Me palpita la vagina


Hacía días que me pasaba lo mismo. Tal vez meses. Recordaba que en la adolescencia había tenido episodios como estos, y también me invadía la misma desesperación de no poder encontrarle una solución. Aunque, en aquellos tiempos se me hacía más fácil regalarme a cualquier guacho para que me apague el fuego de la concha, las tetas, la boca. Ahora, con 27 años, un trabajo estable y una reputación que cuidar en una ciudad que te devora en las redes sociales si te la llegás a mandar, todo era algo más complicado. Lo cierto era que no podía salir a la calle porque, la concha me ronroneaba con un hambre insólito, y ante cualquier estímulo visual. No es que sea demasiado atractivo el paisaje en el que me desplazaba, casi siempre en micro, de casa a la inmobiliaria, de allí a cualquier café para reunirme con amigas, o algún cliente ocasional, y luego a cenar con mi madre, o a mi casa, a solas. Algunos sábados iba al cine para olvidarme un poco de la rutina. Pero últimamente, ni allí conseguía que mi mente y mis hormonas se comporten. Es que, sin saber cómo, veía gente desnuda por todos lados. A veces, desnudándose para mí, persiguiéndome, acosándome de cualquier manera, o haciendo cosas para que yo los mire.

La primera vez que me pasó, yo tenía 16, y volvía del colegio. Vi que una mujer amamantaba a su bebé, y un torbellino de imágenes chanchas se apoderó de mis defensas. Sentía que los pezones se me endurecían como rocas, imaginando a ese bebé poseyendo a su propia madre con una pija descomunal, pidiéndole que se la chupe, o anidándola entre sus tetas pegoteadas de leche materna.

¿En qué pensás nena? ¡Es obvio que el hentai que ves a la noche te quema el coco! ¡Mejor pensá en el examen de mañana, o en la joda del viernes con las chicas!, me repetía para salir del trance en el que yo solita me había metido. Pero el micro venía lleno, y a mi lado una guacha de más o menos mi edad, sin uniforme y con los hombritos desnudos, bien paradita y con cara de atorranta dejaba que un treintón le apoye deliberadamente el pubis en el culo. Seguro que el vago tenía la pija en llamas por el olor a zorra que la piba despedía de su cuello, y le dibujaba estrellitas de semen en el pantalón. No entendía por qué ella no le sacudía los lentes de un cachetazo, en lugar de pararle más la cola como una mascota adiestrada. Entonces, imaginé que su verga habría logrado perforarle la ropa, y que yacía cada vez más dura en lo profundo de su culo hambriento. Noté que yo misma me sobaba la concha por encima del jean, y que un hilito de saliva me caía del labio. Creo que, si hubiese sido por mí, me masturbaba allí mismo, sin importarme las consecuencias, ni la sociedad, ni el hecho de hacer el ridículo. Además, me imaginaba desnuda a una mujer que viajaba a mi lado, junto a la ventanilla, sentada con las piernas cruzadas, sonriendo cada tanto, gracias a lo que escuchaba en sus auriculares. Tenía unas tetotas de ensueño, y olía delicioso. Tendría unos 25 años quizás. Tal vez no era precisamente hermosa. Lo cierto es que mi mente flotaba entre sus tetas, en el contorno de su corpiño violeta que hacía juego con sus auriculares, y mi nariz se embriagaba con su aroma. Sentía la punta de su pezón contra mis labios, y luego entre ellos, babeándoselo sin arrepentimientos ni vanidades. En el momento en que me pidió permiso para bajarse, sentí que su voz les ordenaba a sus dedos abrirme la vagina como a una flor delicada, y que sus dientes mordisqueaban los bordes de mi bombacha. Seguramente me había puesto súper colorada. Y entonces reaccioné. Solo era una de mis manos adentro de mi jean, a punto de cruzar un límite. Ni siquiera supe si ella se dio cuenta de mi boludez, porque no pude mirarla a la cara. Solo corrí mis piernas a su lugar inicial, sin retirar mi mano del calor de mi intimidad; aunque no me había atrevido a frotarme el clítoris como lo hubiese hecho en el baño de la casa de mi mejor amiga. ¿Qué me estaba pasando? ¿Sería solamente que andaba muy caliente? Es que, no paraba de desnudar en mi mente a los pasajeros de ese micro, y de otros miles, cada vez más lejos de mi control. Al punto tal que, cuando me bajé, le saqué la lengua al chofer, mientras imaginaba que me la estiraba con los dedos, y que luego posaba su glande hinchado en ella para que yo se la devore a chupones. Él, seguro pensó que era una pendeja calentona, y en su interior se burló de mí. Ni hablar que, cuando llegué a mi casa, me re contra masturbé en el baño después de hacer pis, y quedarme en corpiño. Pensaba en las tetas de mi acompañante, en la guacha que se dejaba apoyar, en el chofer y en cómo se sentiría su verga enfierrada clavadita en mi concha, y en la madre con su bebé, mostrándole las tetas a toda la gente, tentándome a saborear los gotones de leche que le chorreaban como mis propios jugos entre mis dedos, los que me estimulaban el clítoris con la primera paja más intensa que me había regalado en meses.

