Escrito con el Griego
La Jesi y la Mari, porque al parecer los artículos formaban parte de sus nombres como suele ocurrir en las villas, eran dos pibas que conocía desde hacía unos cuantos años. La Jesi tenía 18 en ese momento, o quizá un poco menos, y La Mari 24. Los dotes de cuerpo perfecto se habían distribuido y repartido entre ambas, con extrema justicia. La Jesi tenía unos ojos azules y un muy buen par de tetas. La Mari tenía un culo de antología y una terrible boca de petera. Pero eso era todo. No eran muy educadas, ni hablaban como la gente, ni se vestían adecuadamente, ni parecían higienizarse como corresponde.
Por lo que sabíamos, las había criado la abuela. Mi viejo siempre había colaborado con algunas familias de la villa, dado que vivíamos al lado de una de las más peligrosas del conurbano, y le gustaba tener un cierto mecanismo de seguridad. No sé si funcionaba, o le salió medio que de casualidad. Pero, lo cierto es que a casi todos los vecinos les entraron a robar, o les choreaban en las calles; y a nosotros no. Así que, cuando falleció mi viejo yo continué con la tradición de cooperar con las mismas familias, incluida esta señora que criaba las dos nietas. Cuando la señora también dejó este mundo, seguí ayudando. Al menos un poco, cuando me acordaba. No era la gran cosa, aunque parecía que a ellas les hacía la diferencia porque se veían super agradecidas cuando caían por casa, más o menos cada quince días, a llevarse algunas cosas. Generalmente ropa usada, calzado, arroz, fideos, azúcar, té, o lo que hubiese. A mi esposa no le agradaban las pendejas, y eso nos valía alguna que otra discusión. No le entraba en la cabeza que, era mejor no tenerlas de enemigas.
—¡Gracia' don! ¡Usté' siempre fue bueno con nosotra'. Sin ayuda... vio, se hace difícil. ¡Con mi hermana le queremo’ dar algo a Usté’! ¿Por qué no viene mañana a comé' con nosotras?, me dijo la Jesi, un día especialmente nauseabundo por las espesas nubes en el cielo, y el olor a combustible de un camión estacionado y en marcha, justo en frente de casa. La contemplé parada en mi umbral, con su metro sesenta, la calza desgastada, la remerita rosada y roñosa, el gorro con visera, un tanto apocada, pero con esas tetas perfectas. Le dije que sí, claro. Aunque recalqué que no era necesario que me inviten a comer. Volví a repetir que asistiría, cuando vi sus ojos amenazantes. La Jesi entró en la pubertad más o menos a los 11 años, o esa edad calculo que tendría. Y se notaba bastante que sabía usarlo en su favor. Yo había escuchado las historias. La abuela las cuidó todo lo que pudo, pero como todos sabemos, las hormonas son más fuertes que los cuidados. Si la Jesi y la Mari no eran las dos trolas más renombradas de la villa, salían segunda y tercera. Y eso, solo sucedía porque existía la Tere. Una gordita de unos veinte tanto que se la pasaba franeleándose con los camioneros, tacheros y obreros que andaban por la zona, a la vista de todos. Ni le importaba las chicas de la villa
mostrarse toda chuponeada.
Finalmente, llegó el día de la invitación; o sea, al día siguiente. Me dijeron que fuera a las ocho. Pensé que era muy temprano para cenar, y dudaba que estas pibas tengan costumbres yanquis. Pero preferí no darle mucha bola.
La Jesi me estaba esperando a la entrada de la villa. Caminamos juntos hasta su ranchito, por mi seguridad, claramente. La casa tenía paredes de material, portland desparejo en partes del piso, tierra en otras, y unas chapas ruidosas por techo, que calculo habrán sido muy calurosas en invierno. Olía bien, y parecía limpia, a pesar de un montón de ropa apilada en una silla con el respaldo rasguñado por gatos, evidentemente, y otro montón de paquetes de arroz en una caja. Además, había unas bombachas, tres corpiños, dos vestiditos y unas medias colgadas en un rudimentario tender hecho con sogas y alambres entre la cortina y un mueble destartalado.
