"Otros ratones": La tía Gabi por Golosa







Mi nombre es Ayrton. Lo odio, pero es la herencia que me dejó un padre fanático del automovilismo. Nací en un barrio de la capital, de clase media, en una familia “normal” como quien diría. A la vuelta de casa vivía una amiguita, y compañera de colegio, Lucía. Me gustaba mucho ir a jugar a su casa porque en ella se respiraba serenidad, con aroma a sahumerio. Los papás de Lucía estaban separados y ella vivía con su mamá, Gabriela, y una “amiga de la familia”, María José. Pasaron algunos años para que me enterara de que eran pareja. Claro, en mi inocente cabecita de diez años recién cumplidos no cabía la posibilidad de que una señora de casi cuarenta se hiciera chupar la concha por una pendeja de veinticinco. En realidad, en mi cabecita no había más que Play Station, fútbol y una importante cuota de odio hacia la institución educativa. “La tía Gaby”, como la llamaba por incentivo de mis padres, era una mujer muy especial. Una “hippie” de mediana edad, siempre con su larga cabellera suelta de color caoba y con algunas delgadas trenzas perdidas por la misma. Una altura normal para una mujer, no era gorda pero tampoco se podía decir que era un palo, algo rellenita, pero todos coincidían en que tenía unas tetas y unas caderas más bien grandes, lo que llamaba la atención hasta de algunos compañeritos de mi grado, un poquito más despiertos y que tal vez ya habían recibido cierta noción por parte de sus padres de lo que era el sexo. “¡Qué tetas que tiene la mamá de Lucía!”, era un comentario común en las entradas y salidas de clase, cuando se la veía con toda su humanidad parada en la puerta. Sí, yo podía notar que las remeras y camisolas “hipponas” que se ponía estaban bastante abultadas a la altura de su pecho, ¿pero ¿qué podía hacer yo con las tetas de Gabriela si las tuviera enfrente? ¿Apretarlas? ¿Chuparlas? No era algo que me quitara el sueño. Prefería ir a jugar a la pelota, pero a veces lo pensaba. Otra cosa que llamaba la atención de Gabriela era que parecía tener una necesidad de contacto físico con los chicos; nos hacía bromas y no perdía la oportunidad de apretarnos fuerte contra su cuerpo, contra sus enormes tetas. Parecía estarse frotando todo el tiempo. Por un lado, podía ser algo tierno y divertido, pero a mí me incomodaba en ocasiones.

Era muy común que, en días en que a mis padres se les complicaba la jornada laboral, llamaran a Gabriela para pedirle que me llevara a su casa, hasta que ellos regresaran. Era una vieja casona, algo desvencijada, pero con un toque bohemio que la hacía sentir acogedora. Uno de esos días, y sin que yo pudiera sospechar nada, Gaby me dijo que me tenía que ir con ella porque mis papás le pidieron que me cuidara hasta que volvieran. Ese día Lucía había faltado porque estaba enferma y se había ido con su papá. Llegamos a la casona, y Gaby me sirvió Nesquik con galletitas frente a la tele.

“Comé tranquilo que la tía se va a dar una ducha”, me dijo. No me pude concentrar en la merienda, ni en los dibujos animados. Solo podía escuchar el ruido de la ducha y pensar en mis compañeritos de clase y sus comentarios sobre las tetas de la mamá de Lucía. No era calentura. Era curiosidad y confusión. Pensaba en qué harían esos amiguitos si estuvieran ahí. Me incorporé y me dirigí al living, desde ahí, para mi sorpresa, pude ver que Gabriela había dejado la puerta del baño entornada, no la había cerrado del todo. ¿Qué quise hacer? Tal vez ser el “héroe anónimo” de mis amigos, estar un paso adelante que ellos y poder ver cara a cara las tetas de la mamá de Lucía con la que tanto ellos soñaban. Intentando no hacer ruido, me acerqué al baño y, casi sin pensarlo, asomé mi cabeza en el espacio entre la puerta y el marco. Mis ojos se abrieron como nunca, ahí estaba la señora, de espaldas, todavía no se había metido a la ducha, probaba la temperatura del agua corriendo levemente la cortina de la misma. Mis ojos no daban crédito a lo que veían. Nunca había tenido tan cerca de un adulto desnudo y el culo de esa mujer me dejó hipnotizado. De pronto, como si un sexto sentido la hubiera alertado de mi presencia, Gabriela se dio vuelta rápidamente. Aterrado me escondí detrás de la puerta, esperando ingenuamente que no me hubiera visto. Sin embargo, pude sentir que la puerta se abría de un tirón, casi termino en el suelo por la falta de apoyo, y ahí estaba Gabriela, totalmente desnuda, con el ceño fruncido, sus enormes tetas y su concha peluda totalmente al aire.

