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Pegados como perros

 

Mi prima vivía en la casa de mis abuelos desde que yo tenía memoria. Recién lo supe a los nueve años, y me acuerdo que el impacto de la noticia me pegó fuerte. Tal vez eso fue lo que poco a poco me unió más a ella. Sus padres habían muerto en una balacera, en un sospechoso ajuste de cuentas, del que mi madre no tiene muchos detalles, y mi padre prefiere no hablar. Ella tenía un año más que yo, y siempre parecía triste. Los abuelos la alentaban con todo lo que quisiera hacer. La llevaron a clases de piano, a danzas, a un curso de cocina, a tomar clases de francés, y a un montón de otras cosas. Pero, a Lucía, lo que verdaderamente le gustaba era dibujar, mirar películas, y bailar desnuda en su pieza. Recuerdo que la abuela la retaba cada dos por tres cuando la encontraba cantando y bailando, en bombacha adentro de la que desde siempre fue su habitación. Ella, al abuelo le decía señor, y a ella, mamita. Pero siempre con un matiz de pena en la voz. También me acuerdo que les costó mucho que tome verdadera consciencia de lo que significaba bañarse, tomar la leche en taza, ya que Lucía amaba usar mamadera, y controlar sus esfínteres. muchas veces escuché que la abuela le contaba a mi mamá que Lucía se hacía pis en la cama por las noches, y que, si tenía un día muy cargado de cosas, también le pasaba durante la siesta. Eso me intrigaba. ¡Qué tarada era esa piba!, pensaba. ¿Por qué no se levantaba al baño? También había escuchado que le tenía miedito a la oscuridad. Con eso, bueno, de algún modo me identificaba.

Cuando cumplí los once, fue la primera vez que mis viejos me dejaron quedarme en lo de mis abuelos. Como mi cumpleaños es el 7 de enero, a todos les pareció buena idea que yo pase todo el verano allí. Creo que, fue la primera vez que vi una sonrisa auténtica en el rostro de mi prima en cuanto se lo conté. Era divertido estar allí, porque la nona amasaba pizzas y preparaba empanadas para vender en el barrio. A veces, los que entregábamos los encargos éramos nosotros mismos. El abuelo, tenía dos caballos, un montón de herramientas, una motoneta antigua con carrito, y muchíiisimas anécdotas de cuando era chico. Le gustaba contarnos chistes, jugar a la pelota con nosotros, comprarnos helados, y enseñarnos todo lo que le preguntásemos. Desde cómo se cargaba una escopeta, cómo se armaba un cigarrillo, o qué había que hacer para manipular a la abuela y así convencerla de que nos haga flan con dulce de leche, hasta montar a caballo, pintar una pared o lijar una tabla. El patio de la casa era enorme, y allí podíamos perdernos horas corriendo, jugando, o contando estrellas por la noche, cosa que le gustaba hacer a Lucía. Eso, y aplastar a los bichos bolita, pedirme que le cuente historias de miedo, y después acurrucarse en mis brazos, apenas yo me sentaba en una de las tantas mecedoras del abuelo. Había tres hamacas, una pequeña pileta, varios árboles, un gallinero, el cuarto de las herramientas del tata, un auto viejo que ya no tenía las ruedas, un baño medio rudimentario, una parrilla, el césped prolijamente cortado, y todo un espacio en el que habitaban sus dos caballos. Allí no hacía calor, y cuando llovía, era hermoso que el agua te empape la piel. No nos resfriábamos, ni teníamos noción del tiempo. Me acuerdo que, las primeras noches, yo dormía en un colchón que la abuela acomodó al lado de la cama de Lucía. Eso, hasta que nuestros cuerpos empezaron a comprender que se necesitaban, que buscaban implícitamente el calor del otro, o el contacto, el aroma, los mimos.

Creo que la primera vez que todo se nos empezó a ir a los caños, fue cuando le conté la historia de un lobo mutante que perseguía a las nenas que se hacían pis en la cama. Tal vez, buscando que se sienta perseguida, o identificada, y reaccione, acaso justificándose. Pero no lo hizo. Estábamos en el patio, y ya era casi de madrugada. Esa noche hubo visitas en lo de los abuelos, y ellos se quedaron hasta muy tarde, hasta que al tío Raúl se le ocurrió dejar de tomar vino. Nosotros, súper lejos de ellos. Al punto que, de pronto no escuchábamos más ruidos, ni voces. Los abuelos, convencidos de que a esas horas debíamos estar en la cama, apagaron las luces y cerraron las ventanas. Y entonces, el cuento se hizo más interesante. El lobo esperaba agazapado entre unos árboles, entre los que una nena con trenzas huía con desesperación de su madre, quien había encontrado sus sábanas mojadas. Le esperaba un castigo terrible. Pero también sabía que el lobo no estaba solo en las puertas de su imaginación. Tenía miedo que su madre la encuentre, o que el olfato del lobo la detecte primero. Entonces, se le ocurrió hacer un pozo en la tierra con un palo con punta, unas piedras, y toda la fuerza que pudiera reunir. No debía hacer ruido, o delataría su posición. Lucía me escuchaba, temblando cada vez más.

¡La nena tenía frío, un poco de vergüenza, y los pies llenos de barro! ¡Pero no iba a rendirse! ¡Cuando, de repente, escuchó que una voz muy suave le pedía que se saque la bombacha! ¡Además, sentía una respiración cerca de sus piernas!, le contaba yo, sentado en una de las mecedoras. Lucía no lo soportó, y saltó de su banquito al refugio de mis piernas y brazos. Estaba comiendo un helado, con el que se manchó la remerita cuando saltó.

