Escrito por Sammy
Prólogo
Esta historia no nació como una historia. Nació como un juego de miradas, una
tensión que se estira entre silencios y palabras que no se animan. Nació en el
subte, en una clase de literatura, en la manera en que dos personas se
reconocen sin haberse buscado.
Melina y Federico son dos cuerpos con ganas y dos almas en formación. Se conocen cuando todavía no saben quiénes son. Se descubren en lo que escriben, en lo que callan, en lo que no entienden del todo pero sienten con fuerza.
Escribí esto junto a S. Araki, un cómplice silencioso pero necesario. Entre los dos, fuimos descubriendo a estos personajes como si existieran desde siempre. Porque lo que pasa entre Melina y Federico es deseo, sí. Pero también es duda, risa, nostalgia, miedo, saliva y piel. Mucha piel.
Esta es una historia que no pide permiso. Es directa, como los sentimientos más honestos. Es erótica, sí. Pero también es poética, vulnerable y real.
Gracias por leer. Ojalá te atraviese, como nos atravesó a nosotros.
Capítulo 1 – Subte Línea B
Melina apoyó la frente contra el vidrio empañado del colectivo, dejando que la ciudad la meza con ese ritmo neurótico y uniforme que sólo Buenos Aires podía imponer. Usaba unos joggings grises que no hacían ningún esfuerzo por disimular sus caderas generosas, y una remera blanca con una cita de Clarice Lispector, ilegible salvo que uno se acercara demasiado. Le gustaba eso: que las cosas se notaran, pero que hubiese que ganárselas. Tiene 22 años y una juventud ardiente por vivir. Hija única de padres mayores, creció con una amplia libertad que supo convertir en independencia. Vive sola desde los 20, en un departamento con ascensor. Su puerta está en el piso 8-C.
Federico, mientras tanto, leía. O intentaba. Su ejemplar gastado de Rayuela se movía en sus manos con cada sacudón del subte. Lo sostenía como si fuera frágil, con una reverencia absurda para alguien que había subrayado media novela con resaltador naranja. Vestía jeans y una camisa de jean también, como si el mundo necesitara saber que él no iba a cambiar ni por estética ni por temperatura. Tiene 25 años y ama escribir, le cuesta un poco más llegar al instituto en el cual ambos estudian.
Compartían la misma rutina sin saberlo: colectivo, subte, caminata, café instantáneo del dispenser, aula con olor a humedad de libros viejos. Cada uno, un universo, cruzando órbitas sin colisión… hasta ese día.
Ella lo vio primero.
Lo reconoció desde la otra punta del vagón. No por la cara, sino por la forma en que se aferraba al caño, como si se disculpara por ocupar espacio. Ese gesto tímido, casi infantil, la atrapó.
—Mirá quién anda por acá —pensó, y se le dibujó una sonrisa sin motivo aparente.
Él, como buen despistado profesional, no notó nada. Ni a ella, ni al resto del vagón que empezaba a llenarse con estudiantes, oficinistas y algún que otro músico callejero afinando mal el bandoneón.
Melina se acercó. No de golpe, claro. Fue bordeando, entre empujones suaves y movimientos estratégicos, hasta quedar a un metro de él.
Y ahí se quedó, mirándolo.
Él levantó la vista, sintió la presencia, el magnetismo. Se cruzaron los ojos.
Federico pestañeó. Una, dos veces. Luego sonrió. Esa sonrisa torpe que le salía cuando no sabía qué decir pero igual quería decir algo.
—¿Melina?
—El mismo desastre de siempre —respondió ella, ladeando la cabeza.
Y ahí empezó todo.
Capítulo 2 – Piel y garúa
El subte se detuvo con un chirrido que sonó más a gemido que a freno. La gente subía en oleadas: mochilas, auriculares, ojos muertos de lunes. Melina se aferró al caño, justo al lado de Federico. Quedaron cerca, peligrosamente cerca. A centímetros.
Melina medía casi un metro setenta y cinco. No usaba maquillaje, ni lo necesitaba: sus cejas gruesas y expresivas ya contaban historias por sí solas. Tenía la piel trigueña, el pelo atado en una colita desordenada, y un lunar en la clavícula izquierda que asomaba apenas entre el cuello ancho de su remera. Era más piernas que torso, y sus joggings gris claro no dejaban lugar a demasiadas dudas sobre sus curvas.
Federico, en cambio, era todo lo contrario: metro sesenta y cinco con suerte, delgado, algo encorvado como si llevara años cargando libros invisibles sobre la espalda. Su pelo castaño claro siempre parecía secarse al aire, revuelto. Llevaba una camisa de jean abotonada hasta el cuello y unos jeans gastados con el ruedo doblado. Los dedos largos y nerviosos, manchados con tinta azul. Parecía vivir a punto de disculparse por existir.
