Podría haber sido cualquier otro despertar. Alguno más auténtico. El despertador en la mesita de noche, las bocinas urgentes en la calle, o el maullido del gato de mi vecino. Pero no. Apenas eran las 4, o las 3 de la madrugada. Sabía que el insomnio me jugaba malas pasadas, y a menudo confundía un poco los minutos con los meses. Mi malhumor empeoraba a cada día, la pesadez del cuerpo le ganaba a mis intentos por sentirme bien, y ni siquiera la música me calmaba. Solo, y de a ratos, masturbarme lograba darme un trozo de felicidad. Pero, tampoco podía hacerlo cuando quería. Una tarde, por ejemplo, en la oficina, mientras completaba aburridos formularios, no titubeé al meterme mano bajo el pantalón, pellizcarme los labios de la concha, hundir algunos dedos para luego llevarlos a mi boca, y pellizcarme los pezones por debajo de la blusa, como para comprobar si aún estaba viva. Pero enseguida me acometía la vergüenza, el pánico, la indecencia.
A los 36 años, no se tiene demasiadas certezas como se creen los psicoanalistas, o los opinólogos de las redes sociales, o los panelistas de la tele. Sin embargo, yo, que nunca había sido muy amante de la paja, lo necesitaba, y cada vez más. Por eso, iba al baño con cierta frecuencia. Ahí miraba fotitos de chicos deportistas, encuerados o motoqueros en IG, o buscaba a las apuradas algún video de adolescentes garchando con maduritas, o con alguna de esas pendejas chillonas. ¡Pensar que esos mocosos tienen tanta leche encima! ¡Tanta energía, músculos, baba para ensalivarme las gomas, labios gruesos para succionarme el cuello! ¿Qué importaba si tenían pijas como termos, o como chupetines? En definitiva, para estropear aún más mi desventura, estaba sola hacía tres años. No me quejo, ni añoro su compañía, ni lo extraño. Pero, de alguna forma, con él se me hacía más fácil dormir, ordenar mi rutina, aparentar ser una mujer normal, que no necesita recurrir a dedearse la nena para calmar sus ansias sexuales. Aunque, ahora, no solo me ayudaba con eso. Ciertas noches, lograba dormir al menos tres horas ininterrumpidas después de acabar en mi cama. A pesar que se había vuelto algo mecánico. Casi como tomar un ansiolítico.
Pero esa noche, había estado pensando en el hijo de mi amiga. Renzo es futbolista, tiene 19 años, y siempre que voy a visitar a su madre, me deleito con su cuerpo atlético, su espalda ancha, sus piernas fibrosas que le dan temperamento a un buen pedazo de culo. Para colmo siempre lo veo con shores ajustados. La última tarde que fui, él y tres de sus insolentes amigos me miraron las tetas como para arrancármelas del vestido. ¡No eran locuras mías! Hasta los vi codearse para murmurarse cosas acerca de ellas. Ni me puse colorada. En el fondo, son unos pobres pajeros que seguro no tienen posibilidades de ponerla, pensaba. Pero, al mismo tiempo, me los imaginaba rodeándome, apropiándose de mis tetas, mordiendo y lamiendo la piel de mis hombros, sorbiendo el perfume natural de mi cuello, haciendo con la inercia de mis huesos lo que se propusiesen. Después, mientras mateaba con mi amiga, intentaba reprimir las ansias de masturbarme, porque ahora en mi cabeza, esos nenes me abrían las piernas para comprobar la humedad de mi bombacha, y otro me pedía que le acaricie el pene, totalmente desprovisto de ropas y prejuicios. Mi amiga parecía preocupada por mis desatenciones en la charla que manteníamos, a duras penas. Pero se compadeció en cuanto le expliqué lo de mi insomnio, el stress de mi trabajo, y el detalle del pronto vencimiento de mi contrato de alquiler. Ella se encargó de sumarle el hecho de que encima estaba sola, y que para mí debía ser difícil lidiar con el recuerdo de mi ex. Creo que le di la razón, solo para concentrarme en los recovecos de mi mente, en los que Renzo me perseguía con un trozo de mi vestido en la mano para pegarme en el culo con un cinturón repleto de tachas. Uno de sus amigos usaba uno de esos, además de miles de aros en la cara. En un momento, cuando ella fue a recargar el termo con agua caliente, no dudé en frotarme la vagina, en abrir las piernas y en apretarme las gomas, mientras de paso trataba de hundir el borde de la silla entre mis nalgas. Los pendejos estaban en el patio, y yo los veía con toda claridad desde la ventana. Todavía me relojeaban las tetas. Hubiera dado cualquier cosa por escuchar las enigmáticas frases que se murmuraban.
