"Otros ratones": Cuerpo y tinta (segunda parte)

 


Escrito por Sammy 

Capítulo 15 – Historias cruzadas

Eran casi las doce y media cuando Melina se tiró en la cama, aún con el jogging puesto, y el pelo atado a medias. Tenía los dedos helados, el alma caliente, y el corazón... el corazón más rápido que los mensajes de WhatsApp.

Abrió Instagram. En la historia anterior alguien había subido un meme de gatos en el bowling. Otro había etiquetado al lugar. Todos en modo chiste.

Pero ella no. Ella fue a la cámara. Apuntó al ticket doblado que había guardado en el bolsillo de la mochila, lo dejó sobre la mesa de luz. Le puso un filtro cálido, de esos que parecen nostalgia.
Escribió:

"No ganamos… pero casi. A veces el premio no es lo que creés."

Sin etiquetas. Sin arrobar a nadie. Pero con toda la intención cargada en esa última frase.

La subió. Y dejó el celular boca abajo, como si eso detuviera el mundo un poco.


Federico vio la historia cinco minutos después. Estaba en su cama, sin poder dormir.
Con los dedos todavía con olor a esas papas aceitosas del lugar, y el pecho expandido como si algo estuviera a punto de explotar.

Le temblaba el dedo cuando fue a “ver otra vez” la historia de Melina. Y sonrió. No una sonrisa grande, sino de esas que se clavan en las comisuras como un secreto.

Buscó en la galería. Ahí estaba: la foto que se había sacado de joda, con los zapatos del bowling puestos. Los número 39. Negros con vivos rojos, horribles, y sin embargo... ahora casi poéticos.

Subió la historia.

Foto de los zapatos. Texto: "A la medida de mis pies."

Lo posteó y dejó el celular en la mesa. Cinco segundos después, lo volvió a agarrar.
Melina ya lo había visto.

Y ahí, sin que nadie más lo supiera, la noche se volvió otra vez un juego de dos.

📱 TOMÁS FEDERICO

00:38
Tomás:
che boludo... qué onda con Melina?

Federico:
jajaja qué onda qué?

Tomás:
onda que nunca le tirás onda a nadie y con ella sos un poco menos zombie.

Federico:
no sé de qué hablás
😅

Tomás:
mirá que si esto termina en drama y vos llorando en japonés, no pienso traducir nada.

Federico:
sos un tarado
😂


📱 CAMILA MELINA

00:39
Camila:
vi tu historia...

Melina:
¿Y?

Camila:
sólo digo... que para no ganar, estás muy sonriente.

Melina:
Una es feliz con poco, Camu. Poco pero justo.

Camila:
mmm...

Melina:
no empieces
😏


📱 MELINA FEDERICO

00:41
Melina:
así que el número 39 está hecho a la medida de tus pies?

Federico:
😳
pensé que no ibas a notarlo.

Melina:
nada se me escapa. y menos lo que me calza perfecto.

Federico:
eso incluye zapatos o...

Melina:
vos completalo. yo ya sé la respuesta.

Federico:
te gusta jugar, ¿no?

Melina:
me gusta cuando el otro se anima a jugar también.

Federico:
¿y si pierdo?

Melina:
te enseño. pero vas a tener que prestarme mucha atención.

Federico:

entonces mirame bien cuando no diga nada. ahí es cuando más hablo.

Capítulo 16 – Signos de Presencia

Pasaron tres días sin verse.

Tres días donde la rutina volvió con su ropa gris, y el instituto cerró sus puertas por una capacitación docente que ninguno de los dos leyó entera.

Melina miró tres veces el horario de cursada, aunque lo sabía de memoria. Federico escribió dos veces el mensaje que no se animó a mandar. Y lo borró. Con cierto orgullo estúpido.

Ninguno dijo nada. Pero ambos miraron todo.

Historias vistas al minuto. Likes dejados con precisión quirúrgica: una foto de un libro, una canción con letra en clave, un paisaje de subte sin descripción.

Melina subió una imagen en blanco y negro de un banco vacío con la frase: "Los que esperan sentados saben que el fuego se enciende igual." Federico le puso un corazón.
Ella no respondió.

Él compartió una foto de un cuaderno abierto con una frase suya, escondida entre citas de autores conocidos. Ella reaccionó con una carita pensante. Federico dejó el celular boca abajo.

