Mi hermana Maribel y yo fuimos siempre, lo que se dice, demasiado unidos para ser hermanos. Y para colmo, súper malcriados por nuestros abuelos paternos. Ellos fueron quienes nos adoptaron, o tomaron la custodia de nosotros, luego de la muerte de nuestro padre n un accidente en la fábrica en la que trabajaba. Mi madre enloqueció con la noticia, a tal punto que, la pobre está internada en un neuropsiquiátrico. Perdió la memoria, las ganas de vivir, y de luchar por su vida. A nosotros, ni nos reconoce. Aquello sucedió cuando Maribel tenía 7 años, y yo 10. Sin embargo, Margarita y Felipe, nuestros tatas, siempre hicieron de nuestras vidas un verdadero parque de diversiones, risas, alegrías, aprendizaje y obligaciones. El abuelo, era el mejor contador de historias que jamás te puedas imaginar, y la abuela Marga, no solo es una cocinera estupenda. Es una señora sabia, inteligente, artista plástica y pianista. Nos encantaba que nos toque algunas obras clásicas en su piano antiguo los días de lluvia. Además, la casa tenía una salamandra en el centro de la sala de estar, y aquel era nuestro sitio favorito en el que, solíamos desparramar nuestros juguetes. Maribel sus muñecas, pinturitas y chucherías. Yo, mis autitos, figuritas y muñecos de combate. Todo eso en medio de una caja de caramelos, alfajores y bombones que el abuelo nos traía del centro de la ciudad.
Raras veces nos peleábamos. Una vez que el abuelo se internaba en su relojería, y la abuela se juntaba con sus compañeras costureras, nosotros jugábamos hasta cansarnos. En especial en los veranos. Era imposible no asociar el verano con las risas de Maribel, el brillo de su pelo lacio en miles de trencitas, con la brisa fresca entrando por los ventanales, con el pegote que nos hacíamos en las manos de tanto comer caramelos y chocolates, o con ese dejo de olorcito a pis que siempre emergía de la bombachita de mi hermana cuando se movía, abría las piernas o saltaba en medio de sus juegos. A veces nos compartíamos los juguetes. Yo le inventaba historias, y por ahí, alguno de mis forzudos guerreros se enamoraba de alguna de sus Barbies, y siempre había algún que otro personaje que no estaba de acuerdo con ese lazo. Hacíamos que los muñecos se besen, o que bailen, o que se bañen en una piscina imaginaria. Ella desvestía a sus muñecas, o las dejaba en ropa interior, desde la más absoluta inocencia. Ella no sabía nada de sexo, por obvio. Pero, en mi mente se entretejían algunas escenas un poco difusas. Me imaginaba a la esquelética Barbie debajo de mi guerrero, moviéndose como locos, besándose como en las novelas. Y no es que yo supiera tanto de sexo. Pero, una vez vi una peli chancha en un canal prohibido. Y aunque fueron unos segundos, me bastó para entender que aquellos dos tortolitos en una playa con aguas transparentes estaban desnudos, y que él tenía su pene adentro de la vagina de ella. Como fuera, también me pasaban cosas cuando veía a mi hermana en bombacha. Todavía más si la olía. Eso, porque la abuela nos dejaba andar en ropa interior por la casa, para apalear un poco el calor de aquellos eneros implacables. Además, hay que considerar que Maru y yo compartíamos la pieza, y la destartalada cama de plaza y media que antes pertenecía al tío fallecido en el río, una noche de tormenta mientras pescaba. Era hermano de mi viejo. Por ende, mis abuelos habían sufrido la temprana pérdida de sus únicos hijos. la abuela, de todos modos, siempre remarcaba que tanto ella como el tata eran muy felices con nosotros en la casa.
Lo cierto es que, por esos tiempos, Maru y yo esperábamos volver del colegio para jugar juntos. No teníamos canal de cable, y en esos tiempos no había internet, ni compu, ni celulares, ni PlayStation. Solo un patio gigante, una sala de estar enorme, y nuestro ingenio. En abril, cuando el otoño ya nos arrancaba del calor, nosotros jugábamos hasta la hora de la cena, y después, escuchábamos las historias del abuelo, o alguna musiquita que nos tocaba la abuela. Además, ellos todavía eran jóvenes, enérgicos y con muuucha paciencia. Y nosotros, seguíamos inventando historias, guiones impresionantes para cualquier cineasta, ilusiones y amoríos entre nuestros juguetes. También comíamos, y no parábamos de comer golosinas. Una vez, y supongo que, desde esa tarde, justo cuando el abuelo estaba lustrándose los zapatos en la cocina, a Maru se le cayó un caramelo de la boca al suelo, mientras peinaba a su Barbie más cuestionada, porque a menudo se le salía una de las piernas. Yo, sin siquiera saber por qué lo hice, lo agarré antes que termine de caer al suelo, y se lo metí en la boca. Ella me chupó el dedo, y aunque puso cara de asco, volvió a lamerlo, antes de clavarme sus dientes allí. ¡Me encantó que me lo haya hecho! De inmediato sentí una puntadita en el pilín, y un cosquilleo en la panza. Y, al rato, mientras yo hacía globos con un chicle que se llamaba Súper Globos, o algo así, noté que nuestros rostros se acercaban, producto de la lucha que iba a darse entre una de sus muñecas y el guerrero más viejo que tenía en mi colección. En un momento hice un globo, y le toqué la nariz con él. Ella me lo explotó con la lengua. Después, yo le exploté el globo a ella con la mía cuando lo proyectó, y desde ese momento empezamos a jugar a eso. La cosa es que, en el afán de reventarnos los globos, nuestras lenguas se tocaban de vez en cuando. Nos reíamos, y ella perdía escandalosamente, porque yo los armaba más rápido, y lograba esquivar su lengua. Pero yo se los pinchaba cuando todavía no los terminaba de armar. El abuelo nos vio de repente, y se nos acercó como si nos fuera a retar.
¡Ojo a lo que juegan ustedes! ¡Se van a llenar de microbios haciendo esas chanchadas! ¡Aparte, los nenes y las nenas, tienen que cuidar algunos juegos! ¿Me entendés lo que te digo Marce? ¿Y vos, Maribel?, nos dijo con serenidad, postura y un poco de ronquera, ya que la pomada de zapatos siempre le hacía toser. Sin embargo, durante la noche, una vez que Maru y yo estábamos en la cama, y justo mientras yo pensaba en que no había terminado mis deberes de matemáticas, ella me sorprendió poniendo un chicle en mi mano, diciendo bajito: ¡Marce, dale, ¡hagamos globitos! ¡Esta vez te voy a ganar!
