Últimamente, andaba hecha una piltrafa humana. No tenía trabajo, ni chongos, ni una responsabilidad fija, más que la de colaborar con los quehaceres cotidianos de la casa con mi madre. Vivíamos solas, desde que mi hermana mayor se juntó con un chabón, y se dejó llenar la panza de guachos. A mi vieja no le gustaba que hable de esa forma de mi hermana. Pero, también sabía que teníamos una relación tóxica. Yo siempre fui sumisa y cobarde. Me dejé pisotear una y mil veces por ella, y jamás me sentí defendida, o al menos consolada por mi madre. Por ejemplo, ella me robó dos novios. Obviamente que no soy tan chiquilina como para decir que fue exactamente así. Pero, ella, sabiendo de mis últimos días con esos chicos, los seducía en el boliche, o en algún otro ámbito, lejos de mi presencia, y al poco rato, andaba chuponeándose con ellos. Y no le importaba si yo me enteraba, o la veía. Para mi madre, todo aquello era solo un asunto de pendejas inmaduras. Para colmo, ya a los 21 me había dado cuenta que la cabeza no me daba para estudiar ninguna carrera. Nada me convencía del todo, y lo poco que intenté, se resume en un fracaso estrepitoso. Así que, cada tanto hacía alguna changuita, cuidando a mis sobrinos, o amasando pan para una vecina que me tiraba unos manguitos. O ayudaba a mi madre con sus plantas. Las que comercializaba en una suerte de vivero que habíamos hecho en el patio. Para esas cosas me daba mañas. Sin embargo, últimamente, todo me daba lo mismo. No disfrutaba de los partidos de Boca, de quien soy hincha desde la cuna, ni de matear con las únicas dos amigas que tengo, ni de comer postres, ni de leer historias en Webtoon, o Wattpad.
En definitiva, me había dado una depre mal, y a eso se le sumaba que, me sentía más gorda que antes. Ni siquiera estaba pendiente de vestirme bien cuando venían visitas. Mi madre me lo hacía notar cada vez que podía. Una vez, me levantó en peso cuando vinieron mis primas, y yo andaba toda crota, con un camisón roto y manchado, prácticamente mostrando la bombacha. Ese día estaba más deprimida porque se me habían roto los auriculares. Y, ese mismo día, por la noche fue la primera vez que mi vieja no pidió permiso para entrar a mi cuarto, ¡Y me encontró con las manos en la masa!
¡Lu! ¿Qué hacés hija? ¿Tenés calorcito ahí abajo? ¿Por qué no te das una ducha? ¡Vamos a comer, que los nenes se fueron, y tu prima también! ¡Podrías ordenar un poco esta pieza!, me dijo, sorprendiéndome revoleada, con una mano adentro de mi corpiño, y la otra por adentro de mi jogging, rascándome la concha con ganas. Tenía una calentura que volaba, y ni siquiera sabía a qué atribuírsela. Solo que, estaba recordando a mi vecino, de cómo me encantaba verlo andar en bici, y hacerse el cancherito con las pendejas como yo. Ahora, ese chabón tenía 35 por lo menos, y dos hijos. Pero, en un momento, me imaginé que me cazaba del pelo y me encajaba su verga en la boca, y que no paraba de pedirme que se la mame hasta quedarme sin garganta.
A los días, medio que me tuve que hacer la dormida, y fingir que me despertaba, poco a poco. Es que, mi mamá volvió a entrar a mi cuarto, cuando yo me pajoteaba con el culo para arriba, en tetas, y tan solo con la bombacha. Si bien es cierto que estaba cubierta con la sábana, porque hacía un calor de muerte, sentí que ella la levantó sutilmente, que la dejó suspendida en el aire unos segundos, y que luego me dio dos chirlos en la cola, diciéndome: ¿Qué hacés, cochina? ¡Te quedaste dormida, a medio vestirte Lu! ¡Vamos nena, despertate, y acomodate bien, que mañana te vas a quejar del dolor de cuello!
¡Sí, perdón ma! ¡Casi me duermo! ¡Mirá, me babeé toda! ¡Qué chancha!, le dije, fingiendo la voz enronquecida, mostrándole mi saliva en mi almohada, y acomodándome boca arriba. Sentía los chirlos suaves que mi madre había dejado latiendo en mis nalgas, y algo me hacía flotar en una sensación que no conocía del todo. Abrí las piernas involuntariamente, y entonces, reparé en que aún no había retirado mi mano de mi sexo. Aunque ya me había cubierto con la sábana, mi vieja volvió a darse cuenta de todo, y replicó: ¡Sacate la mano de ahí Lucía! ¿En serio? ¿Otra vez te tocás la vagina? ¡Ya tenés veintiuno gordi! ¿Qué te anda pasando? ¡Portate bien, vamos!
En ese instante, tuve ganas de muchas cosas. Quería llorar, reírme, pedirle que me traiga algo rico de la heladera, mirarle las tetas, tocarme las mías, volver a sentirme una bebé en sus brazos, sacarme la bombacha y tirársela como se lo hacía en mi niñez, y otras miles de cosas a las que no podría ponerle nombre, ni rostro. No me entendía ni yo. Me enojé con ella cuando me dejó sola otra vez, en mi pieza. Entonces, empecé a pajearme con todo. Al punto tal que, me dejé fluir con todo lo que tenía. Gemía un poco más fuerte de lo normal, y hasta ni me importó que se me escape un chorro de pis en la cama. Me imaginaba a mi madre cambiando mis sábanas, tal vez avergonzada de mí, pensando en las formas de comentarme lo sucedido, y más me excitaba. Pensaba que, la pobre tenía 53 años, y no estaba nada mal. Tenía flor de culo, unos ojos hermosos, y un par de tatuajes, bien cerquita del inicio de sus nalgas. ¿Por qué no pensaba en rehacer su vida con un hombre? ¿Acaso, le daba cosa traer a un tipo a la casa? ¡Tendría que hablar con ella de ese respecto, para decirle que, si quería tener un novio, yo no se lo impediría? Además, últimamente estaba un poco más dulce conmigo. Aunque, me retaba por andar de vaga.