Eran signos. Símbolos. Una conversación sin palabras, sostenida a fuerza de orgullo, deseo y miedo.

Los dos sabían que iban a volver a verse. Solo que esta vez, la espera era parte del juego.

Capítulo 17 – Cámaras encendidas

El lunes llegó con un correo escueto del instituto: "Clases virtuales hasta nuevo aviso. Motivo: problemas edilicios."

Tomás lo reenvió con el asunto cambiado: "¡La rata se comió los cables!"
Federico lo leyó mientras se hacía un café instantáneo. Sonrió solo.

La clase por Meet empezó puntual. El profesor hablaba como si leyera desde el fondo de una caverna.
La mayoría tenía las cámaras apagadas. Algunos ni siquiera respondían al llamado de lista.

—Chicos, por favor, necesito que prendan las cámaras —insistió el profesor con tono de padre frustrado.

Unos segundos de silencio. Y luego, como si se hubieran puesto de acuerdo en un impulso idéntico, Melina y Federico encendieron sus cámaras al mismo tiempo.

Melina estaba recostada sobre el respaldo de una silla, con auriculares grandes y el pelo mojado cayéndole por un costado. Llevaba una remera sin mangas y el cuello ancho, casi caído. Estaba seria.
Hasta que lo vio.

Federico, en una habitación apagada salvo por la luz azulada de la pantalla. Tenía una taza en la mano y la cara recién lavada, todavía con marcas de almohada. Y esa media sonrisa entre nerviosa y encantada que se le escapaba cuando la veía.

Se quedaron así, mirándose a través de la pantalla como si estuvieran solos.

Tomás, que apareció en el chat grupal, escribió: "No voy a prender la cámara, estoy en bolas. Literal."
Y enseguida agregó: "Fede, dejá de babear el monitor, que se empaña la clase."

Camila activó su cámara un poco más tarde. Tenía una máscara facial puesta y una vincha de orejas de gato. —Hola, humanos —dijo sin pestañear—. Vine a subir el nivel de esta reunión.

El profesor ni se inmutó. Estaba explicando una consigna larguísima sobre estilo narrativo en primera persona.

Pero Melina y Federico apenas lo escuchaban. Estaban ahí. Viéndose.
Jugando a no decir nada mientras todo lo decía el brillo en los ojos.

Ella le mandó un mensaje privado por WhatsApp: “Tenés cara de haber soñado algo que no querés contar.” Federico tecleó lento: “Y vos de haber estado en ese sueño.” “¿Estaba vestida?” “No del todo.” “Buen comienzo.”

Se quedaron un rato así. En silencio. Con la cámara prendida. Sabiendo que a veces, lo más íntimo ocurre cuando todo parece normal.

Capítulo 18 – Intermedio

La clase por Meet siguió su curso con más ruido que sentido.

Melina apoyó la mejilla sobre su mano. Federico tomó un sorbo de café ya frío. Las cámaras seguían encendidas, pero ellos ya no estaban ahí del todo. Ni en la clase, ni en la conversación, ni en el ahora.

La charla de WhatsApp se diluyó en puntos suspensivos. Frases sin terminar. Y la clase terminó igual que empezó: con una notificación breve del profesor y varios clics desganados cerrando la sesión.

Silencio.
Días de silencio.

No era ausencia total. Era una especie de presencia muda: ver la historia del otro en redes, poner un like sin pensar, revisar el perfil como quien se asoma por la ventana para ver si la luz está encendida.

Ninguno escribía. Ninguno llamaba.

Y sin embargo, se extrañaban como si se lo hubieran prometido.

Capítulo 19 – Reencuentro

El aire del instituto olía a desinfectante y a cosas nuevas. Habían arreglado los problemas técnicos. El edificio reabrió con carteles de advertencia y una resaca arquitectónica visible: cables colgando, luces parpadeantes.

Federico llegó primero. Melina entró después, y sus miradas chocaron como si no se hubieran visto en años. No dijeron nada.

Tomás apareció con su mochila colgando de un solo hombro y cara de haber dormido cinco minutos en un colectivo lleno. Camila venía atrás, como siempre, entusiasta.

—Chicos —dijo ella con voz de anuncio de TV—, el viernes se hace juntada en casa. Cine, pochoclo, chocolates, gaseosas, papas, lo que quieran. Pero todos tienen que ir.

