La gritona de mi vecina

 

Desde que me separé de la bruja de mi esposa, anduve bollando en casas de amigos, en lo de mis padres, y en lo de mi hermana. Aquel fue el último hogar en compañía para mi solitaria vida. Agradecíamos tener hijos grandes, porque la verdad, todo había terminado más que mal. A los 45 años, nunca es fácil emprender una vida nueva, acostumbrarse a nuevas formas, a una rutina inesperada, y a lidiar con cosas que no me esperaba. Pero no tenía otra alternativa. Así que, gracias al salame de mi cuñado, y un poco porque mi hermana se había cansado de hospedarme, aunque no me lo reconociera abiertamente, conseguí encontrar un departamento en un complejo económico. No me importaba la zona, ni el aspecto, ni lo accesible que fuese con mi lugar de trabajo. Solo necesitaba un poco de paz. Así que, una vez que me mudé, recién allí supe lo que era estar solo, verdaderamente. No tenía horarios, ni muchas ganas de ordenar más allá de lo necesario. A mis amigos, los poco que tenía, los veía en algún bar, o en los esporádicos partiditos de fútbol que por ahí organizábamos. Minas, bueno… digamos que estaba un poco reticente a cualquier relación seria o formal. Aún así, se me pasó un par de veces la idea de llamar a una prostituta barata para saciar mi apetito sexual. Era claro que, ahora que andaba solo por la vida, todo lo que andaba dando vueltas por la calle, y tuviese olor a mujer me excitaba demasiado. Pero me costaba dar cualquier paso. Encarar a una mina casual, o llamar a una puta, o meterme en algún sitio de chat virtual para ver qué podía pescar. Pasaron las semanas, y así, unos largos tres meses aburridos, tapados de laburo, películas solitarias, cervezas, puchos y comida chatarra. Hasta que cierta noche, mientras veía un partido de Lanús en la tele, empecé a escuchar unos gemidos al otro lado de la pared. Primero sonreí, y pensé que, seguro mi vecina estaría disfrutando de un buen momento sexual. No tenía la más remota idea de quién vivía en el Depto de mi derecha. De hecho, siempre supuse que no había nadie. Pero, una vez que el partido terminó, intenté dormir. Sin embargo, los gemidos de la mujer seguían, y a ellos se les agregaba unos sonidos como de muebles corriéndose. Me asusté, y por un momento pensé en levantarme para tocarle el timbre. A lo mejor le estaba pasando algo. Y de repente, todo estuvo en silencio.

La noche siguiente, aquellos gemidos irrumpieron en medio de mis sueños. Esta vez no sonreí. Al otro día tenía una reunión importante, y lamenté haberme despertado. Tampoco tomé ninguna medida la noche del sábado, cuando sus gemidos revotaban en la frágil pared de yeso que separaba nuestros cuartos. Además, ahora podía descifrar palabras como: ¡Así, qué conchuda mami, así, abrite bien la concha!

¿Quién sería esa mujer? ¿La había visto alguna vez en la calle, o en la vereda? ¡Por ahí, jamás me di cuenta si me la crucé en el ascensor! ¿Estaría sola? ¡No escuché otra voz! ¿Pero, cómo podía ser que su cama, o lo que sea, golpeara con tanto ahínco la pared? ¿El vecino de su izquierda no le decía nada? Esa vez no me contuve, y le di unos golpecitos al tramo de pared desnuda de mi cuarto, ya que casi toda estaba repleta de un espejo, un armario y el ropero. De inmediato los ruidos cesaron, y me sentí un boludo. Pero, a los minutos, una vez que volví de la cama tras tomarme un vaso de agua, volví a escucharla. Algo como chirlos contra la piel desnuda, más gemidos y palabras sucias llegaban con toda claridad a mis oídos. Cosas como: ¡Qué puta que sos, así perra, metete todo, así, dale, dale que mañana vas a coger como una puta! ¡Asíii, ponete bien perra para tu jefe, así te viola como tanto querés, trola de mierdaaa!