¡Tengo miedo primo! ¡Seguro que era el lobo el que olía a la nena! ¿Y de quién era la voz? ¡Y qué tonta la nena, por hacerse pis en la cama!, me decía ella, intentando no abrir los ojos, comiéndose el helado con todo el apuro que pudiera.

¡No, no era tonta! ¡Pasa que, al parecer, le gustaba un chico! ¡Y, como ese chico vivía al lado de su casa, la nena trataba de ir a visitarlo en la noche! ¡Pero, le tenía miedo a la oscuridad! ¡Entonces, ahí fue cuando escuchó el aullido de un lobo por primera vez! ¡Corrió a su cama, y del susto se hizo pis! ¡No sabía cómo decírselo a su madre! ¡Así que, le pasó muchas veces! ¿Por eso la señora quería castigarla! ¡Incluso, una vez prefirió quedarse quietita, hecha una bolita, al lado del lobo! ¡Pero, él sabía que la nena tenía la ropa mojada! ¡Olfateaba para todos lados, y abría las fosas nasales para olerla! ¡No la mordió, ni quiso espantarla! ¡La nena, además, soñaba con que ese chico la salve del lobo! ¡Pero, también le preocupaba que la encuentre con la bombacha mojada!, le narraban mis palabras sonsas, vacías, llenas de imaginación. ¿O, acaso cargadas de mis primeras calenturas? Es que, sentía que el pito se me paraba al contacto de la piel desnuda de las piernas de Lucía, ya que apenas tenía un shortcito y la musculosa pegoteada con helado. Ella ya tenía 12 años, pero era más inocente que el pan con mermelada.

¡Creo que, leí en un libro que, para no tener miedo, hay que abrazarse mucho a la persona que más queremos!, le dije, cuando notaba que estaba a punto de salir corriendo del miedo que le había infundido mi cuento. Entonces, Lucía me abrazó, y yo, con la misma inexperiencia que ella, empecé a acariciarle la cola. ella se dejaba, más preocupada por no abrir los ojos.

¿Vos me vas a cuidar Manu? ¿Si llega a salir un lobo de los árboles, creo que me voy a mear encima de verdad! ¡Me da cosa que aparezcan dientes grandes, con baba, y ojos asesinos!, me decía, pegándose más a mi pecho. Lucía tenía una cola hermosa, pero sus tetas, ya necesitaban ayuda de un buen corpiño, porque ponían a prueba a sus remeritas juveniles con peligrosos resultados. Por momentos, me daba la sensación que los abuelos lo notaban, pero la preferían así, con las tetas casi al descubierto.

¡Sí Lu, yo siempre te voy a cuidar! ¡Y si te hacés pis, no importa! ¡También leí que, a las nenas les cuesta más controlar eso cuando se asustan, que a los nenes!, le aseguraba, convirtiéndome en un chamuyero de primera. Entonces, ella dejó de temblar poco a poco, con mis manos agarrándole la cola, y mis pulgares adentro de su short, a casi nada de tocarle la bombacha. Fue ahí cuando, sin previo aviso, acerqué mi boca a su cuello y gruñí como un animal, dejándole un hilo de saliva, y un mordisco apenas visible. Ella gritó, mientras yo me reía por haber la asustado. Y, tal vez, lo que no planeaba, pero deseaba con todas mis ansias, sucedió. Lucía se meó encima, sobre mis piernas, muerta de miedo. Ahí, se puso a llorar, pensando en los retos de la abuela al día siguiente. Se levantó totalmente ofendida conmigo, y dio unos pasos, al trotecito hacia la puerta de entrada. Pero yo la detuve.

¡Esperá Lu, que vas a mojar todo si entrás así, a la casa! ¡Mejor, si querés, voy a buscarte ropa adentro, así te cambiás! ¿Dale? ¡Fue mi culpa! ¡Así que, dejame intentar arreglar las cosas! ¡Y no seas tonta, que la abuela no te va a retar! ¡Yo hablo con ella, y le explico! ¡Yo te asusté! ¡Así que, tendría que retarme a mí! ¿No te parece?, le dije, resuelto y práctico. Ella, pareció olvidarse de su enojo cuando me sonrió, y enseguida se mostró solidaria.

¡No Nico! ¡Yo te pedí que me cuentes una historia de terror, y me hice pis, porque, bueno, onda que me asusté! ¡No le digas nada a la abuela, y yo, no le digo que me mordiste el cuello!, me decía, mientras se ocultaba entre un árbol y una hamaca.

¿Entonces, te traigo ropa para que te cambies? ¿O con una toalla para que te envuelvas, está bien?, le dije, mirándola con ternura. Recuerdo que fue de golpe. Ni siquiera sé cómo fue que, de pronto ella se me trepó a los hombros, y su boca buscó la mía para besarme. Fue un beso húmedo, caliente y pegajoso. Un poco por los restos de helado que le coloreaban los labios. Sentí su lengua, sus dientitos y su aliento fresco. No podía dejar de besarla, de sentir su pecho apretándose con el mío, y la humedad de su short contra mi pierna.

