Se lo repetí una y mil veces. No estaba de acuerdo con el intercambio de parejas, ni con incluir a un tercero entre nosotros. Pero Sofía insistía incansable. Me decía que a sus amigas les había resultado de maravillas, que necesitábamos renovar la pasión, que no nos vendría mal fantasear un poco, o modificar nuestra rutina, o ratonearnos con roles distintos, y un montón de disparates más. Con 43 años en el lomo, yo solo podía pensar en el trabajo, en lo duro que estaba pelearle al dólar, en los insumos que no entraban al país, y en la cantidad de máquinas viales, tractores y camiones parados en los galpones, gracias a la escasez de producción, la inflación y las medidas impuestas por el gobierno. Además, nuestros tres hijos demandaban escolaridad, ropa, salidas, actividades recreativas, deporte y la mar en coche. Nada alcanzaba para nada- ni para darnos algún lujito. ¡Y mi esposa que me salía con semejantes locuras!
La última vez que abordamos el tema, casi dormimos separados por lo lejos que llegó nuestra discusión.
¡Amor! ¡Si vos no mostrás interés en mí, después no te quejes! ¡No quisiera tener que meterte los cuernos para que recapacites! ¿Al final yo soy una esclava en la casa? ¡Tomás ya tiene 13… Y nosotros, la última vez que hicimos el amor, fue cuando él cumplió 6! ¿Te acordás? ¡Fue un ratito antes de que le cantemos el feliz cumpleaños! ¡Vos estabas hecho una furia! ¡Me dejaste el cuello todo chuponeado, la bombacha rota y pegoteada de semen, y los dientes marcados en la lola derecha! ¡Me agarraste contra la pared del bañito! ¡Y paraste porque mi viejo nos gritó por la ventana! ¡Creo que hasta tuvo que tirar unas piedras!, me decía enjugándose las lágrimas entre divertida y rígida por la indignación, porque yo no controlaba mi risa nerviosa. Y no era que no la comprendía, o no me ponía en su lugar. Pero, entre que intentaba expresarle mis razones, tal vez excusarme o pedirle perdón de una forma irracional, más a la defensiva que otra cosa, encimándome a sus palabras, ella me miraba como para hacerme juicio por abandono de persona, por desatenciones sexuales, y por no colaborar con sus deseos de mujer. Por suerte, en un momento de lucidez le dije que lo iba a pensar, que buscaría ayuda profesional si hiciera falta, y que, al día siguiente, si ella me daba el visto bueno podíamos ir al primer hotel en el que nos desnudamos por primera vez para rememorar viejos tiempos, después de alguna rica comidita por ahí. Ella me sonrió, nos abrazamos y besamos como hacía tanto que no nos sucedía. ¡No se lo podía negar, ni distraerme con esos estímulos! Sus tetas se frotaban irreverentes contra mi pecho desnudo, ya que ella me había quitado la camisa, y mi pija se enamoraba del calor de su vulva apenas vestida con una tanga lila, puesto que nuestros cuerpos danzaban al ritmo del besuqueo que nos encendía por toda la casa. Tuve que chistarla porque nuestros nenes dormían, y sus gemidos empezaban a perder el control. Todavía renegábamos con el pequeño de 5 porque le costaba dormir con la luz apagada.
Al rato ya estábamos arropados en la cama, en bolas y serenos. Al menos Sofía palmó de inmediato. Pero las emociones de mi cuerpo viajaban a los recuerdos que me devolvió mi esposa, a los recientes roces de sus tetas en mi pecho, a la ilusión de volver a echarnos un polvo magnífico en aquel hotel, y acaso por primera vez a la posibilidad de imaginarla con otro tipo. ¡Y eso que no había tomado tanto vino! Lo cierto es que mi mente recreaba fieles fotografías de Sofi mamando otras vergas, dejando que otras manos le nalgueen el culo, que otras bocas le babeen los pezones, o que la lengua de mi jefe se pierda en las profundidades de su vagina insipiente. Sentía que me latían los huevos mientras Sofi Gemía en mi interior, arrodillada sobre unas almohadas revueltas con una pija en el culo, rodeada de depravados. No quise pajearme para no despertarla. Pero cuando la madrugada lo convirtió todo en un manto de oscuridades lejanas para que al fin el sueño consuma a mis delirios, noté que había encremado las sábanas con mi semen tan urgente que, hasta tuve que explicárselo a Sofi al día siguiente. Ella me sonrió con dulzura, diciéndome que volvía a verme como al adolescente pajero del que se había enamorado, mientras nos comíamos la boca.
