Escrito por Martes32
Mi nombre es Marcos. Actualmente tengo 35 años y la verdad es que aún no comprendo que es lo que me ocurrió a mis 26, tiempo en el que nació mi hija Yadira. Con mi novia vivíamos juntos desde que nació nuestra pequeña en un cómodo departamento del centro Mendocino. Honestamente, no podíamos quejarnos de nada, ya que trabajo no nos ha faltado nunca. Tampoco actividades sociales, en pareja y de forma individual, ni la suerte de darnos algunos sujetes. Pero, cierto es que cuando cada uno vivía con sus padres teníamos una relación muy sexual, siempre estábamos tratando de que la pareja no muera y esas cosas. Hasta recuerdo una vez que le compré un vibrador a control remoto, el cual usábamos cuando salíamos a cenar a algún lugar. A ella le gustaba que lo accione mientras el mozo anotaba nuestra comanda, y hacerse la tonta cuando se le escapaban gemiditos, suspiros, o alguna palabrita fuera de lugar. Una vez, mientras un mozo de un café de autor nos traía lo que habíamos pedido, ella dejó deslizar un leve: ¡Uuuy, hoy ando re calentita!
A los dos nos gustaba jugar, inventarnos roles, perseguirnos en bolas por el patio de la casa de sus padres cuando ellos dormían la siesta, pajearnos disimuladamente mientras mirábamos alguna peli con mi familia, o comernos la boca como lobos hambrientos ante la gente que caminaba por la calle. Incluso, hasta nos manoseábamos con obscenidad en las plazas, frente a los niños que se hamacaban, o tomaban helado. Sin embargo, todo cambió cuando nació nuestra hija. Era triste reconocerlo, pero ya no cogíamos como antes. Ella, siempre fue de pajearme donde se pudiera, en el auto, a escondidas en el bondi, o en el ascensor, ni bien nos compramos el departamento. Siempre me dijo que al macho hay que tenerlo contento, y ocuparse de sacarle la leche para que no se vaya con otra. A mí me gustaba satisfacerla. Pero ella me priorizaba. No tenía problemas en definirse como machista. Me hacía explotar la cabeza cuando me decía que cuando era chica le gustaba mearse y jugar a que era una bebé cochinota. Así se describía. De hecho, tenía un mail con esa palabra y todo. Yo solamente escuchaba y mientras lo hacía se me paraba tanto que tenía que tocarme, pero no hacía falta siquiera que piense en pajearme, ya que Natalia lo hacía por mí. Tenía una fascinación por mi semen, y le encantaba que le deje la leche en la cola cuando se iba a trabajar. Estaba segura que así nunca pasaría inadvertida ante el olfato de los pajeritos que se subían al colectivo con ella. Supongo que, por eso le gustaba viajar en colectivo, a pesar de tener auto propio.
Cuando nació Yadira, y no por su culpa, toda esa magia se fue perdiendo. Natalia ya no me tocaba. No buscaba ni si quiera la oportunidad para poder jugar conmigo. Sus besos parecían forzados, o por obligación. Decía que la nena le quitaba tiempo para todo, y que su trabajo la dejaba muy cansada. Yo podía comprenderla. Pero un hombre tiene necesidades de afecto, de sexo, de contacto. No podía entender que a ella no le estuviese pasando lo mismo, a pesar que insistía con que me amaba y toda la milonga.
Se que quizás me tilden de enfermo, loco, o de hijo de puta, pero lo real es que un día a Nati se le dio por invitar a unas amigas al departamento a comer unas pizzas, en uno de sus momentos de lucidez, cuando ya la beba tenía 7 meses. Entonces, mientras las cervezas desfilaban en la noche, sonaba el cuarteto del potro en una Playlist, y sus amigas hablaban libremente de sexo, yo empezaba a transpirar. Lorena se regodeaba de las dimensiones de la poronga de su novio Marcelo. Mariana de lo bien que su marido Claudio le chupaba la conchita, y Martina, de lo que disfrutaba usando sus tetas contra la pija de su primo. Además, Lorena agregó que su novio se dejaba meter dedos en el culo, ponerse lencería femenina y que hasta le desfilaba como un modelo para después deshacerse con ella en la cama. Yo comenzaba a sentir que la poronga se me iba a estallar si no hacía algo urgente para calmarme. No podía seguir escuchándolas, imaginando todo con excepcional realismo.