¡Me parece que, yo soy la nena del cuento! ¡Me hice pis en cuanto me pareció que el lobo andaba por ahí! ¡Y, bueno, vos me salvaste Nico! ¡Y, me gusta que me beses, que nos besemos en la boca! ¿A vos, te gusta eso?, me dijo con los ojos cerrados, la pancita al aire y las rodillas temblorosas. Le dije que ella no era la nena del cuento, porque los lobos no existen. O, al menos en el patio de una casa normal. Pero le demostré que me gustaba su boca volviendo a dejarme poseer por sus besos, los que empezaron a descender por mi pecho. Después, me tocó el turno a mí, y mis besos rodaron por su cuello, sus hombros y brazos. Pero, en el momento que había empezado a besarle la pancita, la solté y me mandé a su pieza para buscarle algo de ropa. Cuando aparecí con un vestido azul, una bombacha y unas ojotas, porque también se había meado las alpargatas que llevaba, le di todo y me senté en una reposera a esperar a que termine de cambiarse. No la miraba, pero en el fondo quería saber cómo era la vagina de mi primita. Sin embargo, me controlé. Al menos hasta que estuvimos en la pieza. Allí, el olor a pis de Lucía se intensificaba, ya que ella solo se puso la ropa limpia encima, y subió a su cama a intentar dormir. Yo me acosté en el colchón, totalmente consciente de la erección de mi pequeño pito. quería volver a besarla, tocarle la cola, oler su pelo, morderle el cuello, y meter mis manos adentro de su shortcito. Claro, ahora tendría el vestidito puesto. ¿O se lo habría sacado para dormir?

¡Nico! ¿No querés venir conmigo? ¡Es que, si el lobo se llega a meter en mis sueños, me voy a volver a hacer pichí! ¡Y no me gusta que la abuela me rete!, me dijo su vocecita levemente adormilada, cuando había transcurrido un buen rato. De hecho, me estaba quedando dormido con mi pene en la mano, apretada por mi calzoncillo. Ya en ese momento había empezado a tocarme, aunque sin la ferocidad que adquirí más adelante. Pero, tener a mi prima cerca, fue el mejor de los estímulos para mis hormonas. No le respondí, y ella insistió. fue recién después que me tiró una almohada cuando me levanté para subir a su cama. Le dije que no hiciera ruido, porque los abuelos podían escucharla. Ella, ni bien me acosté a su lado, se subió encima de mi cuerpo, buscó mi boca y empezamos a besarnos.

¿Me vas a morder como si fueras un lobo? ¿No sé por qué me pasa esto, pero, me gustás Nico! ¡Quiero que, me beses en la boca, siempre! ¡Y me cuentes historias de lobos que huelen a las nenas! ¡Me gustaría que me persigas como si fueses un lobo malo!, me decía, ahora sonando mucho más suelta, decidida a pasar toda la noche conmigo, besándonos. Y, esa vez, yo me atreví a lamerle las tetas. ella, metió su mano por adentro de mi calzoncillo, y murmuró algo como: ¡Tenés el pilín re duro Nico! ¿Eso, por qué te pasa? ¿Querés hacer pis? ¿O también te dan miedo los lobos?

No recuerdo si le contesté. Pero sí que me bajé el calzoncillo, que la abracé y comencé a frotar mi pito en sus piernas gorditas. No entendía por qué me gustaba el cadencioso aroma a pipí que desprendía su piel, mezclado con el perfume de su pelo. Pero no podía dejar de abrazarla, morder despacito su lengua, aspirar su aliento, tocarle las tetas, y, deleitarme con sus gemiditos cuando al fin logré palpar su vulva húmeda. No entendí hasta más tarde que mi prima se mojaba. Por un momento estuve a punto de preguntarse si se había hecho pis. Y, casi sin proponérnoslo, sin un guion ni una premisa de nada, apenas llevados por un instinto juvenil más fuerte que nuestras posibilidades de comprenderlo, yo terminé arrodillado a pocos centímetros de su cara, con el pito duro siendo devorado por sus ojitos. Fue luego que ella susurrara en mi oído algo como: ¡Mostrame el pito, antes que me mees las piernas Niquito!, mientras no parábamos de besuquearnos, babearnos y apretujarnos. Todavía no puedo olvidarme del calor que expedían esas sábanas, ni el ruido que hizo una de ellas de tanto que la tironeábamos. Entonces, cuando me acomodé en cuclillas a su lado, una de sus manos me lo tocó, y su sonrisa se hizo más amplia que un amanecer.

¿Me dejás que lo toque con la lengua? ¡Bueno, siempre que no quieras hacer pis!, me dijo de golpe, destapándose por completo. Yo, ni lerdo ni perezoso le solté: ¡Dale, pero si vos, después, me dejás que te toque ahí abajo, con la lengua!

Ella ni esperó a cerrar el trato. Acercó su cara, y su aliento fue lo primero que me estremeció el alma. Una gotita de saliva cayó sobre mi glande cuando suspiró, y luego su lengua lamió la puntita con una delicadeza que, nos hizo reír de los nervios.

¡No tiene nada de malo! ¿Viste que los perros se lamen el pito, o la concha?, dijo, con la voz imprecisa, mientras me acariciaba el pito, sonreía, sacaba la lengua, me olía y volvía a lamerlo. Y, la gloria total, esa especie de pedacito de cielo en las manos, fue cuando al fin se metió casi todo mi pito en la boca. Yo le agarré la cabeza, supongo que por puro instinto. Necesitaba sentir la presión de su garganta en mi cabecita hinchada. Un montón de escalofríos y coquillas me invadían el vientre, los dedos de los pies, y hasta la nuca. No comprendía bien del todo qué era lo que quería hacerle. Pero verla así, con mi pito en la boca, las piernas cruzadas, las tetas babeadas afuera del vestidito, y sus ojos como mariposas navideñas, sentía que ya no podría separarme de ella. Y de repente, su boca empezó a sorber más, su lengua a cederle el paso a mi pija hasta su garganta, y sus ojos se apretaban más y más. Sus dedos me palpaban los huevos, y su nariz respiraba cada poro de mi piel como si quisiera robarme la felicidad. Sentía que el pito se me ponía más gordito, que a ella le costaba tomar aire, y que su saliva me mojaba hasta el culo. Creo que en definitiva llegué a largar bastante de mi leche en su boca, porque vi algunas gotas chorreando de su mentón. Además, enseguida sentí el pito cansado, como sumido en un pequeño dolor que reclamaba descanso. Se me había puesto sensible y fastidioso. Pero solo hasta que Lucía murmuró, en medio de bocanadas y gemidos: ¡Dale Nico, correme la bombacha, y chupame! ¡Bueno, si es que no te molesta mi olor a pipí!