Luego, mientras almorzaba en casa, algo más calmada, una publicidad de pañales en la tele me susurró una incomprensible brisita en el oído. Al toque me sentí rara cuando mi hermano dijo que su novia se quedaría a dormir en casa esa noche. Especialmente porque mi madre, a modo de chiste lo deliró con su sarcasmo habitual al decirle: ¡Sí, claro! ¡Se queda a dormir! ¡Decile que vos vas a dormir en el sillón, y ella en tu cuarto, a ver si se quiere quedar! ¡Y decile que yo no me chupo el dedo! ¡Bue, aunque, tampoco creo que ella lo siga haciendo, con la carita que tiene!

De inmediato me imaginé a mi hermano y a esa chica revolcándose en el sillón, desnudos y jadeantes, moviéndose como atados al mandato de la procreación, y enseguida, a él enchastrándole las tetas con su lluvia de semen caliente y agradecido. Y de nuevo la publicidad de pañales me dio ganas de hacerme pis encima. Cada bocado de arroz con pollo que saboreaba parecía celebrar en mis felicidades de infancia, y al mismo tiempo un calor intenso me erectaba los pezones. No entendía qué le pasaba a mi cuerpo, y mucho menos a mi mente que todo lo relacionaba con sexo. ¡Y eso que siempre aborrecí los chistes sexuales con doble sentido! Por suerte nadie en mi familia lo notaba. O, de eso me convencía para no manijearme al pedo.

Una vez mi hermano me sorprendió sobándome la vulva mientras miraba una novela, en la que justamente el protagonista se re chapaba a la China Suárez mientras le metía manos en un ascensor. Yo me los imaginaba garchando, y la mirada se me abstraía de la realidad. Por eso no reparé en que mi hermano me veía masturbarme inocentemente. Y, como ese episodio, me sucedieron varios. No me sentía mal ni ofendida al ser descubierta, aunque tampoco entendía ese desprejuicio. Hasta mis amigas se alertaban cuando, en medio de una charla hot, involuntariamente me llevaba una mano a la entrepierna, o adentro de mi corpiño para rozarme las tetas. Siempre me dije que necesitaba terapia para desentramar el por qué de mis sensaciones, impulsos y manifestaciones mentales. ¿Tendría algún desorden hormonal que me hacía imaginar a personas desnudas todo el tiempo? ¿O neurológico? ¿Quizás algún trauma referido a la falta de atención? ¿O al exceso?

Esperaba no tener que tomar pastillas. Por ahí, en el fondo, no estaba segura de querer dejar de ratonearme cada vez que salía a la calle. Solo que, últimamente, aquellas imágenes, flashes, fantasías o delirios sexuales eran más intensos, inmanejables y ardientes. Hasta en los comercios de mi barrio tenía que cerrar las piernas para no alucinar por la forma en la que se me humedecía la bombacha, mientras que en mi mente se recreaban miles de películas tan vívidas como ridículas.

La cajera del mercadito le mira el bulto a uno de los repositores, y casi sin mediar palabra le muestra las tetas para que él se las devore. Luego, el pibe de la verdulería le entierra una mano por debajo de la pollera a una clienta, diciéndole que jamás se va a olvidar del pepino que introducirá en su culo hermoso. En la carnicería, cuando el chico me roza la mano al entregarme una bolsita de carne picada, noto que mis labios le susurran un: ¡Gracias bombón!, mientras todo mi rostro hierve, y él, en los adentros de mi mente se nutre de los jugos de mi vulva al profanarla con succiones y lamidas que me hacen gemir y flotar.

No sabía cómo detener tamaño remolino de sensaciones. Ni siquiera me calmaba saber que, en algún momento estaría sola en mi cama para masturbarme a mis anchas. Para colmo, después de la tercera paja, más o menos lograba serenarme un poco. Pero todo regresaba a cero en cuanto volvía a la calle. Estaba claro que necesitaba algo, algún tipo de ayuda. No quería drogas, ni hacerme estudios médicos. Fumé mariguana para intentar un relax distinto. Pero solo logré acentuar aún más mi situación. De hecho, hasta mi madre se enteraba que me estaba pajeando por lo placentero de mis gemidos mientras me consolaba con mis dedos, almohadas y chiches, en mi cuarto o en el baño, totalmente drogada y llena de personas desnudándose para mí. Mi primo me pedía que le chupe la verga al frente de su novia, y que le muestre la leche coloreando mis labios. Mi mejor amiga Diana se sacaba una bombacha celeste de encajes para que yo misma descubra cómo se le mojaba la concha de tanto mirarme las tetas. Otro de mis primos se me tiraba encima para pedirme enloquecido al oído que necesitaba debutar, apoyándome su paquete hinchado en la entrepierna. Mi instructor de gym me pellizcaba el culo repitiéndome que debía concentrarme mejor con las sentadillas, y que la calza negra me dibujaba la conchita a la perfección. Hasta mi hermano se metía en mis fantasías al incurrir en mis emociones, manoseándome las gomas, oliendo mis bombachas usadas, o tocándose el pito mientras yo amasaba unas pizzas, con la cola paradita, entangada y con un short apretadito.