Entré y saludé a la Mari, quien estaba cocinando, moviendo el orto al ritmo de una cumbia de los 90. Ella me miró con picardía, y sacudió su melena. Se quejó porque no le quedaba mucha sal, y por lo caro que se había puesto el colectivo. Pero enseguida me dijo: —Siente sé don, que le falta un rato a esto.
Yo me senté a la mesita sin mantel, con algunas manchas y quemaduras, y tuve la tentación de sacar mi celular. La Jesi se sentó adelante mío. Notó que le miraba el culo a la hermana, y me hizo pucherito.
—Casi todo' lo hombre' son culero. ¿Le' gusta má' el orto de la Mari que esto?, me dijo casi sin mover los labios, sonrojándose de pronto. Apretó sus prominentes tetas frente a mí para indicarme a qué se refería.
-Yo pensé que a lo mejor usté' era má' de las tetas!, prosiguió, ahora sacando la lengua, y dejando que un hilito de baba se sostenga en el aire, sin sensualidad, pero con evidente calentura. ¿Qué buscaba esta mocosa? Y entonces la Mari se dio vuelta y me miró, sonriendo.
—¿Así le gusta don?, me disparó mientras se bajaba un poco la calza. Me mostró su hermoso culo, enfundado en una tanga verde.
—¿No le gusta má' así?, arremetió la Jesi, bajándose la remera tras una guiñada de ojos de su hermana. Sólo entonces, al ver su magnífico par de tetas, noté que no llevaba corpiño. Y sólo entonces fui consiente del regalito que me querían dar.
—Y... me gustan las dos cosas. Y más si están juntas-, dije, en medio de un calor que me abrazaba la garganta. Ellas se miraron. Se hicieron una seña que sólo ellas entendieron y acto seguido la Mari me guiñó un ojo.
—Jesi, atendé al señor. Dale pendeja, ¡como vo’ sabé Mamu!, dijo la Mari, que enseguida se dio vuelta. La Jesi se sacó del todo la remera y la calza mugrienta, y antes de revolearlas cerca de los pies de su hermana, olió ambas prendas. Luego se puso de rodillas entre mis piernas. No dije nada. De inmediato ella sacó mi pija, ya semi erecta, y se la mandó a la boca, mirándome fijo a los ojos. Apenas su boquita me regaló la primera chupada, yo gemí involuntariamente. Después, me mordió el cuero, lamió mi glande, olfateó mis huevos, se chorreó los labios con babita, y atrapó mi cabecita con el anillo sedoso de sus labios calientes. Subió y bajó unas cuantas veces, haciendo resonar un gargarismo que me enloquecía.
—¿Y, don? ¿Petea bien mi hermanita? No sabe lo trola que es esta, ¿eh? A los once año' la agarré mandándose dos pijitas de los nenes de la escuela. Ella 'taba así como ahora, arrodillada y con las tetas al aire, y los dos guachitos a lo' lado', con los pitito' duro', durísimo, y esta que se metía una en la boca y pajeaba al otro. Mucho porno, ¿vio? Creo que, hasta se había miado toda. ¿No cierto, boludita? Ni sabía peteá', le tuve que enseñar. Praticamo' la do con el tío Lucho. Ahí sí que aprendió, con el trancazo del viejo. No sabe como le empezó a gustar la leche, ¡bien rápido!, me instruía la Mari, mientras seguía bailando, tarareando, revolviendo la olla y yendo de un lado al otro. Mientras, abajo, la Jesi seguía mamando desaforada. Yo pensé, erróneamente, que iba a aguantar muy, muy poco. Es que, se la mandaba hasta la garganta, y movía la cabecita como para atrancarse de verga. Y cuando se la sacaba de la boca, me la babeaba con todas sus fuerzas para volver a tragársela. En un momento empezó a chuparme los huevos, y a pajearme. Fue justo cuando la Mari la cagó a pedos, por revolear su calza y su remera. Le dijo algo así como que, ella no era su sirvienta. Después la escuché putear a un guacho que pasó con una botella de birra en la mano.