En cuanto aparté su vestido arrugado de su entrepierna y le corrí la bombacha, ella se abrió para mi lengua y olfato como una flor silvestre y maligna. Tuve ganas de morderle la vagina, de metérmela toda en la boca y saborearla hasta que, vaya a saber qué. Ni me importó su olorcito a pis. Lamí, sorbí y besuqueé cada rincón de su vulva pequeña, gordita, húmeda, acalorada y suave como un durazno, impoluta de vellos y maldades, dulce y salada al mismo tiempo. Ella, sonreía tan genuina y alzada que, yo me sentía en falta si dejaba de lamerla, besarla y frotarla. Sentí que el pito me latió más fuerte cuando me dijo, sin detener sus gemidos: ¡Sacame la bombacha, así me la chupás mejor!

Sin embargo, cuando lo hice, ella me agarró del pelo y me ofreció el fuego de sus labios. Nos comimos, mordimos y sorbimos las bocas, mientras mi cuerpo iba cayendo instintivamente sobre el suyo. Ella balbuceaba cosas como: ¡Tocame las tetas nene, dale, que sos mi lobo feroz, y yo una de esas nenas chanchas! ¡Quiero que siempre estemos así, jugando a ser lobos!, mientras yo notaba que sus piernas se abrían como para tragarme entero. Y, de golpe me dijo al oído, después de sacarme su bombachita de la mano: ¿Querés meterme el pito ahí adentro? ¡Así es como lo hacen los perros! ¡Y los lobos, imagino que también! ¡Ellos se muerden como nosotros, y se babosean! ¿Querés?

Pero, en ese momento nos dimos cuenta que la puerta de la pieza estaba abierta, y el abuelo se acercaba para despertarnos, o para retarnos por los ruidos, o para renovar el espiral que nos hacía toser por las noches, pero mantenía a raya a los mosquitos. Como estaba la luz apagada, no llegó a vernos. Pero su voz nos asustó cuando tosió. Cuando el peligro pasó, vi que ya eran las 4 de la madrugada, y recordé que habíamos quedado en acompañarlo a hacer las compras. Así que, no nos quedó otra que dormirnos. Fue una suerte que haya decidido volver a mi colchón, para no tentarme a seguir haciendo chanchadas con mi prima. Aunque conservaba el picor de su vulva en la lengua, el aroma de sus tetas en mi piel, y el pito tan duro como cuando ella misma se lo metió en esa boquita.

Al día siguiente, como si todo lo que hubiéramos vivido se tratara de un sueño inalcanzable, Lucía y yo estábamos apretujados en el asiento trasero del auto del abuelo, yendo y viniendo por la ruta, de la verdulería a la carnicería, luego a la cigarrera, al carpintero y a la florería. Mi abuelo era un romántico con la abuela. Casi siempre le llevaba algún ramo de rosas, o unos geranios, o claveles. Pero, antes de pasar por la zapatería y un herrero, el abuelo nos compró un helado para que nos quedemos comiéndolo en el auto. La verdad es que, a veces se tomaba un cafecito con el zapatero, y hablaban de mujeres. Entonces, nosotros, mientras nos devorábamos las tacitas de cema y chocolate, jugábamos a darnos cucharitas en la boca, o a besarnos con piquitos cada vez más cerca de la boca, o nos sacábamos la lengua para que el otro la atrape con los labios. Ella estaba sobre mis piernas, y las cajas con las compras no nos permitían movernos demasiado. Y encima, Lucía no se había bañado. El sol acentuaba su olorcito a pis, y al deseo de ser la nena perseguida por los lobos. Incluso, en un momento se atrevió a meter una de sus manos por adentro de mi jogging para apretarme el pito, diciéndome: ¡Se te puso duro otra vez, primito! ¡Y, la verdad, no fue tan feo cuando me lo metí en la boca! ¿A vos te gustó chuparme?

¡Sí, me encantó! ¡Y, anoche, casi te lo meto ahí adentro! ¡Zafamos!, le dije, más aturdido y contento que perro con dos colas.

¡Pero, me largaste tu semen en la boca, chancho! ¡Eso, en realidad, cuando los perros, y los lobos se alzan, se lo largan en la vagina a las perras, o a las lobas! ¿Vos creés que, los lobos que persiguen a las nenas, se alzan con ellas?, me preguntaba, apretando y soltando mi pito, poniéndomelo duro, haciendo que mi presemen salpique mi calzoncillo. Yo, en ese momento había atrapado su lengua fría por el helado, y se la mordí para que se calle. Temía enchastrarme entero si la seguía escuchando. O peor aún. Enloquecerme y ponerme a chuparle las tetitas allí mismo. Y de golpe vimos al abuelo abriendo la puerta del auto.