Él intentaba leer, pero era evidente que no podía concentrarse. Su ejemplar de Rayuela se le escurría entre los dedos mientras sentía la presencia de Melina como una vibración, una onda que lo alcanzaba incluso si no la miraba directamente. Pero ella sí lo miraba. Lo miraba con descaro, como si supiera que eso solo ya era una forma de tocarlo.
La frenada brusca del tren fue el golpe de suerte. Ambos se aferraron al mismo caño. La piel de su mano rozó la de ella, primero con inocencia, luego con insistencia. Ninguno quitó la mano. El contacto se volvió un pulso compartido.
Melina no dijo nada. Solo clavó la mirada en su perfil, como si quisiera memorizar la forma de su mandíbula, o la curva mínima que hacía su cuello al tragar saliva.
Él tragó. La sintió. Supo que estaba al borde de algo, aunque no supiera bien de qué.
Cuando bajaron, la garúa les pegó de lleno. Buenos Aires tenía esa forma elegante de mojar sin empapar, de insinuar tormentas que nunca llegaban. Caminaban cerca. No hablaban de lo que había pasado, pero el silencio tenía otro peso ahora. El tipo de silencio que late.
—¿Siempre leés en el subte? —preguntó Melina, sin mirarlo.
—Cuando puedo. A veces me da culpa mirar a la gente.
—¿Por qué?
—Porque siento que invado. Que miro demasiado. No sé mirar poco.
Melina sonrió pequeñamente con una de sus comisuras.
—A mí me gusta que me miren.
Federico no supo qué responder. Así que caminó más rápido. Ella lo siguió con paso felino, como si jugara con él.
El cartel oxidado del Instituto Literario Bellas Palabras los recibió con su habitual solemnidad de curso de letras de tercer año: letras doradas sobre fondo negro, y una lámpara de tubo que parpadeaba desde 1996.
Ambos querían ser escritores, amaban leer, cada uno lo vivía a su manera, pero tenían el sueño de escribir algo que dejara una huella en alguien… quizás no lo sabían, pero era probable que quisieran dejar una marca en el otro.
Lo que sí es claro es que ese día, dentro del instituto, nada sería igual.
Capítulo 3 – Ecos en el baño
El recreo olía a café y a marcador de pizarra. Federico necesitaba un momento de silencio, lejos del murmullo constante de sus compañeros, de los debates sobre Cortázar y las clases que no terminaban de empezar nunca a tiempo.
Empujó la puerta del baño mixto, ese pequeño refugio de modernidad improvisada, con la misma delicadeza con la que abría sus libros. Estaba vacío. O eso creyó.
Entró.
El sonido de un grifo mal cerrado marcaba el ritmo del lugar. La luz del tubo parpadeaba sobre el espejo manchado. Se apoyó en la pileta, exhaló prolongadamente, y dejó que el agua fría le despierte los sentidos. Cerró los ojos por un segundo.
Cuando los abrió, algo se sintió distinto.
No podía explicarlo, pero el aire estaba cargado. Como si alguien lo mirara. Como si el silencio ahora tuviera un peso distinto.
Miró hacia los cubículos. La puerta del último estaba entrecerrada. Una sombra, una forma apenas sugerida. Sintió que lo observaban desde allí, pero no había ruido. Ni pasos, ni respiración. Solo presencia.
Levantó la cabeza, y en ese instante, algo se deslizó por debajo de la puerta.
Federico se quedó inmóvil. El papel se detuvo justo frente a sus pies. Era una hoja doblada en cuatro, escrita con una letra que reconocería incluso dormido. La letra de Melina.
La levantó con manos que no podía mantener del todo firmes. Era parte de un cuento. Uno que ella había leído en clase, pero había tachado antes de terminar. Lo recordaba por una frase que lo había descolocado más de una vez. Esa frase ahora estaba allí, escrita con tinta negra en la parte inferior de la hoja:
“Cuando abras esta puerta, no vas a ser el mismo.”
Federico tragó saliva. Miró el cubículo. Seguía cerrado.
Podía ser ella. Podía no serlo. Pero todo en su cuerpo decía que sí. Que esa sombra quieta, que esa provocación silenciosa, era Melina.
Y entonces, por primera vez en mucho tiempo, deseó no entender tanto de palabras… y empezar a entender algo más de cuerpos.
Capítulo 4 – Dudas como dedos
Federico salió del baño sin abrir la puerta, esa que le generaba misterio. Se guardó la nota de Melina como si fuera un fósil: frágil, valioso, fuera del tiempo. Caminó por el pasillo largo del Instituto, los pies en automático, el corazón en cualquier parte menos en el pecho.
No podía dejar de pensar.
¿Era real?
¿Era posible que una mujer como Melina —esa que se movía por el mundo como si no pidiera permiso, como si nada pudiera lastimarla— estuviera jugando ese juego con él?
¿Y si solo lo provocaba para divertirse?
¿Y si él malinterpretaba todo?