¡¿Se puede saber qué estás haciendo, Ayrton?! Me quedé más mudo de lo que ya era. Bajé la cabeza como si fuera el peor delincuente frente al juez más duro.

¡¿Te parece bien estar espiando a tutía desnuda cuando se va a bañar?! Estaba petrificado, no pensaba emitir sonido ni levantar la mirada, aunque me muriera de curiosidad por ver por primera vez a una mujer desnuda. De pronto, siento que me toma del brazo y me mete al baño con ella.

¡Ahora, por cochino, te vas a quedar acá a verme desnuda!¡¿Eso es lo que querías, ¿no?! Estaba al borde de las lágrimas, lo que creo que se me notó e hizo que la madura se calmara. Se sentó en el inodoro, cerró la canilla de la ducha y me levantó la cabeza para que la mire a los ojos, mientras me susurraba: “Está bien, no te preocupes, la tía te perdona, pero no tenés que ser cochino, no se entra al baño cuando las mujeres se bañan, ¿entendés?”.

Asustado, asentí con la cabeza.

“Vení con la tía, tonto, no lo hagas más”, dijo apretándome contra su cuerpo, mientras, para mi sorpresa, metía su mano en mi ropa hasta tocarme una nalga, la cual apretó mientras con sus dedos casi estimulaba mi ano, besándome intensamente las mejillas primero y los labios después.

“Yo te prometo que no le voy a contar nada a papá y a mamá, ¿sabés? ¡Esto va a quedar entre nosotros! ¿Me lo prometés?”, Una vez más asentí con la cabeza, un poco más relajado, sabiendo que mis papás no se iban a enterar de lo cochino que era. Fue entonces cuando Gabriela me bajó el short y el calzoncillo, dejándome con la pijita totalmente expuesta.

“¿Ves? Ahora estamos iguales, vos conocés mi conchita y yo conozco tu pito”, dijo, y sonrió. En ese momento me sentí más cómodo, lo que me hizo experimentar algo que nunca me había pasado, sentí que mi pito se ponía un poco más grande y duro, dentro de la erección que podía lograr un nene de diez años. Algo me gustaba de ver a la tía Gaby desnuda y tan amorosa, claro que no sabía qué era. Después de haberme dado muchos besos en los labios, la mujer me dijo: “bueno, ya que te animaste, ¿te gusta más la tía con ropa, o desnuda? ¿Viste que tetas grandes que tengo? ¿Alguna vez le habías visto la concha a mamá? La tía te deja verla. Ahora te voy a acariciar para que no tengas más ganas de espiar a las nenas desnudas, y sea nuestro secreto, ¿querés?” Una vez más asentí con la cabeza, aunque hoy en día sé que nunca hubiera contradicho a un adulto de confianza, desnudo, que me hubiera desnudado. Estaba a su disposición. Prendió un cigarrillo y pitó fuerte. Fue entonces cuando me tomó la pija, pequeña, pero semi erecta a esa altura, y empezó a estimularla, llevando la piel de atrás hacia adelante, ¡me estaba pajeando! Claro está, me dejé, la tía Gaby mostraba más amor de lo que nunca me habían demostrado, estaba desnuda, me besaba, lamía y olfateaba. Ni se me pasó por la cabeza salir corriendo, lo que me hacía me daba un placer que mi mamá nunca me había dado. Realmente, no entendía nada de lo que me hacía, me tocaba el pito de una forma que nadie me lo había tocado, mientras intentaba meterme su lengua con gusto a tabaco en mi boca, cosa que me daba un poquito de asco, pero dejé que lo hiciera.

“¿Te gusta lo que te hace la tía? ¿Querías verme desnuda, cochino?”, dijo susurrando, no respondí, solo me dejaba y disfrutaba de sentir a la mujer pajeándome y pitando su cigarrillo. De pronto, llevó el tabaco hasta su entrepierna y lo tiró al inodoro, para luego liberar un abundante y amarillento chorro de pis desde su hermosa y peluda concha. ¡Aaaaahh!, pude ver que entrecerraba los ojos y mostraba un alivio mientras me seguía pajeando. Entonces puso su mano izquierda por debajo de mi pija, como para recibir algo que ella sabía que iba a salir, y me dijo apretando los dientes: “Dale el regalito a la tía, cochino”.