Teníamos que tener cuidado con hacer demasiado ruido, porque la pieza de los abuelos era contigua a la nuestra. No podíamos confiar en que tuviesen la radio prendida mucho tiempo. Dudé. Pero apenas Maru me insistió, le saqué el envoltorio a mi chicle y me lo mandé a la boca para mascarlo, hasta que estuviese listo para los globos. Ella mascaba el suyo a la vez, y me daba pataditas, jurándome que, si no me ganaba, mañana podíamos jugar a lo que yo quisiera. No supimos quién ganó. Solo que, enseguida empezamos a pegotearnos los labios y mentones con el chicle y nuestra propia saliva, y que mi lengua rozaba la suya, y también sus dientes. Ella había metido su lengua en mi boca, y durante un ratito estuvimos tocándonos las lenguas, entrando y saliendo de nuestras bocas, compartiéndonos los chicles, o haciendo uno solo más grande al juntar los dos. Yo me moría de unas ganas de hacerle algo, pero no sabía qué. Recuerdo que estábamos frente a frente, respirándonos en la cara, y sonriendo.
¡Puaaaj, qué asco nene! ¡Me estás chupando la lengua y la boca! ¡Nos vamos a llenar de gusanos, microbios y otros bichos!, me dijo de repente, mientras yo me toqueteaba el pilín por adentro del calzoncillo, embargado por las sensaciones que me regalaba el contacto de su boquita, su perfume, el olor de su remerita, y el de su bombacha cada vez que movíamos las sábanas y frazadas. Ella, siempre que se reía se hacía gotitas de pis en la bombacha. Me lo dijo una siesta, cuando se lo pregunté. Y a mí, se me humedecía el pito cuando, entre muchas comillas me besaba con Maru.
Esa noche fue con los chicles. Otra, fue jugando a tirarnos el aliento después de comer caramelos de menta. También competíamos a ver a quién le entraba más gomitas de animalitos en la boca. Pero, el tema es que nos las compartíamos, y de esa forma nos mordíamos las lenguas o los labios. A ella le divertía, y a mí me excitaba de una manera que, no sabía cómo calmar las cosquillas de mi pijita. Pensé que yo también me hacía pis, y me daba vergüenza. El aliento fresco de mi hermana, y el jaboncito de su piel recién bañada me enamoraba cada poro del pensamiento. Eso no cambió al año siguiente. Ahí también jugábamos con chupetines, y una vez le convidé bomboncitos de licor de mi propia boca. Ni siquiera sabíamos cómo se nos ocurrían los juegos que recreábamos. En la sala, a veces, mientras jugábamos a nuevas historias, ella me decía: ¡Dame una gomita con la boca! ¡No seas malo, ni te las comas todas!
Ese día jugábamos en la sala, y ambos andábamos en ropa interior, mientras la abuela nos preparaba una ensalada de frutas. Ella decía que teníamos que aflojarle a las golosinas, y se enojaba con el abuelo al respecto, quien nos proveía dichos dulces. Esa tarde, cuando sabía que la abuela no nos miraba, me puse tres gomitas en la boca, y en el momento de una lucha entre una de sus muñecas más viejas y un soldado de mi confianza, le metí las tres gomitas en la boca con la punta de la lengua. Ella me dijo que era un asqueroso, que ya estaban chupadas y mordidas, y que les había comido todo el azúcar que las recubre. Entonces, le dije que éramos pobres y que no había plata para comprar cajas de gomitas. Ella me sonrió, y en medio del juego, una de las gomitas se le cayó de la boca, colocándose exactamente en su entrepierna.
¡Quedate quieta Marubi, que yo te la saco!, le dije, seguramente improvisando alguna canallada. De nuevo sentía cosquillitas y humedades en el pilín cuando estiré una mano para agarrarla con dos dedos, y me la metí en la boca. De paso, le había rozado la vagina sobre la bombacha. Se enojó porque no se la devolví. Y más se embroncaba cuando le decía Marubi, porque así le decía la tía Raquel, a quien los dos odiábamos por robarle plantas a la abuela.
¡Marubi, Se te había caído ahí, y por lo que sé, ¡en el calzón tenés más microbios!, le dije, más para hacerla reír que por revelarle un dato certero.
¡Huácala nene, seguro que tiene gusto a pis esa gomita! ¡Yo no me bañé todavía, y tengo la misma bombacha de ayer!, me dijo en voz alta, llamando un poco la atención de la abuela que, medio nos chistó, sin entender demasiado de lo que hablábamos, ¡por suerte! Yo le decía que sí, pero o que no me daba asco. Y creo que esa tarde jugamos a que ella tenía que descubrir que me había metido en la boca, solo con rozarlo con su lengua en cuanto yo me acercaba a su boca. Desde luego, ella con los ojos cerrados. Yo me ponía caramelos, o gomitas, o algún chicle, o algún pedacito de chocolate en barra. Si ella me ganaba, podía hacerme cosquillas o morderme los dedos de los pies. Si perdía, yo le hacía lo mismo, o le pedía que haga globos para reventárselos con la lengua. Una de esas tardes me dijo: ¡Bueno, pero si adivino y te gano, tenés que meterte todo mi pie adentro de la boca!
Esa vuelta la abuela nos escuchó y se mandó una carcajada súper graciosa, mientras decía: ¡Qué juegos raros que tienen ustedes! ¡La próxima, pedile que, si pierde, se fije si tenés piojos, y que te los saque! ¡Así me ahorran trabajo!
Otra tarde, no muy lejos de aquella, me dijo: ¡Hey, te gané, te re contra gané! ¡Así que, ahora me tenés que oler la bombacha! ¡Dale, oleme la bombacha! ¡Si vos me ganás, después, podés pedirme que huela tus calzones!