Esa duda lo carcomía. No el miedo al rechazo, sino el miedo a parecer ridículo. A creerse merecedor de algo que quizás no le pertenecía. Porque Federico nunca se había sentido lindo. Su espejo le devolvía una imagen modesta: ojos claros que parecían tristes, un cuerpo delgado sin gracia, una voz que temblaba cuando intentaba decir algo importante.
Nunca había sabido qué hacer con sus manos, con su deseo, con su necesidad de ternura.
Melina, en cambio, era todo presencia. No belleza hegemónica, pero una fuerza que se volvía magnética. Una seguridad casi salvaje. Y él la admiraba con el mismo temblor con el que se admira a los incendios.
Siguió caminando. Se detuvo frente a una puerta entreabierta.
Era el aula de teoría literaria. Acababan de usarla. La luz estaba apagada. Apenas una franja tenue entraba desde el pasillo. Todo estaba en sombras.
Y allí estaba ella.
Sentada sobre uno de los bancos, las piernas cruzadas, el cabello suelto por primera vez. Solo eso ya lo descolocó.
—Hola —dijo ella, sin moverse.
Federico se quedó en la puerta, como si le hubieran clavado los pies al suelo.
—¿Fuiste vos, en el baño? —preguntó él, casi en un susurro.
Melina no respondió. Solo se inclinó hacia adelante y, con un dedo, señaló el banco frente a ella.
—Sentate.
Él obedeció. En la oscuridad, todo era distinto. Como si hablar costara más, pero sentir… fuera inevitable.
—¿Por qué yo? —se animó a preguntar—. ¿Por qué a mí?
Melina lo miró con una intensidad que lo desnudó sin tocarlo.
—Porque me mirás como si yo fuera ficción. Y no sabés lo que me calienta eso.
Federico cerró los ojos un segundo. Sintió que el mundo entero se reducía a ese banco, a esa voz, a ese calor nuevo en las mejillas.
Ella se levantó, caminó hasta él. No lo tocó. Solo lo miró desde arriba.
—No necesitás ser lindo —dijo—. Sos raro. Sos verdadero. Sos todo lo que no se puede copiar.
Federico tragó saliva. No sabía si estaba a punto de besarla o de pedirle que lo deje ir. Pero el cuerpo ya había decidido.
Y esta vez, no pensaba interrumpirlo.
Capítulo 5 – Las ganas en pausa
Melina había estado en el baño. Había escuchado los pasos de Federico, su pausa frente al espejo, el leve crujir del papel cuando tomó la nota. No hizo ruido. Se quedó quieta como una sombra, midiendo el pulso de la situación. Cuando lo sintió abrir la puerta para salir, se mantuvo unos segundos más. Contó hasta quince. Luego salió también, en silencio, pero no por el pasillo central: se deslizó por el atajo que llevaba al fondo del instituto, ese que pocos usaban porque tenía olor a humedad y las paredes peladas.
No quería que la viera. Aún no.
Ella necesitaba llegar primero.
El papel que deslizó bajo la puerta no era una broma, ni un experimento de coquetería. Era una prueba. O mejor: una declaración.
Federico le gustaba. Le gustaba tanto que a veces se sorprendía pensándolo en mitad de una frase, en un viaje en colectivo, entre dos páginas de Tolkien. Y eso no le pasaba nunca. Con nadie.
Le gustaba su manera de fruncir el ceño cuando leía en voz alta, como si las palabras le costaran el doble. Le gustaba su timidez, no como una debilidad, sino como una forma de resistencia en un mundo lleno de gente que grita para existir. Le gustaban sus ojos tristes, y también su cuello, fino, y las manos que siempre parecían buscar algo que no sabían sostener.
Ella no era romántica. Nunca lo fue. Había estado con personas antes, sí. Algunas veces por deseo, otras por aburrimiento, otras porque el sábado pintaba largo. Pero esto… esto era distinto. Le gustaba pensar que tenía que ver con lo literario. Con la forma en que él la miraba, como si fuera una idea antes que un cuerpo. Como si estuviera escribiéndola sin darse cuenta.
Y eso, eso sí que la volvía loca.
Esperó en el aula a oscuras. Había llegado primero. Se sentó en uno de los bancos del medio, donde la luz no llegaba, donde podía esconder las manos temblorosas entre las piernas. Calmate, se decía. Pero no podía. Porque no era ansiedad de miedo. Era ansiedad de certeza. De saber que, si él venía, y si se sentaba, y si la miraba, no iba a haber vuelta atrás.
No pensaba decir demasiado. A los hombres como Federico no se los convence con palabras. Se los convence con presencia, con silencios bien colocados, con gestos que hablen por ella.
Lo oyó antes de verlo. Sus pasos. El modo en que dudó un segundo frente a la puerta.
Y cuando entró, lo supo. Que él también quería. Que algo había cambiado en él.
Lo invitó a sentarse. Se dijo a sí misma tranquila, no lo arruines. Mantené el misterio. Dejá que se acerque. Dale aire.
Lo miró. Con todo. Con los ojos, con el cuerpo, con la respiración apenas contenida.