Tras unos minutos la Jesi se empezó a mirar con la hermana. Dejó de chupar y empezó a pajearme, más y más rápido, como queriendo que acabe lo antes posible. Quizá ahí entendieron que no iba a ser tan rápido como calcularon. Así que bajé mis manos y le manoseé las tetas, diciéndole: ¿Sabés las ganas que tengo de chupártelas? ¡Tetas de pendeja villera! ¡Quiero eso bebé, esas tetas, con olor a sábanas sucias!
Ella me sonrió. En un momento creí que podría ofenderse por mi comentario. Pero dejó que la suba a mis piernas, y ya teniéndola a upa mamé una de sus gomas. Sabía deliciosa, tierna, comestible, como si alguna especia dulzona fluyera de los poros de su piel. Aunque tenía un leve dejo de olorcito, ¿A pichí? No, no podía ser.
—Ponete cómoda, Mari —le dijo la Jesi. No sé si no entendimos bien. Yo pensé que era un "ponete cómoda, va para largo", pero la Mari se sacó las alpargatas y la calza para seguir cocinando en tanga.
—¿Por qué no probás un poco acá, Mari?, le pregunté, señalándole los pechitos de su hermana. Ella sonrió, se acercó, se arrodilló junto a la hermana y ambos chupamos, una teta para cada boca. La pibita se empezó a calentar cada vez más, moviendo las piernas, y tratando de rozarse la conchita. Pero la hermana no se lo permitía. Así que la Jesi gemía, y se expresaba con su burdo lenguaje, todo lo que le dictaba la calentura.
—¿Sabe don que la Mari ya probó hace rato? A vece' me ayuda cuando me caliento sola y no tengo una pija a mano. Yo me hago la paja y ella me chupa la' goma', dijo al fin, babeándose un poco más. Yo le tanteé la bombacha, y estaba empapada.
—Bueno, bueno, ¡Yo tengo que seguir cocinando o se me va a arruiná’ todo!, dijo la Mari, incorporándose del suelo, no sin antes morderle una teta a la Jesi, haciéndola gemir. Entonces, sabiendo que tenía vía libre para lo que se me antojara, levanté a la Jesi y la puse con las tetas contra la mesa. Fue tan rápido que, por un segundo dudé en si hacerlo. La cuestión es que, le corrí la tanga y la penetré, despacio. de tanto en tanto, la Mari miraba de reojo y se reía un poco. De pronto dijo, mientras cambiaba la horrible cumbia por unas bachatas: —¿Cómo le gusta la pija a la nena, ¿eh? Sí, le encanta que se la cojan.
—Má' me gusta que me cojan adelante tuyo, Marucha—, respondió la Jesi entre gemidos. Me tiraba el culito bien hacia atrás para que mi pija pueda entrarle sin problemas. Sin dudas, toda la babita que me tatuó en la piel funcionaba de maravillas.
—Contale cuanto te gusta la leche de pija, pendeja!, le gritó la Mari. La Jesi se giró un poco y me miró, mientras yo le decía a la Mari: ¡Y parece que le gusta que le meen las tetas! ¡Digo, porque las tiene con olor a meada!
—Me encanta la leche de chota. Me tomo tre' o cuatro distinta' todo' lo' día, don. A vece' el tío Lucho viene a traerno' batata y yo lo deslecho cinco vece' seguida, si la Mari no me gana de mano. ¿Sabe que e' rica, ¿no?, dijo la Jesi al fin, luego de un agudo prominente que le arrancó una de mis arremetidas de chota, especialmente profunda.
¡Si don, la Jesi se toca la cotorra todo el día! ¡La ma siempre la cagaba a cintazo, pa’ que se saque la’ mano’ de ahí! ¿Te acordá’ cuando mami te pedía que te miaras toda en la cama, pa’ ver si aprendía a ser señorita? ¿Y no una perrita alzada?, la expuso su hermana.
