Los aromas virginales de mi nieta

 

Desde que supe que Isabella, mi nieta de 14 años se apuntó como voluntaria para ayudarme a poner orden en mi casa, luego del fallecimiento repentino de su abuela, o sea mi esposa, tuve ganas de mandar a mi hijo y nuera al carajo. ¿No entendían que necesitaba hacer mi duelo en paz? No era que mi casa estaba tan patas para arriba como ellos me lo querían hacer entender. ¿O es que yo no lo veía? Bueno, cierto era que, habían pasado 6 meses de aquel trágico incidente, y, la verdad, no me empeñaba ni en lavar platos, ni en regar, o limpiar adecuadamente los pisos.

¡Dejate de joder Viejo! ¡Tenés 62 años, y necesitás una manito para que después, puedas incorporarte a tus actividades! ¡Tus amigos del café, los del truco, y las bailarinas de las milongas a las que vas, te están esperando! ¿O me vas a decir que ahora no te importa tu vida social? ¡No quiero quedarme sin padre tan rápido! ¿Además, qué mejor que sea tu nieta la que te acomode un poco la casa?, me dijo Andrés, el papá de Isabella, la tarde en la que me trajo la novedad. Discutimos. Le dije que la pobre chica no tiene por qué cargar con estas cosas. Él me explicó que pensó en ponerme a una empleada. Yo le dije que sería una mejor idea. Pero él insistió en que Isa tenía ganas de pasar tiempo conmigo, ahora que sus clases habían concluido. En el fondo, no tenía ni media gana de recibir a una pendeja que se la pasa enfrascada en su celular, mirando boludeces, escuchando música enlatada, riéndose fuerte de chistes que yo no podía entender, y encima, que me invada en cualquier momento con llevarla aquí y allá. Como cualquier pibe de hoy en día. Tampoco yo quería que se sienta prisionera con un viejo futbolero, tanguero, adicto al tabaco en pipa, y al mate por las mañanas, bien tempranito. Sin embargo, un lunes de la primera semana de diciembre, Isa llegó con un bolsote de ropa, una mochila, y poco más. Me saludó afectuosamente, y me prometió que no me iba a cobrar nada por limpiarme, cocinarme lo que yo quisiera, ayudarme con las plantas, y, tratar de darme ánimos para que vuelva a salir al mundo que tanto me hacía feliz. Me emocionó escucharla, y reconocer en sus ojos que no me mentía ni en una coma. Andrés le pidió que no me hiciera renegar, y le hizo jurar que cualquier cosa que me pasara se lo comunicaría de inmediato. Yo les dije que soy un hombre sano, que casi no tomo pastillas para nada, y que lo único que me faltaba, era un poco de orden, y pasar estos malos tragos. Tomamos unos mates, y cuando se hicieron las 7 de la tarde, Andrés se despidió de su hija para darle paso a su estadía en mi casa. Cosa que duró hasta el 23 de diciembre.

Los primeros días, fueron sencillos, por decirlo de algún modo. Isa me preparaba milanesas, sopas extraordinarias, postres exquisitos, y me cebaba los mejores mates que podía recordar. No me dejaba tocar las plantas, y en general mantenía todo limpio. Tampoco le molestaba hacer mandados, o que yo fume adentro de la casa.

¡La verdad, cocinás re rico, mocosa! ¿Tu mamá te enseñó?, le pregunté el jueves, mientras saboreábamos un pollo al curri sobre un colchón de verduras salteadas. Ella me dijo que sí, y que además le gustaba cocinar para otra gente. Ese día, quizás por primera vez me fijé en algo que hasta ese momento no había advertido. Cuando fui a felicitarla con un beso, antes de sentarme a la mesa, noté que su piel olía a una especie de fuerza maligna, a un perfume vanidoso, como si fuese una esencia que mi memoria atesoraba en algún rincón. Me fijé en sus tetitas, y casi sin proponerme nada, le pregunté, una vez sentado frente a ella: ¿Y a tus novios, ya les cocinaste algo? ¡Supongo que, alguna tarta dulce, o alfajorcitos!

¡No abu, no tengo novio! ¡Es más, en realidad, aunque parezca una tonta, todavía no tuve ninguno! ¡Bueno, aunque sea, me di unos piquitos con un par de chicos! ¡Pero solo eso! ¡Es como si fuera chapada a la antigua!, dijo Isa sin ruborizarse, mirándome fijamente con una leve sonrisa en los labios.

¿En serio? ¿Ni siquiera un noviecito para salir a caminar por la plaza de la mano?, le pregunté, reparando en que se había manchado la musculosa blanca que traía con aceite.

¡No, ni eso abu! ¡Las chicas también me dicen que tengo que activar! ¡O sea, que tengo que, hacerlo con un chico! ¡Pero, qué sé yo!, dijo, y entonces se dio cuenta lo de la mancha en su musculosa, y se escandalizó un poco. Le dije que no había problemas, que seguro en el lavadero había quitamanchas. Y de la nada, me preguntó: ¡Abu! ¿Me la puedo sacar? ¡Perdón, es que, no me gusta tener puesta una remera manchada! ¡Es como un toc que tengo! ¿No te molesta?

¿Y por qué me va a molestar? ¿Tenés corpiño?, le dije, automáticamente, sin tener la menor idea de lo que se germinaba entre nosotros.

¡No, no tengo! ¡Pero tampoco tengo tetas!, dijo esta vez, riéndose con ganas, mientras se quitaba la musculosa, y luego colocaba sus cubiertos sobre su plato vacío, dispuesta a levantar la mesa para ponerse a lavar los platos. Mientras se ponía de pie, dijo: ¡En casa no me dejan andar, bueno, no tan vestida! ¡Soy hija única! ¡Si tuviera hermanos, por ahí lo entendería! ¡Pero, ahora que hace calor, me re dan ganas de quedarme desnuda!

¡Bueno, acá, tampoco habría problemas! ¡Yo soy tu abuelo, y, aunque no corresponda del todo, siempre que estemos a solas, en casa, y estés, al menos en calzones, no tengo problema! ¡Y, si suena el timbre, corrés a la piecita, y te vestís!, le dije, sintiendo que algo borboteaba en mis ansias dormidas. ¿Por qué notaba que mi pene se revitalizaba bajo mis ropas?

¿En serio Abu? ¡Guaaau! ¡Abuuuu! ¡Sos el mejor abuelo del mundo!, dijo con la voz cantarina, más aguda, luego de dar un gritito, mientras me estampaba un beso baboso en la mejilla, y me abrazaba. Entonces, el olor de su piel fue más evidente. El de su piel, y el de su ropa. Era extraño. Olía a una mezcla de nena, porque una brisita de olorcito a pis emergía del centro de su intimidad, y a mujercita. Le rocé una de sus tetitas con un brazo, y eso me electrizó hasta la inconsciencia. Noté que los pezoncitos se le habían parado, y eso, era una reacción lógica de sus hormonas. Pero Isa, o no se percató de ello, o ni le interesó cubrírselos.