Y cuando él le preguntó por qué, simplemente dijo la verdad, como quien lanza un fósforo sobre la pólvora:
—Porque me mirás como si yo fuera ficción. Y no sabés lo que me calienta eso.
Lo vio cerrando los ojos. Lo sintió temblar, de esa forma apenas perceptible en los hombros. Y no se acercó para consolarlo. Se acercó para estar. Para que él supiera que el deseo no tiene que ser brutal para ser verdadero.
Le dijo, suave:
—No necesitás ser lindo. Sos raro. Sos verdadero. Sos todo lo que no se puede copiar.
Y no dijo más. Porque el resto podía arruinarlo. Porque él estaba a punto de moverse, por fin.
Y ella no quería interrumpirlo.
Capítulo 6 – La materia de los cuerpos
Federico no sabía moverse en la oscuridad. Literal ni metafóricamente. Pero ahí estaba, con el corazón pateándole el pecho como si quisiera escaparse, y Melina enfrente, mirándolo como si lo esperara desde antes de conocerse.
Nunca la había tocado. Nunca. Y sin embargo, cada parte de ella le resultaba familiar. Sabía cómo se encogía cuando se reía, cómo levantaba la ceja cuando dudaba, cómo jugaba con el cordón del jogging cuando estaba nerviosa. Pero ahora estaba tan cerca que podía notar la forma en que su respiración marcaba el ritmo del momento.
Melina se inclinó. No con urgencia, sino con certeza.
Lo besó.
Fue un beso firme, dirigido, sin espacio para el error ni la duda. Y aún así, no fue violento. Fue una invitación silenciosa a dejar de pensar. A quedarse. A quedarse de verdad.
Los labios de ella eran cálidos y un poco más secos de lo que había imaginado. Olían a mentas de kiosco. Tenían gusto a intemperie y a algo que no sabía nombrar pero que se le instaló entre las costillas.
El primer contacto fue todo lo que necesitaba para entender: ella no estaba jugando. No era una trampa, ni una lástima disfrazada de cariño. Era deseo. Crudo. Simple. Real.
Sintió su mano recorrerle el cuello, con esa mezcla entre caricia y reconocimiento. Como si lo estuviera aprendiendo de memoria.
Él, con timidez, la tocó por la cintura. Y la sintió. La sintió de verdad. La tela fina del jogging. El calor de su piel debajo. El leve temblor que también habitaba en ella, aunque lo escondiera mejor.
—Estás temblando —susurró sin querer.
Melina sonrió con la boca apenas separada de la suya.
—¿Y vos no?
Él no respondió. No hacía falta.
Los cuerpos se buscaron más allá del beso. Se acercaron lento, como si quisieran memorizar el mapa del otro a través del roce. Pecho contra pecho. Rodilla contra muslo. Mano contra espalda.
Todo lo que antes había sido mirada, ahora tenía volumen, peso, temperatura. Lo que era idea, ahora tenía cuerpo. Lo que era literatura, ahora era materia.
Federico cerró los ojos. La besó esta vez él. Más suave. Más largo. Más suyo.
Y por primera vez desde que la conoció, sonrió internamente. No porque entendiera lo que pasaba, sino porque ya no le importaba entender.
Melina lo deseaba.
Y eso era, para él, suficiente verdad.
Capítulo 7 – En la punta de los dedos
Federico no sabía exactamente cuándo dejó de tener miedo. Tal vez fue cuando sintió que el cuerpo de Melina no lo exigía, sino que lo recibía. O quizás fue al escuchar el primer gemido, leve, suave, como un hilo de aire que se escapó sin pedir permiso.
La besó más despacio esta vez. No como quien tantea, sino como quien reconoce un idioma que ya no teme pronunciar. Y sus manos, hasta entonces cuidadosas, temblorosas, torpes, empezaron a moverse con una certeza nueva.
La recorrió con las yemas de los dedos. Primero por la espalda, por encima de la remera. Luego, bajando por los costados, como si intentara delinearla en la oscuridad. Melina se arqueó apenas, apenas. Lo justo para que él entendiera que quería más.
Se miraron. No dijeron nada.
La respiración de ella era más corta. No forzada. Era como si el cuerpo hablara antes que la boca. Como si por fin lo sintiera ahí, presente, deseándola no porque ella lo buscó, sino porque él la eligió.
Federico bajó la cabeza hacia su cuello. Lo besó lento. Cerró los ojos mientras su nariz rozaba la clavícula y sus dedos subían, curiosos, hacia la piel descubierta por el escote. Sintió el calor en sus propias palmas, y debajo de eso, algo aún más vibrante: la respuesta de ella.
Melina gimió.
No fue un sonido fuerte, ni exagerado. Fue un suspiro quebrado, involuntario, casi tímido. Pero él lo escuchó como un acorde perfecto. Y ahí, por primera vez, supo lo que era tocar a alguien y ser tocado al mismo tiempo.
