Escrito por el TiPito
Fue mágico e inolvidable aquel verano para mí. No solo la temperatura del ambiente me atosigaba. Yo también andaba con las hormonas al palo. ¡Y no es para menos con 17 años! ¡Y ella me tenía tan loco, tan extasiado! Yo no sabía si ella sería el amor de mi vida. Pero estaba clarísimo que me daba vuelta como una media. En el atardecer, que era nuestro momento más feliz del día, mis ansias y yo nos preparábamos para verla. Todo era perfecto. El olor de la tierra mojada, a pasto recién cortado… el ruido de los niños jugando y los adultos yendo y viniendo, y toda la alegría del verano. Todo se volvía más fuerte e intenso, y mi corazón latía como un caballo desbocado, babeándose todo por esa fragancia femenina que me hacía soñar despierto, cada vez que la veía bajar del mismo micro, a la misma hora de siempre. Tenía una sonrisa enorme y fresca, dos trenzas al viento que, al agitarse con sus pasos apurados, iban a mi encuentro. Entonces, un abrazo arrollador como el calor del mismísimo verano nos coloreaba, y nos fundíamos en un beso largo y apasionado. La gente nos miraba como a dos adolescentes calientes. Pero nada me importaba. A ella tampoco. Ya nos habíamos encontrado. ¿Qué sabrían ellos de nosotros?
La tomaba de la mano, le regalaba un chocolate, o alguna otra cosa dulce para sorprenderla; y entre risas y preguntas cotidianas, íbamos a mi cuarto, tan torpes como enceguecidos. Allí, en mi casa todavía no llegarían mis padres. Aquel breve espacio que nos ofrecía la suerte, había que aprovecharlo con todo. Entrábamos riéndonos de cualquier cosa, nos besábamos, nos acariciábamos con manos perversas, nos olíamos como perros alzados, y a veces nos frotábamos los cuerpos, sintiéndonos renacer, humedecernos y latir al compás de nuestras libertades. Yo siempre quería sorprenderla de alguna forma. Pero ella era más astuta que yo. Pero eso, tampoco me importaba. Siempre traía alguna novedad, algún juego, excusa, disparate, o sorpresa bajo la manga. Esa vez, su fragancia entre niña y mujer inolvidable se confundían con una clara advertencia en sus ojos luminosos. No me dio tiempo a nada. De pronto me tomó de las manos y me apretujó en uno de los rincones de mi cuarto, meciendo en el aire, y ante mi atenta mirada, unas esposas.
¿Ahora sos mi prisionero bebote! ¡Así que, portate bien, o te vas a la cárcel!, me decía agitada, sudando vanidades y destellos de sus propias ansias incontrolables. Luego me condujo de espaldas hacia la cama, y de un empujón inesperado me derribó sobre ella. Me sacó la poca ropa que traía con una facilidad admirable, se lanzó sobre mí como un rayo, y me entró a morder, a besar, chuponear, tocar y ronronear. Yo no entendía nada, pero no buscaba explicaciones, ni las necesitaba. Mi virilidad se puso en funcionamiento, cegado por su aroma y el tacto de su lengua. Nunca me había sentido tan al palo, ni creía que la pija se me podía poner así de imponente. Mi corazón palpitaba en mis huesos como aquel caballo babeante, pero cada vez más cerca de ganar una carrera que parecía no tener final, ni principios. Sus manos pequeñas me tocaban, me rozaban con sus uñas, subían y bajaban por donde querían, y me pegaban, mientras repetía: ¡Acordate que sos mi prisionero, mi rehén, mi esclavito, y vas a hacer lo que yo te diga!
¡Sí oficial, sí, pídame lo que quiera!, podía susurrarle mientras intentaba cambiar el aire. Entretanto, sabiéndose dominante, se sentaba sobre mi sexo para quedarse quietita, asegurándose que mi piel sienta cada poro de su piel caliente. Ella se tocaba las tetas, y luego me tocaba los brazos, mirándome como diciendo: ¿Y dónde está esa fuerza de macho?
Después comenzó a balancearse, bien apretadita a mi cuerpo, y yo que no sabía en qué momento iba a explotar de felicidad, semen y lujuria, intentaba acomodarme mejor en la cama. Las sábanas comenzaban a calentarse antes de entibiarse. Luego, sin prisa, pero sabiendo que el tiempo se nos consumía en las manos, recobré en que toda mi virilidad yacía adentro de su boca. ¿Cómo habíamos llegado a eso? ¡Qué lindo le quedaba esa bombachita perdida entre las nalgas redonditas que contorneaban su figura! Los ruiditos de su boca y saliva eran impresionantes, disfrutables, y más que estimulantes para mis huevos en llamas. De a ratos se atragantaba con el hambre de una huerfanita rodeada de hamburguesas, mientras repetía: ¡Esta es mi mema favorita! ¡Quiero probar esta leche ahora!