Claro que para solicitarme semejante cosa esperó a que los abuelos no estuviesen cerca. ¡Y lo hice! Fue hermoso porque, ni bien se puso de pie con cierto goce de triunfo, pegó su pubis en mi cara, y me lo refregó en la nariz, pensando que me daría asco, repulsión o algo por el estilo. Pero yo no podía dejar de olerla, de llenarme con la humedad de su bombachita blanca manchada con pis, y con el calor que emergía de su vagina lampiña. Incluso, sin saber por qué, le pasé la lengua a la bombacha y a un trocito de su sexo que sobresalía de la tela. Ella se reía tan musical como escandalizada, diciéndome que era un asqueroso, que me parecía al perro que tenían los abuelos, al que le gustaba lamerse sus partes íntimas, y según ella, las de la perra de la vecina.
¡Sos un asqueroso nene! ¿Cómo me vas a lamer ahí? ¡Igual, me da gracia, me hace reír! ¡Y encima, me mordiste la bombacha!, me decía, mientras involuntariamente me frotaba el pito sobre el short que traía puesto, y seguía olfateando a mi hermana. A ella también le tocó el turno de lamer mi calzoncillo cuando le gané un juego de adivinanzas. Pero esa vez fue durante una siesta lluviosa, en la que la abuela debía cuidar del tata que se había engripado hasta el tuétano, como él mismo decía. Yo, ebrio de felicidad por haberle ganado, me acuerdo que me arrodillé pegado a su almohada para acercar mi pubis a su cara. Ella, que estaba acostada en bombacha, pero tapada hasta el cuello, ni se mosqueó a la hora de oler mi calzoncillo, de pasarle la lengua y de bajarlo un poquito para, ya que estábamos, tocar mi pilín parado y lleno de sensaciones con su lengüita.
¡Dale Mari, lameme otra vez, y olelo, como yo te olía la bombacha el otro día! ¿Es justo no? ¿O te da cosita? ¿Tengo olor a pichí, como vos?, recuerdo haberle dicho, sintiendo su respiración contra mi intimidad, su lengua y su saliva fresca, ya que tenía un caramelo de menta en la boca. Me olió el calzoncillo y el pito totalmente al aire, aunque enseguida decidió que volviésemos a jugar. Entonces, hicimos otra ronda de adivinanzas, y yo perdí. Así que, me tocó oler su bombacha nuevamente. Solo que en esa oportunidad metí mi cabeza bajo las sábanas, y me entretuve un buen rato oliendo sus piernas, su pancita y su bombacha negra súper calentita, húmeda y olorosa. Pero tuve que detenerme en cuanto ella me tironeó del pelo, en clara señal que la abuela iba a entrar en el cuarto de un momento a otro. Y lo hizo. Nos preguntó si estábamos bien, acaso por sabernos en una situación sospechosa. Y enseguida se puso a ordenar la ropa de nosotros que yacía en el suelo, ya que nos habíamos bañado el día anterior, y no se la llevamos a la abu para que la lave. Entre tantas cosas, la abu agarró una bombacha de Maribel, y le preguntó con dulzura: ¡Maru, te hiciste pis ayer? ¿En la cama? ¿O fue cuando jugabas? ¡Mirá esta bombacha! ¡Está mojada todavía!, y se la mostró. Como Maribel dijo que solo había sido un poquito, mientras se reía de unos chistes que le contó el abuelo, se la acercó a la cara para que la huela y se convenza que estaba literalmente empapada. A mí también me hizo olerla, entre divertida y sonriente.
¡Cuando te des cuenta que tu hermana huele a pis, me decís Marce! ¿Tá bien? ¡Porque, si moja la cama, y vos dormís con ella, me parece que los vamos a tener que separar!, dijo la abuela y salió de la pieza, dejándonos desconcertados.
Sin embargo, nuestros juegos con golosinas parecían no tener fin, y reinventarse cada día. Una tarde el abuelo nos trajo unas mielcitas. Eran como unos sachets pequeños con una especie de crema espesa con sabor a frutilla, banana, dulce de leche o chocolate, que se comía rompiendo una de las puntas y presionando el plástico, hasta sacarle todo el contenido. Pero eran medias pegajosas, de gusto artificial. Maribel jugaba a pintarse los labios con ellas, y como la boca le quedaba dulce, con cualquier excusa que encontrábamos en nuestros juegos, yo le tocaba la boca con la lengua, y ella me la metía en la boca. Ya a esa altura me decía cosas como: ¡Dale Marce, no seas malo conmigo, tocame la boca que la tengo dulce!, o: ¿Querés que hagamos guerritas con las lenguas?
Mientras jugábamos en la sala, o en el patio, debía hacerlo con sumo cuidado. Pero cuando estábamos en la cama, directamente nos besábamos en la boca, apretujándonos los cuerpos, lamiéndonos la nariz, el mentón, mordiéndonos como si quisiéramos hacernos cosquillas con los dientes. A veces ella ladraba como una perrita caniche antes de morderme. El tema es que, yo no podía evitar tocarme el pito mientras todo aquello se sucedía. En general, todo era acompañado con algún pedacito de chocolate, o algún chicle, o las poco exitosas mielcitas. Sin embargo, una vez llegamos a tener unas 10 o 15. Recuerdo que una noche, Maribel me dijo: ¡Marce, se me acaba de ocurrir una ideota! ¿Y si me ponés esa mielcita en la bombacha? ¡Por ahí, cuando te vuelva a ganar, si me ponés eso, no te va a dar tanto asco si ando con olor a pipí!
Esas palabritas suyas me ponían al palo. Más o menos por ese tiempo ya me empezaban a salir vellos en el pubis, y mis primeras sospechas acerca de hacerme pis en el calzoncillo cuando Maribel y yo nos chuponeábamos, se derrumbaban cada vez más. Tal vez, aquellos líquidos calientes que florecían de mi pene serían mis primeros intentos de eyaculaciones. Pero, aquello no podía explicárselo a mi hermana. Fundamentalmente, porque ni yo mismo lo entendía demasiado. Sin embargo, una tarde en el patio, después que Maribel me hizo burlas durante toda la tarde porque me ganó al ahorcado, a la generala y a otro juego con dados que ni me acuerdo cómo se llamaba, se sentó en una hamaca oxidada que casi no funcionaba muy bien, extrajo tres mielcitas del bolsillo de su short y me dijo: ¡Dale nene, vení! ¡Te toca olerme la bombacha! ¡Y no me la cambio hace tres días! ¡Tomá, echame esto, para que no digas que soy re mala!
Como no me movía del lugar, me insistió poniendo carita de puchero: ¡Dale Marce! ¡Tenés que saber perder! ¡Oleme la bombacha ahora, o esta noche me siento arriba de tu cara, y te hago pichí hasta que te ahogues!