Ese fue el primer y más placentero espasmo orgásmico de mi vida; me dio miedo porque sentí que mesalía algo espeso y blanquecino del pito, pensé que Gabriela se iba a enojar, pero pareció ser todo lo contrario, sonrió y se pasó la mano con todo lo que me había salido por su concha. Inmediatamente sentí una sensación de culpa, como que había hecho algo malo dejando que me saliera ese líquido de la pija, pero ella sonrió y me volvió a besar en los labios.

“Bueno, andá a ver los dibujitos que la tía se va a bañar. Es un secreto entre nosotros, yo no le voy a decir a mamá y papá que me espiaste desnuda, ¿dale?”. Sin responder, me levanté el calzoncillo, el short, me di media vuelta y me apuré a salir del baño. Mientras miraba la televisión, sentía los gemidos de Gabriela desde el baño, tal vez estimulando su clítoris embadurnado con mi infantil semen que había pasado por su concha. Nunca volví a ver desnuda a la tía Gaby, ni estuve solo con ella en su casa. Tuvimos muchas reuniones entre ambas familias, y ella actuó como si nada hubiera pasado. Una vez terminada la primaria, no volví a ver a Lucía. Aún así supe que se mudaron del barrio, y los propietarios de la casa que alquilaban la vendieron para que una constructora levantara un edificio. Ya de adolescente, por compañeros de clase que siguieron en contacto con Lucía, me enteré de que ella había revelado en charlas de borrachera (no me imagino en qué contexto) que su madre, cuando era una nena, había sufrido el abuso de su hermano, unos años mayor, el cual la obligaba a hacerle la paja. Desde ya que eso no justifica lo que ella me había hecho, y que yo disfruté en grande, (y tal vez no solo me pajeó a mí, es probable que haya tocado a otros chicos también), pero pude entender por qué lo había hecho, tal vez naturalizó esa práctica en algún rincón enfermo de su cabeza. También supe que la vida de Lucía no se desarrolló por los carriles más “naturales”, por decirlo de alguna manera; había experimentado con algunas drogas, su apariencia era muy “Dark”, se tiñó el pelo de negro, se pintaba los ojos del mismo color en forma exagerada, y se dejaba coger por un viejo músico (treinta años mayor que ella) que había tenido algo de fama en el pasado.

Hoy soy un tipo de treinta y pico de años y pienso, casi con seguridad, que mi vida sexual fue marcada por ese encuentro con “la tía Gaby”. Para empezar, soy totalmente adicto a la masturbación; a pesar de mi edad y tener una vida sexual activa, me hago de una a tres pajas por día, sin reprimirme, siempre con la imagen de Gabriela tocándome en mi mente. Tuve experiencias homosexuales, la mayoría con pendejos, tal vez buscando una explicación a esa necesidad que tuvo mi perpetradora de tener una pija joven y dura a su disposición. La experiencia me llevó a convertirme en un maníaco de la urofilia, necesito que todas mis parejas sexuales, sobre todo mujeres, me dejen ver cómo mean en el inodoro, y hasta me hagan lluvias doradas en todo mi cuerpo. No consigo mantener una relación estable, siempre me encuentro buscando mujeres más grandes que yo, hasta veinte años, tetonas, sabiendo de antemano que el vínculo no va a durar por la diferencia de edad y cortando inmediatamente con cualquiera que no acceda a mis fantasías de mearme o hacerme la paja sentada en el inodoro.

Una vez me pareció ver a Gabriela por la calle, a lo lejos, meneando sus enormes tetas y su culo, pero tuve miedo de asegurarme si era ella. Tendría que llamarla un día, y pedirle que me haga pis, como si estuviese regando a la más codiciada de sus flores. Hoy, en la intimidad, cuando me desnudo dejando mi pija al aire, pienso en la puta zorra de Gabriela, lo cerda que fue por abusar de un nene de diez años. Me pregunto qué haría si la tuviera enfrente, me gustaría arrancarle la ropa, violarla por todos sus agujeros hasta que me suplique que pare, mearla y sacarme las ganas de todas las cosas más sucias que se me cruzan por la cabeza con su cuerpo, sus enormes tetas, su culo. Realmente se lo merecería. Tal vez la llevaría a un telo para repetir todas las cosas que me hizo, pero que esta vez se enfrente a mi pija de dieciocho centímetros bien parada y que experimentara el miedo que yo sentí ese día. Por otro lado, siento que, si me la cruzara por la calle, me daría vuelta y saldría corriendo, sintiendo ser ese nene de diez años abusado por una vieja puta y zorra. ¿Ustedes qué harían?...    Fin

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