Ahora no había dudas. ¡Mi vecina se estaba masturbando a troche y moche! ¡Pensaba en su jefe! ¡Seguro que lo re provocaba, con una pollerita híper corta, con una tanga roja perdida en el orto, y su escote perfumado brillando de calentura! ¿Cómo podía ser que nunca la vi entrar o salir, si cumplía horario de oficina como yo? Le golpeé la pared de todas formas, y esta vez pareció no escucharme. Me la imaginé despatarrada en la cama, metiéndose un consolador enorme, babeado por su boca, con un forro estirado, cada vez más húmedo por sus jugos, y la pija me reaccionó de inmediato. Después, la imaginé metiéndoselo por el culo para después chuparlo y repetir la acción varias veces, y no tuve otra alternativa que sacarme el bóxer y pajearme como hacía tiempo no lo hacía. Ella gemía, y mis manos se colmaban de mi erección inoportuna. Los huevos me agradecieron con creces mi inexorable labor, ya que, no pude durar mucho tiempo. Creo que fue cuando la escuché vociferar: ¡Asíii, trolita suciaaaaa!, que me vine en un terrible estallido de leche que me salpicó hasta el cuello. Hacía años que no disfrutaba de una paja tan abiertamente. Pero la señorita seguía dándose placer, y entonces, tuve que volver a golpear la pared. Esta vez, su voz pareció serenarse, y me dejó atónito cuando de pronto exclamó: ¡Perdóooon, no quise molestaaaar!

¿Qué sucedería si un día de estos, le golpeaba la puerta con alguna excusa absurda? Sí, era lo más trillado del porno, lo más irresponsable y obvio que se me cruzaba por la cabeza. ¿Y si estaba casada? ¡Por ahí, hasta me enuncia por acoso, o se inventaba cualquier pretexto para hacerme mala fama! ¡Pero, ella es la que gime de formas irracionales casi todas las noches! Aún así, no tenía el valor de acercarme. Su voz todavía acompañaba a mi soledad como un ángel despiadado. Ni siquiera entendí por qué no le respondí, contando con lo pernicioso de la pared que nos separaba. Pero, a la noche siguiente, hubo un silencio igual al de varias noches posteriores. Por lo tanto, no tuve oportunidades de volver a oírla gozar. Aunque, por alguna razón, cada vez que pensaba en ella, la verga se me ponía como un pedazo de ladrillo calcinado por el sol. Una siesta, escuché que provenía una música de cuarteto, y su voz destacaba entre desafinaciones y algunas corridas de muebles. Seguro estaba limpiando, o vistiéndose para salir. Era sábado, y el trozo de cielo que llegaba ver desde mi ventana estaba tan limpio como la pureza de una niña. Sin embargo, a eso de las 6 de la tarde decidí bajar a comprar cigarrillos. Entonces, cuando abrí la puerta del ascensor, me encontré con una chica morocha de unos 25 años por lo menos, que sermoneaba a una chica de unos 14 o 15.

¡Yo, siempre te lo voy a decir por tu bien! ¡Al igual que tu mamá, todos queremos lo mejor para vos! ¡Ese chico es muy grande para vos! ¡Y, no me mires así, porque, las dos sabemos que es verdad! ¡En serio Caro, no es bueno que le regales lo mejor de tu cuerpo, tu sexo, tus primeros besos, a un tipo grande, y que encima es re tóxico!, le decía la mujer, sin advertir que yo estaba a punto de entrar, ni los intentos de la nena por pedirle que al menos baje la voz. Incluso la chistó, y me señaló.

¡Uy, perdón señor! ¡No lo había visto! ¡Pasa que, bueno, a veces, ando media distraída! ¿Sube? ¡O sea, quiero decir… ¿Bajamos? ¡Yo, salgo con mi sobrina!, dijo nerviosa la morocha, cuyo escote deslumbraba aún en la parca luz del antiguo ascensor. Le dije que no se preocupe por mí, y le aseguré que no había entendido una sola palabra de lo que hablaban. La nena me fulminó con la mirada. Ella estaba hermosa, y tenía más gomas que su tía. Además, tenía una calza híper apretada, con unos agujeros hechos a propósito en sus nalgas. Cuando bajamos del ascensor, me fue inevitable observar que se le veían trozos de su bombacha blanca, y de la piel de sus glúteos. El viaje fue extraño. Ninguno hablaba. Aunque la morocha me miraba como a punto de largarse a reír con ganas. Parecía que necesitaba pedirme algo, o disculparse, o aliviar algún sentimiento.