Aquella revelación hizo que mi pilín comience a convertirse en una verga dura y urgente. De modo que, le bajé el short, rompí las mielcitas con los dientes y vertí ambos contenidos en la parte de delante de la bombacha de Maribel, que me abría las piernas con inocencia. Una vez que terminé, olfateé sus piernas, y luego me di a la tarea de lamer, chupar y oler su bombacha. ¡Tenía razón! ¡Estaba sucia, manchada y húmeda! ¡Olía a pis de días, y hasta se le había hecho un agujerito justo en la entrada de su vagina! Supongo que, por eso, mientras extraía toda la golosina de su bombacha, rocé aquel orificio con mi lengua, y ella se estremeció. Tal vez involuntariamente presionó mi cabeza con una de sus manos, emitió algo como una sonrisa jadeante, o un suspiro musical, y dijo: ¡Me gusta, limpiame bien la bombacha, y comete todo, así no me queda pegoteada!
Yo me apretaba el pito, ignorando si Maribel me observaba, y no dejaba de lamerle su conchita lampiña, fragante, chiquita y carnosa, haciendo a un lado su bombacha. Todo hasta que, el abuelo hizo chirrear la puerta del galpón; lo que me dio tiempo a separarme de Maribel, aunque no para subirle el short.
¡Nena! ¿Qué hacés mostrándole la bombacha a tu hermano? ¿O te hiciste pis? ¿Y vos, grandulón? ¡Vamos, vení conmigo al galpón, así hablamos unas cositas! ¡Vos Maribel, subite eso, y andá a pedirle a la abuela que te haga la leche!, dijo el tata, intuyendo o no lo que habíamos hecho. Cuando estuvimos a solas en el galpón, me pidió que me siente, y apenas dijo unas precisas palabras.
¡Marcelito, ojo con tu hermana! ¡No soy tan tonto! ¡No vi nada! ¡Pero, imagino que le anduviste olisqueando la cotorrita! ¡Es normal que sientas curiosidad! ¡Pero, tenés que saber que, dentro de poco, tu hermana va a dejar de oler como una nena! ¡Quiero decir, ahora por ahí te llama la atención su comportamiento, que se haga pis, o que la abuela la rete por eso! ¡Quizás tenga que ver con que ustedes duermen juntos! ¡Sé que son hermanos, y que no van a hacer nada de lo que ya sabés! ¿Me explico? ¡Ahora, cuidá a tu hermana, y no te andes besuqueando con ella! ¡Yo no hablé de esto con tu abuela, y no me gustaría tener que hacerlo! ¿Cuento con tu palabra de que te vas a portar bien?, dijo mientras se cebaba un mate, sin inmutarse ni darme lugar a contradecirle nada. Lo cierto es que, desde esa tarde intenté obedecerle, evitando todo juego que incluyera besos, o compartirnos golosinas con la boca con Mari, o hacerle caso en las determinaciones que ambos inventábamos para nuestros juegos. Aquello me valió muchos reproches de Maribel. Estuvimos cerca de un año sin hacernos nada. Ella me acusaba de no quererla, de que ya no me divertía con ella, que me había hecho o dicho algo que me hizo sentir mal, entre otros motivos. Yo no podía decirle lo que el abuelo me pidió. Sin embargo, cuando nos acostábamos a dormir por las noches, y yo sabía que estaba dormida, bajaba sigiloso por entre las sábanas para olerle la bombacha que tuviera puesta, mientras me re pajeaba, consciente de que me acababa encima, que ensuciaba mi ropa y la sábana. Una vuelta, Maribel se acostó a dormir con una bombacha que le quedaba grande. Gracias a las mil vueltas que dio antes de quedarse dormida, la misma se le fue deslizando casi hasta las rodillas. O sea que, cuando hice mi control de calidad habitual, me encontré con su vagina desnuda, húmeda y calentita. Esa vez tuve que armarme de todo el autocontrol que ningún niño de 12 años podía tener para no chupársela, o tocársela, o pasarle la lengua. Solo me bastaba con olerla y juntar mi nariz todo lo que me fuera posible a su vulvita, mientras me hacía daño en el pito de tanto que me lo cogoteaba.
El día que Maribel cumplió 10 años, quiso que le regale una tarde de juegos. Yo le dije que sí, y entonces desparramamos juguetes, golosinas y algunos juegos de mesa para decidir a qué jugar y qué comer. Como su cumple es en verano, una vez más ella estaba en bombacha. Yo, con un short de esos como para meterse al agua. Nos cagamos de risa toda la tarde. Y en un momento, cuando yo perdí olímpicamente al Dominó, ella se levantó del suelo y dijo que iría en busca de mi castigo. Me desconcertó, aunque no podía dejar de mirarle la cola, y la bombachita perdida entre sus cachetitos. Mi hermana crecía, y su cola se desarrollaba casi a la par que sus pechitos. Pero su olor a pis de nena seguía rondándome como una avecita muerta de frío. Cuando regresó se me puso delante, aprovechándome sentado para guardar las fichas del Dominó en su caja, y mientras me decía: ¡Dale, oleme, que perdiste! ¡Oleme la bombacha, y comete todo lo que me puse! ¡Sé que te van a gustar!, me apoyaba su pubis fragante en la cara. Ahora se había puesto un montón de gomitas de frutilla y moras adentro de la bombacha, que de todos modos olía a pis como siempre. Dudé. Pero ni bien extraje una de esas gomitas, no pude parar de olerla, de lamerle la bombacha, de besuquearle las piernas y de seguir comiendo las gomitas, rozándole inevitablemente los labios de su conchita. En un momento se agachó para que le convide una de las gomitas que le había robado con la boca, y para que le muerda los labios.