Finalmente, por cosas de la vida y sus imponderables, no pudimos ir al hotel, ni continuar con nuestras insinuaciones. Era como si poco a poco la rutina se encargara de envejecernos. Para colmo, mi mejor amigo estaba atravesando un divorcio atroz con su esposa. Estaba tan deprimido que ni siquiera le llamaba la atención que el sabalero se estuviese yendo a la B. eso me valió varios cafés en los que buscaba darle ánimos, ayudarlo a razonar, avivarlo con los números, y a recordarle sus derechos como padre de sus hijos. No lo invitaba a comer o a charlar por mi casa, porque Sofi no se lo fumaba. En especial por mujeriego, un tanto mal hablado y bastante machista. Es más, cuando le conté acerca de su situación, ella lo sentenció culpable de todos los cargos, mal padre, un pésimo esposo y un enfermo incurable por la pelota. Por eso, el día más importante de mi vida, acaso la tarde más calurosa que recordaba en pleno mes de mayo, sentí que todo el universo que había construido se me caía a los pies, y me partía la espalda en mil pedazos.
Había llegado a casa más temprano porque hubo problemas con el combustible todo el día. Todos los surtidores vacíos, y los que tenían algo te lo cobraban un riñón y la mitad del otro. Entonces, pensando en sorprender a Sofía, le compré una caja de Garotos (Sus bombones preferidos), y un paquete de puchos para matar la ansiedad. Hacía mucho que no fumaba. Las ganas de llover en el cielo empatizaban con el mal humor del kiosquero que, ni se dio cuenta que me cobró menos. Recordé que era jueves, y que tal vez Sofi estuviese reunida con su grupo de amigas para practicar el deporte favorito de las mujeres: hablar pestes de nosotros, sus maridos. Eso siempre decía mi padre. Pensé en llevar el auto al lavadero. Pero si se largaba a llover, sería una pérdida de tiempo y guita. Llamé a Sergio, mi amigo en cuestión, porque tenía un SMS suyo en el que me decía que nos juntemos después de las 6 en el café de siempre, y me preguntaba acerca de un abogado del que le comenté. Pero su celular estaba apagado o fuera de servicio. Tampoco lo vi en línea en WhatsApp. Así que resolví ir a casa, ducharme, y tal vez prepararle una cena especial a Sofi. Si por ahí no se juntó con las chicas, a lo mejor daba para tener sexo. Ahora que lo pensaba, tenía ganas de un buen revolcón. Los nenes estaban en el colegio porque eran las dos de la tarde. ¡Hace cuánto que no los iba a buscar, o no los llevaba! ¿Sería tan mal padre como Sergio ante los ojos de Sofía? ¡Qué lo parió che! ¡Tengo que ponerme firme y hablar de sexo con Tomás!
¡Tu hijo ya se masturba, y hace flor de chanchada en las sábanas!, me había puesto al tanto mi esposa para que tome cartas en el asunto. Además, tengo que hacerme un tiempo y llevar al más chiquito a básquet como se lo prometí. ¿Cuándo se vencía el seguro del auto? ¡Uy, mañana cumple años mi vieja! ¡Tengo que pedirle a Sofi que le compre alguna chuchería para regalarle! ¡Y de paso, que me saque turno con el dentista! Pensaba en todo eso mientras estacionaba en la puerta de mi casa, y algunas gotas comenzaban a caer como botones de melancolía. Ni siquiera había reparado en la moto encadenada al poste de la luz. De todas formas, no la reconocí a simple vista. Entré a la casa, guardé los bombones, miroteé la heladera para ver qué había para preparar para la cena, me mandé un trago de una birra sin gas que andá a saber de cuándo estaba allí, y rajé al baño porque, la vejiga me lo pedía como cuchillazos impiadosos. En eso que me bajo los pantalones para mear, oigo con toda claridad una risita femenina, una voz de hombre que daba una orden precisa, y luego las mismas voces superpuestas. Creo que, si un espejo hubiese reflejado mi cara en ese momento, seguro habría sido de una incertidumbre más que de espanto. Más que nada porque pensé que mi vecina había traído a su amante al patio de su casa, aprovechando la ausencia de sus hijos y su marido. Pero cuando presté atención a la voz femenina, casi me desmayo allí mismo al reconocer la voz de Sofía pidiendo con toda valentía: ¡Dale gordo, bajate todo que necesito envidiar un rato a la pobre de tu ex! ¡Según ella, tenés un pedazo más que respetable! ¡Una especie de anaconda! ¿Será che?