Finalmente, ya en mi casa, arropada solo con el silencio de mi habitación, echada en la cama como un montículo de carne y huesos, me dispuse a desconectar el cerebro. Me había tomado un té de valeriana para serenarme, y unas gotitas de un ansiolítico, prescripción de mi doctora laboral. Pero, mi cabeza iba una y otra vez al pecho desnudo de un tal Matías, al cinturón de tachas del otro pibe, al culo de Renzo, y al bulto majestuoso que se advertía en el pantalón de Ferchu, el mejor amigo de Renzo. ¡Sí, había llegado a ver semejante espectáculo! Eso fue cuando se pusieron a jugar a la Play, sentados en el living, a unos minutos de mi retirada.
¡Vamos gordita, dormite nena, que mañana te espera flor de quilombo!, me dije para concentrar todas mis fuerzas en el objetivo más importante, mientras me quitaba los zapatos usando solo los pies. ¡Tenía que concentrarme en la reunión con unos inversionistas, y, tal vez, de mis mejores esfuerzos obtendría un merecido aumento! Luego, revoleé mi Suéter y la camisita formal junto con el corpiño, y sentí que la cama me envolvió con un arrullo particularmente mágico. Abandoné a mi cuerpo al ingrávido placer de no tener peso, ni densidad, ni armonía. Cerré los ojos, y no vi más nada. Mis oídos apagaron el zumbido diario, y mi tacto quedó suspendido en el aire. Si esto era morir, ¿Por qué todavía mi olfato percibía el olor de los jazmines que florecían en mi comedor?
Sin embargo, una voz me imponía una acción. Sonaba lejana, pero poco a poco se convertía en un sonido que me turbaba la razón. Empezaba a presentir algo que desconocía. El lugar en el que estaba, no me resultaba familiar. Podría ser mi habitación de adolescente, o la de los abuelos de mi ex, porque la cama era de dos plazas, con sábanas blancas y almohadas largas, bordadas en las puntas. Por lo demás, era una estancia alta, con dos ventanales. Yo estaba sentada, con un vestido corto y floreado, unos zoquetes infantiles y una bombacha blanca. Algo palpitaba en mis venas, y aquella voz comenzaba a tornarse legible, segura de sí misma, y prominente.
¡Así te quería agarrar mamita! ¡Dale, chupate los deditos! ¡Dale que no tenemos todo el día!, me prepoteó esa voz, ahora como si estuviese en la ventana. Inmediatamente se escucharon unas risas nerviosas, pero lascivas, asintiendo al pedido de Renzo. ¡Sí, era él! ¡Lo vi entrando por uno de los ventanales, y detrás de él, estaban sus amigotes! ¿Cómo podía ser?
Yo, no di señales de haberlos escuchado. Por lo que, Renzo tomó una de mis manos y se la frotó en la entrepierna. Ya estaba parado a mi lado, en calzoncillos, y con la cara desencajada. Tenía la pija hinchada, el bulto acalorado y el calzoncillo medio pegoteado, como si se hubiese acabado previamente.
¿Qué te dije mami? ¡Dale, metete los deditos en la boca! ¡Quiero ver cómo después te vas a comer esta!, dijo esta vez con algo de impaciencia. Los demás, entraron casi sin hacer ruido. Ni siquiera al tocar el suelo con sus pies. Entonces reparé en que los cuatro estaban descalzos. Ferchu ya comenzaba a mirarme las tetas, y a codear a Matías. El otro, al que le diré Popi, porque lo apodaban algo parecido a eso, se apretujaba el pito por encima de un calzoncillo violeta súper llamativo.
¿De dónde mierda salieron ustedes? ¡Esta es mi casa!, dije a la desesperada, tratando de quitarle mi propia mano a Renzo, que no dejaba de acariciarse el bulto con ella.
¡Me parece que esta, no es tu casa, putona!, dijo Matías, golpeándose el pecho.
¡Y, parece que te quedaste dormida en la cama de mi vieja!, agregó Renzo, abriéndome los labios con dos de sus dedos transpirados para que se los chupe.