¿Qué estaban haciendo ustedes dos? ¡Ojo con toquetearse! ¿Estamos? ¡Ahora es la época en que las pendejitas se alzan, y a los pendejos se les pone duro el muñequito! ¡Saben bien de lo que les hablo, me imagino! ¿Por qué estás a upa de tu primo, Lucía?, nos decía mientras se acomodaba para arrancar el auto, encendía la radio para escuchar sus tanguitos de siempre, y se prendía un pucho.

¡Porque está lleno de cajas y bolsas Abu, y no entramos! ¡Pero, nos estamos portando bien!, le dijo Lucía, y el abuelo sonrió. Siempre sospechamos que él sabía de nuestra calentura, y que no hablaba de eso con la abuela porque, de algún modo lo comprendía. No volvió a decirnos nada en el camino. Aún cuando vio que Lucía me sacaba la lengua, se ponía helado allí, y me lo pasaba por los labios. Cuando entramos el auto en la cochera de la casa, una vez que ayudamos al abuelo a bajar todo, lo vimos entregarle las flores a la abuela, y después nos mandó para el patio, diciéndonos con una sonrisa radiante: ¡Vayan a jugar, hasta que esté la comida! ¡Y vos, pajarón, arreglate el pantalón, que tenés la manija re parada!

A la abuela no le gustó el comentario. Riñó al abuelo por eso, a pesar que estaba chocha por las flores. Ella fue la que, en la siesta nos retó porque, nos vio sentados en el sillón, mirando una peli. Y es que Lucía estaba sentada sobre mí, totalmente despatarrada, con el mismo vestido, despeinada, descalza, y comiendo unas uvas. La abuela odiaba que escupa las semillas con fuerza sobre el cuenco. Es más. Creo que la retó por eso en primera instancia.

¡No seas ordinaria hija! ¡Sos una señorita! ¡No podés escupir así, como si fueras un pibe! ¡Y, además, otra vez arriba de tu primo! ¡Bajate, que el sillón es grande!, le había dicho, fulminándola con la mirada, ya que encima, había discutido con el abuelo por alguna pavada.

¡Pero, las piernas de Niquito son más cómodas Abu!, le respondió mi prima, casi sin mirarla.

¡Bajate de ahí, cochina! ¡Ya estás grandecita, y sabés muy bien que se te empieza a calentar la cotorra! ¡Y no me mires así! ¡Y vos, Nicolás, portate bien, si no querés que se te ponga dura la salchichita!, dijo al fin, y aunque sus palabras fuesen graciosas, el tono de su voz era gélido como un océano de hielo. Lucía se bajó. Pero en cuanto la abuela volvió a dormir la siesta, se me subió, y esta vez, iniciamos una guerra de cosquillas, manoseos, chupones, lengüetazos y mordiscones que nos hacía reír.

¿A ver cómo tenés la salchichita nene? ¡Dale, mostrame, que tengo hambre de una rica salchicha!, me deliraba la pendeja, haciéndome sentir un boludo con el recuerdo de las palabras de la abuela.

¿Y a vos? ¿Es verdad que se te calienta la cotorra? ¿Si te la toco, me puede picar? ¿Sabe hablar esa cotorra nena?, le dije, entre herido y alzado, porque ya no podía fingir mi estado de apareamiento. Entonces, ella empezó a apretarme el pito, una vez que consiguió bajarme el pantalón. Yo le advertía del peligro que corríamos si la abuela aparecía de repente. Y ella, más rápida que cualquier guijarro de luz, llevó su cara a mi pubis, extrajo mi pito de mi calzoncillo, y se lo metió en la boca.

¡Ahora sí estoy contenta! ¡La nena tiene que tomar la mamadera en la siesta, antes que aparezca el lobo! ¿O no primito?, me decía mientras lamía, besaba y chupaba. En un momento, hasta me lamió el calzoncillo, oliendo mis bolas con unas ganas que me asustaban.

¡Mordelo nena, dale, mordeme el pito! le pedí de pronto, sintiéndolo cada vez más duro y caliente entre sus besos, caricias y salivazos. Y ella, lo hizo, llevándome a un estremecimiento que, concluyó cuando empecé a eliminar todo mi semen en su boca, el que ella tragó, lamió y saboreó sacando la lengua, sonriendo y fundiendo sus dedos en mis piernas. Recién entonces reparé en que los dedos de su mano derecha se ocultaban bajo su bombachita, y que algunos gemidos apretados se le desbordaban de la vagina, y de sus labios blancos por mi reciente acabada. Pero, tuvo que levantarse enseguida del suelo, porque los pasos cansinos del abuelo, que todavía bostezaba y le rezongaba algo a la abuela, nos devolvían a la cruda realidad de nuestra situación. Sin embargo, una vez que nos saludó, puso la pava para sus matecitos y se sentó a hojear el diario, nos habló con voz pausada, casi tan baja como el susurro de un misterio: ¿Se divirtieron en la siestita ustedes dos? ¡Lucía, me parece que te vas a tener que ir a cambiar el calzón, porque, seguro se anduvieron besuqueando! ¡Y vos, no te hagas el sonso, que, si la abuela supiera, te habría manguereado en el patio con agua helada! ¡A los dos, diría yo! ¡Así que, rajen a jugar al patio! ¡Y no vuelvan hasta la noche! ¿Estamos?

Los dos nos tomamos la sugerencia del abuelo como un mandato de vida, y salimos todo lo rápido que nos dieron las piernas. Sé que regamos las plantas, le dimos de comer a las gallinas, jugamos a las escondidas y a la mancha, en la que solo valía tocarnos un cachete de la cola para congelar al otro, y que después, seguimos besándonos. Pero por algún motivo no intentamos recurrir a nuestros genitales.