¡Chau chicas! ¡Cuídense, que esta zona está brava de noche! ¡Y mejor, hacele caso a tu tía, que se nota que te quiere mucho!, les dije una vez que estuvimos en la vereda, bajo el deslumbrante sol de una primavera sofocante. La nena me miró con cara de orto. Pero la morocha me sonrió, y tal vez instintivamente, o vaya a saber por qué, se mordió los labios. No sabía quién era. No reconocí su rostro. Pero su voz se me hacía familiar. Compré los cigarrillos, dos latas de birra, un paquete de papas, unos forros, porque tenía planeado de una vez por todas llamar a una putita para que me caliente la cama, y dos chocolates. En lugar de ir al departamento, preferí dar unas vueltas. Necesitaba caminar un rato, alejarme de la computadora y el celular. Me hizo bien. Se me pasó el dolor de cabeza, y me fumé por lo menos tres cigarrillos en mi recorrido por una plaza, un par de zapaterías y una licorería. Tenía que reponer un whisky, pero no había llevado tanto efecto como para comprarme una botella. Seguí caminando, perdido en mis propios pensamientos. Hasta que vi a la morocha en una parada de micros, al lado de su sobrina que comía un helado con devoción. Yo estaba en la vereda del frente, fumando, haciéndome el que miraba una casa de relojes y joyas. La chica no parecía feliz, a pesar de engullir el helado. Había unas lagrimitas en sus ojos. La morocha le hablaba, y ella no tenía muchas ganas de escucharla. Hasta que un hombre paró un colectivo. Tía y sobrina se saludaron, y la chica abordó el coche, metiéndose en la boca el cucurucho vacío. La morocha permaneció un rato allí parada y solitaria, contemplando a la gente y después el cielo. Yo crucé la calle, distraídamente, y percibí que sus pasos la conducían a la dirección del edificio en el que vivo. Pensé que se encontraría con alguien, o entraría a un café, o a cualquiera de los negocios, o a un Todo Moda, o a un cajero. Pero, sorprendentemente, poco a poco sus pasos la llevaron hasta la puerta de mi edificio. Entró, y tomamos el ascensor.

¡Yo voy al cuarto piso! ¿Usted?, me preguntó con la mirada un poco perdida. Parecía triste.

¡Yo también, al cuarto! ¡Pero, tuteame, así no me siento tan viejo!, le dije, sin pensar en otra cosa que en el escote que se ofrecía ante mis ojos.

¿Y quién dijo que sos viejo? ¡Te ves bien! ¡Bueno, aunque, estés medio pelado! ¡A las chicas, últimamente les copan los peladitos!, me dijo, sonriendo por primera vez desde que entró.

¿Todo bien con tu sobrina? ¡Parece que había problemas! ¡Hem, digamos que, yo no sé mucho lo que pasa! ¡Igual, perdoná! ¡Son cosas de ustedes!, dije de inmediato, intentando borrar con el codo lo que mis palabras apresuradas deslizaron.

¡Tranquilo, no pasa nada! ¡Está en una edad difícil! ¡Al parecer, anda caliente con un tipo que podría ser su tío, o su padre! ¡Me da miedo que quede embarazada en realidad! ¡Es obvio que, aunque no quiera pensarlo, por ahí hasta tuvo sexo y todo! ¡Mi hermana cree que todavía es una princesita! ¡Y, yo trato de explicarle que no! ¡Seguro viste el culo que tiene! ¡Uuuy, perdoname a mí ahora! ¡Me fui al carajo! ¡Al final, te cuento todo este mambo, y ni sé tu nombre!, se apuró a decir, mientras el ascensor traqueteaba para depositarnos en la puerta del cuarto piso.

¡Me llamo Julio! ¡Y no te preocupes, que, solo te descargaste un poco! ¡Che! ¿Vos, vivís en cuarto piso también? ¡Digo, porque, solo hay 4 departamentos! ¡Uno, por lo que sé, está desocupado! ¿En cual vivís?, le pregunté, rozándole una pierna sin querer con la mano que cargaba la bolsa de lo que había comprado en el kiosco. Ella ni se percató del roce. Yo creí leer la respuesta que sus labios me tenían preparada.

¡Vivo en el cuarto C! ¡Y, ahora que lo pienso, vos, vos! ¡Uuuuy, no lo puedo creer! ¡Qué boluda soy! ¡Mirá, no quiero que, que pienses mal de mí, o que, no sé, creas que, ando en algo raro!, empezó a balbucear, buscando las llaves para abrir la puerta correspondiente, pensando en cubrirse la cara, o en desaparecer de mi lado.

