y Medina a mi izquierda, a la altura de mi cara para apagar mis gemidos con su pija. Me agarraba de los pelos para profundizar en mi garganta, y me hacía lagrimear cuando me retorcía los pezones. Me frotaba sus bolas en la cara cada vez que yo se las escupía, y me pedía que le muerda las nalgas. Hasta que el gordo dijo algo como: ¡Qué ganas de pito que tiene la conchita de esta nena! ¡Y encima, verla en pañales, me re calienta la pija!

Ese fue el detonante para que Medina me rebalse la boca con una estampida de semen que me hizo toser, dar arcadas y eructar como una maldita puerca. Medina no se quedó a contemplarme, ni a decirle nada a mi primo. De hecho, por un momento lo perdí de vista, y de oído. Una mujer empezó a llamar a don Medina, y él parecía nervioso. Para ese momento, Orlando me había meado los pies, para que le siga pajeando la pija, y el gordo me chupaba la concha sin ninguna delicadeza. De hecho, me mordía las rodillas, los aductores, la panza, y los labios de la vagina.

¡Dale, levantate atorranta, que a tu primo no le va a joder que te echemos un polvito!, dijo el gordo, con la cara toda sonrojada y húmeda de mis flujos. Orlando fue el que me levantó de un zamarreo, y pronto estaba de pie entre los dos. Uno me golpeaba el culo con su pubis, y el otro hacía lo mismo contra mi concha. A veces no coordinaban sus movimientos. Sus pijas rozaban la entrada de mi vulva o la de mi culo con insistencia.

¿Querés que te hagamos el amor bebé? ¿O preferís que te peguemos una hermosa culeada?, me dijo el gordo, sin detener sus martillazos contra mi culo.

¡Dale bebé, no tengas miedo! ¡él te rompe esa colita, y yo te la entierro en esa concha, al mismo tiempo, para que no sufras tanto! ¿Ya te culearon a vos?, me decía Orlando al oído, mientras mi cerebro no podía razonar, ni escapar, ni procesar nada. Así que, luego de escuchar un tímido: “¡Quedate quietita putona!”, un estallido de lágrimas y mocos me coloreó la cara, un tsunami de espasmos y ardores me invadió la garganta, y dos pijas a la vez empezaron a separarme, a dividirme, perforarme, golpearme, masacrar mi integridad, y a llenarme con sus deliciosas carnes.

¡Síiii, tiene el culo apretadito, como me lo imaginé! ¿Te gusta cómo te rompo la cola bebé? ¿Esto, no te lo van a dar los chicos de la escuela a la que vas! ¡Movete así, sacame bien el culito para atrás, que te la clavo toda, te lleno todo ese culo de pija mamu, y te acabo bien adentro, para que puedas hacer caquita más fácil!, eran alguna de las cosas que me decía el gordo, con su verga cada vez más hinchada en mi orto. Aunque no me cogía tan rápido como don Orlando, que de pasadas se hacía un festín con mis tetas.

¡Síiii, y la conchita, ni te digo! ¡Se ve que n o la usa solo para mearse en la cama, o para mear pañales! ¿Te gusta mi verga en la concha putita sucia? ¿Querés que te haga un bebito? ¿Te gustaría andar embarazada de un tipo grande?, me decía Orlando, manejando los movimientos y los pasos de la cogida. Cada vez nos dirigíamos más hacia donde había un palenque, en el que ahora no había caballos. Pero mis huesos, mis músculos y mi corazón no podían soportarlo más. Me re dolía el culo, los pellizcos de don Orlando, las mordidas del gordo en mi nuca, y las sobadas que me daba en las piernas, y los pies, porque me re pinchaba con lo que sea que hubiese en el suelo. Y, de repente, el gordo casi se nos cae encima cuando un shock eléctrico lo condujo a llenarme todo ele culo con su leche ardiendo. ¿Cómo podía ser que le saliera tan caliente? Pero, a diferencia del resto, el gordo Lucho casi ni se inmutó mientras acababa, y no paraba de vomitar leche en mi culito súper abierto. Ni bien terminó, y su pija empezó a contorsionarse, se me despegó, y le palmeó el hombro a don Orlando, que luego empezó a cogerme alzada en sus brazos. Esa pija tocaba una y otra vez el tope de mi canal, y el esfínter del culo comenzaba a quemarme, al mismo tiempo que se me lubricaba con la leche de don Lucho. Y, de repente, miré hacia el sitio por el que mi primo me había traído. ¡No podía ser cierto! Allí, en distintas sillas, una de cada pueblo, estaban sentados mi abuelo, doña Elena, su hija rosita, don Medina, don Suárez, que era el pueblero del pueblo, y, ¿Mi hermana Valeria? ¡Noooo, todo era un error, una confusión de mi cerebro repleto de sexo!

¡Así guachitaaa, mordeme la boca, y te la doy todaaaa, te acabo adentroooo, por sucia, por hacerte la linda con nosotros, y por chuparme tan rico la pijaaaa!, me decía Orlando, arrinconándome contra un árbol para hacer más exacto el bombeo de su pene en mi vulva salvaje. Inmediatamente empecé a morderle la boca, a decirle que siempre le voy a mamar la pija, y que, si él quisiera, también se la podía chupar a su hijo, don Orlando empezó a dejarse llevar, a fluir y detonar por lo menos un litro de semen en mi interior. Lo sentía más caliente y cuantioso, espeso, fuerte, aterrador y violento. Él me jadeó al oído, y aunque no pude entender una sola palabra, alcancé un orgasmo que me hizo gritar mientras el clítoris se me frotaba contra su pija, o su pubis, o vaya a saber contra qué. Pero, ni bien se vació adentro de mi cuerpito, me dejó caer al suelo, como a una bolsa de pan fresco.

¡Cómo te divertiste hermanita! ¿Viste lo que les pasa a las nenas que se mean? ¡Dale, levantate, que nos tenemos que ir! ¡Hay malas noticias!, me decía Valeria, extendiéndome una mano, y con un bollo de ropa en la otra. Yo estaba dolorida. No sentía las piernas, ni las manos. Tenía sangre en los labios, semen en la boca, en la concha, las tetas, el culo y hasta en el pelo. Estaba disfónica de tanto gritar, gemir, putear, pedir y de ahogar arcadas. Me tiritaba la mandíbula, y me ardía cada moretón que coleccionaba en la piel.

¡Dale Yamila, levantate, y vestite! ¡El primo nos va a llevar la ciudad! ¡Y, no te preocupes por nada! ¡Todo va a estar bien!, decía Valeria, ahora, como si estuviese reprimiendo un llanto, o como si una angustia le estrujara la garganta.

¡Internaron a Mami! ¡Fue un accidente, pero, va a estar bien! ¡Dale, que nos vamos!, terminó de confesarme, mientras yo renegaba de mi suerte, me sentía orgullosa del olor a pichí que me perfumaba la consciencia, me llenaba de cosquillas con el recuerdo fresco de todas las pijas que me había comido, y me lamentaba por no haber podido cogerme a mi primo como me hubiese gustado. ¡Bueno, tal vez el próximo verano se me da!      Fin

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