Melina levantó una ceja, sorprendida. —¿Vos invitando a humanos a tu cueva? ¿Estás bien?

Camila hizo una reverencia teatral. —Cambio de estrategia social. Y tengo sofá nuevo.

Tomás se cruzó de brazos. —Paso. El sofá me da alergia. Y no veo películas con más de tres personas.

Federico, sin decir nada, le clavó una mirada súplica. Una mezcla entre “por favor” y “te debo una gigante”.

Tomás lo miró. Se mordió el labio inferior. Y resopló como si estuviera firmando un contrato con el diablo.

—Bueno. Pero si la peli es romántica, me duermo con los ojos abiertos.

Camila aplaudió. —¡Eso es un sí!

Melina sonrió para sí misma. Federico bajó la vista, pero no podía ocultar la pequeña victoria.
Entre tanto silencio, una película compartida sonaba a reencuentro con subtítulos ocultos.

Capítulo 20 – Entre galaxias y pochoclos

La casa de Camila olía a canela y muebles nuevos.

Uno a uno fueron llegando, como piezas de un rompecabezas que todavía no mostraba la imagen completa.

Tomás fue el primero. Auriculares colgando del cuello, campera oversize, y una bolsa de gomitas ácidas que le robó a su hermano menor. Saludó con un “y... ¿ya llegó alguien interesante?” y se tiró en el sillón sin soltar su aura de shonen inadaptado.

Melina fue la siguiente. Campera de jean, delineador sutil, un top negro que asomaba justo por debajo del cuello. Llevaba una botella de gaseosa y un tupper con papas especiadas que había hecho ella misma, aunque juraría que las había comprado en un deli hipster. Su jogging se quedó en casa. Esta vez, eligió un pantalón de tiro alto que la abrazaba justo donde debía.

Camila le sonrió como quien detecta un plan sin necesidad de verlo escrito.
—Estás hecha un fuego controlado. Melina encogió los hombros con falsa inocencia.
—Hace calor, ¿no?

Federico llegó último. Tarde, como si hubiese ensayado la entrada. Jean recto, zapatillas limpias, y una remera nueva con letras japonesas. “Ramen oishii”. Melina lo miró de arriba abajo con la boca apenas torcida. —¿Y eso qué dice? —“Ramen delicioso” —dijo él, riendo, como si supiera exactamente lo absurdo y encantador que era.

Tomás alzó la ceja desde el sillón. —Y después soy yo el raro.

Eligieron ver "Interestelar". La versión extendida. Porque si van a sufrir con emociones contenidas, que sea con agujeros negros y dilemas existenciales.

Las luces se apagaron. El sonido llenó la sala.

Camila se acurrucó con una manta, Tomás robaba pochoclos con una precisión suiza y se quejaba del dramatismo de la peli cada quince minutos.

Melina y Federico compartían un extremo del sofá. No estaban pegados, pero bastaba un leve giro de cabeza para que sus miradas chocaran. Cada vez que en la pantalla alguien hablaba del paso del tiempo, algo se removía entre ellos. El silencio ya no era cómodo. Era una vibración sostenida.
Un “ya basta” mudo que latía en cada escena.

Melina cruzó los brazos sobre su pecho, pero una de sus piernas tocó la de él.
Federico no se movió.

Pasó un minuto. Dos.

Entonces, él hizo algo mínimo: apoyó su mano en la manta que los separaba, justo al borde del límite.
Melina bajó su brazo, y sus dedos lo rozaron.

No se dijeron nada. Pero estaban gritándose por dentro.

Al final de la película, cuando se encendieron las luces, todos parecían haber envejecido un poco.
Por dentro.

Camila bostezó con teatralidad. —Bueno... ¿hacemos otra ronda o alguien se va a transformar en calabaza?

Tomás se levantó. —Yo ya soy un vegetal. Y se fue sin drama.

Camila se quedó ordenando los vasos. Melina y Federico se ofrecieron a ayudar.
Pero en cuanto ella giró rumbo a la cocina, Melina lo miró con una decisión que venía gestándose desde la noche del aula.

—Te venís conmigo, ¿no?

Federico tardó medio segundo en asentir. Porque si no iba, se iba a quedar encerrado en su propio agujero negro.