Una siesta, me sacudió un brazo, mientras yo estaba totalmente abstraída en el sillón, mirando un video chancho, con dos dedos frotándome el clítoris bajo mi bombacha. Solo tenía eso, y una remera ancha. Mi vieja, en teoría estaba en su cuarto. ¡Me re sorprendí cuando me zarandeó el brazo! Además, me decía: ¡Lucía, por favor! ¡sacate la manito de ahí! ¡Vamos, dale, levantate y vamos a tu pieza! ¡Cambiate esa bombacha, que olés a pis hijita! ¿te measte? ¿Hace cuánto que no te bañás? ¡Ya no sé qué hacer con vos nena!
Le dije que no me había meado, y que no me quedaban más bombachas. Las otras dos que tenía, aún estaban para lavar. Y de golpe, ella reparó en que tenía una musculosa azul, una que usaba para dormir, y que sus tetas relucían desnudas, con los pezones erectos, y prácticamente pegadas a mi cara. También notó que yo se las ojeaba demasiado.
¿Qué hacés mirándole las tetas a tu madre? ¡No seas irrespetuosa nena!, me decía, aunque con una sonrisa cada vez más genuina en sus labios.
¡Vamos, levantate! ¡Si querés hacer chanchadas, hacelas en tu pieza, que esta tarde viene tu hermana! ¡Viene a tomar unos mates!, me decía, mientras me agarraba de un hombro y de un brazo para separarme del sillón, y llevarme casi que abrazada, a mi pieza. Sentí el contacto de las tetas de mi vieja en la espalda, y sus roces por todos lados. Ella, o tal vez era que yo la flasheaba, pero, me apretujaba un poco más de lo necesario a su cuerpo.
¡Además, no te hagas la loca vos, que tenés más lolas que yo! ¡Salimos medias repartiditas nosotras! ¡Aunque, yo habría preferido tener menos cola, y más tetas! ¡Dale hija, caminá, o te mando a la ducha para bajarte ese calorcito, y se acabó!, me iba diciendo, apurando mis pasos incrédulos, los que no salían de su asombro al escuchar cómo me hablaba mi madre. Y, en cuanto abrió la puerta de mi pieza, me empujó en la cama, me acomodó de un zamarreo boca abajo, y me nalgueó el culo unas cuatro veces. Pero esta vez me hizo doler, picar y arder la cola. Además, me sacó la bombacha, y antes de irse con ella en sus manos, me gritó: ¡Y ahora, te quedás acá, para pensar en lo que te está pasando! ¡Y pobre de vos que te vea salir de la pieza, al menos sin ponerte algo decente!, y cerró la puerta con toda la furia.
¿Y a la pesada de mi hermana, también le pegabas en la cola cuando se pajeaba? ¿O nunca la pescaste así, en bolas, y caliente? ¿O te pensás que a ella no se le calentaba la zorra?, le grité, sin saber si me había escuchado. Pero, claramente, por su reacción supe que sí. Recuerdo que, así como salió de la pieza, entró para zamarrearme del pelo, sentarme en la cama y calzarme un cachetazo que me hizo odiarla por un segundo. No lloré. Estaba más pendiente de sus palabras, de cómo se le bamboleaban las tetas, y de mi bombacha sucia en su mano.
¡Tendría que haberte nalgueado muchas veces! ¡No podés caer tan bajo, pendeja! ¡Lo único que hacés, es tocarte, mojar la cama, y vivir encerrada! ¡No ordenás, no pensás en tu futuro, ni te arreglás, ni me pedís que te compre ropa, ni hacés nada! ¡Te abandonás sola, como un trapo de piso! ¿Eso querés de la vida? ¡Y tomá, olé tu bombacha, a ver si te convencés de lo que te digo! ¡Bañate, lavate la bombachita, y dejate de joder con tus celos boludos!, me decía mientras me retorcía una oreja, volvía a cachetearme la misma mejilla, y frotaba mi bombacha en mi nariz. Yo, sin entenderlo, disfrutaba de todo eso. De mi aroma, de sus dedos en mi cara, de su perfume y del olor a lavandina que tenía en una de sus manos, y de su angustia. Sin embargo, una vez que me quedé sola, preferí pensarlo mejor. ¡En el fondo tenía razón! ¡Soy una vividora, que se sirve de su esfuerzo, trabajo y de su paciencia! Así que, terminé duchándome, mientras me pajeaba como una loca, pegándome con la bombacha sucia en la concha, y frotándome el clítoris mientras el chorro de agua me golpeaba los labios vaginales, y recrudecía mis placeres al vibrar en mi punto caliente. También me chupé las tetas, y me mordí una mano para no gritar como una marrana al alcanzar un orgasmo con el que casi me desmayo. La cocina estaba pegada al baño, y esta vez reparé en no poner a prueba el humor de mi madre. Aunque, me la imaginaba entrando, zamarreándome y pegándome con sus ojotas, como cuando era chiquita y me hacía pichí mientras jugaba a la pelota con mis primos.