El verano seguí tejiendo su telar de lunas preciosas, soles calientes y chicharras cantoras en los árboles. Nosotros, nos comíamos la boca en cada resquicio que encontrábamos, y por las noches, yo procuraba no subir a su cama. Pero ella, cuando sabía que yo fingía dormirme, se aparecía en cuatro patas sobre mi colchón, gateando desde su cama hasta allí, para bajarme el calzoncillo con una sutileza que me desesperaba, y tomar mi pene entre sus manos. Ahí, el ritual era casi siempre el mismo. Me olía, besaba, lamía y mordisqueaba hasta ponérmelo durito y caliente, y luego se lo metía entero en la boca. Yo le acariciaba el pelo, rogándole en voz baja: ¡Chupalo nena, dale, comeme todo el pito, sacame la lechita, que te gusta comértela toda!

Ella gemía, se atragantaba un poquito, tosía, se reía como una avecita alegre, y a veces se quedaba con mi semen en la boca. Otras veces, cuando adivinaba que me faltaba poco, se me tiraba encima y atrapaba mi pene con sus piernas gorditas. Me lo apretujaba, sobaba y rozaba con uno de sus dedos, juntándolo todo lo que podía a su vagina ardiente, mientras me besaba desesperada y jadeante. Me decía cosas como: ¡Ahora yo soy la loba que te va a comer entero nene! ¿Te gusta que te apriete el pito con las piernas? ¿O te gusta más que te lo chupe? ¡Quiero que me lo metas ahí, o en la cola! ¿Viste cómo los perros le meten el pito a las perras? ¡Eso quiero yo primo! ¡Quiero que me mees toda, como los perros mean a las perras!

 Lo peor de todo es que yo también deseaba penetrarla. Y más cuando notaba que andaba sin bombacha. Y, al fin, una noche, nos fuimos al patio, una vez que empezamos a escuchar que los abuelos discutían. Al principio no sabíamos bien los motivos. Pero, de repente oímos a la abuela reprochar: ¡Vos te hacés el boludo viejo, y no le ponés los puntos! ¡Ni a ella, ni a él! ¿Qué pasa si la nena queda preñada? ¿Cómo se lo explicamos a tu hijo? ¡Lucía, bueno, es una huerfanita!

El abuelo parecía harto de dar las mismas explicaciones. Pero esta vez no pudo detener la discusión cuando le aseguró que todo estaba bajo control, que nosotros éramos chicos, y que es normal que nos busquemos. Además, la trató de retrógrada, de tener la mente sucia, y de un montón de cosas que no llegamos a escuchar, porque a esa altura ya estábamos en el patio. Al principio, no sabíamos qué hacer. Nos preocupaba que la pelea pase a mayores. Ella sugirió escaparnos, y hamacarnos un rato en la placita que teníamos a media cuadra. Yo le dije que eso solo empeoraría las cosas. Y, de la nada, empezamos a chuponearnos contra uno de los árboles. Me acuerdo que yo estaba en calzoncillos, y ella con un vestido cortito, y una bombacha blanca. Se la quise bajar, pero ella no me dejó, al menos hasta después de hacerme corretearla por todo el patio. Cuando llegamos a la parte de atrás del gallinero, Lucía se puso en cuatro patas, se subió el vestido y me pidió: ¡Ahora sí Nico, bajame la bombacha, y oleme la cola, como si fuese una perra! ¿Querés?

Cuando lo hice, creí que me desbordaría de emociones violentas en todo el cuerpo. Era irresistible, casi imposible dejar de pegar la nariz al centro de sus nalguitas rosadas, húmedas y fragantes. Tenía olor a pis, y a jabón, porque se había bañado por la tarde. Le pasé la lengua por el agujerito, y cuando pensé en meterle el pito allí, le di un chirlo, y después otro, y creo que luego varios más. Ella chillaba con cada azote, me pedía más, y me agarraba una mano para fregársela con todo en la concha, repitiendo sin bajar la voz: ¡Frotame toda, dale, frotame la vagina nene, dale que me pica, y me hace cosquillitas, y se me moja toda! ¡Frotame, así el abuelo me manda a cambiarme la bombachita, por calentona y cochina!

Estuvimos un rato así. Yo, frotándola y oliéndola como un condenado, y ella gimiendo, babeándose la cara, y sacando la colita para atrás, moviéndola y tratando de agarrarme el pito. cuando lo consiguió, abandonó todo el recato que le quedaba. Se tiró en el pasto con las piernas abiertas y las rodillas flexionadas, y me dijo: ¡Dale, arrancame la bombacha, y metela!

Yo me tiré encima de ella, y froté durante un rato mi pito sobre su panza, y hasta llegué a pasárselo por las tetas. ella se reía, y seguía pidiéndome que se lo entierre. Cuando el grito de la abuela nos hizo quedar tan quietos como las estrellas arriba en el cielo. No tardó en encontrarnos, porque, el grito lo había pegado apenas abrió la puerta del patio.