—¿Y cuánto querés la mía, putita?, le pregunté casi gritándole en el oído a la Jesi.
—Má' que nada la quiero, se la voy a tomá' toda, y lo que no me tome va a ser porque se lo tomó la conchuda de la Mari. ¡Ni una gota voy a desperdiciar!, respondió la borrega. Ni una gota. Eso me quedó grabado a fuego, y ya necesitaba saber si sería verdad.
Al ratito la puse panza arriba. La cogí con sus tobillos en mis hombros mientras se amasaba las tetas y gemía descontrolada. Al punto tal que, alguien golpeó la ventana, diciendo algo de un puterío. Mientras, la Mari seguía en tanga a nuestro alrededor. Ya se había sacado la remera y el corpiño. Era obvio que no era la primera vez que cocinaba casi en bolas. Cada tanto se arrimaba y le comía la boca a la hermana, le tocaba un poco el culo o le mamaba una teta por unos segundos antes de volver a sus actividades culinarias.
—Bueh, don, mejor apúrese a acabarle a la pendeja que esto ya casi está!, Dijo la Mari tras un ratito de penetradas de mi pija en esa conchita casi sin vellos, caliente, pegoteada y más estrechita de lo que me había imaginado. Pero yo no podía acabar. No podía. Me esforcé. Me concentré. La Mari ponía la mesa. Y yo no acababa. La Jesi me rogaba por mi leche. Y yo no acababa. La comida estaba en los platos, y yo no acababa. ¿Qué carajos me estaba pasando? Así que, hice lo que me salió, para ver cuál sería el resultado. Me senté a la mesa con la Jesi ensartadita en mi verga, de espaldas a mí. La Mari delante nuestro empezó a comer y se dio cuenta de lo que quería hacer, y nos empujó los platos. Por lo tanto, nosotros comíamos su guiso mientras la Jesi subía y bajaba en mi verga. A su hermana, claro, le parecía muy chistoso vernos comer y coger a la vez. Y tenía mejor visión que yo, ya que ella veía las tetas de la pendeja subir y bajar a medida que se empalaba en mi mástil de carne, y que mis envestidas la sacudían a lo loco. Además, el olor de su sexo combinaba perfectamente con el de aquel guiso medio pasado, con los fideos sancochados, aunque sabrosos.
—¿Viste? Viví' pa' la pija, vo'—, le rezongó la Mari.
—Sí, negra envidiosa —, le respondió la Jesi, moviendo su pubis de atrás hacia adelante para deslecharme, como seguro lo necesitábamos los dos.
—Vo' so' má' negra que yo!, le jetoneó la Mari, que parecía perder la paciencia. Y de repente, la Mari se levantó, manoteó el tenedor y comenzó a darle de comer en la boca. Pero a lo bruto, sin importarle que se le derramase un poco del caldo en las tetas, o que le pinchara los labios con el utensilio, ni que yo aún siguiera cogiéndola, cada vez menos avergonzado. De hecho, me pedía que ni se me ocurra detenerme.
-Hágame tía don, dele, ¡hágale bebitos a esta negra puta, que ya tiene que ir aprendiendo! - ¡Ella, ni se lava bien el orto! ¡Pero va a tené que aprendé, a la juerza, y con lo’ bebito que usté le va a descargá ahí adentro!, decía la Maru, pellizcándole las tetas a su hermana, y tratando de arreglárselas para mordisquearme el cuello. Su aliento y su boca de labios resecos, aún así me excitaban. Pero, todavía me costaba largar la leche en esa conchita sucia. Me torturaba benévolamente la idea de embarazar a esa nena, y de ni siquiera hacerme cargo en el futuro. ¿Quién lo haría de todos modos? Y, cuando mis ensartes, los ruidos del culo de esa pendeja contra mi pubis y sus jadeos eran cada vez más atronadores, al punto de hacerme doler la cabeza de la chota, la Mari le pegó a la pibita con el palo de una escoba en la espalda, para que definitivamente caiga al suelo hecha un ovillito de furia. Lo supe porque no le ahorró puteadas a su hermana. En su lugar, la Jesi aprovechó mi erección salvaje para frotar su culazo, quedándose con cada gotita de los flujos con los que su hermana me había bañado la verga.