Y seguido de aquello, el inconfundible gruñido de Sergio, diciendo con toda impunidad: ¡Parece que las mujeres solo hablan de pijas cuando se juntan, lo parió! ¡Y vos, encima, estás muy regalada nena! ¿Te parece lindo? ¡No sabía que a mi amigo le gustaban las guampas!
Era cierto que el eco del baño podía distorsionar un poco las palabras. Pero estaba todo tan claro para mi cerebro que poco a poco se desperezaba del letargo y la sorpresa para transformarse en un animal violento, ebrio de ira, nervioso hasta la médula, y por alguna razón, enfermo de calentura. Era obvio que estaban en el patio. Por eso no me los crucé en el comedor, ni en la sala o la cocina. Me estiré para abrir la pequeña claraboya que daba al patio, y efectivamente los vi. Sergio estaba sentado sobre uno de los bancos largos de mosaico, con la camisa desprendida, su tremenda cara de turro, y con Sofía a su lado que le franeleaba el pecho con una mano y le sobaba el muñeco con la otra. Algunas gotas de llovizna se perdían en su pelo castaño, y le empapaban la remerita roja escotada que llevaba, bajo la cual no había corpiño. Eso hacía que sus pezones por poco le perforen la tela por cómo se le paraban. Enseguida vi que Sergio le manoteó una teta, que ella se bajó la remera para que casi se le escape del todo, y que ambos sonrieron cuando Sofi le dijo: ¡Y ustedes hablan de culos, y de tetas! ¡Todavía las tengo duras como bombitas de agua! ¿Viste? ¡Un tetazo de estos en tu cara, y te mando al hospital con una fractura de mandíbula!
Sergio se las palpó con ambas manos, y acto seguido acercó su cara a las tetas de Sofi para morderle una y después la otra, estirándole la remera hacia abajo con la boca y una de sus manos, arrancándole algunos gemiditos deliciosos. Yo ya no era consciente de mi cuerpo. Al menos había dejado de mear para darle paso a una erección de mi pija que me avergonzaba. Y de repente, sin saber si me había subido el pantalón o no, vi que Sergio la manoteó del pelo y arrimó su trompita de enojada a su bulto. Eso, porque Sofi le hizo una escenita que no comprendí del todo, pero estaba claro que a él le gustaba ver su cara de pucherito rabioso. Entonces, ella misma le dijo: ¡Bueno nene, pero bajate el pantalón si querés que te la mame! ¿O al rey del machismo hay que bajarle el calzoncillito también?