¡Dale nene, hoy es mi cumple, y yo quiero que me des una gomita con tu boca! ¡Aparte, te quedan muchas gomitas para comer! ¡Me gustan las cosquillitas que me dan cuando me pasás la lengua por la vagina! ¡Pero no le digas a nadie!, me dijo bajito mientras me rogaba con esos ojitos compradores. Yo le puse dos gomitas en la boca, y enseguida volvió a pararse para seguir alimentándome con sus gomitas, su olor y la suavidad de su vagina. Allí fue que noté cómo se le mojaba la bombacha si mi lengua le rodeaba el orificio, o si intentaba hundirse en ella. Pero no era pis. Mi hermana se calentaba con esos jueguitos, aunque no lo comprendiese del todo. Y finalmente, terminé de comerme cada gomita, mientras ella temblaba, se reía sin poder controlarlo, juntaba más su vagina a mi boca, y me agarraba el pelo para que no me separe de ella. Ese mismo día en la noche, ella me dijo que mi pito se parecía a un pico dulce. Aquellos eran sus chupetines preferidos. No recuerdo bien cómo llegamos al asunto. Pero yo le gané algún jueguito, cuando creía que no le quedarían fuerzas para nada después de haber jugado todo el día. Así que, ella misma impuso que su castigo era olerme el calzoncillo. Y, además, dijo, como sopesando sus posibilidades: ¡Bueno, pero, heeeem, a mí no me gustan las mielcitas como a vos! ¡Por ahí, para que esté más dulce, podés pasarte un chupetín en el tuyo! ¡Acordate que yo te di un montón de gomitas!
Recuerdo que lamí un chupetín y que, acto seguido ya me lo pasaba por el pito y el calzoncillo. Esa noche, por primera vez, Maribel se hundió bajo la oscuridad de la sábana, desafiando al calor de aquel enero fatal, y empezó a lamer mi calzoncillo, y como era de suponerse, también mi pene endulzado por el chupetín. Tuve que dárselo para que ella misma me lo siga acaramelando, y de esa forma tomarle mayor gusto a sus lamidas y olfateadas.
¡Vos no tenés el olor a pis que tengo yo nene! ¡Pero, me gusta cómo queda con chupetín! ¿Y, por qué se te agranda? ¿Es porque te hace mal que te lo muerda? ¿O querés ir al baño?, me dijo, justo después de morderme la puntita, luego de lamer mi pene cada vez más duro, pegoteado del azúcar de la golosina, su saliva y mis propios jugos. Ni sé qué le dije. Solo que le insistí para que lo lama como al chupetín, y en un acto de locura le pedí: ¡metelo en tu boca Maru, y bajate la bombacha! ¡Dale, así me fijo si tenés olorcito a pis!
¡Maru se la bajó mientras introducía mi pija en su boca para comenzar a lamerla y babearla aún más, mientras yo acercaba mi cara a su vagina, ya que su culo apuntaba a mi cabeza. Y de repente se dio todo junto. Yo sabía que me faltaba una partícula de segundo para acabar, y el abuelo tosió con violencia poniéndose las ojotas para salir al patio, tras tener unas palabras con la abuela.
¡Basta Maru, vení, acostate, y arréglate la bombacha, que viene el tata!, llegué a decirle, mientras comenzaba a largar todo mi semen en la sábana, y ella se apresuraba a acomodarse a mi lado, como si nada hubiese pasado. Entonces, sintiendo el desenlace de lo que había hecho, recordé mi pacto con mi abuelo. Por más que Maru insistió con volver a chuparme el pito, no la dejé, y lamentablemente se puso a llorar. Tuve que consolarla, y por suerte lo logré. Al menos por ese día, y algunos más.
Ya cerca de sus 12 años, me increpó una siesta, también de verano. Ya nos habíamos empapado con bombitas de agua, y durante la mañana habíamos compartido unas gomitas con nuestras bocas. Lo que concluyó en un besuqueo tremendo en el patio, debajo del sauce. Sin embargo, ella me había ganado una vez más a la generala, y estaba furiosa porque yo no le imponía una prenda, por decirlo así. Recuerdo que se paró sobre la cama mientras yo intentaba leer un libro, y me dijo: ¿Y por qué no me agarrás de los pelos y me obligás a lamerte los calzones y el pilín? ¡A mí no me importa si tenés olor a pis! ¡A vos te gusta olerme! ¿No? ¡Bueno, a mí también!
Acto seguido se me tiró encima. O mejor dicho, se sentó sobre mi pecho, apenas luciendo una bombachita negra con ositos por todos lados, que olía a jaboncito y a pichí.
¡Dale, haceme oler tu pilín Marce, o me habo pis acá, sentada arriba tuyo! ¿O querés que les mire el pilín a otros nenes? ¡Bah, igual, ya lo hice en la escuela!, se reveló auténtica, sin límites y con sus mismos aguditos de nena. Aunque ahora su postura había cambiado.
¿Te volviste loca Maru? ¿Cómo me vas a mear? ¿Y cómo es eso que le viste el pilín a otro nene? ¡No podés hacer eso, cochina!, le dije, presa de una excitación que me costaba disimular. Además, ya tenía 15 años, y mi pene se había desarrollado casi tanto como las tetas de mi hermana.
¡No te voy a contar! ¡Y, si no me hacés oler tu pito, le digo a la abuela que vos, en las noches, me dabas besos acá, cuando yo me hacía la dormida!, me dijo, alertando a cada uno de mis sentidos, poniendo sobre mis hombros una espada de plomo difícil de sostener. La verdad, ni sé cómo fue que terminamos uno encima del otro, ambos oliendo nuestras prendas íntimas, con nuestras piernas aprisionando nuestros rostros, respirando de la esencia del sexo que no nos dejaba en paz. Ella estaba sobre mí, y ambos nos agarrábamos de sendos culos para fregar la intimidad en la cara del otro. Hasta que Maribel agarró mi pito y se lo metió en la boca. Yo, automáticamente me la quité de encima, pero le prohibí que no se concentre con todas sus ganas en lamer, chupar, besuquear y babear mi pija empalada. Ahora yo estaba sentado, y ella en cuatro patas a mi derecha, bien pegada a mi cuerpo por momentos se atragantaba con mi músculo creciente, y con su propia saliva. Yo, para estimularla, le frotaba la vagina por adentro de su bombachita, notando que se mojaba más que meses atrás, y que ese jueguito la conducía a morderme, lamerme y succionarme con mayores necesidades. No tardé en descubrir que mi semen quebraría el hechizo que nos enlazaba. Le pedí que se separe de mi pija, pero ella, o no escuchó, o no me entendió, o no quiso hacerlo. Esa fue la primera vez que exploté en su boca. Esa vez no hubo picos dulces, ni gomitas, ni chicles, ni mielcitas. Digamos que, su boca se llenó con las mieles que su figura recargaba todo el tiempo en mis testículos, y no entendía siquiera cómo mirarla a los ojos, una vez consumido el último aliento de nuestro descaro. Entonces, recobré el sentido, y vi que Maribel se había sacado la bombacha. Rápidamente la cubrí con la sábana porque había escuchado ruidos en el patio. La bombacha había caído al suelo, y mientras yo me ponía una remera y un short, la miraba como intentando explicarle algo.