Otra tarde, mi madre andaba acomodando macetas, bolsas de tierra para abonar más plantitas, y un montón de otras cosas en el patio. Yo estaba echada, mirándola ir y venir, con ese culo maravilloso que le arrancaba miradas indiscretas al sol. Me había pedido que la ayude, al menos unas cuatro veces. Pero yo no podía levantarme de la vieja mecedora que nos había heredado mi abuela. Hasta que, un poco cansada se me acercó con la manguera en la mano.
¡Dale Lucía, por favor! ¡Necesito que te pongas a regar! ¡Yo no puedo con todo! ¡Ya lo hablamos! ¡Si, me ayudás con eso, te prometo que, más tarde vamos, y te compro bombachitas, y corpiños lindos! ¿Querés?, me dijo, con una sonrisa cada vez más sensible en sus ojos. Le dije que no hacía falta que me compre nada, y, casi sin darme cuenta, empecé a regar algunas plantas. No le ponía mucha onda. Era más lo que boludeaba que lo que regaba en realidad. Incluso, mi madre tuvo que retarme porque, le salpicaba la ropa que había tendido un rato antes. Aunque le arranqué una carcajada cuando le largué, medio en chiste y medio en serio: ¡Pasa que me distrae tu cola mami! ¡Estás re sexy con ese culo, y ese tatuaje de mariposa que se te re ve! ¡Posta que, nadie te daría la edad que tenés!
¡Hija, por favor! ¡Qué decís! ¡Yo, ya soy grande para andar seduciendo a varones que, lo único que hacen es mirarme el culo!, me decía, entre tentada de risa y sonrojada. Yo le miraba el culo, y la boca me salivaba sola. Me urgían unas terribles ganas de mordérselo, de arrancarle el pantalón y de fregármelo todo en la cara. Quería saber cómo era la concha de mi mami. Necesitaba olerla, lamerla, saborearla toda. Y, mientras pensaba en todo eso, mi propia vulva hervía bajo mi pantalón de jogging, bastante caluroso para la tarde que nos cobijaba. Al punto que, ni siquiera me había dado cuenta que mi mano ya estimulaba mi clítoris, parada como una boluda, con la manguera en la otra mano, salpicando agua sin ton ni son. Apenas mi vieja me vio, me quitó la manguera y me rezongó, con la cara llena de alarmas de peligro: ¡Sacate esa remera, y el pantalón! ¡Ya! ¡Ahora pendeja!
Dudé en si obedecerle. Me quedé estática, perpleja y aturdida. Tampoco atiné a sacar mi mano de mi sexo. Así que, ella misma me arrancó la remera a los tirones, y me bajó el pantalón. Me nalgueó con una mano unas tres veces, tan sonoras como ardientes, y metió mi propia mano adentro de mi bombacha, acercándome sigilosa a mi oído para decirme, sin refrenar su enojo: ¿Tenés la concha caliente de nuevo? ¿igual que esta madrugada? ¿Sabías que volviste a mearte en la cama? ¿Te meás porque te calienta tocarte meada? ¿O por qué carajos Lucía? ¡Explicame, porque cada vez te entiendo menos! ¿Preferís que te compre pañales? ¿Querés de tela? ¿O descartables? ¡Por favor nena! ¡Reaccioná!
Y entonces, sentí la descarga del chorro helado de la manguera en mi piel. Primero en mi espalda, y luego en mis tetas, mi abdomen, y mi vulva. Mi vieja me había bajado la bombacha, logrando que yo misma me la pisoteara al intentar escaparme de la furia del agua, que me crespaba los pezones, me hacía tiritar de frío y lloriquear de vergüenza. Pero, en el fondo, ¿Tenía vergüenza? ¿Por qué no le decía a mi madre que me moría de ganas de coger? Seguro se burlaría de mí. De nuevo me saldría con las mismas cosas de siempre. Que no tengo con quién coger porque no hago nada de mi vida. Aunque, ella, parecía no darse cuenta de mis pensamientos.
¡te voy a manguerear, hasta que se te baje la calentura nena! ¡Parecés una perra, a la que hay que mojar para despegarla de los perros! ¡Cómo se nota que te hace falta un buen perro que se te suba encima, y te saque las ganas de mojarte en la cama, como una bebé!, me decía, sin dejar de empaparme, arrinconándome poco a poco en la pared del patio, donde las salpicaduras de agua se me hacían más lacerantes, penetrantes y dolorosas. Aunque, cada vez las resistía mejor. Es que, me excitaba mucho las cosas que me decía mi madre. Ahora estaba desnuda, indefensa y caliente ante sus ojos. Pero no podía hablarle. Y, de repente, se metió en la cocina.
¡Te vas a quedar ahí, hasta que a mí se me antoje! ¿Me escuchaste?, me había gritado desde adentro de la casa. Yo, pasé allí unos minutos que se me hacían tan largos como cada día que me atravesaba el pecho de inconsistencias. Obviamente, empecé a pajearme, en cuanto el frío del agua cesó. Pero no me atrevía a dar un solo paso. Me sentía absurda y sucia, desnuda contra la pared. Por lo tanto, creo que ni reparé en que, de pronto me hice pis, sin poder dominar ni uno solo de mis impulsos. Entonces, volví a la carga para alivianar el fuego que me consumía el clítoris. Y, mi mamá apareció tal vez cuando mis temblores se tornaban difíciles, inocultables y perpetuos.