Capítulo 21 – Viaje en silencio compartido

El edificio de Camila quedó atrás. El Uber frenó frente a ellos con una luz amarilla parpadeante, como si supiera que no era un viaje más.

—Vamos! —preguntó Melina, sin tono de pregunta.

Federico asintió. Lo habría hecho aunque ella lo invitara a cruzar la cordillera a pie.
Subieron al asiento trasero. Él primero, ella después. Cerraron la puerta casi al mismo tiempo. Un sonido sordo que los dejó adentro de algo que no era solo un auto.

El conductor los saludó con una inclinación de cabeza. No habló. Tampoco prendió la radio. Casi como si supiera que lo que iba a pasar no incluía palabras de fondo.

La ciudad desfilaba por la ventana: faroles titilando, avenidas medio vacías, persianas metálicas bajas.
Adentro del auto, el silencio era espeso, pero no incómodo. Era un silencio expectante. Cargado.

Melina miraba por la ventanilla, pero sin mirar realmente. Federico, en cambio, robaba miradas de reojo. Se preguntaba si tenía el derecho de tomar su mano. Si eso lo rompería todo o lo completaría.

De pronto, como si lo oyera pensar, Melina giró levemente la cara hacia él.
No sonrió. No hizo ningún gesto evidente.

Solo apoyó su rodilla contra la de él. Un contacto simple. Un toque sin aspavientos. Pero su carga fue como una chispa en un cuarto lleno de gas.

Federico no se movió. Tenía la garganta seca y los ojos fijos en ese punto donde su piel tocaba la de ella. Melina giró un poco más el cuerpo hacia él, y en un gesto lento, le tomó la mano.
Entre sus dedos, la de él parecía más segura. Como si siempre hubiera estado esperando ese ensamble.

—¿Querías saber dónde vivo? —dijo en voz baja. Federico la miró con el pulso acelerado.

—Quiero saber muchas cosas.

Ella bajó la mirada hacia sus manos unidas. —Algunas vas a tener que adivinarlas.

El conductor no dijo nada. Ni una mirada al espejo. Solo avanzaba, como si los llevara por una calle que no figuraba en Google Maps.

Melina apoyó la cabeza en su hombro. Federico cerró los ojos por un momento. No quería desear nada más. Ese instante era perfecto. Íntimo. Real.

La calle se estrechó. El auto se detuvo.

—Llegamos —dijo el conductor con voz neutra, apenas audible.

Se separaron despacio. Como si no quisieran despertarse del sueño que todavía los envolvía.

Melina bajó primero. Federico dudó un segundo, pero luego salió también. La puerta del Uber se cerró, y el auto desapareció en la noche.

Allí, en esa esquina cualquiera, ella lo miró de nuevo.

—¿Entramos?

No había vértigo. No había presión. Solo una pregunta abierta. Una promesa sin apuro. Federico respiró hondo. Y la siguió.

Capítulo 22 – El Juego de Seducción

Caminaban sin hablar demasiado, como si el aire espeso entre ellos dijera lo que las palabras no podían. Las manos rozaban los bolsillos, las miradas se escapaban y volvían. Federico no podía dejar de pensar que, si daba un paso más, no habría marcha atrás. Y sin embargo, lo daba.

Melina iba un poco adelante, como marcando el ritmo. Su mochila colgaba floja de un solo hombro y el cabello le bailaba con el viento tibio de esa noche porteña. Federico la seguía con el corazón acelerado, como si estuviera a punto de rendir un examen que nunca preparó... pero que deseaba aprobar con todas sus ganas.

—Estamos cerca —dijo ella sin mirarlo, como si hablar rompiera un hechizo.

Él solo asintió.

Cuando llegaron al edificio, Melina abrió la puerta sin titubeos. Federico entró tras ella, tragando saliva. Subieron en ascensor. No se tocaron. Pero la electricidad... era brutal.

El departamento estaba oscuro. Melina encendió una luz cálida, suave, que apenas delineaba los bordes de los muebles. Tiró la mochila al sillón y se descalzó.

—¿Querés algo para tomar?

—Agua —dijo Federico, y su voz salió más baja de lo esperado.

Melina fue hasta la cocina. Federico se quedó parado en medio del living, mirando todo con ojos grandes. No por curiosidad, sino porque no podía creer estar ahí.

Ella volvió, le dio el vaso. Cuando sus dedos se tocaron, el tiempo hizo un ruido seco, como si algo se hubiese activado.