Se atrevió a más. Le bajó la remera con delicadeza, sólo un poco. Lo suficiente para ver el contorno del corpiño, para rozar la piel de su vientre con la punta de los dedos. Lo hizo despacio, con una reverencia casi sagrada, como si el cuerpo de ella fuera una página nueva y él, por fin, tuviera el valor de escribir en ella.
—¿Está bien? —preguntó, con voz baja, rota.
Melina asintió. Abrió los ojos, y lo miró con una mezcla de hambre y ternura que le hizo arder el pecho.
—No pares —le dijo, apenas audible.
Y él no paró.
No necesitó imaginarla más. Ya no era una construcción de deseo ni una idea literaria. Era real. Estaba tibia, abierta, viva bajo sus manos. Y cada gemido de ella era una confirmación: lo que sentían era mutuo. Era físico. Y era tan profundo como lo que todavía no se animaban a decir.
Él la quería.
Ella, al fin, lo sabía.
Capítulo 8 – Momento entreabierto
Federico ya no pensaba. Se había entregado a algo que no sabía si era coraje o abandono, pero era real. Tenía la boca contra el cuello de Melina, las manos sobre su piel, el cuerpo pegado al de ella como si todo el instituto pudiera desmoronarse y eso fuera lo único que importara.
Melina jadeaba, pero no como quien pide. Jadeaba como quien por fin recibe. Y en ese eco íntimo, él entendió que había cruzado un umbral: ya no era el tímido que la miraba desde lejos, ni el que se perdía en teorías sobre si era posible que alguien como ella lo quisiera.
Era el que ahora la tocaba.
Su mano bajó apenas, acariciando el
borde del jogging. Un centímetro más y habría tocado fuego.
Ella se inclinó hacia él, con los labios entreabiertos y la respiración
agitada, la espalda arqueada, un susurro contenido entre dientes.
Y justo ahí—
Golpes en la puerta.
—¿Hay alguien en el aula? —Una voz seca, de mujer. Una profesora. El mundo real, de pronto.
Federico se congeló. Melina también.
—Van a empezar las clases —dijo la voz—. Salgan.
El silencio que siguió fue tan brutal como el deseo que habían estado a punto de consumar.
Se miraron. Tan cerca que podían oír los latidos del otro. Ninguno se movía. Como si cerrar el espacio entre los cuerpos fuera más difícil que abrirlo.
Melina sonrió apenas. No con burla. Con complicidad.
—Después —susurró.
Federico asintió, con la respiración entrecortada, con el cuerpo entero vibrando. Se apartó lentamente, como si despegara algo que no quería romper.
Ella se arregló la ropa sin apuro. Él también. Salieron uno detrás del otro. No dijeron palabra.
Pero algo se había encendido entre
ellos. Algo que no necesitaba más pruebas.
Un fuego no se apaga por un portazo.
Y ambos sabían que lo mejor… estaba pendiente.
Capítulo 9 – Lo que no se dice
Melina
Sentía las piernas flojas. No del cansancio. Era otra cosa. Como si la sangre estuviera mal distribuida. Como si parte de ella se hubiera quedado en ese aula oscura, pegada a la boca de Federico.
Caminaban en silencio. Uno al lado del otro. Ni un roce.
Tenía ganas de volver a tocarlo. Así,
sin más. De empujarle el brazo, de rozarle la cintura. De provocarlo con un
codazo, una risa, algo tonto que dijera "sigo acá, te deseo igual que
hace diez minutos".
Pero no lo hizo. Porque él caminaba tieso. Callado. Mirando al frente como si
pensar le doliera.
Y ella lo entendía.
No era fácil para él. No era como ella, que siempre había sido de ir al frente, de quemarse sin miedo. Federico pensaba. Dudaba. Se culpaba incluso cuando todo salía bien.
Y lo de hoy había salido bien. Mejor que bien. Ella lo había sentido en su boca, en sus manos, en su respiración torpe. En ese momento sagrado donde él dejó de resistirse y la eligió.
Y sin embargo, ahora la distancia. El aula se acercaba y no sabía si eso la aliviaba o la enfurecía. Porque sabía lo que pasaría: se sentarían separados, como siempre. Él con su amigo ese, el otaku de los auriculares gigantes. Ella con Cami, que ya le preguntaría todo con esa voz aguda de "contame todo" que no dejaba margen a evasivas.
Pero lo más molesto de todo era que no podía tocarlo otra vez. No todavía.
Federico
Tenía la boca seca. Y no por nervios. Por la respiración agitada que todavía no había bajado del todo. Cada paso le recordaba lo que casi había pasado.
Y lo que había pasado también.
La había tocado. La había besado. Se había metido en su piel como quien entra a una casa en llamas y, por un momento, no teme salir ardiendo.
Y ahora… caminaban. Como si nada.