¡Dale, vamos para adentro! ¡Te hice un té, y unas tostadas para que le pongas la cantidad de manteca que quieras!, me decía, mientras poco a poco me envolvía en un toallón enorme. Levantó cada uno de mis pies para secarlos y acomodarlos en sendas ojotas. Yo notaba que me olía, y que centraba su aguda mirada en el centro de mi sexo. Me palpó las gomas, y eso me hizo estremecer de lujuria. Ya adentro, sentadas a la mesa, ella con expresión rígida, y yo envuelta en un toallón, nos pusimos a tomar un té. No hubo palabras, ni preguntas, ni miradas acusatorias. Hasta que se me resbaló un poco el toallón, y mi madre dijo: ¡No puede ser que estés sola, con las tetas que tenés! ¡Nos estamos perdiendo muchas cosas me parece! ¿Por qué no te hacés fuerte con ellas? ¡Digo, si vas a estar cada vez más vaga, pajera y desordenada, por ahí, lo mejor es que salgas al boliche, engatuses a un pibe con tus tetas, y te pongas de novia! ¡Yo, mucho tiempo más no te voy a poder sostener!
No dejaba de mirarme las tetas, y en cuanto quise taparme con el toallón me dijo: ¡Nada de taparse! ¡Estamos solas ahora! ¡Lo único, te terminás el té, y te bañás! ¡Ya sé que te measte en el patio, mientras cumplías tu penitencia! ¿Vos sos consciente de la edad que tenés Lucía?
A los días, se metió a mi pieza para despertarme de una siesta que, ya estaba durando más de tres horas. De nuevo me encontró dormida de costado, en tetas y bombacha, con mi mano perdida entre mis piernas. Evidentemente me había tocado en sueños. Esta vez me chirleó la cola, y me pellizcó una teta. Creo que chillé, y le dije que era una bruta.
¡Y vos, una dormilona! ¡Dale, levantate, así vamos a comprarte ropa! ¡Estoy cansada de lavarte siempre las mismas bombachas!, me dijo. Entonces, advertí que estaba vestida con una camisita preciosa, que se había peinado y perfumado. Le dije que no tenía ganas de levantarme. Pero ella insistió. Así que, a la media hora ya andábamos por el centro, viendo vidrieras, precios y calidades de ropa interior. Entrábamos y salíamos de los distintos locales. Pero, cuando no era muy caro, no nos gustaba lo que veíamos. Hasta que dimos con una tienda medio escondida, al lado de una casa de electrodomésticos, y nos mandamos, porque tenía un cartel gracioso que decía “ropa para gorditas”. Una vez adentro, y tras haber visto millones de conjuntos, bodis, mayas y medias, mi vieja se compró dos calzas y un corpiño. Yo, además de comprarme tres bombachas, elegí un pantalón ancho de Jogging que me había fascinado. Por lo que, la chica me sugirió meterme en el probador para ver cómo me quedaba. Le hice caso, porque no estaba tan barato como para llevarlo y ver qué onda. En cuanto entré, y me quité la calza que llevaba, sentí el peso de mis tetas en el top, y noté que las tenía calientes, y que mis pezones también estaban erectos. ¿Sería por la felicidad de comprarme bombachas nuevas? ¿O, me excitaba la idea de comprarlas a la vista de mi vieja? Lo cierto es que, mientras me veía en el espejo, casi en bolas de la cintura para abajo, con el pantalón que me iba a probar en una mano y la calza que me había quitado en el suelo, un hormigueo insufrible comenzó a lacerarme el clítoris, como si se me estuviese convirtiendo en un fósforo. Ni lo dudé. Me lo froté, hundí mis dedos en mi vagina, me corrí la bombacha y profundicé aún más, y me froté más fuerte. Me daba cuenta que la boca se me llenaba de saliva, y que presionaba mis pechos contra la pared del probador, ya sin darle bola al espejo. Apenas escuchaba la música que provenía de la tienda, y las charlas amables de las vendedoras. Me apreté la cola, y me urgieron unas terribles ganas de clavarme un dedo también allí. Divisé la voz de mi vieja que, parecía contenta con la calza que se había comprado, y pensaba en llevarse algo más. Hasta que, la puertita de mi probador se transformó en una brisa sutil, tras la que se hizo visible la silueta de mi vieja, y su cara de terror al verme pajeándome, en lugar de probarme el pantalón. Entonces, cerró la puerta, y apretada como estábamos, se las ingenió para darme un chirlo terrible, para pellizcarme una teta, y para, ¡Darme tres golpes en la concha, habiéndome bajado la bombacha! ¡Nunca había agradecido tanto algo que viniese de sus manos!
¿No te da vergüenza? ¿Chancha de porquería? ¿En serio te estás pajeando acá Lucía?, me dijo al oído, aunque, me pareció que no estaba todo lo enojada que debería. Incluso, sentí su lengua en mi oreja, y después, sus dientes cuando me mordió, al mismo tiempo que, manipulaba el brazo con el que yo misma me masturbaba. Ni siquiera sé cómo hizo para agacharse, levantar mi calza y colgarla en uno de los ganchos que había al lado del espejo, y para olerme la bombacha. Después de eso se levantó, me dio una cachetada, me tironeó el pelo y pegó su boca a mi oído para decirme: ¡Sos una asquerosa hija! ¡Mirate cómo estás! ¡No podés vivir así de caliente! ¿Sos una perrita alzada nena? ¿Qué te pasa? ¿Tenés ganas que alguien entre, y te viole acá adentro?
Mientras me hablaba, me agarraba toda la concha con una de sus manos y me la sobaba, presionaba y, hundía uno de sus dedos entre mis labios.