Durante la tarde, cuando salí al patio a tomar unos mates, luego de una siestita bajo el ventilador de mi pieza, me la encontré muy echada sobre una reposera, leyendo un libro. En cuanto me vio, me preguntó si había dormido bien. Le sugerí que salgamos a tomar un helado al día siguiente, si lo deseaba, y su sonrisa fue la de la niña que tantas veces iluminó mi casa, y de la que con mi esposa nos sentíamos orgullosos. Pero, cuando se levantó a colgar la ropa, una vez más su aroma estalló en mi olfato incrédulo, y la verga se me volvió a poner dura. Recordé que en la siesta pensé una y mil veces en pasarle la lengua a una de sus tetitas, y me arrepentía de ello. Entonces, vi que Isa tenía una calza blanca que se le metía en la entrepierna, y como resultado, su vulva parecía un bollito de mariposas en celo en vías de reproducirse. Me pareció que estaba húmeda. Pensé que, tal vez el calor lo haría posible. Luego, se me hizo que no tenía bombacha debajo, y entonces, el glande me reclamó prudencia con una serie de latidos que no supe controlar.

¡Abu, ya le saqué la mancha a la muscu! ¡Quedó genial! ¿Querés que hoy comamos lo que quedó del mediodía? ¿O te cocino otra cosa?, me decía, mientras colgaba repasadores y medias.

¡No, mejor, pedimos una pizza, y bueno, podemos ver alguna película! ¡No sé cuáles te gustan! ¡Supongo que ya no mirás dibujitos!, dije, bastante ajeno a lo que mi mente pudiera sugerirme. Era como si, ella dispusiera de mis palabras, sin pasar por mi razonamiento. La reacción de Isa, fue muy parecida a la del mediodía. Solo que, ahora se abalanzó sobre mí para besarme en la mejilla, posar sus manos en mis hombros, y decirme que era su abuelo preferido, el más lindo, y que le re copaba mi plan.

¡Siempre me gustó mirar pelis, comiendo pizzas! ¡Solo que mis viejos no compran mucho en casa! ¿Viste cómo joden con eso de no engordar? ¡Y, con las pelis, miro de todo! ¡Todavía miro dibus! ¿Viste que soy re niñita boluda? ¡Me falta tomar la mamadera, y ya sería una boluda del todo!, me decía, mientras su olor natural se impregnaba en mis sensaciones con sus movimientos. Esta vez, mientras hablaba, le acaricié la colita con una mano, y casi sin determinarlo, comencé a olerle el cuello, con sus tetitas desnudas muy cerca de chocarse con mi cara. Ella, esta vez sí notó mis intenciones, aunque a medias.

¡Uuuy! ¿Qué pasó abu que me olés? ¿Me tengo que bañar? ¡Perdón!, dijo, intentando separarse de mí. Yo le dije que no, que nada que ver, que solo la olía, porque olía rico, sin separar mi mano de su culito. Ella me miró sorprendida, aunque con un halo de complicidad extraño en el fondo de sus ojos celestes. Sonrió con musicalidad, y susurró: ¿Enserio, huelo rico? ¡Pero, no me puse perfume! ¡Y, seguro que, abajo del sol, transpiré un poco, colgando la ropa!

¡No Isa! ¡No es tu perfume! ¡Es como que, tu piel huele bien! ¡No sos como tu prima Georgina! ¡Ella, bueno, debe ser que, es mucho más grande que vos!, dije, sin reparar en lo cierto de mis palabras. Georgina olía distinto. Su piel olía a sexo, y era evidente que cogía con distintos guachos. Sus modales, su forma de caminar, la forma que tiene de parar la cola, de mover las caderas. Además, se sabía que Georgi no era virgen. Incluso mi hija estaba preocupada por su disciplina, y por lo fácil que pudiera quedar embarazada con tantos pibes alrededor.

¡Pero abu, la Georgi tiene un año más que yo! ¡No es taaan grandota! ¿En serio te gusta mi olor, más que el de ella?, me decía, poniéndome su cuello otra vez sobre las fauces de mi nariz en estado de gracia. Entonces la olí, y me atreví a olerle la carita. Era una deliciura. Algo inexplorado. No lo podía describir. ¡Y menos cuando prácticamente puso una de sus rodillas sobre mis piernas, con uno de sus pies en el suelo! Su pelo castaño y su peso casi como el de una plumita, ya que es delgadita, aunque de piernitas morrudas, brillaban a la vera de los últimos rayos de sol de la tarde. Supongo que, mientras yo la olía, tuve que haberle pellizcado la cola. Honestamente, no recordaba haberlo hecho. Pero ella me desasnó cuando me dijo: ¡Aaauchiii abuuu! ¡Me pellizcaste la cola! ¡Bua, digamos que, lo que tengo de cola, que es casi nada!

Se reía de su propia gracia, pero no se separaba de mi cuerpo. Yo, le pedí disculpas, intentando que no vea la erección de mi verga, y, en cierto modo alejando mi olfato de su piel. Pero ella, luego de bajar su pierna de la mía, dijo: ¡No pasa nada abu! ¡Esta noche, miramos una peli, y comemos pizzas! ¡A mí me gusta la especial! ¡Y, no te preocupes, que, en la escuela, los varones siempre me pellizcan la cola! ¡Y, a mí me gusta!

Durante la noche, no pudimos pedir las pizzas, ni ver películas, porque gracias a un tormentón de la san puta, se cortó la luz, y nos quedamos hasta sin señal en los celulares. Así que, recalentamos lo del mediodía, y nos pusimos a jugar a las cartas, a la luz de unas velas. Fue divertido, porque ella es muy torpe con los juegos. ¿O tal vez exageraba su torpeza, esforzándose por no entender las reglas del truco para acercarse a mí, cada vez más? Lo cierto es que, como perdió olímpicamente, le dije que no podía comer postre por dos días seguidos. Me puso carita de puchero, y eso me enterneció. Y casi que al instante saltó de su silla para acurrucarse en mis brazos, cuando un trueno especialmente escandaloso retumbó en toda la ciudad, haciendo vibrar los ventanales. Ahí me decía cosas como: ¡Menos mal que estás vos abu, para apapacharme! ¡me dan miedo las tormentas! ¡Mi mamá dice que soy una tarada, y que tengo que crecer de una vez! ¡La última vez que cayó un trueno así en la noche, me acuerdo que me hice pis en la cama! ¡Y no fue hace mucho! ¡Mi vieja se re calentó por eso!

Entretanto, mis piernas tomaban contacto con la piel desnuda de las suyas, puesto que ahora tenía un shortcito. Bueno, eso creía, porque, cuando la empujé un poco más hacia los adentros de mi cuerpo, porque casi se me cayó de los brazos cuando otro trueno rompió el curso de la lluvia por un ratito, divisé que sus nalguitas estaban casi a la deriva.