¡No sé de qué me estás hablando! ¿Vos decís, de lo que por ahí escucho de noche?, le dije, ya sin rodeos, sabiendo que al fin esa morocha infernal, de escote fresco, perfume radiante, boquita pintada y ojos negros era mi vecina. Ella se ruborizó aún más. Metió como pudo la llave en la cerradura, chasqueó la lengua con incomodidad, y entró a su casa, murmurando algo como: ¡Perdoname, posta! ¡No quiero problemas! ¡Y gracias por entender!, antes de dar un portazo que multiplicó ecos en el edificio. Yo entré a mi Depto, pensando en semejante hembra, en el orto de su sobrina, y en su carita de perro mojado al pedirme disculpas. Me senté y encendí un cigarrillo. Tenía miedo que, ahora, sabiendo que yo podía escucharla, reprima sus instintos. ¿Podría controlar sus ganas de masturbarse? ¿Por qué no le pregunté un poco más? ¿Me evitaría de ahora en adelante? ¿Sentiría vergüenza de haberme confesado lo de su sobrina? ¡Tendría que haber indagado acerca de sus amantes, ya que, ella misma se abrió con sus problemas!

Tenía la pija como un trozo de fierro caliente, y todo lo que había vivido en esa tarde reclamaba una pronta recompensa. Abrí la bolsa y agarré un forro, pensando en clavarme una paja en el sillón, mirando algún video fuerte en mi computadora. Pero, aquello no me estimuló. De modo que, preferí darme una ducha. Y sin más, en medio de mi lucha por no llenarme los ojos de enjuague para el pelo, empecé a escuchar unos movimientos. paré la oreja, y entonces distinguí que otros chirlos sonaban en la casi noche de un sábado que, poco a poco se encapotaba de nubes. Me sequé tan rápido como pude, y corrí a la pieza. No había gemidos. Pero era obvio que, o bien se estaba nalgueando, o algo de eso sucedía. Le golpeé la pared, y su voz me respondió con toda nitidez en medio de los deslices de las patas de su cama en el suelo: ¡Perdón vecino, ya dejo de joder! ¡Pasa que, se me cayó una tanga abajo de la cama, y no la alcanzo!

¡Tranquila vecina! ¡No pasa nada! ¡Si querés te ayudo a buscarla!, me animé a responderle. La escuché reírse, moverse y, luego otros chirlos. Pero enseguida, para mi desazón, silencio.

Hubo varios días sin novedades. Hasta que una tarde, mientras yo renegaba con un informe para la concesionaria de autos en la que trabajo, oí el timbre de la vecina, y luego sus pasos correr hacia la puerta. Saludó con alegría a una chica, y la hizo entrar. Cuando en un momento le habló, ni idea de qué, mencionó su nombre. Ahí supe que era Carolina, su sobrina. Oí que se rompió un vaso, o algo de vidrio, y que Caro se disculpaba. Después, hubo música onda reggaetón, y al parecer, las dos aplaudían divertidas al ritmo de sus compases. Las escuché reírse, mover cosas y hablar muy animadas. Hasta que Caro le prometía que se iba a portar bien. Entonces, me acerqué a la puerta, cuando oí que alguna de las dos salía del Depto.

¡Y, no le abras a nadie! ¡Si llega a venir ese chico, bueno, que te escriba por el celu, o que te llame de antemano! ¡Pero, ojo Caro! ¡Y no salgas así, por favor! ¡Hay vecinos, y no quiero líos! ¿OK?, decía la voz de la vecina, bien pegada a mi puerta. Caro le respondía con fastidio, algunas palabras sueltas. Oí hasta el beso que se dieron a modo de despedida, y luego el ascensor en el que seguramente bajó la tía. ¿Qué estaban tramando? ¿Podría ser que mi vecina le prestara su pisito para que Caro esté con algún chongo? ¿Sería el tipo grande del que me habló? ¡No, no podía ser, porque, le dijo “el chico”! ¿O yo me estaba comiendo cualquiera? Digamos que, juzgué prudente terminar el trabajo para no enroscarme, poniendo un CD de música celta para concentrarme. Pasaron unos largos minutos, mientras mi cerebro cavilaba. ¿Y, qué sucedería si le golpeaba la puerta a esa nena? ¡Era una locura! ¡Y, además, con toda seguridad no me abriría! ¡Pero, no perdía nada con probar! Así que, sin saber de dónde había sacado el valor, agarré uno de los chocolates, y le toqué el timbre. Estaba claro que muy obediente no era.