Pero no era "nada". Tenía las manos marcadas. El cuello caliente. El pecho encendido. Sentía a Melina a su lado como un campo magnético. Y no la miraba. Porque si la miraba, tal vez la besaba de nuevo ahí mismo. Contra una pared. Contra el mundo.
No entendía cómo no los habían sancionado. Estaba seguro de que la profesora lo sabía. Que los había visto salir desordenados, colorados, con los ojos turbios y la boca medio hinchada. Pero no dijo nada.
Suerte. Pura suerte.
Y sin embargo, no podía dejar de pensar en que necesitaban un lugar. Uno verdadero. Sin relojes, sin voces detrás de puertas, sin miedo. Un cuarto, un rincón, un refugio para terminar lo que empezaron.
O mejor dicho, para empezarlo de verdad.
La idea de sentarse con Tomás, su amigo de siempre, le resultó absurda ahora. ¿Cómo iba a pensar en anime y fideos instantáneos cuando todavía tenía el sabor de Melina en la boca? Pero no podía cambiar la rutina de golpe. No quería llamar la atención. Ni parecer desesperado. Aunque lo estaba.
Ella se sentaría con Camila. Seguramente ya le habría contado todo. O no. Melina era de sorprenderlo. A veces era una tormenta. Otras, un párpado cerrado.
Llegaron a la puerta del aula. Se miraron al mismo tiempo.
No dijeron nada.
Pero sus ojos lo decían todo: esto
sigue. Aunque haya bancos de por medio.
Aunque las manos estén quietas. Aunque ahora tengan que jugar a ser estudiantes
comunes por un rato más.
Capítulo 10 – Entre líneas
Federico
Se sentó junto a Tomás, como siempre. Auriculares puestos, mochila abierta, olor a galletitas húmedas. La rutina. El camuflaje perfecto.
Tomás le dijo algo sobre un nuevo episodio de un anime. Federico asintió sin escucharlo. Tenía los dedos sobre el celular, el corazón en otro banco, y los ojos tratando de no mirar demasiado.
Melina ya estaba en su lugar. Sonriendo con disimulo mientras Camila le contaba algo gesticulando mucho con las manos. Ella asentía, como si entendiera todo, pero su mirada se deslizaba cada tanto hacia él.
Era evidente. Y exquisito.
Ninguno de los dos dijo nada sobre lo que había pasado. Nadie tenía por qué saberlo. No todavía. Era suyo. El secreto más puro, más carnal y más literario que habían vivido. Un regalo.
Entonces, vibró el celular. Mensaje de Melina.
📱 "Me deseabas antes de
conocerme, y ahora que me conocés, ya no podés desear a otra."
—Marguerite Duras.
Federico tragó saliva. Sintió que se le nublaba la vista un segundo.
Contestó:
📱 "Pensaba que el deseo era para los que no se conocían. Pero ahora sé que hay otro, más hondo: el deseo de quien ya sabe cómo es tu voz cuando dudás." —(esa era suya, no de un libro).
Melina lo leyó. Se mordió el labio. No respondió al instante. Siguió mirando al frente, el cuaderno abierto, el bolígrafo en la mano como si todo estuviera normal.
Federico intentó volver a copiar lo que escribía la profesora en el pizarrón. Nada entraba en su cabeza.
Vibración otra vez.
📱 "Te pienso como se piensan las cosas inevitables. Las tormentas. El vino que se abre antes de tiempo. El final de un cuento que no querés que termine." —(esa también era suya, lo supo al leerla).
La clase seguía. Nadie más parecía notar lo que pasaba bajo la mesa, entre sus celulares, entre sus textos. Pero el aire había cambiado. Todo era deseo en pausa. Juego encendido.
Federico respondió:
📱 "¿Vamos a seguir escribiéndonos así hasta que el cuerpo no aguante?"
Ella levantó la vista. Lo miró. Y apenas movió los labios sin emitir sonido:
—Ob-vi-o.
Capítulo 11 – Provocaciones
La clase seguía, pero para ellos era
ruido de fondo. Federico tenía el celular escondido entre la carpeta y el
muslo, disimulando los movimientos con la destreza de un espía novato.
Melina lo manejaba como quien ya domina el arte de decir mucho con poco.
📱 Melina: "No te animarías a volver a besarme donde alguien pueda encontrarnos."
Él tragó saliva. El cuerpo le
respondió antes que la cabeza.
Los dedos se movieron casi solos.
📱 Federico: "¿Cómo que no? Cuando salgamos de acá, te voy a mostrar lo equivocados que están tus prejuicios."
📱 Melina: "¿Ah, sí? ¿Vas a tomar la iniciativa sin que yo te empuje?"
Se quedó mirando el mensaje. Respiró hondo. Algo en él se encendía con esas frases. La duda seguía allí, pero ahora tenía competencia: el deseo. Y el deseo empezaba a ganar.
📱 Federico: "Me empujaste una vez. No hace falta que lo vuelvas a hacer. Ya entendí el camino."
En el banco de al lado, Tomás lo miró
de reojo.