¡Pero, qué carajo les pasa! ¿Estás desnuda Lucía? ¿Y vos, también? ¿Se lo metiste, pendejo insolente? ¿Qué quieren ustedes? ¿Andar todo el día pegados como los perros? ¿Acaso no tienen educación sexual en la escuela? ¿No saben lo que les puede pasar, si eso sucede? ¡Encima, tenés un olor a pichí que no se aguanta Lucía! ¡Tomá, ponete la bombacha, roñosa! ¡Y vos, subite el calzón! ¡Mañana vamos a hablar con el abuelo!, nos gritaba la abuela, fuera de sí, mientras nos levantaba del pasto a los zamarreos, tirones de pelo, y a ella, a los cachetazos. La i lloriquear y reírse al mismo tiempo, y eso me calentó un poco más. Se llevó a Lucía al baño, y a mí, me pidió que por esta noche duerma en el sillón, en la cocina. Escuché la ducha, los rezongos de Lucía que no quería bañarse, y los gruñidos de la abuela. Intentaba no pensar en lo que me dirían mis padres si se enteraban de todo. Pero, el abuelo nos haría la gamba. ¿O no? ¿Y si se ponía la gorra?

Entonces, ni bien terminamos de desayunar al otro día, la abuela intentó arrancar con su discurso acusatorio, mientras el abuelo controlaba los números de la lotería.

¡Escuché todo! ¡No hace falta que grites mujer! ¡Ya te dije que voy a tener unas palabras con ellos! ¡Vamos, Lucía y Nicolás! ¡Vamos al galpón! ¡Y, Marta, te pido que no nos interrumpas, porque va a ser peor!, dijo el abuelo al final de los reclamos de la abuela, poniéndose de pie, cerrando el diario y señalándonos la puerta del patio. Nosotros lo seguimos en silencio. Como yo iba detrás de Lucía, noté que no se había puesto bombacha, porque la pollerita se le subía.

¡Chicos, esto es serio! ¡Pero sé que puedo confiar en ustedes! ¡Sentate Nico! ¡Y vos, quedate ahí, en esa banqueta! ¿Llegás?, le decía el abuelo a Lucía, que al fin y al cabo logró sentarse en una banqueta alta. Yo me senté en un banquito de mimbre, y el abuelo lo hizo sobre un sillón de hierro.

¡La abuela los encontró anoche, en el pasto! ¡Desnudos, y besándose! ¿Qué les dije yo? ¡No lo hagan cuando la abuela tenga la oportunidad de verlos! ¡Es peor para ustedes! ¡A ver! ¡Yo no tengo problemas con que, se deseen! ¡Lucía, si no me equivoco, vos, todavía no sangrás! ¿Estoy en lo cierto?, preguntó el abuelo. Mi prima negó con la cabeza.

¡Bueno, mejor entonces! ¡Nico, tené cuidado con tu prima! ¡Cuando ella empiece a ovular, no vas a poder echarle la lechita ahí adentro, si es que, todavía no lo hiciste! ¿Lo hizo Lucía?, dijo el abuelo, que parecía nervioso. Yo habría jurado que se palpó la entrepierna.

¿Y por qué andás sin bombacha vos? ¿Querés mostrarle la conchita a tu primo? ¡Parate Nicolás, y acercate! ¡Subile la pollerita, y olela! ¡Si llega a tener olor a pichí, es porque tiene ganas de que la besuquees!, me dijo el abuelo, sin esperar la respuesta de mi prima. Ella, de todos modos, murmuró un tímido: ¡Sí, quiero que me la mire Abu!

Yo, me levanté del banquito, pero no estuve seguro de cumplir sus órdenes. Pero el abuelo insistió, y Lucía abrió las piernas.

¡Dale pajarón, olele la vagina a tu prima, pobrecita, que te quiere tanto! ¿Vos, ya le miraste el pitulín? ¡Bajate el pantalón Nico!, dijo el abuelo, algo más agitado, mientras yo apoyaba mis manos temblorosas en las piernas gorditas de Lucía, y reconocía desde lejos, sin bajar la cabeza todavía, su fragancia a pichí e la mañana.

¡Antes no te meabas por tu primo! ¿No chiquita? ¡Dale, olela hijo! ¡Y vos, tocale el pilín! ¡Pero no le bajes el calzón!, pidió mi abuelo, cuando mi cabeza al fin reposaba sobre la pierna derecha de Lucía. Finalmente, le subí la pollera, y le pasé la lengua por la vagina, como el abuelo me lo solicitó.

¡Lucía, si tenés ganas, meate encima, ahora!, le pidió, tratando de acomodarse en el sillón para que no se le note la erección en el pantalón. Mi prima, se detuvo por un momento, pero enseguida se dejó fluir en una tenue y suave llovizna de pis, la que le empapó la pollera y sonó en el suelo como un leve goteo impertinente.

¡Ahora, bajate de ahí, y hacé lo que sabés hacer con el pito de tu primo! ¡Vamos hija, o hablo con la abuela! ¡Si los padres de Nicolás se enteran de esto, ustedes, no se vuelven a ver ni por puta! ¡Y sabés cómo son tus tíos de implacables!, dijo el abuelo, quitándose los anteojos de leer, y echando un vistazo de vez en vez a la puerta, por si acaso. Lucía no tardó nada en arrodillarse en el suelo de baldosas grises, en bajarme el calzoncillo y en comenzar a meterse mi pito duro en la boca. Me lo lamió, besó, sorbió y mordisqueó como siempre, pese a que yo me la hubiese imaginado intimidada por la atenta mirada del abuelo. Pero, incluso se animó a escupirme la panza y los huevos, a pedirme que le apriete los pezones, y a llevarse mi pija hasta el tope de su garganta. Gemía y temblaba como cuando lo hacíamos a escondidas, y con una mano intentaba frotarse la conchita. Pero el abuelo se lo impedía cuando le rezongaba: ¡No te toques, cochina, aguantate, aguantate el celo de esa conchita hermosa, que tu primito te va a calmar en un ratito!