¡Me gustó esa cosita que te salió del pito Marce! ¡Me la comí toda! ¿Viste?, dijo desde la cama. Yo sentí una punzada de calentura en el pito.
¡Me parece que no viene nadie! ¡Así que, ahora te toca a vos, olerme a mí! ¡Ya que no querés oler mi bombacha!, insistió.
¡Vos, todavía me tenés que explicar, cómo es eso de los pilines de otros nenes!, le decía yo, acercándome a la cama, destapándola de a poquito para mirarla desnuda.
¡Yo ya sé que a los nenes les sale esa lechita del pilín! ¡Mati, Lucas, Juan Cruz y Lautaro me lo contaron! ¡Y, bueno, me la dieron en el baño! ¡Pero, no te pongas mal, que tu pito me gusta más que el de ellos! ¡Lauti tenía un olor a pis que no me gustó!, se confesó, quebrando mis barreras invisibles, y toda posibilidad de calma. Entonces, creo que, en un ataque de celos, bronca, instinto animal, ganas de retarla por lo que hizo, y andá a saber qué otros sentimientos, me derrumbé sobre la cama, guiando a mi olfato a su vagina. Desde ese momento, le lamí, besuqueé, chupé, olfateé, mordí, froté dedos y mrostro y le sobé la vagina a mi hermana mientras le decía: ¡Eso no se hace, chancha! ¡No podés hacer eso con los nenes, en el baño de la escuela! ¡Sos una asquerosa Marubi! ¡No podés meterte cualquier pito en la boca!
La escuchaba reírse, la sentía temblar y estremecerse, era testigo de cómo se mojaba y de cómo se abría de piernas para que mi boca saboree hasta unos centímetros próximos a su culito. Crep que para hacerla enojar le dije: ¡Y encima, tenés olor a pichí, y a caca, asquerosa, sucia! ¿A los chicos les gusta que andes con olor a pis, y a caca?
En ese momento, justo cuando mi lengua había logrado penetrar un poquito más el orificio de su vagina temblorosa, unas manos asieron mi cabeza hacia atrás, y la voz de mi abuelo replicó: ¿Está rico Marce? ¡Vamos, acompañame ya mismo! ¡Y vos, guachita, ponete esa bombacha, y andá con la abuela!
Seguí los pasos de mi abuelo hacia el mismo galpón desordenado como un bólido, tratando de no adivinar el castigo que me esperaba. Sin embargo, una vez que estuvimos solos, me dijo: ¿Sabés por qué tu hermana se mea? ¡Porque está calentita con vos! ¡Y vos, encima le chuponeás la concha! ¿A qué estás jugando Marcelo? ¿Te la querés voltear? ¿Te calienta esa nena? ¡Le están creciendo las tetas, y el culo! ¡No quiero que me contestes una sola palabra! ¡Lo único que te digo, a partir de ahora, duermen vestidos! ¡Yo mismo voy a controlar que eso se cumpla! ¡De lo contrario, te vas a la casa de tu tío! ¿Te paece justo? ¡Y ahora andá a lavarte la cara, que tenés olor a pis de tu hermana, degenerado!
Desde ese día, no volvimos a hacer nada con mi hermana. Mi abuelo se aseguraba todas las madrugadas de encontrarnos vestidos e impolutos. Nunca se sabía a qué hora nos iba a revisar. En los juegos nos seguíamos compartiendo gomitas, chicles y otras golosinas. Pero eso ya no nos alcanzaba. Además, Maribel ya no jugaba en bombachita durante los veranos.
Una noche, la abuela me llamó a su cuarto, minutos después de comer el postre. Al mismo tiempo escuché que el tata llamaba a Maribel desde su galpón. Nos miramos asombrados, pero ninguno de los dos dijo nada. En cuanto estuve con la abuela, ella cerró la puerta con llave y me pidió que me siente.
¡A partir de ahora, la única que puede hablar soy yo! ¿Estamos? ¡Salvo que yo te pregunte algo! ¡Bajate el pantalón nene, ahora!, me dijo imperativa, de pocas pulgas y con una expresión indescifrable en los ojos. Le obedecí, porque me pareció que era lo correcto.
¡Tomá, olé esta, y después esta! ¿Las reconocés?, me dijo, poniendo en cada una de mis piernas una bombacha de Maribel, evidentemente usadas. De inmediato mi pene respondió a sus estímulos, sin siquiera llevármelas a la nariz. Como no lo hice, la abuela tomó una y primero la otra para frotarlas en mi cara, boca, mentón y nariz.
¡Dale, olelas asqueroso! ¡Y apretate el pito! ¿Viste cómo se le están parando las tetas a la Maru? ¿Cuál te gusta más? ¡La rosadita? ¡Esta blanquita se la sacó hoy! ¡Tiene manchitas de flujo, pero huele a pis! ¡Tocate el pito Marcelo, y bajate el calzoncillo! ¡Quiero ver cómo te pajeás por tu hermana, con su olor, y seguramente recordando los chupones que se daban cuando eran chiquitos!, me decía la abuela, enterrándome en un enigma del que no podía escaparme fácilmente. Al punto tal que, ella misma tuvo que bajarme el calzoncillo. Luego, yo hice el resto. Me pajeé el pito todo lo que pude, y semejantes revelaciones, mas el olor a concha de mi hermana inmortalizado en esas bombachas me hicieron acabar como una manguera de semen, el que caía inexorable sobre el suelo de la pieza de los abuelos. Fue rápido, efectivo y brutal. Casi sin emitir palabras la abuela guardó esas bombachas, me puso de pie de un zamarreo, me subió la ropa y le sacó la llave a la puerta.