¡Isa! ¿Estás en bombachita vos? ¿No tenías una calza?, le dije, sosteniéndola de la cola. Entonces, acerqué una de las velas que había en la punta de la mesa, y vi que efectivamente estaba en top, y con una bombacha rosa que le quedaba chiquita, porque no llegaba a cubrirle los cachetes de la cola. Recuerdo que le di un par de chirlos, diciéndole que era una chancha por subirse así sobre mi cuerpo. Ella se reía, temblaba, o quizás fingía un poco, y me abrazaba con sus dedos fríos. Los sentía a través de la chomba que tenía. Casi tanto como la forma en la que me deslizaba las uñas por la espalda. Y de repente, volví a olerla. Ella, lo notó.

¡Me quedé en bombacha porque, creo que mi calza, bueno, por un lado, me la embarré en el patio, y, además, me parece que tiene olor a pichí! ¡No tenía ganas de bañarme! ¡Así que, me la saqué, y me puse una bombacha!, me decía, mientras afuera el viento silbaba y rugía, la lluvia frenaba y crecía en intensidad, y su olor me embriagaba más que el vino que me serví en la cena.

¡Bueno señorita! ¡Pero, si mañana no se baña, no hay heladito! ¿Cómo puede ser que tuvieses olor a pis en la calza?, le dije, por momentos sintiéndome inocente, acaso poniéndome a su altura. Ella dijo que se le escapa siempre que se ríe mucho.

¡Obvio abu! ¡Mañana, cuando vuelva la luz, me baño! ¡Ni loca me voy a perder un heladito! ¡Igual, creo que, me hice unas gotitas de pis, cuando me pellizcaste la cola! ¡También me pasa en la escuela!, disparó en medio de las conmociones de la tormenta que, ni por asomo buscaba detenerse.

¿En la escuela? ¿Te meás cuando te pellizcan la cola?, le pregunté, aún perdido con el olor que despedía su cuello, su top, y el calor de sus tetitas adolescentes, al borde de tatuarse en mi pecho. Además, su aliento era fresco. Cuando me hablaba, colocaba mi nariz lo más cerca que pudiera de su boca para deleitarme, hasta con los movimientos de su lengüita al hablarme.

De repente, yo estaba en mi cuarto, recostado con un balurdo en la cabeza que, no me dejaba conciliar el sueño. Ya no había viento, y la lluvia apenas era un hilo de agua que acariciaba los techos, árboles, calles y paraguas desolados. No había tanto silencio, a pesar que no se escuchaban los autos. La luz no había vuelto. Las ranas pedían más agua de la que había caído. Preferí dejar la puerta abierta de mi pieza para que se airee con el olor a tierra mojada, y con las brisas frescas de la madrugada. Y, gracias a eso, de golpe comencé a escuchar algo parecido a quejidos pequeños, voluntariosos y apretados, acompañados de otro sonido que se asemejaba al de chirlos continuados. ¿Habría mosquitos en la pieza de Isa? ¡Tendría que llevarle espirales! Pero, lo cierto es que, en cuanto me acerqué a su habitación, divisé su puerta abierta, y, gracias a la linterna que llevaba conmigo, la vi culito para arriba, moviéndose sobre la cama. Era obvio que debajo de ella había almohadones, y que, sobre ellos, su vulva se friccionaba repleta de ansiedades. Tenía sus manos agarraditas del elástico de su bombacha, y la espalda descubierta. Por momentos elevaba los pies al aire, y se nalgueaba la cola. A veces llegaba a tocársela con los talones. También se pellizcaba. ¡Mi nietita se estaba masturbando, y en mi propia casa! ¿Sería por mis pellizcos? ¿Le excitaba que mi olfato la aceche para olerla como un desquiciado? ¡Qué hermosos eran sus gemiditos! No entendía sus palabritas, pero estaba claro que se motivaba, y que se babeaba al decirse cosas. No me veía porque su rostro permanecía aprisionado en su almohada, la que envidiaba con todas mis valentías. Cada tanto la oía sorber su propia saliva, y nalguearse con más fuerzas. Pero, algo me dijo que lo más prudente sería dejarla en paz, respetar su privacidad, o lo que quedara de ella, y volver a la cama. Por lo que, no la asusté, ni le previne de mi presencia. Sin embargo, durante el desayuno, que fue como a las 9 de la mañana, cuando me dio el primer mate, noté que su manito llevaba consigo el aroma de su intimidad. Ella no se lavaba la cara al levantarse. Por lo que, no era extraño que, luego de su pajita nocturna, se haya quedado dormida, exhausta y satisfecha, sin ganas de limpiarse nada; fiel a su conducta adolescente. Así que, mi nietita tenía olor a conchita en sus manos. Y lo corroboré mejor cuando, después del tercer mate, y aprovechándola media dormida le dije: ¡Isa, prestame un ratito tu mano!, y en cuanto la obtuve, la apoyé sobre mi cara. Se la olí, y no pude evitar chuparle los deditos. Ella sonrió, interrumpiendo su bostezo lánguido y pesado.

¡Bueno, hoy sí te bañás, chanchona! ¿Estamos? ¡Parece que ayer, la nena andaba con ganas!, le dije, más como un susurro que con animosidad de retarla, o imponerle algo. Ella, solo dijo que sí con su cabeza, y me acarició la cara con su mano virginal, para luego levantarse a ordenar un poco. Una vez que se hubiese bañado, saldríamos con mi auto a la verdulería, la pollería, y luego, iríamos a la heladería para cumplirle mi promesa. Por lo tanto, me dediqué a esperarla. No entendía qué me pasaba, pero deseaba ver cómo se bañaba, de qué forma se enjabonaba, y hasta de arrebatarle la toalla para secarla yo mismo. Quería mirarla desnuda y húmeda, oliendo a jabón y a champú. Yo sabía que su olor a nena virgen no desaparecería de su piel. Pensaba en el olor de su conchita impregnada en su manito de dedos gorditos, y no me daba malos presagios. No era el típico olor a concha, habitualmente fuerte, cercano al atún, o a humedades no resueltas de pis seco. Era fresco, dulce, intimidante y a la vez enternecedor. Oía que el agua caía de la ducha, y buscaba con la mirada alguna ropita de ella que hubiese quedado descuidada por ahí. Encontré una remerita amarilla, que conservaba perfectamente el olor de sus tetas. La olí, le pasé la lengua, me la froté en el pecho, y después en el glande desnudo de mi pija. Estaba hecho un desquiciado. Sabía que, si hubiese encontrado su calcita que olía a pis, o alguna de sus bombachitas, me iba en leche como para inundar todo el barrio que nos contenía.