Entonces, como si fuese una profecía difusa, vi que un tremendo garrote de carne le pegó en uno de los pómulos a Sofía, que ella sonrió cantarina por el accidente, y que luego le dijo: ¡Uuuy, mirá cómo está, todo húmedo! ¿Esto, es por mis tetas?, y acto seguido le dio un lametazo a su glande, para ofrecerle otro más, y otro. Enseguida se ocupó de su tronco, mientras Sergio terminaba de bajarse el pantalón y el bóxer. Hasta allí pude con mi temperamento. Salí del baño, casi sin recordar cómo, ni si había cerrado la canilla tras lavarme las manos, o si me las había lavado realmente, y crucé la casa en silencio hasta llegar a la puerta que conduce al patio. Dudé en si abrirla y dejarme ver, o si en seguir mirando desde la ventanita que me ofrecía la misma puerta. Pero casi al instante comprendí que ellos estaban demasiado lejos como para verlos con claridad. Así que, me armé de valor, y la abrí muuuy de a poco, casi sin hacer ruidos. Di unos pasos, tratando de obrar con el mayor sigilo posible, y me escondí entre un árbol y la cucha de un perro que, lamentablemente había fallecido hacía unos días. Desde allí pude ver cómo Sofi empezaba a pegarse con esa pija en la cara, que se la babeaba dejándole enormes hilos de saliva que descendían hasta sus huevos, y que ya estaba con las gomas al aire. Cada tanto se las acercaba a la pija. Pero no hacía contacto directo con ellas. Hasta que Sergio la amarró de los hombros, y medio que sentándose en el borde del banco logró que su miembro se oculte entre esas redondeces asesinas. Entonces, Sofi empezó a frotarse, moverse con elegancia, parando la colita y escupiéndole la cabeza de la chota, mientras gemía, diciendo cosas como: ¡Qué rico, qué lindo sube y baja para mis tetas! ¿Te gustan? ¿Te calientan mis tetas, guacho de mierda? ¿O todavía te calientan las de tu ex? ¡Aaah, cierto! ¡También te gustan las de tu secretaria! ¿Esa, todavía no te la mamó en la oficina?
Sergio parecía entre impresionado y atónito. Pero no podía dejar de manosearle las tetas, de pedirle que le apriete más la pija con ellas, ni reprimir una especie de jadeo ridículo. Hasta que mi amigo decidió ponerse de pie, y Sofi, inmediatamente se arrodilló para, esta vez, por poco atragantarse con su pija. Se la metió de lleno en la boca, y todo lo que se le entendía cuando él le daba un resquicio, era: ¡Cogeme la boquita!
¡Uuuh, bebé! ¡Parece que tu maridito hace rato que no te da la lechona! ¡Andás con abstinencia de leche! ¿Te cojo más esa boquita? ¡Obvio que me calientan tus tetas! ¡Las pajas que me habré hecho cuando tu marido nos presentó! ¡Siempre me dije que tenés una carita de putona bandida terrible!, le decía Sergio, tratando de articular las palabras entre sus jadeos y el balanceo de sus piernas temblorosas. Es que, Sofía se llevaba su verga hasta lugares que ni yo sabía que habitaban en su garganta. Los ríos de baba que se le escapaban de los labios, la convertían en una auténtica trola de cabaret. ¡Pero, esa que mamaba, se babeaba, paraba el culo, se apretaba las tetas y se ahogaba de verga, era mi mujer! ¿Cómo demonios había pasado? ¿Cómo fue que Sergio y ella lo convinieron? ¿Y por qué ninguno de los dos me puso al corriente de nada? ¡Tendría que matarlos, por hijos de puta! ¿O unirme a ellos? ¡Sí, tenía que aparecer de repente, sorprenderlos, amenazarlos con hacerlos mierda, y después, entre los dos, coger a Sofía por puta, por mentirosa, por cínica y por hacerme cornudo con mi mejor amigo! ¡Sí, eso tenía que hacer! Pero no reunía el valor. Seguía petrificado, agarrado de aquel árbol inútil, escondido tras mis propias imposiciones, viendo cómo poco a poco Sofía se incorporaba del suelo para apoyar su culito hermoso en la pija babeada de mi amigo. Él quiso sobarle la concha, pero ella le agarró la mano y se la mordió. Sentí orgullo de mi esposa. ¡Al fin le puso un límite! ¿Pero, qué límite? Enseguida, Sergio volvía a sentarse en el banco, y ella, tras decidirlo un momento, tal vez creyendo que había escuchado ruidos, terminó sentándose sobre él.