En definitiva, necesitaba terapia urgente, como tanto me lo reiteraba mi madrina. Era cierto que, hasta peligraba mi trabajo si no tomaba cartas en el asunto. Así que, una mañana lluviosa de otoño decidí buscar información acerca de psicólogos de la zona. Finalmente me comuniqué con Irene, quien me dio turno para el día siguiente, a las 4 de la tarde. Mientras hablábamos por teléfono, sentía que algo en la profundidad de su voz me calmaba y me encendía al mismo tiempo. Incluso me froté la vulva por debajo de las sábanas, aprovechándome todavía remoloneando en la cama. Pero debía cambiar mi actitud. ¡No podía calentarme con la voz de la profesional a cargo de mi problema, incluso antes de conocerla! Me lo repetía una y otra vez, aunque eso no conseguía bajarme la ansiedad.

A las 4 en punto presioné el timbre del quinto B de un complejo re pituco y moderno, a pesar de no ser tan céntrico. La puerta se abrió, y ya adentro del ascensor que me conducía a, quizás la solución a mis líos, empecé a tiritar, como si estuviese muerta de frío. El subidón del aparato me recordó que estaba sola, y eso fue suficiente para que una de mis manos palmotee mi vulva unas cuántas veces, sin preocuparme por hacer ruido. Esos golpecitos me encendían más. ¿Cómo empezaría mi charla con la psicóloga? ¿Podría mirarla a la cara y decirle que me calentaba todo lo que me rodeaba? Pero no pude elaborar mucho mi discurso, porque la puerta del ascensor se abrió, y yo me bajé para darle paso a un señor de traje y maletín. Al fin toqué la puerta del consultorio, y una mujer abrió con paciencia, mirándome a los ojos al saludarme. Algo no andaba bien. ¡O, todo lo contrario! Cuando deslizó un tibio beso en mi mejilla, invitándome a entrar, un perfume familiar vagaba en mi mente. Además, sus tetas llamaban mi atención, inexplicablemente.

¡Bueno Brisa, ponete cómoda, y contame un poco de vos! ¡Sentite en confianza, que jamás te voy a juzgar, ni a interrumpir! ¡Sé que es difícil, una vez que empezás a expresarte, que te interrumpan! ¡Vos contame todo, y yo después te pregunto! ¿Sí? ¡Aaah, y tengo café calentito, por si querés uno! ¡También tengo té de la india!, recitó casi de un tirón, mientras tomaba asiento al otro lado de una mesita repleta de papeles, un lapicero de plata, y un plato con algunas masas secas. Yo me senté frente a ella, en un sillón demasiado cómodo para el desorden que se agolpaba en mi mente. No sabía por donde empezar. Creo que estuve, sin darme cuenta, más de tres minutos sin hablarle. Solo jugueteaba con mis dedos, le miraba los anteojos, y la forma en la que garabateaba algo en una hoja cualquiera. Ella no me presionó. Supongo que, por ese motivo, resolví decirle, casi en un hilo de voz cargada de una emoción angustiante: ¡Creo que, mi problema, es que, me palpita la vagina todo el tiempo, doctora! ¡No puedo evitarlo! ¡Ni siquiera sé muy bien cómo explicarlo! ¡Dios, qué vergüenza!

A partir de allí, empecé a contarle todo lo que recordaba de mis salidas a la calle, y de cómo me excitaba desnudar a la gente, imaginarlos acosándome, cogiéndome, o tomándome por la fuerza para violarme en cualquier callejón sombrío. Ella no me interrumpió jamás. Solo escribía, me miraba con sigilo, le daba un sorbito a su taza de café cada tanto, y suspiraba pausadamente. Era un público excelente para mi relato cargado de balbuceos, nervios, ansiedades, y varias gotitas en mi bombacha, de las que ella no podía enterarse.

¡Perdón que, estoy media atolondrada! ¡Pero, más o menos, ese es mi problema! ¡mis amigas, digamos que, mis dos amigas más fieles, lo saben! ¡Me cargan desde el colegio con eso! ¡Y, bueno, es raro, doctora! ¡Pero, a veces, hasta me pasa que me excita desnudar a mi familia, en mi mente! ¡Y, bueno, obvio que, esto tampoco me había pasado! ¡O sea, sentir que hablar de esto, me genera cosas raras!, concluí al fin, luego de enumerarle miles de situaciones, recuerdos, viajes en colectivo, y hasta de algunas de mis pajas que debieron ser atendidas con urgencia, en la casa de alguna amiga, o de mi madrina. Se rio con dulzura cuando le confesé que hasta me excitaban hasta las publicidades de pañales.

¡Bueno, bueno Brisita! ¿Por dónde empezamos? ¡Es claro que, tenés una carga sexual muy grande, y que tal vez te cueste dominar tus impulsos hormonales! ¡En primera instancia, vamos a tratar de abordar los rincones más preciados para vos! ¿Te molesta sentir todo eso? ¿O, es algo que te estimula de alguna otra forma? ¡Digo, porque la gente que tiene mucha imaginación, suele ser muy eficiente en su trabajo, sus estudios, y en todo lo que se propongan!, me decía, entre un montón de palabras que no entendía. Sentía las mejillas ardiendo, y más desde que le presté atención a sus tetas. También me gustaba cómo movía sus labios rojos al hablarme.