—¿Qué hacés? ¿Te estás mensajeando con la de jogging?
Federico se aclaró la garganta.
—No. Estoy… leyendo sobre Cortázar.
Tomás lo miró como si le hubiera dicho que estaba criando caracoles para entrenarlos en carreras clandestinas.
—Qué raro sos, boludo.
En el otro extremo del aula, Camila miraba a Melina.
—¿A quién le escribís tanto? ¿No me digas que es a ese pibe tímido...
Melina sonrió sin sacar la vista del celular.
—Nah… estoy chusmeando frases para un cuento. Nada especial.
📱 Federico: "Estás jugando fuerte."
📱 Melina: "Estoy entrenada."
📱 Federico: "Sos una provocación con piernas."
📱 Melina: "Y vos sos más valiente de lo que pensás."
Se miraron. Breve. Apenas un destello. Pero suficiente.
Ese era el nuevo juego. No tocaban sus cuerpos. Se tocaban las palabras.
Y cada frase era una promesa, un anticipo, una sonrisa contenida que quería más.
Capítulo 12 – Lunes de Bowling
El timbre sonó con una vibración
metálica que atravesó la última frase del profesor.
Como un conjuro, los cuerpos se desperezaron al unísono. Ruido de bancos
arrastrándose, mochilas zumbando al colgarse. Fin de jornada.
—¿Van para la parada? —preguntó Camila mientras se ataba el pelo con una gomita que mordía desde el principio de la clase.
—Sí —respondió Melina, acomodando su buzo ancho dentro del jogging. Se giró hacia Federico con naturalidad—. ¿Vos también, Fede?
Él asintió.
—Claro.
Tomás, que había guardado todo sin
siquiera mirar el cuaderno, se encogió de hombros.
—Yo voy para otro lado, pero paso por la misma parada.
—¡Entonces vamos todos juntos! —soltó Camila con entusiasmo desmedido, como si la caminata de tres cuadras fuera una excursión a la Antártida.
En el trayecto, Federico se sentía más consciente de su cuerpo que de sus pensamientos. Caminaba junto a Melina, pero sin tocarla. Sin hablar demasiado. Solo el rumor de la calle, las risas sueltas de Camila y algún comentario sarcástico de Tomás llenaban el aire.
Hasta que, ya llegando a la parada,
Melina lanzó la bomba con una sonrisa ladeada:
—Che... hoy es lunes de bowling en el lugar de la avenida Córdoba. Sale dos por
uno si vamos en grupo.
Camila se prendió como fuego en pasto seco.
—¡Sí! ¡Dale! Hace un montón que no vamos. ¡Tomás, vos venís!
—Nah, no sé… —empezó él, escudándose en una indiferencia poco convincente.
Federico giró la cara, sin que nadie
lo viera.
Le clavó una seña de cejas y mentón, una mezcla entre “dale, gil” y “haceme la
segunda”.
Tomás lo miró como si acabara de notar
algo que le habían estado ocultando todo el día.
Sonrió, cómplice.
—Bueno, está bien... Pero solo si me dejan elegir el nombre del equipo.
—¿Qué nombre? —preguntó Camila.
—Subtexto Explícito.
—¿Eh?
—Es una cosa nuestra —dijo Tomás, señalando a Federico.
Melina se rió bajito.
Federico se sintió atrapado entre la vergüenza y el placer: estaban todos ahí, pero ella estaba más cerca.
Y esta vez, él no se escondía tanto.
Camila, mientras fingía buscar algo en la mochila, sacó disimuladamente el celular y escribió algo en una nota privada:
“No sé qué está pasando entre esos dos, pero es real. Y me encanta.”
Capítulo 13 – Zapatos prestados
El lugar olía a papas fritas, spray
desinfectante y nostalgia de cumpleaños infantiles.
Las luces de neón del cartel “BOWLING EXPRESS” los recibieron como si los
conocieran de toda la vida. Un lunes cualquiera, pero con sabor a algo que
podía volverse inolvidable.
—¡Mesa para cuatro! —dijo Camila, como si fuese habitué del lugar, mientras apoyaba las manos sobre el mostrador con entusiasmo contagioso.
El recepcionista, con una remera negra del lugar y ojeras que contaban otra historia, asintió sin levantar demasiado la vista. —Pista 7. Les doy los zapatos.
—Ay no, por favor, que esta vez no me toquen los que huelen a pata de troll —dijo Camila entre risas mientras hacía un gesto exagerado de taparse la nariz.
—¿Vos creés que los desinfectan en serio? —preguntó Tomás con voz baja, conspirativa—. Esto es más psicológico que higiénico.
—Vos sos más psicológico que higiénico —le afirmó Camila sin pestañear.
Melina estiró la mano hacia la estantería. —Treinta y nueve.
Federico, al lado, buscaba lo mismo. —Treinta y nueve también…
Ambos se quedaron con la mano
suspendida sobre el mismo par de zapatos.