-¡Ahora la quiero yo don, toda en el culo! ¿Me la va a dar? ¿Me va culeá toda? ¿Qué pasó que no le largó la chele a mi hermana? ¿Le da asco que tenga olor a miada la muy roñosa?, empezó a decirme, mientras ya me asestaba sentones cada vez más crudos, violentos y apasionados. Un par de veces mi glande hizo contacto con su agujero. Pero no la penetré, hasta que ella se aseguró de bajar uno de los platos con guiso de la mesa al suelo, y pedirle a su hermana que coma ahí, tirada en el piso, y con algunas lagrimitas de bronca en sus ojos.
¡Comé guanaca, que tá caro pa andá tirando comida! ¡Comé, que yo me ocupo del don!, dijo la Mari, en el momento preciso en que sus últimas sílabas se alargaban en un grito estremecedor. Es que, mi pija al fin le taladró el culo con severidad, y ella comenzaba a flamear con toda la agilidad de la que no la creí capaz. No volvió a gritar como la primera vez. De hecho, solo jadeaba sin sonido en sus cuerdas vocales. Apenas con el aire tibio que le desgarraba el esófago. Pero transpiraba como un cerdo a la parrilla, mientras me pedía que le frote la chocha, y que le toque la carita a su hermana con mis pies, mientras la pobre comía. En algún momento, tal vez la Jesi me había quitado las zapatillas. Pero mi mente atribulada no conservaba el recuerdo, ni el detalle de ese acto en concreto. Es decir que, durante unos instantes, mientras la Mari se deglutía mis 19 centímetros de poronga con su culito dilatado, mis pies le rozaban toda la carita a la nena, sin omitirle patadas involuntarias, o meterse en el mismo plato de comida que, aun así, la Jesi degustaba, sin inmutarse. No hablaba, ni parecía que estuviese respirando. Hasta que, cuando creí que de una buena vez por todas terminaría de hacer una sucursal de la Serenísima en lo profundo del culo de esa villerita, la oímos decir: ¡Al final, siempre todo pa vo nena! ¡Ni siquiera puedo agradecerle al don como quiero! ¡Casi se la sacaba yo, y me ganaba toda su leche!
Esas palabras hicieron que la Mari, una vez más me deje en pampa y la vía, con la pija llena de preguntas, afuera de su inmaculado agujero siniestro. Y todo para levantar a su hermana del piso, y para, acto seguido, agarrar una de sus alpargatas y asestarle unos 5 o 6 chirlos en el culo con ella, al tiempo que le gritaba: ¿Y así le queré agradecé al don? ¿Miándote encima? ¿Por qué te miaste nena? ¿Tan pava so’? ¿Tan niñita te sentí cuando te hacen upita?
Quise decirle algo. Pero lo que hizo a continuación la Mari, me dejó en shock por unos segundos. Levantó el plato del suelo, y le encastró la carita con los restos del guiso. Luego, la obligó a volver al suelo para frotar sus tetas primero, y luego sus nalguitas en los charquitos que había hecho cuando se hizo pis. Ni siquiera supimos cuando lo había hecho. En cuanto la Jesi hubo terminado, vi que la Mari escogía un cuchillo de la cocina. Aquello me parecía demasiado. No tenía idea de cuáles eran sus planes, ni de cómo sería la vida entre ellas bajo esas cuatro paredes. Pero preferí no enterarme.