¡Tenés la bombacha meada, y cada vez más kilos encima! ¡Debe ser que lo único que te importa es vaguear, hacerte la deprimida, y tocarte todo el día la cotorra! ¿Así te la tocás, pendeja? ¿Querés que la mami te pajee toda, bien pajeadita, cochina de mierda?, me decía, ahora recobrando algo de sus expresiones de enfado y autoridad. Pero sus dedos revolvían mis jugos, se encontraban con las chispas eléctricas de mi clítoris, y me hacía gemir de placer cuando me pellizcaba un pezón. En un momento me dio una cachetada, después de pedirme que le saque la lengua. Y de pronto, sin más, después de olerme las tetas y de morderme uno de los pezones, se convirtió en una figura pétrea, sin colores ni matices. Me dijo: ¿Ahora, te probás el pantalón, así nos vamos de acá! ¡Pero, después, te sacás la bombachita, la dejás ahí tirada, y te ponés la calza! ¡No la quiero ver más! ¡No se le va más el olor a pis que le dejás, cochina! ¡Te espero afuera, y apurate!
Cuando llegamos a casa, con las bolsas de las copras, y una botella de coca cola, ella se puso a cocinar, y prácticamente no me dirigió la palabra. Tampoco en el camino. Me dijo que no cuando le ofrecí ayuda para pelar papas y zanahorias. Así que, me eché a mirar Gran Hermano. La verdad, no tenía ganas de eso tampoco. Aún me rugía la concha por lo que había vivido en el probador. Creo que, ella lo sabía. No me preguntaba nada, pero cuando me miraba desde la cocina, parecía vigilar mis movimientos, sensaciones, o tomarles la temperatura a mis hormonas.
¡Lucía, en media hora comemos! ¿No querés tirarte un ratito en mi cama? ¡te veo cansada! ¡Bah, no sé de qué! ¡Pero, por ahí, podés tirarte un rato en mi cama! ¡Tus sábanas todavía se están secando! ¡Después de comer, ya van a estar listas para que las pongas!, me dijo de repente, mientras se sentaba a leer un libro de plantas que mi hermana le había regalado.
¡Aaah, y antes de usar esas bombachas, lavalas! ¡Acordate que, en esos lugares, todo el mundo toquetea todo!, agregó cuando yo me levantaba, pensando en tirarme un rato. En realidad, no quería irme de su lado. Pero también, algo me decía que necesitaba mi propio espacio para pensar en lo que había vivido. ¿Por qué mi vieja me hizo eso? ¿Y por qué ahora actuaba como si nada? De modo que, con todo eso en la mente, recuerdo que pasé por el baño, y me miré en el espejo. Era como si, buscara reconocerme distinta, o buscar alguna respuesta. Pero, solo pensaba en el culo de mi madre, en sus tetas, en mi boca rodeando sus pezones, y en el por qué de tantas cosquillas en mi vulva. ¿Por qué no recordaba nada de cuando era bebé, y me alimentaba de sus tetas? ¿O de cuando me cambiaba, me acariciaba la cola, y tal vez también la conchita? Pensaba y pensaba, como en un tobogán en espiral, sin encontrar más que angustias, ganas de arrancarme la ropa, y de cogerme al primer o que se me cruce por el camino. Y, cuando tuve noción de mi cuerpo y de mis actos, ya estaba echada en la cama de mi vieja. A solas, y a oscuras. Había revoleado mis chatitas, y mi remera. De modo que mis lolas parecían faroles candentes, dispuestos a iluminarme por completo, ni bien empecé a pellizcarme los pezones. Además, reparé que, cuando me bajé el pantalón, no tenía ropa interior, porque le había hecho caso a mi vieja cuando me pidió que me quite la bombacha, y la deje allí, abandonada a su suerte. Entonces, un mundo de texturas, olores y ensueños me invadió por completo. El perfume de mi vieja en su almohada, la sábana tersa, pulcra y bien arregladita, el olor de su lápiz labial en la mesa de luz, el tenue resplandor que entraba por la ventana, y el olor a comida que llegaba desde la cocina, me hicieron sentir una nena malcriada, como siempre había sido. Empecé a tocame las tetas, a decirme cosas que no recuerdo, pero que en su mayoría eran chanchadas para calentarme. Abría y cerraba las piernas, pero sin tocarme la conchita. Sabía que tenía el clítoris en llamas. Me imaginaba garchando en esa impoluta cama de dos plazas, con el perfume de mi vieja, y se me aceleraba aún más el pulso. Después, me imaginé peteando a mis primos, salpicando su semen por todos lados, y limpiándome la cara con su almohada. Y tal vez, aquello me llevó a ponerme boca abajo, y de esa forma fregonear las tetas en la sábana, mientras me babeaba toda, levantaba las piernas para que la conchita no se roce con nada, y me estrujaba las nalgas, cada vez más cerca de lanzarme a la mejor de todas mis pajas.
¡Luchiii, ya va a estar la comida! ¡Levantate, y ayudame a poner la mesa!, escuché que mi madre me gritó desde la cocina, y luego, oí sus pasos yendo y viniendo. Se rio de algo que le mandó mi hermana, seguro que, por WhatsApp. Revolvió la olla, me preguntó si no había visto su encendedor, descorchó una botella de vino, y me volvió a llamar.