¡Dale guacho, amasame las gomas, y pellizcame los pezones, que me re emputece!, le dijo de golpe, sin dejar de fregarle el culo en la pija desnuda, mientras él le olía la espalda, hacía saltar sus tetas en sus manos, y enseguida comenzó a cumplir con sus requerimientos. Él se las pellizcaba, y ella chillaba, prácticamente saltándole en la verga con el culo cada vez más desprovisto de su calza atigrada. Cuando ella se la bajó del todo, vi que Sergio acomodó su pija entre las piernas de Sofi, y que ella se la empezó a presionar con ellas, subiendo y bajando, mientras él, con una mano seguía retorciéndole los pezones, y con la otra le propinaba un chirlo tras otro. Entonces, un trueno pareció arrancarlos de aquel goce repleto de ansiedades. Pero él, astuto y ágil como un zorro le murmuró: ¡Dale guacha, bajate la bombacha, así te lleno de lechita! ¡Tenés que ir a buscar a tus pibes a la escuela en un rato! ¿O querés la lechona en la boca? ¿O querés que te haga un pibe? ¿Tomás pastillas al menos?
Sofi se corrió la bombacha para dejar a la vista su conchita empapada de brillantes flujos sedientos, se dio vuelta para acomodarse frente a ese forro, y le dijo: ¡Dale guacho, metela, sacame la calentura de una vez! ¡Hace rato que quería tu pija adentro! ¡Yo también me masturbaba pensando en esta verga! ¡Muchas veces te la vi parada, forro!
Entonces, esperé. Ni bien escuché el gemido ineludible de Sofi, y el gruñido imperfecto de Sergio, ambas señales de que aquella verga había entrado en el sexo de mi esposa, salí silenciosamente de mi escondite, mientras el cielo se volvía un manto negro de presagios imposibles de comprobar. Les di un ratito de bombeo, de mete y saque, de gemidos y de cosas que se decían, una más absurda que la otra. Y entonces, justo cuando Sofi le decía: ¡Movete más rápido, asíiii, dame pija, llename toda, reventame la concha asíiii, pajero!, aparecí tras de ellos, diciéndoles, sin inmutarme ni ponerme en el papel de cortamambo: ¿Ah, sí? ¿Querés que este hijo de puta te reviente la concha, amor? ¿Por qué no me avisaron? ¡Por ahí, podría haberme ido a encamar con tu ex, forro! ¡O con mi cuñadita! ¿No amor? ¡Esa tiene una cara de tragaleche que mata!
Sergio se detuvo de inmediato. Enseguida su rostro adquirió un color horrible, una tonalidad de inminente peligro, y su cerebro parecía buscar excusas, naturalmente sin sentido. Pero Sofía le pedía que se siga moviendo. Apenas me miró a los ojos. Solo me dijo: ¡Hola amor! ¡Acá estoy, haciendo cositas con Sergio! ¡Es un buen amigo! ¿O no?
¡Gordo, escuchame! ¡Solo, te pido que no te comas cualquiera! ¡Yo, solo… bueno, en realidad, no sabemos cómo pasó! ¡Pero, ninguno tenía la intención de nada!, empezó a largar a la desesperada mi amigo, mientras yo lo chistaba para que no diga una palabra más.
¡Hacele caso a ella! ¡Vamos! ¡Seguí cogiéndotela! ¡Ella quiere eso! ¿O no, gordita puta? ¿Querés la verga de Sergito? ¡Dale, abrite bien, así esta mierda te coge bien cogida, como te lo estabas buscando! ¡Vos sos una putita! ¡Y vos, una mierda!, les decía, mientras comenzaba a besuquearle la espalda a Sofía, a quitarle la bombacha, y a nalguearle el culo totalmente expuesto. Sergio parecía querer salir corriendo, o desaparecer como por arte de magia. Sofía seguía moviendo las caderas para sentir aquella pija en lo profundo de sus entrañas. Y yo, poco a poco empezaba a morderle las tetas, la espalda, los hombros, los labios.