¡Ahora, a dormir! ¡Y ni una palabra a tu hermana de esto! ¿Estamos? ¡Desde ahora, al menos una o dos veces por semana, te vas a hacer la pajita acá, oliendo bombachas de tu hermana! ¡Y bajo mi supervisión!, me dijo luego, invitándome a salir de su pieza, nuevamente con su cara de buena persona. Cuando llegué a mi pieza, Maribel ya estaba acostada. No me habló. Yo no lo sospeché en ese momento. Pero, luego de un par de noches en las que volví a pajearme frente a la abuela, entendí que tal vez el abuelo se llevaba a Maribel con algún motivo similar. Sin embargo, ella no me lo compartía, y yo tampoco. Aún así, no podíamos evitar comernos la boca.
Así fue nuestras vidas, en medio de todas las cosas buenas que nos pasaban. Los abuelos seguían siendo gentiles, nobles y bondadosos con nosotros. Pero, parecían convertirse en extraños vigilantes por alguna causa cuando se trataba de nuestra sexualidad. Yo, seguía concurriendo a la pieza de la abuela. Ella me hacía oler bombachas, corpiños y medias de Maribel. Solo una vez me pidió que no me baje el calzoncillo, y ella misma se ocupó de sobarme el pito hasta que me acabé encima, diciéndome cosas como: ¡Mirá que pito tiene mi nieto, cómo se te pone con el olorcito de esa sucia, y qué calentito! ¡Me gusta que te pajees por ella, que se te calienten los huevitos, y que después largues mucha lechita!
Sin embargo, a días de que Maribel cumpla los 15 años, no pudimos más con toda la calentura que nos profesábamos. Ese día la abuela tenía una reunión importante en la ciudad, y después de aquello se quedaría unos días en la casa de su hermana, porque no andaba muy bien de salud. El abuelo, bueno, tenía sus compras, debía ocuparse de un temita de patentes de su vieja camioneta, pagar unas multas, e ir a visitar a un viejo amigo de la infancia, casualmente padrino de bautismo de Maribel. Como estábamos en épocas de clases, nosotros debimos quedarnos en el pueblo a cumplir con el colegio. Entonces, Maribel llegó después que yo. Estaba descansando en el sillón, luego de haber hecho una especie de guisito de fideos para que almorcemos. Recuerdo que revoleó su mochila y se me tiró encima con un globito de chicle armado entre sus labios, y me dijo: ¡Ahora te toca a vos pincharme el globo!
Yo la miré detenidamente, mientras sacaba la lengua para obedecerle, sintiendo que la erección de mi verga no me lo perdonaría esta vez. ¡No más persuasión, silencios o indiferencias! Tenía su cabello castaño claro dividido en dos colitas, con unas mechitas rubias que ella misma se hizo, una boca hermosa con unos dientes relucientes, una sonrisa que iluminaba aún más sus ojitos armenios, y un aroma especial. Tenía una remera de algodón ajustada con rayas que le resaltaban perfectamente sus tetas grandes y redondas, un corpiño azul con aros, una pollerita con volados y unas alpargatas en los pies. Se había quitado las zapatillas antes de llegar a la cocina. ¡Cómo me calentaba la guacha! Ni bien le reventé el globo con la lengua, ella me agarró el paquete con una sola mano y comenzó a sobármelo.
¡Quiero esto en la boca nene, ahora! ¡Dale, bajate todo!, me dijo al oído, metiendo su lengua entre los recovecos de mi oreja. Impulsivamente empezamos a comernos la boca, ahora con más idea de lo que era besarnos. Ahora nos excitaba mucho más mordernos los labios, succionarnos las lenguas, olernos y mordernos el cuello. Ella me ladró como una perrita caniche cuando le amasé una teta, y nos reímos con la misma felicidad que siempre.
¿Qué decís? ¿No te parece que está mal lo que me estás pidiendo?, le dije sin convicciones, tal vez pensando en iniciarnos una peleíta.
¿Y a vos te parece que está bien que te hayas aprovechado de olerme dormida, o de pajearte con mi conchita en tu cara? ¿Cómo puede ser que te gustara mi olor a pichí nene? ¡Estás re loco!, me decía mientras nos apretujábamos contra el sillón, nos rasguñábamos los brazos desnudos, buscábamos nuestras bocas, y ella se atrevía a escupirme la cara un par de veces, con su saliva con olor a chicle.
¿Y ahora? ¿Seguís jugando con los pitos de otros pibes?, le pregunté, temiendo la respuesta.
¡Obvio nene! ¡Soy una de las chicas que más mamaderas toma en la escuela! ¿No te lo dijeron tus amigos? ¡Bueno, en realidad, solo se la chupé a uno de ellos! ¡Al Maxi!, me decía mientras mis manos ya le pellizcaban la cola, y mis brazos manipulaban su cuerpo para ponerla con las piernas hacia arriba de mis hombros, y su cabeza sobre mi bulto. Claro que, en cuestión de segundos se quedó en corpiño, y antes de llegar a lo que nos merecíamos, mis dientes le mordieron las tetas por encima de esa tela fresca y perfumada. Sin embargo, una vez que le vi el culote rosado con dibujitos haciéndole un bollo hermoso en la vagina, se lo pedí.
¡Dale nena, tomate esta mamadera si tanto te gusta! ¿Dónde lo hacés en la escuela? ¿En el baño? ¿Después que los pibes ya mearon? ¿O antes?, le preguntaba, aunque sus respuestas no eran importantes. De pronto, su boca se llenaba con mi pija hinchada como nunca, y mi cara era presionada por sus piernas menuditas, el olor a mujer de su bombacha me asfixiaba las neuronas, y mi lengua la atravesaba para hacer contacto con su conchita, la que ahora aparecía cubierta con una fina mata de vellos húmedos. Estábamos tan alzados, tan pendientes de disfrutarlo y darnos todo, tan felices del ruido de su boca comiéndose mi verga, de mi nariz y dedos hurgando en su vagina, de las nalgadas que le ofrecía a su culo hermoso, de los olores que desprendían nuestras hormonas que, nada podía durar demasiado. En un instante me sentí explotar, perder el equilibrio, desangrarme, romperme un hueso, dejar mi mundo físico. Y eso fue porque mi semen se multiplicaba urgente, guerrero y abundante en la boca de mi hermana, y sus propios jugos desbordaban su bombacha, a mi olfato glorificado y a mis intentos por penetrarle la concha con la lengua. La escuché tragar, toser, eructar, tragar una vez más, relamerse los labios y degustar mi semen mientras volvía a invertir su cuerpo en la gravedad del mundo terrenal. Cuando la vi con la cara colorada, sudada, la boca blanquecina de leche, la lengua expectante, los ojitos vidriosos y la ropa revuelta, sentí como que alguien le hubiese añadido a mi cuerpo una pija de repuesto. Pero Maribel se acercó a mi oído, y mientras miraba la nueva erección de mi inesperado triunfo me dijo: ¡Amo el olor y el sabor de tu pija nene! ¡Me tendrías que haber llenado la boca con tu leche de bien guachita! ¿Vamos a comer? ¡Estoy cagada de hambre!