¿Y, pensás que tus relaciones de noviazgo duraban poco por eso? ¿O, qué vos sos muy exigente a la hora del sexo? ¿Te sentías satisfecha con ellos?, me dijo un ratito más tarde, tras analizar algunos gestos de mi cara y apuntar cosas en su carpeta. Le dije que solo había tenido tres novios, y que, en general, yo me aburría con ellos. Pero que, cuando teníamos sexo estaba todo bien. No necesitaba fingir orgasmos, ni demasiado juego previo para lubricarme, o para sentirme plenamente excitada. Sin embargo, estas cosas que me daban vueltas y vueltas por la mente, eran mucho más placenteras.

¿Te masturbás con asiduidad?, me preguntó, con un brillo distinto en su mirada. Le dije que sí, y que, en ocasiones, lo necesitaba dos o tres veces por día. Ella suspiró con sorpresa. Volvió a mirarme, y me preguntó si tenía calor, casi como un susurro. Le respondí que no, ladeando mi cabeza.

¿Y, en la actualidad, tenés sexo, de forma casual?, arremetió sin anestesia, tras acomodarse los anteojos. Le confié que la última vez, había sido hace unos dos meses atrás, y que estuve con dos chicos.

¡Son dos salames! ¡Uno de ellos trabaja conmigo, en la inmobiliaria! ¡El otro era un amigo de él! ¡La pasé re bien! ¡Nunca había estado con dos chicos!, me animé a decirle, sintiendo que se lo contaba a una verdadera amiga. Ella sonrió con misterio, mientras decía: ¡Aaah, mirá vos! ¡No te dejás fantasías por cumplir, por lo que veo! ¡Sos una chica revolucionaria!

¡Bueno, pero, supongo que tuviste una infancia feliz! ¿No? ¿Tuviste alguna situación extraña, en lo sexual, que imaginás que pudo condicionar a estas sensaciones que tenés?, me preguntó, volviendo a su voz tranquilizadora. Le respondí que no. Ella escribió.

¡Médicamente, tal vez exista un diagnóstico! ¡No sé si acudiste a un ginecólogo!, dijo, ahora con el capuchón de la lapicera en la boca. Le dije que no sentía que fuese médico; aunque, de todas formas, la ginecóloga que me trató hace un año atrás, no me dio la confianza suficiente como para contarle mi problema.

¡Bueno, porque, puede ser, sencillamente, que tengas algo parecido a la fiebre uterina! ¡Aunque, a vos, te lo disparan sucesos psicológicos! ¡O sea, no es tan orgánico! ¡Por ejemplo, si te excitás hasta cuando hacés pipí, diríamos que puede ser más biológico! ¿Me entendés?, me dijo. No le confié que a veces me pasaba eso, y que hasta, por momentos me excitaba cuando descubría que mi bombacha olía a pis. Sin embargo, ella anotó otras cositas, miró mis manos temblorosas sobre mis piernas, y me sonrió, pronunciando un leve: ¡Relajate Brisa, que estamos para encontrar la solución! ¡Siempre que quieras encontrarla! ¡Me da la impresión que, a vos te gusta tener esas cosquillitas, esas, humedades que me decías, esos sueños mojados por las noches, y sentirte deseada! ¡No es algo que solo suceda en tu mente! ¡Imagino que muchos chicos te desean! ¡Y, por qué no, algunas chicas! ¿Tuviste sexo con mujeres? ¡Porque, sí te las imaginás desnudas, por ejemplo!

Esas preguntas me hicieron sonreír, y enrojecerme toda. Le dije que no había estado con chicas, aunque sí me había chapado con una ex compa de la escuela, cuando teníamos 12 años.

¡Igual, fue un beso re baboso! ¡Creo que asqueroso! ¡Fue muy loco porque, nos habíamos peleado! ¡Ella me decía que era una gorda chancha porque, se me había roto el pantalón, y andaba mostrando la bombacha! ¡Entonces, cuando le fui a pegar, porque me tenía re podrida, ella me agarró de la cara y me pasó la lengua por la boca! ¡Y después, nos dimos un piquito, que siguió como si fuese un beso de lengua, y todo!, le dije, ya sin miedos ni pudores. A ella se le cayó la lapicera de la mano, y tosió con cierta incomodidad. Pero, lo curioso es que al toque se puso de pie. Apoyó sus manos en el escritorio, sacudió su melena haciendo que su perfume se expanda como una melodía en el aire, me miró como si me penetrara con sus pupilas, y luego murmuró: ¡Vos sabés que, esos besos, los infantiles, suelen ser puertas a otras cositas, iguales de chanchas, pero muy placenteras! ¡Además, esa nena no te peleaba para que vos le pegues! ¡Si no, para encontrar la manera de besarte! ¡Fue muy astuta!

Dio un par de pasos, y apartó su silla. Anotó algo en sus hojas, tomó otro sorbo de café, y continuó diciendo: ¿Te acordás de ella? ¿Soñaste alguna vez con ese beso baboso?