-¡Pará Mari, no le hagas daño a esa basurita cochina! ¡Es cierto que es una chancha! ¡Mejor, llevémosla a la cama! ¡Si querés, te la embarazo ahí! ¿Vos querés ser madre bebé? ¿Eee? ¿Querés un bebito ahí adentro, así como estás? ¿Meada, sucia con guiso, con las tetitas machucadas y la colita colorada?, se me ocurrió decirles, totalmente obsesionado con la idea de hacer real cada inescrupuloso deseo de mi interior. Y así lo hizo la Mari, sin un tapujo. La levantó del suelo agarrándola de los brazos, la zarandeó, le metió un dedo en la vagina mientras le decía algo al oído, y luego, frente a mis ojos endemoniados le comió la boca. Al fin la metió al otro lado de una de las cortinas que había tras el tender improvisado, y todo lo que escuché entonces, fueron chirlos, reproches imposibles de descifrar, y el llantito de Súplica de la Jesi.
- ¡Doooon, venga nomá! ¡Acá la tiene, toda amaestradita!, me gritó la voz de la Mari, mientras afuera un nuevo escape de moto sonaba como un disparo de pistola tumbera. Yo me levanté, decidido, aunque con ciertos temores en el pecho. Sin embargo, una vez que abrí la cortina, vi a la Jesi despatarrada en la cama, con una bombachita rosada que, evidentemente le quedaba chiquita. La Mari estaba hincada a su lado, bien pegada a esa cama de colchón sin sábanas, dándole besitos tiernos en las tetas. Aunque, cuando me vio entrar, empezó a despedazárselas a mordiscos, chupones, lengüetazos histéricos y escupidas como tormentas de nieve, mientras le decía: ¡Ahora, abrí bien las piernitas, negrita de mierda, así te embarazan, y cobramo’ algún plancito!
Yo, esta vez no lo dudé. Me acerqué a las piernas de la pendeja, la olfateé decididamente como un perro, le mordisqueé toda la bombachita, al punto de hacerle un par de agujeritos con los dientes, y le enterré algunos deditos en la conchita. La Jesi gimió, y la hermana, casi como si se hubiese desprendido del suelo, saltó para acomodarse en la cabecera de la cama, de modo que su sexo dio directamente con la cara de su hermana.
- ¡Dele don, apure, cójasela toda!, me ordenó la Mari, que ya frotaba su concha en la carita de la nena, y le apretaba las tetas como si de ellas pudiera extraer alguna sustancia que pudiera apagarnos el fuego que nos consumía. Y de golpe, sentí que la punta de la poronga comenzaba a arder, sus venas a estirarse, y mis testículos a pronunciarse en total acuerdo con germinar a esa nena. Así que, me trepé a la camucha destartalada, la que crujió con mi presencia encima, le acomodé la pija en los labios de la concha a la Jesi, y presioné, primero sobre la tela de su bombachita. Hasta que, los jugos que la colmaban hicieron lo inevitable, y mi glande la hizo chillar en cuanto lo tuvo todo adentro, movedizo, lacerante, guerrero y tan fértil como siempre. Aunque, su chillido fue castigado por un coscorrón de su hermana, y por un tremendo pellizco que le dio en una de sus tetas, mientras continuaba frotándose en la nariz, boca y mentón de su hermana. La Jesi recibía mis envestidas con honores, y trataba de moverse para abarcar todo lo que pudiera de mi extensión masculina. Y la Mari, en un momento empezó a descender con su conchita hasta las tetas de la guacha, donde al fin se detuvo para decirle: ¡Ahora te voy a miar toda nena, porque te lo merecé! ¡Te encanta la miada en las gomas! ¿No?
La Mari no se iba en promesas vanas. Por lo que, mientras mi pija se le incrustaba a la pendeja cada vez más a un paso de partirla en dos, su hermana detonó una lluvia dorada sobre sus pechos, palmoteándose la concha, salpicando pis y calentura por todo el cuarto. No sabía cómo carajos me las iba a arreglar para volver impoluto a mi casa, después de tantos descuidos, evidencias, huellas de pecado, y manchas de esas hembras salvajes.