¡Vooooy maaaa! ¡Dame un toque!, le dije, intentando no evidenciar el fuego que me abrazaba la garganta. Pero no me levanté de la cama. Era consciente que, de repente tenía los talones bajo mi cola, mis piernas abiertas, mis dedos chapoteando en los jugos de mi concha, y que mi cara se cubría con uno de los corpiños de mi vieja. Lo olía, lamía y besaba como si un amor repentino me quemara las entrañas. Y, buscando un poco más, en el afán de seguir frotándome en la cama, humedeciéndome de insolencias y rebeldías, encontré, como si me estuviese esperando hace tiempo, una bombacha de mi mami, debajo de su almohada. Al principio, dudé si tenía permisos para olerla. ¡No podía ser que mi mami guarde una bombacha usada bajo su almohada! Pero, me decidí, y dejé que mis fosas nasales lo descubran por sí mismas. Era una bombacha de tela suave como una brisa, chiquita en la parte de la cola, con un dije en el costado derecho, y media calada en la parte de adelante. Olía a perfume, y a jabón. No parecía usada. Aunque igual, se me rendió fuego el cerebro. Así que, aquella vez tenía muchos argumentos para acabarme como una perra, y al fin levantarme a cenar con mi madre, ocultándole todo. No tenía por qué ponerla nerviosa, eufórica, o contrariarla.
¡Lucía, por favor! ¡Hace media hora que te estoy llamando! ¿Te dormiste? ¡Yo, cocinando como una boluda, y vos, paveando!, dijo mi madre, y la luz me encandiló eternamente cuando la encendió. De repente su voz pareció quedarse sin adjetivos que propinarme.
¡Aaaaah, pero mirá qué lindo! ¡Lo que me faltaba! ¡Ahora, también te toqueteás en mi cama! ¿Andás con la conchita caliente otra vez?, me dijo, acercándose al lado de la cama en el que mi cuerpo no paraba de tiritar, ni mis dedos dejaban de frotar mi clítoris. Yo, no podía responderle. Además, no era necesario. Ella me quitó su bombacha e la mano, sacó la almohada en la que se apoyaba mi cabeza, me zamarreó y me acomodó boca abajo, con una simplicidad que me alertó. Allí descargó una catarata de chirlos en mi cola, mientras me decía: ¿Así que andabas oliendo la bombachita de mami? ¡Sos una asquerosa! ¡Una tetoncita que, no hace otra cosa que mearse en la cama! ¿También te vas a mear acá? ¿Querés que vuelva a darte la teta, como cuando eras bebé? ¡Vergüenza debería darte, toquetearte desnudita en mi cama!
¡Pará ma, ya me voy!, llegué a murmurar, en medio de un desconcierto de jadeos y suspiros que no podía domar. Ella, ni me escuchaba. Me tironeó el pelo, y en cuanto tuve la cabeza en el aire, me asestó unas 4 o 5 cachetadas. Después, me puso su bombacha en los labios, diciéndome, ¿A ver? ¡Ahí la tenés! ¡Olé la bombachita de mamá! ¡Dale, asquerosita! ¡Olela, y lamela toda, asíiii, perrita, sos una perrita alzada! ¿Te gustan las hembras, nenita?, sin dejar de nalguearme el culo, ni de pellizcar cualquier parte de mi cuerpo.
¡Mami, vos también, hace rato que, nada! ¡Así que, seguro que, en las noches, te tocás! ¿No?, le dije, como para tantear el terreno. Entonces, pegó su cara a la mía, y mientras me retorcía un pezón, y me sostenía del pelo me decía, embriagándome con el olor a vino que emergía de su boca: ¡No te pases de viva conmigo, pajerita de mierda! ¡Acá, la que necesita un lindo pito, sos vos! ¡Miráaaaaá, lo grande que tenés el clítoris! ¡Parece el pito de un nene! ¿Viste? ¡Sos una perdedora nena, una chancha que, lo único que espera de la vida, es, no sé!
Y, tal vez sin darse cuenta, una de sus manos empezaba a autorizar a sus dedos a que entren y salgan de mi sexo. Empezó a pajearme fuerte, a frotarme, a chuparme los pies, a pedirme que vuelva a oler su bombacha, y a darme alguna que otra cachetada. Yo, gemía, me ahogaba con mi propia saliva, y quería pedirle que me entierre lo que encuentre en la concha. Y de pronto, me acomodó boca arriba, me pidió que ponga mis manos bajo mis nalgas, y que ni se me ocurra moverme. Allí, aprovechándose de mi situación, primero me rozó la concha con la puntita de su bombacha. Luego me pegó con ella, y enseguida, con su mano, diciendo cosas como: ¡Te voy a cachetear la concha, pendeja alzada! ¡A ver si así te la arreglo un poco! ¡Me estás calentando, mocosa de porquería! ¡Cuando te vi la bombacha en el probador, y te vi pajeándote, te quise cagar a palos! ¡Pero, también me calentó verte así! ¿Qué pensabas mientras caminabas al lado de tu madre, sin la bombacha, y con las tetas calientes?
Después me pegó con el pantalón que antes tenía puesto, sin pasar por alto el detalle de olerlo, y entonces, frente a mis ojos extasiados, mi mamá se quedó en tetas. Vi que se las apretujó, que se estiró los pezones, gimiendo despacito, y que volvió a mi cara. Pensé que me las daría en la boca. Pero, apenas me ordenó: ¡Escupime las tetas, ya, guachita de mierda!, yo lo hice, con todo el fragor de mis ansias revolucionadas. Entonces, cuando ya le caían hilos de mi saliva fulgurante de los pechos, volvió a encajarme un sopapo, y se hincó sobre mi pubis. No sabía qué era lo que se traía entre manos. Por eso, en cuanto me dio el primer tetazo en la concha, gemí, y ella me censuró al gritarme: ¡Callate, putita de mierda! ¡Ahora vas a saber lo que es alzarte con tu madre!