Y entonces, sucedió. Natalia me pidió que fuese a cambiarle el pañal a la nena porque se había hecho pichí. Primero la odié por privarme de semejantes confesiones. Pero, desde que entré al cuarto de la beba, no supe explicarme lo dura que se me iba poniendo la pija a medida que acercaba mi nariz a ese pañal. Sentía que estaba en el abismo entre el bien y el mal, que la calentura había nublado mi razón y que todo lo que aprendí de chico en mi familia, o todo lo que me impusieron como valores a respetar, se estaba yendo al carajo.
MI bebé lloraba tiernamente, y yo, entre jueguitos y cosquillas le saqué su pañal. Allí, sin saber el por qué, me acerqué aquel pañal mojado a la nariz, y empecé a olerlo de una forma animal para pajearme como un desquiciado, tan alzado y nervioso que, hasta me excitaba el hecho de mirarle la conchita, mientras me apretaba el pito, olía aquella humedad caliente, y ardía en ganas de que aparezca Nati con su boquita grosera para quedarse con toda mi leche. pero, no hubo tiempo. De repente me di cuenta que había eliminado un flor de chorro de semen caliente en el pañal. Y fue tan violento que se me nubló la vista, se me aflojaron las piernas, y enseguida, el remordimiento se transformó en una soga sobre mi cuello. No podía creer lo que acababa de hacer. ¡Me había masturbado con el pañal de mi bebé! ¡Y me costaba apartar los ojos de su vulvita!
Pero, como se dice habitualmente, el que lo hace una vez, lo hace dos, o tres. Siempre teniendo los cuidados necesarios, y aclarando que jamás le toqué un pelo a la nena. Solo, me masturbaba con sus pañales, una vez que la cambiaba, o sencillamente, oliéndola de cerquita, perfumadita y aseada. Pero su olor a pis, me trituraba las entrañas. Así que, lo hice unas dos veces más, sin reprocharme nada. Hasta que la última vez entró Natalia y me vio. Estaba sentado en la cama, con el pito en mi mano derecha, y el pañal meado de Yadira en la mano izquierda, cubriéndome el rostro para que mi olfato se encargue de depredarlo por completo. La nena, aún estaba desnuda sobre la cama, moviendo sus piecitos, riéndose de vaya a saber qué.
“Asique te pajeás con el pañal de nuestra hija chancho, perverso, ¡hijo de puta!, me dijo en lo que intentaba ser un ataque de ira. No sé por qué me pareció que me sonreía levemente. Aun así, quería explicarle, pero simplemente las palabras no me salían. Sentía que tenía algo oprimiendo mi pecho. Creía que después de esto iría en cana. Al menos, la reacción de Natalia debió haberme mostrado cierto peligro. La verdad es que no entendía nada. Y la cosa se volvió más irreal cuando me dijo, agarrándome de los pelos, luego de quitarme el pañal de la mano: “Vení pajerito, vení, fijate si Yadira tiene olor a pipí, pero fijate bien!”
Y comenzó a pajearme como si el mundo se fuera a terminar en ese mismo momento. Me estrangulaba la verga con pasión, mientras pegaba mi cara a la conchita de nuestra bebé, y me decía que quería escuchar cómo la olía. Además, me rasguñaba las orejas, manipulaba mi cabeza para que mi boca y nariz se frote contra su sexo juvenil, y me apoyaba sus tetas desnudas en la espalda, pegoteándomelas con su leche materna.