¡Vamos, cojan forros! ¡Quiero que te la cojas, hijo de puta! ¡Y que vos, gimas como una loquita cualquiera, como una putona regalada!, les dije, esta vez con un poco más de autoridad, y ellos no pudieron hacer otra cosa que obedecerme. Enseguida empecé a escuchar los sorbetones, salpicadas y glotonerías de los jugos de la conchita de Sofi, y las envestidas de la pija de Sergio, ávida por colonizarla toda. Yo, entretanto, olí la bombacha de Sofía, mientras casi sin darme cuenta acercaba mi pija empalmada a su culo desprotegido, solitario y lleno de marcas de chirlos. La coloqué entre sus nalgas, y en cuanto ella murmuró, en medio de los gemidos que le arrancaba la verga de Sergio: ¿Me la vas a meter en el culo amor? ¡Mirá que, me duele mucho si no estoy lubricada!, yo me agaché un poco, le separé los cachetes, sintiendo cómo esas pompas revotaban contra mi cara, por efecto de los ensartes de Sergio, y le escupí todo el agujero. Acto seguido, sin avisarle absolutamente nada, junté mi glande en celo a al anillo de su ojete, y se la clavé, casi sin miramientos ni especulaciones. Sofi Gritó. Fue una nota aguda y doliente, a la que le siguió una puteada. Pero no dudé en silenciarla al introducirle su bombacha en la boca.
¡Callate zorrita, y cogé! ¡Ahora tenés dos pijas! ¿Eso querías? ¿Una pija en la concha, y otra en el orto? ¡Así bebé, movete más, abrite toda, refregale las tetas en la cara a este forro! ¡Esas tetas de puta sucia que tenés! ¡Cómo se la mamaste perra! ¿Te gustó cómo te ordeñó la verga esta puta?, les decía, sin importarme que algún vecino pueda escucharnos. Sofi no podía gritar a sus anchas. De hecho, por momentos parecía ahogarse con su bombacha toda metida en la boca. Pero eso me calentaba aún más. Sergio seguía arremetiendo en su conchita, y yo no le daba posibilidades de rendirse con mi estaca cada vez más hundida en su culito. Para colmo, ya empezaba a llover con cierta bravura, y los refucilos nos fotografiaban desde algún lugar del mundo. Pero no podíamos detenernos. Al menos, Sergio tuvo el tupé de sostenerme las manos cuando, yo, en un impulso desbocado, había comenzado a presionarle el cuello a Sofía, que gozaba como una perra, pero respiraba con dificultad.
¡Pará loco, calmate! ¡No te mandes cualquiera! ¡Ahora, disfrutemos de la terrible hembra que tenés!, me había dicho, forcejeando con mis manos, mientras Sofía se quitaba la bombacha de la boca y oxigenaba sus pulmones, sin dejar de fregar su pubis para comerse toda la pija de Sergio, y me pedía que le rompa la colita.
De pronto, Sofía estaba arrodillada en el suelo húmedo por el chaparrón que, acaso intentaba lavar nuestros pecados. Los dos dejábamos que su boca y sus tetas jueguen con nuestras pijas.
¿Te gusta tu olor a culito, pendeja de mierda?, le decía yo, cada vez que se pasaba mi pene por la cara, lo atrapaba con la boca para llevarlo hasta su garganta, y lo soltaba para hacer lo mismo con la de Sergio.
¡Para mí que le gusta más el sabor de su conchita! ¡Qué caliente la tenés guacha! ¡Es una concha de puro fuego!, le decía Sergio, mientras Sofía le atrapaba la verga con las tetas, luego de escupírselas. En definitiva, tuvimos que entrar a la casa, así como estábamos. Transpirando sexo y ansiedades por todos lados, con las pijas duras, la leche a punto de enloquecernos, y ella, con la concha y el culo al rojo vivo. Pero entonces, al resguardo de la cocina, Sofía volvió a petearnos, sentada en uno de los sillones.
¡Vamos, quiero que los dos me metan las vergas en la boca!, nos dijo sin vueltas, justo cuando Sergio le pellizcaba las tetas, y yo le pegaba con la pija en la boquita abierta, con la lengüita afuera. Entonces, como pudimos, empezamos a posar nuestros glandes en sus labios, y al tiempo que le decíamos: ¿A ver cómo abre la boca la zorrita? ¿A ver, decí aaaaah! ¡Abrí la trompita amor! ¡Dale, que te gusta la lechita caliente, por lo que veo!
Estuvimos presionando un poquito, hasta que su boca se llenó de nuestras pijas, las que se aprisionaban entre sí, sintiendo el peligro de sus magníficos dientes, sus toses involuntarias, y sus gemidos amortiguados. Sergio le dio unas cachetadas, las que resonaban tanto en sus mejillas como en nuestros glandes ardientes, y Sofía se babeaba inconteniblemente. Y de pronto, en una de esas cachetadas fue que Sergio empezó a aullarle de puro placer, mientras comenzaba a largar toda su leche por cualquier parte de mi esposa.