¿Y don? ¿Todavía no la embaraza a esta negra piojosa? ¿Le quiere reventar el culito?, empezó a decirme la Mari, mientras empezaba a chuparme las tetillas, y le pedía a su hermana que le limpie la conchita con su lengua, y que le frote el clítoris con ella.
¡Chupá negra sucia, sacame la chele putita, dale, y dejate embarazá voooo, daleeee, putaaaaa, de mierdaaaa, puta tragalecheeeee, hacete patrona nena, de una puta ve’, y embarazate, así despué tenemo un guacho que no’ cuide de lo’ malandra del barrio!, le decía la Mari, mientras yo sentía que algunos borbotones de semen ya comenzaban a tener distintos nombres, adentro del vientre de esa mocosa que no podía articular palabras. No obstante, cuando aún no había terminado de acabarle toda mi leche adentro, la Mari la zamarreó para que se ponga culito para arriba, y me lo ofreció sin ataduras.
Rómpale el culo don, dele, agalá mierda a la pendejita esta, que ni siquiera sabe sacarle bien la chele!, me gritó prácticamente en el oído la Mari, mientras me ponía sus tetas en la boca para que se las chupe y muerda como un lobo en celo, mientras ella misma se regalaba un orgasmo que, por poco consigue desmallarla de placer. En el mismo instante, mi pija se abría paso entre las nalguitas pobretonas de la Jesi para eliminar los últimos arrestos de mi felicidad inoportuna, o fortuita, o absolutamente irreal, en cualquiera de los planos de una vida normal. Arremetí unas 6 o 7 veces, mientras la nena decía que me iba a cagar la pija, y mis últimos balazos de semen emergían como llamaradas de vitalidad, cada vez más en la oscuridad de sus intestinos insaciables.
Me costó focalizar la vista, una vez que me incorporé del cuerpo pegoteado y oloroso de la Jesi. La Mari no me ayudó en lo más mínimo. De hecho, ni siquiera estaba cuando tomé consciencia de que, al fin mi pija había abandonado el confort del culito de esa nena. Recuerdo que la pobre sollozaba, pero al mismo tiempo me sonreía y me sacaba la lengua. Le acerqué la pija a la boca, mientras me subía el calzoncillo, y ella me regaló unas chupaditas deliciosas, con las que pudo saborear un poco de sus profundidades, de las de su hermana, y los restos moribundos que aún sobrevivían de mi esperma, en los recovecos de mi glande agradecido.
¡Seguro que me embarazó don! ¡Ojala! ¡La Mari quiere eso, y acá en el barrio, algunos otros también! ¡y pobre de usté si no me preñó, porque lo voy a tené que ir a buscá otra ve’!, me dijo la Jesi, recuperando algo de su pequeña vocecita resfriada, oliendo a pis de niña abandonada, pero con una alegría en la mirada que, presagiaba navidades en todo el mundo, y antes de tiempo.
Cuando salí del cuartucho de paredes igual de arruinadas, atravesando la cortina que olía a cigarrillo berreta, vi que la Mari estaba a upa de un guacho con miles de granos en la cara. El quía me miró con desconfianza. Pero la Mari, como si estuviese esperando a que aparezca por allí, le aclaró: ¡Trancu vo, que este vino a preñá a la Jesi! ¿Ya se va don? ¿La enlechó toda?, me dijo la Mari, señalándome la puerta, mientras poco a poco su cuerpito de culo fascinante empezaba a devorarle la verga a ese mocoso, con la misma felicidad en el rostro que le vi a su hermana. Solo que, tal vez la Jesi, en 9 meses andaría con la pancita llena, buscando más lechita para su bebé. En definitiva, tenía bien en claro que, si eso no pasaba, alguna de las dos me abordaría por algún lugar del barrio. De modo que, lo mejor era que mi semilla hubiese prendido en el vientre de esa nena piojosa. ¡Total, todo lo que querían, era cobrar planes sociales! Fin
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