¡Hola, Caro! ¿Te llamás así, no? ¡Mirá, quería preguntarte si, tendrás un poco de aceite! ¡Se me terminó ayer, y no puedo bajar porque estoy terminando un trabajo para la oficina!, le dije, una vez que abrió con su melena recostada en su espalda al aire, ya que tenía una remera súper llamativa. Ella, se puso nerviosa. Al punto que enseguida tuve el panorama de su culito hermoso cuando se agachó para levantar las llaves, que se le resbalaron de las manos. Tenía una calza bien apretada, con unos agujeros con forma de rombos sobre las nalgas. ¡Y encima, la calza también se le deslizó un poco por el apuro de recoger las llaves!

¡Sí, sí, creo que tengo aceite! ¡Y, perdón! ¡Pensé que, necesitaba que baje la música! ¿Ya le traigo! ¡Pero, mejor pase!, me dijo atropelladamente, caminando hacia el interior de la cocina. Yo no la seguí. Algo me aconsejó esperar un poco. Cuando volvió con una botella de aceite, diciendo: ¡Tome, llévese todo, y cuando termina me la trae, que no hay drama!, yo se la intercambié por el chocolate. Ella se sorprendió y me sonrió. Creo que, ni se dio cuenta que hasta sacó la lengua, como saboreándose.

¿Por qué me da esto? ¡Bueno, igual, amo el chocolate! ¡Y yo, encima lo atiendo medio en bolas!, dijo, sin esperar mis respuestas.

¡No estás en bolas Caro, que yo sepa! ¡Y, el chocolate, bueno, imaginé que te gustaría! ¡A todas las nenas les gusta el chocolate! ¡Además, me estás haciendo un favor!, le dije sin mudar mi gesto serio. Yo advertí que se puso roja cuando dije la palabra “Nena”.

¡Hemmm, pero, yo no soy una nena! ¡Aunque, igual, me gusta que me lo digan! ¿Pero, no le diga a mi tía que, le abrí la puerta!, dijo, apurándose por sonreír, apretando el chocolate contra su pecho.

¿Así que te gusta que te digan nena? ¿Y también andar sin bombacha? ¡Bueno, perdón, es que, cuando te agachaste, se re notó que no tenías!, le dije disfrutando del hecho de ponerla más tensa. Sin embargo, involuntariamente se acarició la cola, y me dijo que tenía cosas que hacer. Yo no la presioné. Volví a mi Depto, alucinado con sus caritas, empalado, y deseando que al fin sus ojos se hayan percatado de mi erección. Entonces, continué redactando, analizando y haciendo balances. Hasta que otros ruidos me pusieron en tensión. ¿Cómo podía ser? ¿Ya había vuelto la morocha? ¡No había escuchado el ascensor siquiera! ¿Tanto me había concentrado? Pero entonces, empecé a escuchar los chirlos, los movimientos y gemiditos. Y, de alguna forma, mi cerebro hizo encajar esa voz con la que todas las noches me emocionaba los testículos. ¡Tal vez, carolina venía a visitar a su tía, y ella le permitía quedarse en su piso! ¡era la misma voz de siempre! ¡Pero, entonces, se trataba de una mocosa a la que le fascinaba el chocolate, las calzas agujereadas, y pajearse mucho! ¿Estaría en lo cierto? ¿O, había aprendido aquellas formas de darse placer de su tía? Lo cierto es que tuve que golpearle la pared, y ella, me respondió, tal vez sin saber que yo podía escucharla con claridad.

¡Sí, ya me callo vecino, disculpeee! ¡Pasa que ando calienteee!, dijo, y a continuación, hubo un concierto de gemidos, chirlos y más sacudidas. Y, sin más, justo cuando yo pensaba en volver a golpearle la pared, todo cesó. Me sentí extraño, porque, creía que había contribuido a que esa chica se quede al fin con las ganas, por la vergüenza de saberse expuesta. Así que, me fui a la cocina para prepararme algo de comer. Y entonces, el timbre me paralizó los sentidos. ¿Quién sería a estas horas?

¡Perdón vecino, necesito el aceite! ¡Mi tía va a llegar en un rato, y si se entera que le abrí la puerta, me mata!, me dijo la vocecita de Caro, una vez que le abrí la puerta. Ahora tenía la remerita desordenada, unas pantuflitas de osito en los pies, el pelo revuelto, y unas chispas refulgentes en la mirada. Parecía nerviosa, y tenía la boca sucia con chocolate. Eso fue el disparador para sacarle otro tema de conversación.