Cuando al fin Isabella estuvo lista, salimos. Pasamos por la panadería y por una vinería, además de los otros mandados. Para el final me reservé el heladito. Pero ella no quería. De repente me dijo: ¡No abu! ¡Mejor, mañana me comprás uno! ¡Por ahí, si hay solcito, vamos a la placita, y vos también te comprás otro! ¡Es que, no me porté muy bien! ¡Tardé como dos días en bañarme, y eso no te gusta!, me dijo en el auto, como si estuviese triste. Le dije que no hable pavadas, que a mí no me molestaban esas cosas, y que no se había portado mal. Pero ella insistió, al punto que, se me tiró encima en el auto, cuando ya había estacionado en la heladería. Me agarró de una pierna y de un brazo, mientras derramaba su pelo castaño recién lavado sobre mi cara, y me decía: ¡No abu, en serio! ¡Quiero que, me huelas ahora, para saber si tengo olor rico! ¡No me puse perfume! ¡Solo me bañé!

Su olor era fatal, atrevido y, con notas de capricho. La contemplé bien, con su piel blanca como un cristal de mediodía, sus ojos como leños encendidos, y sus ganas de algo distinto. No sabía si en realidad me provocaba, o yo me sentía tremendamente atraído por su aroma. De repente, una prueba del destino me abrazó las emociones cuando, la vi sacándome la lengua, mientras yo le olfateaba el cuello. Le dije que no sea chancha, y ella entonces, se bajó un poco la parte del escote de la remera, diciéndome: ¡Fijate que, ahora tengo las tetas con olor a jaboncito!

De los nervios, apoyé la mano en la bocina del volante, porque la guacha no se había puesto corpiño, y tenía los pezoncitos parados como dos aceitunas comestibles. Aún así, posé mi nariz en ellas, y se las olí, con todo el riesgo del mundo de que cualquiera me golpease la ventanilla y me pudiera decir algo. Su olor era demasiado, tanto para mis sentidos como para la erección de mi pene. La que, tal vez por puro accidente, terminó siendo encontrada por una de las manitos de Isa. De inmediato se la saqué, le pegué en la mano, y luego se la mordí; más para lamerle los dedos que otra cosa. Ahí puse en marcha el auto, haciéndome el ofendido, mientras la reprendía con frases como: ¡No podés tocarme ahí nena! ¿Estamos? ¡Sos muy chiquita para andar manoteando cosas que no te corresponden! ¡Y, no podés salir sin corpiño! ¿Acaso saliste sin calzones también? ¡Ya lo hablamos! ¡En casa, podés andar en bolas si querés!

Ya en casa, todo se convirtió en una normalidad espesa, brumosa y cargada de nostalgia, o de un sentimiento parecido. Comimos unos bifes con ensalada, y luego, ella a su pieza, y yo a la mía. Me puse unos tanguitos para bajar la adrenalina que me golpeaba las costillas. Y en cuestión de minutos, palmé como si hubiese corrido una maratón. Soñé con Isa, con sus dedos en mi boca, con su manito palpándome el muñeco, y con el olor de sus tetitas. Cuando me desperté, lo obvio. Una erección que se robaba cada gota de la sangre que necesitaba para seguir vivo. Pero me levanté, a duras penas, y me fui al patio para matear, como casi todas las tardes. Isa barría el patio, con un vestidito suelto, y con nada cubriéndole las tetas. Tampoco nada le sostenía las nalguitas. Eso fue demasiado para mi corazón saludable, pero tan humano como mis ansias. Cuando se agachó, porque se tropezó con algo y la escoba se le resbaló de las manos, el vestido se le subió como si le acariciase la espalda de una forma provocadora, ¿Y entonces vi sus redondeces blanquitas, sin demasiada voluptuosidad, pero hermosas y bien paraditas!

¿Te traigo una bolsa para tirar todo ese hojerío?, le pregunté, tratando de evitar mirarle aún más. Ella no me hablaba. Todavía se hacía la ofendida por el reto que le pegué en el auto. Entonces, me levanté con decisión, me acerqué y le puse una mano en el hombro.

¡Abu, perdoname! ¡Soy una tonta! ¡Es que, no sé qué me pasó! ¡O, qué me pasa! ¡Por ahí, debe ser que las chicas tienen razón! ¡Necesito un novio! ¡Ayer soñaba que, bueno, que hacía esas cositas de grandes!, me confesó, mientras yo pensaba en las palabras para poner un alto al fuego entre nosotros, aunque no había sido para tanto. Pero de nuevo el olor de su piel, el contacto de su hombro desnudo en mi mano, y el pequeño roce de su colita contra mi pierna cuando quiso darse la vuelta para abrazarme, volvió a recordarme que tenía una pija dura entre las piernas. Esta vez, no dudé en apretarla contra mi pecho, ni en apoyarle mi paquete torturado en alguna de sus piernitas, o en el centro de las dos. ¡Y para colmo, ella las abría y cerraba, colgándose de mis hombros! Por lo tanto, esa vez tuve que explicarle, como me salió, lo que ardía en mis huesos rejuvenecidos.

¡Isa, por favor! ¡Escuchame bien! ¡Yo soy un hombre, y si nos abrazamos así, es peligroso! ¿Me entendés? ¡Acordate que, vos, sos mi nieta, es cierto! ¡Pero, sos una mujercita! ¡Tenés olor a mujer, y para colmo, andás así! ¡No quiero que te cubras, o te vistas por mí! ¡Pero, si te colgás así, y nos abrazamos de esta forma, puede haber problemas!, le dije al fin, sin saber si aquellas fueron exactamente las palabras que usé para dejarle en claro mi situación. A ella, mucho no le importó. O, al contrario. Le importó mucho más que a mí. En principio, se me separó lentamente. Y después, una vez que yo había vuelto a mi catrecito para tomarme otros mates, y luego que ella arrinconó hojas secas, ramitas y otras suciedades contra la parrilla, regresó para sentarse encima de mis piernas, y para robarme el mate que estaba por tomarme.

¡Dale abu, no seas ortiva! ¡Yo te cebo otros mates después!, dijo entonces, una vez que comenzó a sorber la bombilla, sin dejar de abrir y cerrar las piernitas. En un momento, casi que por la fortuna de los movimientos desordenados que había entre nosotros, la parte del vestido se le abrió un poco, y sus tetitas quedaron desnudas. Ella me devolvió el mate, y luego, agarrándose ambos pechos con una mano, me dijo: ¿Viste abu? ¡Son chiquitas! ¡Ni para eso sirvo! ¡Ni para tener lindas tetas!

Yo, estuve a punto de asesinarla a besos, o de cagarme a trompadas con el pensamiento y los impulsos nerviosos que gobernaban lo que me quedaba de razón. No le dije nada. Ella, tomó ese silencio como si todo estuviese bien. Así que, insistió: ¡Miralas abu! ¡Miralas bien! ¡Parezco una guachita! ¡Onda que, ni siquiera tengo cola, ni tetas, ni sé hacer cositas, ni nada de eso!