¡Y, la mamá de Renzo, no vuelve hasta mañana! ¡Así que, calladita, y no se te ocurra gritar, porque te va a ir peor!, se sumó el Popi, acercándome de a poco para primero acariciarme las tetas. Luego, cuando encontraba mis pezones, me los pellizcaba. Yo gritaba, pero como tenía cada vez más dedos de Renzo en la boca, no podía pronunciar una palabra con claridad. De golpe, alguno de ellos me puso de pie, y los cuatro me rodearon. Empecé a sentirme sofocada. Cuatro cuerpos encuerados se frotaban contra el mío, y algunas lenguas me humedecían el cuello, los hombros descubiertos, la cara y el mentón. El primero en morderme los labios, mientras me susurraba algo como: ¡Qué linda boquita de petera tenés!, fue Matías. Se puso como loco cuando su lengua entró en el fuego sagrado de mi boca, y entonces, creo que me dejé llevar. Me lo re trancé, mientras algunas cosas duras se fregoneaban contra partes de mi piel. Solo había un par de manos recorriéndome toda. Se detenían en mis tetas para pellizcarlas, o para sobármelas con poca delicadeza. Eran las de Popi, que también parecía disfrutar condecirme Putita Sucia al oído, a cada rato. Y, poco a poco, cuando mis pies no tenían verdadera noción del suelo que pisaban, aquellos cuerpos empezaron a golpearse contra mis nalgas, piernas, caderas, tetas, abdomen y espalda. Sentía sus pijas calientes chocar contra mí, las gotas de presemen salpicarme inmensamente, las nubes del vapor que nos envolvía, y una falta de aire que me enviciaba a seguir recibiendo todas aquellas humillaciones. El vestido, de repente sonó como un estrepitoso presagio de la perversidad. Renzo fue el que lo convirtió en un retazo de tela inservible cuando me lo arrancó, y entonces, me pidió que me arrodille sobre la cama.
¡Mirá las medias de bebé que usa esta perra! ¡Se hace la nenita, y tiene la concha llena de pendejos!, decía Renzo, mientras me ataba las manos por detrás de la espalda con unos cordones, una vez que mis rodillas ardían sobre aquellas sábanas impolutas. El Popi me sacó las medias, e inmediatamente empecé a sentir que una lengua se deslizaba entre mis dedos, mi empeine, plantas y talones. ¿O eran dos? Sí, no había duda. Además, eran más de dos manos las que me sobaban las piernas.
¡Qué ricas patas tenés mamina! ¡Te las voy a chupar todas, para que después nos saques la lechita! ¿Te gustaría que te llenemos las patas de leche?, decía Matías, mientras el Popi me escupía los pies, se los pasaba por la cara, y por la tela de su bóxer. Sentía la dureza de su pija, y odiaba tener las manos atadas.
¿Qué pasa turrita? ¿Querés usar las manitos? ¡Me parece que no, nada de eso!, me decía Renzo, observando mis intenciones por zafarme de las cuerdas, repleta de cosquillas y estremecimientos por las lamidas, besos babosos y sobadas que me regalaban los otros pendejos. Y, de repente, Ferchu me tiró del pelo para que baje la cabeza, a la altura de su pubis. Él había apoyado uno de sus pies al lado de mis rodillas.
¡Dale mami, mordele la verga con calzoncillo y todo al guacho, que está re obse con tus gomas! ¡Y vos, manoseala toda!, ordenó Renzo, que se aseguraba de anudar bien los putos cordones. Las lenguas de los otros dos seguían recorriéndome, y alguna mano también aprovechaba a pellizcarme el culo, y a tironearme la bombacha para arriba. Supongo que, con la intención de enterrarla un poco más entre mis glúteos.
¡Dale zorra, y no pongas carita de asco! ¡Esto te va a hacer bien, para dormir! ¡Dale, mordele el pito, y después, bajale el calzón con la boca, y metete toda esa verga en la boca!, me decía Renzo, mientras se las ingeniaba para juntar sus labios a mis tetas desnudas, con los pezones tan duros como jamás los había tenido. Por lo que, en el momento en que comenzó a lamerlos, chuparlos y mordisquearlos, no pude hacer más que obedecer. Le mordí el glande y el tronco a su mejor amigo como me lo indicó, y cuando me harté del olor a meada de su calzoncillo, se lo bajé, y empecé a devorar esa pija venosa, cortita pero repleta de vellos negros, los que de vez en cuando me hacían toser. Al mismo tiempo, algunos dedos me abrían las nalgas, y otros presionaban la entrada de mi culo por encima de mi bombacha. La sentía húmeda, pesada y caliente. Las piernas se me entumecían, y me ardían por la fiebre de un líquido que comenzaba a resbalar por ellas. ¡Me había meado encima? ¡No podía ser!