Se rozaron los dedos. Breve. Eléctrico. Demasiado.
—¿Posta calzás lo mismo que yo? —preguntó Melina, entre sorprendida y divertida.
—Parece que sí… —dijo él, y por alguna razón, en lugar de soltar el zapato, lo sostuvo un segundo más de la cuenta. Como si el contacto valiera más que el calzado.
Tomás los miró, se cruzó de brazos, y
murmuró por lo bajo:
—Par de pies, par de almas… o de hongos.
Camila lo escuchó, se rió con fuerza y
empujó suavemente a Tomás hacia la pista.
—Callate y ayudame a poner mi nombre en la pantalla, que siempre lo escribís
mal.
Mientras tanto, Fede y Melina se sentaron juntos a cambiarse. Las risas de los otros flotaban a su alrededor como burbujas sin peso.
Melina se puso el primer zapato y giró
la cara hacia él.
—Si jugás mal, ¿vas a decir que es culpa del calzado?
—Solo si vos jugás bien. Así tengo excusa.
Ella lo miró con una ceja arqueada y
una sonrisa que decía más de lo que dejaba ver.
—Ob-vio.
Él la sostuvo con los ojos un poco más de lo habitual. No dijo nada. Pero por dentro, algo se alineaba. Una pista. Una mirada. Un número de calzado. Todo servía como símbolo.
Y todavía no habían lanzado ni una bola.
Capítulo 14 – Playa Prometida
La pantalla cambió de repente. Un sonido agudo, mezcla de jingle barato y expectativa de feria, llamó la atención de todos.
“TORNEO RELÁMPAGO: Equipo ganador se lleva una noche en Playa Club, exclusivo para grupos. Empieza YA.”
—¿Playa Club? ¡El de la pileta climatizada y la música en vivo! —gritó Camila como si hubiese ganado ya.
—No entendí si ganamos un viaje a la playa o una noche en una pileta con luces de colores —dijo Tomás, frunciendo el ceño.
—¿Y eso importa? ¡Es gratis! —saltó Melina, ya reanudando el moño del jogging como si fuese a correr los 100 metros planos.
Federico tragó saliva. No era competitivo, pero algo en la idea de compartir una noche con Melina… con excusa, con grupo, con esa mezcla de promesa y anonimato… lo sacó de su centro.
—Bueno, equipo... —dijo Camila, poniéndose en pose de entrenadora—. Nos llaman Subtexto Explícito, y esta noche se gana o se gana.
—¿No éramos los Caracoles Mutantes? —preguntó Tomás, como quien no quiere que las cosas cambien.
—Eso murió con la adolescencia —dijo Melina, guiñándole un ojo a Federico.
Primer lanzamiento. Camila, con fuerza. Cae un strike. Grita como si hubiera ganado el mundial. Tomás se suma con dos chuzas improvisadas, cada una celebrada con un choque de palmas digno de videoclip.
Y cada vez que sumaban puntos, se abrazaban. Primero grupales. Después más direccionados. Hasta que Melina, tras un tiro que dejó solo un palito tambaleante, giró y lo abrazó solo a él.
Apretado.
Real.
Con ese segundo de más que los cuerpos registran aunque nadie lo diga.
—Te traje suerte —le susurró en el oído. Federico no supo si reírse o derretirse.
Le tocaba. Se paró en la pista con una
mezcla de nervios y deseo. No le importaba ganar.
Le importaba merecerla. Tiró. Casi strike. Pero lo celebraron igual como si
fuera la gloria.
En un rincón, mientras los otros equipos miraban con envidia, ellos cuatro brillaban en su burbuja de euforia.
Pero claro… No todo podía salir perfecto.
Última ronda. Un grupo llamado “Los Pinos Locos”, que venía medio de callado, clavó tres strikes seguidos.
—No… ¡no! —dijo Camila viendo los números en la pantalla—. ¡Nos pasaron!
—Son unos freaks —añadió Tomás—. Seguro entrenan desde los cinco años.
La pantalla anunció el resultado con una musiquita de derrota irónica. Aplausos para todos… pero solo uno se iba a la playa.
Melina se cruzó de brazos. —¿Y ahora?
Federico la miró, se encogió de hombros. —Buscamos otra manera de estar juntos.
—¿Eso fue un intento de frase poética o una propuesta indecente? —preguntó ella, sonriendo con esa boca que a él le desarmaba el equilibrio.
—Las dos —dijo, y se sorprendió de sí mismo.
Ella le tocó el brazo suavemente. —Entonces empezá a escribir… que yo pongo la escena.
Camila y Tomás se acercaron con una
bandeja de papas fritas.
—Che, no ganamos, pero igual hay mesa libre —dijo Tomás—. Y no hay nadie
vigilando la máquina de peluches…
—Se viene la revancha —tiró Camila, guiñando un ojo.
Federico y Melina se miraron. Y por primera vez, no hizo falta que nadie hablara.
En dos semanas se publicará el resto del relato!!!
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