Melina dejó que sus ojos se quedaran en los de él unos segundos más.

Federico bajó la mirada, pero no se alejó.

Entonces ella se acercó. Él no retrocedió. Melina puso una mano en su cuello. El primer beso fue corto, como una advertencia. El segundo fue otra cosa. Un salto.

Federico respondió, lento, pero con decisión. Sus bocas se reconocieron con hambre. La saliva se mezcló. El aire se volvió un suspiro compartido. Melina le mordió apenas el labio y él le rozó la cintura con las manos. Sus cuerpos por fin se estaban diciendo lo que el lenguaje calló.

Cuando se separaron por un instante, los ojos de ambos estaban húmedos. No por tristeza, sino por la emoción de lo inevitable.

Melina caminó hasta su parlante y le dio play a su lista de Spotify. El teléfono se conectó automáticamente. Y justo, justo en ese momento, la voz de Cerati llenó la habitación:

Te llevaré hasta el extremo, abrázame... este es el juego de seducción...

Federico la miró como si el universo hubiese hecho eso a propósito. Ella lo miró como diciendo “sí, esto es real”.

Y se besaron de nuevo. Con más fuerza. Con más piel. Con más todo.

Federico apoyó la frente contra la de Melina.

—No conocía esta canción… —murmuró— pero es perfecta.

—Shhh —susurró ella—. Seguí.

Capítulo 23 – A la medida del deseo

Federico obedeció el “seguí” como si fuera una orden sagrada. Volvió a besarla, esta vez más abajo, desde la comisura de los labios hasta el cuello, donde dejó una línea húmeda que le sacó un suspiro a Melina. Ella le sostuvo la nuca con una mano y le acarició la espalda por debajo de la remera con la otra. La piel le ardía. El deseo ya no se insinuaba: exigía. 

—No sabés cuánto te pensé estos días —murmuró ella, pegada a su oído.

—Yo también... Pero no quería escribirte para no parecer desesperado.

—Sos un idiota —le dijo con una sonrisa cargada de ternura—. Me estuve muriendo de ganas.

La intensidad del momento los desbordó. Los besos se volvieron más torpes, más urgentes. Federico la levantó apenas por la cadera, como tanteando el terreno. Melina le pasó una pierna por detrás y lo apretó contra ella. El sillón quedó lejos. El cuerpo pedía otra cosa. Ella lo arrastró suavemente hasta la cocina, donde lo empujó contra la mesa. Federico, en shock, se dejó guiar. 

—¿Acá?
—Sí —dijo ella, mirándolo como si él fuera el plato principal de una cena largamente esperada. —Acá.

Melina lo subió a la mesa como si pesara aire. Federico se sentó, con las piernas abiertas, el pecho agitado y los ojos clavados en los suyos. Ella se puso entre sus piernas. Le levantó la remera con ambas manos, pero no la sacó del todo: la dejó enredada, dejando a la vista su pecho tembloroso. Federico bajó la mirada, fascinado. Melina se lo permitió unos segundos, después lo obligó a mirarla a los ojos.

—¿Querés esto?

—No sé cómo no lo quise antes —le dijo, sin pensar.

La besó en la frente, en los párpados, en la nariz, en cada rincón de su cara como si fuera un mapa que necesitaba memorizar. Melina sonrió con los ojos cerrados, recibiendo ese gesto como el más profundo acto de amor.

—Me gustás tanto, Fede... —le dijo al oído, casi como un secreto—. No solo así. Me gustás todo. Como pensás. Como te reís. Como me mirás.

—Yo... —Federico tragó saliva—. Te juro que no pensé que iba a pasarme algo así con vos. Sos tan... vos.

La frase los dejó vulnerables, expuestos, pero también más cerca que nunca. Sus cuerpos lo sabían. Federico sintió cómo su erección lo empujaba desde el jean, reclamando lugar. Melina, por su parte, sintió el pulso de su sexo vibrar, palpitante, anticipando el roce, la fusión, el salto.

Las manos se volvieron a encontrar. Esta vez no temblaban.

Melina bajó la cabeza hasta su pecho. Lo besó justo sobre el corazón.

—Estamos hechos a medida, ¿sabías? —le dijo.

—Lo supe desde los zapatos —respondió él, riendo nervioso, entre jadeos.