Me hizo reír, aunque intenté controlar la intensidad de mi risa. Ella rodeó el escritorio, y se mantuvo de pie, a pocos centímetros de mi confortable sillón. Le dije que no, todavía intrigada y sonriente. Pero, sí le dije, una vez que lo recordé con cierta emoción: ¡Bueno, por ahí, tenés razón, porque, siempre me pedía a mí que la acompañe al baño, en mitad de las clases! ¡Ella, no tenía problemas con que la viera bajándose la ropa?

¡O sea que, a ella no necesitaste desnudarla en tu mente!, dijo, una vez más sonriéndome con dulzura. Yo le devolví la sonrisa. Y de pronto, sus manos estuvieron apoyadas en el apoyabrazos de mi sillón. Su voz pronunció con pulcra seducción, una vez que sus labios me susurraron: ¡Sabés que, afortunadamente tengo muy buena memoria fotográfica! ¡Creo que te recuerdo! ¡Fue hace 8, o tal vez 9 años! ¡Te vi en acción! ¡Vos, por ahí ni te acuerdes!

En ese momento, creo que la concha y el corazón me palpitaban con el mismo torbellino energético. Al punto que, ella podría escuchar cada latido que me perforaba los huesos. Aunque, no entendía del todo a dónde quería llegar.

¡Vos me mirabas los pechos! ¡Me los re mirabas! ¡Yo estaba a tu lado, en el micro! ¡te recuerdo porque, tu carita en ese momento estaba tan abstraída del mundo, que tus hormonas olían, quizás a todo lo que te imaginabas! ¡Y me mirabas las tetas como para mordérmelas! ¡Tenías la manito adentro del jean! ¡Apretabas las piernas, imagino que, para no desbordarte, y tal vez, masturbarte ahí mismo, en el micro! ¡Cuando te pedí permiso para bajarme, creí que te ibas a desmayar! ¡Y temblabas, como ahora! ¡No creo que me equivoque! ¡Eras vos! ¡Son tus ojos, tu boca, el mismo color de pelo! ¡Es tu mirada ardiente! ¡Tenías unos 18 años tal vez!, se atrevió a revelarme, llevándome a un callejón sin salida. A mí también se me hacía familiar su perfume, su mirada, el contorno de sus tetas, y la forma que tenía de acomodarse los anteojos. Ahora tendría unos 37 años, y estaba tan provocativa, excitante y hermosa como cuando viajé a su lado.

¡Tenía 16, y sí, me re acuerdo! ¡Tenía tremenda vergüenza! ¿Pero, cómo puede ser? ¡Perdón, fue re casual! ¡Esto es una locura! ¡Perdoname, si te hice sentir mal, o te importuné! ¡Era una pendeja tarada!, le decía, intentando no desbarrancar. Tenía ganas de llorar, de pegarme un tiro, de irme a la mierda. Pero también de bajarme el pantalón y pajearme toda frente a ella, o de mordisquearle las gomas. Ella puso una mano en mi hombro, y mientras me silenciaba con un chistido sutil, me dijo: ¡No tengo nada que perdonarte! ¡Eras una pendeja caliente! ¡Igual que ahora! ¡Y no eras ninguna tarada! ¡A veces, las casualidades existen! ¡En ese momento, aunque te parezca mentira, yo te mironeaba, y te olía! ¡Olías a sexo, como todas las chicas a esa edad! ¡Me atraías! ¡Pero, obviamente, no podía hacerte nada! ¡Ni siquiera por error! ¡Cuando te pedí permiso para bajarme, y te vi con esa mano ahí, estuve a punto de retarte! ¡En realidad, te iba a decir que eras una chancha, y que te respetaba mucho por ser así! ¡Y no me animé!

Entonces, muerta de una especie de angustia que me atravesaba la garganta, me humedecía por dentro y me hacía sonreír por fuera, me puse de pie. Ella abrió los ojos para preguntarme: ¿Te vas? ¿Estás segura? ¡Mirá que, por ahí, los besos entre nenas, no son tan babosos como el que te diste con tu compañerita!

Recuerdo que tomé una de sus manos, y la posé directamente en mi entrepierna, y que yo, le toqué una teta. Nos miramos profundamente. Yo le recorría los labios. Ella me sacó la lengua, y me dijo: ¡Ahora sí, te puedo decir que sos una chancha! ¡Y que es verdad, que te palpita la vagina! ¡Y que se te humedeció el jean! ¿Lo notaste?

Ella había comenzado a masajearme la vulva con una suavidad que me enloquecía, al tiempo que yo le sobaba la teta, aún sin abrazarnos.

¡Si me decías que era una chancha, en el colectivo, por ahí, me metía un dedito en la concha, y me acababa ahí mismo!, dije, con la voz apretada en un nudo insolente que me la volvía más aguda. Ella suspiró, se acercó a mi boca, tocó mis labios con su lengua, y su aliento me envolvió de inmediato.