¡Eso nena, metela toda adentro de esa boquita de petera! ¡Comele toda la pija a mi amigo, que ya te vas a comer la de todos!, me decía Renzo, mojándome la oreja con su saliva al mordisquearme el lóbulo. Después bajaba a mis tetas para volver a ordeñarlas con esa boca de labios gruesos que tanto me enputecía. De pronto, los pendejos que me lamían los pies, ahora los juntaban a sus pijas. Uno de ellos me pegaba en las piernas con su pito mientras me decía: ¡Tomá, mirá cómo le pego a estos piecitos con mi chota, por tetona, y por mostrarnos esas tetas desde que éramos nenes! ¡Sos re gata mami!
Al cabo de un momento de luces extrañas, de un adormecimiento en la mandíbula de tanto chuparle la pija al Ferchu, y de no saber siquiera cómo era mi apellido, alguno de ellos me hizo upa y me depositó sobre una alfombra hecha con restos de ropa. ¡Eran mis vestidos, camisas y polleras? La cosa es que, le bajé el calzoncillo con la boca a los otros tres, y las cuatro pijas comenzaban a entrar y salir de mi boca, a frotarse contra mi nariz y mentón, a convertirse en ratoncitos entre mis tetas, o a golpear severamente contra cualquier porción de mi rostro. Matías especialmente me la enredaba en el pelo. Era realmente fascinante escuchar cómo se pajeaba el glande ese cochino, entre mi cabello despeinado, hecho un pegote de sudores y presemen, antes perfectamente alisado y brillante.
¡Dale guacha, abrí la boca, y mamala toda! ¡Mirá la cantidad de mamaderas que tenés, para vos solita! ¡Alimentate nena, dale, comela toda!, decía Renzo, que por momentos hacía resonar el interior de mi garganta cuando me la clavaba con eufóricas arremetidas.
¡Sí guachona, y a mí escupime los huevos, y chupalos! ¡Dale zorrita, que te re cabe la mema calentita!, decía el Popi, que tenía una pija curvadita, gorda y apestada de líquidos preseminales.
¡Y apurate zorra, que después me tenés que chupar el culo!, dijo Matías con los ojos enrojecidos, cuando empecé a succionarle los huevos, pajeándole ese pito chiquito, delgado y mustio. Pero luego, hubo un concierto de pijas contra mi boca entreabierta, de escupidas a cargo de mi saliva furiosa, de atracones, toses interrumpidas, respiraciones apretadas y jadeos con gargarismos. Todos se turnaban mi boca, me pedían más escupidas, me apretaban las gomas y me sonaban mocos invisibles cuando me clavaban alguna pija en la faz de la garganta. En especial Renzo. El Popi estuvo cogiéndome las tetas un ratito, hasta que alguno de ellos dio la orden de cambiar las cosas de rumbo.
Hubo un destello extraño a mi derecha, y a uno de los cuatro le saltó un tremendo lechazo entre mis tetas. No pude ver bien de quién era porque, los demás se apropiaban rítmicamente las succiones y lamidas de mi boca. Ese fue el detonador de los cambios propuestos por Matías, que enseguida gritó: ¡A la cama, y boca arriba! ¡Hay que embarazarla a esta puta!
Entré en pánico por un instante. Pero mi cuerpo no parecía coordinar los sentimientos con la gravedad del peligro que se avecinaba. Sin comprenderlo del todo, me sentía a salvo, sabiendo que esos degenerados se proponían violarme, hasta hacerme un pibe. De pronto, y todavía con las manos atadas, caí sobre la virginal sábana arrugada que había en la cama, y noté que entre todos me abrían las piernas.
¿Te gustó mi lechita putona? ¿Mirá cómo tiene la bombacha la perra! ¡Parece que se meó encima!, decía con sorna el Ferchu, dando a conocer al fin el paradero del semen que había estallado en mis tetas.