La música seguía flotando de fondo. Cerati ya no cantaba, pero su eco seguía presente. Los labios volvieron a encontrarse. Y esta vez, ya no hubo barreras.

Capítulo 24 – Entrega total

El silencio se instaló entre ellos, pero no era incómodo. Era expectante, cargado, denso como una promesa. Se miraron sin moverse por unos segundos. Federico seguía sentado sobre la mesa, con el pecho desnudo, todavía con la remera colgando de un brazo. Melina lo observaba desde abajo, con la respiración agitada y las pupilas dilatadas. El deseo no era nuevo, pero ahora tenía forma, nombre y cuerpo.

Ella estiró la mano y lo ayudó a bajar. No dijeron una palabra. Todo era cuerpo. Todo era presente.

Federico la siguió por el pasillo. Mientras caminaban, él se quitó la remera del todo y Melina se sacó la suya, sin prisa, pero con determinación. Los dos sabían adónde iban. A cada paso, una prenda caía al suelo como una flor rendida. Los jeans primero. Luego las medias, la ropa interior. Los cuerpos, a medio vestir, se rozaban como si cada contacto fuera un hechizo.

La habitación de Melina se encendió con una luz tenue, color lila. Todo allí hablaba de ella: una pared con pósters de películas, un estante con libros subrayados, una planta que parecía sobrevivir a puro amor. Y la cama, de una plaza y media, deshecha, tibia, perfecta. Federico tragó saliva al ver ese universo privado. Era como entrar en su mente, en su alma. Melina lo miró, le sonrió, y supo que él entendía.

—Es chica —le dijo, señalando la cama.

—Entonces vamos a estar más cerca —respondió él, con la voz grave, ronca de emoción.

Se acercaron. Ella le quitó el bóxer con una lentitud estudiada. Él hizo lo mismo con su ropa interior. Se quedaron así, uno frente al otro, completamente desnudos, respirando al unísono, mirándose con una mezcla de nervios, deseo y ternura brutal.

Melina lo besó primero, pero ya no como antes. Ahora el beso tenía peso, tenía hambre. Sus lenguas se encontraron como si el tiempo las hubiese moldeado para encajar. Federico la tomó de la cintura, la levantó y la depositó en la cama con una delicadeza que le arrancó un suspiro.

—No me sueltes —dijo ella.

—Ni aunque quiera.

El cuerpo de Federico se deslizó sobre el de ella como si fuera su hogar. Se besaron el cuello, los hombros, los pechos. Las manos se buscaron, se encontraron. Ella lo acarició con la palma entera, con los dedos temblorosos pero seguros. Él la tocó como si la estuviera recordando para siempre.

Cuando Federico entró en ella, fue con una lentitud que casi los desarma. Los ojos de ambos se abrieron al mismo tiempo. El primer gemido fue compartido, suave, cargado de alivio y fuego. Se movieron como si hubieran ensayado la coreografía toda la vida. Una danza de piel, saliva, aliento y susurros.

—Me gustás mucho —le dijo él, jadeando, con la frente contra la suya.

—A mi también... —susurró ella, con voz ahogada.

Se besaron más, sin parar. Cambiaron de ritmo, de dirección, de roles. En un momento, ella quedó arriba, guiando, con el pelo suelto tapándole el rostro. Él la miró como si fuera irreal. La sostuvo de las caderas, con fuerza y dulzura, dejándose llevar.

Los cuerpos temblaron. El clímax fue mutuo, desordenado, incontrolable. Federico se aferró a la sábana con una mano, a Melina con la otra. Ella apretó los dientes, los ojos, los muslos. El grito fue contenido, pero feroz.

Para ser su primera vez juntos, sus cuerpos encajaban como la mejor pieza del más perfecto rompecabezas jamás creado. A Melina le encantaba el sabor de la saliva de Federico, no podía dejar de pensar en eso, quería que todo lo que ello representaba fuese suyo para siempre.

El calor del cuerpo de los dos comenzó a subir cada vez más. Melina no dejaba de gemir, Federico intentaba reprimir los suyos, vanamente, porque se escapaban por su boca entreabierta. Lo delataba la desesperación por respirar.