¡Veo que ya le entraste al chocolate! ¡Aaah, y no hay drama con lo que estabas haciendo hace un ratito! ¡Yo también, digamos, fui adolescente!, le dije, acercándome cada vez más a su cuerpo, observando que su cuerpo temblaba, y traspasaba los límites de mi puerta. Entonces, sin saber cómo pasó, la puerta se cerró con un sordo golpe detrás de nosotros, y ella, quedó del lado de adentro. Me pegué a su cuerpo, le rocé los labios dulces y negros por el chocolate con la lengua, y ella apretó su entrepierna a mi bulto.

¡Me encantan los tipos grandes! ¡Necesito alguien que me dé la lechita! ¡Y, creo que yo te gusto! ¡Dale, mordeme la boca!, me balbuceó, cuando mis manos buscaban el contacto de su espalda. Descubrí que sus tetitas paradas y chiquitas no necesitaban corpiño. Por ende, no lo traía. Atrapé sus labios con los míos, y su gemidito me impulsó a transármela como un lobo en celo.

¡A vos te gusta la leche con chocolate bebé! ¡Tenés un culito hermoso, y sos una nena muy calentona!, le dije, mientras le amasaba el culo para que su entrepierna se frote más contra mi pija súper hinchada y latente. Su boca se llenaba de hilos de baba, su respiración parecía resurgir de una hoguera que ardía en su pecho, y sus piernitas buscaban abrazar las mías.

¡Sí papi, haceme lo que quieras! ¡Rompeme la concha!, me dijo al oído, y entonces, una vez que le quité la remera procedí a chuparle bien las tetas. sabían a la prohibición más absoluta, y olían a su perfume. Sus pezones se erectaban soportando mis succiones, y sus gemidos se hacían más agudo. Hasta que la acomodé mirando hacia la pared, le bajé la calza, y le asesté un chirlo en la nalga derecha, diciéndole: ¡Ahora tu papi te va a pegar, por no usar bombacha, nena sucia!

Le di otro chirlo, y ella se sobresaltó. Después otro, y otro más, mientras le decía: ¡No podés andar mostrando el culo, con esta calcita rota, como una villera! ¿O querés pija por la cola? ¡Vamos, abrí las piernas, que ahora vas a ver lo que les pasa a las nenas que se comen todo el chocolate, y se tocan la conchita en la casa de su tía! ¿Te estabas pajeando a dos motores, bebé?

Ella abrió las piernas, paró un poco más la cola, y soportó los 15 o 20 chirlos con los que le enrojecí toda la cola. gemía, pero no decía nada. Entretanto, yo observé que sus flujos salpicaban la puerta, el suelo y su propia calza sobre sus tobillos.

¡estás que no das más, nenita chancha! ¡Vamos, vení para acá, así me ponés un forro con la boca! ¡Supongo que, si viniste para que te coja, no te querrás ir calentita a tu casa! ¡Dale, vení nena!, le dije, apartándome de su cuerpo para sentarme en la silla más cercana que encontré. Ella se me sentó en las piernas, y mientras nos comíamos la boca empezó a desabrocharme la bragueta del jean. metió su mano bajo mi bóxer, y durante un momento temí embadurnarle la manito de semen. Así que, le di otro chirlo mientras le mordía un pezón, le puse un forro en la mano, y le pedí que me lo ponga con la boca. Como no sabía, me lo puso directamente con la mano. Sabía que, si esa boquita llegaba a petearme la verga, no duraría un segundo, y mi objetivo era bombearme toda a esa nena. Así que, una vez que el látex cubrió todo mi tronco, agarré a la guacha de las caderas y la senté sobre la mesa. Yo me paré entre sus piernas y coloqué mi pija en la entrada de su concha. Empecé a histeriquearla un poco con eso de: ¡Te la meto, o no te la meto bebota? ¿La querés? ¿Y le vas a contar a tu tía que te cogiste al vecino? ¿LA querés toda adentro guacha?