Entonces, empezó a frotar sus tetas babeadas en mi concha, a separarlas para pegarme, y volver a friccionarlas como si me odiara, al mismo tiempo que su boca, y para mi derrumbe emocional, buscaba atrapar mis pezones para chupármelos. En realidad, me los succionaba, usando labios y dientes, mientras murmuraba cosas como: ¡Qué tetas tenés, qué pedazo de gomas bebita, y qué olor a salvaje tenés en la concha! ¡A pis, como un animalito, y a calentura! ¡Pero se te terminó, pendejita insolente!
De golpe, la luz de la pieza se me hacía remolino en los ojos, y los oídos me zumbaban como mosquitos. No entendía mucho de lo que mi mami me decía. Solo sé que, comenzó a frotar sus tetas con fuerza, a pegarme con la mano y a pellizcarme la concha, y a introducir sus pezones en mi orificio sexual para que hagan contacto con mi clítoris. Sentía que la piel se me desprendía de los huesos, y que un calor enfermizo me asfixiaba, mientras el primer chorro de mi sabia estallaba en las tetas de mi vieja. El primero de muchos, mientras ella me gruñía: ¡Así nena, acabate toda, dale, que no es pichí! ¡Largá todo en las tetas de mamá, asíii, acabate en mi camita, hija de puta! ¡En la misma cama que tantas veces te busqué! ¡Cómo me hiciste coger, guachita sucia! ¡Y así me pagás! ¡Pajeándote como una cerda en mi cama!
Yo solo jadeaba, decía cosas que tal vez le daban más valor a mi madre, y hasta me mordí la lengua. Lagrimeaba de placer, y largaba un chorro tras otro, mientras ella seguía amamantándome las tetas, frotando sus tetas en mi concha, pellizcándome lo que se le antojaba, oliéndome la boca, y encajándome cachetazos. Incluso, me dijo: ¡Si no te callás, te meto los dedos en la cola, y te los hago tragar, cochina!
En realidad, llegó a clavarme algunos dedos en el culo, y me arrancó otros gemidos fatales. Y, de pronto, empezó a golpetearme la concha, incorporándose de forma tal que, me encajó sus tetas en la cara, una vez que se las regué con mi acabada voraz. Aún así, no me sentía vacía, ni satisfecha, ni en paz conmigo misma. Suponía que, iba a pedirme que se las chupe, y como empecé a hacerlo antes de escucharla, me dio una cachetada. Me frotó sus tetas por toda la cara, y hasta en mis propias gomas, mientras me decía: ¡Limpiame de tu acabadita nena, así, con tu carita de vaga, de pendeja caliente, y con estas tetas de putita barata! ¡Así bebé, bien sequita dejame las tetas, que ya me las vas a mamar bien mamadas!
Entretanto, pude ver que mi vieja tenía una de sus manos bajo su pantalón holgado, y que temblaba de algo parecido a una ira que no la dejaba reflexionar claramente. Pero a mí no me importaba nada. Así que, una vez que empecé a chuparle las tetas, busqué a toda costa llegar con alguna de mis manos a su entrepierna. A pesar que ella me las rasguñaba, me mordía los dedos, o me pellizcaba la panza, diciéndome que era una gorda chancha. Hasta que, logré meter una de ellas bajo su pantalón, y ella se desató como un huracán sobre mí.
¿Querés mirarme el culo, pendejita? ¿No te alcanza con mamarme las tetas? ¡Sentate ahí, en la cama, asquerosa!, me pidió, aunque no hacía falta que yo moviese un músculo… porque la fuerza de sus brazos actuaba sobre mi humanidad como si la gravedad no pudiera sostenerme. De modo que, una vez que estuve sentada, vi a mi madre bajarse el pantalón y la bombacha, primero para ponerme el culo en la cara, y moverlo para todos lados, como en una danza diabólica. Me pedía furiosa: ¡Mordeme el culo, ahora nena, dale, chupeteame bien el culo, las nalgas, mordeme! ¡Dale nena! ¿No querías eso? ¡Babeame toda, que quiero tu baba en el culo!
Yo, sin experiencia, pero alzada como primer nieto, empecé a darle chirlos, a besarle las nalgas, a mordérselas, escupirlas, a fregar mi cara y mis tetas calientes sobre él, y a olfatearla como si ningún otro perfume pudiera seducirme en el futuro. Ella gemía con su voz madura, cargada de deseo, y se palmoteaba la vulva con evidente placer. Mencionaba mi nombre entre suspiros y gemiditos, y me pedía más chirlos. Pero, ni bien posé mi lengua en la unión de sus glúteos, con la clara intención de lamerle el ojete, ella se dio vuelta como un trompo desequilibrado para intercambiarme aromas, texturas y vanidades. Ahora, frente a mi cara tenía una concha gordita, peluda, húmeda y colorada de una fiebre que mi mamá ya no podía manejar. Me manoteó de las mechas, me dio una nueva cachetada, me pidió que le baje del todo la bombacha que le había quedado retenida a la altura de las rodillas, y me ordenó: ¡Fregame esas tetas en la concha, un ratito bebé, dale, por favor que, tengo una calentura que me desmayo!