Yo, perdido por perdido, primero le saqué sus propias manitos de las tetas y se las besé, lamí, olí, y las apreté en las mías. En ese momento, mientras le entibiaba las manitos, olí sus tetas. Ella misma parecía, aunque no entendía mucho, saber qué era lo que buscaba. Empezó a mover su torso, haciendo que sus tetas colisionen aún con mayor determinación con mi rostro. Le di unos besitos, y le propiné un mordisquito a una de ellas. Ella chilló con gracia.

¿Te dolió bebé? ¡Perdón!, le dije, sonando como un viejo ladino.

¡No abu, no me dolió! ¡Pero igual no te perdono! ¡Dale, olelas otra vez! ¿Tengo rico olor por lo menos?, me apuró ella, subida al columpio de mis piernas inquietas. Ignoraba si ella sabía que su colita se frotaba contra mi erección.

¡Entonces, te muerdo la otra! ¡Y, sí que olés rico! ¡A jabón, y a tu piel!, le dije, asaltándole la otra teta para darle un mordisco más baboso. Ella volvió a chillar, y a temblar como la primera noche en que nos acercamos. Sin embargo, me la bajé de encima en cuanto murmuró un cálido: ¿Te gustan mis tetas abu? ¡A mí, me gustó que me digas bebé!

¡te estás pasando de viva Isa! ¡Esas cosas, no se le dicen al abuelo! ¡Te hacés la tonta vos, para pasarla bien! ¡Mejor, sentate por ahí, y dejá de hacerte la nenita, que no tenés ni un pelo de boluda!, le dije, intentando acallar a mis propios instintos, sabiendo que luego de ello sería demasiado tarde. Ella, me puso su carita de puchero habitual cuando la retaba, y se sentó en un banquito, a buena distancia de los leones de mi sangre, rezongándome algo como: ¡Te dije que soy una nena abu! ¡Que soy re tarada! ¡Me falta una mamadera, y ya soy una boluda grandota!, mientras yo trataba de silenciarla, chistándola como una lechuza herida en el amor propio.

En la noche, otra vez escuché unos gemiditos que provenían de su cuarto, una vez que los grillos desafinaban a los violines de la orquesta de Pugliese que sonaba en mi centro musical. Pero decidí calmarme un poco. ¡Me moría de ganas por verla frotándose otra vez, con el culo en pompa y la carita apretada en la almohada! Pero me hacía mal, a mí, y a los lazos que nos hacían partículas de la misma familia.

Pasaron dos días sin mayores accidentes, ni roces, ni visiones asesinas, ni comentarios con doble sentido, ni insinuaciones. Bueno, eso, sin tener en cuenta que uno de esos días, Isa cocinó un guisito de lentejas, solo en corpiño y bombacha. Pero, esa vez yo había optado por quedarme en el galponcito, reparando una vieja máquina de soldar que quería venderle a un vecino.

Pero luego sucedió lo esperable. ¿Lo inevitable? ¿Lo condenable por la sociedad? En fin… sucedió, y no fue solo una vez. Aunque, para todas las veces que siguieron, tuvo que haber existido una primera. Fue el miércoles, otra mañana en la que salimos de mandados por la ciudad. Ella me acompañó, porque necesitaba comprarse cosas para hacer una torta con crema, frutillas y chocolate. Ya en el auto, me dijo de la nada, sin saber que el impacto de sus palabras podría hacerme perder el control: ¡Che, abu! ¡Hace rato que no me olés las tetas, para saber si me baño! ¿Y, solo ahí te das cuenta si me baño? ¡Porque, nunca me oliste, las axilas, o los pies, las medias, o la bombacha, por ejemplo!

¿Qué decís Isa? ¡Estás re chiflada hijita! ¡Vos, ya sos grandecita como para saber si te bañás o no! ¡No tengo que vigilarte yo!, le dije, medio que como para salir del paso. Y entonces, su mano rozó mi pierna, y el olor de su cuerpo volvió a invadir mis sentidos. Recordé que en la noche la vi culito para arriba, en su camita, en su cama, con una vedetina color piel que se le perdía entre los glúteos. Esa noche no pude controlarme, y fui a mirotear el origen de aquellos gemiditos persistentes. La escuché babearse, rozarse la piel con ganas, darles besos a sus propias manos, o brazos, y gemir, gemir y gemir.

¡Escuchame Isa! ¡Entiendo que, a lo mejor, andás media calentita! ¡Es normal a tu edad! ¡Sos adolescente, y no deberías estar con un viejo como yo! ¡Quiero decir, compartir tus inicios de vacaciones conmigo, que ya soy grande, gruñón y aburrido!, le dije, tal vez intentando liberarme de culpas que ni yo mismo asimilaba del todo. Ella, por toda respuesta estiró una de sus manos, y me tocó la verga. Volví a sacarle la mano, se la mordí, y se la oculté entre sus piernas, sabiendo que, sin querer le había rozado la vulva.

¡Basta nena, no seas chancha! ¡Sabés muy bien que eso no se toca!, le dije, manejando con todo el sigilo que encontraba en mi consciencia al límite.

¡Bueno, pero vos me tocaste la vagina abu! ¿Te diste cuenta? ¡Eso tampoco se toca!, me dijo, sacándome la lengua, sonriendo con una luminosidad en el rostro que le sumaba y agregaba años a la misma vez, como en un sube y bajas.

¡Pero fue sin querer! ¡Vos, lo hiciste a propósito!, le respondí, sintiendo que con una de sus manos me rozaba la pierna. Más precisamente con sus uñas. Y, cuando al fin estacionamos en una playa subterránea, debajo de un supermercado, creo que no lo soporté más. A modo de juego le pedí que se saque sus crocs azules, y las medias.

¡Dale nena, así te huelo las medias, y me fijo si tenés los piecitos sucios! ¿No querías eso?, le dije, creyendo que no lo haría por nada del mundo, si pudiera llevarlo a efectos prácticos. Pero, por toda respuesta, ella se subió la camiseta que traía, casi que, escondiendo todo su cuello en ella, y se me abalanzó para ponerme las tetas desnudas en la cara.

¡Olelas abu, mejor oleme las tetas, que te gusta como huelen!, me dijo. Yo, yo pude soportarla, ni condicionarla, ni detener a los huracanes aterradores que rondaban por mi mente. Le chupé una teta, luego la otra, y le estiré los pezoncitos con los labios. Empecé a bajar por su pancita suave, tibia y chiquita, a pesar de las dietas absurdas a las que la someten sus padres, y ella comenzó a abrir las piernas, involuntariamente, como sabiendo cuáles eran las verdaderas artes de la procreación. Le besuqueaba la pancita, subía a sus tetas para darle algún mordisquito, le chupaba un pezón, y regresaba a su panza para rodearle el ombliguito con la lengua, o para impregnarme con su olor a mujercita en celo. Olía a eso, su piel sabía a calentura, a un fuego incontrolable, a una prohibida expresión de lo prohibido, como bajo siete llaves indiscretas. Su temperatura aumentaba en consonancia con sus gemiditos y suspiros. La boca se le llenaba de gotitas de saliva, y los ojitos se le cerraban solos. Especialmente cuando comencé a rozarle la vulvita sobre la tela de su jean, que se humedecía y calentaba al mismo tiempo.