Ella me decía siempre que sí, se babeaba y sacaba la lengua como yo se lo solicitaba. Siempre me gustó ver a las mujeres sacando la lengua. ¡Y a una pendeja como ella, más todavía! Entonces, de golpe unos sofocones casi olvidados volvieron a mi integridad moral y vital cuando mi verga la atravesó sin miramientos. La penetré cada vez más, agarrándola de las piernas, mamándole las gomas, comiéndole la boquita y haciéndola gemir, pedir más, y frotar aquel tremendo culo en la mesa. Su vulva juvenil era un verdadero paraíso. Hasta que preferí arrinconarla una vez más contra la pared. Esta vez, fue junto a la pared que da al departamento de su tía.

¡Ahora, te voy a coger acá, bebé! ¡Para que, si ella está, que te escuche coger! ¿Te parece? ¡Dale guachita, pedime la leche!, le dije, mientras mi pubis comenzaba a revotar en su culo colorado por los chirlos, y mi pija renacía una vez más entre sus flujos abundantes. ella gemía, estiraba sus manos hacia atrás para rasguñarme las muñecas, brazos, cuello, o lo que encontrara de mi humanidad. Su cuerpo se estremecía con mis ensartes violentos, y jadeaba con más ganas cuando le mordía la nuca, o le lamía el cuello.

¡Dale, lameme toda, como un perro! ¡Dale que soy una perra! ¡Mi tía no sabe que voy a la escuela sin bombacha! ¡Y tampoco que me dejo apoyar el orto en el colectivo! ¡El otro día, un tipo me dejó la calza toda lecheada! ¡Fue en el bondi que va a Luján!, me decía, al borde de separar tanto sus piernas de su cuerpo como sus ansias de mis mejores intenciones. Y de pronto, la aferré por la cintura y la empujé sobre mi cama destendida, boca arriba. Allí aprecié con mayor detenimiento el contorno de su conchita, sus poquitos vellos, y los brillos de sus jugos como olas desbocadas en un mar salvaje. Quise chupársela, pero recordé que odio el olor de látex. Si no fuera que no quería embarazarla, me la habría cogido de huevo, sin nada que contamine nuestros genitales. Así que, me subí a su cuerpo, calcé mi verga en su vagina y volví a penetrarla con todo. Ella me decía que necesitaba más leche de hombres maduros como yo, que nosotros sí sabemos cogernos a las guachitas calentonas, que sabemos besarlas, que no las juzgamos por sus aromas, y que somos menos enroscados que los pendejos. Yo, le pedía que me deje meterle un dedo en el culo, mientras la bombeaba más y más, corriendo la cama de su lugar habitual, presionando su cabeza contra el respaldo, y chupándole las tetas como si no lo hubiese hecho jamás con ninguna mujer. Hasta que, lo inevitable empezó a llenarme de un cosquilleo tan intenso como hilarante. Recuerdo que me arranqué el forro de la chota, que me levanté como pude, y que la coloqué sobre su boca, diciéndole: ¡dale nena, mamala toda, sacame la leche! ¡Dale, que si te portás bien, te doy chocolate todo el día, y te compro las bombachitas que quieras bebé! ¡A mí me encanta que te dejes apoyar el orto! ¡Me vuelve loco tu culito! ¡Asíii, abrí la boquita, y escupí! ¡dale, escupime la verga, nenita salvaje!

Ella me la escupió, se la fregó por toda la cara sin chistar, me lamió y besuqueó las bolas, me mordió la puntita del prepucio, siguió babeando mi tronco, y atrapó un largo rato mi glande en su boca para succionar demasiado suave para mi gusto. Pero, eso logró que la violencia de mi acabada no la ahogue al punto de hacerla vomitar de la impresión. De hecho, se tragó una buena parte, y la otra, la usó para mostrarme cómo la saboreaba entre sus labios, y cómo más tarde hacía que le chorree de los labios, hasta caer como una llovizna de verano sobre sus tetas. a esa altura ya estaba sentada, con un dedo en la concha, y un mar de sudores brillando en su piel desnuda, todavía caliente y tan indomable como al principio.

¡Mirá bebé, creo que, lo mejor es que vayas a tu casa, así te bañás! ¡Si tu tía se entera, vamos a tener quilombos!, le dije, mientras me arreglaba la ropa, por si acaso.

¡Gracias por cogerme así! ¡Me encantó! ¡Y, no se preocupe que, yo no le voy a decir nada! ¡Siempre y cuando, pueda volver!, me decía entonces, acariciándose el culo desnudo con una mano, y subiéndose la calza con la otra, como dándome a entender que aún había trabajo por hacer.     Fin

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