¿Querés? ¿Querés que te bese? ¡A mí, me encantaría saber cómo se sienten los besos de una nena caliente como vos!, me dijo, y entonces, las palabras se ahogaron en un chape incesante, en un juego de lenguas que se saborearon, enroscaron y succionaron, en medio de sorbidas de labios, besitos chiquitos, mordiditas a nuestros mentones y nariz, y en un mareo de saliva y felicidad que no nos permitía parar de besarnos. Su lengua recorrió cada laberinto de mi boca, y la mía se dejó mordisquear por sus dientes magníficos, mientras nos abrazábamos poco a poco, y su mano continuaba sobándome la chuchi. Me olió el cuello, y apartó mi cabello para lamérmelo. Aquello fue demasiado. Empecé a gemir suavecito, y ella a pellizcarme la cola, apretándome contra su escritorio. Entonces, sonó el timbre. Nos separamos con rabia y recelo. Ella atendió, y se disculpó con la persona. Ni sé de quién se trataba. Pero le dijo que, lamentablemente estaba indispuesta, y que no podía recibirlo en ese momento. Luego acomodó el teléfono del portero, me miró a los ojos, y me dijo: ¡Lo que vos necesitás, lo tengo yo bebé! ¡Olés igual de rico que cuando te vi! ¡Y, además, me dejaste la mano húmeda!

Se me acercó, me mordisqueó la nariz, y se acercó a mi oído para decirme, mientras atrapaba mi oreja con sus labios: ¡Siempre que vos quieras, lo hacemos! ¿OK? ¿Tenés ganas de ser una pendeja chancha para mí? ¡Te juro que no te cobro la consulta!

No tuve que decirle nada. Me dejé llevar por la experiencia de sus manos. Me empujó contra su escritorio, se desprendió la blusa y juntó sus tetas envueltas en un corpiño beige a mi cara. Me pidió que se las huela y muerda, mientras ella luchaba para desabrochárselo con sus manos por detrás de la espalda. Cuando al fin sus tetas estuvieron desnudas, empezó a refregármelas en la cara, y yo a chupárselas, lamerlas y a intentar saborear sus pezones calientes y duritos. Ella me sobaba las mías, y me abría las piernas todo el tiempo para seguir estimulándome la vulva. Era cierto que la notaba empapada, y a ella, tal vez aquello le satisfacía, porque, cada tanto la veía olerse la mano con la que me sobaba.

¡No te preocupes, que yo también tengo la bombacha empapada! ¿O te pensás que no me calentaste con todo lo que me contaste? ¡Sos una chancha! ¡Debió llenarte de besos babosos esa nena de la escuela!, me dijo cuando logró silenciar por un segundo al remolino de suspiros que se le escapaban a voluntad. Y de golpe, casi sin mediar palabras, me desprendió el jean. Pensé que podría derretirme allí, con el culo apoyado en el escritorio, mientras Irene olía mi intimidad, y estiraba trocitos de mi bombacha para que impacte contra mi piel. Notaba que mis jugos salpicaban el aire, y que ella sonreía, gemía y apretaba los labios para decirme: ¡Qué rico que huele la nena! ¡Diooos, mirá cómo se le moja la bombacha! ¡Estás súper mojada nena, tan mojada que, parece que hubieses tenido un squirt, o que te hiciste pipí!

Rozó mi vulva con sus dedos sobre la ropa, frotó su cara en mi abdomen por debajo de mi remera, lamió mi ombligo y regresó a mi vulva para olerme como si todo lo que le urgiera en ese instante fuese solo mi aroma. Y luego me puso de pie de un zamarreo, no precisamente violento, pero lo suficiente como para sacarme de la previa de un orgasmo que amenazaba con regalarme un ataque de epilepsia. Allí comenzó a morderme las tetas, y a sobarme la concha, mientras el jean se me resbalaba inerte hasta los tobillos. Oía la cantidad de jugos que había en mi bombacha y en el interior de mi concha, y eso me daban más ganas de pedirle que me destroce las tetas.

¡Siempre fantaseé con chuparle las tetitas a mi hija! ¿Sabés? ¡Y con olerla vestida! ¡O sea, con olerle la bombachita, cuando la tiene puesta! ¡Mi hija tiene 17 ahora! ¡Más o menos como vos, en ese colectivo! ¡Olés rico, muy rico, pendejita! ¡Y me encanta mamarte las tetas así! ¡Tenés unos pezones deliciosos!, me decía, para colmo, llenándome de lujuria. Me chupaba las tetas y me sobaba con tanta adrenalina que, temía caerme al suelo, y que sus brazos no lleguen a sujetarme. Hasta que me ordenó, separándose de mí como si de repente el hechizo que nos elevaba al cielo necesitara de nuevas pociones: ¡Quedate en bombacha, ya, ahora! ¡Quiero que te quedes en bombachita!

Pensé que esa mujer estaba definitivamente loca. Por un instante sopesé la posibilidad que pudiera pasarme algo, o hacerme algún tipo de daño. Pero, cuando vi que ella misma se desnudaba, tomé la decisión de quedarme en calzones, descalza, en tetas y con la cara roja de vergüenza. Era cierto que mi olor a pendeja alzada flotaba en la atmósfera del consultorio como aves fecundas. Pero su perfume, y el aroma de sus tetas se mezclaba en mis sentidos. La vagina me palpitaba con urgencia. No quería siquiera rozármela, por miedo a acabarme toda, o tal vez, a mearme como una colegiala inexperta. ¡Para colmo tenía una bombacha rosada! Y, cuando logré hacer contacto visual con Irene, la vi, tan exuberante como feliz, apenas envuelta en un culote azul, visiblemente empapado en la parte de adelante, con sus pezones erguidos como perlas, el pelo despeinado, y una sonrisa pícara en sus labios desordenados. Se me acercó respirando con cierta agitación, juntó sus tetas a las mías, y nos frotamos mientras volvíamos a comernos a chupones tan sonoros como obscenos. Su lengua me hacía volar, sin la necesidad de separar los pies del suelo.