¿Me saco las crocs abu? ¿O me bajo el pantalón? ¿Querés olerme la bombacha?, dijo ella, con una voz que se parecía más a la de un animalito silvestre que a la de una chica, o la de mi nieta. Ese tono sexual, aguerrido, sugerente, casi como de cacería me llevó a querer indagar más de ese cuerpo, de esos olores revueltos, de esas hormonas desobedientes. Yo mismo desabotoné su jean, y ella misma separó la colita del asiento para que yo se lo deslice por las piernas, hasta dejarlo sobre sus rodillas. Ahí, ya no me pude contener. Descubrí que tenía la vedetina color piel que le había visto en la noche, y el corazón improvisó un malambo en el poco espacio que le quedaba en mi pecho, entre la desesperación y el aire que me oxigenaba con toxicidad y peligro. Las piernitas se le separaron en cuanto las yemas de mis dedos le rozaron una de ellas. Toqué el botón que reclina la butaca hacia atrás, y en cuanto quedó acomodadita como una estampilla inmortal, me agaché para besarle una pierna, luego la pancita para que vuelva a gemir producto de las cosquillitas de mis labios, y recién entonces para tocar la tela ardiente de esa bombachita con mi nariz. Ahí, creo que le dije alguna grosería. Recuerdo su risita nerviosa buscando que me retracte, o algo parecido. Pero, mis oídos no querían más que volver a escucharla gemir. Y, mis labios se abrieron para atrapar un trocito de esa vedetina, para que su aroma se esparza aún más por mis pulmones, envenenándome de sutilezas, mariposas vírgenes y varias inocencias no del todo resueltas. Tenía olorcito a jabón, a pipí, a seducción, y a virginidad. Podía deducirlo con franqueza, porque conocía el olor de las nenas vírgenes, y eso me erotizaba como nada.

¿Tengo olor a pichí abu? ¡A caca no creo, porque, después que me bañé ayer, no hice!, dijo la muy salvaje, mientras mi locura se debatía entre el abismo de morderle la conchita, o tirármele encima para penetrarla y hacerla mujercita de una vez. No le respondí. Pero le toqué la vulva con la lengua, y ella se estremeció. Notaba que sus manitos buscaban algo, como un consuelo, o alguna retribución para mí. Pero yo no la necesitaba. Tener el sabor de su humedad en mi lengua, era todo lo que podía pedir, o imaginar. Y más cuando le separé los labios vaginales con mis dedos, y le corrí la bombachita. Ahí su olor fue un tsunami de secretos mal guardados, una oleada de perversiones ajenas, y un volcán en erupción esperando la atención de mi boca. Así que, después de decirle: ¡Sí, tenés olor a pichí, pero al abu no le importa, mi bebé!, introduje mi lengua en ese orificio chiquito, rosado, casi sin vellos, empapado de clamores y urgencias; y el chapoteo de sus jugos la hizo temblar, gemir, presionar las piernas y frotar la colita en el asiento. Encontré su pequeño clítoris de inmediato, y supe que había llegado, a pesar de lo pequeño, porque cuando mi lengua temeraria lo rozó, ella gimió con mayores bríos, clavando alguna de sus uñas en mi cabeza, diciendo con desfachatez algo que sonó como: ¡Así Abuuuu, chupame toda, que te encanta olerme las tetas, y la bombachita!

¡Síii, me encanta olerte hijita! ¡Amo el olor de las nenas vírgenes! ¡A vos todavía no te la pusieron bebé! ¿No cierto? ¡Además, ayer te vi, meta fregonearte en la camita, y con esta misma bombacha! ¡Asquerosa! ¡Te dije que andás caliente nena! ¿O no? ¿Te gusta cómo te como la conchita mi bebé?, le decía, sin saber si mi auto era el infierno, o si afuera reinaban miles de diablos dispuestos a despedazarnos, en cuanto salgamos del estacionamiento. Y casi de la nada, Isa comenzó a empaparse toda, a llover desde adentro una fuerte carga emocional que parecía lava, o petróleo ardiente, o el fuego de una hoguera siniestra. Mi boca bebía y tragaba, probaba y sorbía de sus jugos, sin importarme que además de haberse acabado como una campeona, también se hubiese hecho un poco de pis. ¿Qué más daba? ¡Eran los jugos de una nena virgen! ¡Y el pipí de una nena virgen! ¡Olía y sabía maravillosamente exquisito, y se llenaba de un morbo que solo nosotros podíamos entender! La bombacha se le mojó un poco más de lo que estaba, y los vidrios se empañaban casi tanto como las libertades que nos aguardaban afuera en la ciudad. Ella seguía temblando, con los ojos cerrados, y las manitos sobre sus tetitas, presionándoselas con ganas. La vi en cuanto levanté la cabeza, solo por saber si alguien más había entrado al estacionamiento. Hacer acabar a esa mocosa, no me tuvo que haber llevado más de 3 minutos. Pero, para mí fue la eternidad en un puño, la mejor de las inmensidades en los recovecos de mi nariz, mi lengua, y mis labios. Cuando al fin volvimos en sí, ella se arregló la ropa, y volvió a manotearme el pito.

¡Pará un cacho nena! ¡Estamos en un lugar público!, le dije sonriéndole, porque ambos sabíamos que solo había una camioneta estacionada a metros de nosotros.

¡Abu, dale! ¡Mirá cómo lo tenés! ¡Yo tengo la culpa! ¡Encima, me re hice pis en tu auto! ¡Bueno, aunque, vos me hiciste poner como loca! ¿Posta me viste ayer? ¡Perdón abu! ¡No quería que me vieras! ¡Es que, estaba un poco alzada, como nos decimos siempre con la Meli! ¿Te acordás de ella?, me decía, intentando hilar un concepto, una idea, a medida que se disculpaba, jugando un juego más que peligroso, y sin sacar la mano de mi bulto. Meli es la mejor amiga de Isa, y por supuesto que la recordaba. Es una gordita con carita de atorranta, y acciones de tales características. Isa me había contado que Meli había tenido sexo con varios chicos a su edad.

¡Pero esa nena, no es virgen como mi chiquitita!, le dije, mordiéndome los labios para no volver a bajarle la bombachita y regalarme otra dosis de su vagina endiablada. Entonces, a pesar de todo lo que nos reclamaba en el cuerpo, decidí salir del auto para entrar al mercado. Isa prefirió quedarse. De modo que, cuando volví con lo que necesitábamos, arranqué el auto, y salimos de aquella oscuridad para adentrarnos en el quilombo de la ciudad. A ella no le molestó que ponga unos tanguitos de Troilo, y que desafine junto a la voz de Goyeneche. Me miraba como si fuese verdaderamente atractivo, y yo la olía, ya sin disimularlo. Ella, en un momento se metió la mano adentro del pantalón, y me la deslizó suavemente por la cara, mientras estábamos en un semáforo. Luego, estiró su mano para esta vez darle unas sobaditas a mi pija hinchadísima. ¡No entendía cómo me las había arreglado para caminar en el mercado con la verga en semejante estado! También, en un instante de distracción de mi parte, vi que isa se había bajado el pantalón hasta las rodillas. Cuando le vi la bombacha, sentí que mi verga descargó un buen chorro de jugos seminales en mi slip. Entonces, no seguí en dirección a la carnicería que nos esperaba. Más bien opté por meternos en un descampado repleto de autos viejos, basura y muebles inservibles.