Jugaba con su lengua de arriba hacia abajo, apretaba con sus deditos, la olía con devoción, me la escupía, y bajaba a mis huevos para saborearlos, mordisquearlos y chuparlos como una experta. ¡Jamás había tenido esa sensación! ¡Esa tarde me sentía tan salvaje que, me habría dejado hacer lo que su voluntad deseara!
Al fin me quitó las esposas, mientras me decía al oído: ¡Ahora tenés un ratito de libertad, para hacerme lo que quieras! ¡Haceme gozar bebé!
Yo la tomé con mis manos, y gracias a que era livianita, delgada y ágil, pude dominarla a mi antojo. Durante un instante admiré sus pechitos como manzanitas dulces y rebeldes, su piel suave como el algodón, sus labios gruesos y sedientos en los que era sencillo soñar, y la tersura de sus nalgas perfectas. Luego, con una mano la tomé de una pierna, mientras que con la otra le sujetaba los brazos para darle vuelta sobre la cama. Aparté sus trenzas de su espalda, le olí el cuello, me llené de los colores de sus nalguitas redondas, y me di a la tarea de morderla toda, olfatearla con deleite, robarle la frescura con mis dedos, y de escucharla gemir con dulzura. Respiraba cada vez más fuerte, porque su salvajismo me había eclipsado. ¿O yo la había convertido en una bebota en llamas?
La realidad era que yo sentía que no había nada mejor por vivir. ¡Esa nena era mi descarga perfecta! ¡Qué ganas que tenía de llenarla de leche! Cuando la mordí por primera vez, ella me pidió que la muerda más fuerte, y que le chuponee las piernas, y la cola. entonces, cuando le permití darse vuelta, me entretuve con sus pechos, y un buen rato entre ellos para lamerla toda, mientras mis dedos jugueteaban con sus pezones duritos. Pero mi camino debía continuar su descenso. Por lo que lamí su ombligo sexy como antesala de lo que se avecinaba, notando los temblores de su abdomen y los jadeos de sus labios.
¡Dale nene, pegame fuerte, nalgueame toda! ¡Dale que me gusta!, me dijo de repente con un hilo de voz. Yo no podía hacer más que obedecerle, con el cuchillo entre los dientes y el pito más duro que el núcleo de la tierra. Y sin darme cuenta, arribé a su sexo, donde mi lengua y dedos hicieron de las suyas. Ella solo gemía de placer, mientras la tibieza de su vagina enfermaba a mis instintos. El pecho me seguía vibrando como una comparsa mientras le apretaba las nalgas, le abría las piernas, frotaba mi cara en su vulva húmeda y ardiente, y le chupaba los pezones cada tanto. Y de golpe la cama se volvió un torbellino. Mis dientes se le marcaban en la cola, su lengua lamía mi cuello, el sudor se nos confundía como los jadeos y las palabras obscenas, y varios chirlos restallaban en nuestras pieles venenosas de excitación. Nos pegoteábamos y movíamos cada vez más cerca de llegar al punto exacto, mientras mi pija se chocaba con sus atributos, salpicándola toda de mis jugos. Mi cuerpo se agitaba mientras se le desarmaban las trenzas. Sus ojos eran centellas, o relámpagos presagiando una tormenta inevitable. Sus gemidos me daban la seguridad que necesitaba para seguir saboreando cada partícula de esencia de hembra. Y de pronto se deshizo de mis ataduras para tirarme sobre la cama con toda la fuerza que sus brazos recogieron de la naturaleza animal, y se me subió encima, al tiempo que se sacaba la bombacha y la arrojaba por la ventana de mi cuarto. Todo lo que recuerdo es que empezó a montarme con una furia difícil de contener, haciendo colisionar su pubis con el mío, comiéndose mi pija con su conchita caliente. Ella insistía con que le derrame adentro todo lo que tenía en mis bolas repletas de cosquillitas. Entonces, su cuerpo se deslizó por mis piernas para que su boca cargada de saliva vuelva a hacer contacto con mi sexo. Se la metía en la boca y la soltaba, la succionaba, lamía y mordisqueaba, se pegaba con ella en la naricita, y regresaba a chupar con ganas, pidiéndome con brío: ¡Dame la lechita nene, dale, dámela toda en la boquita, llename de leche, que me la trago toda!
Su forma de comerse mi verga se convertía en fuego, pasión, locura desenfrenada, y en más atracones en su garganta fatal. Y entonces caía en la cuenta que era ella con quien quería encontrarme todas las tardes, mientras unas sacudidas involuntarias me obligaban a apretar los ojos y los dientes, y a mi pene a volcar todo lo que pudiera adentro de esa boca mágica, única y sin piedad. pensaba en que esa chica era la aventura que jamás tendría que tener un final, mientras la escuchaba tragar, relamerse y meterse deditos en la conchita. Pero, todo en algún momento vuelve a su lugar. En el cuerpo, el alma, el corazón, y el sexo. De pronto me quedaría solo otra vez, y ella volvería a formar parte del paisaje, las miradas de otros chicos, los chismes de los vecinos, y el olfato de otras abejas perversas esperándola entre los árboles para polinizarla. Pronto mi cama y yo la extrañaríamos gravemente. Fin
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