¿Y nunca se lo hiciste? ¿Nunca le diste besitos en las tetas? ¿O, la oliste en bombacha cuando dormía? ¿De más chiquita? ¡Digo, es tu hija, y vos, podías vestirla y desvestirla a tu antojo! ¿Nunca le sacaste la bombachita? ¿Tiene lindas tetas tu hijita?, empecé a decirle, sin filtros, ni ataduras, ni consecuencias. Ella se enardecía con mis palabras. Tal vez, mucho más cuando le dije: ¿Y por qué no hacés de cuenta que soy tu hija, y me olés la bombachita otra vez? ¡Todavía la tengo puesta!

¡Sos una pendeja insolente, una conchita caliente!, me dijo apretándome el culo con sus dedos, trayendo mi cuerpo hacia el suyo para frotar su pierna desnuda en mi sexo. Me chirleó un par de veces, mordió mis tetas y yo las suyas para luego volver a friccionarnos, como si estuviésemos buscando purificarlas de tanto pecado, y luego, sin advertirme nada, me tomó de la cintura para revolearme en un sillón largo que tenía pegado a la pared, entre un ventanal y una pequeña biblioteca.

¿Así que querés ser mi nena? ¡Estás tan loquita como yo!, me dijo, mientras dejaba que su cuerpo se derrumbe sobre el mío. Entonces, toda su piel me envolvió en una felicidad que no me dejaba razonar.

¡Sí, mi hija tiene lindas tetas! ¡Y un mejor culo! ¡Las tuyas son más grandes, y más chupables! ¡Y tu olor a desesperada, a perrita en celo, me vuelve loca!, me decía, acomodándose de modo tal que su vulva hacía contacto con la mía, y nuestras piernas se entrelazaban furiosamente. Luego, sentí que algo duro se frotaba en mi sexo, y que la humedad no nos permitía despegarnos por nada del mundo. Ella intentaba explicarme que su clítoris se hinchaba mucho cuando se excitaba, y que lo tenía un poco más grande que lo convencional en una mujer. Yo no podía responderle. Solo gemía, buscaba su boca para que su lengua me posea, o sus tetas para enloquecerme de calentura, o su cuello para dejarle mis marcas de puro deseo.

¡Así bebé, bien humeditas estamos! ¡Me encanta que tengamos las bombachitas puestas, porque así, nos calentamos más! ¡Me encanta tu boquita! ¡Así pendeja, movete, y frotate toda! ¿Te palpita la conchita ahora? ¿Querés acabar? ¿Eee? ¡Te muerdo las tetas, perrita? ¡Seguro que los chicos te manosean las gomas! ¡Tus compañeros, o tu jefe! ¿Te revolcaste con él?, me decía, entre un millón de jadeos, suspiros apurados, sorbos al aire como para oxigenarse el cerebro, y mordidas a mi cuello, mis tetas, y pellizcos a mi culo. Además, me agarraba de la bombacha cada vez que amenazábamos con caernos del sillón, y todo el tiempo intentaba hacer contacto con el agujerito de mi culo. Yo le dije que nunca había hecho nada por allí, que no me acosté con mi jefe, y que cuando era chiquita, en la escuela, dejaba que los chicos me toquen las gomas. Especialmente en el amontonamiento que se hacía en el colectivo, a la hora de volver del colegio.

¿Y alguna vez, alguien te vio viajando con la mano adentro del pantaloncito? ¿O ellos también te toqueteaban la conchita?, me dijo en un momento, mientras mordisqueaba mi oreja, me presionaba más a ella para que nuestras vulvas se fusionen como indispensables, y me pedía que le chupe los dedos, murmurando cosas como: ¡Dale, lamé bebé, chupá, chupame los dedos, mordelos si querés, y dejame olerte la bombachita una vez más! ¿Puede ser? ¡Y no te preocupes, que, en mis años de lesbiana, todavía no le hice la colita a nadie! ¡Es una de mis fantasías! ¡Pero puede esperar! ¿No cierto? ¡Supongo que no es la primera vez que nos vamos a ver!

De golpe, su voz se fue transformando en un alarido frenético, mientras notaba que yo misma le rompía un pedacito de la bombacha al tironearnos para pegotearnos más. Se movía como si quisiera desarmarme para luego volver a reconstruirme, y me llenaba las tetas de mordidas, saliva y chupones que, estaban al borde de dolerle a mis pezones.

¡Movete chiquita, asíii, abrí más las piernitas, así te mojás bien la bombacha, y me largás tu lechita en la concha! ¡Así bebota chancha! ¡Decime mami, porfa, decime que soy tu mami, y que querés que te arranque la bombacha con los dientes!, me ordenaba, envuelta en un manto de lujuria que nos desestabilizaba por igual. Yo, recuerdo que hasta adopté la voz de una nena para decirle: ¡Sí mami, dale, oleme la bombachita, y babeame toda la chuchi, que tengo muchas cosquillitas, y ganas de que me la muerdas, me la babees toda! ¡Sacame la bombacha con la boca, y chupame bien el culo! ¡Estoy limpita mami! ¡Aparte, me la pasé viajando en el colectivo, con la mano adentro de la bombacha, y todos me miraban!