¿Qué onda abu? ¿Esta es la nueva casa de la Georgi?, Dijo Isa, entre divertida y burlesca, haciendo referencia a las pobres condiciones en las que vivía su prima. Le pedí que no sea tan mala, y acto seguido, detuve el auto, justo en medio de una pequeña barranca de cacharros.

¡Dale chancha! ¡Ahí la tenés, tanto que me la manoseaste! ¿Cómo era eso que decías de la mamadera? ¡Tomá, ahora vas a ser una boludita, como decías, pero comuna mamadera en la mano!, le dije, una vez que me desabroché el cinturón y el pantalón de vestir. No me había animado a extraer mi pija de mi slip por temor a espantarla, o vaya a saber qué. Ella, luego de mirarme con los labios apretados, metió la mano adentro de mi calzoncillo, me tocó la pija, y se le escapó un suspirito que me enloqueció.

¡Abu, pero la mamadera, se usa en la boca!, dijo, agachándose como una verdadera experta, aunque olía a pis, a jabón de nena, y a chupetines en el pelo. Me mordió el pito sobre el slip, me olió, volvió a morderme, y vaya Dios a entender cómo es que logró pasar la lengua por las costuras de mi ropa interior para rozarme el tronco.

¡Quiero toda la lechita abu! ¡La tenés re caliente y dura!, me dijo, con su cara pegada a mi bulto.

¡Callate mocosa, o te vas a arrepentir!, le murmuré, entre jadeos y alucinaciones.

¡Dame la mamadera abu, toda en la boquita! ¡Como te gusta mirarme las tetas, y olerlas! ¡Vos sos el chancho!, la siguió, sin atreverse aún a posar sus labios en mi glande.

¡O te callás, o te bajo del auto!, le dije, sin siquiera comprender el sentido de mis acciones.

¿Y me vas a dejar acá, hecha pis, y con hambre? ¡Primero, dame la leche abu!, repiqueteó ella, mientras el bandoneón de Pichuco se abría como un amanecer, y algunos hilos de saliva empezaban a mojarme la verga. Así que, colaboré con su indecisión, y la liberé para ella, que de inmediato se la fregó toda en la cara, luego le dio unos cuantos besos en el glande, le pasó la lengüita como si fuese un helado cremoso, y al fin se la introdujo en la boca, en esa boquita obscena, caliente, llena de burbujitas, gemiditos, exclamaciones de nenita con hambre, y ruiditos extraños. Una de mis manos ya garabateaba corazoncitos violentos entre sus piernas, sobre la tela mojada de su vedetina, y la otra, le presionaba la cabeza para que sin reprimirse nada, se la empiece a tragar despacito, de a poco, con calma, pero con mayores pasiones y gargarismos. Cuando me tosió y estornudó bien pegadito a la pija y los huevos, creí que podría hacerle mellizos a través de su garganta. Pero fue peor cuando me dijo, en medio de sus chupaditas y sorbetones: ¡Meteme los dedos abu! ¿O te da asquito que me haya meado toda? ¡Vos hiciste que me meara así! ¡Me encanta tu mamadera! ¡La tenés calentita, y re dura!

Fue casi instantáneo. Tuve que apretar los dientes para no aullar de calentura y precipitaciones desmesuradas. Aunque igual jadeé, gemí, le apreté las piernas, le pellizqué la vagina, le tironeé la ropa, y creo que hasta le di una cachetada mientras mi semen abandonaba toda prudencia para fecundarle la boquita, los dientes, y esa lengüita guerrera, no tan sabia, pero fresca, inocente, y tan virgen como los aromas que despedía su piel. Ni sé cómo fue que volvimos a hablarnos, ni cuál fue el tema que nos conectó con la realidad. Solo sé que, ahora su olor a conchita y a pis ronroneaban en mis dedos al volante, una vez que arranqué para reanudar nuestro paseo de compras; y que ella tenía los labios hinchados, la carita sucia con el estallido de semen, y los ojitos brillantes. Estaba sudada, sonriente, distinta. Aunque seguía oliendo a nena, a sexo con ganas, y a recuerdos de infancia resurgiendo de un cuerpo en llamas.

Al rato, cuando volví de la carnicería, subí las bolsas al asiento trasero del auto, y luego me acomodé para manejar hasta mi casa. Ella boludeaba con su teléfono. La escuché mandar un audio a una amiga, sin evidenciarle nada extraño. Al menos, no había ningún misterio en su voz. Pero, en cuanto el auto comenzó a rodar por las calles, su manito volvió a rozar mi pene.

¿Te quedaste con hambre Isa? ¡Ya te dije que, eso no se toca!, le susurré al oído, amasándole las tetitas, mientras ella me sobaba el pito, diciéndome algo como: ¡Sí abu, las nenas siempre necesitamos leche!

Sin embargo, hubo que esperar hasta el otro día para que nuestras andanzas nos sofoquen desde el fuego más urgente hasta los pensamientos más absurdos. Fue de nuevo, en el auto. Esa mañana, yo no pensaba llevarla conmigo. Necesitaba pasar por la ferretería para comprar unos toma corriente que había que cambiar en el baño. A eso de las 8, saqué el auto del garaje, y justo cuando yo estaba por cerrar el portón, Isa apareció en con la misma remera, otra vedetina color piel, aunque con el dibujito de un gato en la parte de la cola, con el pelo suelto, en medias y los ojos sonrientes.

¿No me vas a llevar con vos abu? ¡Si querés, me llevo una mantita, así no me pongo pantalón, y nadie se da cuenta que voy a tu lado, en bombacha!, me dijo, pasándose distraídamente un dedo por los labios, abriendo las piernitas, inundando todo el garaje con su olor a sexo.

¡Vamos!, le dije, luego de ver que manoteaba una mantita azul que yacía doblada en un estante. Ni siquiera supe cómo se le había ocurrido aquello. Pero mi pene se convertía en un cilindro de venas calientes, próximas a cometer el peor de los pecados del mundo. Esa noche también la había escuchado gemir, nalguearse, besuquearse los brazos, y esta vez, decir cosas como: ¡Qué rica lecheeeee, asíii, quiero más lecheee, sacate toda la leche pendejaaaa!