“Dale perversito, animate, comele la conchita a tu hija, metele bien la lengüita para que cuando sea grande no se haga monja como la pelotuda de tu hermana ¿No era eso lo que querías? ¿Comerle la concha a tu nena? ¿Cuántas veces te pajeaste con sus pañales?”, me preguntaba, aunque me prohibía pronunciar una palabra. Natalia me seguía pajeando y me pedía la leche de una forma que jamás me lo había hecho, usando una vocecita infantil que, me reventaba las neuronas. De todas maneras, mi lengua permanecía adentro de mi boca, incapaz de cometer cualquier desatino, aunque me estremecía la sola idea de probar aquella piel suave, tibia, sedosa y prohibida. Y luego, mientras soltaba un chorro de leche caliente, espesa, viscosa, tan cierto y tan real como mi nombre y apellido en las manos fervientes de Nati, ella me puso la vulva de mi hija en la boca, abriéndole las piernitas con ternura para que le coma toda su conchita de bebé, la que prometía ser una fuente para cualquier machito alzado que pudiera quererla en el futuro. Entonces, mi lengua emergió de mi boca, se llenó de saliva y le rozó el orificio de la vagina, haciéndome temblar y sudar como un maniático. La lamí, se la ensalivé, y se la limpié como si esa saliva fuese veneno. La olía como para llenarme los pulmones, intentaba decirle cosas dulces, aunque la voz se me estrangulaba en la garganta, y le acariciaba las nalguitas húmedas, las que también olían a pichí. Sentía que la verga se me volvía a convertir en un ladrillo caliente, y que las manos de Natalia se ocupaban de ella, mientras balbuceaba: “Dale nene, comela, abrí la boquita, llenate con esa conchita, que siempre te gustó tenerla a upa, meada, y en pañales. ¿Para esto? ¿Para olerla? ¿Te calienta cuando tiene olor a pichí? ¿O cuando se hace caca también?”
Los ratones que vivían dentro de mí se alimentaban voraces y vulgares, ahora no solo con los juegos de Natalia, sino con el olor de la vagina y los pañales de nuestra hija. Es que, cada vez que ella la cambiaba, me llamaba al cuarto para que me pajee, con mi nariz pegada a su vulva, o a su pañal recién terminado de separarse de su cuerpito. A veces lo hacíamos en casas de amigos, con todo el riesgo que aquello conllevaba. Una vez, hasta me dejó humedecerle de semen las piernitas y la remerita a la nena, mientras ella misma me pajeaba la pija, prácticamente revolcando mis facciones en un nuevo pañal mojado. Además, a Nati parecía excitarle cada movimiento involuntario de la beba, sus risitas y cosquillas, como si ella pudiera disfrutar de los jueguitos perversos que sus papis le ofrecían. A veces, se hacía pis cuando ella le sacaba el pañal, y Nati colocaba mi mano en su vulva, mientras el chorro seguía su curso.
¡Dale gordo, dale que te encanta que tu nena te mee la mano, y las piernas, que te mee todo! ¡Sos un cerdo, un asqueroso que larga lechita por su bebé, meada y chancha!, me decía, sin olvidarse de pajearme, o de agacharse para devorarse cada centímetro de mi masculinidad. Natalia y yo nos separamos, y todo quedó en paz. El sexo, y todos aquellos juegos, no pudieron perpetrarse por siempre. O, en realidad, la cosa es que ella salía con otro tipo. Ni siquiera sé si me dolió tanto que me haya sido infiel. Lo que verdaderamente me importa, es que, aún así, cuando me trae a la nena a casa, también trae consigo las bombachitas de ella, y también a su nueva bebé de 9 meses, la que, ni ella sabe del todo si es hija de aquel fulano con el que me metió los cuernos. Lo cierto es que, una tarde, mientras Yadira estaba en el colegio, me dijo: ¡Ella es Sofía! ¡Tiene 9 meses, y bueno, no te conté mucho de ella, pero, es mi hija! ¡Mía, y creo que de Rodrigo! ¡Aaaah, tomá! ¡Te traje bombachas de tu hija! ¿Te gustaría olerla una vez más? ¡Imagino que, ya no le andás oliendo la conchita como cuando era bebé! ¿No? ¡Ta bien que, mucho en tu casa no se queda! ¡Entiendo que, bueno, por ahí, ahora que estás solo, no quieras hacerte cargo de ella! ¡Pero, te tengo una noticia!, me iba diciendo, mientras dejaba dos bombachas rosadas y una blanca en la cama, las tres igual de húmedas.
¡Sofía se hizo pichí! ¡Querés olerla? ¿Me ayudás a cambiarle los pañalines? ¿Querés darle la leche a ella? ¡O a mí, mientras te revolcás en su pañal?, me dijo entonces, y acto seguido recostó a Sofía en la cama, para disponerse a sacarle el pañal. Fin

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