El abuelo era un viejo zorro, tan astuto y sabio como el que más. Supo enseguida cuando estaba por largarle todo mi semen en la boca a Lucía. Por eso, casi sin moverse del sillón nos gritó: ¡Paren ahí! ¡Sacala de ahí nene! ¡Ahora vas a probar lo que es meterla en esa vagina, que, hasta ahora, para lo único que ha servido fue para mojar la cama!

El abuelo le señaló a Lucía la mesa pulcra y vacía del galpón, y le pidió que se saque la pollera. Le dijo que tenía un culito hermoso, y un olor a perra en celo con el que podía enfermar a cualquier hombre.

¡Subite ahí, y abrí las piernas! ¡Y vos, pajarón, metete ahí, y envocala! ¡No pares de moverte una vez que sientas que se la metiste! ¡Hacele pis si querés! ¡Pero, antes que cualquier cosa, echale la lechita adentro! ¡Ya saben! ¡Una vez que empieces a sangrar, se acabaron los jueguitos! ¡O, al menos por adelante! ¡No queremos bebitos tan temprano! ¡Pero, por ahí, cuando sean más grandecitos, van a poder probar hacer cositas por la cola! ¿Qué les parece? ¡Ahí sí que se van a quedar bien pegaditos, como los perros! ¡Yo, los dejo, porque si los sigo mirando, va a ver problemas! ¡Se quedan acá, hasta que terminen! ¿Estamos? ¡Y después, Nicolás, a bañarte! ¡A vos Lucía, te quiero con olor a pichí, todo el día! ¿Se entendió?, nos decía el tata, mientras nosotros nos besábamos despacito para que no sienta que no le prestábamos atención. Y el abuelo fue fiel a su promesa. ¡Nos dejó solos! Yo, casi sin proponérmelo, le di la orden a mi pene de clavarse entero en la vagina de mi prima, a pesar de sus pequeños grititos. Le dolió, y según ella le ardía mucho. Pero, una vez que lo tuvo todo adentro, sus uñas comenzaron a dejar surcos en mi espalda, sus dientes marcas en mis labios, y nuestros besos violentos a tatuarse en nuestros cuellos, hombros, mejillas y corazones. Yo podía vibrar en sus latidos, y su vagina se acompasaba casi tan bien al ritmo de mi pija que, nada nos importaría en ese momento. Ni que la abuela nos encuentre, o nos descubran mis viejos, o toda la gente de la ciudad. Su vocecita me alentaba a seguir penetrándola, asiéndola contra mi cuerpo, y besar cada parte de su cuerpo juvenil. No quería dejar de morder sus pezones, ni mamarle las tetitas, mientras ella me decía: ¿Vos me dejarías embarazada primito? ¿Te gustaría tener un bebé conmigo? ¿Un lobito bebé? ¿Me vas a perdonar si me hago pichí por vos esta noche?

La puerta no se abrió nunca. La mesa crujía al ritmo de nuestra batalla de lenguas y pubis en celo. El olor del tabaco, café y tinta de diarios viejos del galpón del abuelo fue sustituido por el aroma de nuestras hormonas, la meada de Lucía, y el deseo de mi pija de llenarla toda. Me volvía loco la idea de metérsela en la cola. incluso, llegué a jugar con algunos dedos en su agujerito al tiempo que seguía entrando en ella. Hasta que, ella me mordió una tetilla, murmurando algo como: ¡Dale primito, meate adentro mío, meame como a tu perra!, y entonces, un remolino de cascadas, campanas elegantes, un coro de sirenas desnudas, miles de lenguas gigantes lamiéndose entre sí, y un chorro de burbujas infinitas empezó a surgir de la punta de mi pija para internarse de lleno en su cuerpito de temblores, veranos intranquilos y sabores prohibidos. Creo que se me cayeron algunas lágrimas mientras sentía que todavía mi semen la llenaba, y mi pene comenzaba a ponerse sensible. No quería sacárselo de allí adentro, ni quería apartar mis manos de su culito, ni mi boca de sus tetas. ella tampoco me pedía que la suelte, ni que la deje respirar, o que le seque el sudor de la frente. Apenas tenía voz para otra cosa que, para jadear, tomar aire y seguir jadeando. Recién al final, cuando poco a poco mi cuerpo empezaba a reaccionar, y a separarse del suyo, me dijo: ¡Me encantó primito, aunque me haya dolido al principio! ¡Me cogiste toda! ¡Eso quería hacer yo, hace rato! ¡Coger, y con vos!

Después de eso, nos besamos durante unos segundos que podrían haber durado horas, meses, o años luz. Pero, éramos conscientes que teníamos que aparecer por la cocina, y dejarnos ver por la abuela.

¡Abu, me hice pichí mientras le daba de comer a las gallinas!, le dijo Lucía a los minutos, cuando ella la encontró merodeando por el patio. Tenía la pollera mojada, los pies descalzos y el pelo enredado. Por suerte la abuela no reparó en los hilitos de sangre que había en su vagina, y que le caían de a poquito por las piernas. Quiso mandarla a bañar. Pero el abuelo le propuso algo mejor para sus ganas de apremiarla.

¡Dejala Marta! ¡Vamos a ver si aprende! ¡Lucía, hoy no te vas a bañar! ¡De castigo, te vas a quedar meada todo el día! ¡De paso, el chancho de tu primo no se te va a acercar! ¡Ya hablé con los dos, y quedó todo claro! ¡Así que, ahora, a lavar los platos nena, vamos!, le dijo al fin, apareciendo de alguna de las puertas de la casa, dejando satisfecha a la abuela que, por esa vez no discutió.      Fin

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