En definitiva, salimos a la neblina de un miércoles tibio, espeso y con malas noticias en la tele y los diarios. Aumentos, crisis, una masacre en un barrio privado, y el descenso de un equipo de fútbol manejado por un representante fraudulento. Mientras tanto, mi mano derecha le estiraba la bombachita a mi nieta, y su izquierda se metía con descaro por adentro de mi pantalón, para hacerme cosquillitas, sobaditas y apretones en el glande. Yo le decía cosas como: ¡Así chancha, seguí, apretá, agarrame bien esa mamadera, así te puedo dar un rico desayuno! Y ella, entre suspiritos y movimientos involuntarios, dejaba que el aroma de su sexo traspase la mantita, diciéndome cosas como: ¡Sí abu, quiero leche, quiero que me la metas ahí, y que le des leche a mi conchita! ¡No aguanto más! ¡Necesito un pito ahí adentro!

Aquello había sido el combustible para el motor de la perversión que se gestaba en mi cuerpo, desde que Isa arribó a mi casa. Esas palabritas, más el olor de su aliento húmedo, el contorno de sus pezoncitos erectos bajo su remera, el tacto de mis dedos abriéndole los labios de la concha, y su mano todavía mojándose con mis jugos, me llevaron a regresar al basural más maravilloso de nuestra ciudad. No tenía intenciones, ni un plan, ni una idea. Solo sé que, en cuanto llegamos, mientras el gorjeo de don Alberto Morán desentrañaba la angustia de un amor pasado y adolescente en los parlantes del auto, yo empujaba mi butaca todo lo que se pudiera hacia atrás, para sentar a mi nieta sobre mis piernas. Empezamos a besarnos, a apretujarnos, manosearnos y frotarnos. Especialmente ella, que ponía sus pies sobre el volante para friccionar su culito contra mi pija.

¡Bajate el pantalón abu!, me había susurrado al oído, en el momento en que una de sus tetas me llenaba la boca, y mis manos le amasaban las nalguitas como pedacitos de plastilina. Yo, le hice caso, y la humedad de mi bombacha se inscribió en mis piernas, y en la punta de mi glande.

¿Querés verga bebé?, le dije, con la voz tomada por el deseo, jadeando de felicidad, mientras ella abría las piernas para que yo le dé pijazos en la conchita, aún sin bajarle la bombacha.

¡Séeeee, dame verga abuuuuu! ¡Dale, haceme tu puta! ¡Cogeme toda con esa verga, porfiiiii, dame pijaaaaa!, me dijo, al borde de empezar a gritarme, revoleando la manta al asiento trasero, bajándose la bombacha con premura, hablándome ahora con la voz salvaje, como si hubiese pasado a tener treinta años. Así que, casi sin pensar en nada, solo dedicándome a sentir y disfrutar, acomodé mi cabecita en la entrada de su sexo mojadísimo, y se la clavé, de un empujón seco, sordo, violento y cargado de gemidos. Ella gritó, y hasta se mordió la lengua. Pero no quería detenerse. Casi no se le entendía una palabra, desde que su cuerpito comenzó a saltar sobre el mío, su concha se abría al fragor de mi verga hinchada, y varios hilos de jugos comenzaban a pegotearnos la piel, el oxígeno y las pupilas. Yo la agarraba bien fuerte de las nalgas, le mordisqueaba las tetas, le chupaba cada trocito de piel que encontraba, y hacía que su cabeza golpee una y otra vez el techo del auto, gracias a la adrenalina con la que la penetraba, la abría y la perforaba. Sus grititos fueron aumentando gravedad y agudos, su saliva se le rebalsaba de la boca, y sus piernitas no cesaban de moverse, temblar y articularse para sentir cada partícula de mi verga. Y, de pronto la vi con su bombachita en la mano. Se la quité y empecé a olerla con salvajismo, con una primitiva forma de reconocer el olor de una hembra, mientras mi leche empezaba a hervir en mis testículos, subiendo poco a poco hasta el altar de las emociones. Y de repente, un último golpe de su cabecita en el techo, un último grito prolongado, algo que salió de su garganta como: ¡Asíiiii, cogemeeeeee, metelaaaaaaa!, rompió la musicalidad que mis oídos adivinaban en cada uno de sus alaridos, y entonces, mi semen urgente salió de mí, como si lo hubiese disparado, como si una ira irrefrenable amenazara con asesinar a mi nieta de placer, y regalarle miles de bebés. En ese momento me la imaginé amamantando, cambiando pañales, gordita, con las tetas hinchadas, y rodeada de boquitas urgentes por alimentarse de su sabia natural. Imaginé que tenía mi semen en sus pechitos, que también almacenaba mi esperma en su sexo, en su ropa interior, y me sentí el hombre más afortunado del mundo, el más sucio y perverso, pero también el más fértil, feliz y repleto de emociones. ¡Al fin volvía a tener un orgasmo auténtico, bestial, y con tanto semen que, aún cuando Isa y su conchita habían abandonado el rescoldo de mi glande, Este seguía fluyendo! Por eso tuve que pedirle que, me la chupe un ratito, con suavidad, con lentitud. Quería que se tome todo el tiempo del universo. Quería su boquita para siempre en mi pija, y sus tetas para siempre en mi nariz. Casi tanto como el olor de su bombacha, la humedad de su vulva urgida de pasiones y polvazos. Quería que siempre sea mi hembrita salvaje.

¡Abu, al fin… gracias, porque ahora, por fin dejé de ser virgen! ¡Me desvirgaste, como lo esperaba hacía mucho! ¡Ahora no soy una boluda grandota! ¡Aunque, me encanta tu mamadera abu!, dijo de repente, una vez que volvía a ponerse la bombacha, y que algunos tonos rojizos en sus piernas me daban la clara señal que, lo que decía era cierto. Había sangre en su ropa, en la mía, en mi glande, y en el asiento. Entonces, recuerdo que la abracé, en cuanto caí en la realidad. A ella se le humedecieron los ojos, y a mí el corazón. No entendía cómo íbamos a seguir adelante. Pero, ella lo hizo sencillo.

¡Abu! ¡No hace falta que ahora me veas rara! ¡Posta que, yo, o sea, a mí no me jode que tengamos este secreto! ¡Yo quería! ¡Yo te quería calentar! ¡Siempre me gustaron los hombres más grandes! ¡Así que, no hables nada con mis viejos! ¡Yo ni en pedo voy a decir algo! ¡Pero, me encanta esto de, de, hacer chanchadas en el auto! ¡Es más divertido que en la cama! ¿No?, empezó a decirme en cuanto nuestro abrazo se aflojó, y yo me disponía a manejar para ir, a, a la ferretería. Ni siquiera pude prometerle nada. Mis ojos lo hacían por mí. Le sonreí, y le pedí que se tape con la mantita, para que nadie la vea a mi lado, en bombacha, y con olor a sexo.      

Fin

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Comentarios

  1. La Gatita Bostera19/11/25

    Ayyy por favooor! Yo también quiero la mema de un abuuuu

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