— Necesito tu saliva en mis pechos Fede — Melina susurró en su oído. A Federico se le erizaron todos los poros del cuerpo, pero sobre todo los de los muslos. La cosquilla era tan feroz que una nueva oleada de sangre le implosionó en su sexo masculino. Ante tal embestida Melina gimió de manera fuerte y breve. El cerebro de Federico explotó y esa línea explosiva llegó hasta lo mas profundo del sexo de Melina. Ella agarró fuertemente la cabeza de Federico y acabó también con un grito ahogado en el que mordió una oreja de él.

Ambos quedaron jadeando, transpirados, temblorosos. Como si hubieran cruzado una tormenta de fuego y viento sin soltar la mano del otro.

Federico apoyó su rostro en el pecho de Melina, con la boca aún húmeda de deseo. Ella le acarició el pelo con movimientos suaves, circulares, como quien agradece sin palabras.

—¿Estás bien? —preguntó él, acariciándole el pelo.

—Estoy... —ella lo pensó—. Estoy exactamente donde quiero estar.

Federico sonrió.

—Te juro que yo también. No sabía que esto podía sentirse así —murmuró él.

Melina sonrió, con los ojos cerrados.

—No es esto —le dijo—. Sos vos. Soy yo. Somos los dos, juntos.

Y en ese instante, se supieron únicos.

Capítulo 25 – La pausa necesaria

La habitación seguía impregnada de ellos. Del vapor, de los suspiros, del roce de dos mundos que por fin se habían tocado hasta el fondo. Pero ya no había urgencia. El deseo había cedido paso al calor tibio de la piel satisfecha, a las miradas que no necesitaban nada más.

Melina se sentó en la cama, con las sábanas cubriéndole apenas la espalda. Federico todavía recostado, con la cabeza en su almohada, la observaba como si verla caminar por su cuarto fuera un sueño repetido, uno del que nunca quisiera despertar.

—¿Te hago un té? —preguntó ella mientras se acomodaba el pelo con una colita floja.

—Sí… —dijo él, lento, como si la palabra le costara despegarse de la lengua—. Pero solo si venís con unas galletitas o algo dulce.

Melina rió desde la cocina.

—¿Querés azúcar literal después de lo que acabás de vivir?

—Me da culpa... pero sí —contestó él desde el pasillo, con esa sonrisa medio culpable, medio pícara.

Prepararon el té en silencio. No era incómodo. Era como si cada uno estuviera guardando en frascos invisibles todo lo que había pasado. Melina dejó dos tazas humeantes sobre la mesa y una bandeja improvisada con unas tostadas, dulce de leche y un par de galletitas de avena.

Federico comió poco, pero con gusto. Como quien sabe que está por salir al frío otra vez, y necesita un último sorbo de abrigo.

—No me voy a quedar —dijo de pronto, bajando la taza.

Melina levantó la vista. No lo esperaba, pero tampoco se sorprendió.

—¿Por qué?

—Porque quiero dejarte respirar. Porque quiero irme con esto en la piel, no dormirme como si nada. Porque me conozco y sé que si me quedo, ya no podré irme más.

Ella asintió. No dijo nada por unos segundos.

—Entonces está bien. Pero no te tardes mucho en volver.

Federico la besó en la frente con una ternura casi desesperada. Se vistió en silencio, con movimientos lentos, como si cada prenda que se ponía fuera una despedida.

Al salir, Melina no lo acompañó a la puerta. Lo dejó ir como quien confía en que ese cuerpo volverá. Porque lo que habían compartido no se evaporaría con una noche. No era humo. Era raíz.


En su casa, Federico se tiró en la cama sin prender la luz. El cuarto era oscuro, frío, igual que siempre. Pero él no. Él era otro. Algo dentro suyo se había encendido y no pensaba apagarse.

Tomó la notebook, la abrió sin pensarlo demasiado. Los dedos volaron solos por el teclado, como si supieran qué hacer. Empezó a escribir.

“Ella caminaba unos pasos por delante, como si supiera que él iba a seguirla. Y él lo hacía, claro que lo hacía. Porque esa noche no se trataba de seguirla a ella. Se trataba de encontrarse a sí mismo, justo en el borde del abismo, con el corazón abierto y la piel lista para decir que sí…”

Y siguió. Siguió escribiendo todo. Porque escribir era la única forma que conocía de no olvidarla.

FIN

 

Gracias por llegar hasta el final! 

Les dejo el link de mi Wattpad!

Wattpad de Sammy 

Comentarios