Y de repente, Irene estaba arrodillada, bien pegada al sillón, con mis piernas sobre sus hombros, y con su lengua lamiendo mi vagina. Me olía súper desesperada, y me decía que olía como su hija. Y su lengua, inevitablemente se hundió entre mis labios, y mi clítoris comenzó a propagar sus fuerzas levitatorias para hacerme gemir como una loca. Me rozaba el ojete con un dedo, lamía y mordía mis labios, me los sorbía, y frotaba mi clítoris con la punta de su lengua. Por momentos, la tensaba para meterla y sacarla con una velocidad que me desquiciaba. No dejaba de olerme, ni de morderme. Notaba que ya no tenía la bombacha, y escuchaba que alguna de sus manos estimulaba su sexo. Pero no llegaba a ver demasiado, ya que tenía la cabeza pegada al sillón, y sus embates en mi concha me hacían cerrar los ojos para disfrutarlo aún más. Hasta que, ella misma empezó a aullar, a repetir cosas como: ¡Uuuuy, asíii, me mojo toda, por tu culpa, pendeja chanchaaaaa, pendeja provocadora, porque sos una bombachita calienteeee!

Su lengua no recobraba las fuerzas que mi sexo necesitaba para explotar como ella. Por lo que, seguramente optó por dedearme con violencia, escupirme toda, y por pedirme impaciente: ¡Pellizcate las tetas, pendejita, así te hago acabar como una perra!

Le hice caso, y el fragor de mis pellizcos, más los latigazos que me pegaba en la concha, vaya a saber con qué, y sus chupones por todos lados, y el extraño ruido como el de una canilla sobre el suelo, me pusieron el mundo al revés por un instante, y ya no supe hacer otra cosa que lloriquear de la emoción, flotar, comprimir mi alma entre mis huesos y mi vagina, y sentir que la vida se me iba, prácticamente contra su cara, y entre sus dedos. No entendía por qué no paraba de brotarme jugos de las entrañas. No comprendía por qué esa mujer ya no me hablaba con dulzura, ni seguía oliéndome como antes. Y al fin, lo entendí, apenas pasaron unos segundos, y ella me acomodó boca arriba en el sillón. Vi que tenía mi bombacha en la mano, y luego, sentí que descargó un chirlo suave con ella sobre mis tetas.

¿Te gustó que te haya pegado con tu bombacha en la vagina? ¡Es una técnica, para calmarte un poco la calentura! ¡En serio, la re mojaste! ¡Y mirá yo, el río que me hiciste hacer en el suelo!, me dijo, mientras intentaba controlar el auge de sus respiraciones, y miles de suspiros se le escapaban por la mirada. Registré el suelo, y descubrí que las huellas de su orgasmo formaban un hermoso cuenco de líquidos de hembra satisfecha. ¡Había tenido flor de squirt, y solo pajeándose, mientras ella me pajeaba toda!

Irene me acarició las tetas, y allí fui consciente que estaba traspirada, totalmente desnuda, con la vagina repleta de humedades y palpitaciones, y con ganas de más sexo, derrotada en el sillón de mi psicóloga. Intenté recapacitar, y lo primero que se me ocurrió fue decirle: ¡Perdón Irene! ¡No sé ni cómo llegamos a esto!

Ella me sonrió, y me puso mi propia bombacha hasta las rodillas. Luego dijo: ¡Ahora, lamentablemente te vas a tener que seguir vistiendo solita! ¡A mi hija la vestí hasta que tuvo 10 años! ¡Pero, eso sí! ¡Ni bien llegues a tu casa, cambiate, o te vas a paspar, como los bebés!

Y de pronto, cuando reaccioné, Irene volvía a tener su blusa, sus anteojos, y su rol bien definido. Había vuelto a sentarse detrás de su escritorio, desde donde me miraba, aún en bombacha y corpiño. ¡Nunca había sido tan lenteja para vestirme! ¡Y encima, no podía parar de mirarla!

¡Bueno Brisa! ¡En tu próxima sesión, vamos a abordar otros temas! ¿Sí? ¡Espero que, no sigas con la costumbre de viajar con las manitos adentro del pantalón! ¡Porque, por ahí, te podés encontrar con una mujer peligrosa, fantasiosa, y con métodos mucho más prácticos a la hora de ayudar a sus pacientes!, me dijo luego, con la sonrisa más irónica que le reconocí, una vez que terminé de calzarme las zapatillas. Yo, muerta de ansiedad, intenté contar los billetes con los que debía pagarle. Y, en definitiva, me sentí rara cuando me vi a solas, en el ascensor que me devolvería a la realidad, en solo segundos. De modo que, no me contuve, y me masturbé un ratito allí adentro, con su nombre en mis labios, sus besos en mis tetas, y el fragor de sus dedos y lengua en mi vagina, que ahora me palpitaba más que antes.     Fin

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