Lo hice, con torpeza y unos temblores que me devoraban por dentro, pero con toda la determinación. Ella me apretaba de la espalda para frotarse más, para hacer como si me estuviese cogiendo las lolas, y para inyectarme miles de gotitas de su calentura que burbujeaba tanto como la mía. Hasta que no lo soportó más, y cambió de directiva cuando me dijo: ¡Basta nena, cortala! ¡Chupala toda, abrí la boquita, y mordeme la concha! ¿Qué? ¿Ahora te da cosita? ¡Apurate, si no querés que te cague a palos! ¡comeme bien la concha hija, bien chupada! ¡Vamos!
Encontré su clítoris con facilidad. Lo tenía hinchado, no tan grande como el mío, pero igual de vibrante, sensible y palpitante. Ni bien atravesé el manto de vellos que rodeaban su cavidad vaginal con mi lengua y dedos, no pude parar de lamerla, saborearla, tragar sus jugos, y seguir penetrándola con mis dedos inquietos. Parecía una naranja inundada de jugos sabrosos. No eran dulces ni salados. Nunca había probado una concha, y se me hacía una locura infinita que, mi primera vez sea con la de mi mamá. Pero me sentía en el cielo… desnuda, con las tetas mojadas de sus fluidos, un hormigueo incesante en la cola y la concha, y con la boca extasiada de su sabor, del calor de su intimidad, y de tantas ganas de acabar. Sus manos presionaban mi cabeza como si no fuese humana. No me dejaba hablarle, ni respirar por momentos. Me dolía la mandíbula, me ardían los ojos, y a veces me ahogaba de tanto fuego, con sus vellos, y mi propia saliva espesa. Ella parecía disfrutar de mis toses, mis atracones y mis bocanadas para oxigenarme. El sudor nos enlazaba más que nuestra propia sangre, y los jadeos de mi madre eran como el canto de sirenas milenarias, presurosas y en peligro de ser exterminadas. Todo lo que farfullaba eran cosas como: ¡Aaaay, mi Luci, así bebéee, chupala todaaaa, comé hijita, comé conchita, así, comé conchita bebé!
Y de repente, me revoleó en la cama, se me subió encima, y de alguna forma nuestras piernas se enredaron con el único fin de que nuestras vulvas se encuentren en la más absoluta de las perversidades, pero también en el más ardoroso de los placeres. Ella misma me pedía que le pegue en la cola, que me funda en su cuerpo, que le muerda las tetas, y que le diga que soy su putita barata. Yo también le enrojecía las nalgas con mis palizas, y le pellizcaba las tetas. Nos rasguñamos la espalda y cualquier porción de piel que hallábamos, nos babeábamos cuando queríamos besarnos sin tropezones, gemíamos cada vez con mayor crudeza, y nos olvidábamos de nuestros nombres, roles y pasados. Nos mojábamos como si una lluvia feroz nos hubiese alcanzado en plena noche cerrada, y nuestros dedos buscaban meterse más y más adentro de nuestras conchas. Nos comíamos la boca, y eso, o al menos desde que empezamos a hacerlo, sentimos que el orgasmo se nos acercaba aún más.
¿Te gusta coger en la cama de mamá? ¿Te calentó lo que te hizo mami? ¿Eeee? ¿Cochina de mierda? ¿Te gustó comerme la concha, y las tetas?, me decía ella, con los ojos sin color, casi tan transparentes que, podía verse el inicio de la noche más desconcertante que viví en mi vida, hasta hoy. Y sí, le dije que sí a todo, mientras crujían nuestras almas apretadas en las entrepiernas, y latían nuestros corazones en las vulvas. Mi lluvia de jugos estalló contra su concha, y ella me dejó sorda por unos instantes cuando alcanzó su punto máximo de obsesiones y placeres. Ella tenía un dedo clavado en mi culo mientras yo acababa como una regadera, gimiendo, destendiendo la cama y tatuando su colchón con mi esencia. Yo, le mordí una teta cuando me lo pidió, y desde entonces, no paró de llover sobre mis piernas, mi abdomen y mi conchita. No había abrazo que pudiera contenernos. No existía consuelo que nos explique que aquel torbellino de lamidas, besos, chirlos, mordidas, frotadas y palabras sucias se diluía poco a poco. Estábamos desnudas, y sin querer, empezábamos a rechazar nuestro contacto. ¿O era mi imaginación? La luz retornaba a la pieza, los oídos de la noche parecían aplaudirnos al otro lado de la ventana, y la cumbia de los vecinos reaparecía con el mismo impacto grave, aturdiendo a los grillos que buscaban aparearse.
¡Mami! ¿Te ayudo a, algo?, le dije, recobrando el sentido de mi voz, todavía jadeante, oliendo a sexo, con los ojos vidriosos por la emoción. Ella, casi de inmediato retomó su carácter habitual, aunque parecía haberlo endulzado con los restos de mi leche vaginal y mi saliva en su piel.
¡Vos tranquila nena! ¡Ya me visto en un periquete, me arreglo un poco, y caliento la comida! ¿Querés? ¡Vos, buscá alguna bombacha de mi cajón, y ponétela! ¡Solo quiero que te sientes a la mesa, en bombacha! ¿Estamos? ¡Y no me hagas enojar!, me dijo, una vez que se ponía a la tarea de vestirse. Yo, ni bien me senté, tuve un mareo terrible. Pero después, ya con la ausencia de mi vieja en el cuarto, busqué una bombacha normalita, me la puse, y caminé con miles de sabores excitantes en el cuerpo, rumbo a la cocina. Descalza, despeinada, pegoteada de tanta guerra sexual, y con los ojos más felices del mundo. Allí comeríamos, charlaríamos, y vaya a saber cuál sería el postre para las dos.
Fin
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