¡Buaaaa, ahí la tenés, puta suciaaaa, calientapijas, cochinaaa! ¡Ahí te acabo todoooo! ¡Cómo me calentaste la mamadera bebéeeeeé!, le decía, salpicándole semen en las tetas, el pelo, las piernas y la cara, mientras Sofía lo miraba con ojos de gata, todavía con mi pija en la boca. Pero entonces, presa de una calentura que modificaba mis pensamientos más fieles y complejos, agarré a Sofía de los hombros y la puse en cuatro patas sobre el mismo sillón. Ni siquiera se lo pregunté. Me monté a su cuerpo, calcé mi verga empalada en su concha y me la empecé a garchar con todo, haciéndola gemir aún más. ¿O acaso se oía más fuerte por el eco de los techos? La cosa es que, Sergio miraba cómo la sacudía con todo, cómo le mordisqueaba el cuello, le escupía la cara y le retorcía los pezones, tal vez confiando en que mi momento sexual con ella no me hiciera saltar los fusibles, una vez que la realidad nos devuelva a nuestras vidas. Y, en definitiva, Sofía empezó a gemir más fuerte, a decirme cosas como: ¡Así, violame así amooor, cogeme todaaaa, delante de tu amiguitoooo! ¿Te gustó verme coger con él? ¡Dale gordooo, acabame adentro hijo de putaaa, haceme sentir una puta, una cualquiera, una sucia! ¡Cogeme, cogeme así, cogeme, rompeme toda, partime la conchitaaaa!, un estrépito de semen pareció fluir por mis venas antes que, por mis testículos, para luego comenzar a derramarse como verdaderos misiles en el interior de la concha caliente de mi esposa. Nos costó separarnos una vez que el ritmo empezó a entorpecer nuestros movimientos. Mi pija no quería volver a su estado normal, y esa argolla en llamas no tenía apuros para soltarla. Sofía gemía cada vez más lento, mientras sus pezones no abandonaban su rigidez, y el olor a sexo inundaba cada rincón de la casa. Sergio miraba para todos lados, como si fuese una rata que buscara un atajo por el que escabullirse. Sin embargo, el muy forro seguía allí, de pie, en bolas y poco dispuesto a correr. Se había mandado flor de cagada, pero todavía sus pies, o su consciencia, no le permitían dar el mínimo paso.
¡Gordo, los nenes! ¿Viste la hora que es? ¡Si querés, me doy una ducha rápida, y los voy a buscar!, dijo de repente Sofi, ni bien le retiré la verga de la conchita, como si ese acto rompiera definitivamente el hechizo perverso que nos enlazaba.
¡No gorda, tranquila, que vamos con Sergio! ¿Vestite boludo, así me acompañás!, le dije, mientras intentaba buscar mi ropa por algún lado de la casa. Entonces, reparé en que los tres estábamos desnudos, y que nuestra ropa había quedado en el patio, bajo la lluvia torrencial que finalmente se desató. Nos reímos como adolescentes, nerviosos y cargados de otros presagios igualmente incomprobables.
¡No te preocupes querido, que te presto algo de ropa! ¡Mirá si me voy a poner mal, después de haberte prestado a mi jermu!, le dije como para romper el hielo! Sofía sonrió aliviada, quizás comprendiendo que, desde ese momento, había nacido una nueva sociedad entre nosotros. Desde luego, había que ajustar detalles, condiciones, argumentos, etc. Pero, por lo pronto, los tres habíamos disfrutado mucho aquella tarde de lluvia, repleta de refucilos, trampas, revoluciones y reveces. Sofía logró lo que quería, y en el fondo, siempre tuvo razón. ¡Necesitábamos renovarnos! Además, ¿Por qué no gozar de las bondades que nos da esta vida, llena de flagelos y malos tragos? Y para colmo, encontrar una hembra dispuesta a todo como Sofía, no era cosa de todos los días, como bien lo afirmaba Sergio mientras charlábamos en el auto, rumbo al colegio de los nenes. Fin
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