¡Che boludo, para mí la mami esta, es virgen! ¡Mirá los pelos que tiene en la concha! ¿Le sacamos la bombachita, y la reventamos? ¿La cogemos bien cogidita para que se pueda dormir de una vez?, decían las voces que me atormentaban, mientras varias manos dejaban sus huellas en mi humanidad. Alguno de ellos me sacó la bombacha, e inmediatamente una pija dura se adentró en el fuego de mi vagina. Era raro que tuviese vellos, porque yo me depilaba. Aquello no me cerraba. Pero, esa pija creciendo en mis rincones se sentía tan real, como las otras dos que se acercaban a mi cara. No podía saber quiénes eran, ni cuál había decidido penetrarme. Pero, al poco rato tenía una pija a cada lado de mi cara. Uno de ellos me decía: ¡Abrí la boquita, o te hago pichí bebé! ¡Dale, sacame la leche, y te juro que no te embarazamos!
El otro me escupía las tetas, mientras el que me estaba garchando, inmiscuía una de sus manos bajo mis nalgas para introducirme un dedo en el culo.
¿te gusta el dedo en el orto guacha?, me decía, acelerando el movimiento de su pubis contra el mío.
¡Síii, a esta le gusta que le metan dedos y pijas por todos lados! ¡Por eso no se puede dormir! ¡Porque hace mucho que ningún tipo se la coge bien culeadita!, me decía la voz de Renzo, que, en definitiva, era el que me escupía las gomas. Yo quería gritar, pedirles que paren, que me dejen en paz. Pero, entonces, todo sucedió al mismo tiempo. El que me cogía, empezó a aullar como un animal en peligro de extinción, a punto de ser cazado. Su semen detonaba balas peligrosamente cargadas en el interior de mi concha, mientras Renzo me rebalsaba la boca con el suyo, después de apretarme la nariz para clavarme su pija todo lo que pudiera o alcanzara del rigor de mi garganta. El Popi me presionaba el cuello y refregaba su pija contra mis tetas, las que previamente me había meado por desobedecerle algo que, no puedo recordar.
Entonces, aquel despertar no pudo haber sido más maravilloso. No sabía cómo había pasado. Pero, yo estaba tirada en el suelo, sobre una de las mantas que cubría mi cama, hecha pis, con la bombacha enredada en el cuello, con una mano apretándome una nalga, y con la otra metiéndome dedos en la concha. Me dolían las muñecas, como si todavía conservara la rudeza de aquellas cuerdas. Mi olfato percibía un intenso olor a semen, el que era imposible que existiese en mi casa. ¡Estaba sola, mareada, desnuda, atada emocionalmente a ese sueño! ¿Pero, estaba realmente sola? Recuerdo que quise levantarme y registrar la casa. Ese olor a semen, no podía ser mi imaginación. Sin embargo, no quería levantarme del suelo, a pesar de las molestias de mis huesos por la dureza y lo recto de mi altar. El aroma de mi bombacha me traía las reminiscencias de mis días como adolescente. ¿Qué me estaba sucediendo? ¿Tan real había sido ese sueño, que todavía conservaba los pezones repletos de latidos? La vagina me ardía como si aquella pija me hubiese penetrado realmente. Pero, las ventanas estaban cerradas, las luces apagadas, y todo seguía en calma. Mi celu reproducía una listita de música híper bajita, y algunas gotitas de lluvia aumentaban su intensidad sobre el techo. Tomé coraje, y grité desde mi lugar: ¿Hay alguien ahí? Pero solo me respondió el eco de mi casa vacía, solitaria y repleta de jazmines. Así que, me levanté, dejé la manta meada en el suelo, me subí a la cama, olí frenéticamente mi bombacha luego de restregarla contra mi conchita, y empecé a masturbarme. Solo que esta vez, el orgasmo no tardó en llegar. No sé cuánto tiempo pasó, pero no pudieron transcurrir más de 30 segundos. Tras los que, luego de acomodarme en las almohadas, de darme varias nalgadas y de escupirme las tetas, me quedé profundamente dormida, desnuda, en paz, atada a ese sueño inverosímil. Gracias a ese sueño, tal vez, recobré algo de mi felicidad, mi dignidad como mujer, y de mi seguridad. Lo claro es que, yo debía poseer verdaderamente a esos pendejos, en el plano real. ¡Eso, definitivamente tenía que curarme! Fin
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