Todo era tan curioso, nuestro, a solas y perturbador que, ahora yo había perdido las riendas de todo cuanto alguna vez estuviese en mis manos. Nos sentamos a comer, casi sin hablarnos. No recuerdo el sabor de los fideos, ni si pasó algo trascendente en ese mediodía. Solo sé que en un momento Maru me dijo: ¿Tenía olor a pis en la bombacha Marce? ¡Pero decime la verdad! ¡No quiero ir meada a la escuela! ¡Si es acá, en la casa, y con vos, bueno, yo sé que a vos no te jode!
Yo le dije que no, y que no tenía que preocuparse. Ella juntó sus cubiertos arriba del plato vacío y se lanzó como un rayo cegador a mis brazos. ¡Nene, hoy estamos solos! ¡Dale, quiero que hagamos todo! ¡Cogeme! ¡Quiero que me cojas!, me dijo mientras se quitaba el corpiño para encajarme sus tetas en la cara.
¿Qué decís? ¡Maru, somos hermanos! ¡No podemos!, le decía, sin dejar de llenarme la boca con sus tetas. El sabor de sus pezones era sencillamente lo más exultante que había probado, a excepción de su conchita.
¡Sí, ya sé que somos hermanos! ¡También sé que el abuelo y la abuela no quieren que cojamos! ¡Bue, no quieren nada! ¡Yo creo que es porque no quieren que yo me embarace! ¡Pero, te juro que no puedo más! ¡Quiero que me la metas, que me cojas, que me acabes adentro!, insistió, ahora fregando su vulva sobre mi pierna, jugando una vez más con mi pija, liberándola de mi calzoncillo.
¡Sí, no querían! ¡Supongo que por eso nos hizo hacer ese pacto de silencio!, le dije. Ella abrió los ojos, como buscando una explicación en el techo. Pero luego volvió a fijarse en mí, y continuó: ¡Sí, puede ser! ¡Pero dale, cogeme! ¡Arrancame la ropa y penetrame! ¿Querés que lo hagamos arriba de la mesa?
¡Maru, basta! ¡No podés hablarme así!, le dije, tratando de poner un límite que no tenía argumentos.
¿Y cómo querés que te lo pida? ¡Dale hermanito, meteme el pilín en la vagina, y movete arriba mío? ¡Quiero que me hagas pichí adentro de la vagina? ¡Aprovechemos nene, garchame ahora, o ya fue!, se me burlaba, poniendo una vocecita de nena peligrosa. Yo, recuerdo que le quité la pollera, revoleé los platos al suelo, la subí arriba de la mesa, le bajé la bombacha y me le subí encima. Fue una locura. Ella gemía fuerte, buscaba mis labios para besarme, o para mordérmelos. Y más desde que mi glande atravesó su conchita empapada. Empecé a hamacarme cada vez más rápido, a hacer que sienta cada parte de mi cuerpo, cada estampida, cada martillazo de mi pubis contra el suyo, mientras mi boca también buscaba devorarle las tetas.
¿Te gusta el olor de mis teatas? ¿O te gusta más mi concha? ¡Uuuuf, así, garchame hermanito, metela toda, haceme tu puta! ¡Qué ganas tuve siempre de que me hagas esto, que me la metas, me rompas, me muerdas asíiii, que me cagues cogiendo asíiii!, me gritaba Maribel, subida a una montaña rusa que no la dejaba aterrizar, porque sus jadeos eran cada vez más parecidos a alaridos salvajes.
¡Y pensar que los abuelos no están! ¡Hoy no nos van a controlar! ¡La abuela, a mí, me pedía que me haga la paja, oliendo tus bombachitas! ¡Sos una putita nena! ¡Cómo te ibas a ensuciar así las bombachas!, le confesé al fin, resuelto de cualquier especulación, mientras seguía llenándole la concha con mi carne.
¿Qué? ¡Faaa! ¿Y te acababas ahí? ¿O ella te ayudaba? ¡A mí, el abuelo me pedía que me acueste en la mesa, y él me sobaba la concha sobre la bombacha, hasta que me hacía acabar! ¡Después me sacaba la bombacha, me pedía que me vista con un pantalón y una remera, y que corra para acostarme con vos! ¡Es un viejo chancho, al que seguro también le gustaba mi olor a pichí, y a caca!, decía ella, sintiendo que los pulmones se le iban a escapar por los ojos. Yo seguía mordiéndole las tetas, amasándole el culo, agarrándola de las colitas y asegurándome de profanar cada rincón de su intimidad a pijazos limpios.
¡Y seguro que a la abuela le gustaba mi chota! ¡Le gustaba ver cómo acababa en el suelo! ¡Solo una vez me apretó el pito! ¡Tomá bebéee, sentila toda, que sos mi puta! ¡Y sí, vos eras una sucia, con olor a caquita y a pis, a pichí de bebéeeeé! ¡Cómo me ponías el pito cuando me mordías la lengua!, le decía, entre miles de incoherencias imposibles de recordar! Y fue justo cuando casi nos caíamos de la mesa que, uno de mis dedos le rozó el agujerito del culo, con mi pija súper clavada en su concha, que ella me dijo en un solo grito: ¡Dale neneeeee, llename de lecheeeee, partime la conchitaaaaa, así voy toda cogidita a la escuelaaaaa!, que un torrente inevitable de semen me obligó a jadear casi tan fuerte como ella, casi con el mismo fervor, y a explotar como si fuese una tormenta repleta de vientos huracanados adentro de su conchita. Sentía que no paraba de largarle semen y más semen, y ella se apretaba más a mí, con lagrimitas en los ojos, con los jadeos cubiertos de baba, las tetas moreteadas y las manos temblorosas, pidiéndome que no vuelva a separarme de ella nunca más. De modo que, desde ahora seríamos mucho más indetectables para los abuelos. ¡Ahora le habíamos agarrado el gustito a cogernos! ¿Quién podría detenernos? Fin
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